El Colonel Sanders era muy ágil para su edad y avanzaba a paso rápido. Parecía un corredor veterano de marcha atlética. Además daba la impresión de que se conocía aquellas callejuelas al dedillo. Para atajar el camino subió por unas escaleras estrechas y oscuras, se escurrió entre los edificios ladeando el cuerpo. Saltó una zanja y reprendió con un grito conciso a un perro que ladraba detrás de un seto. La espalda de su traje blanco de talla pequeña se desplazaba rauda y veloz por las callejas de la ciudad como un alma presurosa en busca de dueño. Hoshino lo seguía a duras penas intentando no perderlo de vista. Pronto se le entrecortó la respiración y el sudor empezó a manar de sus axilas. El Colonel Sanders no se volvió ni una sola vez para comprobar si el joven lo seguía.
—¡Eh, abuelo! ¿Todavía no llegamos? —gritó Hoshino a sus espaldas cuando se sintió desfallecer.
—¡Vamos, jovencito! No me digas que ya no puedes más —dijo el Colonel Sanders sin volverse, como de costumbre.
—Pero oye, abuelo, que yo soy el cliente. Si me haces andar tanto, vas a dejarme hecho polvo y se me quitarán las ganas.
—¡Vaya piltrafa estás hecho! ¿Y tú eres un hombre? Si por esa ridiculez pierdes las ganas, mejor habría sido dejarlo correr desde el principio.
—¡Jo! —dijo el joven.
El Colonel Sanders cruzó un callejón, atravesó una calle grande ignorando el semáforo y siguió andando un poco más. Luego cruzó un puente y penetró en el recinto de un santuario sintoísta. Era un santuario bastante grande, pero a esas horas de la noche no se veía ni un alma en su interior. El Colonel Sanders le señaló a Hoshino un banco que estaba delante de las oficinas del santuario y le indicó que se sentara. Junto al banco se erguía una gran lámpara de mercurio y los alrededores estaban tan iluminados que parecía de día. El joven se sentó en el banco, tal como se le había indicado, y el Colonel Sanders tomó asiento a su lado.
—Oye, abuelo. No me digas que tendré que hacerlo por aquí —quiso saber el joven Hoshino alarmado.
—¡No digas tonterías! Ni que fueras un ciervo de Miyajima.[40] ¿Cómo se te ocurre hacer un mete-mete en el recinto de un santuario? ¡Vaya sandez! ¿Pero quién te crees que soy?
El Colonel Sanders se sacó del bolsillo un teléfono móvil plateado y pulsó un corto número de tres dígitos.
—Oye, soy yo —le dijo a alguien el Colonel Sanders—. Sí, en el lugar de costumbre. En el santuario. Aquí tengo a un tipo que se llama Hoshino. Sí… Exacto. Como siempre. De acuerdo. Ven enseguida.
El Colonel Sanders apagó el móvil y se lo guardó en el bolsillo de la americana blanca.
—¿Siempre haces venir a las chicas a este santuario? —preguntó el joven Hoshino.
—¿Y qué hay de malo en ello?
—No, nada. Pero me parece que hay sitios más apropiados, más comunes… No sé. Por ejemplo, una cafetería o la habitación de un hotel. Sitios así.
—Un santuario es más tranquilo. Es mejor. Y el aire es más puro.
—Sí, en eso tienes razón. Pero lo de estar esperando a una chica en plena noche en un santuario, no sé… No estoy muy tranquilo. Tengo la sensación de que, de un momento a otro, va a venir un zorro con la intención de engañarme o algo por el estilo.
—¿Pero qué dices? ¿Te estás burlando de Shikoku o qué? Takamatsu es una ciudad decente, toda una capital de provincia. Por aquí no aparecen los zorros.
—Bueno, lo de los zorros era una broma. Pero oye, abuelo, en el sector servicios es aconsejable cuidar un poco el ambiente. Se necesita algo de lujo, algo que te ponga a tono. Claro que quizás esté hablando más de la cuenta.
—Estás hablando más de la cuenta —dijo el Colonel Sanders tajante—. ¿Y qué? ¿Qué hay de la piedra?
—¡Ah, sí! Quiero que me cuentes cosas de la piedra.
—Primero haz el mete-mete. Y luego ya hablaremos.
—El mete-mete es muy importante, ¿no?
El Colonel Sanders asintió varias veces con gravedad. Luego se acarició la perilla adoptando un aire misterioso.
