24

Eran ya alrededor de las ocho de la noche cuando el autocar de Kôbe se detuvo delante de la estación de Tokushima.

—¡Bueno! ¡Ya estamos en Shikoku!

—Sí. El puente es magnífico. Nakata nunca había visto un puente tan grande —dijo Nakata.

Ambos se apearon del autocar, se sentaron en un banco del parque y permanecieron allí unos instantes contemplando las vistas.

—¿Has tenido ya alguna especie de revelación de adónde tenemos que ir ahora? —preguntó el joven.

—No. Nakata sigue sin saber nada.

—¡Pues sí que estamos apañados!

Nakata permaneció largo tiempo acariciándose la cabeza con la palma de la mano, como si reflexionara.

—Señor Hoshino —dijo.

—¿Qué?

—Lo siento muchísimo, pero querría dormir. Tengo muchísimo sueño. Tanto que me parece que voy a quedarme dormido aquí mismo.

—¡Eh! Espera un poco, hombre —saltó el joven precipitadamente—. Me vas a poner en un aprieto. Aguántate un poco, que enseguida te encuentro alojamiento.

—Sí. Nakata intentará aguantar un poco más sin dormirse.

—Oye, ¿y comer qué?

—No necesito tomar nada. Sólo quiero dormir.

El joven Hoshino buscó deprisa y corriendo una oficina de turismo, encontró una habitación con desayuno incluido, no muy cara, en un ryokan[33] y telefoneó para ver si había habitaciones libres. Como el ryokan quedaba un poco lejos de la estación, se dirigieron allí en taxi. En cuanto entraron en el cuarto, la camarera le extendió el futón sobre el tatami. Nakata se desnudó, se escurrió dentro sin bañarse siquiera y, un instante después, ya dejaba oír la acompasada respiración del sueño.

—Nakata cree que dormirá mucho, así que no se preocupe usted. Sólo dormiré —dijo Nakata antes de sumirse en el sueño.

—Vale, yo no te molestaré. Duerme tanto como quieras —repuso el joven, pero Nakata ya estaba inmerso en un profundo sueño.

Hoshino se bañó con calma y luego salió solo. Tras vagar un rato por los alrededores para ver el ambiente de la ciudad entró en una sushi-ya, se tomó una cerveza y cenó. El joven no era un gran bebedor y, tras acabarse una botella de medio litro de cerveza ya estaba achispado y con las mejillas enrojecidas. Luego se metió en un pachinko, jugó alrededor de una hora y se gastó unos tres mil yenes. Llevaba puesta la gorra de los Chûnichi Dragons, por lo que mucha gente lo miraba con curiosidad. «Debo de ser el único que anda por ahí con la gorra de los Chûnichi Dragons», se dijo a sí mismo.

Al volver al ryokan encontró a Nakata profundamente dormido, en la misma posición en que lo había dejado. La luz de la habitación estaba encendida, pero eso no parecía afectar en lo más mínimo al durmiente. «¡Qué feliz es el tipo este!», pensó. Se quitó la gorra de la cabeza, la camisa hawaiana, los tejanos y se metió en el futón sólo con la ropa interior. Apagó la luz. Pero, quizá debido a la excitación del viaje, no consiguió dormirse. «¡Uff! ¡Ojalá me hubiera agenciado una puta para echar un clavo!», pensó. Pero conforme iba escuchando la acompasada respiración del sueño de Nakata, empezó a parecerle algo terriblemente impropio sentir deseo sexual. Ni él mismo sabía por qué se sintió avergonzado de haber querido ir de putas.

Mientras contemplaba desvelado el negro techo de la habitación, empezó a abrigar dudas acerca de sí mismo por hallarse en un ryokan de la ciudad de Tokushima compartiendo habitación con un viejo extraño que ni sabía de dónde venía. En principio, aquella noche él tendría que haber estado conduciendo, con un servicio, de vuelta a Tokio. En ese preciso instante debería encontrarse a la altura de Nagoya. A él no le disgustaba su trabajo, y en Tokio, sólo con hacer un par de llamadas, podría haber quedado con unas amigas.

