Capítulo 5

a mansión Matteson era exactamente tal como Sydney la recordaba.

Seguramente sería capaz de subir las escaleras hasta el cuarto de Hunter John con los ojos cerrados, incluso después de tanto tiempo. Antes, cuando estaban a solas en la casa, ella solía fantasear con que vivían juntos. Se quedaban tumbados en la cama y Sydney hablaba horas y horas sobre su futuro en común. Sin embargo, cuando él rompió con ella en la graduación, le dijo: «Creía que lo habías entendido».

No lo había entendido entonces, pero ahora sí. Ahora entendía que lo había amado con todo su corazón, y que probablemente era el único hombre al que había querido así, con semejante esperanza. Ahora entendía que habría acabado marchándose de Bascom de todos modos, ya fuese con o sin él. Ahora entendía que él no había sido capaz de aceptarla tal como era. Esa era la parte que Sydney mejor comprendía de todas, porque ni siquiera ella misma había sido capaz de hacerlo.

Cuando Claire se dirigió a la entrada de servicio y entraron en la cocina, Sydney experimentó una emoción familiar, cierta euforia incluso, por estar en un sitio donde sabía que no debería estar en realidad. No debería haber ido, pero no había podido evitarlo. Tal vez fuese por el desafío, por cómo suponía un reto colarse en las casas de sus novios cuando estos estaban fuera trabajando y robarles dinero de sus escondrijos secretos cada vez que se marchaba de alguna ciudad. Allí también iba a robar algo: iba a llevarse recuerdos que ya no le pertenecían. ¿Y por qué iba a hacerlo? Porque los mejores años de su adolescencia, sus mejores recuerdos de Bascom, eran de cuando había sido la novia del mejor partido de la ciudad. Todo el mundo la había admirado, todos la habían aceptado. Necesitaba aquellos gratos recuerdos, los necesitaba mucho más que los Matteson. Lo más probable era que ellos ni siquiera los echasen en falta. Seguramente hacía mucho tiempo que habían olvidado quién era ella.

El ama de llaves acudió a su encuentro y se presentó con el nombre de Joanne.

Rondaba la cuarentena, y tenía el pelo negro tan brillante y liso que apenas se le movía, lo que significaba que detestaba los errores.

—El transportista ya ha traído las flores. He recibido instrucciones de esperar a que llegasen ustedes para colocarlas —dijo Joanne—. Cuando acaben de descargar, estaré en el patio. ¿Saben dónde está?

—Sí —respondió Sydney dándose importancia mientras Joanne desaparecía por la puerta de vaivén que comunicaba con la despensa—. Myrtle me caía mejor.

—¿Quién es Myrtle? —preguntó Claire.

—La antigua ama de llaves.

—Ah —fue el escueto comentario de Claire.

En cuanto todo estuvo en su sitio y los alimentos perecederos en el frigorífico, Sydney guio a su hermana por la casa hasta el patio. La señora Matteson siempre se había mostrado muy orgullosa de sus antigüedades, razón por la que Sydney se extrañó de que la casa fuese ahora tan… rosa. La pared del comedor estaba revestida de damasco de color rosa, y la tapicería de las sillas de la alargada mesa era de color rosa palo. A la sala de estar se accedía precisamente desde el comedor, y las alfombras y los cojines del sofá eran una auténtica explosión de motivos florales rosas.

El extenso patio se hallaba a la derecha, y para llegar hasta él había que atravesar una serie de puertas cristaleras. Una cálida brisa veraniega entró deslizándose, inundando la estancia de un olor a rosas y a cloro. Cuando salieron al exterior, Sydney advirtió que había mesas de hierro forjado y sillas alrededor de la piscina, y que habían construido una sofisticada barra de bar en una esquina. Las mesas más largas para el bufé bordeaban las paredes, y allí era donde las esperaba Joanne, rodeada de jarrones vacíos y ramos de flores.