—Sí, es importante hacer primero el mete-mete. Es una especie de ritual. Primero, el mete-mete. Luego hablamos de la piedra. Hoshino, seguro que la chica te gusta. Es la número uno. Y no exagero. Pecho turgente, piel como la seda, curvas generosas, la cosita húmeda. Una buena máquina sexual. Si la comparáramos con un coche, te diría: en la cama, propulsión total; pisas el acelerador y turbo de pasión; dedos que rodean el cambio de marchas; tomas la curva; delicioso cambio de velocidad; sobrepasas la línea discontinua, aceleras, aceleras y llegas, llegas, llegas… ¡Ya has llegado! Hoshino ha alcanzado el paraíso.
—Abuelo, eres un personaje de lo más original, ¿lo sabías? —dijo el joven admirado.
—Escucha, que este negocio me da de comer, ¿eh?
Quince minutos más tarde apareció la chica. Tal como había anunciado el Colonel Sanders, era una belleza de cuerpo escultural. Llevaba un mini vestido ceñido de color negro, zapatos de tacón también de color negro y un pequeño bolso de charol negro colgado al hombro. No hubiera desmerecido como modelo. El abundante pecho le asomaba por el generoso escote.
—¿Qué, Hoshino? ¿Te gusta? —preguntó el Colonel Sanders.
Boquiabierto, Hoshino asintió con un movimiento de cabeza. No le salían las palabras.
—Una máquina sexual de primera, Hoshino. ¡Que disfrutes! —dijo el Colonel Sanders, sonrió por primera vez y pellizcó a Hoshino en el trasero.
La mujer condujo a Hoshino fuera del santuario y lo llevó a un love hotel cercano. Una vez allí llenó la bañera de agua, se despojó primero de sus ropas y luego desnudó a Hoshino. Dentro de la bañera lo lavó con cuidado, lo lamió por todas partes y, después, le hizo una felación de tan alto nivel artístico que Hoshino jamás había visto ni oído nada similar. Hoshino eyaculó sin que le diera tiempo a que se le cruzase un solo pensamiento por la cabeza.
—¡Caramba! Es la primera vez en mi vida que me hacen algo tan fantástico —dijo Hoshino y se sumergió dentro de la bañera.
—Esto es sólo el principio —dijo la mujer—. Ahora viene lo bueno
—Pero yo me he sentido muy bien.
—¿Como cuánto?
—Tanto que no podía pensar ni en el pasado ni en el futuro.
—«El puro presente no es sino el fugitivo progreso del pasado royendo el futuro. A decir verdad, toda percepción ya es memoria».
Hoshino alzó la cabeza y miró a la mujer boquiabierto.
—¿Y eso qué es?
—Henri Bergson —dijo ella tomando el glande entre los labios y lamiendo los restos de esperma—. Mafeeda y memooya.
—No te entiendo.
—Materia y memoria. ¿Lo has leído?
—Creo que no —dijo el joven Hoshino tras pensar unos instantes. Aparte del Manual de conducción de vehículos especiales del Ejército Tierra de Autodefensa que le habían obligado a leer en su época de soldado (y descontando sus investigaciones de los últimos días en la biblioteca sobre la historia de Shikoku y su clima), Hoshino no recordaba haber leído en su vida otra cosa que manga.
—¿Y tú lo has leído?
La mujer asintió.
—He tenido que leerlo. Estoy estudiando filosofía en la universidad. Y pronto hay exámenes.
—¡Ah, ya! —exclamó el joven admirado—. ¿Y esto que haces es un trabajillo de media jornada?
—Sí. Hay que pagarse la matrícula.
Después condujo a Hoshino a la cama, recorrió todo su cuerpo con las yemas de los dedos y con la lengua y consiguió que él tuviera enseguida otra erección. Una erección tan firme como la Torre de Pisa en tiempos de Carnaval.
—Mira, ya vuelves a estar en forma —dijo la mujer. Y, despacio, pasó a la siguiente secuencia de acciones—. Por cierto, ¿tienes alguna petición especial? Algo que quieres que te haga. El Colonel Sanders me lo ha dicho: que te haga lo que tú desees.
—No se me ocurre ninguna petición, pero podrías decirme otra cita de esas, de filosofía. No sé, pero me da la impresión de que eso hará que aguante un poco más. Porque, si seguimos así, volveré a eyacular en un santiamén.
—Vamos a ver… Es un poco viejo, pero a lo mejor Hegel funciona.
—Tanto me da uno como otro. El que más te guste a ti.
