5

Como dormía, me he perdido el instante en que el autocar ha cruzado el enorme puente que cuelga sobre el mar Interior. Me hacía mucha ilusión contemplar con mis propios ojos ese gran puente que sólo había visto en los mapas. Ahora alguien me despierta dándome unos suaves golpecitos en el hombro.

—¡Eh! ¡Ya hemos llegado! —exclama ella.

Me desperezo en mi asiento, me froto los ojos con el dorso de la mano y, luego, miro al otro lado de la ventana. En efecto, el autocar está detenido en lo que parece la plaza de delante de la estación. La luz de la mañana inunda los alrededores. Es una luz cegadora pero dulce. Ofrece una impresión un poco distinta a la de Tokio. Miro mi reloj de pulsera. Son las seis y treinta y dos minutos.

Ella me dice con voz cansada:

—¡Uff! ¡Qué viaje tan largo! Estoy molida. Me duele el cuello. En mi vida volveré a coger un autocar nocturno. La próxima vez vendré en avión, aunque sea un poco más caro. Haya turbulencias o secuestros, yo, de aquí en adelante, en avión.

Bajo su maleta y mi mochila del compartimento de equipajes que está sobre los asientos.

—¿Cómo te llamas? —le pregunto.

—¿Yo?

—Sí.

—Sakura —responde ella—. ¿Y tú?

—Kafka Tamura —digo yo.

—Kafka Tamura —repite Sakura—. ¡Qué nombre tan extraño! Es fácil de recordar.

Asiento. No es fácil convertirse en otra persona. Pero sí tomar un nombre distinto.

Al bajar del autocar, ella deposita su maleta en el suelo, se sienta encima, saca una libreta del bolsillo de la pequeña mochila que lleva colgada a la espalda y garabatea algo en una página con un bolígrafo. Arranca la hoja y me la da. En ella hay apuntado lo que parece un número de teléfono.

—Es mi número de móvil —dice ella haciendo una mueca—. De momento voy a alojarme en casa de mi amiga, pero si te apetece ver a alguien, llámame. Podemos comer juntos si quieres. No admito cumplidos. Ya sabes, «aun el encuentro más casual…». Se dice así, ¿no?

—«… está predestinado» —concluyo.

—Eso, eso —dice ella—. ¿Y qué significa?

—La predestinación. Que ni siquiera las cosas más triviales suceden por casualidad.

Ella, sentada sobre la maleta amarilla, aún con la agenda en la mano, reflexiona sobre lo que le he dicho.

—¡Caramba! Algo filosófico sí que es. Quizá no esté mal del todo esa manera de ver las cosas. Claro que eso de la reencarnación suena un poco a New Age. En fin, Kafka Tamura, ten presente una cosa. Yo no doy mi número de móvil a cualquiera. ¿Entiendes lo que quiero decir?

Le doy las gracias. Doblo la hoja con el número y me la meto en un bolsillo de la cazadora. Me lo pienso mejor y me la guardo en la cartera.

—¿Hasta cuándo vas a estar en Takamatsu? —me pregunta Sakura.

Le respondo que aún no lo sé. Según vayan las cosas, cambiaré de planes.

Ella se me queda mirando. Ladea un poco la cabeza como diciendo: «En fin…». Luego se monta en un taxi, me hace un breve gesto de despedida con la mano y desaparece. Vuelvo a quedarme solo. Su nombre es Sakura, mi hermana no se llamaba así. Pero el nombre es algo que puede cambiarse con facilidad. Especialmente cuando te escondes de alguien.

Ya tenía reservada una habitación en un business hotel de Takamatsu. Había llamado al YMCA, en Tokio, y allí me lo habían recomendado. Haciendo los trámites a través del YMCA, la habitación te resultaba más barata. Pero la tarifa especial sólo comprendía tres noches. Luego tenías que pagar el precio normal.

Si deseaba ahorrar, también podía dormir en un banco de la estación. No hacía frío en aquella época del año y bastaría con extender el saco de dormir que llevaba preparado y dormir en cualquier parque. Sin embargo, si la policía me descubría durmiendo en semejante lugar, seguro que me pediría el carnet de identidad. Así que, de momento, reservé habitación para tres noches. Lo que haría después ya lo decidiría llegado el momento.

Entro en el primer lugar que veo, una udon-ya[2] que hay cerca de la estación y me lleno el estómago. Yo he nacido y crecido en Tokio, así que no he comido demasiados udon en mi vida. Sin embargo, éstos son diferentes a cualquiera de los que he comido hasta ahora. El caldo, oloroso; la pasta, fresca y compacta. Y sorprendentemente baratos. Los encuentro tan deliciosos que repito. Gracias a ellos, tras muchas horas de hambre, tengo el estómago repleto y me siento feliz. Luego me acomodo en un banco de la plaza de delante de la estación y alzo la vista al cielo azul. «Soy libre», pienso. «Estoy aquí, solo y libre como esas nubes que surcan el cielo».

