Capítulo 4

sa noche, al otro lado de la ciudad, mientras se arreglaba para el baile benéfico, Emma Clark no tenía la menor idea de que todo su mundo E estaba a punto de tambalearse y dar un vuelco definitivo.

De hecho, estaba ansiosa por celebrar la velada por la atención que siempre recibía.

Las mujeres Clark se morían por ser el centro de atención. En concreto, les encantaba acaparar la atención de los hombres, lo que no era algo difícil de conseguir, teniendo en cuenta el carácter legendario de sus habilidades en el terreno sexual. Ellas siempre se casaban bien.

El marido de Emma Clark, Hunter John Matteson, era el mejor partido de la ciudad, y todos lo sabían. No solo era un hombre simpático, guapo y atlético, sino que además era el heredero del imperio de casas prefabricadas que había erigido su familia. La madre de Emma, siendo la mujer lista y astuta que era, se había dedicado a allanar el camino para que su hija llegara a convertirse en la esposa de Hunter John desde que ambos iban juntos al parvulario. Sus familias se movían en los mismos círculos y viajaban siempre juntas, de modo que no había sido difícil lanzar indirectas y darles un ligero empujoncito para intentar que se convirtieran en pareja.

Ambas familias habían pasado incluso un mes juntas en Cape May un verano, cuando Emma y Hunter John tenían solo diez años. «Mirad qué monos los dos…», exclamaba su madre a la menor ocasión.

El único problema era que, pese a las maniobras de su madre, pese a la belleza y la posición social de Emma, pese al hecho de llevar extasiando a los chicos con sus habilidades entre los bancos del estadio desde que tenía quince años y de ser la mujer más deseada por todos, durante todos los años de instituto, Hunter John había estado perdidamente enamorado de Sydney Waverley. Sí, claro, ya sabía que nunca podría llegar a nada serio con ella. La gente de su clase social no se relacionaba con los Waverley, pero para sus amigos no era ningún secreto la clase de sentimientos que albergaba hacia ella. Lo sabían por el modo en que la miraba y por la trágica actitud adolescente que adoptaba a veces, como si la vida sin amor no mereciese la pena vivirla.

Cuando cumplió los dieciséis, en su primer y único acto de rebeldía, le pidió por fin a Sydney que saliera con él. Para sorpresa general, sus padres dieron su consentimiento a la cita. «Que el chico se divierta un poco —había dicho su padre—. Es la guapa de las Waverley, y no parece que haya heredado sus habilidades, así que debe de ser inofensiva. Mi hijo sabe perfectamente lo que esperamos de él cuando termine los estudios de secundaria. Yo también estuve tonteando un poco antes de que llegara el momento de sentar la cabeza».

Aquel fue el segundo peor día de la vida de Emma.

A lo largo de los dos años siguientes, la panda de amigos de Hunter John en el instituto no tuvo más remedio que aceptar a Sydney en su seno, porque ella y Hunter se hicieron inseparables. La madre de Emma le dijo que mantuviera la boca cerrada y a los enemigos cerca, de modo que, aunque le doliera en lo más hondo de su ser, Emma se hizo amiga de Sydney. Con frecuencia la invitaba a quedarse a dormir a su casa. Tenían montones de habitaciones, pero Emma siempre le decía a Sydney que tenía que dormir en el suelo. A esta no le importaba, porque odiaba vivir en la casa Waverley y cualquier cosa era mejor que dormir allí, pero la mayor parte de las veces Emma acababa en el suelo de su propio dormitorio con Sydney, conversando y haciendo los deberes. Sydney era una simple Waverley, pero era lista y divertida, y tenía un gusto exquisito en cuanto a peinados de moda. Emma nunca olvidaría el día que dejó que Sydney la peinara, y entonces ese día todo le salió redondo, como por arte de magia. Hunter John había llegado incluso a comentar lo guapa que estaba.

Emma nunca pudo volver a peinarse de aquella manera ella sola. Hubo una época en la que Sydney le caía realmente bien a Emma, y le había cogido mucho afecto.

