Capítulo 8
a fiesta del Cuatro de Julio de Bascom se celebraba todos los años en la plaza del centro de la ciudad. En el área de césped que había junto a la L fuente, familias enteras y grupos de fieles de la iglesia montaban mesas y toldos y traían comida para que todo el mundo pudiese degustar distintos platos, a modo de banquete, antes de que comenzara la exhibición de fuegos artificiales. Las Waverley siempre llevaban vino de madreselva para que los asistentes pudiesen ver en la oscuridad, pero lo supiesen o no los habitantes de Bascom, el vino también provocaba unas cuantas revelaciones todos los cuatros de julio. A fin de cuentas, uno de los efectos secundarios de ver en la oscuridad es ser consciente de cosas de las que no eras consciente antes.
Las Waverley tenían una mesa a un lado, una mesa de lo más popular, sin duda, pero separada del resto. Sydney se removía inquieta en su silla. Bay estaba en la zona reservada a los niños, haciendo actividades infantiles como confeccionar gorros de papel y pintarse la cara, así que solo se veía a Claire, Sydney y todas aquellas botellas de brebaje de madreselva. La gente se acercaba con aire solemne a por los vasitos de vino de madreselva, como si fuese algún líquido consagrado, y de vez en cuando aparecía el sheriff del condado preguntando:
—¿Estáis seguras de que eso no lleva alcohol?
Y Claire le respondía muy seria, como habían hecho todas las mujeres Waverley hasta entonces:
—Claro que no.
Cuando Sydney era adolescente, el Cuatro de Julio significaba pasar todo el día en la piscina de algunos amigos y luego aparecer en el césped de la plaza justo a tiempo para ver los fuegos artificiales. Ahora se sentía mayor que la gente de su misma edad, gente como sus viejas amigas de la época del instituto, la mayoría de las cuales era evidente que acababan de estar en alguna barbacoa o en alguna fiesta en una piscina, todas muy bronceadas y con las tiras del bañador asomando por debajo de la camisa. Emma estaba en la mesa de la Iglesia presbiteriana, charlando con Eliza Beaufort. Sabiendo lo que sabía, Sydney ya no sentía ninguna envidia de aquella vida privilegiada. Aunque no dejaba de resultar curioso, pues, que sintiese tristeza por perder algo que nunca había tenido. Tal vez solo echaba de menos la amistad en general, la camaradería de la gente de su edad.
Sydney apartó la mirada.
—No recuerdo cuándo fue la última vez que me senté aquí, en la mesa de las Waverley —le dijo a Claire.
—Hace ya tiempo.
Respiró hondo.
—Pues se está bien.
—¿Por qué estás tan incómoda? Nadie va a tirarnos tomates podridos.
—Es verdad —dijo Sydney.
Podía ser como Claire y que le importara un bledo lo que pensara la gente. Hasta estaba empezando a vestir como su hermana: camisas sin mangas recién planchadas, pantalones caqui, shorts de algodón con estampado a cuadros, vestidos vaporosos de tirantes… Lo que Claire había dicho aquel día en la peluquería, referente a que tenía la magia Waverley, había cambiado radicalmente su forma de pensar. Se sentía como una Waverley. Aunque en esos momentos, era un poco como vivir en un país donde todavía no hablaba el idioma. Podía vestir como los nativos del lugar, y se estaba bien, pero era una vida un poco solitaria.
—Está bien ser rara —dijo Sydney—. Puedo llegar a acostumbrarme.
—Nosotras no somos raras. Somos quienes somos. ¡Hola, Evanelle!
Evanelle se había acercado hasta su mesa y había cogido un vasito de vino.
—Uf, necesito un trago de esto —exclamó, apurando el vaso de un sorbo—. Tengo mucho trabajo que hacer. Tengo que darle algo a Bay.
Dejó el vaso y sacó un broche extremadamente llamativo de su bolsa.
Ligeramente reminiscente de la década de los cincuenta, el broche estaba hecho de cristal transparente que empezaba a amarillear, y tenía forma de estrella.
—Ahora mismo le están pintando la cara —dijo Sydney.
—Muy bien, pues pasaré por allí. Fred me está ayudando a organizar un poco la casa. Me está resultando muy útil. Di con esto en un joyero viejo que encontramos en una de las habitaciones y, en cuanto lo vi, supe que tenía que dárselo a Bay.
Claire inclinó el cuerpo hacia delante en su asiento.
—¿Fred ha estado ayudándote?
—Se le ha ocurrido un sistema para todos los cachivaches que tengo. Ha creado una cosa que se llama hoja de cálculo.
