Llamo a Sakura desde el teléfono público de la biblioteca. Pensándolo bien, no me había puesto en contacto con ella desde la noche en que me alojé en su apartamento. Me fui dejándole una simple nota. Me siento avergonzado por ello. En cuanto abandoné su casa me vine a la biblioteca, Ôshima me llevó en coche a su cabaña, pasé unos días solo en el corazón de las montañas, desde donde era imposible telefonear. Después volví a la biblioteca, inicié aquí una vida nueva, un trabajo nuevo, empecé a ver por las noches el espíritu vivo (o algo parecido) de la señora Saeki. Y, luego, me he enamorado locamente de aquella jovencita de quince años. Son tantas las cosas que se han ido sucediendo sin interrupción. Pero esto, claro, no es ninguna excusa.
Llamo poco antes de las nueve de la noche. Al sexto tono, Sakura se pone al teléfono.
—¿Dónde diablos te has metido? ¿Qué estás haciendo? —me pregunta Sakura con voz dura.
—Todavía estoy en Takamatsu.
Ella enmudece por unos instantes. De fondo, se oye algún programa de música en la televisión.
—He sobrevivido, más o menos —continúo.
Se produce otro corto silencio y, luego, Sakura lanza un suspiro de resignación.
—¿Crees que fue correcto lo que hiciste, salir corriendo en mi ausencia? Yo, ¿sabes?, estaba preocupada por ti. Aquel día salí del trabajo antes que de costumbre. Me vine a casa cargada con un montón de comida.
—Lo siento de veras. Sí que me porté fatal. Pero en aquel momento no tuve más remedio que marcharme. Me sentía muy confuso, necesitaba ordenar mis ideas. Reflexionar con tiempo. Y, a tu lado, ¡uff!, no sé… ¿Cómo te lo diría…?
—¿Que los estímulos eran demasiado fuertes?
—Sí. Yo, hasta entonces, no había estado nunca tan cerca de una mujer.
—¡No me digas!
—Y ya sabes. El olor de una mujer, esas cosas. Y, además…
—Qué duro es ser joven, ¿eh?
—Pues sí. Tal vez —digo—. ¿Estás muy ocupada?
—Sí, muchísimo. Pero, en fin, no me quejo. Mi idea en estos momentos es trabajar y ahorrar, así que ya me va bien.
Hago una pequeña pausa. Luego digo:
—Oye, Sakura. La verdad es que la policía me está buscando.
Ella enmudece por un instante, luego pregunta con tono precavida.
—¿No tendrá algo que ver con aquella sangre?
De momento, decido mentirle.
—No, ¡qué va! No tiene nada que ver con aquello. Me buscan porque soy un menor que se ha fugado de casa. Si me encuentran, me pondrán bajo tutela y me mandarán a Tokio. Sólo eso. Pero, escucha, es posible que la policía se ponga en contacto contigo. Hace días, la noche que pasé en tu casa, te llamé con mi móvil, la policía se ha enterado así de que estoy en Takamatsu, por el registro de la compañía telefónica. También conocen tu número de teléfono móvil.
—¡Ostras! —dice—. Pero, por lo de mi número, no tienes por qué preocuparte. Es un número de prepago, así que no consta el titular. De hecho, en principio, el móvil era de mi novio y se lo cogí prestado, así que ni yo ni mi dirección figuramos por ninguna parte. Puedes estar tranquilo.
—¡Uff! —suspiré—. Es que no quería ocasionarte más molestias.
—¡Cuánta consideración! Mira, se me saltan las lágrimas.
—Lo digo en serio —replico.
—Ya lo sé, hombre —dice ella con tono renuente—. Y qué, señor menor que se ha fugado de casa, ¿dónde te alojas ahora?
—En casa de un conocido.
—Creía que aquí no conocías a nadie, ¿o sí?
No puedo responder adecuadamente a su pregunta. ¿Cómo diablos podría explicarle, de manera concisa, todo lo que me ha ocurrido estos últimos días?
—Es una historia muy larga —digo.
—Todas tus historias lo son.
—Sí. No sé por qué, pero siempre lo acaban siendo.
—¿Tienes tendencia a ello?
—Probablemente —respondo—. Un día, con tiempo, te lo explicaré todo con pelos y señales. No es que ahora quiera ocultártelo. Sólo que, por teléfono, no te lo podría explicar bien.
—No es preciso que me cuentes nada. Pero, dime, no te habrás metido en nada peligroso, ¿verdad?
