17

Es mi tercera noche en la cabaña. Con el paso de los días me he ido acostumbrando al silencio, me he ido acostumbrando a las negras tinieblas. Casi he dejado de temer a la noche. Meto leña en la estufa, pongo una silla delante y leo. Cuando me canso de leer, me quedo contemplando las llamas con la mente en blanco. Jamás me canso de mirar las llamas. Tienen formas cambiantes, colores diferentes. Y se mueven con total libertad, como un ser vivo. Nacen, se unen, se separan, languidecen, mueren.

Si no está nublado, salgo afuera y levanto la vista al cielo. Las estrellas han dejado de producirme aquella sensación de impotencia. He llegado a sentirlas, más bien, como algo familiar y cercano. Cada una de ellas posee un destello distinto. He identificado algunas, observo cómo titilan. A veces, las estrellas despiden de pronto una fuerte luz, como si hubiesen tenido de pronto una idea importante. La luna brilla blanca en el cielo y, si fijas en ella la mirada, te da la impresión de que puedes distinguir cada roca de su superficie. En estos momentos soy incapaz de pensar en nada. Me limito a permanecer con la mirada clavada en el cielo, conteniendo el aliento. Como se me han agotado las pilas, ya no puedo escuchar música, pero no me importa tanto como creía. A la música la sustituyen montones de cosas. Los gorjeos de los pájaros, el chirrido de una miríada de insectos, el murmullo del arroyo, el susurro de las hojas de los árboles mecidos por el viento, el sonido de pasos en el techo de la cabaña, el rumor de la lluvia. Y, además, están esos sonidos inexplicables, que no pueden expresarse con palabras y que llegan de vez en cuando a mis oídos… Jamás me había percatado de que la Tierra estuviese poblada de tantos sonidos naturales rebosantes de frescura y belleza. He vivido de espaldas a ellos, sin verlos ni oírlos. Y ahora, como si quisiera suplir esta pérdida, permanezco largas horas en el porche con los ojos cerrados, borrando mi presencia, aguzando el oído para captar cualquier sonido, sin dejarme uno solo.

Tampoco el bosque me asusta tanto como antes. Siento por él una especie de respeto natural, y también familiaridad. Claro que, por mucho que diga, mis prospecciones en el bosque se limitan a los alrededores de la cabaña y al sendero. No me aparto del camino. Mientras siga las reglas, posiblemente no haya peligro. El bosque me aceptará sin palabras. Como mínimo hará la vista gorda y tolerará mi presencia. Y compartirá conmigo su paz y su belleza. Pero, en el instante en que yo deje de respetar las reglas, las bestias del silencio que se ocultan en él tal vez me apresen con sus garras de afiladas uñas.

Recorro innumerables veces el sendero, me tiendo en el pequeño y redondo claro del bosque, me sumerjo en la luz de aquel rincón soleado. Aprieto los párpados con fuerza y, mientras me llegan los rayos del sol, aguzo el oído al rumor del viento entre los árboles. Escucho el aleteo de los pájaros y el susurro de las hojas de los helechos. La honda fragancia de las plantas me envuelve. Hay momentos en que no noto la fuerza de la gravedad, levito unos instantes. Floto en el aire. Claro que no puedo permanecer indefinidamente en este estado. Es una percepción momentánea que desaparecerá al abrir los ojos y salir del bosque. Pero, por mucho que lo sepa, es una experiencia abrumadora. Poder flotar en el espacio.

Ha llovido algunas veces, pero siempre ha escampado pronto. En la alta montaña el tiempo es muy variable. Cada vez que ha llovido he salido afuera desnudo y me he lavado con jabón. Cuando estoy sudado después de hacer ejercicio, me quito la ropa y tomo el sol desnudo en el porche. Bebo mucho té, me concentro en la lectura sentado en el porche. Al anochecer leo frente a la estufa. Leo libros de historia, leo libros de ciencia, libros de folclore, mitología, sociología, psicología, obras de Shakespeare. Más que leerme un libro de cabo a rabo, lo que hago es escoger los fragmentos que me parecen más significativos y leerlos una y otra vez con atención hasta comprenderlos bien. Al leer de esta forma me da la impresión de que diversos tipos de conocimientos van, uno tras otro, grabándose en mi cerebro. Pienso en lo maravilloso que sería poder quedarme aquí para siempre. Las estanterías están atestadas de libros, queda suficiente comida en la despensa. Pero sé muy bien que éste es sólo un lugar de paso. Posiblemente deba dejarlo pronto. Este lugar es demasiado apacible, demasiado natural, demasiado perfecto. Y quizá yo todavía no me lo merezca. Posiblemente aún es demasiado pronto para ello…