Claire echó a andar hacia Joanne, pero Sydney no podía moverse. Estaba un poco mareada. Era por la fantasía que envolvía todo aquello: la imagen de los manteles blancos ondeando al viento; las luces de la piscina, proyectando sombras acuáticas por todos los rincones; el reflejo de las estrellas sobre los arbustos… Había deseado todo aquello con tanto anhelo cuando era joven, aquella prosperidad, aquel sueño…

Estando allí de pie, recordaba perfectamente lo que era sentirse parte de eso, sentirse parte de algo, de lo que fuese, saber que formaba parte de algún lugar concreto.

Aunque todo hubiese sido una mentira.

Se cruzó de brazos y observó a una sirvienta poner velas en unos fanales altos en cada una de las mesas. Escuchó un tanto ausente a su hermana dando instrucciones a Joanne sobre dónde colocar las rosas, las fucsias y los gladiolos.

—Los gladiolos aquí —estaba diciendo—, donde irá el relleno de nuez moscada para las flores de calabacín y el pollo al hinojo.

Era todo sumamente intrincado, un plan manipulador para hacer que los invitados sintiesen algo que tal vez no llegasen a sentir de otro modo. Nada de aquello parecía propio de la señora Matteson. Aun así, Claire se había pasado casi toda la tarde del lunes discutiendo el menú por teléfono con ella. Sydney se había inventado un pretexto para estar en la cocina y había oído a Claire en el almacén diciendo cosas como: «Si es amor lo que quiere transmitir, entonces rosas», y «La canela y la nuez moscada significan prosperidad».

Una vez que Claire se hubo encargado de la disposición de las flores no comestibles con Joanne, echó a andar de nuevo hacia la casa, pero se detuvo al ver que su hermana no la seguía.

—¿Estás bien? —le preguntó Claire.

Sydney se volvió.

—Es muy bonito, ¿a que sí? —exclamó, como si estuviera orgullosa de ello, como si todo aquello fuese suyo. Y lo había sido, durante un tiempo.

—Es muy… —Claire vaciló un momento— estudiado. Vamos, no podemos retrasarnos sobre el horario previsto.

Más tarde, en la cocina, Sydney comentó:

—Ya sé lo que has querido decir con eso de estudiado. ¿Por qué todo lo que hay en las bandejas tiene que estar colocado en el sentido de las agujas del reloj? No tuvimos que hacer eso en el almuerzo de las señoras botánicas.

—A aquellas señoras solo les importaba la comida, no lo que significaba.

—¿Y qué significa todo esto? —quiso saber Sydney.

—Significa que quieren que los invitados los vean como una pareja locamente enamorada y dueños de una fabulosa riqueza.

—Pero no tiene ningún sentido, eso ya lo sabe todo el mundo. ¿Es que el señor y la señora Matteson tienen problemas? Parecían muy felices cuando yo los frecuentaba.

—Nunca cuestiono los motivos; me limito a darle a la gente lo que quiere. ¿Estás lista? —preguntó Claire, acarreando dos bandejas hacia la puerta de vaivén de la cocina.

Habían sacado la comida antes de la llegada de los invitados, pero Joanne les informó de que había que volver a rellenar las bandejas.

Sydney se preguntó si reconocería a alguien allí fuera. Había tratado de reconocer las voces, deteniéndose a veces para aguzar el oído cuando se oían risas, preguntándose si había oído aquella misma risa alguna vez. ¿Estaría Hunter John ahí fuera? ¿Importaba acaso?

—Estoy lista —dijo al tiempo que recogía sus bandejas.

• • •

Las fiestas siempre hacían que Emma se sintiese en el terreno de lo mágico, como si fuese una niña jugando a disfrazarse y aquello fuese un mundo que hubiese creado ella misma. Su madre había sido igual que ella. «Deja la magia para las Waverley —solía decirle a Emma cuando esta era pequeña y observaba a su madre probarse un vestido tras otro antes de una fiesta—. Nosotras tenemos algo mejor. Tenemos fantasía».

