Capítulo 9
acía más de un siglo, los Waverley eran una familia acaudalada y respetable de Bascom. Cuando perdieron su dinero en una serie de H malas inversiones, los Clark se alegraron en secreto. Los Clark eran ricos terratenientes con cientos y cientos de hectáreas de algodón de primera calidad y de los melocotones más suculentos del mundo. Los Waverley no eran ni mucho menos tan ricos como ellos, pero su misteriosa fortuna se remontaba a varias generaciones anteriores de la ciudad de Charleston, y con ella construyeron una vistosa mansión en Bascom y siempre se las habían arreglado mucho mejor de lo que los Clark habrían imaginado.
Cuando la noticia de la bancarrota de los Waverley llegó a oídos de la familia Clark, las mujeres de esta se pusieron a bailar una danza bajo la discreta luz de la media luna. Luego, creyéndose muy caritativas, fueron a llevar a los Waverley bufandas de lana llenas de agujeros por las polillas y pasteles insípidos hechos sin azúcar. En realidad, solo querían comprobar por sí mismas la falta que le hacía un buen pulido al suelo sin los sirvientes y lo vacías que estaban las habitaciones una vez desaparecida la mayor parte de los muebles.
Fue la hermana de la tatarabuela de Emma Clark, Reecey, quien cogió las manzanas del jardín trasero y la que lo empezó todo. Las mujeres Waverley, con la ropa remendada y el pelo despeinado por tratar de recogérselo sin ayuda de las camareras, querían enseñar a las Clark sus flores, porque cuidar el jardín era lo único que conseguían hacer bien por sí solas. El jardín era la envidia de Reecey Clark, porque el de las Waverley no tenía ni punto de comparación con el suyo. Había muchas manzanas desperdigadas, todas brillantes y perfectas, así que, sin que la viera nadie, se llenó con ellas los bolsillos y el bolso de mano. Hasta se metió algunas en la chaqueta. ¿Por qué tenían que tener las Waverley tantas manzanas bonitas, manzanas que ni siquiera comían? Y era casi como si el manzano quisiera que se las llevara, por el modo en que rodaban por el suelo y se detenían a sus pies.
Cuando llegó a casa, llevó las manzanas a la cocinera y le dio instrucciones de que preparara una compota para el desayuno. A lo largo de las semanas posteriores, todas y cada una de las mujeres Clark veían unas cosas tan maravillosas y eróticas que empezaron a levantarse cada vez más y más temprano solo para desayunar.
Resultó que los acontecimientos más importantes en la vida de las mujeres Clark siempre estaban relacionados con el sexo, cosa que no podía ser ninguna sorpresa para sus maridos casi siempre exhaustos, que gastaban y perdonaban demasiado por esa razón.
Pero entonces, de repente, la compota de manzana se acabó y, con ella, los desayunos eróticos. Prepararon más compota, pero no era lo mismo. Reecey supo entonces que el secreto residía en aquellas manzanas: las manzanas de las Waverley.
Fue presa de una envidia insensata, convencida de que el árbol provocaba visiones eróticas a todo aquel que comía sus manzanas. Con razón los Waverley siempre parecían tan satisfechos consigo mismos… No era justo. Simplemente, no era justo que ellos tuviesen semejante árbol y los Clark no.
No podía decirles a sus padres lo que había hecho. Si alguien se enteraba de que había robado algo, y además a una familia recientemente arruinada, sería un oprobio para ella. Así que se levantó de la cama a medianoche y se dirigió a hurtadillas a la casa de los Waverley. Logró trepar a la reja del jardín, pero el faldón del camisón se le quedó enganchado al extremo puntiagudo de uno de los barrotes y se cayó.
Terminó colgada boca abajo en la valla el resto de la noche, donde los Waverley la encontraron a la mañana siguiente. Avisaron a su familia, y con la ayuda de Phineas Young, el joven más fuerte de la ciudad, la bajaron de la verja y la enviaron de inmediato a vivir con su estricta tía Edna, en Ashville.