El cuarto día, a mediodía, llega Ôshima. No se oye el coche. Llega andando con una pequeña mochila a la espalda. Yo estoy sentado en el porche, completamente desnudo adormilado a la luz del sol, y no oigo los pasos que se acercan. Puede que medio en broma él haya intentado sofocarlos. Irrumpe en el porche de repente, alarga el brazo y me toca la cabeza con suavidad. Me levanto de un salto. Busco una toalla con la que taparme. Pero no tengo ninguna a mano.

—No te preocupes —dice Ôshima—. Yo también solía tomar el sol desnudo cuando estaba aquí. Es una sensación muy agradable que el sol te dé en las partes que normalmente no están expuestas a la luz.

Allí tendido, desnudo ante Ôshima, siento que se me corta la respiración. Mi vello púbico, mi pene y mis testículos están expuestos al sol. Se ven terriblemente desprotegidos, vulnerables. No sé qué hacer. Ya es tarde para correr a tapármelos.

—¡Hola! —le digo—. ¿Has venido andando?

—Hace un tiempo maravilloso y he pensado que era una lástima no andar un poco. He bajado del coche frente a la verja —explica. Coge una toalla colgada de la barandilla y me la tiende. Yo me enrollo la toalla a la cintura y, por fin, logro serenarme.

Canturreando en voz baja, pone agua a calentar, saca de la mochila un paquete con un preparado a base de harina, huevos y leche, pone la sartén al fuego y hace panqueques. Los unta con mantequilla y jarabe. Saca una lechuga, tomates y cebollas. Prepara una ensalada tomando infinitas precauciones con el cuchillo. Nos lo comemos todo como almuerzo.

—¿Cómo te has sentido durante estos tres días? —me pregunta Ôshima mientras corta su panqueque.

Le explico lo mucho que me he divertido viviendo aquí. Pero no le explico lo que hice en el bosque. No sé por qué, me da la sensación de que es mejor no contárselo.

—¡Qué bien! —exclama Ôshima—. Ya me parecía que te iba a gustar.

—¿Pero nos volvemos a la ciudad ahora?

—Sí. Ahora regresamos los dos a la ciudad.

Preparamos las cosas para la vuelta. Ordenamos la cabaña con rapidez y eficacia. Lavamos los platos y los guardamos en la alacena, vaciamos la estufa. Tiramos el agua del depósito, cerramos la llave de la válvula del gas propano. Guardamos en el armario los alimentos que no caducan y tiramos los que se pasan. Barremos el suelo con la escoba, pasamos un paño por encima de la mesa y de las sillas. Hacemos un hoyo fuera y enterramos la basura. Doblamos a pequeños pliegues las bolsas de plástico y nos las llevamos.

Ôshima cierra la cabaña con llave. Me vuelvo y le dedico una última mirada. Pese a haber vivido en ella hasta hace unos instantes, todo lo referente a la cabaña me parece ahora una fantasía. Me basta con dar unos pasos para que todas las cosas que contiene dejen de parecerme reales. Incluso esa parte de mi propia persona que había estado allí hasta hace unos instantes se me antoja un ser imaginario. Tardamos una media hora en llegar, a pie, hasta el lugar donde Ôshima ha dejado el coche. Descendemos por el camino de montaña sin hablar apenas. Ôshima canturrea una melodía. Yo me pierdo en pensamientos deshilvanados.

Custodiado a sus espaldas por los altos árboles, el pequeño descapotable aguarda el regreso de Ôshima. Para evitar que algún desconocido se cuele por error (o a propósito), Ôshima cierra la verja con dos vueltas de cadena y el candado.

Igual que a la ida, atamos mi mochila al portaequipajes del automóvil con una cuerda. La capota desciende, el coche se abre.

—Y, ahora, de vuelta a la ciudad —dice él.

Yo asiento.

—Vivir solo inmerso en la naturaleza es algo realmente fabuloso, pero hacerlo por mucho tiempo no resulta nada fácil —declara Ôshima. Se pone las gafas de sol, se abrocha el cinturón de seguridad.

Me siento a su lado y me abrocho también el cinturón de seguridad.