En cambio, después de entregar la mercancía en los grandes almacenes, casi por un impulso se había puesto en contacto con un compañero de trabajo que estaba en Kôbe y le había pedido que lo sustituyera aquella noche en el viaje de vuelta a Tokio. Había llamado a la compañía, había exigido que le dieran tres días de fiesta y se había ido con Nakata, sin más, a Shikoku. Llevándose sólo una pequeña bolsa con una muda de ropa y objetos de aseo.

Al principio, Hoshino había sentido interés por Nakata porque tanto en el aspecto físico como en la manera de hablar le había recordado a su abuelito muerto. Pero, poco después, esa impresión se desvaneció y fue la propia personalidad de Nakata la que empezó a atraer al joven. Nakata hablaba de una manera muy extraña y lo que decía era más raro todavía. Pero esa rareza poseía algo que cautivaba el corazón de las personas. Y Hoshino se encontró a sí mismo interesándose por el lugar adonde iría y por lo que haría Nakata a continuación.

Hoshino había nacido en una familia campesina, era el tercero de cinco hermanos, todos varones. Hasta acabar la enseñanza media, se había portado más o menos bien, pero después, en la Escuela de Formación Profesional, empezó a frecuentar malas compañías y a hacer salvajadas. Incluso la policía lo detuvo en varias ocasiones. Consiguió graduarse, mas luego, sin un trabajo decente y, por añadidura, metido en líos con una mujer, no tuvo más remedio que enrolarse en las Fuerzas Armadas de Autodefensa. Lo que él quería de verdad era conducir un tanque, pero como no logró sacarse la licencia mientras estuvo en el ejército, se dedicó principalmente a conducir vehículos de transporte pesado. A los tres años dejó el Ejército y encontró trabajo en una empresa de transporte. Y ya hacía seis años que conducía camiones de transporte de mercancías de largo recorrido.

Conducir camiones iba mucho con su carácter. Las máquinas le gustaban y, por otro lado, cuando se sentaba en el asiento del conductor y agarraba el volante, se sentía como un señor parapetado en su castillo. Claro que el trabajo era duro. Nunca sabía cuántas horas tendría que estarse pegado al asiento, pero él jamás hubiese podido soportar trabajar en una oficina miserable, desempeñando un trabajo miserable, controlado por un jefe miserable.

Había sido pendenciero toda su vida. Como era pequeño y delgaducho no parecía que fuera a tener mucha fuerza, pero la tenía. Además, una vez que se enfadaba ya no tenía freno, ponía unos ojos de loco que, por lo general, amedrentaban a sus contrincantes. Tanto en el ejército como después de empezar a trabajar como camionero había tenido broncas con frecuencia. Y no hace falta decir que algunas veces había ganado y que otras había perdido. Pero tanto en unas ocasiones como en otras, las peleas no le habían llevado a ningún sitio. Eso lo había comprendido recientemente. Y él mismo se admiraba de no haber salido peor parado.

En su salvaje e indómita época de estudiante, cuando tenía problemas con la policía siempre era su abuelito quien lo iba a buscar. Su abuelo se inclinaba ante la policía, asumía la responsabilidad. A la vuelta lo llevaba a un restaurante a hacer una buena comida. Ni siquiera entonces lo sermoneaba. Los padres jamás habían dado un solo paso por su hijo. Eran pobres y bastante tenían con asegurarse el sustento. No les sobraba tiempo para perderlo con su descarriado tercer hijo. «De no ser por el abuelito, ¿qué diablos habría sido de mí?», se preguntaba a veces. Su abuelo, como mínimo, se acordaba de que existía, se preocupaba por él. No obstante, él jamás le había dado las gracias. No había sabido cómo hacerlo y, además, en aquella época tenía toda la atención puesta en su propia supervivencia. Poco después de su ingreso en el Ejército, su abuelo enfermó de cáncer y murió. Al final chocheaba, ni siquiera lo reconocía. Después de la muerte de su abuelo, ya no regresó a casa.