—Yo llevo años ofreciéndome a hacerte lo mismo, Evanelle —dijo Claire.
Sydney se volvió para mirarla con curiosidad. Su hermana parecía dolida.
—Ya lo sé. No quería darte trabajo con eso. Pero como ahora Fred vive conmigo…
—¿Que vive contigo? —exclamó Claire—. Creía que solo iba a pasar unos días en tu casa.
—Bueno, pero hemos pensado que ya que está allí, lo mejor es que se sienta a sus anchas. Va a convertir la buhardilla en su propio apartamento y está haciendo algunas mejoras en la casa. Me ha sido muy práctico tenerlo conmigo, la verdad.
—Ya sabes que si me necesitas, aquí estoy —se ofreció Claire.
—Ya lo sé. Eres una buena chica. —Devolvió el broche a la bolsa—. Después de Bay, tengo que llevarle unos clavos al reverendo McQuail y un espejo a MaryBeth Clancy, entonces ya estará todo y me reuniré con Fred junto a la fuente. Odio las multitudes, siempre hay tanto trabajo… Nos vemos luego.
—Adiós, Evanelle. ¡Llámame si me necesitas!
Sydney lanzó un bufido.
—No hay ninguna duda: somos raras.
—No lo somos —repuso Claire con aire distraído—. ¿Qué opinas de que Fred viva con Evanelle?
—Creo que es triste que él y James tengan problemas. —Sydney se encogió de hombros—. Pero Evanelle parece contenta de tenerlo allí.
—Mmm…
Después de varios minutos y de una nueva visita del sheriff, Sydney dio un codazo a Claire.
—Por si no te has dado cuenta, Tyler sigue sin quitarte los ojos de encima.
Claire miró con disimulo y luego soltó un gemido.
—¡Maldita sea! Tenías que hacer que hubiese contacto visual… Ahora viene derecho aquí.
—Oh, qué desgracia…
—Sí, ya, pues que sepas que no soy la única a la que no le quitan la vista de encima. Tú también tienes un admirador.
Claire señaló a un toldo al otro lado del césped con la leyenda GRANJA DE LECHE HOPKINS inscrita en él. Dentro había un hombre muy atractivo, rubio, esbelto y bronceado, extrayendo bolas de helado de una heladera eléctrica para colocarlas en cucuruchos de cartón. Parecía extremadamente robusto, como si estuviese hecho para soportar el embate del viento. No dejaba de mirar a la mesa de las Waverley.
—¿Creerá que nos hace falta un helado? A lo mejor piensa que tenemos calor…
—Ese es Henry Hopkins —dijo Claire.
—¡Henry! —Desde lejos, Sydney no acertaba a ver con claridad las facciones de su rostro, pero, bien pensado, había algo familiar en aquel pelo y en sus movimientos pausados—. Casi me había olvidado de él.
—Y yo no sabía que lo conocieras. —Claire hizo amago de ponerse en pie, pero su hermana la agarró del brazo—. Suéltame. Se me ha olvidado una cosa en la furgoneta.
—No se te ha olvidado nada; estás intentando evitar a Tyler. Y sí, conozco a Henry. Éramos… amigos, supongo. En primaria. Luego nos distanciamos.
—¿Por qué? —preguntó Claire, tratando de zafarse de la mano de Sydney, buscando a Tyler con los ojos a medida que este se iba acercando.
—Porque yo era una imbécil en la época del instituto, ciega perdida —dijo Sydney.
—No lo eras.
—Sí lo era.
—No lo eras.
—Hola, chicas. ¿Necesitáis un árbitro?
Sydney soltó el brazo de Claire ahora que había cumplido su misión.
—Hola, Tyler.
—Claire, tu pelo… —dijo Tyler, y ella se llevó la mano a la cabeza tímidamente, con vergüenza. Llevaba la cinta blanca que le había regalado Evanelle, que le daba un aspecto joven e inocente, justo lo contrario de lo que pretendía aparentar—. Es precioso. Tuve un sueño… Soñé que llevabas el pelo así una vez. Lo siento, la verdad es que no había forma de hacer que eso no pareciera una estupidez. —Se echó a reír y luego se frotó las manos—. Bueno, todo el mundo me dice que tengo que beber un vasito del vino de madreselva de las Waverley. O es una tradición local, o todo el mundo está implicado en ese plan de Claire de hacer que deje de interesarme por ella.
—¿Qué?
—Sydney me ha contado lo que intentabas con esos platos que me diste de comer.
Claire se volvió hacia su hermana, que trataba de parecer avergonzada pero que, en realidad, no se arrepentía en absoluto.
