14

Nakata fue varios días seguidos al solar circundado por la valla. Sólo llovió en una ocasión, desde por la mañana, y ese día Nakata lo empleó en hacer unos sencillos trabajos de madera en su casa; pero los otros días permaneció sentado entre la maleza del solar desde la mañana hasta la noche, esperando a que viniera la gatita a rayas blancas, negras y marrones o a que apareciese el hombre del extraño sombrero. Pero fue en balde.

Al anochecer, Nakata se pasó por la casa de quien le había encargado la búsqueda del gato y le informó de cómo habían ido las pesquisas de la jornada. Qué información había obtenido, adónde había ido y qué había hecho para encontrar a la gatita desaparecida. Como muestra de agradecimiento por los desvelos del día recibió tres mil yenes. Ése era el pago estipulado. En realidad, no es que alguien lo hubiera fijado, pero la reputación de Nakata como «maestro en la búsqueda de gatos» había corrido de boca en boca por el lugar y, de forma automática, la cuantía del estipendio quedó fijada en tres mil yenes diarios. Con todo, a Nakata no le daban sólo dinero, siempre recibía algo más. O comida o ropa. Además, cuando lograba encontrar un gato, estaba estipulado ofrecerle una recompensa de diez mil yenes.

Como a Nakata no le pedían continuamente que buscara gatos, esa suma, contabilizada como ingresos mensuales, no suponía gran cosa. Era su hermano menor quien administraba la herencia que le habían dejado a Nakata sus padres (que no ascendía a mucho), además de sus pequeños ahorros. Corría también con todos los gastos del gas, la electricidad y otras tarifas varias. Y Nakata contaba, por fin, con el subsidio vitalicio de invalidez del ayuntamiento de Tokio. Así que el estipendio que recibía por buscar gatos era un dinero que podía utilizar a su antojo, y a Nakata eso le parecía una fortuna. A decir verdad, aparte de comer anguila, a veces no se le ocurría en qué gastarlo. Y el dinero que le sobraba iba escondiéndolo debajo del tatami de su habitación. Porque Nakata, que no sabía ni leer ni escribir, no podía ir al banco ni a Correos. Porque allí, para cualquier cosa que quieras hacer, debes escribir en un papel tu nombre y dirección.

Que podía hablar con los gatos, eso era algo que Nakata mantenía en un secreto absoluto. Aparte de los gatos, él era el único que lo sabía. Si se lo contara a alguien, ese alguien creería que Nakata había perdido el juicio. Que Nakata era tonto era de dominio público, por supuesto. Pero una cosa es ser tonto y, algo muy distinto, estar loco.

Alguna vez le había sucedido que, al pasar, la gente lo había visto conversando animadamente con algún gato a un lado del camino, pero nadie le había concedido a ese hecho la menor importancia. Tampoco era tan extraño que un anciano como él se dirigiera a los gatos como si de seres humanos se tratara. Y todos pensaban con admiración: «¿Cómo puede ser que Nakata conozca tan bien las costumbres y la mentalidad de los gatos? ¡Ni que pudiera hablar con ellos!», pero él se limitaba a sonreír sin decir palabra. Como Nakata era una persona seria, educada y con una sonrisa siempre en los labios, tenía muy buena fama entre las señoras del barrio. También influía en ello su pulcritud en el vestir. Nakata era pobre, pero le encantaba bañarse y hacer la colada, y, además, como recompensa por lo de los gatos, aparte de dinero solían regalarle ropa nueva que no necesitaban. Tal vez no pudiera decirse que le sentara divinamente el conjunto de golf de color rosa salmón marca Jack Nicklaus, pero eso a él le traía sin cuidado.

Ante el portal de la casa, Nakata informó detalladamente, aunque con voz balbuceante, sobre la marcha de la investigación a la señora Koizumi, la mujer que le había pedido que buscara a la gatita.