Sin embargo, una noche, cuando estaban en sus sacos de dormir en el suelo de la habitación, Sydney le dijo que ella y Hunter John iban a hacerlo por primera vez.

Emma había estado al borde de las lágrimas. Aquello era más de lo que podía soportar; se había pasado años y años viendo al chico que se suponía que era para ella enamorado de otra persona. Luego se había visto obligada a trabar amistad con la chica que se lo había arrebatado, ¿y ahora Sydney iba a acostarse con él? Emma sabía que precisamente aquello era lo que se le daba mejor que a cualquier otra mujer y… ¡Sydney era la que iba a hacerlo con él primero! Aquella noche tuvo que recurrir a todas sus fuerzas para esperar a que Sydney se durmiera e ir corriendo a contárselo a su madre.

Recordaba que esta la había abrazado y le había acariciado el pelo. Ariel estaba en la cama, envuelta en sus sábanas blancas de seda. Su dormitorio siempre olía a velas encendidas, y las lágrimas de cristal de la araña del techo irradiaban destellos de luz por toda la habitación. Su madre era justo lo que Emma quería llegar a ser algún día: una fantasía de carne y hueso.

—Escucha, Emma —le había dicho con serenidad—, llevas haciéndolo, y haciéndolo muy bien, durante más de un año. Todas las mujeres Clark son buenas en la cama. ¿Por qué crees que nos casamos tan bien? Deja de preocuparte. Ahora mismo lo tiene ella, pero tú lo tendrás el resto de tu vida. Solo es cuestión de tiempo.

Tú siempre serás mejor, y es bueno que los hombres tengan alguna referencia para luego hacer comparaciones. Pero eso no significa que no puedas informar a tu amiga dándole algunos datos, digamos que… inexactos. Por increíble que parezca, a algunas mujeres les da miedo esa primera vez.

Emma se echó a reír. A las mujeres Clark nunca les daba miedo el sexo.

Al día siguiente, Emma le contó a Sydney toda clase de cosas falsas y aterradoras sobre lo mucho que dolía, y también le dijo todas las formas erróneas sobre cómo había que hacerlo. Nunca llegó a presionar a Sydney para que le contara los detalles sobre cómo había ido aquella primera vez: bastó con ver la expresión de inmensa satisfacción en la cara de Hunter John la primera vez que Emma y él se acostaron juntos.

Sydney se marchó de la ciudad después de que Hunter John rompiera con ella en la ceremonia de graduación. Se había quedado destrozada al saber que los años en el instituto solo eran una burbuja, que ella y Hunter John nunca estarían juntos en la vida real, que los amigos que había hecho no podían seguir siendo sus amigos una vez que todos se hubiesen graduado. Tenían que hacer su presentación en la sociedad de Bascom y cumplir con lo que sus padres esperaban de ellos, honrar sus apellidos. Y Sydney era, en definitiva, una simple Waverley. Se había sentido inmensamente dolida, furiosa. Nadie había caído en la cuenta de que no conocía las reglas. Se había enamorado de Hunter John. Creyó que sería para siempre.

Emma habría sentido lástima por ella si no hubiese sido tan evidente que Hunter John estaba tan destrozado como la propia Sydney. Aquel verano le había costado un enorme esfuerzo hacer que entrara en razón. Aun después de que se hubiesen acostado y de que él hubiese enloquecido en la cama con ella, había seguido insistiendo en su idea de irse a estudiar a la universidad; incluso a veces llegó a decir que Sydney había procedido sabiamente con su vida marchándose de allí. Él no necesitaba aquella ciudad.

Así que Emma hizo lo único que creía que podía hacer: dejó de tomar la píldora sin decírselo a Hunter John y se quedó embarazada.

Hunter John se quedó en Bascom y se casó con ella, y nunca se quejó. Hasta decidieron, juntos esta vez, que deberían tener un segundo hijo unos años más tarde.