—En teoría no tiene por qué ser imposible. En la práctica hay gente que lo hace. Pero la naturaleza, en cierto sentido, es muy antinatural. Y la paz, en cierto sentido, puede llegar a ser muy amenazadora. Para poder sobrellevar estas contradicciones hace falta preparación y experiencia. Así que tú y yo, ahora, nos volvemos a la ciudad. De vuelta a los asuntos del hombre en sociedad.

Ôshima pisa el acelerador y emprende el descenso por el camino de montaña. A diferencia del otro día, conduce despacio. Sin prisas. Disfruta del paisaje que se extiende a su alrededor, saborea la caricia del viento. El viento ondea su largo flequillo, se lo echa hacia atrás. Pronto acaba el sendero sin pavimentar y entramos en un camino asfaltado aunque estrecho. Aldeas y campos de cultivo van apareciendo ante nuestros ojos.

—Hablando de contradicciones —dice Ôshima como si se acordara de repente—. La primera vez que te vi me dio esa impresión. Que tú, pese a buscar algo desesperadamente, lo estabas rehuyendo a la vez con todas tus fuerzas. Ésa es la impresión que me diste.

—¿Y qué estoy buscando?

Ôshima sacude la cabeza. Mira por el espejo retrovisor, hace una mueca.

—¿Qué es? Pues eso yo no lo sé. Sólo te cuento la impresión que me diste.

Permanezco en silencio.

—Por la experiencia que tengo, cuando una persona busca algo desesperadamente, no lo encuentra. Y cuando alguien lo rehúye, ese algo le llega de manera espontánea. Claro que eso no es más que una teoría general.

—¿Y cómo aplicarías esa teoría general a mi caso? Si, tal como dices, estoy buscando algo desesperadamente, pero a la vez lo estoy rehuyendo.

—Una cuestión difícil —contesta Ôshima y sonríe. Hace una pausa y, luego, prosigue—: Pero si tuviera que decirte algo, te diría lo siguiente. Quizás ese algo que buscas, mientras lo estés buscando, no lo encuentres en la forma en que lo estás buscando.

—¡Caramba! Eso suena a una profecía funesta.

—Casandra.

—¿Casandra? —pregunto yo.

—Es de una tragedia griega. Casandra era una profetisa. Una princesa de Troya. Era sacerdotisa vestal del templo de Apolo y éste le otorgó el don de la profecía. Pero, a cambio, Apolo pretendía obligarla a mantener relaciones carnales con él y Casandra se negó. Entonces Apolo montó en cólera y le lanzó una maldición. Los dioses griegos pertenecen más al ámbito de la mitología que al de la religión. Total, que tienen las mismas debilidades que los seres humanos. Son irascibles, lujuriosos, celosos, olvidadizos.

Saca una cajita de caramelos de limón de la guantera y se mete uno en la boca. Me ofrece uno a mí. Lo tomo y me lo meto en la boca.

—¿Y cuál fue la maldición?

—¿La maldición que le lanzó a Casandra?

Asiento.

—Que sus profecías siempre serían ciertas, pero que nadie las creería. Ésa fue la maldición de Apolo. Además, no sé por qué, sus profecías siempre eran desfavorables: traiciones, errores, muertes, la ruina del país. Por lo tanto, no sólo no la creían, sino que la escarnecían y la odiaban. Si todavía no las has leído, tienes que leer las obras de Eurípides y Esquilo. En ellas están descritos de una manera muy vívida los problemas esenciales de la sociedad actual. A través del coro.

—¿El coro?

—Se llama coro a eso, o sea, al coro que aparece en escena. Están todos de pie, al fondo del escenario, y declaman al unísono. Explican la situación, hablan en nombre de los personajes, de sus motivaciones profundas. Incluso, a veces, intentan convencerlos con vehemencia. Algo muy práctico, eso del coro. A veces pienso que me gustaría tener uno detrás de mí.

—Ôshima, ¿tú tienes la facultad de predecir el futuro?

—No —contesta—. Por suerte, o por desgracia, no la tengo. Y si parezco un pájaro de mal agüero es porque soy una persona muy realista, con mucho sentido común. Parto de teorías generales, sigo un método deductivo para sacar mis conclusiones. Y pueden sonar a predicciones funestas, pero esto es así porque la realidad no es más que un cúmulo de profecías desfavorables que se han cumplido. Cualquiera puede verlo si coge un periódico, no importa del día que sea, lo abre y pone en un platillo de la balanza las buenas noticias y, en el otro, las malas.