—En absoluto. No corro ningún peligro. Tranquila.
Lanza otro suspiro.
—Ya sé que eres una persona muy independiente y que tú solo te las apañas muy bien, pero lo mejor es no tener líos con la justicia, ¿sabes? En primer lugar, porque siempre sales perdiendo. Eso fijo. Recuerda que Billy el Niño murió antes de cumplir los veinte.
—Billy el Niño no murió antes de cumplir los veinte —corrijo—. Mató a veintiuno y murió a los veintiuno.
—¿Ah, sí? —dijo—. En fin, dejémoslo correr. ¿Querías algo?
—Sólo darte las gracias. Tú te portaste muy bien conmigo y yo, a cambio, me fui de tu casa a la francesa. La verdad es que estaba preocupado.
—Eso ya ha quedado aclarado. Olvídalo.
—También quería escuchar tu voz —digo.
—Me alegra que digas eso, pero no creo que te sirva de gran cosa, ¿no?
—¿Cómo te lo diría?… Quizá te suene extraño, pero es que tú vives en un mundo real, respiras un aire real, pronuncias palabras reales. Y, cuando hablo contigo, comprendo que todavía sigo, de momento, ligado al mundo real. Y para mí eso es muy importante.
—¿Y la gente que te rodea no es así?
—Pues, quizá no —respondo.
—No sé si lo he entendido bien. ¿Tú estás en un lugar alejado de la realidad, con unas personas alejadas de la realidad? ¿Es eso?
Pienso en ello.
—Según cómo te lo mires, sí.
—Oye, Tamura —dice Sakura—. Ya sé que se trata de tu vida, y yo no quiero entrometerme. Pero, mira, escuchándote, no sé, tengo la impresión de que lo mejor sería que te fueras inmediatamente de ese sitio. Ignoro qué tipo de lugar debe de ser, pero me da mala espina. Llámalo presentimiento si quieres. Así que vente enseguida a casa. Puedes quedarte aquí todo el tiempo que quieras.
—Oye, Sakura. ¿Por qué eres tan buena conmigo?
—¿Tú eres tonto o qué?
—¿Por qué?
—¿No está ya claro que te tengo cariño? Fijo que soy una persona muy curiosa, pero esto no lo haría por cualquiera. Pero a ti te tengo cariño, me caes muy bien. No sé cómo explicarlo, pero me da la sensación de que eres mi hermano de verdad.
Me quedo mudo ante el auricular. ¿Qué diablos debo hacer? Por un instante, dejo de saberlo. Me asalta un ligero vértigo. Jamás en la vida, desde que nací, me había dicho nadie nada parecido.
—¿Me oyes? —pregunta Sakura.
—Estoy aquí —contesto.
—Pues si estás ahí, di algo.
Ordeno mis ideas. Respiro hondo.
Digo:
—Sakura, ojalá pudiera hacerlo. Hablo en serio. Lo deseo de todo corazón. Pero ahora no puedo. Tal como te he dicho antes, no puedo dejar este sitio. En primer lugar, porque estoy enamorado.
—¿De una persona complicada que no se puede decir que sea real?
—Más o menos.
Sakura vuelve a lanzar otro suspiro ante el auricular. Un suspiro hondo, profundo.
—Escúchame. Cuando un chico de tu edad se enamora, por lo general ya tiene tendencia a huir de la realidad; si ella, encima, es una persona alejada de la realidad, la cosa puede ser un poco complicada. ¿Lo tienes en cuenta?
—Sí, ya lo sé.
—Oye, Tamura.
—¿Sí?
—Si me necesitas, llámame cuando quieras. No importa la hora que sea, no te lo pienses dos veces y llama.
—Gracias.
Corto la comunicación. Vuelvo a mi cuarto, pongo en el plato el single de Kafka en la orilla del mar, hago descender la aguja. Y me siento arrastrado de nuevo a aquel lugar. A aquel tiempo.
Me despierto al notar una presencia. Está oscuro. Las agujas fosforescentes del reloj, a la cabecera de la cama, señalan poco más de las tres. Debo de haberme dormido sin darme cuenta. A la tenue luz de los focos del jardín que penetra por la ventana la veo a ella. Como de costumbre, la niña está sentada frente a la mesa, contemplando el cuadro en la misma posición de siempre. Con el codo hincado en la mesa y la barbilla apoyada en la palma de la mano, inmóvil. Tendido en la cama, contengo la respiración, como de costumbre, contemplo su silueta con los ojos entreabiertos. Fuera, la brisa que llega del mar mece silenciosamente las ramas de los árboles.
