22

El camión que llevaba a Nakata entró en las calles de Kôbe pasadas las cinco de la mañana y, aunque ya había amanecido, aún no estaba abierto el almacén donde tenían que descargar la mercancía. Detuvieron el vehículo en una calle ancha, cerca del puerto, y decidieron descabezar un sueñecito. El joven abatió su asiento y se durmió, entre sonoros ronquidos, con expresión de felicidad. Nakata se despertaba de vez en cuando a causa de los ronquidos, pero enseguida volvía a sumirse en un sueño agradable. El insomnio era uno de los fenómenos que Nakata jamás había experimentado hasta el momento.

Ya eran casi las ocho de la mañana cuando, con un enorme bostezo, el joven se incorporó.

—¿Qué, abuelo? ¿Tienes hambre? —preguntó el joven a Nakata mientras se afeitaba con una maquinilla eléctrica mirándose en el espejo retrovisor.

—Sí, Nakata también tiene un poco de hambre.

—Pues vayámonos a desayunar por aquí cerca.

Nakata, desde que salieron de Fujigawa hasta que llegaron a Kôbe, estuvo durmiendo casi todo el rato dentro del camión. El joven, entretanto, había conducido sin abrir apenas la boca mientras escuchaba por la radio un programa de madrugada. De vez en cuando tarareaba al compás de la música. No había una sola melodía que Nakata conociera. Aquello debía de ser japonés, claro está, pero Nakata no conseguía entender la letra de las canciones. Lo único que lograba pillar era alguna palabra, aquí y allá, de modo fragmentario. En cierto momento, Nakata sacó de la bolsa el chocolate y los onigiri que le habían regalado las dos secretarias el día anterior en Shinjuku y los compartió con el joven.

El joven, además, no dejó de fumar ni un instante. Para despejarse, decía. Por esa razón, al llegar a Kôbe, las ropas de Nakata apestaban a tabaco.

Nakata bajó del camión con la bolsa y el paraguas.

—¡Eh! Todo eso tan pesado puedes dejarlo dentro del camión. Vamos aquí cerca, volveremos enseguida después de desayunar —dijo el joven.

—Sí, tiene usted razón, pero Nakata, si no lo lleva consigo, no se sentirá tranquilo.

—¡Vaya! —dijo el joven entrecerrando los ojos—. Bueno, haz lo que quieras. Total, vas a llevarlo tú.

—Muchas gracias.

—Oye, me llamo Hoshino. Se escribe con los mismos caracteres que el Hoshino que antes entrenaba a los Chûnichi Dragons. Pero no somos parientes.

—Señor Hoshino, ¿verdad? Mucho gusto. Yo me llamo Nakata.

—¡Vamos, hombre! ¡Que eso ya lo sabía! —exclamó Hoshino.

El joven parecía conocer muy bien la zona y avanzaba a grandes zancadas. Nakata lo seguía medio corriendo. Ambos entraron en un pequeño restaurante situado en un callejón. La clientela del local la componían los camioneros y los estibadores del puerto. No se veía a nadie con corbata. Todos los clientes desayunaban, en silencio, con cara de concentración, como si repostaran gasolina. El entrechocar de los platos, los gritos de los camareros recitando los pedidos, la voz del locutor de las noticias de NHK, los ruidos, en general, resonaban dentro del restaurante.

El joven señaló el menú pegado en la pared.

—Abuelo, pide lo que quieras. Aquí la comida es buena y barata.

—Sí —dijo Nakata, y tal como le decía, se quedó contemplando unos instantes el menú de la pared, pero de pronto recordó que no sabía leer.

—Mil perdones, señor Hoshino. Pero Nakata no es inteligente y no sabe leer.

—¿¡Qué!? —exclamó Hoshino con asombro—. ¿Que no sabes leer? Pues hoy en día esto es muy raro, ¿no? ¡Bueno! Da igual. Yo voy a tomar pescado a la plancha y tortilla, ¿te va bien lo mismo?

—Sí, el pescado a la plancha y la tortilla son dos de los platos favoritos de Nakata.

—Fantástico.

—Y también me gusta la anguila.

—Sí. La anguila también me gusta a mí. Pero la anguila no es algo que se coma por la mañana, ¿no te parece?

—Sí. Además, anoche, un señor que se llamaba Hagita invitó a Nakata a comer anguila para cenar.