—Por fin he obtenido información sobre Goma. Un tal señor Kawamura me ha dicho que hace unos días vio a una gatita a rayas blancas, negras y marrones, que podría ser Goma, en un gran solar rodeado por una valla que se encuentra en 2-chôme. De aquí a ese solar sólo hay dos calles grandes, pero tanto la edad como el pelaje y el collar coinciden con los de Goma. Nakata va a tener el solar bajo estrecha vigilancia. Nakata se llevará la comida, permanecerá sentado allí de la mañana a la noche. ¡Oh, no! No se preocupe. Nakata no tiene nada que hacer durante todo el día. A no ser que llueva a cántaros, no hay ningún problema. Pero si usted cree que no es preciso que Nakata vigile más, dígamelo. Y Nakata dejará de hacerlo inmediatamente.

No mencionó que Kawamura no era una persona sino un gato a rayas de color marrón. Porque, si lo hubiera hecho, la historia se hubiera complicado.

La señora Koizumi le dio las gracias a Nakata. Sus dos hijas pequeñas, que adoraban a Goma, estaban terriblemente deprimidas desde la desaparición de la gatita. Tanto que apenas comían.

—Es que los gatos son así, desaparecen sin más.

Desde luego, eso no se les puede decir a unas niñas para consolarlas. Pero la señora no tenía tiempo de ir rondando en busca de la gata. Era de agradecer que alguien la buscara con ahínco un día tras otro por sólo tres mil yenes. Se trataba de un anciano extraño, con una manera de hablar muy peculiar, pero tenía muy buena reputación como «buscador de gatos», tampoco parecía mala persona. Se le podría calificar de honesto, aunque lo cierto era que, con las pocas luces que tenía, difícilmente hubiese podido engañar a alguien. Ella le entregó, metido dentro de un sobre, el estipendio del día y también un tupperware con arroz variado recién hecho y batata cocida.

Nakata lo tomó con reverencia, lo olisqueó y dio las gracias.

—Muchas gracias. La batata cocida es uno de mis platos favoritos.

—Espero que le guste —dijo la señora Koizumi.

Hacía una semana que Nakata había empezado a vigilar el solar. Durante ese tiempo, Nakata vio a muchos gatos por el descampado. Kawamura, el gato a rayas de color marrón, iba varias veces al día, se acercaba a Nakata y le dirigía amablemente la palabra. Nakata le devolvía el saludo. Le hablaba del tiempo y le hablaba del subsidio del ayuntamiento. Pero lo que Kawamura le decía, eso Nakata seguía sin comprenderlo.

—Tieso, en la acera, Kawa’ra, qué hago, no sé —decía Kawamura.

Por lo visto quería, a toda costa, comunicarle algo a Nakata. Pero Nakata no era capaz de entender una sola palabra.

—No le comprendo —le confesó con honestidad. Kawamura puso cara de cierto apuro y (probablemente) intentó decirle lo mismo con otras palabras.

Kawa’ra grita, ata, ata.

Pero eso Nakata aún lo entendió menos.

«¡Ojalá estuviese aquí la señorita Mimí!», pensó Nakata. Mimí, sin duda, le daría a Kawamura unos cachetes en las mejillas y lograría que hablase de una manera más fácil de entender. Y ella le desvelaría el significado de lo que decía, se lo traduciría. Era una gata muy inteligente. Pero Mimí no se encontraba allí. Porque había decidido no poner los pies en el solar. Odiaba que los demás gatos le pegaran las pulgas.

Tras pasarse un rato encadenando palabras incomprensibles a los oídos de Nakata, Kawamura se marchó sonriente.

Por el solar fueron apareciendo otros gatos. Al principio todos se ponían en guardia al ver a Nakata y lo contemplaban desde lejos con ojos molestos, pero a la que se dieron cuenta de que se limitaba a permanecer sentado sin hacer nada decidieron, por lo visto, hacer caso omiso de su presencia. Nakata les dirigía amablemente la palabra. Los saludaba, se presentaba. Sin embargo, casi todos los gatos lo ignoraban y no le devolvían el saludo. Fingían no verlo, fingían no oírlo. Y aquellos gatos sabían muy bien cómo fingir. «Seguro que todos ellos han tenido experiencias horribles con seres humanos», pensó Nakata. En todo caso, Nakata no les reprochaba lo poco sociables que eran. Al fin y al cabo, en la sociedad gatuna él no era más que un extraño. No estaba en situación de exigirles nada.