Hunter John se puso a trabajar con su padre y luego asumió la dirección de las fábricas de construcción de casas prefabricadas cuando este se jubiló. Cuando sus padres se fueron a vivir a Florida, Emma y Hunter John se mudaron a la mansión de su familia. Todo parecía perfecto, pero Emma nunca estaba del todo segura de a quién pertenecía el corazón de Hunter John, y eso siempre le quitaba el sueño.

Lo que nos lleva al peor día de la vida de Emma Clark.

Aquel viernes por la noche, Emma seguía sin intuir que algo importante estaba a punto de suceder, a pesar de que había señales por todas partes. A su pelo no le daba la gana de rizarse. Luego le salió un grano en la barbilla. Después, al vestido blanco que tenía planeado ponerse para el baile benéfico, donde todos los invitados debían ir de blanco o de negro, le salió misteriosamente una mancha que la empleada del servicio doméstico no había conseguido limpiar, de modo que Emma no tuvo más remedio que conformarse con un vestido negro. Era un vestido espectacular —como todos sus vestidos—, pero no era lo que quería, lo que había planeado, y se sentía incómoda con él.

Cuando ella y Hunter John llegaron al baile, todo parecía ir bien. Mejor que eso, parecía ir perfectamente. El baile del hospital siempre se celebraba en Harold Manor, una construcción de la época de la guerra de Secesión que figuraba en el registro de edificios catalogados y que era el lugar indiscutible de las celebraciones y reuniones sociales. Emma había estado allí infinidad de veces. Era un escenario maravilloso y de ensueño, como de otra época. Los hombres vestían trajes tan almidonados que no podían doblarse a la altura de la cintura, y las mujeres estrechaban la mano con tanta delicadeza que parecían pastitas para el té a punto de deshacerse. Las mujeres Clark se sentían como en casa en aquel entorno, y Emma se convirtió de inmediato en el centro de atención, tal como ocurría siempre. Sin embargo, aquella vez era distinto, como si la gente estuviera hablando de ella, como si quisieran estar cerca de ella por razones oscuras e insospechadas.

Hunter John no se daba cuenta, aunque lo cierto es que nunca se daba cuenta de nada, de modo que Emma buscó inmediatamente a su madre. Esta le diría que estaba muy guapa y que no pasaba nada, que todo eran imaginaciones suyas. Hunter John le dio un beso en la mejilla y luego se fue derecho a la barra del bar, donde se habían congregado sus colegas. En aquella clase de reuniones, los hombres jóvenes eran como el polvo acumulándose en los rincones, intentando apartarse del trajín de faldas y el aliento de las risas de las señoras.

Cuando iba en busca de su madre, Emma se tropezó con Eliza Beaufort, que había sido una de sus mejores amigas en sus años en la escuela secundaria. «Hazte amiga de los Beaufort —le decía siempre la madre de Emma— y sabrás lo que la gente dice de ti».

—Ay, santo Dios…, qué ganas tenía de que llegaras… —exclamó Eliza. Llevaba el pintalabios corrido y emborronado de tanto hablar por la comisura de la boca—. Quiero que me cuentes cómo te has enterado.

Emma esbozó una leve sonrisa, con la cabeza en otra parte.

—¿Cómo me he enterado de qué? —preguntó, mirando por encima del hombro de Eliza.

—¿Es que no lo sabes?

—¿Saber qué?

—Que Sydney Waverley ha vuelto… —pronunció aquellas palabras hablando entre dientes, como si fuera una maldición.

Emma miró rápidamente a Eliza a los ojos, pero no movió un solo músculo.

¿Conque era por eso por lo que todo el mundo se estaba comportando de una forma tan extraña esa noche? ¿Porque Sydney Waverley había vuelto a la ciudad y todos se morían de ganas de que Emma llegara al baile para conocer su reacción? Eso le fastidiaba por muchas razones, la más importante de las cuales era que la gente creía que ella reaccionaría de alguna manera, que aquella noticia le creaba alguna clase de preocupación.

—Llegó el miércoles y está viviendo con su hermana —continuó Eliza—. Esta tarde incluso ha ayudado a Claire con un trabajo en Hickory. ¿De veras que no lo sabías?