—El vino de madreselva te ayuda a ver en la oscuridad —dijo Claire con frialdad—. Tómatelo o no te lo tomes. Estréllate contra un árbol cuando anochezca. Cáete por un bordillo, me da lo mismo.
Tyler cogió un vasito de cartón y sonrió.
—Eso significa que podré verte en la oscuridad.
—Todavía no he resuelto todos los problemas técnicos de la receta.
Tyler se bebió el vino sin apartar los ojos de ella. Sydney se limitó a recostarse en la silla y sonrió. Era como observar un baile en el que solo uno de los dos bailarines conoce los pasos.
Cuando Tyler se fue, Claire se encaró con su hermana.
—¿Se lo has dicho?
—¿Por qué te sorprende tanto? Deberías haberlo sabido, soy así de predecible.
—No lo eres.
—Sí lo soy.
—Vamos, vete a hacer vida social ya de una vez y deja de ser una Waverley por un rato —dijo Claire, moviendo la cabeza con resignación.
Pero ahí estaba, un amago de sonrisa, el comienzo de algo nuevo e íntimo entre ellas.
Era una sensación estupenda.
Henry Hopkins aún recordaba el día en que él y Sydney Waverley se hicieron amigos. Sydney estaba sentada sola bajo la estructura de barras circulares de los columpios, a la hora del recreo. Nunca había entendido por qué los otros niños jamás querían jugar con ella, pero él los imitaba porque eso era lo que hacían todos. Sin embargo, ese día percibió algo distinto, la vio tan triste que se acercó y se puso a trepar por las barras de encima. No es que pensara hablar con ella, pero seguramente se sentiría mejor si tenía a alguien cerca. Sydney lo estuvo observando un rato antes de preguntarle:
—Henry, ¿tú te acuerdas de tu madre?
Él se rio de ella.
—Pues claro. La he visto esta mañana. ¿Es que tú no te acuerdas de la tuya?
—Se marchó el año pasado. Empiezo a olvidarme de ella. Cuando me haga mayor, yo nunca abandonaré a mis hijos. Los veré todos los días y no dejaré que se olviden de mí.
• • •
Henry recordó sentirse avergonzado, con un sentimiento tan intenso que llegó a caerse incluso de la estructura de barras. Y de ese día en adelante, en la escuela iba siempre pegado a Sydney como unido con pegamento. Pasaron los siguientes cuatro años jugando, compartiendo el almuerzo, comparando los resultados de los deberes de matemáticas y haciendo los trabajos de clase en común.
Él no tenía ninguna razón para suponer que las cosas pudiesen cambiar el primer día del curso de la escuela secundaria, después de las vacaciones de verano. Pero entonces entró en el aula y allí estaba ella. Sydney había cambiado de mil maneras distintas, y todas ellas hacían que su cabeza pubescente le diese vueltas sin cesar.
Sydney era ahora como el otoño, cuando las hojas cambian de color y la fruta madura. Ella le sonrió y él, inmediatamente, se volvió y abandonó el aula. Pasó el resto de la clase en el lavabo. Ese día, cada vez que ella intentaba hablar con él, Henry creía que iba a desmayarse y echaba a correr. Al cabo de un rato, Sydney dejó de intentarlo.
Aquella atracción fue para él algo completamente inesperado, y lo hacía sentirse muy desgraciado. Quería que las cosas volviesen a ser tal y como eran antes. Sydney era divertida y lista, y adivinaba cosas sobre la gente solo por cómo se peinaban o cómo llevaban el pelo, algo que a Henry le parecía absolutamente increíble. Se lo contó a su abuelo, le contó que había una chica que era solo una amiga pero que, de pronto, todo había cambiado y él no sabía qué hacer. Su abuelo le dijo que las cosas sucedían tal como tenían que suceder, y que era inútil tratar de predecir qué iba a ocurrir a continuación. A la gente le gustaba creer lo contrario, pero lo que creyesen no tenía ninguna trascendencia práctica sobre lo que ocurría al final. Uno no podía obligarse a sí mismo a pensar del modo correcto. Uno no podía obligarse a sí mismo a desenamorarse de alguien. Henry estaba convencido de que Sydney creía que la había abandonado, como su madre, o que no quería ser su amigo, como los otros compañeros. Se sentía fatal. Al final, Hunter John Matteson se enamoró perdidamente de ella e hizo lo que Henry había sido incapaz de hacer: decírselo. Henry pasó a contemplar cómo los amigos de Hunter John se convertían en los amigos de Sydney y esta empezaba a comportarse como ellos, riéndose de la gente en los pasillos, hasta del propio Henry.