—Pues mira qué bien —se alegró el joven. Y le gritó a un camarero—: ¡Dos de pescado a la plancha con tortilla y un bol grande de arroz!

—¡Dos de pescado a la plancha con tortilla y un bol grande de arroz! —repitió éste a voz en grito.

—Pues eso de no saber leer debe de resultar un problema, ¿no? —le preguntó el joven a Nakata.

—Sí, no saber leer me coloca a veces en situaciones muy apuradas. Cuando estaba en el distrito de Nakano, en Tokio, no era tan problemático, pero ahora que estoy fuera de Nakano, todo lo encuentro muy difícil.

—Pues claro. Kôbe está muy lejos de Nakano.

—Sí. Y yo no distingo el norte del sur. Lo único que conozco es la derecha y la izquierda. Y, entonces, me pierdo y tampoco puedo comprar un billete.

—Lo que es alucinante es que, de esta manera, hayas podido llegar hasta aquí.

—Sí. Muchas personas han tenido la amabilidad de ayudar a Nakata. Y usted, señor Hoshino, es una de ellas. No sé cómo darle las gracias.

—¡Jo! Debe de ser muy difícil eso de ir por ahí sin saber leer. Mi abuelo chocheaba, pero leer, al menos, sí sabía.

—Sí. Es que Nakata es especialmente tonto.

—¿En tu familia sois todos así?

—No, no lo somos. El mayor de mis hermanos pequeños es jefe de departamento de un sitio que se llama Itôchû, el menor trabaja en unas oficinas gubernamentales llamadas Tsûsanshô.

—¡Jo! —exclamó el joven admirado—. ¡Vaya intelectuales del copón! O sea, que sólo tú, abuelo, eres un poco raro.

—Sí, sólo Nakata tuvo un accidente de pequeño y se quedó tonto. Así que siempre me avisan de que no moleste ni a mis hermanos, ni a mis sobrinas ni a mis sobrinos, y que intente que no me vea demasiado la gente.

—¡Ya! Supongo que a mucha gente le da vergüenza mostrar a alguien como tú a los demás.

—Nakata no entiende las cosas complicadas, pero, cuando vivía en el distrito de Nakano, no se perdía nunca. El señor gobernador me ayudaba y yo me llevaba bien con los gatos. Una vez al mes iba a cortarme el pelo y, alguna vez que otra, incluso podía comer anguila. Pero apareció Johnnie Walken y Nakata ya no puede permanecer más en Nakano.

—¿Johnnie Walken?

—Sí, un hombre que llevaba unas botas altas y un sombrero negro de copa. Llevaba chaleco y también un bastón. Recogía gatos y les arrancaba el alma.

—¡Va! ¡Déjalo! —dijo Hoshino—. A mí tampoco me van las historias largas. Vamos, que tú, por lo que sea, te has marchado de Nakano.

—Sí, Nakata se ha marchado de Nakano.

—¿Y adónde vas a ir ahora?

—Nakata todavía no lo sabe. Pero de lo que me he enterado al llegar aquí es que ahora tengo que cruzar un puente. Un gran puente que está por aquí cerca.

—O sea, que te vas a Shikoku.

—Disculpe, señor Hoshino, pero es que Nakata no sabe nada de geografía. ¿Shikoku está al cruzar el puente?

—¡Pues claro! Todos los puentes grandes que hay por aquí llevan a Shikoku. Hay tres. Uno va de Kôbe a Awajishima y, luego, a Tokushima. Otro cruza desde más abajo de Kurashiki a Sakaide. Y el tercero une Onomichi y Imabari. Con un solo puente hubiera habido bastante, pero los políticos metieron las narices y acabaron construyendo tres.

El joven vertió agua del vaso sobre la mesa de tablas de resina sintética y dibujó un esquemático mapa de Japón con el dedo. Luego trazó los tres puentes entre Honshû y Shikoku.

—¿Son muy grandes estos puentes? —preguntó Nakata.

—Enormes. Y no es broma.

—¿Ah, sí? Entonces, lo primero que Nakata debe hacer es cruzar uno de esos puentes. Probablemente el que esté más cerca. Lo que viene luego ya lo pensaré más adelante.

—O sea, que no tienes a ningún conocido que te espere en un sitio determinado ni nada por el estilo.

—No. Nakata no tiene a ningún conocido.