—No. Así que ha vuelto. ¿Y qué?

Eliza arqueó las cejas.

—No creía que fueses a tomártelo tan bien.

—Nunca fue nada nuestro de todos modos. Y Hunter John es muy feliz. No me preocupa en absoluto. Tengo que encontrar a mi madre. Quedamos para comer la semana que viene, ¿no? Muac, muac.

Al fin encontró a su madre sentada a una de las mesas, bebiendo champán y charlando con todo aquel que se acercaba a saludarla. Ariel estaba majestuosa y elegante, y parecía diez años más joven de lo que era en realidad. Como Emma, tenía el pelo rubio y las tetas grandes. Conducía un descapotable, se ponía diamantes con los vaqueros y nunca se perdía ningún partido de vuelta. Era tan sureña que lloraba lágrimas que venían directamente del Misisipi, y siempre olía ligeramente a álamo de Virginia y melocotones.

Su madre levantó la vista al ver acercarse a Emma y esta supo de inmediato que ya estaba al corriente. Y no solo lo estaba, sino que aquello no le hacía ni pizca de gracia. «No, no, no —pensó Emma—. No pasa nada… No conviertas esto en un drama, mamá». Ariel se levantó y dejó al padre de Emma obsequiándolo con una sonrisa provocativa que haría que esperase ansioso su regreso.

—Salgamos a dar un paseo a la galería —sugirió Ariel, pasando el brazo por el de su hija y conduciéndola con firmeza al exterior. Sonrieron al pasar junto a unos cuantos grupos de personas que habían salido a fumar, porque sonreír significaba que todo iba bien. Cuando llegaron a un rincón apartado, Ariel le dijo a su hija—: Sin duda te habrás enterado ya de lo de Sydney Waverley. No te preocupes, todo irá bien.

Ariel no le hizo caso.

—Ahora voy a decirte lo que quiero que hagas. En primer lugar, debes dispensar a tu marido un trato mucho más especial de lo habitual. Llama más la atención sobre tu persona. El próximo fin de semana te prepararé una fiesta en tu casa. Invita a todos vuestros amigos. Todo el mundo verá lo maravillosa que eres, lo especial que eres. Hunter John verá cuánta envidia os tienen los demás. El lunes iremos de compras y te compraré un vestido. El rojo es el color que mejor te sienta, y a Hunter John le vuelves loco vestida de rojo. Hablando de vestidos, ¿puede saberse por qué vas de negro? Te sienta mejor el blanco.

—Mamá, no me preocupa que Sydney haya regresado a la ciudad.

Ariel tomó la cara de su hija con ambas manos.

—Oh, cielo, pues debería preocuparte, y mucho. El primer amor es un amor muy poderoso. Pero si sigues recordándole a tu marido por qué te eligió a ti, no tendrás ningún problema.

• • •

Más tarde, esa misma noche, Emma estaba ansiosa por meterse en la cama con Hunter John, con un ardor que, trataba de convencerse a sí misma, nada tenía que ver, absolutamente nada, con el regreso de Sydney. Cuando volvieron a casa, fue a comprobar cómo estaban los niños, que dormían plácidamente en su habitación, y dio las buenas noches a la niñera distraídamente. Empezó a desnudarse en cuanto entró en el dormitorio y a continuación decidió quedarse completamente desnuda salvo por los tacones y el collar de perlas que su marido le había regalado por su aniversario el año anterior, cuando había cumplido los veintisiete.

Hunter John entró al cabo de unos minutos con un sándwich y una cerveza. Con la «comida de baile», tal como la llamaba él, siempre se quedaba con hambre. Lo hacía cada vez que volvían a casa después de un evento social, y aunque a Emma no le entusiasmase precisamente aquella costumbre, no merecía la pena discutir por eso.

Al fin y al cabo, subía a la cama para estar con ella y comer en lugar de hacerlo solo en la cocina.