De eso hacía una eternidad. Se había enterado de que Sydney había vuelto a la ciudad, pero no había prestado demasiada atención a la noticia. Tal como la vez anterior, no tenía motivos para pensar que su regreso fuese a cambiar las cosas.
Entonces la vio, y todo volvió a empezar otra vez, aquella extraña desazón, aquel deseo, aquella sensación de volver a verla por primera vez. Los hombres Hopkins siempre se casaban con mujeres mayores, así que se preguntó si sería por verla cambiada, más mayor, la razón por la que experimentaba aquellas sensaciones.
Como cuando creció durante el verano de antes de sexto curso. Como volver después de diez años con aspecto más sabio, con más experiencia.
—Si sigues mirándola con tanta insistencia conseguirás tirarla al suelo con los ojos.
Henry se volvió hacia su abuelo, que estaba sentado en su silla de jardín de aluminio, detrás de las mesas. Sujetaba su bastón, y de vez en cuando llamaba a voces a alguno de los que pasaban por delante como si fuera un voceador de feria.
—¿Estaba concentrado mirando a alguien?
—La última media hora —dijo Lester—. No has oído una sola palabra de lo que te he dicho.
—Lo siento.
—Atención. Se ha puesto en movimiento.
Henry se volvió y vio que Sydney había abandonado la mesa de las Waverley y se dirigía a la zona infantil. El pelo le brillaba bajo la luz del sol, reluciente como la miel. Se acercó a su hija y se rio cuando esta le colocó un gorro de papel en la cabeza.
Sydney le dijo algo, su hija asintió y juntas echaron a andar cogidas de la mano en dirección hacia él.
¡Estaban andando en dirección hacia él!
Le dieron ganas de irse corriendo al baño, igual que había hecho en secundaria.
Cuando llegaron a su mesa, Sydney sonrió.
—Hola, Henry.
A Henry le aterraba moverse por miedo a explotar debido al tumulto que estaba teniendo lugar en su cuerpo.
—¿Te acuerdas de mí? —le preguntó Sydney.
Henry asintió con la cabeza.
—Esta es mi hija, Bay.
Volvió a asentir con la cabeza.
Sydney parecía decepcionada, pero no le dio mayor importancia y se puso a debatir las distintas opciones de helado con su hija: había sabores de chocolate con menta, de fresa y ruibarbo, de melocotón y caramelo, y de café con vainilla. Era idea de su abuelo: darle a la gente algo que todavía no sabe que le gusta. Así siempre se acordarían de él. Las esposas de algunos de los trabajadores de la granja estaban ayudando ese día. Y si bien Henry servía algunas bolas de helado, no había duda de que quienes estaban al mando eran las mujeres.
—¿Nos pones dos de chocolate con menta? —pidió Sydney al fin.
Henry preparó inmediatamente varias bolitas de helado y las colocó en los cucuruchos de cartón. Sydney lo observó mientras lo hacía, fijando la mirada en sus manos y luego recorriendo con los ojos sus antebrazos para, al final, mirarlo a la cara.
Escudriñó su rostro mientras les servía los cucuruchos. Aun así, no dijo una sola palabra. Ni siquiera acertó a sonreír.
—Me alegro de volver a verte, Henry. Estás estupendo.
Ella y su hija se volvieron y echaron a andar. Cuando llegaron a la mitad del césped, Sydney se volvió para mirarlo.
—Ha sido la escena más vergonzosa que he presenciado en mi vida —dijo Lester, soltando una risotada—. Una vez, cuando era chico, me quedé paralizado al ver una máquina de ordeñar. Me dejó aterrorizado y pasmado. Tú tienes ahora la misma cara que puse yo entonces.
—No me puedo creer que haya sido incapaz de decirle nada —murmuró Henry.
—¡Zas! Esa máquina me dejó seco. No acertaba a articular una sola palabra. Tan solo me limitaba a abrir y cerrar la boca como si fuera un pez —dijo Lester, y volvió a reírse. Levantó el bastón y golpeó con él a Henry en la pierna—. ¡Zas!
Henry dio un brinco.
—Muy gracioso —dijo, y se echó a reír él también.
• • •
Evanelle y Fred estaban sentados en el banco de piedra que rodeaba la fuente.
Saludaron con la mano a Sydney y a Bay, que pasaban por delante de ellos comiendo un helado. Bay llevaba el horroroso broche que le había dado Evanelle prendido en su camiseta rosa, y la anciana se sintió culpable. Bay era una niña tan atenta, tan sensible a los sentimientos de los demás, que se creía en la obligación de lucir aquel broche solo porque Evanelle se lo había dado. Pero aquel broche no era para una niña pequeña. ¿Por qué diablos tenía, que haberle dado semejante chisme? Lanzó un suspiro; tal vez nunca llegaría a averiguarlo.