Fue allí, dos meses después, donde vivió la noche más apasionada de su vida con uno de los mozos del establo. Era exactamente lo que había visto cuando había comido la compota de manzana. Creyó que era cosa del destino. Estaba dispuesta incluso a aguantar la vida junto a su insoportable tía Edna con tal de seguir adelante con aquella increíble relación amorosa. Sin embargo, al cabo de unas semanas, la sorprendieron en los establos con el mozo y la casaron rápidamente con un viejo decrépito y muy severo. Nunca volvió a ser feliz ni a sentirse satisfecha sexualmente. Decidió que todo aquello era culpa de los Waverley y, cuando llegó a la vejez, se propuso visitar Bascom todos los veranos con el único propósito de contarles a los ni niños Clark lo malas personas y egoístas que eran los Waverley, por guardarse aquel árbol mágico solo para ellos.
Y aquel resentimiento persistía en el seno de la familia Clark, mucho tiempo después de que el motivo ya se hubiese diluido en la memoria para siempre.
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El día después de la festividad del Cuatro de Julio, Emma Clark Matteson intentó utilizar el consagrado método de las Clark para conseguir sus propósitos. Ella y Hunter John hicieron el amor esa mañana, con almohadas que salían catapultadas de la cama y sábanas que eran arrancadas de las esquinas. Si la radio no hubiera estado encendida, los niños los habrían oído, sin duda. Después, él se quedó exhausto y aturdido de felicidad, así que, como era natural, Emma intentó que le hablara de Sydney. Quería que pensara en lo sexy que era Emma comparada con lo mayor que estaba Sydney el día antes con aquellos shorts de cuadros, que le había descrito a él con todo lujo de detalles. Sin embargo, Hunter John se negó en redondo a hablar de Sydney, aduciendo que aquella mujer ya no tenía nada que ver con sus vidas.
Se levantó y se dirigió al cuarto de baño para darse una ducha, y Emma se mordió el labio, a punto de echarse a llorar. Estaba desconsolada, así que hizo lo único que se le ocurrió.
Llamó a su madre y dio rienda suelta a sus lágrimas.
—Me hiciste caso y mantuviste a Hunter John alejado de la celebración del Cuatro de Julio. Eso fue una decisión acertada —le dijo Ariel—. Tu error ha sido sacar el tema de Sydney esta mañana con Hunter John.
—Pero tú me dijiste que hiciese lo posible porque nos comparase a las dos —protestó Emma, tumbada en la cama y abrazada a una almohada después de que Hunter John se hubiese ido a trabajar—. ¿Cómo voy a hacer eso sin sacarla a ella en la conversación?
—No me estás prestando atención, cielo. Te dije eso para que pudiera comparar a Sydney contigo cuando ella servía y tú eras la anfitriona. Solo por esa vez. No lo sigas haciendo, por el amor de Dios.
A Emma le dolía la cabeza. Nunca había puesto en duda la considerable sabiduría de su madre en cuestión de hombres, pero aquello parecía muy complicado. ¿Cómo iba a poder seguir con aquello? Tarde o temprano, Hunter John acabaría por sospechar algo…
—No habrás dejado a Hunter John acercarse a Sydney en ninguna otra ocasión desde que fue a verla al White Door, ¿verdad que no? Ese fue otro inmenso error.
—No, mamá, pero yo no puedo saber dónde está metido Hunter John todo el día.
¿Cuándo debo confiar en él? ¿Cuándo lo sé?
—Los hombres son las criaturas menos dignas de confianza sobre la faz de la Tierra —comentó Ariel—. Esto depende por completo de ti. Eres tú la que tiene que hacer el esfuerzo de conservarlo. Cómprate algo nuevo y picante, solo para él.
Sorpréndelo.
—Sí, mamá.
—Las mujeres Clark no pierden a sus hombres. Los tenemos siempre contentos y felices.
—Sí, mamá.
