13

Pasado mediodía, estoy almorzando y contemplando el jardín cuando se me acerca Ôshima y se sienta a mi lado. No hay nadie aparte de mí en la sala de lectura. Como lo mismo de siempre, el bentô más barato del quiosco de la estación. Intercambiamos unas palabras. Ôshima me ofrece la mitad de sus emparedados. Me dice que ha hecho más de la cuenta pensando en mí.

—No te lo tomes a mal, pero siempre te quedas con cara de hambre.

—Es que estoy reduciendo el estómago —le explico.

—¿A propósito? —me pregunta él con interés.

Asiento.

—¿Y es por razones económicas?

Vuelvo a asentir.

—Comprendo tus intenciones. Pero a tu edad hay que comer bien. Así que cuando puedas comer, come. Estás en una edad en que necesitas una buena nutrición, y en todos los sentidos.

Los emparedados que me ofrece tienen una pinta exquisita. Le doy las gracias, los cojo y les hinco el diente. Pan blanco tierno con salmón ahumado, berro y lechuga. La corteza del pan está crujiente. Rábanos y mantequilla.

—¿Te los haces tú mismo?

—No tengo a nadie que me los haga —dice.

Vierte el café negro del termo en un tazón y bebe un sorbo; yo abro el tetrabrik de leche que he traído y bebo un poco.

—¿Y qué libro estás devorando ahora?

—Estoy leyendo una antología de Natsume Sôseki —digo—. Me quedaban algunas de sus obras por leer, y como ahora tengo la ocasión, he decidido leérmelas todas de corrido.

—¿Tanto te gusta Natsume Sôseki como para leerte entera toda su obra?

Asiento.

De la taza que Ôshima sostiene en la mano se alza un vapor blanco. El cielo sigue cubierto de nubarrones negros, pero ha dejado de llover.

—¿Qué has leído desde que estás aquí?

—Ahora estoy con Gubijinsô, y acabo de leer El minero.

¿El minero? —preguntó Ôshima como si hurgara en la memoria—. ¿Es la que va de un estudiante universitario de Tokio que, no sé por qué razón, empieza a trabajar en una mina, sufre un montón de experiencias durísimas allí abajo y, al final, regresa al mundo exterior? Es ésa, ¿verdad? Una novela no muy larga. La leí hace muchísimo tiempo. La temática no es muy propia de Natsume Sôseki, el estilo es poco depurado y, por lo general, se la considera una de las obras más flojas de Sôseki… ¿Qué le encuentras tú de particular?

Intento traducir en palabras mis impresiones sobre la obra. Pero para ello necesito la ayuda del joven llamado Cuervo. Éste aparece salido de alguna parte, con sus grandes alas desplegadas, y busca las palabras por mí. Yo hablo:

—El protagonista es el hijo de una familia adinerada. A causa de una desgraciada historia de amor empieza a detestar todo lo que le rodea y se escapa de casa. Va andando sin rumbo y se encuentra a un tipo sospechoso que le propone trabajar en una mina y él lo sigue sin pensárselo dos veces. Y acaba en las minas de cobre de Ashio. Allí, en las entrañas de la tierra, pasa por unas experiencias que él antes ni siquiera habría podido imaginar. Es la historia de un señorito incauto que se ve arrastrado hasta los estratos más bajos de la sociedad.

Mientras tomo otro trago de leche, busco las palabras para proseguir. El joven llamado Cuervo tarda un poco en volver. Pero Ôshima espera paciente.

—Unas vivencias de vida o muerte. Logra escapar de allí y regresa al mundo de la superficie. Pero si el protagonista ha aprendido algo de sus experiencias, o si a raíz de ellas su modo de vida ha cambiado, o si ha reflexionado sobre la vida humana, o si se ha cuestionado algún aspecto de la sociedad, de todo eso nada queda recogido en el libro. Tampoco da la sensación de que él haya madurado. Y, al acabar de leerlo, te quedas con una sensación extraña. Con un «¿y qué diablos querrá decir esta novela?». Pero ¿sabes?, ¿cómo te lo diría?, ese «no sé adónde quiere ir a parar» se te queda grabado en la mente. Es extraño. ¡Ay, no sé! No sé explicarme mejor.

—Lo que tú quieres decir es que El minero no es una obra pedagógica moderna como puede serlo Sanshirô, ¿verdad?