—Estoy nervioso —comentó Fred al fin, restregándose las manos en los pantalones cortos recién planchados.
Evanelle se volvió hacia él.
—Ya se te nota.
Fred se levantó y empezó a pasearse arriba y abajo. Evanelle se quedó donde estaba, a la sombra de la escultura de la hoja de roble. Fred ya estaba suficientemente acalorado y molesto por los dos.
—Dijo que vendría aquí para hablar. En un sitio público. ¿Qué cree que podría hacerle si nos viéramos a solas, pegarle un tiro?
—Hombres… No se puede vivir con ellos y tampoco puedes pegarles un tiro.
—¿Cómo puedes estar tan tranquila? ¿Cómo te sentirías si hubieses quedado con tu marido y no se presentase?
—Teniendo en cuenta que está muerto, Fred, no me sorprendería demasiado, la verdad.
Fred volvió a sentarse.
—Lo siento, perdona.
Evanelle le dio una palmadita en la rodilla. Había transcurrido casi un mes desde que Fred le había pedido refugio en su casa, y se había convertido en un inesperado motivo para alegrar su existencia. Se suponía que iba a ser temporal, pero con el paso de los días, lenta y definitivamente, lo cierto era que Fred se había instalado en su casa. Él y Evanelle habían pasado días examinando todos sus trastos del desván, y a Fred parecían gustarle las historias que Evanelle le contaba sobre ellos. Él iba a asumir el coste económico de reformar la buhardilla, y empezaron a aparecer obreros con unos traseros espléndidos, tan sumamente apreciados por la anciana que esta se dedicaba a apoltronarse en una silla en la base de las escaleras solo para verlos subir.
Todo tenía un agradable aire de vida hogareña, y Fred decía que sabía que se merecía que lo trataran mejor que como lo trataba James.
Sin embargo, a veces, cuando Evanelle le pasaba la mantequilla a la hora de la cena, o el martillo para que se lo sujetase un momento mientras ella colgaba un cuadro en la pared, Fred miraba el objeto que acababa de darle y luego volvía a mirar a Evanelle con tanta expectación que se le partía el corazón, como la madera seca, de la ternura que sentía por él. A pesar de su valiente discurso, aún albergaba la secreta esperanza de que algún día Evanelle le daría algo que volvería a arreglar las cosas entre él y James.
—Se hace tarde —dijo Fred—. La gente ya empieza a extender las colchas para sentarse. A lo mejor ha habido un malentendido con la hora…
Evanelle vio a James antes que Fred. James era un hombre alto y apuesto.
Siempre había sido muy delgado, tan delgado como los poetas volubles y creativos de dedos alargados y ojos lánguidos de épocas pretéritas. Evanelle nunca había hecho un solo comentario negativo sobre James. Ni ella ni nadie, en realidad.
Trabajaba para una sociedad de inversión en Hickory y era una persona muy reservada. Fred había sido su único confidente durante más de treinta años, pero, de pronto, eso había cambiado, y ni Fred ni ningún otro de los habitantes de Bascom entendía el porqué. Sin embargo, Evanelle tenía sus sospechas. Cuando se ha pasado suficiente tiempo en esta vida, se empiezan a comprender todas sus vicisitudes.
Había una clase de locura que estaba provocada por la autocomplacencia prolongada en el tiempo. Todas las mujeres Burgess de la ciudad, que nunca tenían menos de seis hijos cada una, se paseaban como en una nube hasta que sus hijos se iban de casa. Cuando el más pequeño abandonaba finalmente el nido, cometían alguna locura, como quemar todos sus respetables vestidos de cuello alto y echarse demasiado perfume. Y cualquiera que haya estado casado más de un año podría dar fe de la sorpresa que produce llegar a casa un día y encontrar que tu marido ha derribado un tabique para hacer una habitación más grande o que tu mujer se ha teñido el pelo sólo para que la mires con otros ojos. Había que contar con las crisis de la mediana edad y los sofocos. Y también con las decisiones equivocadas. También estaban las aventuras amorosas. Y luego llegaba un punto en que a veces alguien decía: «Hasta aquí hemos llegado».
Fred se quedó inmóvil cuando vio acercarse a James.
—Siento el retraso, por poco no llego. —James hablaba casi sin resuello, con la lengua fuera y una fina capa de sudor en la frente—. Acabo de estar en casa. He cogido unas cuantas cosas, pero el resto es tuyo. Quería decirte que ahora tengo un piso en Hickory.