Sólo hubo un gato que, lleno de curiosidad, optó por devolverle un sencillo saludo a Nakata.

—¡Vaya! Así que tú sabes hablar —le dijo, tras pensárselo un poco, un gato moteado, blanco y negro, con una oreja desgarrada, lanzando una mirada a su alrededor. Su manera de hablar era brusca, pero no parecía tener mal carácter.

—Sí, pero sólo un poco —admitió Nakata.

—¡Pues, aunque sólo sea un poco, no veas! —exclamó el moteado.

—Me llamo Nakata —se presentó Nakata—. ¿Podría decirme cuál es su nombre?

—Yo eso no tengo —le espetó el moteado.

—En tal caso, ¿qué le parece el nombre de Ôkawa? ¿Le importaría que lo llamara a usted así?

—Llámame como quieras.

—Pues, entonces, señor Ôkawa —dijo Nakata—, ¿le apetecen unas sardinitas secas para celebrar nuestro encuentro?

—¡Vaya! ¡No te diré que no! ¡Con lo que a mí me gustan las sardinitas secas!

Nakata se sacó de la bolsa unas sardinitas envueltas en celofán transparente y se las entregó a Ôkawa.

Nakata siempre llevaba preparados unos cuantos paquetitos de sardinitas secas dentro de la bolsa.

Ôkawa se las comió con gran deleite. Luego se lavó la cara.

—¡Gracias! —dijo Ôkawa—. Te debo una. ¿Quieres que te lama en alguna parte?

—¡Oh, no! Estoy muy contento de que le hayan gustado. En este preciso momento no necesito que me lama usted. Muchas gracias. Claro que…, ¿sabe usted, señor Ôkawa? Estoy buscando a un gato. Me han pedido que lo busque y lo estoy buscando. Se trata de una gatita a rayas blancas, negras y marrones que se llama Goma.

Nakata sacó de la bolsa una fotografía en color de Goma y se la mostró a Ôkawa.

—Me informaron de que la habían visto por aquí. Por eso he venido. Nakata, ¿sabe?, ha permanecido varios días sentado aquí, esperando a que apareciera Goma. ¿No la habrá visto por casualidad, señor Ôkawa?

Ôkawa lanzó una ojeada a la fotografía y su rostro se ensombreció. Una arruga se le dibujó en el entrecejo y parpadeó varias veces.

—Oye, te estoy muy agradecido por las sardinas. Y no te miento. Pero de eso yo no puedo hablar. Si abriera la boca me las cargaría.

«¿Que si abriera la boca se las cargaría? ¿Se cargaría el qué?», Nakata se sintió completamente desconcertado ante esas palabras.

—Es un peligro. Mal asunto. Oye, ¿quieres un consejo? A ese gato mejor que lo olvides. Y harías mejor no acercándote más por aquí. Te doy este consejo de corazón. Me sabe mal no haber podido ayudarte, pero toma el consejo a cambio de las sardinas.

Tras pronunciar estas palabras, Ôkawa se levantó, echó un vistazo a su alrededor y desapareció entre la maleza.

Nakata exhaló un suspiro, sacó el termo de la bolsa y se bebió el té despacio, con parsimonia.

«Peligroso», había dicho Ôkawa. Sin embargo, a Nakata no se le ocurría qué peligro podía acecharlo en aquel solar. Él solamente estaba buscando a una gatita a rayas blancas, negras y marrones que se había extraviado. ¿Qué había de peligroso en ello? ¿Era acaso aquel cazador de gatos de extraño sombrero, de quien le había hablado Kawamura, lo que era peligroso? Pero Nakata era un ser humano. No era un gato. Y no hay ninguna razón por la cual un ser humano deba temer a un cazador de gatos.

