Capítulo 6
l martes por la tarde, Claire anunció que iba a ir a la tienda de comestibles y Sydney y Bay preguntaron si podían acompañarla.
Sydney quería comprar un periódico para echar un vistazo a las ofertas de empleo y, aunque le dolía en el alma tener que hacerlo, devolver la camisa que le había regalado Evanelle. Había apartado el dinero que había ganado ayudando a Claire para posibles emergencias, de modo que precisaba de más dinero para sus artículos de aseo personal y Bay necesitaba comida que solían pedir los niños. Claire era una cocinera magnífica, pero no pudo evitar mirar a la niña con cara de perplejidad cuando esta le había preguntado si tenía rollitos de pizza.
Cuando llegaron a la tienda de Fred, Claire y Bay entraron y Sydney siguió andando por la misma acera. La plaza no había cambiado demasiado, aunque ahora había una escultura de un universitario que parecía una hoja de roble junto a la fuente, en el césped.
Devolvió la camisa en Maxine’s y descubrió que la tienda había cambiado de manos dos veces a lo largo de los diez años anteriores y que en esos momentos la dueña era una elegante mujer de unos cincuenta años. No necesitaba ninguna dependienta, pero tomó nota del teléfono de Sydney y dijo que la llamaría si quedaba alguna vacante. Reconoció el apellido Waverley cuando Sydney se lo anotó en el papel y le preguntó si estaba emparentada de algún modo con Claire. Cuando Sydney le contestó que sí, a la mujer se le iluminó el rostro y dijo que Claire había preparado la tarta nupcial de su hija el año anterior y que había sido la envidia de todas sus amigas de Atlanta, que no habían dejado de hablar del pastel. Luego dijo que, en ese caso, seguro que la llamaba si algún día precisaba una dependienta.
Cuando caminaba de regreso a la tienda de comestibles desde Maxine’s, Sydney pasó por delante del salón de belleza White Door. Diez años atrás había sido una peluquería de moda llamada Enredos, pero ahora era un local mucho más selecto.
Una clienta salió por la puerta, y con ella el aroma de productos químicos arropados por la fragancia de champú dulzón. Era un olor capaz de levantar a Sydney dos palmos del suelo y hacerla levitar. Dios, cómo echaba aquello de menos… Había pasado mucho tiempo desde la última vez que había estado en un salón de peluquería, y cada vez que pasaba delante de uno sentía lo mismo: una necesidad imperiosa de entrar, coger sus tijeras y ponerse manos a la obra.
Empezó a sentir el mismo hormigueo inquietante que experimentaba cada vez que pensaba en volver a ser feliz. Como si no mereciese la pena que se molestase siquiera. Sin embargo, había asistido a clases en la escuela de peluquería utilizando su verdadera identidad, con un nombre que David no conocía. Tuvo que recordarse a sí misma que él no la encontraría allí, que no aparecería allí solo porque ella quisiese volver a trabajar. La única razón por la que David la había localizado en Boise era porque había matriculado a Bay en la escuela con su verdadero nombre. No creyó tener elección cuando en el parvulario le pidieron la partida de nacimiento de la niña. Decidió que David solo estaría buscando a Cindy Watkins, no a Bay. No pensaba volver a cometer el mismo error. Allí, Bay era una Waverley.
Se retocó el pelo, alegrándose de habérselo recogido en una hábil trenza y de haberse cortado y arreglado el flequillo esa misma mañana.
A continuación, irguió el cuerpo, empujó la puerta y entró.
• • •
Estaba pletórica de alegría cuando se reunió con Claire y Bay en la furgoneta. No dejaba de sonreír mientras las ayudaba a cargar las bolsas de verduras y hortalizas.
Se cruzaba una y otra vez con los ojos de Claire hasta que esta al final se hartó y dijo:
—Está bien, ¿a qué viene esa sonrisa?
—Adivina.
Claire sonrió, a todas luces divertida por el buen humor de su hermana.
—¿Qué?
—¡He encontrado trabajo! Ya te dije que me quedaría. Conseguir un trabajo es una buena prueba de ello, ¿no?
Claire interrumpió lo que estaba haciendo y se apoyó a medias en la furgoneta. Parecía absolutamente perpleja.
—Pero tú ya tienes un trabajo.
—Claire, tú haces el trabajo de tres personas, y solo necesitas ayuda de vez en cuando. Seguiré trabajando para ti cuando me necesites. —Sydney se echó a reír. Nada iba a estropear su ánimo exultante—. Puede que no en la casa de Emma otra vez…, pero eso ya lo sabes.
Claire se incorporó.
—¿Y dónde has conseguido trabajo?
—En el White Door.
Iba a necesitar todo su dinero, incluido el de la camisa que acababa de devolver, para pagar el alquiler y disponer así de su propio espacio en el interior del salón y para los productos, pero tenía un buen presentimiento. Todavía conservaba parte de sus utensilios, y seguramente le resultaría sencillo homologar su título en aquel estado. Sabía que tenía que haber una razón para que hubiese seguido renovando su título año tras año: aquella era la razón. No tardaría en ganar dinero para volver a destinarlo a su fondo para emergencias particular, y los habitantes de Bascom comprobarían que realmente se le daba bien un oficio concreto. Acudirían a ella por el mismo motivo por el que acudían a Claire, por lo que sabía hacer.
—¿Eres peluquera? —le preguntó Claire.
—Sí.
—No lo sabía.
De nuevo Claire se estaba acercando demasiado a la pregunta de dónde habían estado ella y Bay todos esos años, y Sydney aún no estaba preparada para contárselo.
—Oye, Bay empezará la escuela primaria el próximo otoño, pero todavía tardaré un tiempo en poder permitirme el lujo de contratar a una canguro hasta entonces.
¿Podrías cuidar tú de ella mientras yo trabajo? También se lo pediré a Evanelle.
Sabía que Claire se había dado perfecta cuenta de lo que estaba haciendo, tratando de eludir las preguntas obvias, pero Claire no la presionó. Tal vez algún día le hablaría a su hermana acerca de esos diez años, cuando hubiese confianza suficiente entre ellas para merecer semejante revelación, cuando supiese que no iba a enterarse toda la ciudad, pero en su fuero interno, Sydney albergaba la esperanza de que todo desapareciese sin más como si nunca hubiese ocurrido, como una fotografía que se va difuminando hasta desdibujarse por completo.
—Pues claro que sí —contestó Claire al fin.
