—Buenos días —dijo el hombre de edad madura.
El gato alzó ligeramente la cabeza y respondió al saludo con voz grave y aire de fatiga. Era un gato macho, grande y viejo, de color negro.
—Hace muy buen tiempo, ¿no le parece a usted?
—¡Hum! —dijo el gato.
—No se ve ni una nube en el cielo.
—… De momento.
—¿Cree acaso que va a empeorar?
—Yo diría que al atardecer se estropeará. No sé, me da esa impresión —comentó perezosamente el gato negro alargando una pata. Después, entrecerrando los ojos, echó otra ojeada a la cara del hombre.
El hombre miraba sonriente al gato.
El gato dudó unos instantes. Luego dijo con un tono resignado:
—¡Hum! Veo que sabes hablar.
—Sí —dijo el hombre con timidez. Y, como muestra de respeto, se quitó de la cabeza la raída gorra de alpinista—. No es que hable en cualquier momento y con cualquier señor gato, pero, sí, puedo hacerme entender más o menos.
—¡Hum! —el gato manifestó sus impresiones de una manera muy concisa.
—Oiga, ¿le importaría que me sentara aquí un momento? Es que Nakata está cansado de andar.
El gato negro se incorporó despacio, hizo vibrar sus largos bigotes y soltó un bostezo tan grande que pareció que se le fuera a desencajar la mandíbula.
—No me importa. Siéntate durante el tiempo que gustes en el lugar qué te plazca, a mí tanto me da. Total, nadie va a quejarse.
—Muchas gracias —dijo el hombre mientras se sentaba al lado del gato—. ¡Uff! He estado andando sin parar desde las seis de la mañana.
—Entonces, ¿tú eres Nakata?
—Sí, soy Nakata. Y usted, señor gato, ¿cómo se llama usted?
—Lo he olvidado —dijo el gato negro—. No es que no tuviera nombre, pero dejé de necesitarlo y lo olvidé.
—Sí, las cosas que no hacen falta se olvidan enseguida. A Nakata también le sucede —dijo el hombre rascándose la cabeza—. O sea, que usted, señor gato, no pertenece a ninguna familia, ¿verdad?
—Hace tiempo sí. Pero ahora no. A veces me dan de comer en alguna casa del vecindario, pero no pertenezco a ninguna.
Nakata asintió y enmudeció durante unos instantes. Luego añadió:
—Entonces, ¿podría llamarlo señor Ôtsuka?
—¿Ôtsuka? —preguntó el gato contemplando el rostro de su interlocutor con sorpresa—. ¿Y eso qué significa? ¿Por qué me llamas así…, Ôtsuka?
—No, no. No es que tenga un sentido en particular. Sólo que a Nakata se le ha ocurrido, sin más. Es que, si no tiene usted nombre, me cuesta acordarme; así que le he puesto uno que a mí me ha parecido adecuado. Sólo eso. Es más práctico que se llame usted de alguna forma. Así, por ejemplo, incluso un idiota como Nakata podrá archivar de una manera fácil de entender un dato concreto como que la tarde de tal día y de tal mes se ha encontrado y hablado con un gato negro llamado señor Ôtsuka en un solar de la manzana segunda del barrio.
—¡Hum! —dijo el gato negro—. No lo acabo de entender. Los gatos no necesitamos esas cosas. A nosotros nos basta con un olor, con una forma, con que nos den algo concreto. Y tampoco andamos tan mal.
—Sí, incluso esto lo sabe Nakata muy bien. Pero ¿quiere que le diga algo, señor Ôtsuka? Los hombres son distintos. Para poder aprender las cosas les son imprescindibles las fechas o los nombres.
El gato resopló por la nariz.
—¡Qué engorro!
—En efecto. Es un verdadero engorro tener que aprenderse tantas cosas. En el caso de Nakata, debe saber el nombre del gobernador, incluso los números de los autobuses. Por cierto, ¿le importa que lo llame señor Ôtsuka? ¿Le desagrada?
—Si me preguntas si lo encuentro gracioso, pues no me lo parece… Pero tampoco me resulta desagradable. Vamos, que no me importa, eso de Ôtsuka. Si me quieres llamar así, hazlo. Sólo que me da la impresión de que no va conmigo.
—A Nakata le alegra mucho oírle decir eso. Muchísimas gracias, señor Ôtsuka.
—Pero tú, para ser un hombre, hablas de una manera muy extraña —dijo Ôtsuka.
—Sí, todo el mundo me lo dice. Pero Nakata no es capaz de hablar de otra forma. Y siempre acabo hablando así. Es que soy idiota, ¿sabe? No es que lo haya sido siempre. Pero cuando era pequeño tuve un percance, me volví tonto y, desde entonces, lo soy. Ni siquiera sé escribir. Tampoco soy capaz de leer un libro o un periódico.
