Capítulo 7
ester Hopkins estaba sentado en una silla de jardín de aluminio bajo el castaño de su jardín. Un reguero de polvo seguía a un coche a lo lejos que enfilaba hacia el largo camino de entrada a la casa que había junto a la granja lechera.
A consecuencia de la embolia que había sufrido el año anterior, se había quedado cojo y sufría una leve parálisis que le impedía mover una comisura de la boca, de forma que siempre tenía un pañuelo a mano para poder enjugarse la saliva que se le iba acumulando. No quería herir la sensibilidad de las damas. De un tiempo a esa parte pasaba muchas horas sentado, lo cual no le importaba demasiado. Así tenía tiempo para pensar. A decir verdad, siempre había esperado con impaciencia que llegara aquel momento de su vida. Cuando era niño, su abuelo vivía a cuerpo de rey, dándose auténticos festines en el desayuno, cazando cuando le venía en gana, echándose siestas por las tardes y tocando el banjo por las noches. Eso sí era vida, se decía Lester. Hasta recibías dinero en forma de cheque por correo todos los meses, puntualmente. Así que Lester decidió ya desde el primer momento que lo que él quería era hacerse mayor y jubilarse.
Sin embargo, hubo ciertos escollos a lo largo del camino. Tuvo que trabajar con más ahínco de lo que había supuesto después de la muerte de su padre, cuando Lester tenía diecisiete años, de modo que no le quedó más remedio que encargarse de la granja lechera él solo.
Y él y su esposa únicamente engendraron un hijo, aunque este se casó con una mujer muy trabajadora y todos vivieron allí juntos en la misma casa, y su hijo tuvo a su vez otro hijo, y todo fue bien. Pero entonces la mujer de Lester tuvo un cáncer y su hijo murió en un accidente de coche dos años después. Sin saber qué hacer con su vida y consumida por la tristeza, su nuera quiso irse a vivir a Tucaloosa, donde vivía su hermana, pero Henry, el nieto de Lester, que por aquel entonces tenía once años, decidió quedarse con él.
De modo que Lester solo había conocido dos cosas en las que depositar una fe inquebrantable: su granja y Henry.
Mientras el coche se iba acercando, Lester oyó la puerta de rejilla cerrarse de un portazo. Se volvió y vio que Henry había salido a la parte delantera de la casa para ver quién era. La hora era muy tardía para que alguien fuese a visitarlos por asuntos de negocios. Ya casi se había puesto el sol.
—¿Es que esperas algo, abuelo? —quiso saber Henry.
—A que llegue mi hora, pero no es eso lo que viene por ahí.
Henry echó a andar hacia el castaño y se quedó junto a Lester. El abuelo miró a su nieto; era un chico apuesto, pero, como todos los hombres Hopkins, había nacido ya viejo, y se pasaría el resto de su vida esperando a que su cuerpo llegase a la edad de su cerebro. Esa era la razón por la que todos los Hopkins se casaban con mujeres de mayor edad que ellos. Aunque Henry estaba tardando lo suyo, y Lester se había propuesto darle un empujoncito. Lester le decía que hiciese de guía para las visitas a la granja de los grupos de alumnos de primaria si las maestras tenían la edad adecuada y eran solteras. Y la comisión de motivos decorativos de la iglesia estaba compuesta principalmente por divorciadas, razón por la cual Lester las dejaba ir a recoger heno en otoño y acebo en invierno, y siempre obligaba a Henry a que fuera a ayudarlas. Sin embargo, nunca llegó a cuajar nada entre Henry y alguna de aquellas mujeres. Firme y seguro en sí mismo, trabajador y con un corazón de oro, Henry era un muy buen partido, pero estaba demasiado bien él solo.
Bueno, eso era lo que pasaba cuando uno nacía viejo.
El coche se detuvo. Lester no reconoció al conductor, pero sí a la mujer que se apeaba del asiento del pasajero.