Hasta el anochecer, decido matar el tiempo en una biblioteca. Había averiguado de antemano qué bibliotecas había en los alrededores de Takamatsu. Desde pequeño, yo siempre he matado las horas en las salas de lectura de las bibliotecas. No son muchos los sitios adonde puede ir un niño pequeño que no quiera volver a su casa. No le está permitido entrar en las cafeterías, tampoco en los cines. Únicamente le quedan las bibliotecas. No hay que pagar entrada y, aunque vaya solo, no le dicen nada. Allí puede sentarse y leer todos los libros que quiera. A la vuelta de la escuela, yo siempre iba en bicicleta a la biblioteca municipal del barrio. Incluso los días festivos solía pasar largas horas allí solo. Cuentos, novelas, biografías, historia: leía todo lo que encontraba. Y, cuando había devorado todos los libros infantiles, pasaba a las estanterías de obras para el público en general y leía los libros para adultos. Incluso los que no entendía los leía hasta la última página. Y cuando me cansaba de leer, me sentaba ante los auriculares y escuchaba música. Carecía por completo de cultura musical, así que iba escuchando por orden todos los discos que había, empezando por la derecha. Y así fue como descubrí la música de Duke Ellington, los Beatles, Led Zeppelin.

La biblioteca era como mi segunda casa. En realidad, es posible que fuera mi verdadero hogar. A fuerza de ir cada día acabé conociendo de vista a todas las bibliotecarias. Ellas sabían mi nombre, me saludaban al verme y me dirigían frases cariñosas (aunque yo muy pocas veces respondía porque soy terriblemente tímido).

En las afueras de Takamatsu había una biblioteca privada fundada sobre el patrimonio bibliográfico de una antigua y adinerada familia. Reunía raras colecciones de libros y, además, el edificio y el jardín eran algo digno de ser visitados. Había visto fotografías de la biblioteca en la revista Taiyô. Una enorme y antigua mansión japonesa con una sala de lectura que recordaba a una elegante sala de visitas, y la gente leyendo sentada en confortables sillones. Esta fotografía me impresionó de una manera extraña. Y decidí que la visitaría en cuanto tuviera ocasión. Biblioteca Conmemorativa Kômura. Ése era su nombre.

Me dirijo a la oficina de turismo de la estación y pregunto por la Biblioteca Conmemorativa Kômura. La amable mujer de mediana edad sentada tras el mostrador me alarga un mapa turístico, me señala con una cruz el emplazamiento de la biblioteca y me explica en qué tren tengo que ir. Hasta allí se tarda unos veinte minutos. Le doy las gracias y miro los horarios de la estación. Hay un tren cada veinte minutos. Aún dispongo de un poco de tiempo hasta que llegue el próximo, así que en el quiosco de la estación compro un bentô[3] sencillo para almorzar.

Es un tren pequeño de sólo dos vagones. Circula por unas calles muy transitadas, bordeadas de altos edificios, atraviesa un distrito donde se alternan los pequeños comercios y las viviendas, pasa por delante de fábricas y almacenes. Hay parques, edificios en construcción. Con la cara pegada a la ventana, devoro con los ojos aquel paisaje de una tierra desconocida. Todas las imágenes se reflejan llenas de frescor en mis pupilas. Hasta ese momento apenas conocía otras vistas aparte de las de Tokio. En este tren, que se aleja de la ciudad, no hay un alma a estas horas de la mañana, pero el andén de enfrente está atestado de estudiantes de secundaria y de bachillerato con sus uniformes de verano y las carteras colgando del hombro. Se dirigen a la escuela. Yo no. Yo estoy completamente solo, yo soy el único que va en dirección contraria. Estoy montado en el tren que circula por el otro carril. Algo me sobreviene y me atenaza el corazón. De improviso, siento que me falta el aire. ¿De verdad estoy haciendo lo correcto? Al pensarlo, siento una inseguridad terrible. Decido apartar la vista de ellos.

Tras discurrir momentáneamente a lo largo de la costa, la vía enfila hacia el interior. Hay altos y espesos campos de maíz, hay parras, hay campos de mandarinas aprovechando los declives del terreno. Aquí y allá se ven estanques de riego donde se refleja la luz de la mañana. El agua del río que serpentea rebosa frescura, los descampados están cubiertos de la verde hierba del verano. Hay un perro de pie al borde de la vía que está contemplando el paso del tren. Ante este paisaje, la calidez y el sosiego vuelven a mi corazón. «¡Tranquilo!», me digo a mí mismo tras respirar hondo. El único camino posible es hacia delante.