No pareció sorprenderse al encontrársela desnuda. Emma se preguntó cuándo había sucedido aquello, cuándo había empezado a dar por sentado que la encontraría así en lugar de desearlo. Sin embargo, su marido le sonrió cuando ella se acercó a él con paso seductor y le quitó de las manos la botella de cerveza y el plato con el sándwich. Colocó ambas cosas en la mesa que había junto a la puerta y lo empujó hacia la cama, tirando de su esmoquin y de su camisa a la vez.

Él se echó a reír y dejó que lo empujara de golpe al colchón.

—¿Se puede saber a qué viene tanto ímpetu? —preguntó mientras ella le bajaba la bragueta.

Se subió a horcajadas encima de él, mirándolo a la cara. Hizo una pausa momentánea, aunque no con la intención de incitar su ansia, pero él confiaba de tal modo en sus dotes amatorias que interpretó como algo natural que hacía aquello con el único afán de procurarle placer, y eso lo excitó aún más. Trató de tirar con las manos de las caderas de ella hacia él y empezó a moverse debajo de ella, pero Emma permaneció inmóvil.

Disfrutaba del sexo, y era consciente de que tenía un don, de que era la mejor en la cama. Pero ¿tenía razón su madre? ¿Era eso lo único que tenía? Si no fuese por eso, ¿seguiría él allí con ella? ¿Debería realmente estar preocupada por el regreso de Sydney?

—Hunter John —le susurró, inclinándose para besarlo—, ¿me quieres?

Su risa masculina se transformó en un gemido a medida que se sometía a lo que todavía creía que eran los preliminares del sexo.

—Muy bien, ¿qué has hecho?

—¿Qué?

—Te has comprado algo, ¿no es eso? —peguntó en un tono indulgente—. ¿Algo caro? Todo esto es por eso, ¿verdad que sí?

Suponía que todo aquello se debía a que quería algo de él. Y a decir verdad, así era. Siempre era así. Ella siempre conseguía lo que quería de él mediante el sexo. Todo salvo una cosa. No había pasado por alto que Hunter John aún no había contestado a su pregunta, aún no le había dicho que la quería.

Pero sí había querido a Sydney, lo que significaba que Emma tenía que hacer lo que le había dicho su madre: esforzarse al máximo por conservar lo que tenía.

—Quiero comprarme un vestido rojo —dijo, sintiéndose como un pájaro atrapado entre el brezo, molesta, asustada y furiosa—. Un vestido rojo precioso.

—Me muero de ganas de vértelo puesto.

—Y lo verás. Y luego también verás cómo me lo quito.

—Eso es lo que me gusta oír.

• • •

El lunes por la tarde, Claire colgó el teléfono de su mesa de trabajo en el almacén, pero no apartó la mano del receptor.

Cuando sabes que algo va mal pero no sabes exactamente el qué, el aire a tu alrededor se transforma. Claire lo notaba. El plástico del teléfono estaba demasiado caliente. Las paredes exudaban una ligera humedad. Si salía al jardín, sabía que se encontraría las campanillas florecidas en pleno día.

—¿Claire?

Esta se volvió y se encontró a Sydney en el marco de la puerta del almacén.

—Ah, hola —dijo Claire—. ¿Cuándo has vuelto?

Sydney y Bay habían ido a visitar a Tyler otra vez, el cuarto día seguido.

—Hace unos minutos. ¿Pasa algo?

—No lo sé. —Claire apartó la mano del teléfono caliente—. Acabo de recibir una llamada para preparar el catering de una fiesta en casa de los Matteson este fin de semana.

Sydney se cruzó de brazos a la altura del pecho. A continuación, dejó caer los brazos a ambos costados. Vaciló un poco antes de preguntar:

—¿Los Matteson que viven en esa enorme casa estilo Tudor en Willow Springs Road?

—Sí.

—Han avisado con poca antelación —comentó Sydney con cautela, con curiosidad.

—La verdad es que sí. Y me ha dicho que me pagaría el doble de mi tarifa habitual por la urgencia, pero solo si traigo a alguien para que me ayude, porque yo sola no podría.

