HALLADO MUERTO EN SU ESTUDIO
EL ESCULTOR KOICHI TAMURA
YACÍA APUÑALADO EN MEDIO DE UN MAR DE SANGRE
«El escultor de reconocida fama internacional Koichi Tamura, de 5* años, fue hallado muerto, el pasado día 30 por la tarde, en el estudio de su domicilio particular de Nogata, en el distrito de Nakano, Tokio, por la empleada del hogar que acudía con regularidad al domicilio. Koichi Tamura, completamente desnudo, yacía tumbado en el suelo, boca abajo, en medio de un mar de sangre. Había señales de lucha y todos los indicios apuntan hacia el asesinato. Junto al cadáver fue hallada el arma del crimen, un cuchillo de trinchar carne que faltaba en la cocina.
»La hora estimada del crimen se sitúa el día 28 al atardecer, pero, dado que en la actualidad el señor Tamura vivía solo, no se halló su cadáver hasta dos días después. El cuerpo presentaba diversas cuchilladas de gran profundidad en el corazón y los pulmones. Se estima que el señor Tamura murió en el acto debido a la masiva pérdida de sangre. También presentaba fractura múltiple de costillas, lo que hace suponer que las cuchilladas le fueron asestadas con gran violencia. Hasta el momento la policía no ha efectuado declaración alguna sobre el posible hallazgo de huellas dactilares u objetos olvidados en el lugar del crimen. No parece haber testigos oculares.
»El interior de la casa no presentaba señales de haber sido revuelta. Tampoco hubo sustracción de objetos de valor. Incluso se halló la cartera junto al cadáver. De hecho, todos los indicios apuntan a un móvil de agresión personal. El domicilio del señor Tamura se encuentra en una tranquila zona residencial del distrito de Nakano, pero nadie oyó nada a la hora del crimen. Los vecinos no pudieron ocultar su sorpresa al conocer el suceso. Al parecer, el señor Tamura llevaba una vida solitaria y se relacionaba poco con sus vecinos. Nadie se percató de que sucediera algo anormal.
»El señor Tamura vivía con su hijo primogénito de quince años, quien, sin embargo, y según declaraciones de la empleada del hogar, había desaparecido diez días antes de los hechos. Tampoco asistió a las clases de Secundaria que cursa durante ese mismo periodo de tiempo. La policía intenta ahora localizar su paradero.
»Aparte de la vivienda, el señor Tamura poseía una oficina-taller en Musashino y, según las declaraciones de su secretaria, el señor Tamura estuvo trabajando en el taller hasta el día anterior al asesinato. El día del suceso, la secretaria intentó ponerse en contacto con él por un asunto urgente y le llamó en varias ocasiones a su domicilio, pero el contestador automático estuvo conectado todo el día.
»El señor Tamura nació el año 2o de Shôwa,[27] en Kokubunji, Tokio. Ingresó en el Departamento de Escultura de la Facultad de Arte de Tokio. Ya desde su época de estudiante, lo personal e innovador de su trabajo llamó la atención dentro del mundo de la escultura. El tema recurrente de su obra es la materialización del mundo del subconsciente. La originalidad de su estilo, que superaba las concepciones habidas hasta aquel momento en el mundo de la escultura, le hizo acreedor de fama internacional. La serie “Laberinto”, una obra a gran escala en la que aborda, a través de su libre imaginación, la inspiración y belleza que poseen las formas del laberinto, posiblemente sea la más conocida por el gran público. En la actualidad, el señor Tamura era profesor invitado en la Universidad de Bellas Artes de * y, hace dos años, con motivo de la exposición de sus obras en el Museo de Arte Moderno de Nueva York…».
Dejo de leer aquí. En la página del periódico aparece una fotografía del portal de casa. También hay otra fotografía de mi padre, de cuando era más joven. Ambas confieren una impresión funesta a la página. Doblo el periódico en cuatro y lo deposito sobre la mesa. Sentado en la cama, sin decir nada, me presiono los oídos con la punta de los dedos. Un zumbido sordo, de frecuencia constante, atraviesa mis tímpanos. Sacudo la cabeza varias veces. Pero no puedo ahuyentar el zumbido
Estoy en mi habitación. Son alrededor de las siete de la tarde. Ôshima y yo acabamos de cerrar la biblioteca. Hace poco que la señora Saeki ha regresado a su casa envuelta en el ronroneo del motor de su Volkswagen. Dentro de la biblioteca sólo quedamos Ôshima y yo. Y este irritante zumbido que continúa resonando en mis oídos.