Salgo de la estación, me dirijo hacia el norte por una vieja avenida. A ambos lados del camino se suceden las cercas de las casas. Es la primera vez en mi vida que veo tantas cercas y de tipos tan distintos. Vallas negras, tapias blancas, muros de piedra con seto en la parte superior. Los alrededores están sumidos en el silencio, no se ve un alma. Apenas me cruzo con algún coche. Respiro hondo. El aire huele ligeramente a mar. La playa debe de estar cerca. Aguzo el oído, pero no oigo el rumor de las olas. A lo lejos debe de haber alguna obra porque suena amortiguada una sierra eléctrica como si fuera el zumbido de una abeja. A lo largo del camino, desde la estación a la biblioteca, se encuentran pequeños postes que indican la dirección con flechas, así que es imposible perderse.

Delante del majestuoso portal de la Biblioteca Kômura hay plantados dos ciruelos de líneas simples y elegantes. Al traspasar el portal me encuentro con un camino de grava serpenteante. Las plantas del jardín están bien cuidadas, no hay una sola hoja caída. Pinos y magnolias, rosas amarillas. Azaleas. Y entre los arbustos, grandes y antiguas lámparas votivas de piedra, y un pequeño estanque. Finalmente llego, al vestíbulo. Decorado con mucho refinamiento. Me quedo de pie ante la puerta abierta, por un instante dudo si cruzarla o no. Es una biblioteca distinta a cualquiera de las bibliotecas que he conocido. Pero, ya que he venido hasta aquí, no me voy a quedar en la puerta. Entro en el vestíbulo y me topo con un mostrador. Tras él hay sentado un joven que guarda los bolsos y los abrigos. Me bajo la mochila del hombro, me quito las gafas de sol y el sombrero.

—¿Es la primera vez que vienes? —me pregunta con voz pausada y tranquila. Más bien aguda, pero de timbre suave, nada desagradable al oído.

Asiento. No me sale la voz. Estoy nervioso. No me esperaba en absoluto que me hicieran esta pregunta.

Con un lápiz recién afilado entre los dedos, el joven se me queda mirando a la cara con profundo interés. Es un lápiz amarillo con una goma de borrar en el otro extremo. El joven tiene un rostro de facciones menudas. Más que guapo sería más exacto calificarlo de hermoso. Lleva una camisa blanca de algodón de manga larga y unos chinos de color verde oliva. Ambos sin una arruga. El pelo lo tiene más bien largo y, cuando baja la cabeza, el flequillo le cae sobre la frente y él se lo echa hacia atrás con la mano de tanto en tanto, como si se acordara de repente. Lleva las mangas de la camisa dobladas hasta el codo y muestra unas muñecas blancas y delgadas. Las gafas son de montura fina y delicada y le sientan bien a sus facciones. Lleva prendida del pecho una pequeña cartulina plastificada donde se lee: ÔSHIMA. Es diferente a cualquiera de los bibliotecarios que he conocido.

—La entrada a la biblioteca es libre. Si quieres leer un libro, puedes cogerlo y llevártelo a la sala de lectura. Ahora bien, por lo que respecta a los ejemplares valiosos que llevan un sello rojo, antes de leerlos tienes que rellenar una solicitud. A tu derecha está el archivo. En él encontrarás ficheros de tipo manual y ordenadores. Si los necesitas, puedes utilizarlos libremente. No se efectúa préstamo de libros. No hay ni revistas ni periódicos. Está prohibido hacer fotografías. Está prohibido hacer fotocopias. Si quieres comer o beber algo, puedes hacerlo sentado en un banco del jardín. La biblioteca cierra a las cinco de la tarde. —Luego deposita el lápiz sobre la mesa y añade—: ¿Eres estudiante de bachillerato?

—Sí —respondo tras respirar hondo.

—Esta biblioteca es un poco peculiar —dice—. Está especializada en un tipo concreto de libros. En la obra de los antiguos poetas de tanka[4] y haiku.[5] Por supuesto también hay libros dirigidos al gran público, pero la mayoría de las personas que vienen desde lejos y que cogen el tren ex profeso para llegar hasta aquí son especialistas que investigan este tipo de literatura. La gente no viene a leer a Stephen King. Y es muy raro que vengan chicos de tu edad. Algún estudiante de posgrado sí aparece de vez en cuando. Por cierto, ¿estás haciendo algún trabajo sobre el tanka o el haiku?

—No —le respondo.

—Lo suponía.

—¿Y yo también puedo entrar? —le pregunto tímidamente temiendo que me traicione la voz.

—Por supuesto —me dice él con una sonrisa aflorándole a los labios. Entonces junta los dedos de ambas manos sobre la mesa—. Esto es una biblioteca y damos la bienvenida a cualquiera que desee leer un libro. Además, no puedo decirlo en voz muy alta, pero a mí tampoco me interesan demasiado los tanka y los haiku.