—No sé. Todo esto es muy complicado. Pero quizá tengas razón. Sanshirô va haciéndose un hombre a lo largo del relato. Se da de cabeza contra la pared, reflexiona seriamente sobre ello, intenta superarse a sí mismo. Pero el protagonista de El minero es muy distinto. Él se limita a contemplar de forma pasiva lo que se le pone delante, lo acepta tal como viene. Alguna impresión sí que le queda, claro, pero ninguna remarcable. Lo que lo reconcome de verdad es su historia de amor. Y, al menos en apariencia, sale al exterior en un estado casi idéntico al que tenía al entrar en el agujero. O sea, que él ni ha juzgado nada ni ha elegido nada. Es, ¿cómo te diría?, un ser terriblemente pasivo. Pero lo que yo me pregunto es si en verdad le es tan fácil al ser humano poder elegir algo por sí mismo.

—¿Entonces crees que te pareces al protagonista de El minero?

Sacudo la cabeza en ademán negativo.

—No. Eso ni siquiera se me ha pasado por la cabeza.

—Pero el ser humano necesita vivir aferrado a algo —dice Ôshima—. Es inevitable. Tú mismo debes de hacerlo sin darte cuenta. Tal como dice Goethe: «Todas las cosas de este mundo son una metáfora».

Reflexiono sobre ello.

Ôshima toma un sorbo de café y dice:

—Sea como sea, tus opiniones sobre El minero de Sôseki son muy interesantes. Y en boca de un chico que de verdad se ha escapado de casa son más convincentes aún. Me han entrado ganas de releer el libro.

Me acabo los emparedados que Ôshima me ha preparado. Aplasto el tetrabrik de leche vacío y lo tiro a la papelera.

—Oye, Ôshima. Tengo un problema y tú eres la única persona a quien puedo recurrir —le suelto con decisión.

Él abre las manos con ademán de decir: «¡Adelante!».

—Es una historia un poco larga, pero el hecho es que no tengo donde pasar la noche. Llevo un saco de dormir, no necesito ni futón ni cama. Me basta con un techo. Cualquier sitio me va bien. ¿No conoces ninguno por aquí cerca?

—Por lo que veo, no te planteas ir a un hotel o a una pensión.

Niego con la cabeza.

—También está lo del dinero, pero es que no quiero que la gente se fije en mí.

—Especialmente los policías del Departamento de Menores, ¿verdad?

—Tal vez.

Ôshima reflexiona unos instantes.

—Podrías quedarte aquí —dice.

¿En la biblioteca?

—Sí. Techo, lo tiene. Y también hay una habitación libre. Por la noche no la utiliza nadie.

—¿Puedo de verdad?

—Claro que tendría que consultarlo. Pero es posible. Me refiero a que no es imposible. Creo que puedo hacer algo por ti.

—¿Cómo?

—Lees buenos libros, eres capaz de pensar por ti mismo. Al parecer, eres fuerte, tienes una personalidad independiente. Llevas una vida ordenada, incluso eres capaz de reducirte el estómago de manera voluntaria. Hablaré con la señora Saeki sobre la posibilidad de que seas mi ayudante y de que permita que te alojes en la habitación libre de la biblioteca.

—¿Ser tu ayudante?

—Bueno, no tendrías que hacer gran cosa. Sólo ayudarme a abrir y cerrar la biblioteca. De la limpieza a fondo se encargan periódicamente unos profesionales, y de los ordenadores, unos técnicos especializados. Y poco más hay que hacer. Y luego podrás leer tanto como quieras. No está mal, ¿verdad?

—No, qué va —digo. No sé qué diablos decir—. Pero dudo que la señora Saeki lo permita. Tengo quince años y me he escapado de casa, no sabe nada de mí.

—Es que la señora Saeki, cómo te diría… —empieza a explicarme Ôshima, y luego, cosa extraña en él, se queda titubeando. Busca las palabras—: Ella no es una persona ordinaria.

—¿No es una persona ordinaria?

—Me refiero a que ella, para expresarlo en cuatro palabras, no es una persona que se rija por criterios ordinarios.

Asiento. Aunque no tengo la menor idea de qué significa en concreto no regirse por criterios ordinarios.

—Es decir, que es una persona singular.

Ôshima niega con la cabeza.