Pero en el mundo había muchas cosas que Nakata no podía imaginar siquiera, y en ellas se ocultaban innumerables razones que Nakata era incapaz de comprender. Así que dejó de reflexionar. Porque, teniendo tan pocas luces como tenía, lo único que conseguía pensando en exceso era que le doliera la cabeza. Y Nakata se tomó con reverencia el último sorbito de té, tapó el termo y lo guardó dentro de la bolsa.

Después de que Ôkawa hubiera desaparecido entre la maleza, durante largo tiempo no apareció ningún gato. Sólo las mariposas revolotearon en silencio por encima de la hierba. Los gorriones se acercaron en bandada, se dispersaron por el solar y, luego, volvieron a agruparse, levantaron el vuelo y se marcharon. Nakata se adormeció repetidas veces, y en cada ocasión se despertó sobresaltado. Sabía la hora por la posición del sol.

Ya casi anochecía cuando el perro aquel se plantó ante Nakata. El perro surgió de la maleza como por ensalmo. Apareció despacio, sin hacer ruido. Un perrazo enorme de color negro. Desde donde estaba sentado Nakata, más que un perro parecía un ternero. Tenía las patas largas; el pelo, corto. Los músculos, forjados en acero. Las orejas, puntiagudas como el filo de una daga. No llevaba collar. Nakata no conocía las distintas razas de perros. Pero de una ojeada comprendió que aquél era un perro feroz… o, al menos, que podía llegar a serlo si la ocasión lo requería. Se trataba del tipo de perro que suelen usar en el ejército.

Su mirada era acerada e inexpresiva, alrededor de la boca, la carne estaba vuelta hacia fuera, colgaba, y tras ella asomaban unos afilados colmillos blancos. En los dientes se veían rastros rojos de sangre, y alrededor de la boca tenía adheridos pequeños jirones de carne pegajosa. La lengua, rojísima, asomaba entre los dientes como una llama temblorosa. No apartaba los ojos de Nakata. Durante largo tiempo, el perro no exhaló ni un sonido, no hizo un solo movimiento. Tampoco Nakata dijo nada. Él no podía hablar con los perros. Los gatos eran los únicos animales con los que podía mantener una conversación. Los ojos del perro se veían turbios como el agua de una charca, fríos como bolas de cristal.

Nakata aspiraba breves y silenciosas bocanadas de aire. No es que sintiera ningún miedo en particular. Era consciente, claro está, de que en aquel instante estaba expuesto a un peligro. Comprendía más o menos (aunque no supiera por qué) que frente a él había un animal hostil lleno de agresividad. Pero eso no quería decir que Nakata llegara a comprender que ese peligro pudiera materializarse y caer sobre él. La idea de la muerte era algo que trascendía los límites de su imaginación. Y del dolor, hasta el momento de experimentarlo, tampoco tenía conciencia. El concepto abstracto del dolor era algo que Nakata no podía comprender. Por lo cual, pese a tener aquel perro ante sí, Nakata no experimentaba temor alguno. Simplemente se sentía un poco confuso.

—¡Levántate! —exclamó el perro.

Nakata tragó saliva. El perro le estaba hablando. Sin embargo, en realidad no parecía que lo estuviera haciendo. No movía la boca. Se limitaba a transmitirle a Nakata un mensaje valiéndose de un método distinto al oral.

¡Levántate y sígueme! —le ordenó el perro.

Nakata se levantó del suelo, tal como le decía. Pensó en saludar al perro, pero se lo pensó dos veces y acabó desistiendo. Aun suponiendo que pudiera hablar con aquel perro, dudaba que eso le fuera de alguna utilidad. En primer lugar, a Nakata no le apetecía en absoluto hablar con él. Ni siquiera le apetecía darle un nombre. Dudaba que, por mucho tiempo que pasara, llegase a hacerse jamás amigo de aquel perrazo.