—Es el periódico de anteayer. El artículo salió cuando estabas en la montaña. En cuanto lo leí pensé que ese tal Koichi Tamura podía ser tu padre. Eran tantas las coincidencias. La verdad es que tendría que habértelo enseñado ayer, pero pensé que era mejor esperar a que te instalaras aquí.
Asiento. Vuelvo a presionarme los oídos. Ôshima se sienta en la silla giratoria frente al escritorio, cruza las piernas y mira hacia donde yo me encuentro. No dice nada.
—Yo no lo he matado.
—Pues claro que no —dice Ôshima—. Tú, aquel día, estuviste en la biblioteca hasta el anochecer, leyendo. No te dio tiempo de ir a Tokio, matar a tu padre y regresar a Takamatsu. Es totalmente imposible.
Pero yo no estoy tan seguro. Hago cálculos en mi cabeza y compruebo que el día que mataron a mi padre es el mismo en que me desperté con la camisa empapada en sangre.
—Pero, según dice este artículo, la policía te está buscando. Como testigo importante, seguramente.
Asiento.
—Si te presentas ante la policía y dejas bien claro que tienes una coartada, no te hará falta ir huyendo, las cosas te serán mucho más fáciles. No necesitas que te diga que yo puedo testificar a tu favor.
—Pero, si lo hago, me llevarán de vuelta a Tokio.
—Es posible. A tu edad, aún no has terminado la enseñanza obligatoria. No puedes hacer lo que se te antoje. En principio, todavía necesitarías un tutor.
Sacudo la cabeza.
—Yo no quiero explicarle nada a nadie. No quiero volver a mi casa de Tokio, ni tampoco a la escuela.
Ôshima, con la boca cerrada, me mira de frente.
—Eso es algo que debes decidir tú —me dice finalmente con tono calmado—. Creo que tienes todo el derecho a vivir como te plazca. Tengas quince o cincuenta y un años. La edad no influye en absoluto. Pero por desgracia, no es eso lo que piensa la mayoría de la gente. Y, si ahora optas por la vía «no quiero explicarle nada a nadie, dejadme en paz», no te quedará más remedio que ir siempre escondiéndote de la policía y de la sociedad, y una vida así es muy dura. Sólo tienes quince años, te queda aún mucho por vivir. ¿No te importa?
Permanezco en silencio.
Ôshima coge el periódico y lee otra vez el artículo.
—Según pone aquí, tú eres el único familiar que tenía tu padre.
—Están mi madre y mi hermana. Pero se fueron de casa hace mucho tiempo y no sé dónde se encuentran. Y aunque lo supiera, dudo que acudieran al funeral.
—Entonces, si no estás tú, ahora que tu padre ha muerto, ¿quién se hará cargo de todo? Del funeral, de los trámites burocráticos…
—Tal como dice el periódico, en su taller tenía una secretaria. Ella puede hacerse cargo de todos los trámites burocráticos. Sabe cómo están los asuntos de mi padre, bastará con dejarlo todo en sus manos. No tengo intención de heredar nada, que hagan lo que quieran con la casa y con el dinero de mi padre.
«La única herencia que me ha dejado mi padre son sus genes», pienso.
—Tal vez me equivoque. Pero me da la impresión de que no te entristece particularmente que tu padre haya muerto, ¿tengo razón? —quiere saber Ôshima.
—Siento que haya sucedido. Después de todo, era mi padre. Pero, si te soy sincero, creo que debería haber muerto antes. Ya sé que es inhumano hablar así de un muerto.
Ôshima sacude la cabeza.
—No importa. En un momento como éste, tienes todo el derecho del mundo a ser sincero.