Cuando Hoshino se despertó, a las ocho de la mañana del día siguiente, Nakata aún seguía profundamente dormido, sin cambiar de postura. Tanto la potencia como el ritmo de su respiración eran también los mismos de la víspera. El joven bajó y desayunó con otros huéspedes en una amplia sala. Un desayuno sencillo, pero se podía tomar tanto misoshiru y arroz hervido como se quisiera.

—¿Su acompañante no desayuna? —preguntó la camarera.

—Todavía duerme. No parece que vaya a comer nada. Me sabe mal, pero, de momento, deja el futón tal como está —dijo el joven.

A mediodía, Nakata todavía seguía durmiendo, por lo que el joven tuvo que alargar la estancia en el ryokan una noche más. Luego salió, entró en una soba-ya y se comió un oyakodon. Después dio un paseo por los alrededores, entró en una cafetería, se tomó un café, fumó unos cigarrillos y leyó unos cuantos manga.

Al volver al ryokan, Nakata aún dormía. Ya eran cerca de las dos de la tarde. Preocupado, el joven le puso una mano sobre la frente. No parecía haber nada anormal. La frente no estaba ni caliente ni fría. La respiración seguía siendo pausada y regular, las mejillas mostraban un saludable color sonrosado. No parecía encontrarse mal. Sólo que continuaba durmiendo. Sin haberse dado la vuelta siquiera una vez.

—¿No habrá problema con que duerma tanto? ¿No estará enfermo? —preguntó preocupada la camarera que había entrado en la habitación.

—Estaba muy cansado —comentó Hoshino—. Dejémosle dormir tanto como quiera.

—Sí, claro. Pero es la primera vez que veo a alguien dormir tanto tiempo.

A la hora de la cena, Nakata seguía durmiendo. El joven salió, entró en una karee-ya,[34] se comió una gran ración de carne con curry y una ensalada. Fue al mismo pachinko que la víspera y volvió a jugar durante una hora. Pero, esta vez, por menos de mil yenes consiguió llevarse dos cartones de Marlboro. Eran ya las nueve y media de la noche cuando volvió al ryokan con los cartones de tabaco. Y, cosa sorprendente, Nakata seguía durmiendo.

El joven calculó el tiempo. Nakata llevaba durmiendo más de veinticuatro horas. Le había dicho que no se preocupara aunque durmiera mucho, pero aquello era demasiado. Sintió inquietud, algo infrecuente en él. ¿Qué diablos debía hacer si Nakata no se despertaba?

—¡Me rindo! —exclamó sacudiendo la cabeza.

Sin embargo, cuando al día siguiente, a las siete de la mañana, el joven se despertó, Nakata ya estaba en pie, mirando por la ventana.

—¡Eh, abuelo! ¡Por fin te has despertado! —dijo el joven con alivio.

—Sí. Me he despertado hace poco. No sé cuánto tiempo, pero tengo la impresión de que Nakata ha dormido mucho. Me siento como si hubiera vuelto a nacer.

Mucho es decir poco. Has dormido desde poco después de las nueve de la noche de anteayer. O sea, unas treinta y cuatro horas seguidas. Vamos, como la Bella Durmiente.

—Sí. Nakata tiene apetito.

—¡Pues claro! Como que llevas casi dos días sin comer.

Los dos bajaron a la amplia sala debajo de la planta baja y desayunaron. Nakata comió tanto arroz que la camarera no salía de su asombro.

—Este hombre duerme mucho, pero, a la que se despierta, no para de engullir. Ha comido para dos días —dijo.

—Sí. Nakata tiene que comer mucho.