—No, no es eso. Para singular, yo. Ella es una persona que no es esclava de los convencionalismos.

Yo aún no conozco la diferencia entre no ser una persona ordinaria y ser una persona singular. Pero me da la sensación de que es mejor no seguir preguntando. Al menos de momento. Ôshima hace una pausa y luego añade:

—Claro que quizá no sea posible que te quedes aquí esta noche, así de pronto. Voy a llevarte a otro lugar mientras se arregla lo tuyo. Tal vez tengas que permanecer allí dos o tres días. ¿Te importa? Está un poco lejos.

—No me importa —digo.

—La biblioteca cierra a las cinco —dice Ôshima—. Ordeno un poco y, a las cinco y media, ya estaré a punto para salir. Te llevaré a ese sitio en mi coche. Ahora no hay nadie y dormirás bajo techado.

—Gracias.

—Las gracias ya me las darás cuando lleguemos. Es posible que sea muy distinto a lo que te imaginas.

Vuelvo a la sala de lectura y sigo leyendo Gubijinsô. Yo no soy, en principio, una persona que lea deprisa. Soy de los que se toman su tiempo en ir resiguiendo línea tras línea. Saboreo el estilo. Si éste no me hace disfrutar, dejo el libro a medias. Poco antes de las cinco acabo de leer la novela, la devuelvo a la estantería, me siento en el sofá, cierro los ojos y dejo que los hechos de la noche anterior acudan a mi cabeza. Pienso en Sakura. En su apartamento. Pienso en lo que me hizo. Las cosas han cambiado y siguen su curso.

A las cinco y media espero en el vestíbulo de la biblioteca a que Ôshima salga. Él me conduce hasta el aparcamiento, detrás del edificio, y me invita a ocupar el asiento del copiloto de un coche deportivo de color verde. Es un Mazda Road Star. La capota está subida. Mi mochila no cabe en el maletero de este elegante descapotable y la tenemos que atar atrás, en el portaequipajes con una cuerda.

—Tardaremos un poco en llegar, pero a medio camino podemos parar a comer algo —dice Ôshima. Luego da la vuelta a la llave de contacto y el motor se pone en marcha.

—¿Adónde vamos?

—A Kôchi —dice—. ¿Has estado alguna vez allí?

Niego con la cabeza.

—¿Queda muy lejos?

—Pues para llegar adonde vamos tardaremos unas dos horas y media. Cruzaremos la montaña y luego seguiremos hacia el sur.

—¿Y no te importa desplazarte hasta tan lejos?

—En absoluto. La carretera nos lleva directamente hasta allí, aún es de día, tengo el depósito de gasolina lleno.

Cruzamos la ciudad bañada por el sol del ocaso y, desde el principio, tomamos la autopista del oeste. Ôshima va cambiando de carril, sorteando los coches con destreza. Cambia de marcha, una y otra vez, con la palma de la mano izquierda.[18] Alterna las marchas cortas y largas con suavidad. Cada vez que cambia de marcha, las revoluciones del motor varían sutilmente. Pone una marcha corta, pisa el pedal hasta el fondo, acelera hasta los ciento cuarenta kilómetros por hora.

—El motor está ajustado para que el coche tenga una buena aceleración. Este coche no se parece en nada a otros Road Star. ¿Entiendes de coches?

Niego con la cabeza. No sé nada de automóviles.

—¿Te gusta conducir?

—El médico me tiene prohibido hacer deportes peligrosos. Así que, a cambio, conduzco. Una especie de compensación.

—¿Te pasa algo?

—El término médico es muy largo, pero, simplificando, se trata de un tipo de hemofilia —explica Ôshima con ligereza—. ¿Sabes qué es la hemofilia?

—Más o menos —respondo. Lo aprendí en clase de biología—. A la que empiezas a sangrar no puedes detener la hemorragia. Es algo genético, la sangre no coagula.

—Exacto. Hay muchas clases de hemofilia y la mía es de un tipo muy poco frecuente. No es que sea especialmente grave, pero, con todo, debo andarme con cuidado para no lastimarme. A la que empieza la hemorragia tengo que correr al hospital. Además, como tú ya debes de saber, a veces hay problemas con los bancos de sangre de los hospitales. Y coger el sida e ir muriéndome poco a poco no entra dentro de mis opciones vitales. En la ciudad tengo un enchufe para conseguir sangre segura. Por eso no viajo. Aparte de unas visitas periódicas al hospital de la Universidad de Hiroshima apenas salgo de la ciudad. ¡Bah! En fin. Lo cierto es que nunca me ha entusiasmado viajar, y tampoco hacer deporte, así que no me resulta muy duro. Claro que, por lo que respecta a la cocina, sí es un inconveniente. Es muy triste no poder cocinar en serio con un buen cuchillo en la mano.