—Entonces, yo… —Mi voz carece del peso necesario. Las palabras que han pronunciado mis labios, incapaces de encontrar su destino, son succionadas por el vacío. Ôshima se levanta de la silla y se sienta a mi lado—. ¿Sabes, Ôshima? A mi alrededor va sucediendo una cosa tras otra. Algunas las he elegido yo, otras no. Pero ya no soy capaz de distinguir las unas de las otras. Es decir, que las cosas que creo haber elegido yo, en realidad parece que ya estuvieran decididas de antemano mucho antes de que yo las eligiera. Tengo la sensación de que lo único que hago es ir calcando lo que alguien ya ha decidido de antemano. Y de que por más que piense por mí mismo, por más que me esfuerce, todo es inútil. Al contrario, cuanto más lo intento, más siento que estoy dejando de ser rápidamente yo. Que me estoy alejando de mi propia órbita. Y esto es muy duro. No, quizá sería más exacto decir que esto me da miedo. Al pensar en ello, a veces siento que el terror me paraliza.
Ôshima alarga una mano y la apoya sobre mi hombro. Noto la calidez de la palma.
—Aunque sea así, es decir, aunque estés predestinado a que lo que elijas y el esfuerzo que inviertas no sirva de nada, a pesar de ello, tú eres una entidad definida, tú sólo eres tú. Y no hay duda alguna de que tú, como ser independiente, sigues avanzando hacia delante. No tienes por qué preocuparte.
Alzo la mirada y la clavo en el rostro de Ôshima. Sus palabras poseen un extraño poder de convicción.
—¿Por qué piensas eso?
—Porque ahí reside la ironía.
—¿La ironía?
Ôshima me mira fijamente a los ojos.
—¿Sabes, Kafka Tamura? Lo que tú estás sintiendo ahora no es otra cosa que el conflicto central de la tragedia griega. No es la persona la que elige su destino, sino el destino el que elige a la persona. Ésta es la concepción del mundo en la que se fundamenta la tragedia griega. Y la tragedia, según la define Aristóteles, irónicamente, no surge de los defectos del protagonista, sino de sus virtudes. ¿Entiendes a qué me refiero? Son las cualidades, no los defectos, las que arrastran al hombre a la tragedia. Edipo rey, de Sófocles, es un ejemplo remarcable de ello. En el caso de Edipo, no son la indolencia y la estupidez las que originan la tragedia, sino su valentía y su honestidad. Y de ahí nace, inevitablemente, la ironía.
—Pero no se puede hacer nada.
—Depende —dice Ôshima—. Hay casos en los que no puede hacerse nada. Pero, a pesar de ello, la ironía hace más profundo al hombre, lo obliga a crecer. Y se convierte en una puerta de acceso a una solución de una dimensión mayor. Y en ella puedes encontrar una esperanza universal. Ésta es la razón por la que hoy en día tanta gente sigue leyendo la tragedia griega; por la que la tragedia se ha constituido en uno de los prototipos del arte. Y antes ya he comentado esto, pero, en la vida, todo es una metáfora. En realidad, nadie va matando a su padre ni acostándose con su madre. ¿No te parece? En resumen, nosotros aceptamos la ironía a través de un mecanismo que se llama metáfora. Y esto nos convierte, a nosotros, en hombres más sabios.
Permanezco en silencio. Estoy sumido en mis propios pensamientos.
—¿Quién sabía que venías a Takamatsu? —me pregunta Ôshima.
Sacudo la cabeza.
—Lo decidí yo solo y vine solo. No se lo dije a nadie. No creo que nadie lo supiera.
—Entonces lo mejor será que permanezcas escondido durante un tiempo en esta habitación de la biblioteca. No te encargues siquiera del trabajo de recepción. No creo que la policía consiga dar contigo. Y, si las cosas se complicaran, podrías volver a adentrarte en las montañas de Kôchi.
Miro a Ôshima a la cara y digo:
—Si no te hubiera conocido, seguro que me sentiría completamente perdido. No tengo a nadie en esta ciudad, nadie que pueda ayudarme.
Ôshima sonríe. Aparta la mano de mi hombro y se queda contemplándola.
—No, seguro que no. Si no me hubieras conocido a mí, habrías encontrado otro camino. No sabría decirte por qué, pero tú me induces a pensar así. —Luego, Ôshima se levanta y coge otro periódico de encima de la mesa—. Por cierto, el día antes salió esta otra noticia en el periódico. Es un artículo pequeño, pero me he acordado de él porque es muy interesante. Tal vez sea una simple coincidencia, pero esto también ocurrió cerca de tu casa.
