En cualquier lugar
donde parezca que esto pueda hallarse

—El padre de mi marido murió hace tres años atropellado por un tranvía —dijo la mujer. E hizo una pausa.

Yo no manifesté mi impresión al respecto. Me limité a mirarla fijamente a los ojos y a hacer dos pequeños movimientos afirmativos de cabeza. Durante el intervalo, comprobé si la media docena de lápices que descansaban en la bandeja de los lápices estaban bien afilados. Y, de la misma forma que un jugador de golf escoge el palo según la distancia, yo elegí con cuidado un lápiz. Uno que no tuviese la punta demasiado afilada ni tampoco demasiado roma.

—Me da vergüenza contarle esto —confesó la mujer.

No expresé mi opinión. Tomé el bloc de notas y, para probar el lápiz, escribí la fecha y el nombre de la mujer en lo alto de la hoja.

—Hoy en día, por Tokio apenas circulan tranvías. La mayoría han sido sustituidos por autobuses. Pero han dejado algunos. Como una especie de recuerdo. Pues bien, mi suegro fue atropellado por uno de esos tranvías —dijo la mujer, y lanzó un suspiro mudo—. La noche del uno de octubre de hace tres años. Llovía a cántaros.

Con el lápiz, anoté en el cuaderno los datos esenciales. «Padre, hace tres años, tranvía, lluvia torrencial, 1 de octubre, noche». Yo sólo sé escribir haciendo buena letra, así que soy un poco lento.

—Mi suegro estaba en aquellos momentos muy ebrio. De no ser así, no se hubiera tendido en la vía del tranvía una noche de lluvia. Eso es evidente.

Tras pronunciar estas palabras, la mujer volvió a quedar en silencio. Apretando los labios con fuerza y mirándome fijamente. Quizás esperaba a que yo asintiera.

—Sí, claro —dije—. Debía de estar muy ebrio.

—Tanto como para perder la conciencia.

—¿Solía llegar su padre político a ese estado?

—¿Se refiere a emborracharse hasta el extremo de perder la conciencia?

Asentí.

—Lo cierto es que a veces bebía mucho —reconoció la mujer—. Pero no se puede decir que lo hiciera con frecuencia, y menos hasta el punto de tenderse en la vía del tranvía.

¿Hasta qué punto tiene que emborracharse alguien para tenderse en la vía? Yo era incapaz de precisarlo. Además, ¿era un problema de cantidad? ¿De calidad? ¿O quizás era un problema de orientación?

—O sea, que bebía mucho, a veces, pero que normalmente no llegaba hasta ese punto —dije.

—Eso tengo entendido.

—¿Podría decirme su edad, señora?

—¿Me está preguntando cuántos años tengo?

—En efecto —dije—. Claro que si no quiere responder, no está obligada a ello.

La mujer alargó la mano y se frotó el puente de la nariz con el dedo índice. Era una nariz bonita, de líneas muy correctas. Posiblemente había sido objeto de una operación de cirugía estética en un pasado no muy lejano. Yo había salido un tiempo con una mujer que tenía la misma costumbre. A ella también le habían retocado la nariz y, cuando reflexionaba, siempre se frotaba el puente con el dedo índice. Como si se cerciorara de que la nueva nariz seguía en su sitio. Por esa razón, al ver su gesto, me asaltó un ligero déjà vu. Donde se mezclaban no pocos recuerdos de sexo oral.

—No tengo por qué ocultarla —dijo la mujer—. Tengo treinta y cinco años.

—¿Y qué edad tenía su padre político cuando falleció?

—Sesenta y ocho años.

—¿Y qué hacía su padre político? ¿De qué trabajaba?

—Era monje.

—¿Se refiere usted a que era monje budista?

—Sí. Era monje budista. De la secta Jôdo[24]. Era superior de un templo en el distrito de Toshima.

—Debió de representar un duro golpe, imagino —dije yo.

—¿Se refiere a que mi suegro muriera, borracho, atropellado por un tranvía?

—Sí.

—Por supuesto que fue un golpe. Especialmente para mi marido —dijo ella.

Lo apunté a lápiz. «68 años, monje budista, secta Jôdo».

Ella estaba sentada en un extremo de un sofá de dos plazas. Yo me encontraba ante la mesa, en una silla giratoria. Entre ambos había unos dos metros de distancia. Ella vestía un traje sastre bien cortado de color verde. Sus piernas, enfundadas en medias, eran bonitas, los zapatos negros de tacón le sentaban bien. Los tacones eran tan afilados como armas mortíferas.

—¿Desea usted, entonces —pregunté—, hacerme un encargo con relación a su padre político?

—No, en absoluto —dijo ella. Y sacudió la cabeza en un pequeño pero rotundo ademán para subrayar la negación—. Es referente a mi marido.

—¿Su marido también es monje budista?

—No. Trabaja en Merrill Lynch.

—¿La compañía de valores?

—Sí —respondió ella. En su voz se advertía cierta impaciencia. Como si quisiera decirme: «¿Acaso hay otra Merrill Lynch en el mundo que no sea la compañía de valores?»—. Vamos, que trabaja como corredor de bolsa.

Comprobé el estado en que se encontraba la punta del lápiz y, sin decir nada, esperé a que prosiguiera.

—Mi marido es hijo único, pero el cambio de valores le interesaba más que el budismo y, por lo tanto, no sucedió a su padre en sus responsabilidades como superior del templo.

Ella me miró como diciendo: «Cosa del todo lógica, ¿no le parece?», pero yo, como no sentía un gran interés ni por el cambio de valores ni por el budismo, no expresé mi parecer. Me limité a mostrar una expresión neutra que venía a decir: «La estoy escuchando atentamente, señora».