—Pero yo diría que conducir es un deporte bastante peligroso, ¿no crees? —pregunto yo.

—Sí, pero es un tipo de peligrosidad distinto. Cuando conduzco, yo corro tanto como puedo. Y si tuviera un accidente a esa velocidad, la cosa no acabaría con un cortecito en el dedo. En caso de una gran hemorragia, las condiciones de supervivencia son las mismas para un hemofílico que para una persona que no lo es. Estamos en una posición equitativa. Y podría disponerme a morir tranquilo sin preocuparme de temas tan complejos como si coagulo o no.

—Comprendo.

Ôshima sonríe.

—Pero tranquilo. No es fácil que tengamos un accidente. Aunque no lo parezca, conduzco con precaución. Soy una persona muy sensata. Y el coche lo mantengo siempre en condiciones óptimas. Además, por lo que respecta a morir, me gustaría hacerlo solo, con tranquilidad.

—O sea, que arrastrar a alguien contigo a la muerte no entra dentro de tus opciones vitales.

—Exacto.

Entramos en un restaurante de un área de servicio y cenamos. Yo tomo pollo y ensalada; él, curry con gambas. Una comida para llenar el estómago. Él paga la cuenta. Luego volvemos a montar en el coche. Ya es noche cerrada. Al pisar el acelerador, la aguja del velocímetro se dispara.

—¿Te importa que ponga música? —pregunta Ôshima.

Le respondo que no.

Aprieta el botón del reproductor de discos compactos. Empieza a sonar música clásica de piano. Escucho con atención durante unos instantes. Más o menos puedo adivinar de qué se trata. No es Beethoven, ni tampoco Schumann. Se sitúa en una época intermedia.

—¿Schubert? —pregunto.

—Sí —dice. Me echa una mirada rápida, tiene ambas manos sobre el volante en posición de las diez y diez—. ¿Te gusta Schubert?

Le digo que no mucho.

Ôshima asiente.

—Suelo escuchar sus sonatas de piano a todo volumen mientras conduzco. ¿Sabes por qué?

—No —respondo.

—Porque tocar a la perfección las sonatas de piano de Franz Schubert es una de las cosas más difíciles del mundo. Especialmente la sonata en re mayor. No hay quien pueda con ella. Tomando uno o dos movimientos por separado, hay pianistas que lo logran. Pero yo no conozco a ninguno que sea capaz de tocar los cuatro movimientos de corrido y que suenen como una unidad. Hasta hoy, muchos pianistas de renombre han intentado medir sus fuerzas con esta pieza, pero en todas sus interpretaciones hay defectos evidentes. Todavía no existe ninguna que se pueda tomar como referencia. ¿Y eso a qué crees que se debe?

—No lo sé —digo yo.

—Pues a que la obra es en sí misma imperfecta. Robert Schumann, gran conocedor de la música de Schubert, calificó esta obra de «redundancia celestial».

—Y si esta pieza es tan imperfecta, ¿cómo es que tantos pianistas famosos quieren medir sus fuerzas con ella?

—Buena pregunta —dice Ôshima. Y hace una pausa. La música llena el silencio—. No puedo responderte a eso. Pero sí puedo decirte una cosa. Y es que hay obras que poseen cierto tipo de imperfección que cautiva el corazón de las personas justamente por eso, por ser imperfectas… Bueno, como mínimo el corazón de cierto tipo de personas. Tú, sin ir más lejos, te has sentido fascinado por El minero. Y eso se debe a que esa obra posee un poder de atracción del que carecen otras obras perfectas como Kokoro o Sanshirô. Tú has descubierto esa obra. O, dicho de otra manera, esa obra te ha descubierto a ti. Y lo mismo ocurre con la sonata en re mayor de Schubert. Esta pieza posee una capacidad muy peculiar de ir tirando del hilo de los sentimientos.