• • •
—¿Dónde está Bay? —preguntó Sydney al entrar en la cocina el primer lunes desde el Cuatro de Julio. Era su día libre—. Creía que estaba ayudándote.
—Y lo estaba, pero ha oído pasar un avión y ha salido corriendo al jardín. Lo hace cada vez que pasa uno.
Sydney se echó a reír.
—No lo entiendo. Nunca le habían gustado tanto los aviones hasta ahora.
Claire estaba en la isla de la cocina preparando magdalenas de chocolate para los Haversham, que vivían cuatro casas más abajo. Iban a celebrar el décimo cumpleaños de su nieto con una fiesta inspirada en los piratas. En lugar de tarta de cumpleaños, querían seis docenas de magdalenas con una sorpresa en el interior, un anillo para el dedo de un niño, una moneda o alguna chuchería. Claire había hecho tiras de caramelo con los delgados retoños de angélica del jardín e iba a decorar con una «x» diminuta la cobertura de cada una de las magdalenas, como la señal de un mapa del tesoro; a continuación, añadiría a cada una de ellas una tarjetita minúscula pinchada en un palillo con pistas y acertijos sobre el tesoro que había enterrado dentro.
Sydney observó a Claire mientras preparaba la cobertura.
—¿Cuándo es el evento?
—¿La fiesta de cumpleaños de los Haversham? Mañana.
—Estaré encantada de tomarme el día libre para ayudarte.
Claire sonrió, conmovida por el ofrecimiento de su hermana.
—De esta puedo encargarme yo sola. Gracias.
Bay entró en ese momento y Sydney se echó a reír.
—Ay, tesoro… No tienes que ponerte el broche que te regaló Evanelle todos los días. Ella no pretendía que te lo pusieras a todas horas.
Bay miró el broche que llevaba prendido en la camisa.
—Pero a lo mejor lo necesito.
—¿Estás lista para irnos de paseo a ver la escuela?
—¿Seguro que no me necesitas, tía Claire? —preguntó Bay.
—Hoy ya me has ayudado de sobra, gracias. Creo que puedo terminar yo sola.
Para Claire iba a ser triste cuando Bay empezase la escuela en otoño, pero entonces esperaría ansiosa las tardes, cuando la pequeña volviese a casa de la escuela y Sydney regresase del trabajo y estuvieran juntas las tres. Era feliz con la compañía de Bay y de Sydney allí con ella. Quería centrarse únicamente en eso y no en cuánto tiempo duraría.
No estaba preparada del todo para admitir que todavía pensaba que algún día se acabaría, que la situación cambiaría. Todos los días pensaba en ello.
—No estaremos fuera mucho tiempo —dijo Sydney.
—De acuerdo. —De pronto, Claire sintió una comezón por todo el cuerpo y vio que se le estaba erizando la piel. Maldita sea—. Tyler está a punto de aparecer por la puerta principal. Por favor, dile que no quiero verlo.
Sydney se echó a reír en cuanto oyó que llamaban a la puerta.
—¿Cómo lo has sabido?
—Lo he sabido, sin más.
—Ya sabes, Claire, que si algún día quieres hablar…
Tantos secretos todavía… «Te cuento el mío si tú me cuentas el tuyo».
—Lo mismo digo.
Tyler y Bay esperaban juntos en el balancín del porche. Tyler los columpiaba a ambos hasta muy arriba con sus largas piernas, y Bay se reía porque aquello era típico de Tyler. Se distraía fácilmente y siempre estaba dispuesto a disfrutar de los momentos de diversión. Pero la madre de Bay decía que si algún día lo veía muy, muy concentrado, no había que molestarlo, que era como no hacerle una pregunta a alguien durante la cena hasta que hubiese acabado de masticar.