—La señora Matteson siempre me ha caído bien —dijo Sydney, con una especie de chispa que impregnaba sus palabras, como si fuera electricidad estática. Había algo, algo parecido a la esperanza, que trataba de hacerse oír—. ¿Y vas a aceptar el encargo? Yo te ayudaré.

—¿Estás segura? —preguntó Claire, porque parecía que las cosas todavía no iban bien del todo.

Sydney había tenido una relación con Hunter John y había sido amiga de Emma, y si hubiese querido volver a verlos, habría ido a visitarlos en lugar de permanecer todo el tiempo enclaustrada en la casa o escondiéndose en la de Tyler.

—Pues claro que estoy segura.

Claire se encogió de hombros. Seguramente estaba sobredimensionando las cosas.

—Entonces, bien. Gracias.

Sydney sonrió y giró sobre sus talones.

—De nada.

Claire la siguió a la cocina. Había cosas en Sydney que no habían cambiado en absoluto, como su melena de color castaño claro, que se ondulaba de forma natural lo justo para que parecieran capas de caramelo que recubrían un pastel. Y su preciosa piel ligeramente bronceada. Y las pecas en la nariz. Había perdido peso, pero aún conservaba una figura espectacular, con un cuerpo menudo que hacía que Claire, diez centímetros más alta, se sintiese torpe y gorda a su lado. Todo aquello eran rasgos familiares.

El resto de Sydney era un misterio. Llevaba allí casi una semana y Claire aún estaba intentando llegar a alguna conclusión respecto a ella. Era una madre fantástica, eso estaba claro. Lorelei no había sido ningún ejemplo y la abuela lo había intentado, pero nada que ver con Sydney. Era cariñosa y atenta, sabía dónde estaba Bay a todas horas y, al mismo tiempo, le permitía tener su propio espacio, la dejaba soñar y jugar. Era emocionante ver a su hermana pequeña convertida en una madre tan magnífica. ¿Dónde habría aprendido?

¿Y dónde había estado todo aquel tiempo? Sydney siempre estaba nerviosa, y ella nunca antes había sido una persona nerviosa. La noche anterior, sin ir más lejos, cuando Claire no podía dormir y había salido al jardín, se había quedado sin poder volver a entrar en la casa porque su hermana se levantaba varias veces para asegurarse de que todas las cerraduras de las puertas estaban bien cerradas. ¿De qué huía? De nada servía interrogarla, dado que Sydney se limitaba a cambiar de tema cada vez que le preguntaba algo sobre los diez años anteriores. Se marchó y se fue a Nueva York; eso era lo único que sabía Claire. Todo cuanto había ocurrido después era una verdadera incógnita.

Y Bay tampoco estaba dispuesta a revelar ningún secreto: según ella, había nacido en un autobús Greyhound y ella y su madre nunca habían vivido en ninguna parte. No, mejor dicho, habían vivido en todas partes.

Claire vio a Sydney aproximarse a la cazuela de sopa humeante que había al fuego.

—Ah, se me olvidaba lo que había venido a decirte. He invitado a cenar a Tyler —dijo Sydney, oliendo el aroma de la sopa de pollo con manzanilla.

Claire la miró de hito en hito.

—¿Que has hecho qué?

—He invitado a cenar a Tyler. ¿Te parece bien, verdad?

Claire no respondió y se fue directa a la panera, esquivando la mirada de su hermana. Extrajo una barra de pan y empezó a cortar rebanadas para hacer sándwiches.

—Vamos, Claire —exclamó Sydney, riendo—. Dale un respiro a ese hombre. Está muy flaco. Tiene notas pegadas por toda la casa para recordarse a sí mismo que tiene que comer. Me ha dicho que se le olvida. Ayer me enseñó sus creaciones artísticas, y es extraordinario, pero te juro que si vuelve a hacerme una sola pregunta más sobre ti, le sugeriré que vaya al psicólogo. Tyler es un hombre estupendo. Si tú no lo quieres, díselo para que pueda dejar de suspirar por ti y así yo tendré una oportunidad.

Claire levantó la vista al instante.