Empezaron a cargar las bolsas de nuevo. Sydney miró en el interior de una de ellas y preguntó:
—¿Qué es todo esto?
—Voy a preparar rollitos de pizza —dijo Claire.
—Puedes comprarlos congelados, ¿sabes?
—Sí, ya lo sabía —dijo Claire. Luego, acercándose a Bay, susurró—: ¿Es verdad eso?
Bay se echó a reír.
—¿Y esto de aquí? —siguió inquiriendo Sydney, curioseando entre las bolsas—. ¿Arándanos? ¿Castañas de agua?
Claire la ahuyentó con la mano y cerró la puerta trasera de la furgoneta.
—Voy a preparar algunos platos para Tyler —anunció Claire.
—¿De verdad? Creía que no querías saber nada de él.
—Y no quiero. Estos son unos platos un poco especiales.
—¿Un filtro amoroso?
—No existe ningún filtro amoroso.
—No irás a envenenarlo, ¿verdad?
—Claro que no. Pero las flores de nuestro jardín… —Claire hizo una pausa—. Bueno, tal vez pueda hacer que se interese menos por mí.
Aquello hizo reír a Sydney, pero no dijo nada. Sabía mucho de hombres, pero hacer que estuvieran menos interesados por ella nunca había sido su especialidad.
Eso era mejor dejárselo a Claire.
• • •
Bay se desperezó en la hierba, el sol le daba en la cara. Todo lo sucedido hacía apenas una semana se iba desvaneciendo en su mente, como cuando el color rosa se difuminaba hasta casi convertirse en blanco y parecía increíble que hubiese sido rosa alguna vez. ¿De qué color eran los ojos de su padre? ¿Cuántos pasos había desde su vieja casa hasta la acera? No se acordaba.
Bay supo desde el principio que se marcharían de Seattle. Nunca se lo dijo a su madre, porque era muy difícil de explicar y ni siquiera ella misma acababa de comprenderlo del todo. Simplemente, aquel no era el lugar donde debían estar, y Bay sabía dónde debían ir todos los objetos. A veces, cuando su madre guardaba cosas en la vieja casa, May las sacaba a hurtadillas y volvía a colocarlas donde sabía que su padre querría encontrarlas. Su madre guardaba los calcetines de su padre en el cajón de los calcetines, pero Bay sabía que, cuando llegara a casa, él los querría en el armario, con sus zapatos. O cuando su madre decidía poner sus calcetines con sus zapatos, Bay sabía cuándo eso lo enfurecería, y los colocaba en el cajón. Pero, a veces, los deseos de su padre cambiaban tan rápidamente que a Bay le resultaba imposible seguirlos, y él le gritaba y le hacía cosas malas a su madre. Había sido agotador, y se alegraba de estar en una casa donde se sabía cuál era el sitio de cada cosa. Los utensilios de cocina estaban siempre en el cajón a la izquierda del fregadero. Las sábanas siempre se guardaban en el armario que había en lo alto de las escaleras.
Claire nunca cambiaba de opinión acerca de dónde iban las cosas.
Bay había soñado con aquella casa desde hacía mucho tiempo. Había sabido que irían allí, pero, ese día, Bay estaba en el jardín tratando de pensar en qué era lo que faltaba. En su sueño, ella estaba estirada en la hierba en aquel jardín, junto a aquel manzano. La hierba era mullida, como en su sueño, y el aroma de las hierbas y las flores era exactamente como en su sueño. Sin embargo, en su sueño había un arcoíris y tenía unas motas diminutas de luz delante de la cara, como si hubiese algo destellando a escasos centímetros de ella. Y se suponía que debía oírse el ruido de algo como papel aleteando al viento, pero el único sonido era el crujido de las hojas del manzano mientras este arrojaba manzanas a su alrededor.
Una de las manzanas le cayó en la pierna, y Bay abrió un ojo para mirar al árbol.
No dejaba de tirarle manzanas, casi como si quisiera jugar con ella.
Se incorporó de repente cuando oyó a Claire llamándola a voces. Era el primer día de trabajo para Sydney y el primer día en que Claire debía cuidar de Bay. Sydney no la había dejado salir al jardín en todos esos días, pero Claire le había dicho que no pasaba nada siempre y cuando no arrancase las flores. Bay se había entusiasmado ante la perspectiva de poder ir al jardín por fin. Esperaba no haber hecho nada malo.
—Estoy aquí —entonó al tiempo que se levantaba. Vio a Claire de pie al otro lado del jardín, junto a la valla—. No he arrancado ninguna flor.
Claire levantó un plato de estofado cubierto con papel de aluminio.
—Voy a casa de Tyler a llevarle esto. Acompáñame.
Bay corrió por el sendero de gravilla hasta Claire, alegrándose de volver a ver a Tyler otra vez. Cuando ella y su madre lo habían visitado la última vez, le había dejado dibujar en un caballete y, cuando le enseñó el resultado, él colgó su dibujo en la nevera.
Claire cerró la verja con llave y rodearon la casa andando en dirección al jardín de Tyler. Bay caminaba justo detrás de Claire. Le gustaba el olor que emanaba de ella, hogareño, a jabón de cocina y hierbas aromáticas.
—Tía Claire, ¿por qué el manzano no deja de tirarme manzanas?
—Quiere que te comas una —contestó Claire.
—Pero a mí no me gustan.
—Eso ya lo sabe.
—¿Por qué entierras las manzanas?
—Para que no se las coma nadie.
—¿Y por qué no quieres que la gente se las coma?
Claire vaciló un momento.
—Porque si te comes una manzana de ese árbol, verás cuál va a ser el acontecimiento más importante de tu vida. Si es bueno, de repente sabrás que todo el resto de las cosas que hagas nunca llegarán a hacerte tan feliz. Y si es malo, tendrás que vivir el resto de tu vida sabiendo que algo malo te va a suceder. Nadie debería saberlo.
—Pero ¿algunas personas quieren saberlo?
—Sí. Pero mientras el manzano esté en nuestro jardín, somos nosotras quienes decidimos.
Llegaron a las escaleras de la casa de Tyler.
—¿Quieres decir que también es mi jardín?
—Decididamente, también es tu jardín, por supuesto que sí —dijo Claire, sonriendo.
Solo por un momento, Claire volvió a tener la misma edad que Bay, y la miró con la misma felicidad que la niña sentía, la felicidad, sencillamente, de haber encontrado por fin su lugar en el mundo.
—¡Qué agradable sorpresa! —exclamó Tyler al abrir la puerta.