—Entonces —digo—, volviendo a mi primera pregunta, ¿por qué escuchas las sonatas de Schubert, en particular mientras conduces?

—Las sonatas de Schubert, especialmente la sonata en re mayor, interpretadas con esa facilidad no llegan a la categoría de arte. Tal como observó Schumann, esta pieza es demasiado pastoral, excesivamente larga, posee una técnica demasiado simple. Y si la tocas ciñéndote fielmente a ella, acabas convirtiéndola en algo frío, insípido, en una simple antigualla. Por eso los pianistas se esmeran. Idean diversos artificios. Observa, por ejemplo, cómo remarca éste la articulación. Otros añaden rubato. O aceleran el ritmo. O añaden modulación. Porque es la única manera que tienen de conseguir el intervalo preciso. Pero si no lo hacen con una atención extrema, todos esos artificios acaban echando a perder la distinción de la pieza. Y deja de ser música de Schubert. Y todos los pianistas que tocan esta sonata, todos sin excepción, se debaten dentro de esta antinomia. —Ôshima escucha la música con gran atención. Tararea la melodía. Luego prosigue—. Por eso la escucho mientras conduzco. Tal como te he dicho antes, la mayoría de las interpretaciones son fallidas por una u otra razón. Y una imperfección rebosante de calidad estimula la conciencia, mantiene alerta. Si condujera escuchando la interpretación perfecta de una música perfecta, tal vez acabaría cerrando los ojos y me entrarían ganas de morir sin volver a abrirlos. Pero, al escuchar la sonata en re mayor, puedo percibir en ella las limitaciones de la vida humana. Puedo descubrir que cierto tipo de perfección sólo puede conseguirse a través de una imperfección sin límites. Y me estimula. ¿Entiendes lo que quiero decir?

—Más o menos.

—Lo siento —se disculpa Ôshima—. A la que empiezo a hablar de esto me dejo llevar por el entusiasmo.

—Pero con respecto a la imperfección, existen diferentes clases, diversos grados, ¿no?

—Claro.

—Aunque sólo sea en comparación, ¿cuál de las interpretaciones que has oído de la sonata en re mayor crees que es la mejor?

—Es una pregunta difícil —dice.

Reflexiona unos instantes. Pone una marcha más corta, sobrepasa la línea discontinua, adelanta con celeridad un enorme camión frigorífico de una compañía de transportes, pone una marcha más larga, vuelve a su carril.

—No pretendo asustarte, pero los Road Star de color verde son uno de los coches más difíciles de distinguir de noche por la autopista. Es un coche bajo, el color verde se confunde con la oscuridad. Resulta especialmente difícil de ver desde el asiento del conductor de un tráiler. Si no tienes cuidado, es muy peligroso. Sobre todo, dentro de los túneles. La verdad es que todos los coches deportivos deberían tener la carrocería de color rojo. Por eso hay tantos Ferrari de ese color. Pero a mí me gusta más el verde. Lo prefiero aunque sea peligroso. El verde es el color de los bosques. Y el rojo es el color de la sangre.

Mira su reloj de pulsera. Luego vuelve a tararear al compás de la música.

—Se suele decir que las interpretaciones que logran que la melodía tome una forma más definida son las de Brendel y Ashkenazy. Pero, a decir verdad, a mí no me emocionan. Si me preguntas, te diré que la música de Schubert es para desafiar las maneras y desgarrarse. Ésta es la esencia del romanticismo, y la música de Schubert está, en este sentido, en la flor del romanticismo. —Escucha con atención la sonata de Schubert—. ¿Qué? Aburrida, ¿no? —comenta.

—Pues sí, la verdad —le digo con franqueza.

—Para entender la música de Schubert es necesario cierto aprendizaje. A mí también me pareció aburrida la primera vez que la escuché. Y a tu edad es normal que así sea. Pero pronto aprenderás a apreciarla. En este mundo, las personas enseguida nos cansamos de las cosas que no son aburridas, y las cosas de las que no nos hartamos suelen ser aburridas. Así son las cosas. En mi vida hay espacio para el aburrimiento, pero no lo hay para el hastío. La mayoría de la gente no sabe discernir entre ambas cosas.

—Cuando hace un rato has dicho que eras una «persona especial», ¿te referías a la hemofilia?

—También a eso —me mira y sonríe. Su sonrisa tiene algo de diabólico—. Pero no sólo a eso. Hay algo más.