—Tras la muerte de su marido, mi suegra se mudó al mismo edificio donde vivimos nosotros, en el distrito de Shinagawa. Vivimos en el mismo bloque, pero en apartamentos separados. Nosotros, el matrimonio, en el piso veintiséis y mi suegra, en el veinticuatro. Ella vive sola. Hasta entonces vivía con mi suegro en el templo, pero cuando llegó otro monje enviado del templo principal para asumir las funciones de superior, ella se mudó aquí. Mi suegra tiene actualmente sesenta y tres años. Y, de pasada, le diré que mi marido tiene cuarenta. Si no sucede nada, el mes que viene cumplirá los cuarenta y uno.

Apunté en mi cuaderno: «suegra, piso 24; 63 años. Marido, 40; Merrill Lynch, piso 26, Shinagawa». Ella esperó pacientemente a que yo acabara de escribir.

—Mi suegra, desde que murió su marido, padece ataques de ansiedad. Los síntomas se le agravan especialmente las noches de lluvia. Puede que se deba a que mi suegro murió en una noche así. Supongo que es algo lógico.

Hice un ligero movimiento afirmativo de cabeza.

—Cuando se le agravan los síntomas, es como si se le aflojaran los tornillos de la cabeza. Nos llama por teléfono y entonces, o bien mi esposo o bien yo, vamos a su apartamento, dos pisos más abajo, y la atendemos. La tranquilizamos, la convencemos. Si mi marido está en casa, va él, y si no, bajo yo.

Ella hizo una pausa, esperando mi reacción. Yo guardaba silencio.

—Mi suegra no es mala persona. Jamás he pensado nada malo de ella. Sólo que tiene los nervios delicados y siempre ha dependido mucho de los demás. Creo que usted puede hacerse cargo de la situación.

—Me hago cargo —dije.

Ella cruzó y descruzó las piernas velozmente, esperó a que yo apuntara algo en el cuaderno. Pero esa vez no escribí nada.

—Nos llamó el domingo, a las diez de la mañana. También entonces estaba lloviendo bastante fuerte. Fue hace dos domingos. Hoy es jueves y, por lo tanto, debe de hacer diez días de eso.

Eché una ojeada al calendario que tenía sobre la mesa.

—El domingo tres de septiembre, ¿no es así?

—Exacto. El día tres. Ese domingo, a las diez de la mañana, llamó mi suegra —dijo la mujer. Luego cerró los ojos como si estuviera rememorando algo. Si hubiera sido una película de Alfred Hitchcock, la pantalla hubiera empezado a ondularse justo antes de que comenzara la escena retrospectiva. Pero, como no era una película, la mujer abrió los ojos sin que llegara a iniciarse la escena—. Se puso mi marido. Aquel día tenía que haber ido a jugar al golf, pero, como llovía muy fuerte desde el amanecer, había cancelado la partida y se encontraba en casa. Si hubiera hecho buen tiempo, no habría sucedido nada. Claro que de poco sirve hacer conjeturas a posteriori.

«3 septiembre, golf, lluvia, cancelado; madre llamada», anoté en el cuaderno.

—Mi suegra le dijo a mi marido que se ahogaba. Que tenía vértigo y que no podía levantarse de la silla. Entonces mi marido, sin afeitarse siquiera, se vistió y bajó a su apartamento, dos pisos más abajo. Cuando se disponía a salir de casa, me dijo que no creía que le llevara mucho tiempo y que yo ya podía ir preparando el desayuno.

—¿Cómo iba vestido su marido? —le pregunté.

Ella volvió a frotarse suavemente el puente de la nariz.

—Llevaba un polo de manga corta y unos chinos. El polo era gris oscuro y los pantalones de color crema. Ambos, comprados por catálogo en J. Crew. Mi esposo es miope y lleva siempre gafas. Unas Armani de montura metálica. Los zapatos eran unos New Balance de color gris. Iba sin calcetines.

Apunté detalladamente esa información en el cuaderno.

—¿Quiere saber su estatura y su peso?

—Me sería de gran utilidad —dije.

—Mide un metro setenta y tres y pesa unos setenta y dos kilos. Antes de casarse, sólo pesaba sesenta y dos, pero, durante estos diez años, ha engordado un poco.

También tomé nota de ello. Luego comprobé el estado de la punta de mi lápiz y lo sustituí por otro nuevo. Jugueteé un poco con el lápiz, para familiarizarme con él

—¿Puedo proseguir? —preguntó la mujer.

—Adelante, por favor —dije yo.

La mujer volvió a cruzar y descruzar las piernas.

—Cuando llamó por teléfono, yo estaba a punto de hacer crepes. Los domingos por la mañana siempre hago crepes. Los domingos que no va a jugar al golf, mi marido siempre se come un montón de crepes. A mi marido le encantan los crepes. Acompañados de bacon bien crujiente.

«Con razón ha engordado diez kilos», me dije, pero, evidentemente, no le expresé mis pensamientos.

—Veinte minutos después llamó mi marido. Me dijo que su madre ya estaba más tranquila, que subía de inmediato las escaleras y volvía a casa. Que le preparara enseguida el desayuno porque tenía mucho apetito. Al oírlo, puse la sartén al fuego y empecé a hacer los crepes. También sofreí el bacon. Calenté el jarabe de azúcar de arce. Los crepes no son difíciles de hacer, pero es fundamental respetar el orden y el tiempo de cocción correctos. Sin embargo, por más que esperé, mi marido no apareció. Los crepes se fueron quedando fríos y duros en el plato. Entonces decidí llamar a mi suegra. Le pregunté si mi marido todavía estaba con ella. Mi suegra me dijo que hacía rato que se había ido.

Ella me miró a la cara. Yo esperaba, en silencio, a que prosiguiera. La mujer se sacudió con la mano una mota de polvo metafísica de imaginarios contornos que tenía sobre la falda a la altura de la rodilla.

—Mi marido se esfumó allí. Como el humo. Desde entonces no sé absolutamente nada de él. Desapareció de nuestra vista, sin dejar ni rastro, en el tramo de escalera que va del piso veinticuatro al veintiséis.