Claire había inspirado aire profundamente antes de llamar y, cuando lo vio, se le olvidó espirarlo. Llevaba una camiseta y unos vaqueros salpicados con manchas de pintura. A veces, sentía tal comezón en la piel que a Claire le daban ganas de salir de su propio cuerpo. Se preguntó qué pasaría si él llegaba a besarla. ¿Ayudaría a aliviar su comezón o la empeoraría aún más? Él estaba sonriendo, sin que pareciera en absoluto molesto porque se hubiera presentado así, sin avisar. Así era como habría reaccionado ella, pero, evidentemente, él no se parecía en nada a ella.
—Pasad, pasad.
—Te he preparado un estofado —dijo ella sin aliento al tiempo que se lo ofrecía.
—Qué olor tan delicioso… Por favor, pasad.
Retrocedió un paso para que ambas entraran, la última cosa en el mundo que Claire quería hacer. Bay la miraba con curiosidad. Pensaba que allí pasaba algo raro. Claire sonrió a la niña y entró para que no se preocupara.
Tyler las condujo por una sala de estar amueblada con varias piezas de mobiliario de aspecto cómodo y un montón de cajas hasta una cocina blanca con armarios de puertas de cristal. Había un enorme espacio reservado para los desayunos (otra habitación, en realidad) junto a la cocina, con grandes ventanales que iban del suelo al techo. El suelo del rincón del desayuno estaba recubierto con una lona, y había varios utensilios de pintura desperdigados por una mesa alargada.
Vio desplegados dos caballetes.
—Esta es la razón por la que compré la casa. Por toda esta luz tan hermosa —dijo Tyler mientras depositaba el plato del estofado en la encimera de la cocina.
—¿Me dejas dibujar, Tyler? —le pidió Bay.
—Claro, preciosa. Tienes tu caballete justo aquí. Espera, deja que te coloque un poco de papel.
Mientras Tyler ajustaba el caballete a su altura, Bay se dirigió a la nevera y señaló un dibujo coloreado de un manzano.
—Mira, Claire. Lo he hecho yo.
A Claire no le impresionó que Tyler hubiese colocado el dibujo de la niña en la nevera, sino que siguiera allí y no lo hubiese quitado todavía.
—Es muy bonito.
En cuanto Bay estuvo instalada, Tyler regresó al lado de Claire, sonriendo.
Claire dirigió la mirada hacia el plato con preocupación. Era un estofado de pollo y castañas de agua cocinado con el aceite de semillas de boca de dragón. Se suponía que la boca de dragón protegía de las malas influencias ajenas, así como de los hechizos, sortilegios y otros embrujos de ese estilo, y Tyler necesitaba liberarse de la influencia que ella ejercía sobre él.
—¿Es que no vas a comértelo? —le insistió.
—¿Ahora mismo?
—Sí.
Tyler se encogió de hombros.
—Bueno, de acuerdo. ¿Por qué no? ¿Quieres comer conmigo tú también?
—No, gracias. Yo ya he comido.
—Entonces siéntate y hazme compañía mientras como. —Sacó un plato de cristal transparente del armario y se sirvió varias cucharadas del guiso. Guio a Claire hasta dos taburetes que había junto a la encimera—. Y bien, ¿cómo lleváis Bay y tú el primer día de trabajo de Sydney? —preguntó mientras tomaban asiento—. Ayer vino a verme y me contó lo de su nuevo trabajo. Tiene un don para el pelo. Siente auténtica pasión por la peluquería.
—Nos las apañamos bien —contestó Claire, mientras observaba a Tyler llevarse una cucharada de estofado a la boca.
El pintor lo masticó y lo engulló, y a ella se le ocurrió pensar que tal vez no debería estar mirándolo. Casi era un espectáculo sensual, con aquellos labios carnosos y el movimiento de la nuez en su garganta. No debería sentir aquello por un hombre que en apenas unos segundos quedaría libre de su influjo.
—¿Has pensado alguna vez en tener hijos? —le preguntó él.
—No —contestó ella, sin dejar de mirarlo.
—¿Nunca?
Apartó su pensamiento de aquella boca y reflexionó sobre lo que acababa de preguntarle.
—No hasta que me lo has preguntado.
Tomó otro bocado y luego señaló el plato con el cubierto.
—Esto está delicioso. Creo que no había comido nunca tan bien hasta que te conocí.
A lo mejor tardaba unos minutos en hacer efecto.
—Y ahora me dirás que te recuerdo a tu madre. Esperaba algo más creativo por tu parte. Come.
—No, no te pareces en nada a mi madre. Su espíritu libre no contempla nada relacionado con la cocina. —Claire arqueó las cejas al oír aquella revelación. Él le sonrió y tomó otro bocado—. Adelante, sé que quieres hacerme una pregunta.
Ella dudó un instante y luego se rindió.
—¿Su espíritu libre? —preguntó.
—Mis padres son escultores, ceramistas, para ser más exactos. Crecí en una colonia de artistas en Connecticut. ¿Que no querías llevar ropa? No tenías que ponértela. ¿No querías lavar los platos? Los rompías y fabricabas otros. Hacías un poco de cerámica y luego te acostabas con el marido de tu mejor amiga. Todos estaban encantados con esa forma de vida. Todos menos yo. No puedo negar mi naturaleza artística, pero la seguridad y la rutina son más importantes para mí de lo que lo son para mis padres. Ojalá las dos cosas se me dieran un poco mejor.
«Tienes ante ti a una verdadera experta», pensó Claire, pero no lo dijo en voz alta. Seguramente le gustaría eso de ella.
Dos bocados más y ya había rebañado el plato.
Claire lo miró expectante.
—¿Te ha gustado? ¿Cómo te sientes?
Él la miró a los ojos y ella por poco se cae del taburete por la fuerza del deseo de su mirada. Fue como si una violenta ráfaga de viento otoñal levantara hojas secas del suelo con la virulencia de unas cuchillas afiladas. El deseo era peligroso para las personas frágiles.
—Siento que tengo ganas de pedirte que salgas conmigo.
Claire lanzó un suspiro y dejó caer los hombros hacia delante.
—Maldita sea.
—Cada sábado por la noche en verano tocan música en el patio del Orion. Ven conmigo este sábado.
—No, estaré ocupada.
—¿Qué tienes que hacer?
—Prepararte otro estofado.
El tercer día de trabajo de Sydney fue el tercer día en que nadie entró por casualidad a la peluquería para pedirle que le cortara el pelo, y el tercer día seguido en que ni una sola de las clientas habituales del White Door quisieron que ella les lavara la cabeza cuando sus propias estilistas iban con retraso.