Al acabar la larga sonata celestial de Schubert no escuchamos nada más. Ambos enmudecemos de manera espontánea y nos abandonamos a pensamientos deshilvanados en silencio. Contemplo distraído los postes indicadores que aparecen de tanto en tanto. Al torcer en una encrucijada hacia el sur, la carretera se adentra en la montaña y empiezan a sucederse largos túneles. Ôshima se concentra en las maniobras de adelantamiento. En la carretera son muchos los vehículos de gran tonelaje que circulan a poca velocidad y nosotros vamos dejándolos atrás, uno tras otro. Al adelantar un vehículo grande se oye un silbido en el aire. Como si le arrancáramos el alma a algo. De vez en cuando me vuelvo hacia atrás y compruebo que mi mochila sigue amarrada atrás.

—El lugar adonde nos dirigimos se encuentra en el corazón de las montañas y no puede decirse que sea un sitio cómodo para vivir. Mientras estés allí, posiblemente no veas a nadie. Tampoco hay radio, ni televisión, ni teléfono —dice Ôshima—. ¿Te importa?

Le respondo que no me importa.

—Tú estás acostumbrado a la soledad —concluye Ôshima.

Asiento.

—Sin embargo, hay diferentes tipos de soledad. Y la que te vas a encontrar allí tal vez sea un tipo de soledad insospechada.

—¿En qué sentido?

Ôshima empuja hacia atrás el puente de sus gafas.

—No puedo decirte nada. Eso lo interpretarás tú a tú manera.

Dejamos la autopista, tomamos una carretera nacional. Un poco más allá de la salida de la autopista hay un pueblo bordeando el camino, tiene una tienda que abre las veinticuatro horas. Ôshima detiene el coche, compra tanta comida que apenas puede acarrear las bolsas él solo. Verdura y fruta, galletas, leche y agua, latas de conserva, pan, comida precocinada y envasada al vacío. Únicamente alimentos cómodos de preparar, que no hay que cocinar apenas. Vuelve a pagar la cuenta. Cuando yo hago ademán de sacar dinero, él niega en silencio con un movimiento de cabeza.

Volvemos a montar en el coche, seguimos por la carretera. Sentado en el asiento del copiloto, abrazo las bolsas de comida que no han cabido en el portaequipajes. Al dejar el pueblo atrás, negras tinieblas cubren la carretera. Las casas desaparecen, cada vez nos cruzamos con menos coches. La carretera se vuelve tan estrecha que por momentos se hace más dificultoso cruzarse con un coche que venga de frente. Pero Ôshima pone las luces largas y avanza sin reducir apenas la velocidad. Su mano pasa del freno al acelerador sin parar. De su rostro se borra toda expresión. Toda su atención se concentra en conducir. Los labios apretados, los ojos clavados en algún punto de las tinieblas que se extienden frente a él. La mano derecha en el volante, la izquierda en el pomo de la palanca corta del cambio de marchas.

Poco después, el lado derecho de la carretera queda delimitado por un barranco. Por lo visto al fondo discurre un riachuelo. Las curvas son cada vez más cerradas, la calzada menos segura. El coche resbala entre gemidos estridentes. Pero yo ya he decidido dejar de pensar en el peligro. Tener un accidente en este lugar no debe de contarse entre sus opciones vitales.

Las agujas del reloj señalan casi las nueve. Entreabro la ventanilla. Entra aire fresco. A mi alrededor, los ecos también son distintos. Nos hallamos en plena montaña, adentrándonos en un lugar recóndito. Finalmente, el camino se aparta del precipicio (cosa que me tranquiliza un poco) y se interna en el bosque. Altos árboles se yerguen a nuestro paso, hechiceros. Los faros del coche iluminan, uno tras otro, los gruesos troncos como si los lamieran. Ya hace rato que el pavimento ha desaparecido, los neumáticos levantan piedrecillas que se estrellan contra la carrocería con un ruido seco. La suspensión del coche oscila sin cesar al compás del abrupto camino. No se ven ni estrellas ni la luna. De vez en cuando una lluvia menuda azota el parabrisas.

—¿Vienes por aquí a menudo? —pregunto.

—Hace tiempo sí venía. Pero ahora trabajo y ya no puedo desplazarme tan a menudo. Mi hermano mayor es surfista, vive en la costa de Kôchi. Tiene una tienda de artículos de surf y construye tablas. Y a veces se pasa por aquí. ¿Tú haces surf?