Emma estaba junto al bar porque allí era donde Hunter John charlaba con los invitados, pero desde allí disfrutaba también de unas vistas excelentes de los asistentes divirtiéndose. Le encantaban las fiestas, pero nunca había ido a ninguna donde hubiese experimentado nada semejante a lo que sentía en aquella, cuando cada frase que salía de la boca de cualquiera de sus invitados era un cumplido dedicado a ella o un comentario cargado de envidia. Era absolutamente maravilloso.

Ariel se acercó a Emma y la besó en la mejilla.

—Querida, estás preciosa. Ese rojo te sienta de fábula. Verdaderamente perfecto.

—Esta fiesta ha sido una idea estupenda, mamá. Gracias por haberla organizado.

¿Quién se encarga del catering? Me están felicitando por la comida. No tantas veces como las alabanzas que dedican a mi vestido, pero aun así.

Ariel guiñó un ojo a su hija y la hizo volverse hacia las puertas del patio, al otro lado de la piscina.

—Y ahora, tesoro, viene mi mejor regalo para ti esta noche.

—¿Cómo? ¿Qué quieres decir?

—Espera. Observa. Te lo mostraré.

Emma no comprendía las palabras de su madre, pero se echó a reír de pura ilusión.

—Mamá, ¿qué has hecho? ¿Es que me has comprado algo?

—En cierto sentido, sí —respondió Ariel con aire misterioso.

—Mamá, ¿qué es? ¡Dímelo, dímelo!

El tono de la voz de Emma hizo que Hunter John abandonase la conversación que mantenía con algunos de sus amigos.

—Emma, ¿qué pasa?

Emma sujetó la mano de Hunter John y lo atrajo hacia sí.

—Mamá me ha comprado un regalo y no quiere decirme qué es.

—Ah, ahí lo tienes —dijo Ariel, señalando con una copa de champán que llevaba en la mano.

—¿Qué? —exclamó con entusiasmo—. ¿Dónde? —Emma dirigió la mirada hacia dos mujeres que salían de la casa llevando unas bandejas. Eran camareras, obviamente. Estaba a punto de desviar la vista para tratar de localizar dónde estaba su verdadero regalo cuando se percató de la identidad de una de las camareras—. ¿Es esa Claire Waverley? ¿Le has encargado a ella, precisamente, el catering de mi fiesta? —De pronto, en un instante terrible, comprendió el verdadero alcance de la iniciativa de su madre y su mirada se desvió rápidamente hacia la mujer que acompañaba a Claire—. Oh, Dios mío…

—¿Es esa Sydney Waverley? —preguntó Hunter John.

Acto seguido, soltó la mano de Emma y la dejó allí sola. Echó a andar sin más, avanzando directo hacia Sydney como si esta lo hubiese atrapado con el lazo.

Emma se encaró con su madre.

—Mamá, ¿se puede saber qué has hecho?

Ariel se inclinó hacia ella y susurró:

—Deja de decir tonterías y ve hacia allí. Haz que la gente la mire. Haz que todos sus viejos amigos la miren.

—No me puedo creer que hayas sido capaz de una cosa así.

—Ella ha vuelto, y tú necesitas controlar las riendas de la situación. Demuéstrale que ella no forma parte de nosotros, que no tiene una sola posibilidad de recuperar lo que tuvo. Y demuéstrale a tu marido que eres mejor que ella. Que siempre lo has sido. Tú eres la reina del baile, y ella solo es la camarera. Y ahora vete.

Fue la caminata más larga que Emma había emprendido jamás. Hunter John ya había llegado junto a Sydney y estaba mirándola de hito en hito mientras esta disponía las nuevas bandejas sobre las mesas del bufé. Ella todavía no había levantado la vista. ¿Estaba fingiendo no saber que él estaba allí? ¿O le habría dado un ataque de timidez?

Estaba más delgada y parecía mayor, pero su rostro aún era luminoso y la había peinado una mano experta. Siempre había tenido el pelo más maravilloso del mundo, sin necesidad de teñírselo ni rizárselo como hacía Emma desde que tenía doce años.

Emma estaba a punto de llegar junto a su marido cuando este se aclaró la garganta y dijo:

—Sydney Waverley, ¿eres tú?