Y eso fue la gota que colmó el vaso.
A la hora del almuerzo, puesto que no había tenido nada que hacer y ya se había comido el sándwich de aceitunas y las chips de boniato que Claire le había preparado, Sydney se ofreció a ir a buscarles algo de comer a las otras peluqueras.
Eran amables y simpáticas, y no dejaban de decirle que no se preocupase, que tarde o temprano ya se maría la cosa. Sin embargo, esa declaración de intenciones no se hacía extensible a la posibilidad de compartir a sus propias clientas con Sydney.
Tenía que encontrar la manera de hacer que se corriera la voz de lo fantástica que era como peluquera, de empezar a atraer a la clientela.
En la Coffee Flouse y en el Brown Bag Café, Sydney se puso a charlar con las camareras y les ofreció descuentos si querían ir al White Door y acceder a que ella les cortara el pelo. Ninguna se mostró demasiado entusiasta, pero era un comienzo.
Volvió a la peluquería y dejó las bolsas de los almuerzos en la sala de descanso, y a continuación llevó los cafés con leche y los cafés con hielo a las mesas donde algunas de las peluqueras seguían trabajando.
La última mesa a la que se dirigió fue a la de Terri. Sydney sonrió y le dejó el café con leche de soja en la superficie de la mesa.
—Gracias, Sydney —dijo Terri, esmerándose con las mechas del pelo rubio de su clienta.
La clienta volvió la cabeza de improviso y Sydney vio que era Ariel Clark.
Pese a su impulso inicial de exigirle una disculpa por el mal rato que les había hecho pasar a ella y a Claire aquella velada de sábado, Sydney se mordió la lengua y se marchó sin decir una sola palabra. No quería arruinar el resto de lo que le quedaba del día.
Pero, por lo visto, Ariel Clark tenía otros planes.
Un poco más tarde, Sydney estaba barriendo alrededor de una de las sillas cuando Ariel se le acercó. Emma se parecía mucho a su madre, la misma melena rubio platino, los mismos ojos azules, los mismos aires de confianza y seguridad en sí misma. Aun en la época en que Emma y Sydney eran amigas, Ariel siempre se había mostrado distante con respecto a Sydney. Cuando esta se quedaba a dormir en la casa de las Clark, Ariel siempre había sido cortés con ella, pero había algo en ella que hacía que Sydney lo percibiera como un trato semejante a la caridad, no como aceptación.
Cuando Ariel no se apartó del único lugar que le quedaba por barrer, Sydney se detuvo.
A pesar de que estaba retorciendo con todas sus fuerza el palo de la escoba, acertó a esbozar una sonrisa educada. Si quería tener éxito en la aventura que acababa de emprender, no podía darles con una escoba en la cabeza a las clientas del White Door, por mucho que se lo mereciesen.
—Hola, señora Clark. ¿Cómo está usted? La vi en la fiesta. Siento que no tuviéramos tiempo de saludarnos.
—Es comprensible, querida. Estabas trabajando, no habría sido apropiado. —Deslizó la mirada por el palo de la escoba hasta el triste montón de pelo que Sydney había ido acumulando en el suelo—. Veo que trabajas aquí.
—Sí.
—Pero tú no… cortas el pelo, ¿no? —preguntó, como si la sola idea la horrorizara.
Pues sí que era un buen comienzo, pensó Sydney, si todo el que la conocía en la ciudad reaccionaba del mismo modo ante la noticia.
—Pues la verdad es que sí, sé cortar el pelo.
—¿Y no necesitas un título o algo así para hacer eso, guapa?
Las yemas de los dedos se le estaban entumeciendo y adquiriendo una tonalidad blanca de sujetar el palo de la escoba con tanta fuerza.
—Sí.
—Mmm… —dijo Ariel—. Me han dicho que tienes una hija. ¿Y quién es su padre?
Sydney era lo bastante sensata para no permitir que Ariel viera sus puntos débiles. Cuando alguien descubría cómo hacerte daño, te lo hacía una y otra vez.
Sydney tenía mucha experiencia al respecto.
—Nadie que usted conozca.
—Sí, claro, de eso estoy segura.
—¿Desea algo más, señora Clark?
—Mi hija es muy feliz. Hace a su marido muy feliz.
—Es una Clark, al fin y al cabo —comentó Sydney.
—Exacto. No sé qué es lo que esperabas al volver aquí. Pero a él no lo puedes tener.
¿Así que de eso iba todo aquello?
—Sé que esto le va a sorprender, pero no he vuelto aquí para conseguirlo a él.
—Eso es lo que dices, pero vosotras las Waverley tenéis vuestros trucos. No creas que no lo sé. —Mientras se alejaba, sacó su teléfono móvil del bolso y empezó a marcar un número—. Emma, cielo, ¿a que no sabes qué noticia tan sensacional tengo? —dijo.
Hacia las cinco de la tarde de ese mismo día, Sydney estaba a punto de arrojar la toalla y marcharse de la peluquería. Fue entonces cuando vio a un hombre con un elegante traje gris en la recepción y sintió una creciente inquietud.
¿Es que aquel día no iba a terminarse nunca?
Hunter John le preguntó algo a la recepcionista y esta se volvió y señaló a Sydney.
Él atravesó el salón en su dirección. Ella debería haberse refugiado en la sala de descanso, debería haberlo evitado por completo, pero los recuerdos del pasado la mantuvieron clavada al suelo. Con veintiocho años, Hunter John empezaba a perder pelo. Otro corte le favorecería más y disimularía su calva incipiente. Todavía tenía el pelo castaño claro bonito y brillante, lo que significaba que aún conservaba lo que había tenido cuando era joven, pero lo estaba perdiendo. Se estaba convirtiendo en otra persona.
—He oído que trabajas aquí —le dijo cuando llegó a su lado.
—Sí, ya me lo imagino. —Sydney se cruzó de brazos—. Llevas pintalabios en el cuello.
Se restregó el cuello avergonzado.
—Emma vino a decírmelo al trabajo.
—Así que ahora te encargas tú del negocio familiar.
—Sí.
Matteson Enterprises era un grupo de empresas dedicadas a la construcción de casas prefabricadas, que estaba a unos veinte minutos a las afueras de Bascom.