—Usted goza de muy buena salud, ¿verdad?

—Sí. Nakata no sabe leer, pero no tiene una sola caries y nunca ha necesitado gafas. Tampoco ha ido jamás al médico. No le duele la espalda y caga, como es debido, todas las mañanas.

—¿Ah, sí? Pues no es poco —dijo la camarera impresionada—. ¿Y qué harán hoy durante todo el día?

—Nos dirigiremos al oeste —respondió Nakata resueltamente.

—¿Ah, sí? ¿Van al oeste? —preguntó la camarera—. Pues, desde aquí…, eso será hacia Takamatsu, ¿no?

—Nakata es tonto y no sabe geografía.

—¡Bueno! Pues de momento nos vamos a Takamatsu, ¿verdad, abuelo? —dijo Hoshino—. Y luego ya veremos.

—Sí. De momento nos vamos a Takamatsu. Y luego ya veremos.

—Vuestro viaje es muy original, ¿verdad? —dijo la camarera.

—Pues la verdad es que sí —admitió el joven.

Al volver a la habitación, Nakata se fue enseguida al lavabo. Mientras tanto, Hoshino se tumbó sobre el tatami boca abajo en yukata,[35] y estuvo mirando las noticias de la televisión. No había nada interesante. Nada nuevo sobre el caso del famoso escultor apuñalado en el distrito de Nakano. No había testigos, no habían dejado huellas, y tampoco pistas. La policía buscaba al hijo de la víctima, de quince años de edad, que había desaparecido poco antes del crimen.

«¡Jo! ¡Otro angelito de quince años!», pensó Hoshino. ¿Por qué últimamente siempre eran críos de quince años los que perpetraban esos crímenes atroces? Cuando él tenía quince años, robó una moto de un aparcamiento y se montó en ella sin licencia de conducir, así que no tenía derecho a criticar. «¡Claro que no es lo mismo coger una moto sin permiso que matar a tu padre!», se dijo. «Por cierto, debió de ser cuestión de suerte que yo no acabara rajando al mío. ¡No había día que no me moliera a palos!».

Justo acababan de dar las noticias cuando Nakata volvió del lavabo.

—Oiga, señor Hoshino. ¿Puedo hacerle una pregunta?

—¿Cuál?

—Señor Hoshino, ¿a usted no le dolerá la espalda, por casualidad?

—¡Pues claro que me duelen los riñones! Hace años que soy conductor. No hay un solo tío que conduzca largas distancias al que no le duelan los riñones. Como no hay ningún lanzador de béisbol al que no le duelan los hombros —dijo el joven—. ¿Por qué me preguntas eso ahora?

—Porque a Nakata, al verle la espalda, le ha dado esa impresión.

—¿Ah, sí?

—¿Puedo tocársela un momento?

—Haz lo que quieras.

Nakata se puso a horcajadas sobre Hoshino, que seguía tumbado de bruces. Le posó ambas manos sobre las vértebras de la zona de la cintura y se quedó inmóvil. Mientras tanto, el joven miraba un programa de chismorreos sobre el mundo del espectáculo. Una actriz muy famosa se había comprometido en matrimonio con un joven escritor que no lo era tanto. No es que a Hoshino le interesase de forma especial la noticia, pero no daban nada mejor. Los ingresos de ella eran diez veces superiores a los de él. El novelista no era especialmente guapo, tampoco parecía particularmente inteligente. Hoshino sacudió la cabeza.

—¡Jo! Eso no puede funcionar. Seguro que hay algún malentendido.

—Señor Hoshino. Tiene usted la columna un poco desviada.

—Durante años he llevado una vida torcida. No me extraña que mi espalda también lo esté —dijo el joven bostezando.

—Si lo deja así, las consecuencias pueden ser graves.

—¿Ah, sí?

—Puede tener dolores de cabeza, lumbago, no cagar bien.