«Ah», pensó Evanelle. Esa era la razón por la que James quería citarse allí con Fred, de ese modo sabría cuándo Fred no iba a estar en la casa y podría llevarse cosas sin tener que discutirlo antes con Fred. A Evanelle le bastó con mirar a este de reojo para concluir que él también había pensado lo mismo.
—Voy a prejubilarme el año que viene, y seguramente me iré a vivir a Florida. O tal vez a Arizona, aún no lo he decidido.
—¿Y ya está? ¿Eso es todo? —preguntó Fred, y Evanelle veía perfectamente que había demasiadas cosas que Fred necesitaba decir batallando por salir de sus labios. Al final, lo único que logró escapar fue—: ¿De veras eso es todo?
—Estuve muchos meses enfadado. Ahora solo estoy cansado —dijo James, e inclinó el cuerpo hacia delante y apoyó los codos en las rodillas—. Estoy cansado de tener que enseñarte siempre por dónde ir. Dejé los estudios por ti, vine a vivir aquí contigo porque no sabías qué hacer. Tuve que decirte que no pasaba nada porque la gente supiera que eras gay. Tuve que sacarte a rastras de tu casa para demostrártelo.
He tenido que encargarme de planificar las comidas y lo que hacíamos en nuestro tiempo libre. Creía estar haciendo lo correcto. Me enamoré de tu vulnerabilidad cuando estudiábamos en la universidad, y cuando murió tu padre y tuviste que marcharte, me aterrorizaba pensar que no pudieras arreglártelas tú solo. He tardado mucho tiempo en darme cuenta de que no te hice ningún favor, sino todo lo contrario, Fred. Y de paso, a mi también. Al intentar hacerte feliz, he impedido que aprendieras a componértelas solo. Al intentar darte la felicidad, yo he perdido la mía por el camino.
—Puedo hacerlo mejor. Tú solo dime… —Fred se interrumpió, y en un terrible instante supo que todo cuanto James le había dicho era cierto.
James apretó mucho los ojos un segundo y luego se levantó.
—Tengo que irme.
—James, por favor, no… —murmuró Fred, y lo agarró de la mano.
—Ya no puedo seguir haciendo esto. No puedo seguir diciéndote cómo vivir.
Casi se me ha olvidado cómo hacerlo yo. —James vaciló un momento—. Oye, ese profesor de cocina de Orion…, Steve, el que va a la tienda y habla de recetas contigo…
Deberías entablar amistad con él. Tú le gustas.
Fred le soltó la mano y, por su expresión, fue como si alguien le acabara de dar un puñetazo en el estómago.
Sin añadir una sola palabra, James se alejó despacio, tan alto y delgado, y andando con pasos tan rígidos que parecía un artista de circo con zancos.
A Fred solo le quedó la impotencia de verlo alejarse.
—Solía escuchar sin que me vieran las conversaciones de las cajeras en la sala de descanso —dijo Fred al fin, en voz muy baja, sin dirigirse a nadie en particular. Evanelle dudaba que recordase siquiera que ella seguía allí con él—. Me parecían unas pobrecillas adolescentes idiotas, convencidas de que el mayor sufrimiento de este mundo era no poder olvidarse de alguien que ya no te quería. Siempre tenían que saber por qué. ¿Por qué ya no las quería aquel chico? Lo decían con una angustia tan intensa…
Sin añadir una sola palabra, Fred se volvió y se fue.
• • •
Sydney se sentó sola en una de las viejas colchas de patchwork de la abuela Waverley. Bay había hecho nuevos amigos en la zona infantil y Sydney había extendido una colcha cerca de sus familias para que Bay pudiese jugar con los niños bajo la luz violácea del crepúsculo.
Emma estaba sentada en una silla acolchada de jardín en compañía de unas personas a las que Sydney no conocía. No se veía a Hunter John por ninguna parte.
Emma lanzaba miradas furtivas a Sydney de vez en cuando, pero, aparte de eso, no hizo intento alguno de entablar ningún tipo de comunicación con ella. Se le hacía raro estar tan cerca de sus amigos de antaño y que se hubiesen convertido en unos completos desconocidos. Sydney estaba haciendo nuevas amigas en la peluquería, pero las nuevas amistades requerían su tiempo. La historia llevaba su tiempo.
Sydney estaba viendo a Bay correr por el césped con una bengala en la mano, pero se volvió cuando vio que alguien se acercaba por la derecha.