Sydney había trabajado como recepcionista en la delegación principal los mismos veranos que Hunter John había estado haciendo prácticas. Solían verse en el despacho del padre de él cuando este salía a almorzar y allí hacían sus pinitos. A veces, Emma también se acercaba con su coche cuando no había demasiado trabajo y los tres se sentaban en la pila de maderos que se acumulaban a las puertas del almacén y se ponían a fumar.
¿Cómo era su vida en esos momentos? ¿Quería de verdad a Emma o esta lo había cazado haciendo gala de sus dotes amatorias en la cama, tal como acostumbraban a hacer las mujeres Clark? A fin de cuentas, había sido Emma quien le había explicado a Sydney cómo hacer una mamada perfecta. No fue hasta diez años después cuando un hombre le dijo a Sydney que lo había estado haciendo mal. De pronto se le ocurrió que Emma la había instruido mal a propósito. Sydney ni siquiera tenía la menor idea de que en aquella época a Emma le gustase Hunter John, y este siempre le había dicho que Emma le parecía un pelín demasiado histérica para su gusto. Sydney nunca había llegado a imaginárselos juntos, pero lo cierto es que había estado en la inopia con respecto a muchas cosas en aquella etapa de su vida.
—¿Puedo sentarme? —preguntó Hunter John.
—¿Quieres que te corte el pelo? Lo hago muy bien.
—No, pero es que no quiero que parezca que he venido aquí solo para hablar contigo —dijo al sentarse.
Ella puso los ojos en blanco.
—No, por Dios… ¡Faltaría más!
—Quería hablar contigo, para aclarar un poco las cosas. Es lo correcto. —Hunter John siempre hacía lo correcto, era famoso por eso. El chico de oro. El buen hijo—. La otra noche en la fiesta… Yo no sabía que estarías allí. Y Emma tampoco. Los dos nos quedamos tan sorprendidos como tú. Fue Ariel quien contrató a Claire. Nadie sabía que trabajabas para ella.
—No seas ingenuo, Hunter John. Si Eliza Beaufort lo sabía, todo el mundo lo sabía.
Hunter John parecía decepcionado.
—Lamento la forma en que acabó todo, pero fue lo mejor. Como pudiste comprobar, ahora estoy felizmente casado.
—Por Dios santo… —exclamó Sydney—. Pero ¿es que todo el mundo cree que he vuelto por ti?
—Entonces, ¿por qué has vuelto?
—¿Acaso no es este mi hogar, Hunter John? ¿No es aquí donde me crie?
—Sí, pero nunca te gustó quién eras tú aquí.
—Ni a ti tampoco.
Hunter John lanzó un suspiro. ¿Quién era aquel hombre? Ella ya no lo conocía en absoluto.
—Quiero a mi mujer y a mis hijos. Tengo una vida estupenda, y no la cambiaría por nada del mundo. Te quise una vez, Sydney. Romper contigo fue una de las cosas más difíciles que he hecho en mi vida.
—¿Tan difícil que corriste a buscar consuelo casándote con Emma?
—Nos casamos tan rápido porque se quedó embarazada. Emma y yo empezamos a sentirnos cada vez más unidos después de que te marcharas, sencillamente. Fue cosa del destino, nada más.
Sydney no pudo contener la risa.
—Vuelves a ser un ingenuo, Hunter John.
Saltaba a la vista que no le gustaba que le dijera eso.
—Emma es lo mejor que me ha pasado en la vida.
Estaba diciendo que, gracias al hecho de haber renunciado a Sydney, su vida era maravillosa. Bien, pues ahora era a ella a quien no le gustaba oír eso.
—¿Fuiste a Notre-Dame? ¿Viajaste por Europa, como querías?
—No. Esos son sueños muy lejanos.
—Tengo la impresión de que has renunciado a muchos de tus sueños.
—Soy un Matteson. Tenía que hacer honor a mi apellido.
—Y yo soy una Waverley, así que te maldigo por ello.
Él dio un respingo, como si Sydney lo dijera en serio, y aquello le dio a ella una extraña sensación de poder. Pero entonces, Hunter John sonrió y dijo:
—Vamos, Sydney; tú odias ser una Waverley.
—Deberías irte —dijo ella. Hunter John se levantó y buscó su cartera—. Y no te atrevas a dejarme dinero por un corte de pelo simulado.
—Lo siento, Sydney. No puedo evitar ser quien soy. Y es evidente que tú tampoco.
Mientras él se alejaba, Sydney reflexionó sobre lo triste que era decir que solo había amado a un hombre en toda su vida. Y que ese hombre tuviera que ser el mismo que ahora se alejaba de allí andando, alguien que, desde el principio, la había relegado a un simple pecado de juventud, cuando ella creía que sería para siempre.
Y en ese momento deseó con toda su alma haberse sabido de veras alguna maldición.
—Ya me tenías preocupada —dijo Claire al ver aparecer a su hermana en la cocina—. Bay está arriba.
Sydney abrió la nevera y sacó una botella de agua.
—Me he quedado hasta la hora de cerrar.
—¿Cómo te ha ido el día?
—Bien. —Se acercó al fregadero, donde Claire estaba lavando un bol de arándanos—. ¿Qué haces? ¿Algo para llevárselo a Tyler otra vez?
—Sí.
Sydney cogió el ramo de flores que había en la encimera y se lo acercó a la nariz.
—¿Y esta qué flor es?
—Botón de oro. Voy a adornar las tartaletas de arándanos con sus pétalos.
—¿Y para qué son?
—El botón de oro agudiza la vista de las personas, facilita que encuentren cosas que no se ven a simple vista, como llaves perdidas o intenciones ocultas —explicó Claire como si tal cosa.
Asumía sus poderes con absoluta naturalidad.
—¿Así que estás intentando hacer ver a Tyler que no eres lo que él busca?
Claire esbozó una leve sonrisa.
—Sin comentarios.
Sydney observó trabajar a Claire un rato.
—Me pregunto por qué no la habré heredado yo —comentó con aire ausente.
—¿Heredar el qué?
—Esa misteriosa sensibilidad Waverley que tenéis Evanelle y tú. La abuela también la tenía. ¿Y mamá?
Claire cerró el grifo y buscó un paño para secarse las manos.
—Resulta difícil decirlo. Detestaba el jardín, de eso me acuerdo. Ni siquiera quería acercarse.
—A mí el jardín no me disgusta, pero supongo que me parezco más a mamá que cualquier otro miembro de la familia. —Sydney cogió unos cuantos arándanos y se los echó en la boca—. No tengo ningún don especial, como mamá, y mamá volvió aquí para que tú pudieras tener un lugar estable donde vivir e ir a la escuela, tal como yo he hecho con Bay.