Cuando viene una curva, Ôshima reduce a una marcha más corta con precaución. Y lo hace de una manera tan suave y refinada que ni siquiera el cuerpo lo percibe. Únicamente un cambio en el ronroneo del motor.

—Pero hay una buena noticia —dice Ôshima—. Y es que te damos la bienvenida. Formarás parte de la Biblioteca Conmemorativa Kômura. Creo que reúnes las condiciones.

De forma automática se me van los ojos al rostro de Ôshima.

—¿Significa eso que voy a trabajar en la biblioteca?

—Para ser más exactos, pasarás a formar parte de la biblioteca. Dormirás allí y allí vivirás. Cuando sea hora de abrir la biblioteca la abrirás y cuando llegue la hora del cierre la cerrarás. Tú llevas una vida muy ordenada y tienes mucha fuerza. No creo que ese trabajo represente para ti un gran esfuerzo. Y vas a sernos de gran utilidad a la señora Saeki y a mí, que no somos nada fuertes. Aparte de eso, te encargarás de algunos pequeños quehaceres. Nada complicado. Prepararme un buen café, por ejemplo, o ir a comprar alguna cosilla… Hay una habitación lista para ti. Es una habitación anexa a la biblioteca, incluso tiene ducha. En principio la construyeron como cuarto de invitados, pero aquí nadie viene a pasar la noche y no se utiliza. Total, que tú podrás vivir allí. Y lo mejor de todo: estando dentro de la biblioteca podrás leer cuanto te apetezca.

—Pero ¿por qué…? —empiezo a decir antes de quedarme sin palabras.

—¿Que por qué te lo permitimos? —responde Ôshima cediéndome sus palabras—. Se explica por un principio muy simple. Yo te comprendo a ti, la señora Saeki me comprende a mí. Yo te acepto a ti, ella me acepta a mí. Que seas un chico desconocido de quince años que se ha escapado de casa no representa ningún problema. Pero, bueno, ¿qué te parece esto de formar parte de la biblioteca?

Reflexiono unos instantes. Luego contesto:

—Yo buscaba un techo. Sólo eso. Es en lo único en lo que puedo pensar ahora. Formar parte de la biblioteca todavía no sé qué puede significar. Si quiere decir que me dejáis vivir allí, os estoy muy agradecido. Así tampoco tendré que coger el tren y desplazarme hasta allí.

—Decidido, pues —dice Ôshima—. Y ahora voy a llevarte a la biblioteca. Y pasarás a formar parte de ella.

Cogimos la carretera nacional, atravesamos varios pueblos. Un enorme cartel publicitario de una empresa de financiación, una gasolinera adornada exageradamente, un comedor acristalado, un love hotel con la forma de un castillo occidental, un videoclub del que, tras quebrar, sólo queda el rótulo, un pachinko[22] con un gran aparcamiento… Uno tras otro van apareciendo ante mis ojos. Y un McDonald, un Family Mart, un Lawson y un Yoshinoya… La ruidosa realidad nos está cercando. Los frenos neumáticos de un camión de gran tonelaje, los cláxones, los tubos de escape. Y las íntimas llamas de la estufa, el titilar de las estrellas, la paz del interior del bosque, todo lo que me acompañó hasta el día de ayer se va alejando y desaparece en la distancia.

—Hay algo que debes saber sobre la señora Saeki —me dice Ôshima—. Mi madre, de pequeña, fue compañera suya de clase, las dos eran muy buenas amigas. Según mi madre, la señora Saeki era una niña muy inteligente. Sacaba muy buenas notas, escribía muy bien, era una excelente deportista, tocaba muy bien el piano. Era la mejor en cualquier cosa que hiciera. Además, era muy hermosa. Claro que eso aún lo sigue siendo. —Asiento—. Todavía estaba en primaria y ya tenía novio. Era el primogénito de la familia Kômura. Los dos tenían la misma edad, ella era una muchacha hermosa, él, un chico muy guapo. Vamos, como Romeo y Julieta. Eran parientes lejanos. Sus casas estaban una al lado de la otra y, cualquier cosa que hicieran, la hacían juntos; a cualquier parte adonde fueran iban juntos. Es natural que se sintieran atraídos el uno por el otro y que, al crecer, se amasen como hombre y mujer. Casi formaban un solo cuerpo y una sola alma… Eso me contó mi madre. —Mientras espera a que cambie el semáforo, Ôshima mantiene la vista clavada en el cielo. Cuando se pone el semáforo en verde, pisa el acelerador y adelantamos un camión cisterna—. ¿Te acuerdas de lo que te hablé un día en la biblioteca? ¿Lo de que las personas erraban en busca de la mitad que les faltaba?