Le respondo que no lo he probado nunca.

—Si tienes ocasión, pídele a mi hermano que te enseñe. Es muy bueno —dice Ôshima—. Y, si lo ves, ya te darás cuenta, pero no se parece en nada a mí. Él es corpulento, callado, poco sociable, está muy bronceado, le gusta la cerveza, no distingue a Schubert de Wagner. Pero nos llevamos muy bien.

Avanzamos por el camino de montaña, cruzamos un bosque tras otro y al fin llegamos a nuestro destino. Ôshima detiene el coche, se apea dejando el motor encendido, abre el candado de una especie de valla metálica, la empuja y abre. Luego se adentra con el coche en el terreno vallado y, durante un tiempo, sigue por el camino pedregoso. Poco después aparece ante nuestros ojos un pequeño claro. El camino muere allí. Ôshima detiene el coche y, todavía sentado en su asiento, exhala un profundo suspiro, se echa el flequillo para atrás con ambas manos, luego da la vuelta a la llave y apaga el motor. Echa el freno de mano.

Al detenerse el motor nos invade un pesado silencio. El ventilador de refrigeración gira y el motor, recalentado por el prolongado esfuerzo, se contrae expuesto al aire externo. Un ligero vaho blanco flota sobre el capó. Al parecer, un riachuelo fluye por las cercanías: me llega el murmullo del agua. El viento sopla a ráfagas sobre mi cabeza con un silbido simbólico. Abro la portezuela del coche y me apeo. El aire frío se concentra a rachas aquí y allá. Me subo hasta arriba la cremallera de la chaqueta que llevo sobre la camiseta.

Tengo ante mis ojos un edificio pequeño. Parece una cabaña, pero está demasiado oscuro para que pueda apreciar bien los detalles. Sólo los contornos, que se recortan contra el bosque a sus espaldas. Ôshima, que ha dejado los faros del coche encendidos, avanza despacio con una pequeña linterna en la mano, sube los peldaños del porche, saca una llave del bolsillo y abre la puerta. Entra, raspa una cerilla, enciende una lámpara. De pie en el porche que antecede la puerta levanta la lámpara y dice:

—Bienvenido a mi casa.

Su figura me recuerda una ilustración de algún cuento antiguo.

Subo los peldaños del porche, entro en el edificio. Ôshima enciende una lámpara grande que cuelga del techo.

El edificio se compone de una sola habitación, grande como una caja. En un rincón hay una cama pequeña. Una mesa para comer y sillas de madera. Un sofá desvencijado. Una alfombra fatalmente decolorada por el sol. Un conjunto de muebles desechados, al parecer, de varios hogares y reunidos al azar. Hay una librería hecha con recias tablas de madera puestas sobre ladrillos y un montón de libros alineados en sus estantes. Los lomos de todos los libros se ven viejos, gastados tras múltiples lecturas. Hay un armario ropero de líneas anticuadas. Una cocina sencilla. Un mostrador y una cocina pequeña de gas, un fregadero sin grifo. En su lugar, un depósito de aluminio. En la alacena se alinean las ollas y una tetera. De la pared cuelga una sartén. En el centro de la habitación se yergue una estufa de hierro para quemar leña.

—Esta cabaña la construyó mi hermano mayor. Era una simple cabaña de leñador y él la transformó por completo. Mi hermano tiene muy buenas manos. Yo entonces era todavía muy pequeño, pero lo ayudé en lo que pude, claro, con cuidado de no herirme. No es que intente presumir de ello, pero es una cabaña muy primitiva. Tal como te he dicho antes, no hay luz eléctrica, ni agua, ni siquiera lavabo. El único vestigio de civilización es el gas propano.

Ôshima cogió la tetera y, tras limpiarla por dentro con agua mineral, puso agua a calentar.

—Esta montaña perteneció a mi abuelo. Era de Kôchi, muy rico, poseía muchas tierras. Cuando murió, hace unos diez años, mi hermano y yo heredamos esta montaña. Casi toda la montaña, entera, vamos. Ningún pariente la quiso. Está lejos, apenas tiene valor alguno. Para explotar los bosques se tendría que reunir a muchas personas que los cuidaran. Y para eso haría falta mucho dinero.