—¡Qué edificio tan impresionante! —exclamo yo.

Él asiente.

—Los Kômura han sido grandes productores de sake desde la época de Edo, y el padre del actual señor Kômura fue un bibliógrafo famoso en todo el país por su colección de ejemplares raros. El abuelo era poeta, y muchos hombres de letras que se relacionaban con él se hospedaban aquí cuando venían a Shikoku. Wakayama Bokusui o Ishikawa Takuboku o Shiga Naoya sin ir más lejos. Éste debía de ser un lugar muy acogedor, porque había quien se quedaba largas temporadas. Es una familia que jamás ha reparado en gastos a la hora de apoyar el Arte y las Letras. Suele suceder que las familias de este tipo descuiden los negocios y se arruinen, pero con los Kômura, afortunadamente, no ha sido así. Para ellos, las aficiones son las aficiones, y los negocios, los negocios.

—Debían de ser muy ricos —digo.

—Mucho —dice. Y frunce ligeramente los labios—. Antes de la guerra lo eran mucho más, pero todavía lo son. Por eso pueden mantener una biblioteca tan magnífica como ésta. Claro que también cuenta el hecho de que, creando una fundación, obtienen una reducción de los impuestos hereditarios, pero ése es otro tema. Si te interesa el edificio, hoy se efectuará a partir de las dos una visita guiada. Si quieres, puedes apuntarte. Se hace una vez a la semana, los martes, y hoy, casualmente, es martes. En el primer piso hay una colección de pintura muy difícil de encontrar, y además el edificio tiene por sí mismo un gran valor arquitectónico, así que no perderás nada con visitarlo.

Le doy las gracias.

Él sonríe como diciendo: «No hay de qué». Y vuelve a coger el lápiz y da unos golpecitos en la mesa con la goma de la punta. De una manera muy apacible. Como si me alentara.

—¿Eres el guía?

Ôshima sonríe.

—Yo sólo soy un ayudante. La señora Saeki es la que se encarga de eso, vamos, que es mi jefa. Está emparentada con los Kômura y es ella quien guía a los visitantes por el edificio. Es una persona maravillosa. Seguro que a ti también te gustará.

Entro en la amplia biblioteca de altos techos, doy vueltas alrededor de las estanterías, busco un libro que despierte mi interés. Gruesas y magníficas vigas cruzan el techo. Por la ventana se filtran los rayos de sol de principios de verano. Los cristales están abiertos hacia fuera y, desde el jardín, llegan los trinos de los pájaros. Las estanterías inmediatas a la puerta están, tal como ha dicho Ôshima, atestadas de libros relacionados con el tanka y el haiku. Compilaciones de tanka y compilaciones de haiku, ensayos, biografías. También hay muchos libros sobre la historia local.

En las estanterías del fondo se alinean libros de humanidades: obras de la literatura japonesa, obras de la literatura mundial, la obra completa de diversos autores, clásicos, libros de filosofía, teatro, obras generales de arte, sociología, historia, biografías, geografía…

Tomo un libro tras otro, los abro: la mayoría conserva entre sus páginas el olor de épocas pretéritas. Un aroma muy especial a conocimientos profundos y a emociones desatadas que, entre cubierta y cubierta, llevan mucho tiempo sumidos en un apacible sueño. Aspiro el aroma, hojeo algunas páginas y devuelvo los libros a la estantería.

Finalmente elijo uno de los hermosos volúmenes de la versión de Burton de Las mil y una noches y me lo llevo a la sala de lectura. Es una obra que deseaba leer desde hacía tiempo. En la sala recién abierta al público no hay nadie aparte de mí. Puedo disfrutar en exclusiva de la elegante estancia. Es como aparecía en la fotografía de la revista. De techo alto, muy amplia, confortable y cálida. A través de las ventanas, abiertas de par en par, penetra la brisa. Las blancas cortinas tiemblan en silencio. Y el viento, efectivamente, huele a mar. Nada que objetar sobre la comodidad de los sillones. En un rincón de la estancia hay un viejo piano de pared y yo me siento como si estuviese de visita en casa de unos buenos amigos.

Sentado en el sofá barro la estancia con la mirada cuando, de improviso, me doy cuenta de que es el lugar que he estado buscando durante largo tiempo. Un hueco en el mundo, un lugar escondido exactamente como éste. Pero hasta ahora se trataba sólo de un lugar secreto en mis fantasías. Ni siquiera creía que un lugar así existiera en realidad. Aspiro una bocanada de aire con los ojos cerrados y el aire permanece dentro de mí como una dulce nube. Es una sensación maravillosa. Acaricio despacio con la palma de la mano la cubierta color crema del sofá. Me levanto, me acerco al piano, alzo la tapa, poso suavemente los diez dedos sobre las teclas amarillentas. Bajo la tapa del piano, doy vueltas por encima de la alfombra, estampada con un motivo de racimos de uva. Hago girar la vieja manilla que sirve para abrir y cerrar la ventana. Enciendo la lámpara de pie, la apago. Contemplo, uno tras otro, los cuadros de las paredes, luego vuelvo a sentarme en el sofá y continúo leyendo el libro. Me concentro en la lectura.