—Ha dado parte a la policía, imagino.

—Por supuesto —dijo la mujer y torció levemente los labios—. Como a la una de la tarde mi marido seguía sin volver, llamé a la policía. Pero, a decir verdad, la policía no se afanó mucho en su búsqueda. Vinieron unos agentes de la comisaría del barrio, pero, al no encontrar señales de lucha, perdieron enseguida el interés. Me dijeron que esperara un par de días y que si por entonces mi marido seguía sin volver, denunciara su desaparición. Los policías, por lo visto, creyeron que mi marido se había marchado a alguna parte obedeciendo a un impulso momentáneo. Creyeron que se había marchado porque estaba harto de su vida o algo por el estilo. Pero piénselo bien. Esto no tiene ningún sentido. Mi marido se fue a casa de su madre con las manos vacías, sin llevarse ni la cartera, ni el carnet de conducir, ni las tarjetas de crédito, ni el reloj. Ni siquiera se había afeitado. Además, acababa de llamar y de decirme que hiciera ya los crepes, que venía enseguida. Un hombre que se dispone a fugarse de casa no va a decir eso por teléfono. ¿No es cierto?

—Tiene usted toda la razón —asentí—. Por cierto, cuando va al piso veinticuatro, ¿su marido baja siempre por las escaleras?

—Mi marido no usa jamás el ascensor. Detesta los ascensores. Siempre dice que no soporta estar encerrado en un lugar tan pequeño.

—Sin embargo, decidió vivir en la planta veintiséis de un rascacielos, ¿no es cierto?

—Sí. Pero mi marido siempre sube y baja por las escaleras. Eso no le representa ningún problema. Así se le fortalecen las piernas y también le va bien para rebajar peso. Claro que le lleva cierto tiempo desplazarse, eso sí.

Escribí: «Crepes, diez kilos, escaleras, ascensor». Me representé la imagen de los crepes acabados de hacer y la del hombre subiendo por las escaleras.

La mujer dijo:

—Ésta es la situación en la que me encuentro. ¿Se encargará usted del caso?

No era preciso que me lo pensara demasiado. Era el tipo de caso que estaba esperando. Pero fingí que echaba un vistazo a la agenda y que hacía algunas comprobaciones. Si hubiera asentido de inmediato, ella habría sospechado que allí había gato encerrado.

—Hoy, afortunadamente, tengo libre hasta la tarde —dije. Y eché un vistazo al reloj de pulsera—. Ahora son las once y treinta y cinco. ¿Le parece bien conducirme ahora hasta su casa? Ante todo, me gustaría ver el lugar donde estuvo su marido por última vez.

—Claro que sí —dijo la mujer. Luego hizo una pequeña mueca—. ¿Significa eso que se encarga del caso?

—Sí —respondí.

—Pero, todavía no hemos hablado de sus honorarios.

—No son necesarios.

—¿Cómo dice usted? —preguntó la mujer mirándome fijamente a la cara.

—Que no voy a cobrarle nada —dije, y sonreí.

—Pero ésta es su profesión, ¿no es así?

—En realidad, no. No lo es. Yo soy un voluntario. Por eso no le cobraré nada.

—¿Un voluntario?

—Exacto.

—Sin embargo, con todo, usted tendrá algunos gastos…

—Tampoco necesito dinero para gastos. Soy un voluntario auténtico y, por lo tanto, no acepto ni remuneración ni gratificaciones de ningún tipo.

La mujer ponía cara de pasmo.

Se lo expliqué:

—Por suerte, obtengo de otra parte los ingresos necesarios para vivir. Mi objetivo al hacer esto no es ganar dinero. Yo tengo un interés particular en encontrar a personas que han desaparecido. —Lo cierto es que me interesaban cierto tipo de desapariciones. Pero tratar de precisar hasta ese punto habría complicado la historia—. Y dispongo de cierto talento para ello.

—¿Hay algo de cariz religioso tras todo esto? ¿Está relacionado con la New Age? —preguntó.

—No, no tiene nada que ver ni con la religión ni con la New Age.

La mujer dirigió una mirada a los afilados tacones de sus zapatos. Quizá con la intención de utilizarlos como arma contra mí si las cosas se torcían.

—Mi marido me ha dicho siempre que no me fie de las cosas gratuitas —repuso la mujer—. Quizá le parezca una grosería, pero, según él, suelen esconder algo.

—Por lo general, es tal como dice su marido —admití yo—. En la sociedad poscapitalista no es fácil confiar en lo que es gratis. Cierto. Sin embargo, con todo, le pido que confíe en mí. Ésta es la premisa.

Ella tomó el bolso de mano Louis Vuitton que mantenía a su lado, descorrió la cremallera, que hizo un elegante siseo, y extrajo de su interior un abultado sobre. El sobre estaba cerrado. No sé cuánto dinero debía de haber dentro, pero parecía bastante pesado.

—De momento, he traído esto para posibles gastos.

Sacudí enérgicamente la cabeza.

—No puedo aceptar, bajo ningún concepto, ninguna remuneración, objeto o acto de agradecimiento. Ésta es la regla. Si aceptara cualquier pago o regalo, las acciones que me dispongo a hacer perderían todo su sentido. Si a usted le sobra el dinero y se siente incómoda no pagándome nada, dónelo a alguna institución benéfica. A la Asociación de Amigos de los Animales, al Fondo para la Educación de Huérfanos por Accidente de Tráfico o a donde le plazca. Quizá, de ese modo, se le aligere un poco la carga psicológica.

La mujer frunció el entrecejo, lanzó un hondo suspiro y, sin decir nada, volvió a guardar el sobre en el bolso. Y una vez su Louis Vuitton hubo recuperado su abultamiento y paz originales, lo depositó en el lugar donde se encontraba en un principio. Luego volvió a llevarse la mano al puente de la nariz y me miró como si yo fuera un perro al que le han lanzado un palo, pero que no se ha movido de su sitio.