De repente se le ocurrió que tal vez aquel perro pudiera tener algo que ver con el gobernador. Que tal vez el señor gobernador se hubiese enterado de que Nakata recibía estipendios por buscar gatos y que le hubiese enviado a aquel perro para notificarle que le retiraba la subvención. Tratándose del gobernador, no sería de extrañar que tuviera un perro como aquél. Y, si aquello se confirmaba, Nakata se hallaría en una situación muy comprometida.

Cuando Nakata se levantó, el perro empezó a andar despacio. Nakata se colgó la bolsa al hombro y lo siguió. El perro tenía el rabo corto y, debajo de éste, le colgaban un par de grandes testículos.

El perro cruzó el solar en línea recta y se escurrió a través de la valla. Nakata salió detrás de él. El perro no se volvió una sola vez. En realidad no tenía ninguna necesidad de hacerlo: por el ruido de los pasos sabía que Nakata lo estaba siguiendo. Conducido por el perro, Nakata recorrió las calles. Conforme se acercaban al barrio comercial iba aumentando el número de transeúntes. La mayoría, amas de casa del vecindario que habían salido a hacer la compra. El perro avanzaba con aire amenazador, la cabeza alta, la vista clavada ante sí. La gente que venía de cara, al ver aquel perrazo negro de aspecto tan agresivo se apartaba precipitadamente. Había incluso quien se apeaba de la bicicleta y cambiaba de acera.

Como iba andando en pos del perro, Nakata se sentía como si fuera a él a quien rehuía la gente. Quizá pensaran que había sacado a pasear a aquel perrazo sin atarlo siquiera. Lo cierto es que había personas que le lanzaban miradas hostiles a Nakata, llenas de reprobación. Y eso a él lo llenaba de tristeza. «Esto yo no lo hago por gusto, ¿saben?», hubiera querido explicarles. Era el perro quien lo estaba conduciendo a él, ésa era la verdad. Porque Nakata no era fuerte. Nakata, en realidad, era un ser débil.

Precediendo a Nakata, el perro recorrió un largo camino. Cruzó varias encrucijadas, atravesó diversos barrios comerciales. En los cruces, el perro hacía caso omiso de los semáforos. Como no eran calles muy anchas y los coches no circulaban a gran velocidad, cruzar con el semáforo en rojo no representaba un gran peligro. Al ver el perrazo, todos los conductores pisaban raudo el pedal del freno. Y el perro les mostraba los dientes, les lanzaba miradas hostiles y cruzaba despacio, con aire de desafío, los semáforos en rojo. Y a Nakata no le quedaba otro remedio que hacer lo propio. El perro conocía perfectamente el significado de los semáforos. Se limitaba a ignorarlos. Nakata se dio cuenta de ello. El perro parecía estar acostumbrado a hacer lo que le viniera en gana.

Nakata ya no sabía dónde estaba. Hasta medio camino habían recorrido la zona residencial del distrito de Nakano, que le era muy familiar, pero a partir del instante en que doblaron una esquina, Nakata dejó de saber, de repente, dónde se encontraba. Lo invadió la inquietud. ¿Qué sería de él si se extraviaba y no sabía cómo volver a casa? Quizá ya no se encontraba en Nakano. Nakata miró a su alrededor, pero no descubrió por la zona nada que le resultase familiar.

Libre de toda preocupación, el perro seguía avanzando al mismo paso, con idénticos movimientos. La mirada alta, las orejas erguidas, los testículos balanceándose suavemente como péndulos, avanzaba a una velocidad a la que Nakata pudiera seguirlo sin problemas.

—¿Oiga, todavía estamos en Nakano? —se decidió a preguntarle Nakata.

El perro no respondió. Ni siquiera se dio la vuelta.

—¿Tiene usted alguna relación con el gobernador?

No hubo respuesta, como era de esperar.

—Nakata sólo estaba buscando a un gato. A una gatita a rayas blancas, negras y marrones. Se llama Goma.

Silencio.

Nakata desistió. A aquel perro era inútil dirigirle la palabra.