Mientras se columpiaban, Bay pensaba en su sueño, el sueño del jardín. Las cosas allí no iban a ser perfectas por completo hasta que lograse reproducir de manera exacta el mismo sueño, pero no conseguía figurarse cómo hacer que saltaran chispas delante de su cara bajo el sol, y a pesar de que había sacado unas libretas al jardín y había hecho ondear unas hojas al viento, no fue suficiente para conseguir el ruido exacto que recordaba del sueño.
—¿Tyler? —dijo Bay.
—¿Sí?
—¿Me puedes decir cómo se pueden ver chispas delante de la cara? Imagínate que estuvieras tumbado tomando el sol. A veces veo pasar los aviones, que brillan, y a veces el sol los hace brillar aún más y saltan chispas, pero cuando intento tumbarme en el jardín cada vez que pasa un avión, no veo ninguna chispa.
—¿Quieres decir como los destellos que emite la luz al reflejarse sobre algo?
—Sí. Supongo. Tyler se quedó pensativo un momento.
—Verás, cuando el sol se refleja sobre un espejo, este emite destellos. Cuando sopla el viento, las campanillas de viento metálicas o de cristal, si están expuestas al sol, pueden emitir destellos. Y el agua bajo el sol también emite destellos.
Bay asintió, ansiosa por probarlo.
—¡Qué ideas más buenas! Muchas gracias.
Sonrió.
—De nada.
Sydney salió en ese instante y Tyler detuvo el columpio tan súbitamente que Bay tuvo que agarrarse a la cadena para no caerse. Su madre y la tía Claire ejercían ese efecto sobre la gente.
—Hola, Tyler —lo saludó Sydney delante de la puerta con mosquitera. Volvió a mirar al interior de la casa, vacilante—. Mmm… Claire ha dicho que no quería verte.
Tyler se levantó, y el movimiento accionó el columpio nuevamente.
—Lo sabía. La he asustado.
—¿Qué has hecho? —le preguntó en el mismo tono de voz que usó la vez que Bay intentó cortarse el pelo ella misma.
Tyler bajó la mirada.
—La he besado.
De pronto, Sydney se echó a reír a carcajadas, pero se tapó la boca con la mano cuando Tyler levantó la cabeza de golpe.
—Lo siento, pero ¿eso es todo? —Sydney se acercó a él y le dio unas palmaditas en el brazo—. Hablaré con ella, ¿de acuerdo? Si la llamas, no te abrirá la puerta.
Déjala que se comporte como si fuera la reina de Inglaterra durante un rato, así se sentirá mejor. —Sydney hizo señas a Bay para que se levantara del balancín y bajaron juntas los escalones—. Conque un beso, ¿eh?
—Fue un beso apoteósico.
Sydney rodeó a Bay con el brazo.
—No sabía que mi hermana llevara eso dentro.
Tyler les dijo adiós cuando pasaron por delante de su casa.
—Yo sí.
—¿Está Claire enfadada por algo? —preguntó Bay cuando doblaron la esquina—. Esta mañana se le olvidó dónde había que guardar los cubiertos de plata. He tenido que enseñárselo.
A Bay le preocupaba un poco que Claire no supiera dónde iban las cosas. Ojalá pudiese reproducir su sueño exactamente; así todo iría bien.
—No está enfadada, tesoro. Es que no le gusta no poder controlarlo todo. Hay personas que no saben cómo enamorarse, igual que las que no saben nadar. Al principio, cuando se tiran a la piscina, les entra el pánico. Luego, aprenden.
—¿Y tú?
Bay arrancó una brizna de hierba de una grieta de la acera e intentó soplar con ella a través de los dedos para que silbara tal como le había enseñado su nuevo amigo Dakota el Cuatro de Julio.
—¿Si sé cómo enamorarme? —preguntó Sydney, y Bay asintió con la cabeza—. Sí, supongo que sí.
—Yo ya me he enamorado.
—¡No! ¿De verdad?
—Sí, de nuestra casa.
—Cada día te pareces más a Claire —dijo Sydney cuando se detuvieron al fin delante de un edificio alargado de ladrillo—. Bueno, ya hemos llegado. Tu tía Claire y yo estudiamos aquí. A mi abuela no le gustaba demasiado salir de casa, pero me acompañaba a la escuela todos los días. De eso me acuerdo. Es un buen sitio.