Henry Hopkins se aproximó al borde de la colcha y se detuvo. Con los años se había convertido en un hombre muy apuesto, con el pelo rubio y abundante muy corto, un corte de estilo eminentemente práctico, y con unos brazos robustos y musculosos. Sydney recordaba con claridad que la última vez que lo había visto se había reído de él con sus amigas cuando Henry había tropezado en el pasillo del instituto y se había dado de bruces en el suelo. Había sido un chico torpe y desgarbado en su juventud, pero poseía una dignidad contenida que ella había admirado extraordinariamente cuando eran niños. Se fueron distanciando a medida que se hicieron mayores, y Sydney no sabía exactamente por qué. Sí sabía que se había portado muy mal con él una vez que consiguió todo lo que creía querer en el instituto. No lo culpaba por no querer hablar con ella cuando había ido a la mesa de los Hopkins esa tarde.
—Hola —dijo Henry.
Sydney no pudo reprimir una sonrisa.
—Pero si habla y todo…
—¿Te importa si me siento aquí contigo?
—Como si pudiera decirle que no a un hombre que me da helado gratis —contestó Sydney, y Henry se sentó a su lado.
—Siento lo de antes —se disculpó Henry—. Es que me ha sorprendido mucho verte.
—Creía que estabas enfadado conmigo.
Henry parecía genuinamente confuso.
—¿Y por qué iba a estar enfadado?
—No me porté muy bien contigo en el instituto. Lo siento. Y eso que éramos grandes amigos de pequeños…
—Nunca he estado enfadado contigo. Aún hoy, cada vez que paso por una de esas estructuras de los columpios, me acuerdo de ti.
—Ah, sí —dijo Sydney—. Los hombres suelen decirme eso continuamente.
Él se echó a reír. Ella se echó a reír. Todo iba bien. La miró a los ojos cuando ambos dejaron de reírse y le dijo:
—Conque has vuelto…
—He vuelto.
—Me alegro.
Sydney negó con la cabeza. Aquello era una inesperada novedad.
—Estoy casi segura de que eres la primera persona que me ha dicho eso desde que volví.
—Ah, es que lo bueno se hace esperar.
• • •
—¿No te quedas a ver los fuegos artificiales? —preguntó Tyler al ver que Claire metía en cajas las botellas de vino vacías.
Había aparecido a su espalda, pero ella no se había vuelto para mirarlo. Le daba demasiada vergüenza. Si se volvía, se convertiría en esa mujer completamente trastornada que no podía soportar que un hombre se interesara por ella. Siempre y cuando siguiese dándole la espalda, seguiría siendo la misma Claire de siempre, la mujer independiente, la que ella conocía antes de que Tyler se presentara en su vida y apareciese Sydney.
Sydney y Bay ya habían extendido una colcha, a la espera de que al fin cayera la noche para ver los fuegos. Claire se había fijado antes en que Henry Hopkins se había sentado con ellas y todavía no sabía qué pensar al respecto. A Henry Hopkins le gustaba su hermana.
¿Por qué le molestaba? ¿Por qué le molestaba que Fred estuviese ayudando a Evanelle?
Todas sus certezas estaban desmoronándose como muros fronterizos, y se sentía terriblemente desprotegida. El peor momento posible para enfrentarse a Tyler.
—Ya he visto antes el espectáculo —dijo Claire, aún de espaldas a él—. Acaba con una traca final.
—Vaya, ahora ya me lo has estropeado. ¿Puedo ayudarte?
Apiló las cajas y levantó dos de ellas, con la intención de llevarse las otras dos en el siguiente viaje.
—No.
—Está bien —dijo Tyler, cogiendo las cajas—. Entonces, sólo te llevaré esto.
La siguió a través del césped hasta la furgoneta, que estaba estacionada en la calle. Claire notaba la mirada de él clavada en su nuca. Nunca había reflexionado hasta ese momento en lo vulnerable que el pelo corto podía hacer a una persona.
Dejaba expuestas partes que habían permanecido ocultas hasta entonces: el cuello, el arco de sus hombros, el despunte de sus pechos.
—¿De qué tienes miedo, Claire? —le preguntó él en voz baja.
—No sé de qué me hablas.
Cuando llegaron a la furgoneta, Claire abrió la puerta de atrás y metió las cajas.
Tyler la siguió y depositó las suyas al lado.
—¿Tienes miedo de mí?
—Por supuesto que no tengo miedo de ti —se mofó ella.
—¿Tienes miedo del amor?
—Pero ¡qué arrogancia!… —exclamó al tiempo que aseguraba las cajas con cuerdas para que las botellas no se cayeran durante el trayecto—. Como me resisto a tus insinuaciones, eso significa automáticamente que me da miedo el amor.