—¿Lo de los hombres-hombres, mujeres-mujeres y hombres-mujeres?

—Sí, lo de la historia de Aristófanes. La mayor parte de nosotros se pasa la vida buscando desesperadamente su otra mitad. Pero la señora Saeki y su novio no tenían ninguna necesidad de buscarla. Porque ellos, en el momento de nacer, ya la habían encontrado.

—Eran muy afortunados.

Ôshima asiente.

—Sí, mucho. No podían quejarse. Al menos hasta que llegó cierto momento.

Ôshima se pasa la mano por las mejillas como si quisiera comprobar el afeitado. Pero en sus mejillas no hay ni rastro de barba. Son lisas como la porcelana.

—A los dieciocho años, él se fue a Tokio, a la universidad. Sacaba muy buenas notas, quería seguir unos estudios especializados. También le apetecía irse a la gran ciudad. Ella se quedó aquí, ingresó en el Conservatorio y se especializó en piano. Esta región es muy conservadora, su familia también lo era. Era hija única y sus padres no querían que fuera a Tokio. Total, que resultó que ellos dos, por primera vez en su vida, se separaron. Fue como si los dioses los hubieran partido, de un corte limpio, por la mitad.

»Por supuesto, se escribían todos los días. “Tal vez sea conveniente que, al menos una vez, vivamos separados”, le escribió él. “De este modo comprobaremos si de verdad somos importantes el uno para el otro, si nos necesitamos de verdad el uno al otro”. Pero ella no pensaba de la misma manera. El amor que se profesaban era tan verdadero que no había ninguna necesidad de ponerlo a prueba. Ella lo sabía. El destino los había unido con un lazo tan fuerte que sólo es posible encontrar uno igual entre un millón. Y aquél era un lazo imposible de romper. Ella lo sabía. Él no lo sabía. O, si lo sabía, no podía aceptarlo sin más. Por eso se fue a Tokio. Porque quería que su lazo se estrechara todavía más al someterlo a prueba. Los hombres, a veces, piensan así.

»A los diecinueve años, ella escribió un poema. Le puso música y lo cantaba acompañándose del piano. Era una melodía melancólica, inocente, llena de una belleza pura. La letra, en comparación, era simbólica, reflexiva, más bien difícil de entender. Ese contraste la hacía muy fresca. Ni que decir tiene que tanto en la poesía como en la música se condensaba su corazón, un corazón que decía que lo necesitaba a él, tan lejos. Ella la cantó varias veces en público. De ordinario era una chica tímida, pero le gustaba cantar, incluso había formado, en su época de estudiante, una banda de música folk. Una de las personas que la escucharon quedó maravillada por la canción, grabó una sencilla cinta de muestra y se la envió a un conocido suyo, director de una empresa discográfica. Al director también le gustó la canción y la invitó a sus estudios, a Tokio, para grabarla.

»Ella fue a Tokio por primera vez en su vida y allí se reencontró con su novio. Sacaron tiempo, entre sesión y sesión de estudio, y los dos se amaron íntimamente como solían hacer antes. Según me contó mi madre, debían de mantener relaciones sexuales con regularidad desde los catorce años. Ambos eran precoces. Y, como suele suceder con los muchachos precoces, no aceptaban bien el paso del tiempo. Se quedaron siempre en los catorce o quince años. Abrazándose con todas sus fuerzas, comprobaron cuánto se necesitaban. Ninguno de los dos se había sentido atraído nunca por otra persona. Pese a haber estado separados, entre ambos no había espacio para nada más, este cuento de hadas Love Story casi parece aburrido, ¿no crees?

Sacudo la cabeza.

—Me da la impresión de que más adelante se producirá un gran cambio.

—¡Exacto! —dice Ôshima—. Ésta es la génesis de cualquier historia. Un gran cambio. Una inflexión inesperada. En cuanto a la felicidad, sólo existe de un tipo, pero si hablamos de infortunios, los hay de mil tipos distintos. Tal como dijo Tolstoi, la felicidad es una alegoría; la desdicha, una historia. Total, que el disco salió a la venta y fue un éxito. No un éxito pequeño, no. Un éxito espectacular. Se vendieron un millón, dos millones de copias. No recuerdo la cifra exacta. En cualquier caso, eso, en aquella época, representaba un récord de ventas. En la funda del disco salía una fotografía de la señora Saeki ante el piano de cola del estudio, el rostro de medio perfil, sonriente.