A mediodía saco de la mochila la botella de agua mineral y el bentô, tomo asiento en la veranda que da al jardín y almuerzo. Muchos pájaros se acercan, pasan de un árbol a otro, descienden alrededor del estanque, beben agua, se asean. Entre ellos hay pájaros que yo no había visto nunca. Aparece un gran gato pardo y los pájaros levantan el vuelo precipitadamente, pero el gato no siente ningún interés por ellos. Lo único que quiere es tenderse al sol sobre el pavimento de piedra.

—¿Hoy no tienes clase? —me pregunta Ôshima cuando dejo de nuevo la mochila antes de entrar en la sala de lectura.

—Sí, tengo. Pero he decidido no asistir durante un tiempo —digo eligiendo las palabras con cuidado.

—Oposición a ir a la escuela —comenta.

—Tal vez.

Ôshima me lanza una mirada llena de interés.

—¿Tal vez?

—No es que me oponga a ir, sólo que he decidido no ir —digo.

—¿O sea, que has dejado de ir a la escuela así, por las buenas, voluntariamente?

Me limito a asentir. No se me ocurre qué respuesta dar.

—Según la historia de Aristófanes que sale en El banquete de Platón, en el mundo mítico de la Antigüedad había tres clases de seres humanos —dice Ôshima—. ¿Lo sabías?

—No —respondo.

—El mundo antiguo no estaba compuesto por hombres y mujeres sino por hombres-hombres, hombres-mujeres y mujeres-mujeres. Es decir, que un ser humano comprendía dos personas de ahora. Y así vivían todos satisfechos y felices. Sin embargo, los dioses los partieron a todos con un cuchillo por la mitad. De un corte limpio. Como resultado, el mundo se dividió en hombres y mujeres, y desde entonces los seres humanos van corriendo desesperados de un lado para otro buscando la mitad que les falta.

—¿Y por qué hicieron los dioses eso?

—¿Partir los seres humanos en dos? Pues vete a saber. Los actos de los dioses nunca son fáciles de comprender. Los dioses son irascibles y tienden a ser, ¿cómo te diría?, excesivamente idealistas. Puestos a suponer, tal vez se tratase de algún castigo. Como la expulsión de Adán y Eva del Paraíso que sale en la Biblia.

—El pecado original —digo.

—Exacto. El pecado original —dice Ôshima. Y hace oscilar el largo lápiz entre los dedos índice y corazón como si fuera una balanza—. En definitiva, lo que quería decirte es lo siguiente: para un ser humano es muy duro vivir solo.

Vuelvo a la sala de lectura y sigo con la historia de Abu-al-Hassan, el truhán. Sin embargo, no logro concentrarme en la lectura. ¿Hombres-hombres, hombres-mujeres y mujeres-mujeres?

Cuando las agujas del reloj señalan las dos, dejo el libro, me levanto del sofá y me sumo a la visita guiada. La señora Saeki, la encargada de realizarla, es una mujer delgada que debe de tener unos cuarenta y cinco años. Alta para su generación. Lleva un vestido azul de manga corta y una chaqueta fina de color crema sobre los hombros. Muy elegante. El pelo largo y recogido en una cola floja. Cara refinada e inteligente. Ojos bonitos. Y una pálida sonrisa flotando en los labios como una sombra. No puedo expresarlo bien, pero su sonrisa raya en la perfección. Me recuerda un pequeño rincón soleado. Un rincón de especiales contornos que sólo puede nacer en un lugar donde haya cierto tipo de recogimiento. En el jardín de la casa de Nogata[6] donde yo vivía existía un lugar de estas características, con un rincón soleado de estas características. Y a mí, desde niño, me había gustado ese rincón.

La señora Saeki me produce una impresión fuerte y a la vez nostálgica. «Ojalá fuese mi madre», pienso. Cada vez que veo a una mujer de mediana edad hermosa (o simpática) pienso lo mismo. Que ojalá fuese mi madre. No hace falta decir que las posibilidades de que la señora Saeki sea mi madre son casi nulas. Sin embargo, teóricamente hablando, una remota posibilidad sí la hay. Porque no conozco la cara de mi madre, ni siquiera sé cómo se llama. O sea, que no hay ninguna razón para que no pueda serlo.