Soltó una risotada. Siempre le complacían las visitas de Evanelle Franklin: era como encontrar un petirrojo en invierno.
—Parece que Evanelle viene a darnos algún regalo.
El hombre se quedó en el coche mientras la anciana atravesaba el jardín.
—Lester —lo saludó, deteniéndose delante de él y poniendo los brazos en jarras— cada vez que te veo tienes mejor aspecto.
—Ya han descubierto una cura para las cataratas, ¿lo sabías? —bromeó él.
Evanelle sonrió.
—Demonio de hombre…
—¿Qué te trae por aquí?
—Tenía que darte esto.
Rebuscó en su bolso de regalos y sacó un tarro de cerezas al marrasquino.
Lester miró a Henry, que trataba de contener la risa.
—Vaya, hace mucho tiempo que no me como ninguna de estas. Gracias, Evanelle.
—De nada.
—Oye, ¿y quién es ese que te ha traído aquí?
—Es Fred, de la tienda de comestibles. Vive conmigo. Es un hombre estupendo.
—¿Os apetece quedaros a cenar, los dos? —preguntó Henry—. Yvonne ha hecho tortitas de patatas.
Yvonne era la mujer que los ayudaba con las tareas de la casa. Henry la había contratado después de la embolia de Lester, el año anterior. Estaba casada, naturalmente. Lester habría contratado a una mujer soltera.
—No, gracias. Tengo que proseguir mi camino —dijo Evanelle—. ¿Nos veremos en las celebraciones del Cuatro de Julio?
—Allí estaremos —dijo Lester, y él y Henry la vieron alejarse.
—Una vez me regaló un ovillo de hilo —comentó Henry—. Debía de tener unos catorce años y habíamos ido de excursión con la escuela al centro de la ciudad. Me moría de la vergüenza. Lo tiré a la basura, pero a la semana siguiente resultó que lo necesitaba para un trabajo de la escuela.
—En lo que respecta a las mujeres Waverley, los hombres de esta ciudad aprenden la lección ya desde muy jóvenes —dijo Lester, buscando el bastón que había dejado apoyado en un árbol. Se fue incorporando despacio—. Cada vez que hay alguna cerca, es mejor abrir bien los oídos y prestar atención.
• • •
Al día siguiente, por la tarde, Claire oyó la voz de Sydney en la planta de arriba.
—¿Dónde está todo el mundo?
—Estoy aquí abajo —gritó Claire.
No tardó en oír el crujido de las escaleras polvorientas bajo los pies de Sydney, que bajaba hacia el sótano. Era un lugar fresco y seco, y a veces algunos hombres hechos y derechos que se habían pasado de la raya con el alcohol llamaban a la puerta principal y pedían permiso para ir a sentarse un rato al sótano de las Waverley, porque así se les despejaría la cabeza y recobrarían el equilibrio.
Los pasos de Sydney se oían cada vez más cerca a medida que esta iba siguiendo las hileras que se adentraban en el sótano, en dirección a la luz de la linterna de Claire. Todas las bombillas del sótano se habían quemado allá por el año 1939, y lo que había empezado como la pereza de alguien para cambiarlas se había convertido en la tradición familiar de mantener el sótano a oscuras. A aquellas alturas ya nadie sabía por qué lo hacían, solo que esa era la manera como se había hecho siempre.
—¿Dónde está Bay? —preguntó Sydney—. ¿No está aquí abajo contigo?
—No, le gusta pasar la mayor parte del tiempo en el jardín. Está bien. El manzano dejó de tirarle manzanas cuando ella empezó a devolvérselas. —Claire le pasó la linterna a Sydney—. Ayúdame con esto, ¿quieres? Alumbra aquí.
—¿Vino de madreselva?
—La celebración del Cuatro de Julio es la semana que viene. Estoy contando las botellas para saber cuántas tenemos que llevar.
—He visto una botella en la cocina al entrar —dijo Sydney mientras Claire contaba.