»Como no tenía ninguna otra canción preparada, en la cara B del single grabaron la versión instrumental de la misma melodía. Orquesta y piano. Lo tocaba ella. También era una hermosa interpretación. Esto pasó hacia 1970. Por entonces, sintonizaras la emisora que sintonizases, sonaba esa melodía. Me lo contó mi madre. Yo no lo sé porque entonces aún no había nacido. En todo caso, fue lo único que ella hizo como cantante profesional. No sacó ningún LP, y tampoco otro single.

—Me pregunto si la habré oído alguna vez.

—¿Escuchas mucho la radio?

Sacudo la cabeza. Apenas la pongo.

—Pues entonces no debes de haberla oído. Como no sea en algún especial de música de aquellos años, pocas oportunidades hay hoy en día de escucharla. Pero es una canción preciosa. Yo tengo un disco compacto donde sale y la escucho a veces. Cuando no está la señora Saeki, claro. No se puede tocar este tema en su presencia. No soporta oír hablar de esa canción. Claro que ella odia que se mencione cualquier tema relacionado con el pasado.

—¿Y cómo se llamaba la canción?

Kafka en la orilla del mar —dice Ôshima.

¿Kafka en la orilla del mar?

—Sí, Kafka Tamura. El mismo nombre que tú. Una curiosa coincidencia.

—No es mi nombre real. Aunque Tamura sí que lo es.

—Pero has sido tú quien lo ha elegido, ¿no es así?

Asiento.

He sido yo quien lo ha elegido y, además, hacía mucho tiempo que había decidido llamar así a mi nuevo yo.

—Y esto es lo que importa —dice Ôshima.

El novio de la señora Saeki murió a los veinte años. Justo cuando Kafka en la orilla del mar estaba siendo un gran éxito. La universidad donde él estudiaba había sido ocupada por los huelguistas. Atravesó una barricada para ir a llevar víveres y otras cosas a un amigo que se alojaba en el campus. Aún no eran las diez de la noche. Los que habían ocupado el edificio lo confundieron con un dirigente de una facción contraria (se le parecía mucho), lo cogieron, lo ataron a una silla y lo «interrogaron» como sospechoso de espionaje. Él intentó explicarles que se confundían de persona, pero cada vez que lo hacía lo golpeaban con una tubería de hierro o con un palo cuadrado de madera. Cuando se desplomó sobre el suelo, lo patearon con las suelas de sus botas. Poco antes del amanecer ya había expirado. Fractura craneal, fractura de costillas, desgarro pulmonar. Su cadáver fue arrojado a un lado de la calle, como un perro muerto. Dos días después, a petición de la universidad, las fuerzas antidisturbios penetraron en el recinto universitario y, transcurridas unas cuantas horas, ya habían puesto fin al encierro y habían arrestado a varios estudiantes como sospechosos de aquel asesinato. Ellos reconocieron su culpabilidad y fueron juzgados, pero como se consideró que no había habido intención de matar, a dos de ellos se les consideró culpables sólo de homicidio involuntario y se les condenó a cortas penas de prisión. Fue una muerte que para nadie tuvo sentido.

Ella no volvió a cantar jamás. Se encerró con llave en su habitación, no quería hablar con nadie. Tampoco se ponía al teléfono. Ni siquiera asistió al funeral. Dejó el Conservatorio. Pasaron unos meses y, en cuanto la gente se dio cuenta, ya no estaba en la ciudad. Adónde había ido la señora Saeki o qué estaba haciendo, eso era algo que nadie sabía. Sus padres callaban. Es posible que tampoco ellos lo supieran. Se esfumó como el humo. Ni siquiera la madre de Ôshima, que era su mejor amiga, conocía su paradero. Había quien decía que se había intentado suicidar en los bosques que rodean el monte Fuji, pero que había fracasado en la tentativa y que ahora estaba internada en un hospital psiquiátrico. Otra persona dijo que un conocido se había topado con ella por las calles de Tokio. Según esa persona, ella estaba realizando un trabajo relacionado con la escritura en Tokio. También había quien afirmaba que se había casado y que tenía hijos. Pero todos éstos eran rumores sin fundamento. Y así pasaron más de veinte años.