—¡Jo! ¡Qué palo!

—Dolerá un poco. ¿Le importa?

—Me da igual.

—A decir verdad, le dolerá bastante.

—Mira, abuelo. A mí, desde que nací, me han atizado de lo lindo. En casa, en la escuela, en el ejército. Y aquí estoy. No es que vaya a fardar de ello, pero se pueden contar con los dedos de una mano los días en que no me han zurrado. Y, ahora, tanto me dan el dolor, el calor, el picor, las cosquillas, lo dulce o lo salado. Así que, tú mismo.

Nakata entornó los ojos, se concentró y comprobó con extremo cuidado que sus dos pulgares estuvieran colocados en el lugar exacto de la espalda de Hoshino. Cuando halló el punto justo, primero fue incrementando poco a poco, muy despacio, la presión de los dedos, inspeccionando el terreno. De pronto tomó una bocanada de aire, lanzó un gritito, como el de un pájaro de invierno, hizo acopio de todas sus fuerzas y le clavó los dedos entre el hueso y el músculo. El dolor que experimentó el joven fue espantoso, más allá de toda lógica. Un enorme relámpago le atravesó la cabeza, la mente se le quedó en blanco. Se sintió como si lo hubiesen arrojado, de golpe, desde lo alto de una torre a las profundidades del infierno. Ni siquiera pudo soltar un alarido. Tan intenso era el dolor que no podía ni pensar. Todas las ideas se le calcinaron y desaparecieron, todas sus sensaciones quedaron condensadas en el dolor. Tuvo la impresión de que su cuerpo había sido despedazado. Ni siquiera la muerte debía de ser tan atroz. No podía abrir los ojos. Se quedó de bruces contra el tatami, tal como estaba, incapaz de hacer un solo movimiento, babeando. Las lágrimas le resbalaban por las mejillas. Hoshino permaneció en esa lamentable situación durante casi treinta segundos.

Luego, finalmente, el joven aspiró una bocanada de aire, hincó los codos sobre el tatami y se incorporó tambaleante. El tatami oscilaba de una manera funesta, como el mar antes de una tormenta.

—Le ha dolido, ¿verdad?

El joven, como si intentara comprobar que seguía con vida, sacudió varias veces la cabeza, despacio.

—Eso no es dolor. Eso es como si te despellejaran vivo, te clavaran en una broqueta, te molieran y, luego, te soltaran por encima al galope un rebaño de vacas cabreadas. ¿Pero qué diablos me has hecho?

—He vuelto a colocarle el hueso en su sitio. Probablemente, a partir de ahora, todo vaya bien. Ya no le dolerá la cabeza. Y podrá cagar sin problemas.

En efecto, cuando el intenso dolor remitió, como si se retirara la marea, el joven se dio cuenta de que sentía una inusual ligereza en la zona de la cintura. Aquel dolor sordo y pesado de siempre había desaparecido. Notaba, además, una claridad nueva alrededor de las sienes. Su respiración era más pausada. Incluso le entraron ganas de hacer del vientre.

—¡Jo, pues sí! Parece que, por aquí y por allá, todo anda mejor.

—Sí. Todo era culpa de un hueso de la cintura —dijo Nakata.

—Pero ha dolido mucho, ¡eh! —suspiró Hoshino.

Cogieron un tren expreso en la estación de Tokushima y se dirigieron a Takamatsu. Tanto el alojamiento como el billete del tren los pagó el joven Hoshino de su propio bolsillo. Nakata insistió en pagar él, pero el joven no quiso ni escucharlo.

—Mira, de momento, pago yo. Y luego ya pasaremos cuentas. No me gusta eso de que los hombres adultos vayan pagando a medias.

—Sí. Nakata no se aclara mucho con el dinero, así que lo dejo en sus manos, señor Hoshino —dijo Nakata.