Aparte de mí, sólo participa en el recorrido un matrimonio de mediana edad de Osaka. La esposa es una mujer regordeta con gafas de gruesos cristales. El marido, un hombre delgado con una cabellera hirsuta que parece haber domado con un cepillo de púas. De ojos rasgados y frente ancha, recuerda a una de las estatuas de la isla de Pascua con la vista perdida siempre en el horizonte. La esposa lleva la voz cantante y el marido se limita a asentir. Además, hace movimientos afirmativos con la cabeza, muestra admiración y, de vez en cuando, farfulla algunas palabras entrecortadas difíciles de entender. La ropa de ambos es más adecuada para ir a la montaña que para visitar una biblioteca. Llevan un chaleco impermeable lleno de bolsillos, unos fuertes zapatones y gorra de alpinista. Quizá vayan ataviados de esta guisa cada vez que salen de viaje. No parecen mala gente. No llego a pensar que ojalá fueran mis padres, pero me siento aliviado al ver que no soy el único integrante de la visita.

Al principio, la señora Saeki explica los detalles de la creación de la Biblioteca Conmemorativa Kômura. Viene a decir lo mismo que me había contado Ôshima. Cómo abrió sus puertas la biblioteca para exponer al público los libros, documentos y cuadros coleccionados por la familia Kômura durante generaciones, con la finalidad de contribuir al desarrollo de la cultura local. Cómo se creó una fundación financiada con el patrimonio familiar para que administrase la biblioteca. Y cómo se organizaban puntualmente actos culturales que podían ser conferencias o conciertos de música de cámara. El edificio databa de principios de la era Meiji[7] y fue levantado como pabellón anexo al edificio principal para que efectuase las funciones de biblioteca y de residencia de invitados. En la era Taishô,[8] sufrió unas obras de remodelación de gran envergadura, se convirtió en un edificio de dos plantas. Fue asimismo en aquella época cuando se construyeron unas magníficas habitaciones para los insignes huéspedes que se alojaban en la casa de finales de Taishô a principios de Shôwa,[9] numerosos artistas y literatos visitaron a la familia Kômura y todos dejaron algún legado de su paso por la mansión. Los poetas dejaron sus poesías; los poetas de haiku, sus haiku; los literatos, sus escritos; los pintores, sus cuadros como agradecimiento por la hospitalidad de los Kômura.

—Podrán ustedes contemplar una selección del valioso patrimonio cultural de la familia Kômura en la sala de exposiciones de la primera planta —dice la señora Saeki—. Como verán ustedes, la tarea de mantener rica y floreciente la vida cultural de la región recayó más en manos de estos ricos aficionados, como la familia Kômura, que en las de las autoridades locales. Ellos fueron mecenas de las Artes y las Letras. La prefectura de Kagawa ha dado un gran número de poetas de tanka y haiku, y lo cierto es que el ímprobo esfuerzo realizado, generación tras generación, por la familia Kômura en la creación y mantenimiento de un círculo artístico de primera magnitud en la región ha contribuido en gran medida a ello. Sobre la creación de este interesante círculo cultural y su evolución se han publicado numerosos trabajos, ensayos y memorias que ustedes podrán consultar, si así lo desean, en la sala de lectura.

»Los sucesivos patriarcas de la familia Kômura han tenido profundos conocimientos sobre las Artes y las Letras y, asimismo, han gozado de una aguda intuición para distinguir el verdadero arte de las imitaciones. Es una característica que podría llamarse genética. Siempre han sido capaces de reconocer al auténtico artista, y únicamente a él le han ofrecido atención y soporte para ayudarlo a colmar sus más altas aspiraciones. Sin embargo, como ustedes sabrán, en este mundo no existe un ojo clínico infalible. Y, desafortunadamente, también ha habido excelentes artistas que no pudieron ganarse el favor de los Kômura. Uno de ellos fue el poeta de haiku Taneda Santôka, cuya obra fue despreciada. Según el registro de huéspedes, Santôka se alojó aquí en diversas ocasiones y, en cada una de ellas, dejó un poema como agradecimiento. Sin embargo, el patriarca de la familia lo consideraba un “farsante pedigüeño” y lo ignoró deshaciéndose de la mayoría de sus obras.

—¡Oh! ¡Qué lástima! —dijo la señora de Osaka con acento desolado—. Y pensar que ahora valdrían un dineral.

—En efecto —admitió la señora Saeki con una sonrisa—. Pero, en aquella época, Santôka era un completo desconocido. Y era fácil equivocarse. Hay cosas que sólo se saben retrospectivamente.

—En efecto. En efecto —asintió el marido.

A continuación, la señora Saeki nos mostró la planta baja. Las estanterías de libros, la sala de lectura, la estancia donde se hallaban expuestos los ejemplares valiosos.