Bay miró el edificio. Sabía dónde iba a estar su clase: al cruzar la puerta y avanzar por el pasillo, era la tercera a la izquierda. Sabía incluso a qué olía, a cartulina para manualidades y limpiador de alfombras. Asintió.
—Sí, este es el sitio.
—Sí —dijo Sydney—, sí que lo es. ¿Y qué? ¿Tienes ganas de empezar la escuela? ¿Te hace ilusión?
—Sí, mucha. Dakota va a ir a mi clase.
—¿Quién es Dakota?
—Un niño al que conocí el Cuatro de Julio.
—Ah. Pues me alegro de que estés haciendo amigos. Eso es algo que ojalá hubiese hecho Claire —dijo Sydney.
Últimamente, Sydney hablaba mucho de su hermana, y había veces, cuando Claire y Sydney estaban juntas, sobre todo si la luz era la adecuada, que Bay las veía convertidas en niñas de nuevo. Como si volviesen a vivir la vida otra vez.
—Tú también deberías hacer amigos, mami.
—No te preocupes por mí, cariño. —Sydney abrazó a Bay y la apretó contra ella con fuerza mientras el olor de la colonia de David flotaba a su alrededor, empujado por el viento. Bay sintió miedo un instante, no por ella sino por su madre. De todos modos, a su padre nunca le interesaba ella sino Sydney—. Estamos cerca del centro.
¿Por qué no vamos a la tienda de Fred y compramos unas tartaletas? —sugirió Sydney animadamente, con el tono que siempre emplean los adultos para distraer la atención de los niños y que no sepan lo que ocurre realmente—. ¿Y sabes lo que de verdad me apetecería? Una bolsa de Cheetos. Hace mucho tiempo que no como Cheetos. Pero no se lo digas a Claire, porque intentará hacerlos ella.
Bay no puso ninguna objeción. Después de todo, las tartaletas estaban muy ricas.
Y le gustaban más que su padre.
Cuando llegaron a la tienda de Fred, entraron y Sydney cogió una cesta que había en la puerta. Acababan de pasar por la sección de productos frescos cuando oyeron un gran estrépito. De pronto vieron centenares de naranjas rodando por todas partes, hacia la sección de la panadería, por debajo de los carritos de la gente, y Bay casi las oía reír, como si de pronto se hubiesen visto bendecidas con el don de la libertad. El encargado y un par de mozos aparecieron como los recogepelotas de los partidos de tenis, como si hubiesen estado todo el tiempo agachados por allí cerca, esperando a que sucediese algo así.
El culpable estaba de pie junto al expositor —ahora vacío— de las naranjas, sin prestar atención a lo que había hecho, sino mirando directamente a Sydney.
Era Henry Hopkins, el hombre que les había dado el helado y que luego se había sentado con ellas la noche del Cuatro de Julio. A Bay le caía bien. Era tranquilo, como Claire. Firme. Sin apartar los ojos de Sydney, echó a andar hacia ella.
—Hola, Sydney. Hola, Bay —las saludó.
Sydney señaló las naranjas.
—Nosotras nos dejamos impresionar muy fácilmente, ¿sabes? No tenías que montar todo esto para atraer nuestra atención.
—Os diré un secreto sobre los hombres: nuestras torpezas casi nunca son intencionadas, pero normalmente las cometemos por una buena razón. —Meneó la cabeza con aire de resignación—. Hablo como mi abuelo. A partir de ahora ya no querréis volver a verme nunca más.
Sydney se echó a reír.
—Bay y yo hemos venido a por unas tartaletas.
—Pues hoy debe de ser el día del dulce. Hace un par de semanas Evanelle le llevó a mi abuelo un tarro de cerezas al marrasquino. Ayer las vio y dijo: «¿Por qué no hacemos más helado y nos comemos un banana split?». Lo único que nos faltaba era el caramelo caliente, así que esta mañana he salido temprano a comprarlo.