Lo que sí está claro es que, adondequiera que hubiese ido y hubiera hecho lo que hubiese hecho, no debió de tener problemas económicos. En su cuenta tenía ingresados los derechos de autor de Kafka en la orilla del mar. Y representaban una cantidad considerable incluso una vez deducidos los impuestos. Cada vez que se emitía la canción por la radio o se incluía en algún CD compilatorio de la música de aquellos años, ella cobraba una cantidad, aunque no ascendiera a mucho, de derechos de autor o de usufructo de la canción. Y ese dinero le permitía llevar una vida tranquila e independiente en cualquier lugar lejano. A eso tenemos que añadirle que era la única hija de una familia adinerada.

Pero, veinticinco años después, la señora Saeki regresó de repente a Takamatsu. La razón última de su vuelta era asistir al funeral de su madre (a pesar de que cinco años atrás no había ido al de su padre). Presidió un funeral sencillo y, cuando todo hubo acabado, vendió la gran mansión donde había crecido. Compró un apartamento en una zona tranquila dentro de la ciudad de Takamatsu y se estableció allí. Al parecer, con la intención de quedarse. Poco después habló con la familia Kômura (el actual cabeza de la familia Kômura era el hermano que seguía al primogénito fallecido, tres años menor que éste). La señora Saeki y él hablaron a solas. Nada se sabe del contenido de su conversación. Pero, como resultado de ésta, la señora Saeki empezó a encargarse de la administración de la biblioteca.

Ella sigue siendo hermosa, esbelta. Conserva la sencillez intelectual de la fotografía de la funda del disco. Pero de su rostro ha desaparecido aquella sonrisa pura e incondicional. Sigue sonriendo a veces. Su sonrisa está llena de encanto, pero se limita a unos momentos y a unos ámbitos concretos. A su alrededor se levanta un alto muro invisible. Su sonrisa no va dirigida a nadie en particular. Cada mañana conduce su Volkswagen Golf desde la ciudad hasta la biblioteca y, después, conduce de vuelta a casa. Había regresado a su ciudad, pero apenas se relacionaba con sus viejos amigos o con sus parientes. Si coincidían alguna vez, mantenía con ellos una conversación educada pero intrascendente. Los temas sobre los que hablaban eran limitados. Cuando salía a colación algún acontecimiento del pasado (especialmente si tenía que ver con ella), desviaba la conversación de inmediato, aunque con naturalidad, por otros derroteros. Las palabras que se desprendían de sus labios eran siempre corteses y cariñosas, pero carecían del eco de la curiosidad o de la sorpresa que debían de poseer. Sus verdaderos sentimientos —si es que los tenía— no los mostraba jamás. Excepto cuando se le pedía un juicio concreto sobre algo, jamás exponía sus opiniones personales. Hablaba poco, solía dejar hablar a su interlocutor y ella se limitaba a asentir afablemente. Y, la mayor parte de las veces, llegados a cierto punto, a su interlocutor lo embargaba una vaga inquietud. La de si no estaría haciendo malgastar a la señora Saeki sus horas de silencio, la de si no estaría invadiendo su mundo, perfectamente ordenado. Y esa impresión era bastante exacta.

Pese a haber regresado, para la gente continuaba siendo un enigma. Tras su estilo refinado, ella seguía bajo el velo del misterio. Y eso hacía que resultara difícil aproximarse a ella. Incluso sus superiores nominales, la familia Kômura, que era quien le ofrecía empleo, reconocían su superioridad y lo que decían frente a ella se lo pensaban dos veces.

Poco después, Ôshima empezó a trabajar en la biblioteca como ayudante. En aquella época, Ôshima no estudiaba, tampoco trabajaba, se pasaba el día encerrado en casa leyendo o escuchando música. Aparte de algunas personas con las que intercambiaba mensajes por correo electrónico, apenas tenía amigos. También influía lo de su enfermedad, la hemofilia; y excepto cuando iba a hospitales especializados, conducía sin rumbo su Road Star, se dirigía periódicamente al Hospital Universitario de Hiroshima o cuando se encerraba de vez en cuando en la cabaña de Kôchi, apenas se alejaba de la ciudad. Y Ôshima no se sentía muy satisfecho con su vida. Un día, casualmente, su madre se lo presentó a la señora Saeki y a ella Ôshima le gustó de inmediato. A él le pasó lo mismo y se sintió interesado por el trabajo en la biblioteca. Así se convirtió en la única persona con la que la señora Saeki tenía contacto y hablaba habitualmente.