—Pues, no es algo de lo que me enorgullezca, pero yo tampoco sé escribir —dijo el gato lamiéndose la almohadilla de la pata derecha—. Pero mi inteligencia es normal y nunca lo he considerado un inconveniente.
—Sí, en efecto. Esto sucede en el mundo de los gatos —dijo Nakata—. Pero, en el mundo de los humanos, si no sabes escribir, es que eres estúpido. Si no eres capaz de leer un libro o un periódico, es que eres estúpido. Las cosas son así. Fíjese en el padre de Nakata. Ya ha fallecido, pero era un ilustre profesor de universidad especializado en algo que se llama teoría financiera. Además, Nakata tiene dos hermanos más jóvenes y los dos son muy inteligentes. Uno es jefe de departamento de un sitio que se llama Itôchû[11] y el otro trabaja en un lugar llamado Tsûsanshô.[12] Ambos viven en casas muy grandes y comen anguila. Sólo Nakata es idiota.
—Pero tú sabes hablar con los gatos, ¿verdad?
—Sí —dijo Nakata.
—Y eso no puede hacerlo cualquiera, ¿verdad?
—En efecto.
—Entonces tan estúpido no serás, ¿no?
—No, sí…, es decir, Nakata no lo sabe. Desde que era pequeño, Nakata no ha parado de oír que le llamaban «idiota», «idiota», así que jamás ha creído otra cosa. Como no sé leer el nombre de las estaciones, no puedo comprar un billete y coger el tren. En los autobuses urbanos sí puedo subir, mostrando el pase especial de impedido.
—Hum —dijo Ôtsuka sin emoción.
—Y si no sabes leer y escribir, no encuentras trabajo.
—¿Y cómo te las arreglas para vivir?
—Tengo un subsidio.
—¿Un subsidio?
—Sí, el señor gobernador me da dinero. Y tengo una pequeña habitación en un edificio que se llama Shôeiso, en Nogata. Y como tres veces al día.
—Pues no llevas una vida tan mala. Vaya, eso me parece a mí.
—Sí, tiene usted razón. Mala no es —repuso Nakata—. Estoy a cubierto de la lluvia y del viento, vivo sin estrecheces. Además, a veces me piden que busque a algún gato, que es lo que estoy haciendo ahora. Y, por ello, me pagan un estipendio. Claro que esto lo hago a escondidas del gobernador. Así que no se lo diga usted a nadie. Porque al tener unos ingresos extraordinarios, tal vez resulte que estoy defraudando en lo que respecta al subsidio. De estipendio no me dan gran cosa, no crea. Lo justo para poder comer anguila. A Nakata le gusta la anguila.
—A mí también me gusta. Claro que sólo la comí una vez hace tiempo y ya casi no recuerdo el sabor.
—Huy, sí. La anguila es algo muy bueno. Algo incomparable. En este mundo, la mayoría de alimentos pueden sustituirse por otros, pero Nakata no conoce ninguno que pueda sustituir a la anguila.
Por el camino delante del descampado pasó un hombre junto con un gran perro labrador. Éste llevaba un collar rojo al cuello. El perro echó una mirada de reojo a Ôtsuka, pero prosiguió tal cual. Sentados en el descampado, los dos enmudecieron unos instantes esperando a que el hombre y el perro pasaran de largo.
—¿Buscar gatos, dices? —preguntó Ôtsuka el gato.
—Sí, busco a señores gatos extraviados. Tal como puede ver usted, Nakata es capaz de hablar un poco con los gatos, así que va recogiendo información de aquí y allá hasta que descubre el paradero del gato desaparecido. Así pues, Nakata ha llegado a ser muy hábil encontrando gatos y la gente no para de pedirle que le busque alguno. Últimamente son pocos los días que no tiene que ponerse en marcha. Sin embargo, a Nakata no le gusta irse lejos, así que la búsqueda debe circunscribirse al distrito de Nakano. Si no, el que acabaría perdido sería Nakata.
—O sea, que ahora estás buscando uno.
—Sí, en efecto. Ahora estoy buscando a una gata de un año a rayas blancas, negras y marrones que se llama Goma. Aquí tengo una fotografía. —Nakata sacó una copia en color de la bolsa de lona que llevaba colgada al hombro y se la enseñó a Ôtsuka—. Es esta gata. Lleva un collar antipulgas de color marrón.
Ôtsuka miró la fotografía alargando el cuello. Sacudió la cabeza.
—Pues no la he visto nunca. Y mira que me conozco a todos los gatos de la zona. A ésa ni la he visto… ni he oído hablar de ella.
—¿Ah, no?
—¿Y llevas mucho tiempo buscándola?
—Pues hoy hará… uno, dos, tres… Sí, hoy es el tercer día.