—Las acciones que se dispone a emprender —concluyó la mujer con voz seca.

Asentí y dejé el lápiz, cuya punta había quedado roma, en la bandeja de los lápices.

La mujer de los zapatos de tacón afilado me condujo hasta el tramo de escalera que unía los pisos veinticuatro y veintiséis. Señaló la puerta de su apartamento (número 2609) y, luego, señaló la puerta del apartamento donde vivía su suegra (número 2417). Las dos plantas estaban unidas por una amplia escalera. Para recorrer aquella distancia no se tardaba, por más despacio que esto se hiciera, más de cinco minutos.

—En el momento de comprar la casa, mi marido tuvo en cuenta esta escalera, tan amplia y luminosa. En la mayoría de los rascacielos se descuida mucho la escalera. Una escalera grande quita mucho espacio y la mayoría de los inquilinos apenas la pisan porque usan siempre el ascensor. Por eso, la mayor parte de constructores prefieren centrarse en puntos que capten más la atención de la gente. En un lujoso suelo de mármol en el vestíbulo, o en una biblioteca, por ejemplo. Pero mi marido concede una importancia primordial a la escalera. Dice que la escalera es la columna vertebral del edificio.

Efectivamente, era una escalera con presencia. En el descansillo entre los pisos veinticinco y veintiséis había un sofá de tres plazas y, en la pared, un gran espejo de cuerpo entero. Un cenicero de pie, plantas de adorno. Por el ventanal se veía el cielo despejado, en el que flotaban unas cuantas nubes. Las ventanas tenían el cristal fijado en el marco de modo que no se pudieran abrir.

—¿En todos los pisos hay tanto espacio? —le pregunté.

—No. Cada cinco pisos hay un lugar de descanso como éste. Pero no en todas las plantas —dijo la mujer—. ¿Quiere ver el interior de nuestro apartamento y el de mi suegra?

—Por ahora no es necesario.

—Desde la inexplicable desaparición de mi marido, el estado de los nervios de mi suegra es todavía peor que de costumbre —dijo la mujer. Y agitó un poco las manos—. Para ella ha representado un golpe muy duro. Claro que no hace falta que se lo diga.

—Por supuesto —asentí yo—. Dudo que tenga que molestar a su madre política a lo largo de la investigación.

—Le agradecería mucho que no lo hiciera. Además, le ruego que no hable de ello con los vecinos. No le he contado a nadie que mi marido ha desaparecido.

—Comprendo —dije—. Por cierto, ¿suele utilizar usted las escaleras?

—No —respondió ella. Y alzó levemente las cejas como si le hubiese hecho un reproche injustificado—. Yo acostumbro a coger el ascensor. Cuando salimos los dos juntos, mi marido empieza a bajar, él primero, las escaleras, y luego yo bajo en ascensor. Y nos encontramos en el vestíbulo. Al volver a casa, yo subo primero en ascensor. Luego viene mi marido detrás. Es peligroso subir y bajar unas escaleras tan largas con zapatos de tacón. Tampoco es bueno para el cuerpo.

—Sí, lo supongo.

Quería investigar un rato solo, así que le pedí que fuera a avisar al portero. Como iba a estar vagando por las escaleras entre los pisos veinticuatro y veintiséis, le pedí que le dijera al portero que era un agente de seguros o algo por el estilo. No quería que me tomaran por un ladrón y que avisaran a la policía, en cuyo caso me encontraría en una situación comprometida. Porque yo, en realidad, no tenía por qué estar allí. La mujer me dijo que iba a avisarlo. Y empezó a bajar las escaleras, hasta desaparecer de mi campo visual, con los tacones resonando con violencia. Incluso después de que ella se perdiera de vista su taconeo siguió resonando por los alrededores como una funesta proclama, hasta que finalmente se apagó y llegó el silencio. Me quedé solo.

Recorrí tres veces, de punta a punta, el tramo de escalera entre los pisos veinticuatro y veintiséis. La primera vez, a paso normal. Las otras dos, más despacio, inspeccionándolo todo con atención. Concentrado al máximo, para que no se me pasara por alto el más mínimo detalle. Casi sin parpadear. Todos los acontecimientos dejan atrás alguna huella. Y mi trabajo es descubrirla. Sin embargo, en aquella parte de escalera habían hecho la limpieza tan a conciencia que no quedaba ni una mota de polvo. No se veía ni una mancha, ni una abolladura. En el cenicero no había ni una sola colilla.

Cuando me cansé de subir y bajar por la escalera casi sin pestañear, me senté en el sofá del descansillo. El sofá estaba forrado de plástico y no podía calificarse precisamente de elegante. Sin embargo, para estar en un descansillo que casi nadie utilizaba (al menos, eso es lo que parecía), era digno de elogio. En la pared frente al sofá había un gran espejo de cuerpo entero. Ni una nube empañaba su superficie. Incluso la luz que penetraba por la ventana incidía en un ángulo apropiado. Durante un tiempo me quedé contemplando mi imagen reflejada en el espejo. Tal vez aquel domingo por la mañana, también el corredor de bolsa desaparecido se tomara un descanso en aquel sitio y mirara su imagen reflejada allí. Su cara sin afeitar.

Yo sí que me había afeitado, pero llevaba el pelo un poco largo. Se me levantaba por detrás de las orejas, y mi aspecto era el de un perro pastor de pelo largo que acabara de cruzar el río. Ya era hora de que visitara al barbero. Además, el color de los calcetines no pegaba con el de los pantalones. Es que no había podido encontrar, de ninguna de las maneras, unos calcetines del color adecuado. Lo cierto es que nadie me criticaría si me decidiera a juntar, por fin, toda la ropa sucia y a lavarla de una vez. Aparte de eso, era la misma persona de siempre. Un hombre de cuarenta y cinco años, soltero. Que no sentía interés ni por el budismo ni por el mercado de valores.