—Ese es el vino de geranio de rosa que me ha devuelto Fred. Se ha empeñado en que no le devolviera el dinero. Creo que es una especie de soborno para que mantenga la boca cerrada —dijo Claire, y luego dio unas palmadas para sacudirse el polvo—. Treinta y cuatro botellas. Creía haber hecho cuarenta el año pasado. No importa; deberíamos tener suficientes con estas.
—¿Vas a dárselo a Tyler?
Claire recuperó la linterna.
—¿Voy a darle el qué a Tyler?
—El vino de geranio de rosa.
—Ah —dijo Claire, alejándose. Sydney no tardó en alcanzarla—. Bueno, la verdad es que esperaba que se lo llevases tú de mi parte.
—Está dando sus clases de verano —explicó Sydney—. No creo que pase mucho tiempo en casa.
—Ah.
Claire se alegró de que Sydney no pudiese verle la cara, de que no pudiese ver su confusión. A veces creía estar volviéndose loca. Su primer pensamiento por las mañanas, al despertar, siempre era cómo conseguir quitárselo de la cabeza. Y se mantenía alerta, con la esperanza de verlo en la casa de al lado, planeando al mismo tiempo una y mil formas de no tener que volver a verlo nunca más. Aquello no tenía sentido.
Llegaron a la cocina y Claire cerró la puerta del sótano con llave.
—Es un hombre bueno, Claire —dijo Sydney—. Ya lo sé. Yo también me quedé de piedra. Imagínate: los hombres pueden ser buenos. ¿Quién lo iba a decir?
Claire devolvió la linterna al almacén y la guardó en el estante donde depositaba las velas y los faroles que funcionaban a pilas. La electricidad que emanaba de su frustración hizo que, al pasar junto a ella, la radio portátil que había en el estante cobrase vida entre crepitaciones, y Claire dio un brinco del susto. La apagó de inmediato y luego se apoyó en la pared. Aquello no podía seguir así.
—Él no es una constante —dijo Claire desde el almacén—. El manzano es una constante. El vino de madreselva es una constante. Esta casa es una constante. Tyler Hughes no es una constante.
—Yo no soy una constante, ¿a que no? —preguntó Sydney.
Su hermana no contestó. ¿Era Sydney una constante en su vida? ¿De veras había encontrado su lugar en Bascom o volvería a marcharse, tal vez cuando Bay se hiciese mayor o si se enamoraba de alguien? Claire no quería pensarlo. Lo único que ella podía controlar era no ser el motivo por el que Sydney se marchase, dándole razones para quedarse. Se centraría única y exclusivamente en eso.
Claire inspiró hondo y volvió a salir a la cocina.
—¿Qué tal el trabajo? —preguntó.
—Ay, Dios… Ocupadísima. Todo gracias a ti.
—Yo no hice nada; lo hiciste tú.
Sydney negó con la cabeza.
—Ahora la gente me mira como si fuera una profesora o algo así. No lo entiendo.
—Acabas de descubrir el secreto de mi éxito —le confesó Claire—. Cuando la gente piensa que tienes algo que dar, algo que ninguna otra persona puede darle, se toma muchas molestias y paga un montón de dinero por ello.
Sydney se echó a reír.
—Estás diciendo con eso que, ya que vamos a ser raras de todos modos, ¿más vale aprovecharse y hacer que nos paguen por serlo?
—Nosotras no somos raras. —Claire hizo una pausa—. Pero exacto.
—Tienes telarañas en el pelo, del sótano —dijo Sydney, acercándose a ella para retirárselas con las yemas de los dedos.
Sintiéndose con derechos territoriales sobre el pelo de su hermana, a Sydney ahora le había dado por acercarse a ella sin más y remeterle unos mechones por detrás de las orejas, peinarle el flequillo con los dedos o ahuecárselo por detrás. Era bonito, como si estuviera jugando, como si fuese algo que hubiesen hecho de niñas, de haberse llevado mejor.