—Mamá no volvió aquí por mí —dijo Claire, sorprendida de que Sydney creyera aquello—. Volvió para que tú pudieras nacer aquí.
—Se marchó cuando yo tenía seis años —señaló Sydney dirigiéndose a la puerta de la galería y asomándose a ella—. Si no fuera por esas fotografías de mamá que me dio la abuela, ni siquiera me acordaría de qué aspecto tenía. Si yo hubiese significado algo para ella, no se habría ido.
—¿Qué hiciste con esas fotos? —quiso saber Claire—. Me había olvidado por completo de ellas.
Sydney tenía la cabeza ladeada, e inspiraba profundamente para oler el aroma de las hierbas que estaban secándose en el porche, cuando de pronto salió catapultada por la puerta, transportada por el viento de vuelta a Seattle. Aterrizó en la sala de estar de la casa adosada, con la mirada clavada en el sofá. Se acercó a él y levantó un lado. Allí, debajo del sofá, había un sobre con la palabra «Mamá». Hacía tanto tiempo de la última vez que le había apetecido ver aquellas fotos que había olvidado que estaban allí. Aquellas eran fotos de la vida de Lorelei en la carretera, la vida que Sydney había tratado de emular durante tanto tiempo. Abrió el sobre y fue hojeando la pila de fotos, y dio con una que le provocó un súbito ataque de pánico. En ella se veía a su madre, debía de tener dieciocho años, de pie delante de la oficina local de alquiler de coches Alamo. Estaba sonriendo y sujetaba un cartel escrito a mano que decía: «¡Adiós, Bascom! ¡Carolina del Norte es una mierda!». Cuando Sydney era adolescente, le había parecido graciosísimo. Pero ¿y si David encontraba el sobre? ¿Y si lo descubría todo? Lo oyó abrir la puerta principal de la casa. Sydney devolvió el sobre debajo del sofá rápidamente. David estaba entrando y la iba a encontrar allí.
—¿Sydney?
Sydney abrió los ojos, sobresaltada. Se encontraba de vuelta en Bascom. Claire estaba a su lado, zarandeándola.
—¿Sydney?
—Se me olvidó traérmelas —dijo Sydney—. Las fotos. Me las dejé.
—¿Estás bien?
Sydney asintió, tratando de serenarse. Pero tenía el mal presentimiento de que David sabría que había estado allí, en la casa. Sabría que había estado pensando en algo que se había dejado en la casa. Sydney había abierto una puerta; aun en ese momento, creyó oler el perfume de su colonia junto a ella, como si se lo hubiese llevado a Bascom consigo.
—Estoy bien. Solo estaba pensando en mamá.
Sydney encogió los hombros, tratando de liberarse de la tensión. David no sabía dónde estaban las fotos.
No las encontraría.
• • •
Esa noche, Evanelle se puso una bata de manga corta encima del camisón y se dirigió a su cocina. Tuvo que sortear varias cajas llenas de tiritas y cerillas, gomas elásticas y ganchos para adornos navideños. Una vez en la cocina, se dispuso a buscar palomitas de maíz para microondas. Apartó a un lado varias tostadoras en sus embalajes originales y paquetes de aspirinas que había comprado a granel.
No necesitaba ninguna de aquellas cosas, de hecho, ni siquiera le gustaba tener todo aquello por allí. Trataba de acumularlo todo en rincones y en las habitaciones en desuso, pero no sabía cómo algunas cosas siempre se las arreglaban para aparecer por cualquier parte. Algún día, alguien las necesitaría, así que era mejor rodearse de ellas que tener que andar buscándolas a las tres de la madrugada en el supermercado que abría las veinticuatro horas.
Se volvió al oír un ruido a su espalda.
Alguien estaba llamando a la puerta.
Vaya, aquello sí que era una sorpresa. No solía recibir muchas visitas. Vivía en un pequeño barrio de viejas casas de estilo Arts & Crafts, una zona que se había vuelto un poco más exclusiva que cuando ella y su marido, que había trabajado para la compañía telefónica, se fueron a vivir allí. Casi todos sus vecinos eran parejas en la treintena y la cuarentena sin hijos y con trabajos que los obligaban a salir temprano con el coche y a no regresar hasta el anochecer. Evanelle nunca había hablado con sus vecinos de al lado, los Hanson, que se habían trasladado allí hacía tres años, pero el hecho de que le hubiesen dicho a su jardinero que «cuidase también del césped de la vecina, por el bien del vecindario», era muy elocuente.
Sin embargo, así ella conseguía que le cortasen el césped gratis, de modo que quién era ella para criticarlos.
Encendió la luz del porche, abrió la puerta y vio a un hombre de mediana edad, bajito y robusto, con el pelo rubio ceniza cortado muy corto. No llevaba una sola arruga en los pantalones anchos ni en la camisa, y los zapatos le brillaban como recién lustrados. Llevaba una pequeña maleta a los pies.
—¡Fred!
—Hola, Evanelle.
—¿Se puede saber qué haces aquí?
Tenía la cara demacrada, pero hizo un amago de sonreír.
—Necesito… necesito un sitio donde dormir. Eres la primera persona que se me ocurrió.
—Normal, lo entiendo perfectamente; yo soy vieja y tú eres gay.
—Parece una relación perfecta.
Estaba intentando parecer animado, pero a la luz de la lámpara del porche era transparente como el cristal. Bastaba con un simple empujoncito para que se desmoronase y se hiciese añicos.
—Entra.
Fred cogió su maleta y entró, y luego se quedó quieto en la sala de estar como un chiquillo que acabara de escapar de casa. Evanelle conocía a Fred de toda la vida.
Había ganado el concurso de deletrear palabras del condado dos años seguidos, y luego había perdido frente a Lorelei Waverley en cuarto curso. Evanelle había ido a ver competir a Lorelei, y después encontró a Fred llorando fuera, en el gimnasio. Le había dado un abrazo y él le había hecho prometer que no le diría a su padre que lo había visto tan desconsolado. Su padre siempre le decía que no podía llorar delante de la gente. ¿Qué iban a pensar de él?
—Hoy Shelley ha llegado temprano. Me ha visto en pijama en el despacho. Es que era más fácil quedarme en el trabajo; allí al menos sé lo que tengo que hacer —dijo Fred—. Pero ahora seguramente ya ha empezado a circular el rumor y no puedo irme a un hotel. No quiero darle esa satisfacción a James. Joder, ni siquiera sé si se ha dado cuenta de que ya no vivo allí. No ha llamado para preguntarme dónde me he metido todos estos días. Nada.