—A la hora de construir esta biblioteca, el patriarca de la época decidió evitar el elegante estilo sukiya característico de los artistas de Kioto y optó por levantar un edificio parecido, más bien, a una rústica villa campestre. Sin embargo, podrán ustedes observar cómo, en contraste con el marco de líneas rectas del edificio, los muebles, las puertas y la decoración muestran un gran lujo y sofisticación. La elegancia de los dinteles, por ejemplo, no tiene parangón. Dicen que para construirlos se reunió a los más ilustres maestros artesanos del Shikoku de la época.

Luego subimos todos a la primera planta. La escalera es de techo alzado. La barandilla es de ébano, tan pulida y brillante que da la sensación de que, al tocarla, las huellas de los dedos van a quedar estampadas en ella. En la ventana de enfrente del descansillo hay una vidriera. Representa a un ciervo que, estirando el cuello, está comiendo uvas. En la primera planta hay dos habitaciones para invitados y una sala amplia. Antiguamente, el suelo de la sala debía de estar cubierto de tatami y, en ella, debían de poder celebrarse reuniones y banquetes. Ahora el suelo está recubierto de parquet y, de las paredes, cuelgan rollos de pintura japonesa. En el centro de la sala hay un expositor de cristal donde se alinean recuerdos y objetos históricos. Una de las habitaciones es de estilo occidental y la otra de estilo japonés. En la occidental hay un gran escritorio y una silla giratoria, y da la sensación de que todavía hay alguien sentado en ella escribiendo. Entre la hilera de pinos al otro lado de la ventana que se encuentra detrás del escritorio se vislumbra la línea azul del mar.

Folleto en mano, el matrimonio de Osaka va mirando, uno tras otro, los objetos expuestos en la sala. Cada vez que la esposa hace un comentario, el marido asiente como si la alentara. Al parecer, no existe la menor discrepancia entre ambos. A mí no me interesan tanto los objetos expuestos, así que voy mirando los detalles arquitectónicos del edificio. Me encuentro inspeccionando la habitación de estilo occidental, cuando se me acerca la señora Saeki.

—Si quieres, puedes sentarte en esa silla —me dice la señora Saeki—. En ella se sentaron Shiga Naoya y Tanizaki Jun’ichirô. Claro que no es exactamente la misma que en aquella época.

Me siento en la silla giratoria. Coloco en silencio las manos sobre la mesa.

—¿Qué tal? ¿Te da la impresión de que estás a punto de ponerte a escribir algo?

Me ruborizo un poco y niego con la cabeza. La señora Saeki sonríe y vuelve a la habitación contigua, junto al matrimonio de Osaka.

Sentado en la silla, me quedo contemplando su figura de espaldas. El movimiento de su cuerpo, cómo avanzan sus piernas. Todos sus gestos rebosan elegancia y naturalidad. No sé expresarlo bien, pero poseen algo especial. Parece que ella, a través de su espalda, me esté comunicando algo. Algo que no se puede formular con palabras. Algo que no puede transmitirse cara a cara. Pero no sé de qué se trata. Porque son muchas las cosas que ignoro.

Sentado en la silla, barro la estancia con la mirada. En las paredes cuelgan óleos que representan, al parecer, paisajes de las costas de la región. El estilo de las marinas es antiguo, pero el colorido es muy vívido. Encima de la mesa hay un gran cenicero y una lámpara de pantalla verde. Aprieto el interruptor, se enciende la luz. En la pared de enfrente cuelga un reloj negro de estilo viejo. Parece antiguo, pero las agujas marcan las horas con exactitud. En las tablas del entarimado del suelo se abren, aquí y allá, agujeros, y chirrían al pisarlas.

Cuando el recorrido acabó, el matrimonio de Osaka dio las gracias a la señora Saeki y se fue. Por lo visto ambos pertenecían al círculo de tanka de la región de Kansai. La mujer, aún, pero ¿qué diablos debía de escribir el marido? Sólo con síes y movimientos de cabeza no se puede hacer una poesía. Para ello hace falta un poco más de iniciativa. Claro que, tal vez exclusivamente en el momento de componer un poema, el hombre sacara de su interior algo que mantenía guardado dentro.

Vuelvo a la sala de lectura y continúo leyendo. Por la tarde se acercaron por allí varias personas. La mayoría llevaba gafas de présbita. Con ellas puestas, todos tenían la misma cara. El tiempo transcurría con extrema lentitud. Aquí todos se entregan a la lectura en silencio. A nada más. Nadie abre la boca. Hay alguno que toma notas sentado frente a la mesa, pero la gran mayoría devora su libro sentado en su asiento sin soltar una palabra, sin cambiar de postura. Igual que yo.

A las cinco dejo el libro, lo devuelvo a la estantería y salgo de la biblioteca.

—¿A qué hora abre mañana? —pregunto.

—A las once. Cerramos el lunes —dice él—. ¿Volverás mañana?

—Si no molesto…

Ôshima me mira entrecerrando los ojos.