—¿Dónde cortabas el pelo antes? —preguntó Claire, observando el rostro de su hermana de cerca mientras esta le retocaba el peinado.
Había crecido tanto todo aquel tiempo, desde que se marchara de allí…
Sydney dio un paso atrás y trató de quitarse las telarañas de los dedos, donde se empeñaban en seguir adheridas como cinta aislante.
—Hace años de aquello, pero en Boise, durante un tiempo. —Se dio por vencida con las telarañas y se volvió. Recogió el vino de geranio de rosa de la mesa y se dirigió apresuradamente a la puerta de atrás, perseguida por un extraño olor a colonia de hombre—. Voy a decirle hola a Bay y luego le llevaré esto a Tyler.
• • •
Desde ese día en que Sydney había regresado mentalmente a la casa adosada de Seattle tras recordar que se había dejado allí las fotos de su madre, el olor de la colonia de David surgía de improviso a su alrededor, sin avisar. Los ventiladores de techo de la planta baja se ponían en funcionamiento solos cuando el olor era especialmente fuerte, como para hacerlo desaparecer. Cuando se quedaba suspendido en el pasillo de la planta de arriba, de noche, lejos de los ventiladores y de las brisas nocturnas, se paseaba con impaciencia, encendido de ira. Esas noches, Bay se metía en la cama con Sydney y ambas hablaban cuchicheando sobre lo que habían dejado atrás. Conversaban en clave, diciendo lo felices que se sentían de estar lejos de allí, de lo maravilloso que era ser libres. Cuando lo decían, cruzaban los pulgares de las manos y hacían mariposas de sombras chinescas proyectándolas en la pared sobre la luz violeta que entraba por la ventana procedente del jardín de Tyler.
Claire no había cejado en su empeño de saber dónde había estado Sydney y lo que había hecho durante el tiempo que había permanecido lejos de Bascom. Sydney sabía que debía decírselo sin más demora, sobre todo teniendo en cuenta que a veces incluso Claire olía el aroma de la colonia en la casa y se preguntaba en voz alta de dónde habría salido ese olor. Sin embargo, la colonia hacía que Sydney se diera cuenta de la situación de riesgo que entrañaba para su hermana el hecho de vivir allí con ella, y se sentía avergonzada por partida doble de admitir sus errores. Claire estaba haciendo mucho, muchísimo, por ella.
Cuando Sydney salió, el olor de la colonia se desvaneció en el jardín, sofocado por la fragancia de las manzanas, la salvia y la tierra. Sydney se sentó con Bay bajo el manzano y hablaron de cómo le había ido el día, de la fiesta del Cuatro de Julio y de que un día de esos se iban a pasar por la escuela primaria para que Bay viese dónde estaba. Desde que Claire había dado permiso a Bay para salir al jardín, esta se pasaba varias horas al día tumbada en la hierba junto al manzano. Cuando Sydney le preguntaba por qué, su hija le contestaba que estaba tratando de entender algo.
Sydney no la presionaba, habían pasado tantas cosas que le parecía natural que Bay necesitase tiempo para entenderlas.
Después de hablar con Bay, Sydney se fue a casa de Tyler. Lo encontró en el jardín trasero, sacando una máquina cortacésped del reducido cobertizo.
—No sé yo, Tyler… ¿Estás listo emocionalmente para enfrentarte otra vez a eso de cortar el césped? —le dijo.
Él se volvió y se echó a reír.
—Si no lo corto pronto, los chuchos del vecindario corren el riesgo de perderse entre la hierba salvaje. Ahora, sin ir más lejos, cada vez que la señora Kranowski no logra encontrar a Edward, viene y se pone a golpear el césped con un palo, buscándolo.
—Te traigo un regalo de Claire.
Le mostró la botella de vino.
Tyler vaciló un instante, como silenciando para sus adentros el primer comentario que le había aflorado a los labios.