No sé qué hacer.
—¿Habéis llegado a hablar?
—Lo intenté. Hice lo que me dijiste. Después de la primera noche que pasé en la tienda, lo llamé. Estaba trabajando. Dijo que no quería hablar en ese momento, que el que me hubiese dado cuenta por fin de que algo no funcionaba no significaba que pudiese solucionarlo entonces. Le hablé del vino que le había comprado a Claire. Me contestó que estaba loco, que era una locura pretender que las cosas pudieran volver a ser como eran cuando estábamos juntos al principio. No entiendo qué sucedió.
Todo iba bien entre nosotros. Un buen día, seis meses después, me doy cuenta de que soy incapaz de recordar cuándo fue la última vez que mantuvimos una conversación normal. Es como si hubiera estado abandonándome por fases, y yo ni siquiera me he enterado. ¿Cómo es posible que alguien no se dé cuenta de algo así?
—Verás, puedes quedarte aquí el tiempo que quieras, pero si alguien pregunta, me reservo el derecho a contestarle que mi feminidad te ha vuelto normal.
—Preparo unos gofres exquisitos, con una compota de melocotón riquísima. Solo tienes que decirme lo que quieres que te cocine, que yo te lo hago.
Le dio unas palmaditas en la mejilla.
—Nadie me creería.
Lo acompañó al cuarto de invitados que había al fondo del pasillo. Había varias cajas de kits de primeros auxilios y tres estufas de queroseno en la habitación, pero llevaba manteniendo la alcoba más o menos libre de trastos y cambiando las sábanas de la cama todas las semanas desde hacía más de treinta años. Había quedado un vacío —que aún existía, solo que mejor disimulado aquellos últimos días— en la casa desde que el marido de Evanelle murió. Durante aquel tiempo de inmensa tristeza tras su muerte, Lorelei pasaba las noches con Evanelle, pero dejó de dormir con ella cuando se hizo mayor y más salvaje. Luego, en ocasiones, Claire se quedaba a pasar la noche con ella, cuando era joven, pero la mayoría de las veces prefería quedarse en su casa. Evanelle nunca habría imaginado que Fred llegaría a dormir allí algún día, pero las sorpresas no constituían una novedad para ella. Era como abrir una lata de sopa de champiñones y descubrir que dentro había tomate; solo había que dar gracias y comérsela de todos modos.
Fred dejó la maleta en el suelo y miró a su alrededor.
—Iba a prepararme unas palomitas de maíz y a ver las noticias. ¿Quieres acompañarme?
—Sí, claro —dijo Fred, siguiéndola, como si se alegrara de que le dijesen lo que tenía que hacer—. Gracias.
«Caramba, pues qué bien…», se dijo Evanelle mientras se sentaban en el sofá con un bol de palomitas. Vieron juntos las noticias de las once y luego Fred lavó el bol.
—Nos veremos por la mañana —se despidió Evanelle sacando una lata de Coca-Cola de la nevera. Le gustaba abrirla y dejarla en su mesilla de noche y luego bebérsela desbravada nada más levantarse por la mañana—. El baño está al fondo del pasillo.
—Espera.
Evanelle se volvió.
—¿Es verdad que una vez le regalaste a mi padre una cuchara cuando erais pequeños? ¿Y que la utilizó para desenterrar una moneda de veinticinco centavos que había visto relucir entre el barro? ¿Y que se la gastó para ir al cine? ¿Y que fue ahí donde conoció a mi madre?
—Es verdad que le regalé una cuchara. No tengo el poder de arreglar las cosas, Fred.
—Sí, sí, ya lo entiendo —contestó rápidamente, bajando la mirada y doblando el paño de cocina—. Solo era por curiosidad.
Evanelle supo de pronto la verdadera razón de por qué estaba allí.
La mayoría de la gente trataba de evitarla porque le daba cosas, mientras que Fred quería permanecer cerca de ella, por si sonaba la flauta y de pronto le regalaba algo que diera sentido a todo lo que estaba ocurriendo con James, esa cuchara que iba a ayudarlo a salir de aquel barrizal.
• • •
Sydney, Bay y Claire estaban sentadas en el porche ese domingo, comiendo bollos de canela de las cantidades ingentes que Claire había preparado para su pedido dominical para la Coffee House. Hacía calor y estaban pasando cosas muy raras. Los pomos de las puertas que todo el mundo juraba que estaban en el lado derecho, en realidad estaban en el izquierdo. La mantequilla se derretía en la nevera.
Se decían cosas y luego esas mismas cosas se dejaban cociendo en el aire.
—Ahí está Evanelle —anunció Sydney, y Claire se volvió para verla venir por la acera.
Evanelle subió los escalones, sonriendo.
—Tu madre tuvo dos hijas preciosas, eso tengo que reconocérselo. Pero no parecéis muy animadas que digamos.
—Es esta primera ola de calor… Hace que todo el mundo esté muy gruñón —comentó Claire mientras le servía a Evanelle un vaso de té helado de la jarra que había sacado fuera—. ¿Qué tal estás? Hacía un par de días que no te veía.
Evanelle cogió el vaso y se sentó en la mecedora de mimbre junto a Claire.
—Tengo un huésped en casa.
—¿Quién?
—Fred Walker se va a quedar unos días conmigo.
—Ah —exclamó Claire, sorprendida—. ¿Y no te importa?
—En absoluto.
—Supongo que el vino de geranio no surtió efecto.
Evanelle se encogió de hombros y dio un sorbo a su té.
—Al final no lo utilizó.
Claire miró hacia la casa de al lado.
—¿Crees que Fred me lo vendería si no lo ha usado?
—No veo por qué no. ¿Es que te lo ha pedido otro cliente?
—No.
En ese momento Sydney intervino en la conversación.
—Seguramente lo quiere para dárselo a Tyler.
Claire le lanzó una mirada asesina, pero lo hizo con desgana. Al fin y al cabo, tenía razón.
Evanelle dejó su vaso de té y se puso a rebuscar en su bolso.
—He venido porque tenía que darte esto —dijo, y logró sacar al fin una cinta blanca para el pelo para dársela a Claire—. Fred ha intentado convencerme de que no te la diera. Dice que usas peinetas, y no cintas para el pelo, que eso es para la gente con el pelo corto. Él no lo entiende. Es que es precisamente esta cinta blanca la que tengo que regalarte. Ha pasado mucho tiempo desde que viví con un hombre. Se me había olvidado lo testarudos que pueden llegar a ser. Aunque huelen muy bien.