En ese momento, pasaron varias cosas a la vez. Sydney levantó la cabeza de golpe y ella y Hunter John se miraron fijamente a los ojos. Eliza Beaufort, que estaba en la mesa contigua, giró sobre sus talones.

Y Claire dejó lo que estaba haciendo para mirarlos, clavando sus ojos oscuros en ellos con la mirada severa de una institutriz.

—Siempre lo he dicho, Emma —comentó Eliza, acercándose con aire despreocupado—. Las tuyas son las mejores fiestas de la ciudad. Carrie, ven aquí —gritó—. Tienes que ver esto.

Carrie Hartman, una de las componentes de la vieja pandilla del instituto, se aproximó.

—Sydney Waverley —entonó con voz cantarina.

Carrie había sido la única chica del instituto capaz de rivalizar con la belleza de Sydney.

Sydney parecía acorralada, y Emma sintió un súbito acaloramiento de vergüenza poniéndose en su lugar.

—Todos habíamos oído que habías vuelto a la ciudad —dijo Eliza—. Ha pasado tanto tiempo… ¿Dónde has estado?

Sydney se limpió las manos en el delantal y luego se remetió el pelo por detrás de las orejas.

—En todas partes —contestó, con voz trémula.

—¿Fuiste a Nueva York? —quiso saber Hunter John—. Siempre hablabas de ir a Nueva York.

—Viví allí un año. —Sydney miró nerviosa a su alrededor—. Mmm… ¿dónde están tus padres?

—Se fueron a vivir a Florida hace dos años. Yo he continuado con el negocio.

—¿De modo que ahora eres tú quien vive aquí?

—Nosotros vivimos aquí —intervino Emma, entrelazando el brazo con el de 86 Hunter John y arrimándose para apretar sus pechos contra él.

—¿Emma? ¿Tú y Hunter John estáis… casados? —dijo Sydney, y el hecho de que pareciese escandalizada produjo a Emma un gran desasosiego.

¿Cómo se atrevía a escandalizarse porque Hunter John la hubiese escogido a ella?

—Nos casamos el año en que nos graduamos, justo después de que te marcharas.

Sydney —dijo—, aquí veo dos bandejas vacías.

Emma intentó convencerse de que era la propia Sydney quien se había buscado aquello, que su humillación era única y exclusivamente culpa suya. Sin embargo, eso no hizo que Emma se sintiera mejor. No le gustaba hacer que Sydney se hundiera de aquel modo. Al fin y al cabo, Emma había ganado, ¿no? Pero aquello era lo que haría su madre, lo que diría. Y solo había que ver el tiempo que había mantenido al padre de Emma a su lado.

Hunter John fue alternando su mirada entre Emma y Sydney, para luego volver a Emma.

—Tengo que hablar contigo en privado —le dijo, y guio a Emma por entre la muchedumbre de invitados hasta el interior de la casa, mientras Sydney los seguía a ambos con la mirada.

—¿Qué pasa, cariño? —preguntó Emma cuando su marido la llevó a su gabinete y cerró la puerta.

Emma había decorado aquella estancia para él, con las paredes de color vainilla, las fotos enmarcadas de los días de gloria de Hunter John sobre el césped del campo de fútbol del instituto, las macetas de plantas y el gigantesco escritorio de madera de nogal con la superficie de cuero. Ella se acercó al escritorio y se inclinó sobre el mueble con aire provocativo. La razón por la que había escogido aquel escritorio en concreto era para que le resultase una cama más cómoda cuando lo sorprendía con un polvo rápido los días en que él se quedaba a trabajar en casa. Creía que era eso lo que él quería en ese momento. Su madre volvía a tener razón: Hunter John las había visto a ella y a Sydney juntas, y había sabido que la suya era la elección correcta.

Sin embargo, Hunter John no se movió un centímetro de la puerta, y la fulminó con una mirada más hosca que el tizón.

—Has montado todo esto a propósito. Estás humillando a Sydney adrede.