—La verdad es que no consigo entender a tu hermana. Me manda regalos cuando salta a la vista que no le gusto. ¿Es alguna costumbre sureña?
—Sí que le gustas, por eso te regala esto. ¿Te importa si bebo yo un trago? Estoy un poco floja ahora mismo.
—No, claro, pasa.
Entraron en la cocina por la puerta trasera y Tyler sacó dos copas de vino del armario.
En cuanto le sirvió una copa, Sydney dio un largo sorbo.
—¿Qué te pasa? —le preguntó.
—Hace unos días se me fue la cabeza a un sitio al que no debería haber ido.
Todavía me entran escalofríos.
—¿Algo de lo que quieras hablar?
—No.
Tyler asintió.
—De acuerdo. Bueno, ¿y qué es esto?
Tyler se sirvió una copa y se la llevó a la nariz.
—Vino de geranio de rosa. Se supone que ayuda a recuperar los buenos recuerdos.
Levantó la copa hacia ella para brindar.
—En ese caso, por los buenos recuerdos.
Antes de que pudiera bebérselo, Sydney le espetó:
—Claire pretende que el vino te ayude a recordar a alguna otra mujer y así te olvides de ella. Como el estofado con aceite de semillas de dragón y las tartaletas con pétalos de botón de oro.
Tyler dejó la copa.
—No entiendo nada.
—Las flores que crecen en nuestro jardín son especiales. O tal vez sea la manera de preparar los platos con ellas como ingredientes lo que las hace tan especiales. El caso es que afectan a quienes las comen. Es obvio que tú eres inmune. O a lo mejor mi hermana está poniendo demasiado empeño y eso altera el efecto, no lo sé.
Tyler la miraba con ojos incrédulos.
—¿Está intentando hacer que no me interese por ella?
—Lo que significa que ya has conseguido entrar en ella. Déjame decirte algo sobre Claire: le gustan las cosas permanentes, cosas que no desaparecen. Así que no desaparezcas.
Tyler se inclinó en la encimera, como buscando apoyo, como si alguien lo hubiese empujado. Por un momento, Sydney se preguntó si habría hecho bien revelando detalles tan personales acerca de su hermana. Era evidente que Claire no quería que él lo supiera, pero entonces Tyler sonrió y Sydney supo que había hecho lo correcto. Era solo que había pasado tanto tiempo desde la última vez que había logrado hacer realmente feliz a alguien que se le había olvidado qué se sentía. Claire estaba haciendo mucho, muchísimo, por ella. Aquello era algo que ella podía hacer por Claire: demostrarle que podía ser feliz más allá del mundo que conocía. Podía ser feliz junto a Tyler.
—No pienso irme a ninguna parte —dijo.
—Eso está muy bien. —Sydney apartó la mirada. Las palabras de un hombre bueno podían hacer aflorar las lágrimas en los ojos de una mujer. Sentía envidia de Claire por aquello, por Tyler. Había conocido a un montón de hombres después de marcharse de Bascom, ninguno de ellos bueno. Ni siquiera creía que fuese a saber qué hacer con un hombre bueno a aquellas alturas de su vida—. Bébetelo —dijo, alejándose y paseándose por la cocina.
Tyler se llevó la copa a los labios y bebió un sorbo.
—Está rico. Diferente, pero rico.
—Bienvenido al mundo de Claire.
—Bueno, ¿y cuáles son tus buenos recuerdos? —le pregunto.
Atravesó el rincón para pintar de Tyler, pasó junto a los caballetes, y se puso a mirar por los ventanales.
—Es muy extraño. Mis buenos recuerdos son de esta semana. Tantos años, y esta semana ha sido la mejor de mi vida. ¿Y los tuyos?
—El vino es bueno, pero no me viene nada. Solo estoy pensando en Claire.
Sydney sonrió y bebió un poco más.
—Lo tuyo no tiene remedio.