—O sea, que cruzarás el puente, llegarás a Shikoku y, luego, ya verás para dónde te vas.

—Sí, en efecto.

—¿Y este dónde no sabes dónde es?

—No. Nakata no sabe nada. Pero creo que lo sabrá cuando llegue.

—¡Me rindo! —dijo Hoshino. Se alisó el pelo revuelto, comprobó si la cola de caballo seguía en su sitio y volvió a ponerse la gorra de los Chûnichi Dragons.

Pronto les sirvieron el pescado asado con tortilla y ambos empezaron a comer en silencio.

—¡Jo! ¡Qué buena, la tortilla! —exclamó Hoshino.

—Sí. Está muy buena. Es totalmente distinta a la que Nakata comía en Tokio.

—Es que ésta es tortilla de Kansai.[28] La hacen de una manera muy distinta a aquella especie de suela de zapato reseca que te dan en Tokio.

Los dos enmudecieron, comieron la tortilla, comieron la caballa asada a la sal, tomaron los misoshiru de marisco, comieron el nabo macerado, comieron las espinacas hervidas sazonadas con bonito y salsa de soja, no dejaron ni un solo grano de aquel arroz recién cocido. Nakata masticaba cada bocado exactamente treinta y dos veces, por lo cual, le llevó bastante tiempo comérselo todo.

—¿Estás lleno?

—Sí, Nakata está lleno. ¿Y usted, señor Hoshino?

—Pues a reventar. Claro. ¿Qué? ¿A que uno se siente feliz habiendo comido tanto, y, además, cosas tan buenas?

—Sí. Muy feliz.

—¿Qué? ¿Te han entrado ganas de cagar?

—Sí. Ahora que lo dice, Nakata ya está en disposición de hacerlo.

—Pues hazlo. El váter está allí.

—¿Y usted, señor Hoshino?

—Yo me acercaré luego y me tomaré mi tiempo. Así que ve tú primero.

—Sí, muchas gracias. Nakata se va a cagar.

—Oye, no lo repitas a grito limpio, que te van a oír. Y están comiendo.

—Sí, mil perdones. Es que Nakata no es muy inteligente.

—Vale, vale. No pasa nada. Vete ya.

—¿Le importaría que me lavara los dientes de paso?

—No. Lávatelos. Tenemos tiempo de sobra. Haz lo que quieras. Pero, oye, ¿no podrías dejar al menos el paraguas? Si sólo vas al lavabo.

—Sí. Dejaré el paraguas.

Cuando Nakata volvió del lavabo, Hoshino ya había pagado la cuenta.

—Señor Hoshino. Nakata también tiene dinero, déjele al menos pagar el desayuno.

El joven sacudió la cabeza.

—¡Que no, hombre! Si no es nada. Que yo, a mi abuelito, le debo mucho. De cuando era un golfo, hace tiempo.

—Sí, pero Nakata no es el abuelito del señor Hoshino.

—El problema es mío. Tú no te preocupes. Y no seas pesado. Cállate y déjate invitar.

Nakata, tras pensárselo unos instantes, decidió aceptar la gentileza del joven.

—Muchas gracias. Acepto con mucho gusto su invitación.

—Que sólo es caballa y tortilla en un restaurante de mala muerte. No hace falta que me hagas tantas reverencias.

—Pero es que, señor Hoshino, pensándolo bien, todos ustedes han sido tan amables conmigo que, desde que he salido de Nakano, apenas he gastado dinero.

—Pues fantástico. ¡No te digo! —exclamó Hoshino admirado.

Nakata le pidió a un camarero que le llenara de té caliente el pequeño termo que llevaba. Y, luego, se lo guardó con cuidado en la bolsa.

Los dos volvieron andando a donde habían estacionado el camión.

—Oye, eso de que te vas a Shikoku…

—¿Sí? —preguntó Nakata.

—¿Y qué vas a hacer allí?

—Eso, ni siquiera Nakata lo sabe.

—Vamos, que no sabes lo que vas a hacer y tampoco sabes adónde vas. Pero, de momento, te vas a Shikoku.

—Sí. Nakata cruzará el gran puente.

—Y, una vez hayas cruzado el puente, verás las cosas más claras.

—Sí. Posiblemente sí. Pero, mientras no cruce el puente, yo no sabré nada.

—¡Jo! —dijo el joven—. Pues sí que es importante cruzar el puente.