Emma se sintió como si hubiese recibido un regalo por su cumpleaños, convencida de que era justo lo que había estado pidiendo durante todo el año, cuando, al abrirlo, había descubierto que no era más que una piedra horrorosa o un espejo roto.

—¿Desde cuándo te importa?

—Me importa lo que piensen los demás. ¿Por qué la has traído aquí, a nuestra propia casa, por el amor de Dios?…

—Chsss, cariño… Chsss… Tranquilízate, no pasa nada. Yo no he tenido nada que ver, te lo juro.

Avanzó hacia él y se detuvo a escasos centímetros para, acto seguido, empezar a acariciar las solapas de su chaqueta. Deslizó las manos hacia abajo y le frotó la parte delantera de los pantalones.

Hunter John le sujetó las muñecas.

—Emma, los invitados están justo ahí fuera.

—Entonces seré muy rápida…

—No —dijo él por vez primera en diez años y se apartó—. Ahora no.

• • •

Claire estaba nerviosa y detestaba aquella sensación. Detestaba no saber lo que tenía que hacer. Había visto a todas las antiguas amistades de Sydney confluir a su alrededor como polillas atraídas por la luz, y Claire se había limitado a quedarse allí de brazos cruzados. No había sabido si Sydney quería que interviniese o si se enfadaría si trataba de arrancarla de allí y frustrar su primer reencuentro con los amigos de hacía diez años. En ese momento, la tensión se reflejaba en el rostro de Sydney y caminaba con paso brusco mientras Claire la seguía de vuelta a la cocina.

En cuanto la puerta se cerró a sus espaldas, Sydney soltó las bandejas vacías que llevaba en la mano y se encaró con su hermana:

—¿Por qué no me dijiste que el señor y la señora Matteson eran Hunter John y Emma Clark?

Claire recogió las bandejas que había dejado Sydney y las apiló encima de las suyas para apartarlas a un lado.

—Ni siquiera se me ocurrió que pensases que pudiera tratarse de otras personas.

¿Quiénes creías que eran?

—¡Creía que eran los padres de Hunter John! ¿Cómo narices iba a saber yo que Hunter John y Emma se habían casado?

—Porque cuando rompiste con él, empezó a salir con Emma —respondió Claire, tratando de que sus palabras sonaran sensatas, tratando de dejar de sentir aquel nudo en el estómago, tratando de impedir que su cerebro siguiera repitiéndole, una y otra vez: «Aquí hay algo raro. Va a pasar algo malo. Aquí hay algo raro…».

—¿Y cómo se supone que iba a saberlo? ¡Yo no estaba aquí! —exclamó Sydney—. Y yo no rompí con él. Él rompió conmigo. ¿Por qué crees que me marché?

Claire vaciló un instante.

—Creía que te marchaste por mi culpa. Creía que te marchaste porque yo no te dejaba aprender las cosas, porque hacía que odiases ser una Waverley.

—Tú no me hiciste que odiase ser una Waverley, toda esta ciudad lo hizo —dijo Sydney con impaciencia. Empezó a negar con la cabeza como si su hermana acabase de decepcionarla—. Pero si eso te hace sentir mejor, ahora sí que me marcho de aquí por tu culpa.

—Espera, Sydney, por favor…

—¡Era una trampa! ¿Es que no te diste cuenta? Emma Clark lo preparó todo para que yo apareciese como una… sirvienta delante de Hunter John y de todas mis viejas amigas del instituto, con sus vestidos caros y sus tetas operadas. ¿Y cómo sabía ella que yo había vuelto a la ciudad? ¿Por qué se lo dijiste?

—Yo no se lo dije.

—Sí, claro. ¿Y cómo si no habría podido averiguarlo?

—Tal vez se lo dijera Eliza Beaufort —sugirió Claire—. Su abuela era una de las señoras que asistieron al almuerzo en Hickory.

Sydney se quedó mirando a su hermana durante largo rato, con los ojos brillantes por las lágrimas. Claire no recordaba haber visto llorar nunca a Sydney.