—Pero escucha, gracias a tu shiatsu me siento muchísimo mejor. Déjame que te pague algo al menos. Hace mucho tiempo que no me encontraba tan bien. Me siento un hombre nuevo.

—Esto es fantástico. El shiatsu no sé muy bien qué es, pero los huesos son algo muy importante.

Shiatsu, o recolocación de las vértebras, o quiropráctica, no sé cómo llamarle. Lo que sí sé es que tienes muchísimo talento. Si te dedicaras a eso, te forrarías. Te lo garantizo. Sólo con que te enviara a mis amigos camioneros ya harías una pequeña fortuna.

—Al mirar la espalda, Nakata se ha dado cuenta de que el hueso estaba desviado. Y lo ha puesto otra vez en su sitio. He hecho muebles durante mucho tiempo y, cuando veo algo torcido, me entran ganas de ponerlo recto. Soy así desde siempre. Pero es la primera vez que enderezo huesos.

—Pues eso es talento natural —dijo el joven admirado.

—Antes podía hablar con los gatos.

—¡Caray!

—Pero hace poco, de repente, dejé de poder. Posiblemente, fuera culpa de Johnnie Walken.

—Ya.

—Tal como usted sabe, Nakata no es inteligente, así que no entiende de cosas difíciles. Pero, últimamente, pasan cosas difíciles. Por ejemplo, llueven peces y sanguijuelas del cielo.

—Ya.

—De todas formas, me alegro mucho de que haya mejorado su espalda, señor Hoshino. Si usted se siente bien, Nakata se siente bien.

—Yo también me alegro mucho.

—¡Oh! Muy bien.

—Pero eso del otro día…, lo de las sanguijuelas del área de servicio de Fujigawa…

—Sí, Nakata también se acuerda de lo de las sanguijuelas.

—¿No tendrá por casualidad algo que ver contigo?

Nakata se quedó reflexionando unos instantes, cosa que muy pocas veces hacía.

—Eso Nakata tampoco lo sabe. Pero cuando Nakata abrió el paraguas, cayeron muchas sanguijuelas del cielo.

—Ya.

—Se mire como se mire, es malo matar a alguien —dijo Nakata. Y asintió con un categórico movimiento de cabeza.

—Pues claro. Matar a alguien es malo —convino el joven.

—Sí —asintió Nakata con otro categórico movimiento de cabeza.

Se apearon en la estación de Takamatsu. Entraron en una udon-ya que había delante de la estación y cada uno se tomó un bol de udon para almorzar. Por la ventana se veían varias grúas grandes en el puerto. En las grúas había posadas muchas golondrinas. Nakata se comió los fideos saboreándolos equitativamente, uno tras otro.

—Estos udon están buenísimos —dijo Nakata.

—¡Qué bien! —exclamó Hoshino—. ¿Qué tal, pues? ¿Te parece bien este sitio?

—Sí, señor Hoshino. Está bien. Nakata tiene esa impresión.

—O sea, que es el lugar correcto. ¿Y qué haremos ahora?

—Debemos encontrar la piedra de la entrada.

—¿La piedra de la entrada?

—Sí.

—¡Caray! —dijo el joven—. Seguro que es una historia muy larga.

Nakata inclinó el bol y se bebió hasta la última gota del caldo de los fideos.

—Sí, es una historia muy larga. Pero es demasiado larga y Nakata no la conoce bien. Aunque creo que, una vez vayamos allí, lo sabremos.

—Como siempre. Una vez vayamos, lo sabremos.

—Sí. Exactamente y antes de ir no sabremos nada.

—Sí. Antes de ir, Nakata tampoco sabe nada.

—¡En fin! ¡Qué más da! Las historias largas no me van. Total, que ahora tenemos que encontrar la piedra de la entrada.

—Sí. Exactamente.

—¿Y dónde está?

—Nakata tampoco tiene ni idea.

—¡No sé por qué pregunto! —dijo el joven sacudiendo la cabeza.