Y me entrega el periódico.
¡CAE UNA LLUVIA DE PECES DEL CIELO!
2000 SARDINAS Y CABALLAS CAEN SOBRE UN BARRIO
COMERCIAL DEL DISTRITO DE NAKANO
«Alrededor de las seis de la tarde del pasado día 29 cayó del cielo una lluvia de sardinas y caballas sobre un barrio comercial del * chôme de Nogata, en el distrito de Nakano, que sorprendió a sus habitantes. Dos amas de casa que realizaban la compra en el barrio comercial resultaron levemente heridas al golpearlas los peces en el rostro, pero no cabe lamentar daños de consideración. En aquel momento, el cielo estaba despejado, apenas había nubes, tampoco soplaba el viento. La mayoría de los peces todavía estaba viva y se quedo coleando por el suelo…».
Leo este breve artículo, se lo devuelvo a Ôshima. En el artículo se esgrimen diversas hipótesis sobre la posible causa del incidente, pero todas son muy poco convincentes. Las líneas de la investigación policial apuntan al robo de pescado o a una gamberrada. El centro de meteorología afirma que no había ninguna condición atmosférica especial para que llovieran peces del cielo. El portavoz del Ministerio de Agricultura, Silvicultura y Pesca todavía no se ha pronunciado.
—¿Se te ocurre alguna idea de lo que pudo haber sucedido? —me pregunta Ósima.
Sacudo la cabeza. No tengo la menor idea.
—Al día siguiente de que asesinaran a tu padre caen del cielo dos mil sardinas y caballas justo al lado de tu casa. Debe de ser una coincidencia, supongo.
—Probablemente.
—Y en el periódico hay otro artículo que dice que, ese mismo día, a altas horas de la noche, cayó una lluvia de sanguijuelas en la autopista Tômei, en el área de servicio de Fujigawa. Sucedió en una zona muy localizada y provocó una serie de pequeñas colisiones entre vehículos. Por lo visto eran sanguijuelas muy grandes. Nadie se explica cómo pudo caer del cielo una legión de sanguijuelas. Apenas soplaba el viento. Era una noche despejada. ¿Tampoco tienes alguna pista sobre esto?
Sacudo la cabeza.
Y antes de cerrar el periódico y doblarlo dice Ôshima:
—El hecho es que han sucedido varios incidentes que nadie se explica. Es posible que no exista conexión alguna, por supuesto. Es posible que sean puras coincidencias. Pero a mí, no sé por qué, hay algo que me preocupa. Algo que no acaba de convencerme.
—Tal vez esto sea también una metáfora —digo.
—Quizá. Pero ¿qué diablos de metáfora puede ser que caigan sardinas y caballas del cielo?
Por unos instantes, enmudecemos los dos. Intento traducir en palabras algo que durante mucho tiempo he sido incapaz de formular.
—¿Sabes, Ôshima? Mi padre, hace muchos años, me hizo una profecía.
—¿Una profecía?
—Esto no se lo he contado a nadie. A decir verdad, no lo hacía porque dudaba de que me creyeran.
Ôshima calla. Pero su silencio me alienta a proseguir.
—Más que una profecía —digo—, tal vez fuera una maldición. Mi padre me la repetía una y otra vez. Como si grabara en mi mente con el cincel cada una de las palabras. —Respiro hondo. Y repaso una vez más las palabras que he de pronunciar. Claro que no necesito repasarlas, porque las palabras están ahí. Siempre lo han estado. Pero yo siento que debo calibrar una vez más su peso—. La profecía era: «Tú algún día matarás a tu padre con tus propias manos, algún día te acostarás con tu madre».
En el instante en que lo formulo en palabras, en el preciso instante en que éstas salen de mis labios, siento un gran vacío en mi interior. Y en este vacío imaginario mi corazón late con un sonido metálico y hueco. Ôshima, sin alterar la expresión, se me queda mirando durante mucho tiempo.
—Que tú algún día matarías a tu padre con tus propias manos y que algún día te acostarías con tu madre. ¿Eso es lo que te dijo tu padre?
Asiento varias veces.
—Es exactamente la misma profecía que le hicieron a Edipo. Claro que tú esto ya lo sabías, ¿verdad?
Asiento de nuevo.