—Sí. Cruzar el puente es lo más importante del mundo.

—¡Me rindo! —exclamó Hoshino rascándose la cabeza.

El joven se puso al volante del camión y se dirigió al depósito de los grandes almacenes para descargar los muebles que llevaba. Mientras, Nakata se sentó en el banco de un pequeño parque que había cerca del puerto y se dispuso a matar el tiempo.

—¡Eh, abuelo! No te muevas de aquí —le dijo el joven—. Aquí hay un váter y una fuente para beber agua. O sea, que aquí tienes todo lo que necesitas. Si te alejas demasiado, te perderás y no sabrás volver.

—Sí. Porque esto no es el distrito de Nakano.

—Exacto. Esto no es Nakano. Así que quédate aquí quieto y no te muevas.

—Sí, de acuerdo. Nakata no se moverá de aquí.

—Vale. Yo voy a descargar y vuelvo.

Nakata, tal como le había dicho el joven, no se alejó un paso del banco. Ni siquiera fue al lavabo. Quedarse quieto en un lugar y matar el tiempo no representaba ningún esfuerzo para él. De hecho, era una de las cosas que mejor hacía.

Desde el banco se veía el mar. Hacía muchísimo tiempo que Nakata no veía el mar. Cuando era pequeño, había ido en varias ocasiones a bañarse con su familia. Jugaba en la arena, en bañador. También había ido alguna que otra vez a recoger conchas cuando la marea estaba baja. Pero los recuerdos de aquella época eran terriblemente confusos. Todo parecía haber sucedido en otra vida. Luego, no recordaba haber vuelto a ver el mar.

Después del extraño incidente en las montañas de la prefectura de Yamanashi, Nakata volvió a la escuela de Tokio. Había recobrado la conciencia y las aptitudes físicas, pero había perdido por completo la memoria y ya no fue capaz de leer y escribir. No podía leer el libro de texto, no podía hacer los exámenes. Los conocimientos adquiridos con anterioridad al incidente se habían borrado del todo de su memoria y su capacidad de razonamiento abstracto se había visto mermada en gran manera. A pesar de ello, dejaron que se graduara. Apenas entendía las asignaturas que se impartían en clase y lo único que podía hacer era permanecer callado, sentado en un rincón. Seguía las instrucciones del profesor al pie de la letra. No molestaba a nadie. De modo que el profesor apenas recordaba su presencia. Digamos que era un «invitado», pero no una «carga».

Incluso todos olvidaron enseguida que antes del extraño «suceso» él había sido un estudiante que sobresalía en todo. Los actos y actividades de la escuela se realizaban sin él. Tampoco tenía amigos. Pero eso no le importaba. Al contrario. Gracias a que nadie le hacía caso, él podía sumergirse a gusto en su propio mundo. De las actividades de la escuela le fascinaba cuidar de los pequeños animales (conejos o cabras) que tenían en el recinto, cuidar las flores de los parterres o hacer la limpieza del aula. Y estas tareas las realizaba sin cansarse, siempre con una sonrisa en los labios.

Pero no sucedía sólo en la escuela, también en su hogar solían olvidarse de que existía. Los padres, unos fanáticos de la educación, tan pronto como comprendieron que su hijo primogénito no podría volver a leer y que no sería capaz de proseguir los estudios con normalidad, se volcaron en sus hijos menores, muy buenos estudiantes ambos, y prácticamente dejaron de hacer caso a Nakata. Al graduarse, como no podía continuar los estudios en el instituto público, lo enviaron a la prefectura de Nagano, a casa de unos parientes. A la casa paterna de su madre. Allí asistió a una escuela de prácticas agrícolas. Como no sabía leer, le costaban todas las asignaturas, pero los ejercicios prácticos en el campo le encantaban. De no haber sufrido agresiones en la escuela, posiblemente Nakata hubiera acabado dedicándose a la agricultura. Sin embargo, sus compañeros de clase no perdían la oportunidad de golpear al elemento extraño, al niño que venía de la capital. Las heridas que le infligieron llegaron a ser tan graves (una vez le aplastaron el lóbulo de una oreja) que sus abuelos decidieron sacarlo de la escuela. Y, a partir de entonces, se quedó en casa ayudando en las faenas domésticas. Como era un niño tranquilo y obediente, sus abuelos lo adoraban.