«Por cierto, Paul Gauguin también era corredor de bolsa. Pero decidió dedicarse en serio a la pintura, dejó mujer e hijos y se fue a Tahití. Y si…», pensé. «Pero dudo que Gauguin se hubiera marchado sin llevarse la cartera. Y seguro que, si en aquella época hubiera habido American Express, no se la hubiese olvidado al partir. Yéndose a Tahití, ni más ni menos. Además, seguro que no le habría dicho a su mujer antes de esfumarse: “Vengo enseguida. Empieza a hacer los crepes”. Por más que se trate de una desaparición, ésta debe de mantener un orden apropiado, cierto sistema».

Me levanté del sofá y volví a subir la escalera, aunque por entonces eran los crepes recién hechos los que se iban adueñando de mis pensamientos. Me concentré con todas mis fuerzas y dejé correr la imaginación: «Tengo cuarenta años y trabajo en una compañía de valores. Hoy es domingo, fuera está lloviendo a cántaros y yo me estoy dirigiendo a casa a comerme unos crepes». Mientras tanto, me fueron entrando unas ganas locas de comerme unos crepes. Pensándolo bien, desde la mañana no había comido más que una manzana pequeña.

Incluso se me pasó por la cabeza dirigirme a Denny’s a comerme unos crepes. Recordaba haber visto de camino hacia allí un rótulo de Denny’s. Estaba a la distancia justa para ir andando. Los crepes de Denny’s no eran nada excepcional (ni la calidad de la mantequilla, ni el sabor del jarabe estaban a la altura de mis gustos), pero, así y todo, tuve que contenerme. Porque, a decir verdad, a mí también me gustaban los crepes. Sentí cómo se me hacía la boca agua. Sin embargo, hice un rotundo gesto negativo y ahuyenté de mi mente la imagen de los crepes. Abrí la ventana y barrí las nubes de la obsesión. «Los crepes, ya te los comerás más tarde», me dije a mí mismo. «Antes tienes otras cosas más importantes que hacer».

«Debería haberle preguntado a la mujer si su marido tenía algún hobby. Quizá le gustara pintar», pensé.

Luego me corregí a mí mismo: «Pero un hombre a quien le apasiona la pintura hasta el punto de irse de casa abandonando a su familia no se pasa todos los domingos, desde primera hora de la mañana, jugando al golf». ¿Puede alguien imaginarse a Gauguin, a Van Gogh o a Picasso con zapatos de golf, de rodillas sobre la hierba, ante el hoyo número diez, midiendo entusiasmado el ángulo y la distancia? Imposible. El marido desapareció porque sí. Entre los pisos veinticuatro y veintiséis, se topó con algo totalmente impensado (ya que en aquel momento no tenía otros planes más que comerse los crepes). Decidí partir de esa hipótesis.

Volví a sentarme en el sofá y miré el reloj. La una y treinta y dos minutos. Cerré los ojos y me concentré en un punto determinado del cerebro. Y, sin pensar en nada, me abandoné a las arenas movedizas del tiempo. Sin esbozar el menor movimiento dejé que su fluir me transportara. Después abrí los ojos y miré el reloj de pulsera. Las agujas marcaban la una y cincuenta y siete minutos. Se habían esfumado veinticinco. «No está mal», me dije. Una erosión del tiempo nada productiva. No estaba nada mal.

Volví a dirigir los ojos al espejo. Allí se reflejaba mi yo de siempre. Al levantar la mano derecha, la imagen alzó la izquierda. Al levantar la izquierda, alzó la derecha. Cuando hice amago de bajar la derecha y bajé de repente la izquierda, la imagen del espejo hizo amago de bajar la izquierda y bajó de repente la derecha. No había problema. Me levanté del sofá y descendí a pie desde la planta veinticinco hasta el vestíbulo.

A partir de entonces, todos los días, a las once de la mañana, visité las escaleras. El portero ya me conocía (incluso le llevé unos dulces de regalo) y me dejaba entrar y salir libremente del edificio. Recorrí, de ida y de vuelta, unas doscientas veces el tramo de escalera entre las plantas veinticuatro y veintiséis. Cuando me cansaba de andar, me sentaba en el sofá del descansillo, contemplaba el cielo que se veía por la ventana y observaba mi figura reflejada en el espejo. Fui al barbero a cortarme el pelo, lavé toda la ropa y me puse unos calcetines cuyo color combinara con el de los pantalones. Gracias a ello disminuyeron un poco las posibilidades de que alguien me señalara con reprobación por la espalda.

Por más atención que ponía en la búsqueda, no lograba encontrar una sola pista, pero yo no me desanimaba. Encontrar una pista decisiva es algo parecido a domar un animal rebelde. No se consigue así como así. La paciencia y la atención son cualidades importantes en este trabajo. Y también la intuición, por supuesto.

Mientras iba y venía por las escaleras todos los días, descubrí que había varias personas que las utilizaban. No muchas, ciertamente, pero sí unas cuantas que pasaban a diario por el rellano o, al menos, lo utilizaban. Se podía deducir por un envoltorio de caramelo arrojado a los pies del sofá, por una colilla de Marlboro apagada en el cenicero o por un diario ya leído que habían dejado por allí.

Un domingo por la tarde me crucé con un hombre que subía corriendo las escaleras. Era un tipo bajito, de poco más de treinta años y cara seria, que llevaba un chándal verde y unas Asics. Un gran reloj Casio rodeaba su muñeca.

—Buenas tardes —le dije—. ¿Podría hacerle unas preguntas?

—No faltaba más —respondió el hombre y apretó un botón de su reloj. Luego respiró hondo varias veces. Su camiseta Nike estaba empapada de sudor a la altura del pecho.

—¿Sube y baja usted siempre corriendo las escaleras? —le pregunté.