—Pero esto no es todo. Hay algo más. Tengo una hermana seis años mayor que yo, mi padre me dijo que, algún día, también me acostaría con ella.
—¿Y tu padre te hizo a ti esta profecía?
—Sí, pero yo entonces aún estaba en primaria y no entendí a qué se refería exactamente con «acostarse». No lo comprendí hasta unos años después.
Ôshima no dice nada.
—Mi padre también me dijo que, por mucho que lo intentara, jamás podría escapar a mi destino. Que la profecía estaba sepultada entre mis genes como un mecanismo de relojería y que nada de cuanto yo hiciera podía cambiarla. Yo mataría a mi padre y me acostaría con mi madre y con mi hermana.
Ôshima se sume de nuevo en un largo silencio. Parece estar analizando cada una de mis palabras, como si quisiera descubrir en ellas alguna clave.
—¿Y por qué diantres te haría tu padre una profecía tan terrible? —pregunto.
—No lo sé. No me explicó nada más. —Sacudo la cabeza—. Quizá quería vengarse de mi madre y de mi hermana por haberlo abandonado. Quizá quería castigarlas a ellas. A través de mí.
—¿Aunque, al hacerlo, te hiciera daño a ti?
Asiento.
—Yo, para mi padre, tal vez no fuera más que otra de sus obras. Igual que una escultura. Que él era libre de demoler o destruir.
—Hay que tener una mente muy retorcida para hacerlo. Vamos, eso me parece a mí —dice Ôshima.
—¿Sabes, Ôshima? En el lugar donde he crecido yo, todo era retorcido. Tanto, que eran las cosas rectas las que, por el contrario, acababan pareciendo retorcidas. Hace mucho que lo comprendí. Pero era un niño y no tenía otro lugar adonde ir.
—Yo he visto la obra de tu padre en varias ocasiones —dice Ôshima—. Sus esculturas son geniales, muestran un gran talento. Son originales, provocativas, sin concesiones, llenas de fuerza. Lo que tu padre crea, sin duda, está lleno de autenticidad.
—Tal vez. Pero ¿sabes, Ôshima?, el poso que le quedaba tras extraer todo eso que creaba, esa especie de veneno, mi padre lo iba esparciendo a su alrededor y no había manera de escapar de ello. Mi padre ensuciaba a todos cuantos le rodeaban, los destruía. Si lo hacía intencionadamente o no, yo eso lo ignoro. Quizá no pudiese evitarlo. Quizás él estuviese hecho así, ya desde el principio. Pero, sea como sea, tengo la sensación de que mi padre estaba relacionado con algo especial. ¿Entiendes a qué me refiero?
—Creo que sí —contesta Ôshima—. Y ese algo, probablemente, fuera algo que trascendía el Bien y el Mal. Tal vez podría llamarse fuente de energía.
—Y la mitad de mis genes proviene de ahí. Quizá sea ésa la razón por la cual me abandonó mi madre. Porque, al haber nacido de una fuente tan funesta, yo estaba manchado, destruido, y ella quiso romper los lazos conmigo y me abandonó.
Ôshima reflexiona presionándose suavemente la sien con las puntas de los dedos. Y me mira con los ojos entrecerrados.
—También existe la posibilidad de que tú no seas hijo verdadero de tu padre. En sentido biológico, claro está.
Sacudo la cabeza.
—Hace algunos años me hicieron unos análisis en el hospital. Fui al hospital con mi padre, nos extrajeron sangre y nos hicieron unos análisis genéticos. Y resultó que había un cien por cien de probabilidades de que fuéramos biológicamente padre e hijo. Mi padre me enseñó el resultado de los análisis.
—¡Vaya! Estaba en todo.
—Mi padre quiso mostrármelo. Que yo era su obra. Como si estampara su firma en mí.
Ôshima continuaba presionándose las sienes con los dedos.
—Pero, en realidad, la profecía de tu padre no se ha cumplido. Porque tú no has matado a tu padre. Tú entonces estabas en Takamatsu. A él lo mató otra persona, en Tokio. ¿No es así?
Abro las manos en silencio, me las miro. Son las mismas manos que, en las profundas tinieblas de la noche, estaban cubiertas de funesta sangre negra.
—A decir verdad, yo no estoy tan seguro —declaro.