—¿Por eso pasas tanto tiempo allí con él? ¿Quieres salir con Tyler?

—No. Pero ¿por qué tú no? —Claire se libró de tener que responder a aquella pregunta porque llamaron a la puerta—. Es para ti —dijo Sydney.

—Es tu invitado, no el mío.

Sydney sonrió y fue a abrir la puerta.

Claire dejó el cuchillo del pan y aguzó el oído para escuchar la voz de Tyler.

—Gracias por la invitación —le oyó decir—. Una casa preciosa.

—¿Quieres que te la enseñe? —sugirió Sydney, y ese ofrecimiento provocó en Claire cierta ansiedad.

No quería que Sydney le enseñase la casa; no quería que Tyler conociese sus secretos.

—Perfecto.

Claire cerró los ojos un instante. «Piensa, piensa, piensa…». ¿Qué haría que Tyler se olvidase de ella, que dejase de interesarse tanto por ella? ¿Con qué plato conseguiría desviar su atención hacia otro lugar? No tenía tiempo de preparar ningún plato concreto…

Aquello era lo último que necesitaba. Ya tenía bastante con tener que enfrentarse a la aparición de Sydney y Bay en su vida, tratando de incorporarlas a sus rutinas diarias. Y lo hacía siendo plenamente consciente de que al final se marcharían igualmente. En el pasado, Sydney había odiado todo lo relacionado con aquella casa y aquella ciudad, y ahora estaba haciendo todo lo posible por proteger a Bay de cualquier rareza innecesaria, sin revelarle nada sobre el jardín ni sobre el manzano, sin explicarle lo que significaba ser una Waverley en Bascom. Tan solo haría falta un simple comentario, algún desaire por parte de cualquiera, para que Sydney volviera a esfumarse de nuevo como por arte de magia.

Sin embargo, Tyler sí era algo que ella podía controlar en su vida, de eso estaba segura. Tenía que tratar de disuadirlo como pudiese, con vehemencia e incluso con rudeza si era necesario. Simplemente, no tenía sitio en su vida para él; en realidad, ya estaba dejando entrar a demasiadas personas.

Bay entró corriendo en la cocina, por delante de Sydney y Tyler. Abrazó a Claire, como si dar un abrazo sin motivo aparente fuese la cosa más natural del mundo, y Claire la estrechó con fuerza un momento. Bay se apartó, corrió a la mesa de la cocina y se sentó.

Sydney entró y Tyler la siguió. Claire advirtió enseguida que se había cortado el pelo. Le favorecía, le confería un aspecto de hombre más centrado. Eso, decidió cuando él enfocó la mirada en ella, no era nada bueno. «No se puede perder lo que no se tiene», pensó y se volvió.

—Debe de haber sido increíble crecer en esta casa —comentó Tyler.

—Fue una experiencia interesante, sí —contestó Sydney—. Uno de los peldaños de la escalera, el tercero concretamente, cruje al pisarlo. Cuando éramos pequeñas, cada vez que alguien lo pisaba, un ratón asomaba la cabeza por el agujero que había en el escalón de encima para ver qué había provocado el ruido.

Claire miró a su hermana, sorprendida.

—¿Tú sabías eso?

—No voy por ahí presumiendo de ser una Waverley, pero yo también me crie en esta casa. —Sydney sustrajo una rebanada de pan mientras Claire preparaba los sándwiches y los colocaba en una bandeja—. Claire aprendió todas estas recetas estrafalarias de nuestra abuela.

—No es ninguna receta estrafalaria: es sopa y bocadillos de mermelada y mantequilla.

Sydney guiñó un ojo a Tyler.

—Bocadillos de mantequilla de almendras y mermelada de jengibre.

Claire empezó a sentir una picazón en todo el cuerpo. Sydney tenía una facilidad pasmosa para las relaciones sociales, y Claire solía odiarla con toda su alma por eso.

Solo había que ver con qué naturalidad hablaba con Tyler, haciendo que establecer una conexión con alguien no tuviese mayor problema, cuando lo cierto es que esas conexiones se rompían con increíble facilidad.