Las dos habían sido niñas muy estoicas, ninguna de las dos pareció sentirse demasiado afectada por el abandono de su madre, y ninguna vertió tampoco una sola lágrima. Pero por primera vez, Claire se preguntó qué habría estado guardándose dentro Sydney todo aquel tiempo.

—¿Por qué me has dejado hacer esto? ¿Por qué me has hecho salir ahí fuera? ¿No te pareció extraño que Emma te llamara para servir un catering dedicado a resaltar las virtudes de una vida en común que todo el mundo conoce ya de sobra? La pasión y el dinero. Lo hizo para que yo lo viera.

—Ella no preparó nada de esto, fue su madre. Ni siquiera hablé una sola vez con Emma. A lo mejor solo ha sido una coincidencia, Sydney. A lo mejor no significa nada de nada.

—¿Cómo puedes, precisamente tú, decir algo así? ¡Para una Waverley, absolutamente todo tiene un significado! ¿Y cómo te atreves a defenderlos? ¿De verdad no te importa que la gente piense lo que piensa de nosotras? Yo te veía cuando éramos niñas, veía que ninguna quería ser amiga tuya, que ningún chico se interesaba nunca por ti. Creía que por eso te refugiabas en todo esto… —Con un amplio movimiento del brazo abarcó la comida y las flores que había en las encimeras—. Porque creías que la casa y la abuela eran lo único que necesitabas. Yo quería algo más que eso. Quería tener a esas amigas de ahí fuera. Me quedé destrozada cuando Hunter John rompió conmigo, pero tú ni siquiera te diste cuenta. Y lo de esta noche me ha dolido, Claire. ¿Es que no te importa en absoluto?

Claire no sabía qué decir, y eso pareció exasperar aún más a Sydney. Esta se volvió dando un resoplido y se fue a por el bolso, que había colgado junto a la puerta. Extrajo un pequeño trozo de papel de cuaderno y luego se dirigió al teléfono que había junto a la puerta de la despensa.

—¿Qué haces? —le preguntó Claire.

Sydney le dio la espalda intencionadamente y marcó el número que figuraba en el papel.

—Por favor, Sydney. No te vayas.

—¿Tyler? —dijo al aparato—. Soy Sydney Waverley. Me he quedado colgada en un sitio y necesito que alguien venga a recogerme. —Hizo una pausa—. Willow Springs Road, en el lado este de la ciudad. El número treinta y dos, una casa enorme de estilo Tudor. Entra con el coche por detrás. Muchísimas gracias.

Sydney se despojó del delantal y lo arrojó al suelo. Cogió su bolso y salió por la puerta.

Claire la vio marcharse sin poder hacer nada. Tenía el estómago tan revuelto que creía estar a punto de vomitar, y tuvo que inclinarse hacia delante y apoyar las manos en las rodillas. No podía perder lo poco que quedaba de su familia, no tan pronto. No podía volver a ser la culpable de que Sydney se marchara otra vez.

Los diez años anteriores no eran el único misterio que rodeaba a Sydney. Claire se dio cuenta de que ni siquiera cuando eran niñas había conocido a su hermana. No se dio cuenta entonces de que Sydney creía que Hunter John era el hombre de su vida. No se dio cuenta entonces de que aquello le hubiese hecho tanto daño a Sydney. Pero aquellas personas que había en el patio sí habían sabido lo que Claire ignoraba por completo hasta ese momento… y habían organizado aquel paripé a propósito. Desde el principio Claire había presentido que allí había algo raro, en eso su hermana tenía razón. Todo tenía un significado, y Claire había hecho caso omiso de todas las señales de advertencia.

Inspiró aire profundamente y luego se puso manos a la obra. Pondría remedio a todo aquello.

Se dirigió al teléfono y pulsó el botón de rellamada.

Tardó varios segundos, pero finalmente oyó al otro lado del aparato la voz de Tyler, que hablaba casi sin resuello.

—¿Diga?

—¿Tyler?

—Sí.

—Soy Claire Waverley.

Se oyó una pausa de genuina sorpresa.