En aquella época aprendió a hablar con los gatos. En la casa tenían algunos y Nakata acabó haciéndose muy amigo de ellos. Al principio sólo sabía unas cuantas palabras, pero fue desarrollando sus capacidades poco a poco, con paciencia, como cuando se aprende una lengua extranjera, y al final logró mantener conversaciones bastante largas con ellos. En cuanto tenía un rato libre se sentaba en el corredor exterior de la casa y hablaba con los gatos. Ellos le enseñaron muchas cosas sobre la naturaleza y la sociedad. De hecho, casi todos los conocimientos básicos que tenía Nakata sobre el funcionamiento del mundo los había aprendido de los gatos.

A los quince años empezó a trabajar la madera en una fábrica de muebles cercana. En realidad, más que una fábrica, era un taller artesanal donde se trabajaba la madera y se hacían muebles de artesanía popular japonesa; y las sillas, mesas y estanterías que construían se enviaban a Tokio. A Nakata le gustó enseguida trabajar la madera. Siempre había tenido muy buenas manos y, como jamás descuidaba las tareas más pesadas y minuciosas, y trabajaba sin quejarse ni pronunciar una palabra de más, el dueño del taller pronto le cobró aprecio y cariño. Leer un dibujo o hacer cálculos matemáticos no era lo suyo, pero las demás tareas las desempeñaba a la perfección. Una vez grababa un patrón en su cabeza, era capaz de repetirlo indefinidamente sin cansarse. Tras dos años de trabajar como aprendiz, pasó a ser oficial de plantilla.

Nakata llevó este género de vida hasta pasados los cincuenta años. Jamás tuvo un accidente, jamás se puso enfermo. No bebía, no fumaba, no trasnochaba, no comía en exceso. Nunca veía la televisión; por la radio, sólo escuchaba el programa matutino de gimnasia. Únicamente hacía muebles, día tras día. Mientras tanto, murieron sus abuelos, murieron sus padres. Todo el mundo lo apreciaba, pero nunca tuvo un verdadero amigo. Podía decirse que era inevitable. A una persona normal, a los diez minutos de estar hablando con él, se le acababan los temas de conversación.

Nakata no encontraba esta vida especialmente solitaria o infeliz. No sentía deseo sexual, ni tampoco la necesidad de estar con alguien. Nakata sabía que él era diferente a los demás. Se había dado cuenta de que la sombra que su cuerpo proyectaba en el suelo era más clara y ligera que la de los demás (aunque nadie más se había percatado de ello). Los gatos eran los únicos a quienes podía abrir su corazón. Los días de fiesta se iba a un parque cercano y se pasaba el día entero sentado en un banco hablando con los gatos. Y, cosa extraña, cuando hablaba con los gatos, jamás se le agotaban los temas de conversación.

Cuando Nakata tenía cincuenta y dos años, murió el dueño de la empresa de muebles y el taller fue cerrado poco después. Aquellos muebles tradicionales de tonos tan lóbregos ya no se vendían tanto como antes. Los artesanos iban ya de camino a la vejez y la gente joven no sentía ningún interés hacia esos trabajos de artesanía tradicional. El taller mismo, que antes se encontraba en mitad de los prados, estaba ahora rodeado de urbanizaciones y las quejas de los vecinos por el ruido del taller y por el humo que se producía al quemar las virutas se sucedían sin interrupción. El hijo del dueño, que tenía un bufete de asesor fiscal en la ciudad, no tenía ningún interés en continuar el negocio que había caído en sus manos de repente y, poco después de morir su padre, cerró el taller y lo vendió a un agente inmobiliario. El agente lo derribó, allanó el terreno y lo vendió a un constructor de pisos. El constructor levantó allí una casa de seis plantas. Los apartamentos se vendieron todos el mismo día en que fueron puestos a la venta.

De esta forma, Nakata perdió su empleo. La empresa había dejado deudas, de modo que la indemnización por el despido no fue muy alta. Después, Nakata no volvió a encontrar trabajo. Era casi imposible que un hombre de más de cincuenta años que no sabía leer ni escribir, sin otra formación profesional que construir muebles de artesanía, pudiera recolocarse.