Abro la cortina de la ventana. Al otro lado se extiende, como si fuera un muro, una profunda oscuridad.

—Cuando tenía tu edad —dice Ôshima metiendo un sobrecito de manzanilla dentro de la tetera—, me venía a vivir aquí solo muchas veces. Entonces no veía a nadie, no hablaba con nadie. Mi hermano me medio forzaba a hacerlo. No era muy normal que lo hiciera, teniendo en cuenta la enfermedad que sufro. Era peligroso que me dejara aquí solo. Pero a mi hermano eso no le preocupaba. —Apoyado en el mostrador de la cocina, espera a que hierva el agua—. No es que mi hermano quisiera endurecerme sometiéndome a una disciplina férrea ni nada por el estilo. Simplemente pensaba que eso era lo que me convenía en aquel momento. Y fue algo positivo. Para mí, vivir aquí fue una experiencia llena de sentido. Pude leer mucho, pude pensar con calma. A decir verdad, en aquella época apenas iba a la escuela. A mí no me gustaba la escuela, y a la escuela yo tampoco le gustaba demasiado. Es que yo, ¿cómo te diría?, yo era diferente a los demás. El bachillerato me lo aprobaron casi por caridad, pero luego me apañé yo solo. Como tú ahora. ¿Te he hablado ya de ello?

Hago un movimiento negativo con la cabeza.

—¿Por eso eres tan amable conmigo?

—Eso también cuenta —dice. Hace una pausa—. Pero no es ésa la única razón.

Ôshima me tiende una taza de manzanilla, él bebe de otra. La manzanilla caliente serena mis nervios sobreexcitados por el largo viaje.

Ôshima mira el reloj.

—Tengo que irme ya, así que voy a explicarte cuatro cosas. Por aquí cerca hay un riachuelo de agua pura, así que el agua puedes cogerla directamente de allí. El agua brota allí mismo, puedes beberla tal cual. Es mucho mejor que el agua mineral de allá. Hay leña apilada detrás de la casa, por lo tanto, si tienes frío, enciende la estufa. Aquí hace frío. Yo mismo he encendido a veces la estufa en agosto. También puedes utilizarla para cocinar comidas sencillas. Aparte de esto, en una caseta que hay detrás encontrarás herramientas diversas, así que, en caso de que necesites algo, lo buscas allí. Dentro del armario está la ropa de mi hermano, coge lo que quieras. No es de los que se preocupan por quién se ha puesto su ropa. —Con ambas manos en la cintura, Ôshima lanza una mirada a todo el interior de la cabaña—. Como puedes ver, esta cabaña no se hizo con finalidades románticas. Pero para vivir no es un mal sitio. ¡Ah! Un consejo. Es mejor que no te adentres demasiado en el bosque. Es un bosque muy, muy profundo y no hay senderos. Cuando te adentres en el bosque, no pierdas nunca de vista la cabaña. Si te metes más adentro, existe el riesgo de que te extravíes y, una vez te pierdes, es muy difícil volver a hallar el camino. Yo también tuve una mala experiencia. Me pasé medio día dando vueltas a unos escasos cientos de metros de aquí. Quizá pienses que Japón es un país pequeño y que no existe el peligro de perderse en el interior de un bosque. Pero, una vez te extravías, el bosque se extiende hasta el infinito.

Tomo nota mental de su consejo.

—Y luego, a no ser que se trate de una emergencia, es mejor que no intentes bajar de la montaña. Los lugares habitados están demasiado lejos. Si me esperas aquí, yo pasaré a recogerte. Creo que podré venir dentro de unos dos o tres días. Dispones de suficiente comida hasta entonces. ¡Ah! Por cierto, ¿tienes teléfono móvil?

Digo que sí. Le señalo mi mochila.

Él sonríe.

—Pues puedes dejarlo ahí dentro. Aquí no se pueden utilizar los teléfonos móviles. No hay cobertura. Y tampoco se puede escuchar la radio, claro. Es decir, estarás completamente aislado, separado del mundo. Podrás leer muchos libros.

Se me ocurre de repente una pregunta realista.

—Si no hay lavabo, ¿dónde puedo hacer mis necesidades?

Ôshima extiende los dos brazos.

—Este bosque grande y profundo es todo tuyo. A ti te toca decidir dónde está el lavabo, ¿no te parece?