—Claire. Qué casualidad… Acabo de recibir una llamada de tu hermana. Parecía enfadada.

—Lo está. Me ha acompañado a un trabajo. Necesito… que me hagas un favor.

—Pídeme lo que quieras —dijo.

—Quiero que vayas un momento a mi casa y recojas algo antes de venir aquí a por Sydney. ¿Serías tan amable de traerme unas cosas del jardín y del interior de la casa? Te diré dónde escondo las llaves.

Al cabo de unos cuarenta minutos, alguien llamó a la puerta de atrás.

Claire fue a abrir la puerta y se encontró a Tyler cargado con dos cajas de cartón llenas de flores e ingredientes de la casa.

—¿Dónde dejo esto?

—En la encimera, junto al fregadero.

Cuando él entró, Claire se asomó a la entrada de servicio, donde estaba aparcado el jeep de Tyler, con las luces aún encendidas. Sydney iba sentada en el asiento del pasajero, con la mirada fija delante.

—Ya te vi en plena acción en casa de Anna, pero debo confesarte que lo que ocurre entre bastidores es aún más impresionante —comentó Tyler al tiempo que dejaba las cajas.

Claire se volvió. Mientras esperaba a que Tyler le trajera lo que necesitaba, había reorganizado la comida y las flores. Luego había escrito descripciones de los ingredientes y una lista de las flores que había fuera en tarjetones para no confundirse de receta y enviar señales confusas. Aquello era demasiado importante.

Ellos querían rosas esa noche para simbolizar su amor, pero cuando se añadía tristeza al amor el resultado era la pena. Querían nuez moscada porque simbolizaba sus bienes y sus riquezas, pero cuando se añadía sentimiento de culpa a la riqueza, el resultado era vergüenza.

—Gracias por traerme todo esto —le dijo, confiando en que no le preguntara para qué lo quería.

Pero ¿por qué iba a hacerlo? Él ni siquiera era de allí. No sabía nada de la naturaleza subversiva de las cosas que ella podía hacer.

—De nada.

Claire bajó la vista y vio que Tyler se había ensuciado las rodillas de los vaqueros con la tierra del jardín.

—Siento lo de esas manchas. Te compraré unos nuevos.

—Cielo, soy pintor. Toda mi ropa tiene el mismo aspecto. —Le sonrió, con profunda calidez, con profunda calma. Claire por poco se queda sin aliento—. ¿Quieres que haga algo más?

—No —contestó automáticamente. Pero acto seguido añadió—: Espera, sí.

¿Podrías convencer a Sydney de que no se vaya? Al menos no hasta que acabe la noche. Tengo que solucionar una cosa.

—¿Es que os habéis peleado vosotras dos?

—Más o menos.

Volvió a sonreír.

—Haré lo que pueda.

• • •

Cuando Claire regresó a casa, Sydney y Bay ya estaban en la cama. Obviamente, en su regreso a casa su hermana le había pedido a Tyler que recogiese a Bay de la casa de Evanelle.

Al parecer iban a quedarse una noche más, tiempo suficiente para enmendar algunas cosas.

Claire se quedó levantada hasta tarde para preparar su encargo habitual de seis docenas de bollos de canela, que repartía cada domingo a primera hora de la mañana en la cafetería de la plaza. A medianoche, subió con paso soñoliento a su dormitorio para poner el despertador. Fue a ver cómo dormía Bay, aunque sabía que su hermana ya lo hacía varias veces durante la noche, y luego echó a andar por el pasillo.

Acababa de pasar por delante del dormitorio de Sydney cuando esta la llamó.

—He recibido un montón de llamadas antes de que volvieras a casa esta noche.

Claire retrocedió un paso y se asomó a la habitación. Sydney estaba despierta, tumbada en la cama y con las manos entrelazadas por detrás de la cabeza.

—Eliza Beaufort, Carrie, gente que había en la fiesta y a quien ni siquiera conozco… Todos me han dicho lo mismo. Que lo sentían mucho. Eliza y Carrie me han llegado a decir incluso que la verdad es que yo les caía muy bien en el instituto y que ojalá las cosas fueran diferentes. ¿Qué les has dicho?