—Las cosas dulces, definitivamente, bien merecen una excursión —dijo Sydney.
—¿Por qué no venís a casa? ¿Estáis ocupadas? Habrá un montón de banana splits.
Y podría enseñarle la granja a Bay. Podría ver las vacas.
A Bay se le despejó la mente de golpe, como si el sol acabara de asomar por entre las nubes.
—¡Vamos a ver las vacas! —exclamó Bay con entusiasmo, intentando ganarse a su madre—. ¡Las vacas son geniales! Sydney la miró con perplejidad.
—Primero los aviones y ahora las vacas. ¿Desde cuándo te gustan a ti tanto las vacas?
—¿Es que a ti no te gustan?
—Las vacas me resultan indiferentes —dijo Sydney, y luego se volvió hacia Henry—. Hemos venido andando, luego no tendremos forma de volver.
—Yo os llevaré —se ofreció Henry.
Bay tiró de la camisa de su madre. ¿Es que no lo veía? ¿Es que no veía lo serena y relajada que estaba al lado de aquel hombre, cómo los corazones de ambos palpitaban al mismo ritmo? Hasta el pulso lo tenían sincronizado.
—Por favor, mami…
Sydney miró primero a Bay y luego a Henry.
—Bueno, parece que estoy en minoría.
—¡Estupendo! Nos encontramos en la caja —dijo Henry, y se fue.
—Está bien, reina de la leche, ¿a qué ha venido todo eso? —preguntó Sydney.
—¿Es que no lo ves? —exclamó Bay con entusiasmo.
—¿El qué?
—Le gustas. Igual que a Tyler le gusta Claire.
—Puede que no de ese modo, cielo. Es amigo mío.
Bay frunció el ceño. Aquello iba a ser más difícil de lo que creía. Por lo general, las cosas se guardaban en su sitio mucho más fácilmente cuando Bay señalaba cuál era ese sitio. Desde luego, era importantísimo que descubriera cómo reproducir de forma exacta su sueño en la vida real. Nada iría bien del todo hasta que lo consiguiera. En ese momento incluso, le estaba impidiendo a su madre darse cuenta de lo que era perfecto para ella. Se encontraron con Henry en la entrada de la tienda y él las guio hasta su moderno todo terreno de color plata. Era un coche gigantesco y Bay se salió con la suya y se sentó en la parte de atrás, cosa que le gustaba porque era muy difícil ir ni sentada en la parte de atrás de un todo terreno sin tener que ir en la caja. El día resultó absolutamente maravilloso. Henry y su abuelo parecían más bien hermanos, y a Bay le encantaba aquella sensación de calma que emanaba del carácter de ambos. A Sydney también le gustaba, Bay lo sabía. Nada más ver a Sydney, el viejo señor Hopkins le preguntó cuándo era su cumpleaños. Cuando descubrió que era exactamente cinco meses y quince días mayor que Henry, se echó a reír, dio una palmada a su nieto en la espalda y comentó:
—Bueno, pues en ese caso, todo perfecto.
Cuantas más cosas veía Bay y mejor conocía a Henry y a su abuelo, más segura estaba: aquel era el lugar. Ese era el lugar al que pertenecía su madre, su lugar en el mundo.
Pero Sydney no lo sabía.
A su madre, Bay se dio cuenta de ello, siempre le había resultado difícil saber cuál era el lugar que le correspondía.
Por suerte para ella, esa era la especialidad de Bay.
Más tarde, esa misma noche, mientras subía en brazos a su hija por los escalones del porche, Sydney se sentía maravillosamente.
Esa tarde, mientras Lester y Bay manejaban la heladera eléctrica junto al castaño, en el jardín delantero, Sydney y Henry habían ido a dar un paseo por el campo y habían hablado, básicamente, de cosas del pasado, de la escuela primaria y los antiguos profesores.