Nakata había trabajado en el taller durante treinta y siete años sin faltar un solo día, así que tenía algunos ahorros en la oficina de Correos local. Nakata gastaba muy poco en su vida diaria y aquellos ahorros podían proporcionarle una vejez sin privaciones aunque no volviese a trabajar. Como él no sabía leer ni escribir, era un amable primo suyo que trabajaba en el ayuntamiento quien le administraba los ahorros. Sin embargo, el primo, aunque simpático, era un poco irreflexivo y, engatusado por un corredor de bolsa sin escrúpulos, invirtió mucho dinero en un complejo turístico cerca de unas pistas de esquí y se cargó de deudas. Y, de manera casi simultánea a la pérdida del empleo de Nakata, el primo desapareció con toda su familia. Al parecer, lo perseguían unos gánsteres vinculados al mundo de las finanzas. Nadie conocía su paradero. Ni siquiera si estaban vivos o muertos.

Cuando Nakata fue a Correos, acompañado de un conocido, y miró el saldo de su cuenta, apenas le quedaban unas pocas decenas de miles de yenes. Incluso la indemnización que le acababan de transferir se había esfumado. Únicamente se puede decir que Nakata tuvo muy mala suerte. Al tiempo que perdía su empleo, se quedaba sin blanca. Sus parientes se compadecieron de él, pero todos habían sido esquilmados, en mayor o menor medida, por el primo. Algunos se quedaron sin recuperar el dinero que le habían prestado, otros lo habían avalado. Ninguno de ellos estaba en condiciones de ayudar a Nakata.

Finalmente, el mayor de sus hermanos menores se hizo cargo de Nakata y le prestó ayuda. El hermano poseía un pequeño bloque de apartamentos unipersonales en el distrito de Nakano (lo había heredado de sus padres) y cedió una habitación a Nakata. Él administraba el dinero —aunque no ascendía a mucho— que sus padres le habían dejado como herencia a Nakata y, además, consiguió que el gobierno metropolitano de Tokio le asignara un subsidio como discapacitado mental. A esto se redujo la «ayuda» del hermano. Nakata no sabía leer ni escribir, pero era perfectamente capaz de desempeñar las tareas de la vida cotidiana por sí solo y, mientras contara con una vivienda y con dinero para gastos, no necesitaba que nadie lo cuidara.

Sus hermanos apenas se relacionaban con él. Sólo se vieron, al principio, en algunas ocasiones. Nakata había vivido separado de sus hermanos durante más de treinta años y, además, llevaban vidas completamente diferentes. No existía entre ellos el afecto normal entre consanguíneos y, aunque hubiese existido, sus hermanos estaban demasiado ocupados con sus asuntos como para perder el tiempo con un discapacitado mental.

Pero la frialdad con que lo trataron sus hermanos no afectó especialmente a Nakata. Se había acostumbrado a estar solo y que alguien se preocupara por él y le expresara su amabilidad más bien lo incomodaba. Tampoco se enojó cuando su primo desapareció con los ahorros que él había atesorado, moneda a moneda, a lo largo de toda su vida. Por supuesto, comprendía que aquello lo colocaba en una situación «apurada», pero tampoco se sintió especialmente decepcionado por su comportamiento. Qué era un complejo turístico, qué significaba la palabra «inversión», eso Nakata no podía entenderlo. Por cierto, ni siquiera comprendía lo que implicaba la palabra «deudas». Nakata vivía en un mundo de vocabulario reducido en extremo.

Su percepción real del dinero se extendía a la suma de 5000 yenes. Las cifras más altas, fueran 100.000, 1.000.000 o 10.000.000 de yenes; para él representaban lo mismo. Eso era «mucho dinero». Aunque tuviera ahorros, nunca había tocado ese dinero. Le anunciaban: «El saldo asciende a» y le decían la cantidad. Sólo eso. Pero para él no era más que un concepto abstracto. De modo que, aunque le anunciaran que ese dinero había desaparecido de pronto, él no experimentaría la sensación real de haber perdido algo.

Por esta razón, los días de Nakata transcurrían apaciblemente, viviendo en el apartamento que le había cedido su hermano, recibiendo el subsidio del ayuntamiento, cogiendo el autobús urbano con el pase especial y hablando con los gatos en el parque del barrio. Aquel rincón de Nakano se había convertido en su nuevo mundo. Al igual que los gatos y los perros, él había marcado su territorio, un área por la que podía moverse con entera libertad y de la que no salía a no ser que pasara algo extraordinario. Allí dentro podía vivir seguro. Sin insatisfacción ni ira. Sin soledad ni incertidumbre acerca del futuro, sin carencias. Limitándose a saborear despreocupadamente los preciosos días que se sucedían uno tras otro. Nakata llevó esta vida durante más de diez años.