—¿Tienes miedo de un beso?
—Nadie en su sano juicio tiene miedo de un beso. —Cerró la puerta de la furgoneta y, al volverse, se encontró a Tyler más cerca de lo que esperaba. Demasiado cerca—. Ni se te ocurra… —dijo casi sin respiración, con la espalda pegada a la parte de atrás de la furgoneta a medida que él iba acercándose cada vez más.
—Solo es un beso —dijo, avanzando, y a ella le parecía imposible que estuviese tan cerca y que no llegase a tocarla—. No hay por qué tener miedo, ¿verdad?
Tyler apoyó una mano en la furgoneta, junto al hombro de ella, inclinándose hacia delante. Claire podía escabullirse, naturalmente. Agacharse sin más y volver a darle la espalda. Pero entonces él bajó la cabeza, y al tenerlo tan cerca vio el entramado de arrugas diminutas alrededor de sus ojos, y parecía como si en algún momento hubiese llevado un pendiente en la oreja. Aquellos detalles contaban historias sobre él, historias como las que contaban los contadores de historias, historias que tiraban del hilo de su vida, y que la invitaban con su plácido murmullo a seguir escuchando. Ella no quería saber tantas cosas sobre él, pero solo una pizca más de curiosidad y estaría perdida.
Muy despacio, los labios de él tocaron los de ella, y sintió un cosquilleo, cálido, como el aceite de canela. ¿Eso era todo? Aquello no estaba tan mal. Entonces él ladeó la cabeza ligeramente y se produjo aquella especie de… fricción eléctrica. Surgió de repente y le recorrió todo el cuerpo. Separó los labios para dar un respingo de sorpresa y fue entonces cuando las cosas quedaron totalmente fuera de control. Él se adentró más hondo con su beso, aventurándose a explorar su boca con la lengua, y mil imágenes delirantes cruzaron por la cabeza de Claire. No tenían su origen en ella, sino en el cerebro de él: desnudos y con las piernas entrelazadas, cogidos de la mano, tomando el desayuno, envejeciendo juntos… ¿A qué venía aquella magia enloquecida? Dios, era una sensación tan maravillosa e increíble… De pronto, sus manos estaban por todas partes, palpándolo, agarrándolo, atrayéndolo hacia ella. Él la estaba presionando contra la furgoneta, y con la fuerza de su cuerpo casi la mantenía suspendida en el aire. Era demasiado, iba a morir allí mismo, sin duda, y, pese a ello, la sola idea de detenerse, de interrumpir el contacto físico con aquel hombre, con ese hombre magnífico, era insoportable.
Se había preguntado cómo sería un beso de Tyler, si su nerviosismo, su desazón desaparecería si él la besaba, o solo empeoraría aún más las cosas. Lo que descubrió fue que, de hecho, él lo absorbía, como si fuera energía, y luego lo irradiaba como la chispa de un pedernal, calentándola a ella a la vez. Toda una revelación.
Los silbidos empezaron a inundar sus sentidos lentamente, y retrocedió y vio a una pandilla de adolescentes andando por la acera, haciendo ruiditos con la boca y sonriéndoles.
Claire los vio alejarse, mirando por encima del hombro de Tyler. Él no se movía.
Respiraba con dificultad, jadeando, y con cada jadeo le presionaba los pechos, que de pronto se habían vuelto tan sensibles que casi le dolían.
—Déjame —dijo ella.
—No creo que pueda.
Claire lo empujó y se escabulló entre él y la furgoneta. Tyler cayó resbalando por la chapa de la furgoneta, como si no tuviera fuerzas para sostenerse en pie. Ella entendió el por qué cuando intentó caminar hasta el asiento del conductor y casi no lo consiguió. Se sentía muy débil, como si no hubiera comido en días, como si no hubiera caminado en años.
—Todo esto solo por un beso. Si algún día llegamos a hacer el amor, tardaré una semana en recuperarme. Hablaba del futuro con tanta facilidad… Las imágenes que poblaban su cerebro eran tan vividas… Pero ella no podía empezar aquello, porque entonces terminaría.
Las historias como aquella siempre terminaban. No podía dejarse arrastrar por aquel placer, porque se pasaría el resto de su vida echándolo de menos, sufriendo por haberlo perdido.
—Déjame en paz, Tyler —dijo, apartándolo de la furgoneta, aún con la respiración jadeante—. Esto no debería haber sucedido. Y no va a volver a suceder.
Subió a la furgoneta y se marchó a toda velocidad, subiéndose a los bordillos y saltándose las señales de stop durante todo el camino de vuelta a casa.