Pronto me doy cuenta de que el aire contiene un elemento distinto a lo habitual. Algo extraño que turba levemente, aunque de modo decisivo, la armonía, que debería ser perfecta, de aquel pequeño mundo. Fijo la mirada en la penumbra. ¿Qué diablos es lo que ha cambiado? Por un instante, el viento de la noche sopla con más fuerza, la sangre que corre por mis venas empieza a adquirir un peso y un espesor extraños. Las ramas de los árboles del jardín dibujan un nervioso laberinto en el cristal de la ventana. Pronto lo descubro. Aquélla no es la silueta de la niña. Se le parece mucho. Casi podría decirse que es idéntica. Pero no es exactamente igual. Como si, al dibujo original, le hubieran superpuesto una copia ligeramente poco lograda, las diferencias van saltando, una tras otra, a mis ojos. El peinado es distinto, por ejemplo. Y también el vestido. Pero, sobre todo, su presencia es distinta. Me doy cuenta. Sacudo la cabeza con un gesto inconsciente. Allí hay alguien que no es la niña. ¿Qué está ocurriendo? Debe de tratarse de algo importante. Sin pensar, me aprieto las manos con fuerza dentro de la cama. Mi corazón, incapaz de resistir más, empieza a latir con un sonido duro y seco. Empieza a marcar un tiempo distinto.
Y, como si ese sonido fuera una señal, la silueta de la silla se pone en movimiento. El cuerpo cambia lentamente de ángulo, como un gran barco virando a golpe de timón. Aparta la barbilla de la palma de la mano, mira hacia donde yo me encuentro. Y descubro que se trata de la señora Saeki. Ni siquiera soy capaz de expulsar el aire que he aspirado. La que está aquí es la señora Saeki actual. En otras palabras, es la señora Saeki real. Ella permanece unos instantes mirándome. En silencio, con toda su atención, como cuando contemplaba el cuadro de Kafka en la orilla del mar. Pienso en el eje del tiempo. Quizá, sin saberlo yo, en algún lugar le ha sucedido algo extraño al tiempo. Y, en consecuencia, los sueños se confunden con la realidad. Igual que se mezcla el agua del río con el agua del mar. Me devano los sesos buscándole un sentido. Pero no le encuentro el sentido por ninguna parte.
Poco después, la señora Saeki se levanta y se me acerca despacio. Con su manera de andar característica, erguida, con la espalda bien recta. No lleva zapatos. Va descalza. El entarimado cruje levemente bajo sus pies. Se sienta en silencio a los pies de la cama, permanece unos instantes allí, inmóvil. Su cuerpo posee una densidad y un peso evidentes. La señora Saeki lleva una blusa blanca de seda y una falda de color azul marino hasta las rodillas. Alarga la mano, me acaricia el pelo. Sus dedos juguetean con mis cortos cabellos. Sin duda, la más real. Los dedos son reales. Luego se pone en pie y, bañada por la pálida luz que llega del exterior, empieza a desnudarse, como si eso fuera lo más natural. No se apresura, pero tampoco vacila. Con movimientos suaves, llenos de naturalidad, se va desabrochando, uno a uno, los botones de la blusa, se quita la falda, se baja las bragas. Su ropa va deslizándose hacia el suelo por orden, en silencio. Las suaves prendas no hacen ningún ruido al caer. Está dormida. Lo sé. Tiene los ojos abiertos. Pero la señora Saeki está dormida. Y todas sus acciones las está realizando en sueños.
Una vez desnuda, se mete en la pequeña cama. Su blanco brazo rodea mi cuerpo. Siento su aliento cálido en el cuello. Siento cómo su vello púbico roza mis muslos. Posiblemente, la señora Saeki piense que soy su novio muerto hace años. Tal vez esté repitiendo las mismas acciones que realizaba, años atrás, en esta misma habitación. Con toda naturalidad, como si fuera lo más normal, dormida. En sueños.
Pienso que debo despertarla. Hacer que abra los ojos. Se está confundiendo. Debo decirle que aquí hay un gran error. Que esto no es un sueño. Que es el mundo real. Pero todo va demasiado rápido. No tengo fuerzas para detener el flujo de los acontecimientos. Me siento terriblemente confuso. Yo mismo estoy siendo engullido por esta distorsión temporal.