Hasta que apareció Johnnie Walken.

Nakata no había visto el mar en años. Porque ni en la prefectura de Nagano ni en el distrito de Nakano hay mar. Y Nakata, en aquel instante, se dio cuenta por primera vez de que se había perdido aquello, el mar, durante un largo periodo de tiempo. En realidad, ni siquiera se había parado a pensar alguna vez en el mar. Lo corroboró dirigiéndose a sí mismo varios movimientos afirmativos de cabeza. Se quitó el sombrero y acarició sus cortos cabellos con la palma de la mano. Volvió a ponerse el sombrero y miró hacia el mar. Lo único que él sabía del mar era que es terriblemente extenso, que allí viven los peces y que el agua es salada.

Sentado en el banco olió la brisa que soplaba desde el mar, contempló las gaviotas que volaban por el cielo, contempló un barco que estaba atracado a lo lejos. No se hubiera cansado nunca de mirarlo todo. De vez en cuando se acercaba al parque alguna gaviota blanquísima y se posaba sobre el verde césped de principios de verano. La combinación de los dos colores era hermosa. Para probar, Nakata le dirigió la palabra a una gaviota que se paseaba por el césped, pero la gaviota se limitó a lanzarle una mirada helada, sin responderle. No había ningún gato. Los únicos animales presentes en el parque eran las gaviotas y los gorriones. Estaba bebiendo té del termo cuando empezó a lloviznar y Nakata abrió su precioso paraguas.

Cuando, poco antes de las doce, volvió Hoshino, ya había dejado de llover. Nakata estaba sentado en el banco, con el paraguas cerrado, mirando el mar exactamente en la misma posición que antes. El joven llegó en taxi. Al parecer, había dejado el camión en alguna parte.

—¡Perdona!, ¿eh? Es que se me ha hecho tardísimo —se disculpó el joven. Llevaba una bolsa de viaje de plástico colgada al hombro—. Tenía que haber acabado mucho antes, pero se me ha liado el asunto. Cuando descargas en los grandes almacenes, siempre hay, como mínimo, un pelmazo que te amarga el día.

—A Nakata no le ha importado en absoluto. Ha estado todo el rato aquí sentado, mirando el mar.

—¡Ah! —exclamó el joven. Y dirigió la vista hacia donde Nakata había estado mirando. Allí sólo había un muelle decrépito y en el mar flotaban grandes manchas de aceite.

—Hacía mucho tiempo que Nakata no veía el mar.

—¿De veras?

—La última vez que Nakata lo vio fue cuando estaba en primaria. Fue a la playa de Enoshima.

—De eso hace mucho tiempo, ¿eh?

—En aquella época, los americanos habían ocupado Japón y la playa de Enoshima estaba llena de americanos.

—¡Qué! Te lo estás inventando, ¿verdad?

—No. No me lo he inventado.

—¡Pero qué dices! —dijo el joven—. ¿Cómo van a ocupar Japón los americanos?

—Nakata no sabe de cosas complicadas. Pero América tenía unos aviones que se llamaban B-29. Y arrojaron bombas muy grandes sobre Tokio. Por eso se fue Nakata a la prefectura de Yamanashi. Y allí se puso enfermo.

—¡Vale, vale! Que a mí no me van las historias largas. Además, nos tenemos que ir. Es tarde. Si seguimos así, se nos va a hacer de noche.

—¿Y adónde vamos?

—Pues a Shikoku. ¿Adónde si no? A cruzar el gran puente. Ahora toca ir a Shikoku, ¿no?

—Sí. Pero ¿y su trabajo, señor Hoshino?

—No pasa nada. Con el trabajo ya me las apañaré. Últimamente he trabajado una barbaridad y, mira, justo estaba pensando que me iría bien tomarme unas vacaciones. La verdad es que nunca he viajado a Shikoku. No estará mal dejarse caer por allí. Además, abuelo, tú no sabes leer, te irá mejor que te acompañe para comprar el billete, ¿no? ¿O te molesta que vaya contigo?

—¡Oh no! A Nakata no le molesta lo más mínimo ir con usted.

—Decidido entonces. Ya he mirado los horarios del autobús. Así pues, ¡nos vamos a Shikoku!