—Por lo que cuentas, parece como si la señora Saeki hubiese vuelto con el propósito de administrar la biblioteca Kômura —digo yo.

—Pues sí, yo también tengo esa impresión. Creo que el funeral de su madre no fue más que un pretexto. Para decidir volver a su ciudad natal, tan llena de recuerdos del pasado, le hacía falta un motivo así.

—¿Y por qué es tan importante la biblioteca para ella?

—En primer lugar, porque él vivía allí. Él, el novio muerto de la señora Saeki, vivía en lo que es ahora la biblioteca. Vaya, en lo que antes era la biblioteca de la familia Kômura. Él era el primogénito y, tal vez por cuestión genética, lo cierto es que leer era lo que más le gustaba en este mundo. Además, lo que también parece ser una característica de la familia, le encantaba la soledad. Así que cuando empezó el instituto, insistió en tener una habitación para él solo, alejada del edificio principal, en la biblioteca, y sus padres satisficieron sus deseos. Era una familia que adoraba los libros y eso podían entenderlo. «¡Vaya! ¿Así que quieres vivir rodeado de libros? Pues muy bien», le dirían. Y él pudo vivir aparte, sin que nadie lo molestara, y sólo se dirigía al edificio principal a la hora de las comidas. La señora Saeki lo visitaba todos los días. Estudiaban juntos, escuchaban música juntos, tenían conversaciones interminables. Y posiblemente se acostaran juntos. La biblioteca fue un paraíso para ellos.

Ôshima, con ambas manos sobre el volante, me mira a la cara.

—Y ahora tú vivirás allí, Kafka Tamura. Y en aquella habitación, además. Tal como te he dicho antes, cuando reformaron la biblioteca hicieron diversos cambios. Pero la habitación sigue igual.

Permanezco en silencio.

—La vida de la señora Saeki, fundamentalmente, se detuvo a los veinte años, la edad que tenía cuando él murió. No, quizás a los veinte años no, sino mucho antes. Yo eso no puedo precisarlo. Pero tú esto debes comprenderlo. Las agujas del reloj sepultado dentro del alma de la señora Saeki se detuvieron justo alrededor de aquel punto. Por supuesto, el tiempo fuera de su alma ha seguido su marcha y su efecto real la ha alcanzado también a ella. Pero este tiempo no significa nada para ella.

—¿Que no significa nada para ella?

Ôshima asiente.

—Es como si no existiera.

—Es decir, que la señora Saeki vive siempre en aquel tiempo que quedó detenido.

—Exacto. Lo que no quiere decir que sea, bajo ningún concepto, una muerta viviente. Cuando la conozcas, tú también lo comprenderás.

Ôshima aparta las manos del volante y las apoya sobre las rodillas. Un gesto muy natural.

—Kafka Tamura, en la vida de los hombres hay un punto a partir del cual ya no podemos retroceder. Y, en algunos casos, existe otro a partir del cual ya no podemos seguir avanzando. Y, cuando llegamos a ese punto, para bien o para mal, lo único que podemos hacer es callarnos y aceptarlo. Y seguir viviendo de esta forma.

Cogemos la autopista. Antes, Ôshima ha detenido el coche y subido la capota. Luego vuelve a poner música de Schubert.

—Hay otra cosa que quiero que sepas —dice Ôshima—. Y es que la señora Saeki, en cierta manera, tiene el corazón herido. Ya sé que esto también se nos puede aplicar a ti y a mí. En mayor o menor medida, seguro. Pero, en el caso de la señora Saeki, esta afirmación va más allá de lo que se entiende en general por tener el corazón herido. El suyo está herido de una manera particular. Posiblemente pudiera decirse que su alma funciona de manera distinta a la de los demás. Lo que no quiere decir que ella esté en peligro. Por lo que se refiere a la vida cotidiana, Saeki es una persona muy normal. En cierto sentido, la persona más normal que conozco. Es profunda, inteligente, encantadora. Sólo que no quiero que te preocupes si descubres algo raro en ella.

—¿Algo raro? —repito de manera automática.

Ôshima sacude la cabeza.

—Me gusta la señora Saeki. Y también la respeto. Estoy seguro de que tú sentirás lo mismo por ella.

Esto no es una respuesta directa a mi pregunta. Pero Ôshima no añade nada más. Y, en el momento preciso, pone una marcha más corta, pisa el acelerador, adelanta a una camioneta justo antes de entrar en un túnel.