Sydney y Claire se miraron alarmadas.
—Evanelle, sabes que Fred es gay, ¿verdad? —preguntó Claire con tacto.
—Pues claro —contestó ella, riendo, más relajada y contenta de como Claire la había visto en años—. Pero está bien saber que vosotras dos no sois las únicas a quienes les gusta mi compañía. Bueno, y dime, Sydney, ¿cómo va el trabajo?
Sydney y Bay estaban sentadas en el balancín del porche, y la primera empleaba un pie descalzo para columpiarlas a ambas con delicadeza.
—Tengo que agradecértelo. Si no me hubieses regalado aquella camisa que devolví, no habría entrado en el White Door a ver si tenían trabajo para mí.
—Fred dice que te ha visto un par de veces esta semana, yendo a buscar el almuerzo para las otras chicas. Y una vez te vio barriendo el local.
—Es para lo único que sirvo de momento.
—¿Qué pasa? —preguntó Claire, consciente de que Sydney había estado un tanto mohína los últimos días.
Al principio parecía completamente entusiasmada con su nuevo empleo en el salón de peluquería, pero, a medida que iban pasando los días, regresaba a casa cada vez más temprano, y sonriendo cada vez menos. Claire tenía sentimientos encontrados respecto al nuevo empleo de su hermana: le gustaba trabajar con Sydney, le gustaba tenerla cerca, pero lo cierto es que a su hermana se le iluminaba el rostro cuando hablaba del pelo y de peluquería. Todas las mañanas salía de casa llena de esperanza.
—Por lo visto, toda la clientela del White Door conoce a los Clark y a los Matteson. Recibí una visita de Hunter John mi tercer día de trabajo. Parece ser que a algunas personas, y no pienso daros nombres, eso no les ha gustado nada y han hecho correr la voz. No es que antes tuviera la agenda llena, pero ahora parece que hay un motivo.
—¿Le cortaste el pelo?
—No, no me dejó. Es una lástima, porque soy un genio cortando el pelo a los hombres —dijo—. Fui yo quien se lo cortó a Tyler.
—¿Tú?
—Sí. Y también se lo corto a Bay y me lo corto a mí misma.
—Así que… ¿la gente de la ciudad te está dando la espalda? —preguntó Claire—. ¿Ni siquiera van a darte una oportunidad?
—Si esto continúa así, no voy a poder mantener mi alquiler del espacio en el local. Aunque al final tal vez sea lo mejor —dijo Sydney, abrazando a Bay—. Así pasaré más tiempo con mi hijita. Y estaré libre para ayudarte siempre que quieras.
• • •
Claire había ido a la peluquería tres veces en toda su vida adulta, solo cuando el pelo le crecía demasiado para controlarlo y necesitaba que le cortasen un palmo o así.
Iba a la peluquería de Mavis Adler, en la autopista. Antes Mavis acudía a domicilio a cortarle el pelo a la abuela de Claire, y si Mavis era lo bastante buena para su abuela, también lo era para ella.
Claire no se consideraba ninguna cateta, y había pasado por delante del White Door infinidad de veces, pero cuando entró y descubrió sofás de cuero, varios cuadros auténticos y una panda integrada por algunas de las mujeres más ricas de la ciudad, para la mayor parte de las cuales había servido almuerzos, cenas y meriendas, de pronto se sintió aterradoramente fuera de lugar.
Localizó a Sydney al fondo, barriendo los restos de mechones de pelo en torno a la silla de otra de sus compañeras. Estaba muy guapa y tenía un aire independiente.
Parecía muy sola, lo cual sería normal tratándose de Claire, pero no así en el caso de Sydney.
Su hermana la vio e inmediatamente se dirigió a la recepción.
—¿Claire, qué pasa? ¿Dónde está Bay? ¿Está bien?
—Está bien. Le he pedido a Evanelle que cuide de ella una hora o dos.
—¿Por qué?
—Porque quiero que me cortes el pelo.
• • •
Un enjambre de estilistas y clientas se arremolinaron en torno a las dos hermanas. Rebecca, la propietaria del White Door, las observaba como si fuera una profesora, esperando a que Sydney se pusiese manos a la obra. Los murmullos sobre la preciosa melena de Claire y las habilidades aún por demostrar de Sydney flotaban alrededor como motas de polvo.
—¿Confías en mí? —preguntó Sydney mientras subía la silla tras haberle lavado la cabeza a Claire.
Claire miró a su hermana a los ojos a través del espejo.
—Sí —contestó.
Sydney la hizo girar sobre la silla, apartándola del espejo.
A lo largo de los siguientes minutos, el pelo de Claire fue haciéndose cada vez más ligero mientras unos mechones de pelo oscuro y húmedo caían sobre la bata que llevaba, como si fueran tiras delgadas de caramelo de melaza. De vez en cuando, Rebecca formulaba a Sydney una pregunta y esta le contestaba con seguridad, utilizando expresiones como «corte carré» y «flequillo desfilado». Claire no entendía lo que significaban, pero le evocaban un delicioso asado de cerdo e hilos de caramelo deshilachado alrededor de un cremoso pastel.
Cuando por fin Sydney hizo girar la silla de nuevo, el público congregado alrededor se puso a aplaudir.
Claire no daba crédito a lo que veían sus ojos. Sydney le había cortado al menos dos palmos y medio. El corte se inclinaba de tal forma que era más largo por delante, pero arrancaba en la coronilla y le llenaba la parte de atrás. El flequillo resaltaba los ojos de Claire y hacía que pareciesen más bonitos y brillantes, y no tan duros e inexpresivos. Allí enfrente, en el espejo, había alguien con el aspecto que Claire siempre había querido tener.
Sydney no le preguntó si le gustaba. No había pregunta posible. Era una transformación llevada a cabo por una maestra. Todo el mundo miraba a Sydney con admiración absoluta, y esta brillaba como la plata recién bruñida.
Claire sintió que las lágrimas le humedecían los ojos, la felicidad que procura renacer, una redención. En algún lugar en su interior, Claire siempre lo había sabido.
Había sido el origen de todos los celos de ella cuando eran niñas: Sydney había nacido allí. Eso era un don, y aquel siempre había estado en el interior de Sydney, esperando únicamente a que ella lo aceptara.
—Ya no puedes seguir negándolo —dijo Claire.
—¿Negar el qué? —preguntó Sydney.
—Que este es tu don mágico Waverley.