—Subo corriendo. Hasta la planta treinta y dos. Pero, para bajar, utilizo el ascensor. Es peligroso bajar corriendo las escaleras.

—¿Lo hace todos los días?

—No. Como trabajo, dispongo de poco tiempo. Concentro esta actividad en los fines de semana, que es cuando subo y bajo varias veces. Claro que, entre semana, si vuelvo pronto del trabajo también corro.

—¿Vive usted en este edificio?

—Por supuesto —dijo el corredor—. Vivo en la planta diecisiete.

—¿Conoce, por casualidad, al señor Kurumizawa? Vive en el piso veintiséis.

—¿El señor Kurumizawa?

—Un señor con gafas de montura metálica de Armani que trabaja como corredor de bolsa y que sube y baja siempre por las escaleras. Mide un metro setenta y tres de estatura. Tiene cuarenta años.

Tras reflexionar unos instantes, el corredor se acordó.

—¡Ah! ¿Aquel hombre? Sí, lo conozco. Hablamos una vez. Nos cruzamos cuando corro. A veces está sentado en el sofá. Es un hombre que detesta el ascensor y que siempre utiliza las escaleras, ¿no es así?

—Sí. Es él —dije—. Por cierto, aparte del señor Kurumizawa, ¿sabe si hay muchas personas que utilicen a diario las escaleras?

—Sí, las hay —contestó él—. No son muchas, pero en el edificio hay varios asiduos de las escaleras. Hay quien odia los ascensores, ¿sabe? Luego hay otras dos personas, aparte de mí, que corren por las escaleras. Por aquí cerca no hay un buen circuito de jogging, así que, a cambio, suben y bajan escaleras. Hay gente que no corre pero que para mantener la salud utiliza las escaleras. Yo diría que éstas se utilizan más que las de la mayoría de los rascacielos. Es que son tan amplias, tan claras y están tan limpias.

—¿No sabrá el nombre de alguna de esas personas?

—No —respondió el corredor—. Los conozco de vista y, al cruzarnos, nos saludamos con una inclinación de cabeza. Pero no sé ni su nombre ni el número de su apartamento. Esto, al fin y al cabo, es un edificio enorme de una gran ciudad.

—Comprendo. Muchísimas gracias —dije—. Siento mucho haberlo hecho detenerse. ¡Y ánimo!

Tras pulsar el botón de su reloj, volvió a subir corriendo las escaleras.

El martes, cuando estaba sentado en el sofá, se acercó un anciano. Canoso, con gafas, debía de tener unos setenta y cinco años. Llevaba una camisa de manga larga, unos pantalones grises y sandalias. Sus ropas se veían pulcras, sin una arruga. Era alto, de espalda erguida. Parecía un director de escuela primaria recién jubilado.

—Buenas tardes —saludó.

—Buenas tardes —dije yo.

—¿Le importa que fume?

—No, en absoluto. Adelante —le respondí.

Se sentó a mi lado, se sacó un paquete de Seven Stars del bolsillo del pantalón y encendió un cigarrillo con una cerilla. Luego apagó la cerilla y la arrojó al cenicero.

—Vivo en la planta veintiséis —comentó exhalando despacio el humo—. Vivo con mi hijo y mi nuera, pero ellos dicen que el tabaco huele mal, así que, cuando me entran ganas de fumar, vengo aquí. ¿Fuma usted?

Le conté que hacía unos doce años que lo había dejado.

—Yo también podría dejarlo. De hecho, apenas fumo unos cigarrillos al día. Así que, si quisiera, no me costaría nada —me explicó el anciano—. Sólo que esas pequeñas actividades, como son salir a comprar tabaco o venir aquí a fumar, me ayudan a pasar el día. Así me muevo, no pienso en tonterías.

—O sea, que usted continúa fumando por cuestiones de salud —le dije yo.

—Pues sí. En efecto —admitió el anciano con cara seria.

—¿Ha dicho que vive usted en la planta veintiséis?

—Sí.

—¿Conoce, entonces, al señor Kurumizawa, que vive en el número 2609?

—Sí, lo conozco. Es el señor con gafas, ¿verdad? El que trabaja en Salomon Brothers, ¿no es así?

—Merrill Lynch —le corregí.

—Exacto. Merrill Lynch —dijo el anciano—. Hemos hablado aquí varias veces. Él también se sienta aquí de vez en cuando.

—¿Y, las veces que lo vio, qué hacía el señor Kurumizawa en este sofá?

—Pues, no sé. Estaba sentado aquí, con la mirada perdida. Tampoco fumaba.

—¿Cree usted que pensaba en algo?

—Pues no lo sé. No podría precisárselo a usted. Estar con la mirada perdida…, pensar. Nosotros, normalmente, estamos pensando en algo. No vivimos, de ningún modo, para pensar, pero tampoco es que pensemos para vivir. Eso contradice la teoría de Pascal, pero es posible que nosotros, a veces, pensemos con el objetivo de amargarnos la vida a nosotros mismos. Al estar con la mirada perdida, tal vez se logre inconscientemente el efecto contrario. En ambos casos es difícil de responder.

Tras decir eso, el anciano aspiró una profunda bocanada de humo.

Le pregunté:

—¿Le había mencionado el señor Kurumizawa, por casualidad, que tuviera problemas en el trabajo o en casa?

El anciano sacudió la cabeza y dejó caer la ceniza en el cenicero.

—Como usted sabrá, el agua siempre recorre la distancia más corta al desplazarse. Sin embargo, en algunos casos, la distancia más corta es producto del agua. Los pensamientos humanos funcionan igual. Siempre me ha dado esa impresión. Sin embargo, con esto no respondo a su pregunta. El señor Kurumizawa y yo jamás tocamos un solo tema profundo. Sólo charlamos un poco. Del tiempo, del reglamento de la casa, cosas por el estilo.

—Comprendo. Muchas gracias por haberme dedicado su tiempo —dije yo.