Era un rincón de algún tranquilo barrio residencial. Los grandes edificios se alineaban uno al lado del otro. No se veía ningún transeúnte. El perro se metió en una de las casas. Un muro de piedra de estilo antiguo, un espléndido portal de dos batientes muy poco común hoy en día. Uno de los batientes está abierto de par en par. En el porche hay estacionado un gran coche. Tan negro como el perro, bruñido y reluciente, sin mácula. La puerta del recibidor también está abierta de par en par. Y el perro entra sin dudarlo, sin detenerse un instante. Nakata se quita las viejas zapatillas de deporte, las encara juntas al revés, hacia el interior de la casa,[19] se quita la gorra de alpinista de la cabeza, la mete en la bolsa y, tras sacudirse las briznas de hierba de los pantalones, se adentra en la casa. El perro, que se había detenido esperando a que Nakata estuviera listo, lo conduce, a través de un pasillo de tablas pulidas, hacia la sala de visitas o el estudio que está al fondo.

En el interior de la estancia reina la oscuridad. El sol se está poniendo y, además, la gruesa cortina de la ventana que da al jardín está corrida. No hay una sola luz encendida. En el fondo de la habitación se ve un gran escritorio y, al parecer, hay alguien sentado al lado. Pero los ojos de Nakata todavía no se han acostumbrado a la oscuridad y no puede distinguir bien de qué se trata. Sólo la negra silueta de una persona perfilándose en la oscuridad, como si fuera un dibujo recortado. Al entrar Nakata, la silueta cambia despacio de ángulo. Quien se encuentra allí, al parecer, se ha vuelto hacia Nakata haciendo rodar una silla giratoria. El perro se ha detenido, se ha sentado en el suelo y ha cerrado los ojos. Como indicando que allí concluye su cometido.

—Buenas tardes —saluda Nakata dirigiéndose a la silueta de oscuros contornos.

El otro guarda silencio.

—Me llamo Nakata. Con su permiso. No he entrado con malas intenciones.

No hay respuesta.

—Nakata ha venido porque el perro le dijo que lo siguiera y lo ha traído hasta aquí. Así que me he tomado la libertad de entrar en su casa sin permiso. Le ruego que me disculpe. Y, si usted no tiene inconveniente, me iré ahora mismo…

—Siéntate en ese sillón —dijo el hombre. En voz baja pero incisiva.

—Sí, sí —dijo Nakata. Y se sentó en un sillón que se encontraba allí. Justo a su lado, el negro perrazo permanecía sentado, inmóvil, como si fuera una estatua—. ¿Es usted el señor gobernador?

—Algo parecido —contestó el otro hablando desde las tinieblas—. Si pensar eso hace que las cosas te sean más fáciles de entender, pues lo piensas y en paz. Tanto da.

El hombre se volvió, extendió un brazo, tiró de una cadenita y encendió una lámpara de pie. Era una pálida luz amarillenta de tonalidad antigua, pero alcanzaba a iluminar toda la estancia.

Y allí había un hombre alto y delgado que llevaba un sombrero negro de copa. Estaba sentado en una silla giratoria de cuero y mantenía las piernas cruzadas frente a él. Vestía una estrecha levita de manga larga de color rojo intenso, un chaleco negro debajo, y calzaba unas botas altas negras. Los pantalones eran blancos como la nieve y ceñidísimos. Parecían unos calzoncillos largos. Alzó una mano y se la llevó al ala del sombrero. Como cuando se saluda a una dama. Con la mano izquierda sostenía un bastón negro con un puño redondo de oro. Por la forma del sombrero debía de ser el «cazador de gatos» de quien hablaba Kawamura.

La fisonomía del hombre no era tan peculiar como su atuendo. No era joven, pero tampoco viejo. No era ni guapo ni feo. Las cejas, gruesas y bien delineadas. Las mejillas mostraban un saludable color rosado. Tenía la cara extrañamente tersa, sin barba ni bigote. Los ojos rasgados, y en sus labios flotaba una sonrisa sardónica. Una cara difícil de recordar. Más que sus facciones, lo que captaba la atención al instante era su extraña indumentaria. De haber vestido otras ropas, es probable que resultara difícil reconocerlo.