—Yo no les he dicho nada.

Sydney hizo una pausa, y Claire supo por su siguiente pregunta que ya empezaba a comprender.

—¿Qué les has dado?

—Sorbete de melisa en copas de tulipán. He echado pétalos de diente de león en la macedonia de frutas y hojas de hierbabuena en la mousse de chocolate.

—Eso no estaba en el menú de los postres —señaló Sydney.

—Ya lo sé.

—Emma Clark y su madre, en cambio, no me han llamado.

Claire se apoyó en el marco de la puerta.

—Se dieron cuenta de lo que estaba haciendo. No quisieron probar los postres. Y recibí instrucciones de que me fuera.

—¿Te pagaron el resto de lo acordado?

—No. Y esta noche un par de conocidas de la familia me han cancelado dos encargos.

Se oyó el crujido de las sábanas. Sydney se volvió en la cama para mirar a Claire.

—Lo siento.

—Han cancelado oficialmente, pero volverán a llamarme cuando necesiten algo.

Solo que querrán que no se lo diga a nadie.

—Te he complicado mucho la vida. Lo siento.

—Tú no me has complicado nada —dijo Claire—. Por favor, no te vayas, Sydney.

Quiero que te quedes. Puede que a veces no me comporte como si ese fuera mi deseo, pero así es.

—No voy a marcharme, no puedo. —Sydney lanzó un suspiro—. Por muy demencial que sea este lugar, es la forma de pensar de su gente, la inmovilidad, lo que lo hace seguro. Bay necesita eso. Yo soy su madre, tengo que dárselo.

Las palabras quedaron suspendidas en el aire, y Claire supo que Sydney se arrepintió de inmediato de haberlas pronunciado.

—¿Es que… os fuisteis de un lugar que no era seguro? —tuvo que preguntar Claire.

Pero debería haber sabido que Sydney no respondería. Volvió a removerse en la cama, rodó hasta colocarse de lado y le dio la espalda.

—Ojalá hicieras algo con respecto a él —dijo, señalando con el dedo a su ventana abierta—. Resulta difícil dormir con toda esa luz.

Por la ventana se filtraba una tenue luz violácea. Con curiosidad, Claire entró en la habitación de su hermana y se dirigió al ventanal, que daba a la casa de Tyler.

Miró hacia abajo y vio a su vecino paseándose por su jardín delantero ataviado únicamente con un pantalón de pijama y sosteniendo un cigarrillo en la mano. Ya volvía a emitir aquellas pequeñas chispas de color violeta. Se detenía de vez en cuando para mirar a la casa Waverley y luego reanudaba el paseo.

—¿Es que tú también la ves? —preguntó Claire a su hermana.

—Pues claro.

—Entonces tienes mucho más de Waverley de lo que tú misma te atribuyes.

Sydney soltó un bufido.

—Pues qué bien… Bueno, pero ¿qué vas a hacer con él?

Claire no hizo caso del aleteo como de mariposas que sentía en el pecho. Se apartó de la ventana.

—Ya lo solucionaré.

—Que nadie espere que lo hagas no significa que no puedas hacerlo. ¿Es que nunca te entran ganas de demostrarles a los demás que se equivocan con respecto a ti?

—Soy una Waverley —repuso Claire, encaminándose hacia la puerta—. No hay nada malo ni equivocado en eso.

—Eres humana. Puedes salir con hombres, eso es bueno. Es bueno sentir algo. Sal con Tyler. Haz que la gente diga: «No me puedo creer que Claire haya hecho eso».

—Hablas igual que mamá.

—¿Es eso un cumplido?

Claire se detuvo en la puerta y se le escapó una leve sonrisa.

—No estoy segura.

Sydney se incorporó en la cama y ahuecó la almohada varias veces.

—Despiértame para que te ayude con el reparto de los bollos de canela por la mañana —sugirió mientras volvía a tumbarse.

—No, ya puedo… —Claire se interrumpió—. Gracias.