Ôtsuka se quedó pensativo durante unos instantes.
—Supongo que tú ya debes de saberlo, pero los gatos son animales de costumbres. Por lo regular siguen unas pautas de comportamiento muy estrictas y, a no ser que suceda algo extraordinario, odian cambiarlas. Y por algo extraordinario entiendo el deseo sexual o algún accidente. Sí, siempre se trata de una de estas dos cosas.
—Sí, Nakata opina más o menos lo mismo que usted.
—Si se trata de deseo sexual, dentro de un tiempo se apaciguará y volverá a casa. ¿Entiendes a lo que me refiero con deseo sexual?
—Sí. Carezco de experiencia, pero puedo entender, más o menos, de qué se trata. Está en el pene.
—Sí. Cosas del pene. —Ôtsuka asintió con cara de resignación—. Pero si se trata de un accidente, es difícil que vuelva.
—Sí, en efecto.
—También existe la posibilidad de que, arrastrada por el deseo sexual, haya ido a parar lejos y que ahora no sepa volver.
—Lo cierto es que a Nakata, una vez que salió del distrito de Nakano, le sucedió lo mismo.
—A mí también me ha pasado varias veces. Claro que entonces era mucho más joven —dijo Ôtsuka entornando los ojos como si hurgara en sus recuerdos—. Cuando te das cuenta de que te has perdido, te entra el pánico. Lo ves todo negro. Dejas de saber qué es qué. Es horrible. Eso del deseo sexual es algo muy problemático. Pero en esos momentos no se puede pensar en otra cosa. Ni siquiera en lo que vendrá a continuación. El deseo sexual es eso. Por lo tanto, a esa tal, ¿cómo se llamaba?, la gata esa, la extraviada…
—¿Goma?
—Exacto. A esa tal Goma incluso a mí me gustaría encontrarla y echarle una mano. Una gatita de un año acostumbrada a los mimos de una familia no sabe nada del mundo. No pelearse, ni buscarse la comida por sí sola. Pobre bicho. Pero, por desgracia, no la he visto. Es mejor que busques en otra parte.
—Sí, tiene razón. Es mejor que me dirija a otro lugar. Y siento mucho haberle molestado a usted a la hora del almuerzo. Creo que volveré a pasar por aquí, así que, si viera a Goma, no deje de avisar a Nakata. Quizá sea una descortesía por mi parte decirlo, pero yo le compensaría a usted dentro de mis posibilidades.
—¡Bah! Me ha gustado charlar contigo. Vuelve un día de estos a esta hora, si hace buen tiempo, suelo estar en el descampado. Y si llueve, en el santuario sintoísta que se encuentra bajando las escaleras.
—De acuerdo. Muchas gracias. A Nakata también le ha gustado hablar con usted. Por mucho que pueda hablar con los señores gatos no es que llegue a entenderme con cualquiera. Los hay que en cuanto me oyen hablar se ponen en guardia, se callan y se van. Aunque no haya hecho más que saludarlos.
—Evidente. Igual que uno se encuentra de todo entre los hombres, pues entre los gatos lo mismo.
—En efecto. Nakata también opina lo mismo. En este mundo hay muchos tipos distintos de hombres y muchos tipos distintos de señores gatos.
Ôtsuka alargó la espalda y alzó la vista hacia el cielo. El sol vertía la luz dorada de la tarde sobre el descampado. Sin embargo, la presencia de lluvia flotaba sobre el lugar. Y Ôtsuka podía percibirla.
—Vamos, que a ti de pequeño te pasó algo y te volviste idiota. Eso es lo que me has contado, ¿verdad?
—Sí, en efecto. Eso le he dicho. Nakata tuvo un percance a los nueve años.
—¿Qué tipo de percance?
—No logro acordarme de ninguna de las maneras. Por lo visto tuve una fiebre muy alta de causa desconocida y permanecí inconsciente tres semanas. Durante todo ese tiempo hube de guardar cama en un hospital con el gota a gota. Y, cuando al fin recobré el conocimiento, lo había olvidado todo: la cara de mi padre, la cara de mi madre, leer, hacer cuentas, la disposición de la casa donde vivía, incluso mi propio nombre. Lo había olvidado todo. Mi cabeza se había vaciado por completo, igual que una bañera cuando le quitas el tapón. Antes de aquel percance, Nakata sacaba siempre muy buenas notas. Sin embargo, cuando abrió los ojos aquel día, Nakata se había convertido en un idiota. Mi madre ya hace mucho que ha muerto, pero solía llorar a causa de ello. Mi madre tenía que llorar porque Nakata se había vuelto idiota. Y mi padre no lloraba, pero siempre estaba enfadado.
—Pero a cambio, aprendiste a hablar con los gatos.
—En efecto.