—Pues claro que no molestas. Las bibliotecas son lugares adonde va la gente que quiere leer. Vuelve, por favor. Por cierto, ¿tú siempre llevas eso encima? Parece muy pesado, ¿qué diablos guardas dentro? ¿Un cargamento de Krugerrands?[10]

Me ruborizo.

—Vale, vale. No importa. No es que en verdad tenga ganas de saberlo —dice Ôshima. Y se aprieta la sien derecha con la goma del lápiz—. Hasta mañana.

—Adiós —me despido. Y él, en vez de levantar la mano, responde alzando el lápiz a modo de saludo.

Vuelvo a montar en el mismo tren de la ida y regreso a Takamatsu. Pido un plato combinado de pollo y una ensalada en el local barato que hay cerca de la estación. Me tomo otro bol de arroz y, después de comer, me bebo un vaso de leche caliente. En previsión del hambre que pueda sentir por la noche, me compro dos onigiri en una tienda de esas que no cierran nunca y otra botella de agua.

Luego ando hasta el hotel donde me hospedo. No camino ni más deprisa ni más despacio de lo necesario. Lo hago como una persona normal y corriente, para no llamar la atención.

Aunque de grandes dimensiones, es el típico hotel de segunda categoría. Al registrarme en recepción anoto una dirección, un nombre y una edad falsos y pago por adelantado una noche. Estoy un poco nervioso. Pero ellos no me miran con ojos inquisitivos. Tampoco gritan «¡Eh! No mientas de manera tan descarada. Que no somos tontos. Pero si se nota a la legua que eres un niño de quince años que se ha escapado de casa». Todos los trámites se llevan a cabo mecánicamente.

Subo al quinto piso en un ascensor que vibra como si chocaran unas piezas con otras, augurando lo peor. La habitación es pequeña, larga y estrecha; la cama es poco confortable; la almohada, dura; el televisor, de pequeño tamaño; las cortinas están descoloridas por el sol. Incluso el baño no es más grande que un armario. No hay ni champú ni crema suavizante para el pelo. Por la ventana sólo se ve la pared del edificio de enfrente. Pero tengo que pensar que estoy bajo techo y que, por el grifo, sale agua caliente. Dejo la mochila en el suelo, me siento en una silla e intento familiarizarme con la habitación.

«Soy libre», me digo. Cierro los ojos y, durante unos instantes, pienso que soy libre. Pero aún no acabo de entender qué significa. En estos momentos, lo único que tengo claro es que estoy solo. Solo en una tierra desconocida. Como un explorador solitario que hubiese perdido la brújula y el mapa. ¿Consistirá en esto la libertad? Ni siquiera lo sé. Dejo de pensar en ello.

Permanezco largo tiempo dentro de la bañera, me lavo minuciosamente los dientes en el lavabo. Me tumbo en la cama y vuelvo a leer un poco más. Cuando me canso, pongo las noticias de la televisión. Pero, en comparación con lo que me ha sucedido a lo largo del día, son unas noticias aburridas y desprovistas de todo interés. Apago el televisor enseguida y me deslizo entre las sábanas. El reloj marca ya las diez. Pero no logro dormirme fácilmente. Un día nuevo en un lugar nuevo. Es, además, el día de mi decimoquinto cumpleaños. Y me he pasado la mayor parte del tiempo en aquella extraña biblioteca provista de un encanto indiscutible. He conocido a varias personas. A Sakura. A Ôshima y a la señora Saeki. Agradezco que no fueran del tipo de personas que me amedrentan. Tal vez sea un buen presagio.

Luego pienso en mi casa de Nogata y en mi padre, que ahora debe de encontrarse en ella. ¿Qué sentimientos abrigará al darse cuenta de que he desaparecido de repente? ¿Habrá sentido alivio al dejar de verme? ¿Experimentará desconcierto? ¿O no sentirá nada en particular? No, posiblemente ni siquiera se haya dado cuenta de que he desaparecido.

De pronto se me ocurre algo, saco de la mochila el teléfono móvil de mi padre. Lo conecto y marco el número de mi casa de Tokio. Enseguida suena el que timbre de llamada. A pesar de los más de setecientos kilómetros que nos separan, el sonido es tan nítido como si estuvieses llamando a la habitación contigua. Esta nitidez casi inesperada me sorprende. Al segundo timbrazo cuelgo. Los latidos de mi corazón se han desbocado, a duras penas logro calmarme. El teléfono funciona. Mi padre todavía no se ha dado de baja. Posiblemente todavía no se haya dado cuenta de que el teléfono no está en el cajón. Vuelvo a meter el teléfono en el bolsillo de la mochila, apago la luz de la mesilla de noche y cierro los ojos. Ni siquiera sueño. Ahora que lo digo, hace mucho tiempo que no sueño.