—Supongo que sabes cómo me llamo.

—No, no lo sé —dijo Nakata.

Una ligera decepción se pintó en el rostro del hombre.

—¿No lo sabes?

—No. Tendría que habérselo mencionado ya, pero Nakata no es muy inteligente, ¿sabe?

—Pero esta imagen te suena, ¿no? —dijo el hombre, se levantó y se puso de perfil, con las piernas flexionadas como si estuviese andando—. ¿Ni siquiera ahora?

—No, lo siento mucho. No recuerdo haberlo visto nunca.

—¡Vaya! Tú no debes de beber whisky, ¿verdad? —dedujo el hombre.

—No. Nakata no bebe. Ni fuma. Nakata es tan pobre que necesita la subvención del ayuntamiento y esas cosas no puede permitírselas.

El hombre volvió a tomar asiento y cruzó las piernas. Cogió un vaso de encima de la mesa y bebió un sorbo de whisky. El hielo tintineó dentro del vaso.

—Pues yo sí voy a permitirme beber. Con tu permiso, claro.

—Sí, a Nakata no le importa lo más mínimo. Beba usted a su gusto.

—Gracias —dijo el hombre. Después clavó de nuevo la mirada en Nakata—. ¿Entonces no sabes cómo me llamo?

—Pues, no. Mil perdones, pero a usted no lo conozco.

El hombre torció levemente los labios. Durante un breve lapso de tiempo, la fría sonrisa se desdibujó —como cuando un rizo turba la superficie del agua—, se borró y, luego, volvió a brotar.

—Un bebedor de whisky me habría reconocido al primer golpe de vista. ¡En fin! ¡Qué más da! Mi nombre es Johnnie Walken. Johnnie Walken. La mayor parte de las personas de este mundo sabe quién soy. No es para presumir, pero mi nombre es famoso en toda la faz de la Tierra. Tanto que puede llamárseme icono. No hace falta que te diga que no soy el auténtico Johnnie Walken. No tengo relación alguna con la destilería de la Gran Bretaña. Me he limitado a tomar prestados, por las buenas, el nombre y la imagen de la etiqueta. Porque las necesitaba, tanto una cosa como la otra.

El silencio cae sobre la habitación. Nakata no entiende una sola palabra de lo que le está diciendo su interlocutor. Lo único que ha comprendido es que éste se llama Johnnie Walken.

—¿Es usted extranjero, señor Johnnie Walken?

Johnnie Walken ladeó ligeramente la cabeza.

—Bueno, si pensarlo hace que las cosas te sean más fáciles de entender, pues piénsalo. Tanto da una cosa como otra. Y tan cierta es una como la otra.

Definitivamente, Nakata es incapaz de comprender lo que le está diciendo su interlocutor. Igual que cuando habla con Kawamura, el gato.

—Que es usted extranjero y que, a la vez, no lo es. ¿Se trata de eso?

—Pues sí.

Nakata renuncia a seguir con aquel galimatías.

—¿Y, entonces, señor Johnnie Walken, usted le ha ordenado a este perro que me conduzca hasta aquí?

—Exacto —responde lacónicamente Johnnie Walken.

—¿O sea que… usted, señor Johnnie Walken, tiene algo que decirme?

—Yo diría más bien que eres tú quien tiene algo que contarme a mí —aclaró Johnnie Walken. Y tomó otro sorbo de whisky con hielo—. Por lo que sé, te has pasado muchos días en el descampado esperando a que yo apareciera.

—Sí. Es cierto. Lo había olvidado por completo. Es que Nakata es tonto y lo olvida todo enseguida. Pero sí, es exactamente tal como usted dice. Yo lo esperaba a usted en el descampado para preguntarle algo acerca de un gato.

Johnnie Walken dio un golpe seco con el bastón negro en la caña de las botas. Fue un pequeño golpe, pero el chasquido resonó por toda la estancia. El perro levantó un poco las orejas.