Y tú mismo estás siendo engullido por esta distorsión temporal. Sus sueños te envolverán antes de que te des cuenta. Te envolverán cálida y suavemente, como el líquido amniótico. La señora Saeki te quita la camiseta, los bóxers. Te besa una y otra vez en el cuello; después alarga la mano, toma tu pene. Tu pene ya está erecto, duro como la porcelana. Ella envuelve tus testículos con sus manos. Y, sin una palabra, conduce tu mano hasta su vello púbico. Su sexo está húmedo y cálido. Besa tu pecho. Te lame los pezones. Tus dedos van hundiéndose, despacio, dentro de su cuerpo, como succionados.
¿Dónde diablos empieza tu responsabilidad? Mientras intentas despejar la nebulosa del campo visual de tu conciencia, intentas con todas tus fuerzas localizar tu posición actual. Intentas descubrir la dirección de la corriente. Intentas atrapar el verdadero eje del tiempo. Pero no logras hallar la línea que separa los sueños de la realidad. Ni siquiera encuentras la frontera entre los hechos reales y las posibilidades. Lo único que sabes es que, ahora, tú te encuentras en una posición delicada. En una posición delicada y, al mismo tiempo, peligrosa. Te están arrastrando hacia delante, sin haber llegado a dilucidar los principios de la profecía o su lógica. Igual que una ciudad que se encuentra junto a un río se ve inundada por la riada. Todos los caminos y postes indicadores se han quedado sumergidos bajo el agua. Lo único que se ve son los tejados anónimos de las casas.
Poco después, la señora Saeki se sube encima de ti, tú estás boca arriba. Abre las piernas, conduce tu pene erecto, duro como una piedra, hacia su interior. Tú no puedes elegir nada. Es ella quien elige. Su cintura se retuerce con profundos movimientos serpenteantes, como si trazara un dibujo con su cuerpo. Su pelo liso se derrama sobre tu hombro y tiembla, mudo, como las ramas del sauce. Sientes cómo un cálido lodo te va absorbiendo poco a poco. Este mundo es, en su totalidad, un magma cálido, húmedo, indistinto; tu pene, rígido y bruñido, es todo cuanto existe. Cierras los ojos, te sumerges en tu propio sueño. El paso del tiempo es terriblemente incierto. La marea avanza, la luna asciende en el cielo. Poco después eyaculas. Eyaculas con fuerza, una y otra vez, en su interior. Ella se contrae, recibe tu semen con dulzura. Con todo, sigue dormida. Con los ojos abiertos, duerme. Ella se encuentra en otro mundo. Tu semen está siendo engullido por un mundo distinto.
Ha transcurrido mucho tiempo. No puedo moverme. Todo mi cuerpo está paralizado por igual. Pero ni siquiera yo soy capaz de dilucidar si se trata de una verdadera parálisis o si lo que ocurre es que no siento ningún deseo de mover mi cuerpo. Ella se separa de mí, se tiende a mi lado en silencio. Luego se levanta, se pone las bragas, se abrocha los botones de la blusa. Alarga la mano con dulzura, vuelve a tocarme el pelo. Todo ello en silencio. Pensándolo bien, desde que ha aparecido no ha pronunciado ni una sola palabra. Lo único que llega a mis oídos es el leve crujido del entarimado, el susurro incesante del viento. El hálito que exhala la habitación, la leve vibración de los cristales de las ventanas. Ése es el único coro que hay a mis espaldas.
Dormida, cruza la habitación, se dispone a salir. Entreabre la puerta, se desliza por la estrecha rendija como un pequeño pez que se moviera en sueños. Cierra la puerta sin ruido. Desde la cama la veo salir. Sigo paralizado. No puedo mover ni un solo dedo. Mis labios están firmemente sellados. Las palabras duermen en un bache del tiempo.
Todavía sin poder moverme, aguzo el oído. Imagino que el ronroneo del motor del Volkswagen Golf de la señora Saeki llegará a mis oídos de un momento a otro desde el aparcamiento. Sin embargo, por más tiempo que espero, no oigo nada. Las nubes de la noche van desapareciendo arrastradas por el viento. Las ramas de los árboles se mecen levemente y una multitud de cuchillos brillan en la oscuridad. Esta ventana es la ventana de mi corazón, esta puerta es la puerta de mi corazón. Permanezco despierto en la misma postura hasta la mañana. Contemplando eternamente la silla vacía.