—A veces las personas no necesitamos hablar —dijo el anciano. Como si no me hubiera oído—. Sin embargo, por otra parte, es obvio que las palabras cumplen la función de mediar entre los seres humanos. Si nosotros desapareciéramos, las palabras perderían la razón de existir. ¿No es cierto? Se convertirían en palabras que jamás serían pronunciadas y las palabras no pronunciadas ya no son palabras.

—Exactamente —admití yo.

—Y ésta es una proposición que vale la pena repetirse muchas veces.

—Como un kôan Zen.

—Cierto —asintió el anciano.

Cuando terminó de fumarse el cigarrillo, se levantó y volvió a su apartamento.

—Que siga usted bien —se despidió.

—Adiós —dije yo.

El viernes, a las dos de la tarde, al pasar por el descansillo entre los pisos veinticinco y veintiséis, me encontré con una niña pequeña sentada en el sofá; cantaba una canción mientras miraba su imagen reflejada en el espejo. Por su edad, estaría seguramente empezando primaria. Llevaba una camiseta rosa, unos pantalones tejanos cortos, una mochilita verde colgada a la espalda y tenía un sombrero sobre las rodillas.

—¡Hola! —saludé.

—¡Hola! —me dijo la niña dejando de cantar.

Me habría gustado sentarme a su lado, pero, como temía que si pasaba alguien pensara algo raro, me apoyé en la pared al lado de la ventana y, manteniendo cierta distancia, le hablé a la niña.

—¿Ya has acabado la escuela? —le pregunté.

—No quiero hablar del colegio —repuso la niña. Su tono no admitía réplicas.

—Vale. No hablaremos de la escuela —le dije—. ¿Vives en esta casa?

—Sí —respondió la niña—. En la planta veintisiete.

—¿Y vas siempre por las escaleras?

—Es que el ascensor apesta —dijo la niña.

—Ya. Y como el ascensor apesta, subes andando hasta el piso veintisiete, ¿no?

La niña asintió con un amplio movimiento de cabeza, con los ojos clavados en su imagen reflejada en el espejo.

—Pero no siempre. A veces.

—¿Y no te cansas?

La niña no respondió a esa pregunta.

—Oye, ¿sabes? De todos los espejos de la escalera, éste es el que mejor te devuelve la imagen. Es muy diferente del que tenemos en casa.

—¿Y en qué se diferencia?

—Míralo tú mismo —dijo la niña.

Avancé un paso en dirección al espejo y permanecí unos instantes observando mi imagen reflejada en él. Ahora que lo decía, me daba la impresión de que mi imagen reflejada allí era un poco distinta a la que estaba acostumbrado a ver en otros espejos. El yo de allá aparecía un poco más regordete y optimista que el yo de acá. Como si acabara de zamparme un montón de crepes calientes, por ejemplo.

—Oye, ¿tienes perro?

—No. Pero sí tengo peces tropicales.

—¡Ah! —dijo la niña. Aunque no parecían entusiasmarle los peces tropicales.

—¿Te gustan los perros? —le pregunté a la niña.

Sin responder a mi pregunta, ella me hizo otra.

—¿Tienes niños?

—No, no tengo niños —le respondí.

La niña me clavó una mirada suspicaz.

—Mi madre dice que no hable con hombres que no tienen niños. Porque, según ella, entre éstos hay muchos marranos.

—No siempre es así. Pero es verdad que debes andarte con cuidado con los hombres que no conoces. Tal como te previene tu madre.

—Pero yo no creo que tú seas un marrano —dijo la niña.

—Yo diría que no.

—Y tú no me enseñarás de repente el pito, ¿verdad?

—No.

—Y tú no coleccionas bragas de niñas pequeñas, ¿verdad?

—No.

—¿Coleccionas algo tú?

Reflexioné unos momentos. Yo coleccionaba primeras ediciones de libros de poesía contemporánea, pero me pareció que aquél no era el lugar idóneo para hablar de ello.

—Pues no. ¿Y tú?

También ella se paró a pensar un poco. Luego sacudió la cabeza varias veces.

—No, nada.

Entonces permanecimos unos instantes en silencio.

—Oye, ¿qué te gusta más a ti del Mister Donuts?

—El «Clásico» —respondí en el acto.

—Ése no lo conozco —dijo la niña—. ¡Qué nombre tan raro! A mí me gusta el «Luna llena calentita» y el «Conejo saltarín».

—Nunca he oído hablar de ninguno de estos dos.

—Son unos que llevan dentro gelatina y pasta de judía dulce. ¡Están buenísimos! Pero mi madre dice que, si como muchos dulces, me volveré tonta, así que no me compra casi nunca.

—Pues tienen que estar muy buenos —dije.

—Oye, ¿y qué estás haciendo aquí? Ayer también estabas. Te vi de pasada —me preguntó la niña.

—Estoy buscando algo.

—¿Y qué buscas?

—Pues no lo sé —le respondí con franqueza—. Es posible que busque una especie de puerta.

—¿Una puerta? —dijo la niña—. ¿Y qué tipo de puerta? Es que hay puertas de muchas formas y colores distintos.

Reflexioné. ¿De qué tipo? ¿De qué color? Ahora que me lo decía, nunca había pensado en las formas y en los colores de las puertas. ¡Qué extraño!

—No lo sé. ¿Que qué forma debería tener? ¿Y de qué color debería ser? Incluso cabría la posibilidad de que no fuera una puerta.

—¿No será un paraguas o algo así?

—¿Un paraguas? —pregunté—. Pues sí. No hay ninguna razón que impida que sea un paraguas.

—Pero la forma, el tamaño y la función de un paraguas y de una puerta son completamente diferentes.

—Sí, tienes razón. Son distintos. Pero, a la que les eche una ojeada, lo sabré. «¡Ah, sí! ¡Esto es lo que andaba buscando!». Ya sea un paraguas, una puerta o un donut.