Se lo confieso todo a Ôshima. Que aquella noche, a la vuelta de la biblioteca, perdí la conciencia y que, al recuperarla unas horas más tarde entre los árboles del santuario, llevaba la camisa empapada en sangre. Que me lavé la sangre en el lavabo del santuario. Que tengo un lapsus de unas horas en la memoria. La historia es muy larga y decido obviar la parte que pasé en el piso de Sakura. Ôshima pregunta de vez en cuando algo, confirma pequeños detalles, lo graba todo en su cabeza. Sin embargo, no expresa su opinión.
—No tengo la menor idea de dónde me pude manchar de sangre ni tampoco de quién podía ser. No me acuerdo de nada —digo—. Pero ¿sabes?, y esto no es una metáfora, quizá sí maté a mi padre con mis propias manos. Lo presiento. Es cierto que no regresé a Tokio aquel día. Tal como dices, estuve todo el tiempo en Takamatsu. Eso es cierto. Pero «la responsabilidad empieza en los sueños», ¿no es así?
—Un verso de Yeats —dice Ôshima.
—Quizás yo maté a mi padre a través de un sueño. Quizá fui a matar a mi padre pasando a través del circuito de algún sueño especial.
—Esto es lo que tú piensas. Y para ti, en cierto sentido, tal vez sea verdadero. Pero la policía, la policía y cualquier otra persona, no te exigirá responsabilidades poéticas. Una persona no puede estar en dos lugares a la vez. Einstein lo probó científicamente. La ley, además, así lo reconoce.
—Pero yo ahora no estoy hablando ni de ciencia ni de leyes.
—Escucha, Kafka Tamura —dice Ôshima—: Lo que tú estás diciendo, en definitiva, no es más que una hipótesis. Una hipótesis audaz y surrealista. Suena a argumento de novela de ciencia ficción.
—Claro que es una mera suposición. Lo sé perfectamente. Y no creo que nadie llegara a creerse esta historia descabellada. Pero mi padre siempre decía que sin pruebas que refuten una teoría no existe avance en la ciencia. Su expresión favorita era: «Una hipótesis es un campo de batalla en tu cerebro». Y, en este momento, no se me ocurre ninguna prueba que refute mi hipótesis.
Ôshima enmudece.
A mí no se me ocurre nada más que decir.
—En todo caso, ésta es la razón por la que has venido a Shikoku desde tan lejos. Huir de la maldición de tu padre —deduce Ôshima.
Asiento. Señalo el periódico doblado.
—Pero al parecer no he podido huir, tal como era de esperar.
Me da la impresión de que no hay que confiar demasiado en la distancia
, dice el joven llamado Cuervo.
—Lo cierto es que necesitas una casa donde esconderte —comenta Ôshima—. Es lo único que puedo decirte de momento.
Me doy cuenta de que estoy exhausto. De repente me fallan las fuerzas. Me apoyo en el brazo de Ôshima, que está sentado junto a mí. Ôshima me abraza. Apoyo la cabeza en su pecho plano.
—¿Sabes, Ôshima? Yo no quiero hacer estas cosas. Yo no quería matar a mi padre. Y no quiero acostarme con mi madre ni con mi hermana.
—Claro que no —dice Ôshima. Y peina con los dedos mis cortos cabellos—. Claro que no. Pero eso es imposible.
—¿Ni siquiera en sueños?
—Ni en metáforas —responde Ôshima—. Ni en alegorías, ni en analogías.
»Si quieres, esta noche puedo quedarme aquí, contigo —propone Ôshima un poco después—. Yo puedo dormir en este sillón.
Le digo que no. Que prefiero estar solo.
Ôshima se echa hacia atrás el flequillo que le cae sobre la frente. Tras dudar unos instantes, dice:
—Ya sé que soy una asexuada tarada mujer gay y, si esto te molesta…
—¡Pero qué dices! —exclamo—. En absoluto. Sólo que esta noche quiero estar solo y reflexionar. Porque me han sucedido muchas cosas de golpe. Sólo es eso.
Ôshima apunta un número de teléfono en la hoja de un bloc.
—Si por la noche te entran ganas de hablar con alguien, llámame. Déjate de cumplidos. Tengo el sueño muy ligero.
Le doy las gracias.
Aquella noche, yo vi un espectro.