—Te recomiendo a Hegel. Es un poco viejo, pero ¡ta-ta-chan! Oldies but Goodies!
—¡Ah! Muy bien.
—«El yo es el contenido de la relación y, al mismo tiempo, la relación en sí misma».
—¡Ah!
—Hegel estipula la llamada «conciencia del yo». Piensa que el hombre no sólo tiene conciencia de que el yo y el objeto son entidades separadas, sino que, a través de la proyección del yo en el objeto que desempeña la función de mediador, puede llegar activamente a una comprensión más profunda de sí mismo. Esto es, en definitiva, la conciencia del yo.
—No he entendido nada.
—A ver. Mira lo que te estoy haciendo yo a ti. Desde mi punto de vista, yo soy el yo y tú eres el objeto. Y, desde tu punto de vista, por supuesto, es al revés. Para ti, tú eres el yo, y yo soy el objeto. Y nosotros, en consecuencia, vamos intercambiándonos, el uno al otro, el yo y el objeto, nos proyectamos el uno en el otro y establecemos la conciencia del yo. De una manera activa. Dicho de una manera fácil de entender.
—Sigo sin enterarme demasiado, pero me da la impresión de que debe de ser estimulante.
—Ahí está la gracia —dijo ella.
Cuando, tras acabar y despedirse de la mujer, volvió solo al santuario, se encontró al Colonel Sanders esperándolo sentado en el mismo banco de antes.
—¡Eh, abuelo! ¿Me has estado esperando aquí todo el rato? —le preguntó Hoshino.
El Colonel Sanders sacudió la cabeza irritado.
—¡No digas tonterías! ¿Crees que me sobra el tiempo como para quedarme aquí plantado esperándote? ¿Tan poco trabajo te crees que tengo? Mientras tú, Hoshino, alcanzabas en alguna cama el paraíso, el destino ha hecho que yo me matara trabajando por estas callejuelas. Cuándo la chica me ha llamado para avisarme de que ya habíais terminado, he venido corriendo. ¿Qué? ¿Verdad que es fenomenal mi máquina sexual?
—Sí, muy buena. Nada que objetar. Algo fuera de serie. Activamente hablando, me he corrido tres veces. Me da la sensación de haber perdido unos dos kilos.
—Fantástico, entonces. Por cierto, la piedra de la que hablábamos.
—Sí, eso es importante.
—Pues la verdad es que la piedra se encuentra entre los árboles de este santuario.
—Hablo de la «piedra de entrada», ¿eh?
—Sí, exacto. La «piedra de entrada».
—Oye, abuelo. No estarás, por casualidad, diciéndome lo primero que se te pasa por la cabeza, ¿no?
Al oírlo, el Colonel Sanders levantó la mirada con resolución.
—¿Pero qué dices? ¡Idiota! ¿Acaso te he mentido una sola vez? ¿Has oído un solo disparate de mis labios? Te he hablado de una preciosa máquina sexual y era una preciosa máquina sexual. ¿O no? Además, te he ofrecido un servicio a un precio tan bajo que he perdido dinero. Y tú, por unos miserables quince mil yenes, tienes el morro de eyacular ni más ni menos que tres veces. Y encima desconfías de mí.
—No, no. No es que no te crea. No te pongas así. No es eso. Pero, entiéndeme. Todo ha resultado demasiado fácil y he pensado más de la cuenta. Es que, mira, voy andando por la calle, se me acerca un tipo con una pinta muy extraña, me dice que me enseñará dónde está la piedra y, encima, me ofrece a una tía estupenda para echar un clavo…
—¡Tres! Han sido tres.
—Eso es lo de menos. Bueno, sí, para echar tres clavos, y, al final, va y me dice que la piedra que he estado buscando se encuentra aquí. Sinceramente, esto desconcertaría a cualquiera, ¿no?
—Tú no entiendes nada de nada. Una revelación es así —dijo el Colonel Sanders haciendo chasquear la lengua—. Una revelación trasciende los límites de lo cotidiano. Y una vida sin revelaciones no es vida. Lo importante es pasar de una razón que sólo observa a una razón que actúa. ¿Entiendes lo que te estoy diciendo, pedazo de alcornoque?
—La proyección y el intercambio del objeto y del yo… —dijo Hoshino medrosamente.
—Eso es. Con que entiendas eso, basta. Ahí está el secreto. Tú, sígueme. Y te dejaré adorar realmente tu preciosa piedra. Un buen servicio, ¿eh, Hoshino?