—¡Ah! —exclamó la niña—. ¿Y hace mucho tiempo que lo buscas?

—Mucho. Desde antes de que tú nacieras.

—¿Ah, sí? —dijo ella. Y estuvo un rato reflexionando mientras se contemplaba la palma de la mano—. ¿Te ayudo a buscar eso?

—Me encantaría que lo hicieras —respondí.

—Debemos buscar una cosa que puede ser una puerta, un paraguas, un donut, un elefante o no sé qué más, ¿verdad?

—Exacto —dije—. Pero, en cuanto lo veas, lo reconocerás.

—¡Qué divertido! —exclamó la niña—. Pero hoy me tengo que ir. Es que tengo clase de ballet.

—¡Hasta luego! —le dije—. Gracias por dejarme hablar contigo.

—Oye, ¿me dices otra vez el nombre del donut que te gusta a ti?

—Clásico.

La niña repitió para sí varias veces, en voz baja, la palabra «clásico», poniendo una cara muy seria.

—¡Adiós! —se despidió la niña.

—¡Adiós! —le respondí yo.

La niña se levantó y desapareció escaleras arriba cantando una canción. Yo cerré los ojos, me abandoné de nuevo al fluir del tiempo y dejé que éste se fuera consumiendo inútilmente.

El sábado recibí una llamada de mi cliente.

—Ha aparecido mi marido —me soltó de golpe. Sin saludo ni preámbulo alguno.

—¿Que ha aparecido? —repetí yo.

—Sí, ayer hacia las doce de la mañana me llamó la policía. Lo encontraron acostado en un banco de la estación de Sendai. No llevaba una sola moneda encima, ni el carnet de identidad, pero, por lo visto, fue acordándose progresivamente de su nombre, dirección y número de teléfono. Yo acudí enseguida a Sendai. Y se trataba de mi esposo, sin duda.

—¿Y por qué iría a Sendai? —le pregunté.

—Eso no lo sabe ni él. Dice que, a la que se dio cuenta, estaba tendido en un banco de la estación de Sendai con un empleado sacudiéndole el hombro. Cómo fue hasta Sendai sin nada de dinero en el bolsillo, qué ha hecho, y dónde, durante estos veinte días y cómo se las ha apañado para comer, esto no puede recordarlo.

—¿Cómo iba vestido?

—Igual que cuando salió de casa. Con barba de veinte días y diez kilos menos. Las gafas, por lo visto, las perdió en alguna parte. Ahora le estoy llamando desde el hospital de Sendai. Le están haciendo un reconocimiento médico. Un escáner, radiografías, un examen psicológico. De momento, el funcionamiento del cerebro parece haberse normalizado y físicamente no tiene ningún problema. Sin embargo, sus recuerdos se han borrado. Recuerda hasta el momento en que salió de casa de su madre y empezó a subir las escaleras, pero no logra acordarse de nada más. Con todo, creo que mañana podremos volver juntos a Tokio.

—¡Qué bien!

—Le agradezco mucho todo cuanto ha hecho usted por encontrarlo. Sin embargo, a tenor de las circunstancias, ya no será necesario que continúe la investigación.

—Eso parece —admití.

—Desde el principio hasta el final, todo lo que ha sucedido es confuso e incomprensible, pero mi esposo ha vuelto a casa y eso, para mí, es lo más importante.

—Por supuesto. Estoy de acuerdo —dije—. Eso es lo principal.

—Por cierto, por lo que respecta a sus honorarios, ¿realmente no quiere usted aceptarlos?

—Tal como le expliqué la primera vez que nos vimos, no puedo recibir ningún tipo de remuneración. Así que, por favor, olvídese de ello. Sin embargo, le agradezco su preocupación.

Se produjo un silencio. Un refrescante silencio que venía a decir que yo ya había rechazado lo que tenía que rechazar. Yo contribuí a la prolongación de ese silencio y saboreé su frescor.

—Que le vaya bien —se despidió poco después la mujer y colgó. En su voz se apreciaba un dejo de compasión.

Yo también colgué. Y permanecí unos instantes contemplando el papel inmaculado del bloc de notas mientras hacía rodar un lápiz nuevo entre los dedos. El papel en blanco me recordó unas sábanas limpias recién llegadas de la lavandería. Y las sábanas limpias me hicieron pensar en un gato bonachón a rayas negras, marrones y blancas que hacía la siesta encima de las sábanas con aire satisfecho. Y la imagen del gato bonachón haciendo la siesta sobre las sábanas limpias me serenó un poco. Luego fui siguiendo mis recuerdos y apuntando, con cuidada letra, en el papel inmaculado, una a una, todas las cosas que me había dicho la mujer. «Estación de Sendai, viernes al mediodía, llamada telefónica, pérdida de 10 kg de peso, misma ropa, gafas extraviadas, borrados los recuerdos de veinte días».

Borrados los recuerdos de veinte días.

Dejé el lápiz sobre la mesa, arqueé la espalda hacia atrás y, apoyado en el respaldo, alcé los ojos al techo. En el zócalo había un difuso motivo irregular que, al contemplarlo con los ojos semicerrados, parecía un mapa astrológico. Mirando ese cielo estrellado imaginario pensé que, por cuestiones de salud, quizá debería volver a empezar a fumar. Dentro de mi cabeza resonaba todavía el débil eco de los tacones subiendo y bajando las escaleras.

—Señor Kurumizawa —dije en voz alta dirigiéndome a una esquina del techo—. Bienvenido de nuevo al mundo real. A su precioso mundo triangular compuesto por la madre que sufre ataques de ansiedad, por la esposa que calza zapatos con tacones como punzones para el hielo y por Merrill Lynch.

Y yo, posiblemente, buscaré de nuevo, en cualquier otro lugar, algo que tenga la forma de una puerta, o de un paraguas, o de un donut, o de un elefante. En cualquier lugar donde parezca que esto pueda hallarse.