—¿Os llevabais bien vosotras dos cuando erais pequeñas? —quiso saber Tyler.

—No —contestó Sydney, antes de que pudiera hacerlo su hermana.

Claire llenó tres tazones de sopa y los dejó en la mesa junto a la bandeja de los bocadillos.

—Buen provecho —dijo, y salió de la cocina para ir al jardín, bajo la atenta mirada de Tyler, Sydney y Bay.

Unos tres cuartos de hora más tarde, Claire había terminado de cavar un agujero junto a la verja y estaba recogiendo las manzanas que habían caído alrededor del árbol. Había humedad, con un aire espeso como el jarabe de sorgo, impregnado con la premonición del verano pegajoso que estaba por venir.

—Déjalo ya —repetía una y otra vez mientras el árbol seguía arrojando una manzana tras otra a su alrededor, tratando de enojarla—. Cuantas más tires, más enterraré. Y ya sabes que tardas una semana en producir más.

El árbol le tiró una manzana pequeña en la cabeza.

Claire levantó los ojos hacia las ramas, que temblaban ligeramente a pesar de la ausencia de viento.

—He dicho que lo dejes.

—¿Es ese tu secreto?

Se volvió y vio a Tyler de pie en el césped. ¿Cuánto tiempo llevaría ahí observándola? Ni siquiera lo había oído acercarse. El manzano había absorbido toda su atención. Maldito manzano…

—¿Mi secreto? —preguntó ella con recelo.

—El secreto que rodea el jardín, tu secreto: le hablas a las plantas.

—Ah. —Se volvió y siguió recogiendo más manzanas—. Sí, eso es.

—La cena estaba deliciosa.

—Me alegro de que te haya gustado. —Al ver que él no se movía, Claire añadió—: Estoy un poco ocupada.

—Eso es justo lo que Sydney dijo que dirías. Y también me dijo que saliera a verte igualmente.

—Esa seguridad en sí misma resulta muy atractiva, ya lo sé, pero creo que ahora mismo lo que necesita es solo un amigo —dijo Claire, sorprendiéndose a sí misma.

No había sido su intención decir aquello. Por su tono de voz y sus palabras, parecía como si realmente le importase. Sí, quería que Tyler dirigiese sus atenciones hacia otra persona, pero no hacia Sydney, precisamente. Claire cerró los ojos. Creía haber superado todos aquellos celos.

—¿Y tú? ¿Necesitas un amigo?

Lo miró fijamente. Parecía estar a sus anchas, ahí de pie, con sus vaqueros holgados y la camisa por fuera de los pantalones, tan cómodo… Por un momento, Claire sintió ganas de acercarse a él, de abandonarse a sus brazos y dejar que aquella sensación de calma la envolviese. ¿Qué le estaba pasando?

—Yo no necesito ningún amigo.

—¿Necesitas algo más?

No tenía mucha experiencia con los hombres, pero comprendía lo que había querido decir. Sabía lo que significaban aquellas pequeñas chispas de color violeta que lo rodeaban, las que solo podían verse de noche.

—Estoy bien como estoy.

—Yo también, Claire. Eres preciosa —dijo—. Ya está, ya lo he dicho. No podía contenerme por más tiempo.

No parecía tener miedo de que le hiciesen daño. Es más, parecía aceptarlo de buen grado. Uno de los dos tenía que ser sensato.

—Eso que te he dicho de que estaba ocupada… lo decía en serio.

—Eso que te he dicho de que eres preciosa… yo también lo decía en serio.

Claire se dirigió al agujero que había excavado junto a la verja y tiró las manzanas.

—Voy a estar ocupada mucho, muchísimo tiempo.

Cuando se volvió de nuevo, Tyler estaba sonriendo de oreja a oreja.

—Bueno, pues yo no.

Presa de una extraña inquietud, Claire lo observó alejarse. ¿Acaso trataba de decirle algo? ¿Era una especie de advertencia?

«Tengo todo el tiempo del mundo para colarme dentro».