Henry las llevó a casa cuando ya era de noche y Bay se quedó dormida en el asiento de atrás. Cuando Henry aparcó delante de la casa, apagó el motor y siguieron charlando un rato más. Sobre proyectos esta vez, qué querían hacer con sus vidas, cómo creían que iba a ser el futuro… Sydney obvió contarle a Henry nada sobre los robos que había cometido, ni tampoco le habló de David. Era casi como si nunca hubieran existido. Le gustaba esa sensación. La negación era un lujo, especialmente con aquel recuerdo de David flotando a su alrededor, y su empalagosa colonia, que le impedía olvidarlo. Pero sí podía olvidarlo cuando estaba con Henry. Estuvo hablando y hablando sin parar, sentada allí en el todoterreno.
Y sin darse cuenta, ya era medianoche. Acababa de entrar en la casa, con Bay en brazos, cuando Claire apareció en camisón.
—¿Dónde habéis estado?
—Nos encontramos con Henry Hopkins en la tienda de Fred. Nos invitó a que fuéramos a su casa para comer banana splits —respondió Sydney. Miró a Claire con más atención y sintió que se le aceleraba el corazón. Su hermana tenía el rostro crispado y se retorcía las manos como si tuviese que darle muy malas noticias. Oh, Dios… Era David… David las había encontrado. Inspiró aire con fuerza, tratando de olerlo—. ¿Por qué? ¿Qué ha sucedido? ¿Ha pasado algo malo?
—No, no ha pasado nada. —Claire se retorció las manos un momento y luego se volvió y se dirigió a la cocina—. Deberías haberme llamado para avisarme.
Sydney la siguió, apretando a Bay contra sí con fuerza. Cuando al fin logró alcanzar a su hermana, Claire ya había atravesado la cocina y estaba en la galería a punto de ponerse los zuecos para salir al jardín.
—¿Ya está? —preguntó Sydney sin aliento—. ¿Eso es todo?
—Estaba preocupada. Creía que…
—¿Qué? ¿Qué creías que había pasado? —le preguntó Sydney, asustada porque nunca había visto a su hermana de aquella manera. Tenía que ser algo horrible.
—Creía que os habíais ido —dijo Claire en voz baja.
Sydney no acababa de entender lo que le decía.
—¿Estás enfadada porque creías que nos habíamos ido? ¿Quieres decir para siempre?
—Si me necesitas, estaré en el jardín.
—Siento… siento que te hayas preocupado tanto por mi culpa. Debería haberte llamado. Me he portado fatal. —Sydney se había quedado prácticamente sin aliento por culpa del oxígeno que la frustración de Claire estaba consumiendo dentro del reducido espacio de la galería—. Claire, ya te lo dije. No nos vamos a ir a ninguna parte. Lo siento.
—No pasa nada —dijo Claire, y empujó la puerta de la galería y dejó la marca humeante de su mano en el marco.
Sydney la vio atravesar el sendero y abrir la verja del jardín. Cuando desapareció, Sydney se dio la vuelta y regresó a la cocina. Había magdalenas repartidas por toda la encimera. Cada una de ellas llevaba unas cruces señalizadoras y tarjetas diminutas con unos versos y sujetas por medio de palillos. Sydney se acercó a leer los acertijos.
«Crees que no hay nada, pero no te alarmes. Un tesoro hallarás si lo abres».
«¿Quién sabe qué te deparará lo que tienes delante? ¿Un corazón roto o un anillo de diamante?».
«¿No tienes dinero para participar? Busca aquí dentro y una moneda has de encontrar».
Y para las magdalenas que no tenían nada dentro, había redactado un verso muy revelador.
«Ni moneda, ni suerte, ni calor, ni frío. No busques nada aquí, que está vacío».
Sydney se quedó pensativa un momento y luego se dirigió al almacén y se sentó a la mesa de Claire, con Bay acurrucada en su regazo.
Descolgó el auricular del teléfono.