—¡Hum!
—Además tengo muy buena salud, no he estado jamás enfermo. No tengo caries, no necesito gafas.
—Pues, tal y como yo lo veo, tú no eres idiota.
—¿Usted cree? —dijo Nakata ladeando la cabeza—. Mire usted, señor Ôtsuka. Ya hace tiempo que he sobrepasado los sesenta. Y, cuando uno pasa de los sesenta, por muy idiota que sea ya se ha acostumbrado a que todo el mundo lo ignore. Puede vivir aunque no pueda coger un tren. Mi padre ya ha muerto, así que ha dejado de pegarme. Mi madre ya ha muerto, así que ha dejado de llorar. O sea, que si a Nakata le dicen ahora que no es idiota, lo pondrán más bien en un aprieto. Si dejara de ser idiota, el gobernador probablemente dejaría de darme el subsidio y probablemente dejaría de poder coger el autobús urbano con el pase especial. Si el gobernador me riñera diciendo: «Vaya! Así que resulta que no eres idiota», Nakata no sabría qué responderle. O sea, que a Nakata le da la impresión de que es mejor continuar siendo idiota.
—Lo que yo quería decir es que tu problema no es que seas idiota —dijo Ôtsuka con expresión seria.
—¿Usted cree?
—Tu problema, o al menos eso me parece a mí, es que tienes muy poca impronta. Lo vengo pensando todo el rato: la sombra que proyectas en el suelo es la mitad de oscura que la de las personas normales.
—Sí.
—En una ocasión me encontré con una persona a la que le sucedía lo mismo.
Nakata abrió un poco la boca y clavó la mirada en el rostro de Ôtsuka.
—¿Se refiere a que usted vio, en definitiva, a una persona parecida a Nakata?
—Si. Por eso, cuando me has dirigido la palabra, tampoco me he sorprendido
—¿Y cuándo sucedió eso?
—Hace mucho tiempo, entonces yo aún era joven. Pero no logro recordar nada. Ni su rostro, ni su nombre, ni el lugar, ni el momento. Tal como te he dicho antes, los gatos carecemos de ese tipo de memoria.
—Sí.
—Y la mitad de la sombra de esa persona parecía que se hubiera esfumado. Era tan pálida como la tuya.
—Sí.
—Yo creo que, en vez de buscar gatos extraviados, lo que tengo que hacer es dedicarte a buscar la mitad de la sombra que te falta.
Nakata tiró varias veces de la visera de la gorra que tenía en mano.
—A decir verdad, Nakata ya lo sospechaba. Que tenía muy poca sombra. Aunque los demás no se den cuenta, uno sabe estas cosas.
—Entonces, perfecto —dijo el gato.
—Sin embargo, tal como le he contado antes, Nakata ya tiene cierta edad y, dentro de un tiempo, morirá. Mi madre ya ha muerto, mi padre también ha muerto. Y, seamos inteligentes o tontos, sepamos escribir o no, tengamos una sombra como es debido o no la tengamos, cuando nos llega el momento, nos vamos muriendo, uno detrás de otro. Y moriré y me incinerarán. Me convertiré en cenizas y me meterán en una tumba de un lugar llamado Karasuyama. Se encuentra en el distrito Setagaya. Y, una vez esté dentro de la tumba de Karasuyama, tal vez piense más. Y si no pienso, no dudaré más. Así pues, ¿por qué no pudo continuar como hasta ahora? Además, Nakata no querría alejarse del distrito de Nakano mientras viva. Claro que, una vez muerto, no le quedará más remedio que ir a Karasuyama.
—La decisión es tuya, sea cual sea —dijo Ôtsuka. Luego estuvo lamiéndose durante unos instantes las almohadillas de las patas—. Pero ¿no sería mejor que pensaras un poco en tu sombra? Quizás ella se sienta incómoda. Si yo fuera sombra, no me gustaría conformarme con ser sólo la mitad.
—No había caído en eso. Cuando llegue a casa, lo pensaré con calma.
—Sí, hazlo.
Ambos permanecieron en silencio un rato. Luego, Nakata se levantó despacio y se sacudió cuidadosamente las briznas de hierba que se le habían adherido a los pantalones. Volvió a calarse la raída gorra de alpinista. Se la ajustó varias veces hasta conseguir que la visera estuviera en el ángulo de siempre. Se colgó al hombro la bolsa de lona.
—Muchísimas gracias. Su opinión es algo muy valioso para Nakata. Espero que siga usted bien.
—Lo mismo digo.
Cuando Nakata desapareció, Ôtsuka volvió a tenderse en la hierba y cerró los ojos. Aún habría de transcurrir cierto tiempo hasta que aparecieran las nubes y empezara a llover. Y luego, sin pensar en nada, se sumió de inmediato en un breve sueño.