—El día llega a su fin, la marea sube. Vamos a intentar avanzar un poco más en nuestro asunto —dijo Johnnie Walken—. Lo que tú querías preguntarme, en definitiva, era sobre una gatita a rayas blancas, negras y marrones que se llama Goma, ¿correcto?

—Sí, así es. A petición de la señora Koizumi, Nakata lleva unos diez días buscando a Goma, la gatita a rayas blancas, negras y marrones. ¿Conoce usted, señor Johnnie Walken, a Goma?

—Conozco muy bien a ese gato.

—¿Y sabe usted también dónde se encuentra?

—Sé también dónde se encuentra.

Con la boca entreabierta, Nakata tenía la vista clavada en la cara de Johnnie Walken. Por unos instantes, sus ojos se posaron en el sombrero de copa y, luego, volvieron a fijarse en su rostro. Los finos labios de Johnnie Walken estaban firmemente apretados.

—¿Y está cerca?

Johnnie Walken asiente varias veces con la cabeza.

—Muy cerca.

Nakata barrió la estancia con la mirada. Pero allí no se veía ningún gato. Sólo hay un escritorio, la silla giratoria donde estaba sentado aquel hombre, el sillón donde estaba sentado Nakata, un par de sillas más, una lámpara de pie y una mesilla baja de café.

—Entonces —pregunta Nakata—, ¿podré llevarme a Goma?

—Eso depende de ti.

—¿Depende de Nakata?

—Sí. Depende de ti por completo —dijo Johnnie Walken arqueando levemente una ceja—. Basta con que tomes una decisión para poder llevarte a Goma. Y tanto la señora Koizumi como sus hijas se pondrán muy contentas. O tal vez no puedas llevártela bajo ningún concepto. Y, entonces, todos se sentirán decepcionados. ¿Y tú no querrás decepcionarlos a todos, verdad?

—No. Nakata no quiere decepcionar a nadie.

—Igual que yo. Yo tampoco quiero decepcionar a nadie. Es natural.

—¿Y qué tendría que hacer yo entonces?

Johnnie Walken dio vueltas al bastón con una mano.

—Quiero pedirte algo.

—¿Y está en mis manos hacerlo?

—Yo no pido nunca a la gente que haga cosas que no son capaces de llevar a cabo. Porque pedirlo sería una pérdida de tiempo. ¿No te parece?

Nakata reflexionó unos instantes.

—Supongo que debe de tener usted razón.

—Lo que significa que lo que te estoy pidiendo que hagas es algo que tú puedes llevar a cabo, ¿no es así?

Nakata reflexiona de nuevo.

—Sí, posiblemente sea así.

—Ante todo, una teoría general. Y es que toda hipótesis necesita una prueba que la refute.

—¿Pe-perdón? —dijo Nakata.

—Si no hay pruebas que refuten una teoría no existe avance en la ciencia —aclaró Johnnie Walken dando un golpe con el bastón en la caña de las botas. De una manera extremadamente agresiva. El perro volvió a levantar las orejas—. Bajo ningún concepto.

Nakata permanecía en silencio.

—A decir verdad hace mucho tiempo que estaba buscando a alguien como tú —dijo Johnnie Walken—. Pero jamás lo había encontrado. Sin embargo, por casualidad, el otro día te descubrí hablando con los gatos. Y pensé: «¡Caramba! Éste es justo el hombre que ando buscando». Así que he tenido el atrevimiento de hacerte venir. Te ruego que me disculpes por la forma en que te he invitado.

—¡Oh, no! No se preocupe usted. Nakata no tiene nada que hacer en todo el día —le dijo Nakata.

—He formulado varias hipótesis sobre ti —dijo Johnnie Walken—. Por supuesto, también tengo preparadas las correspondientes pruebas que las refutan. Es una especie de juego. Un juego mental que se juega en solitario. Pero todo juego debe tener un ganador y un perdedor. Y, en este caso, se trata de demostrar si las hipótesis son ciertas o no.

Nakata callaba, con la cabeza inclinada.

Johnnie Walken dio dos golpes con el bastón en la caña de sus botas. Ante esa señal, el perro se levantó.