Capítulo 3
os traseros masculinos tenían su arte. Eso era todo lo que tenían. Bueno, eso era casi todo.
Los jóvenes atletas que corrían por la pista de la universidad tenían muchísima energía y un magnífico tono muscular, y lo mejor de todo, seguramente, era que si Evanelle sentía alguna vez la necesidad de darles algo, le sería imposible alcanzarlos. Era evidente que eso su don ya lo sabía, por lo que durante el curso escolar nunca le daba por manifestarse en mitad de la pista de atletismo. Sin embargo, en verano había personas más lentas, más mayores, en la pista, y a veces Evanelle sentía la irrefrenable necesidad de darles unas pinzas o unos paquetitos de ketchup. Una vez, hasta tuvo que darle a una mujer mayor un tarro de miel de oxidendro. En verano siempre la miraban como si estuviera loca cuando se ponía a correr por la pista.
Esa mañana, en lugar de ir a la pista de atletismo, Evanelle decidió ir andando al centro antes de que abriesen los comercios. Siempre había corredores dando vueltas a la plaza. Siguió a algunos de ellos hasta llegar a la tienda de Fred y le dio por mirar dentro desde el escaparate. Era mucho antes de la hora en que solía aparecer para trabajar, pero ahí estaba Fred, en calcetines, sacando un yogur de la sección de lácteos. Su ropa arrugada era una prueba evidente de que había pasado la noche allí.
Evanelle supuso que el vino de geranio de rosa no había surtido efecto con James, o puede que Fred hubiese decidido no utilizarlo al final. A veces, las personas que llevaban juntas mucho tiempo tenían tendencia a imaginar que las cosas eran mucho mejores antes, aunque no fuese cierto. Los recuerdos, aun los más duros, se reblandecían como los melocotones a medida que pasaban los días.
Fred y James eran una pareja sólida, eso lo sabía todo el mundo. Hacía ya mucho tiempo que el hecho de que fuesen gais había perdido cualquier importancia, cuando era evidente que formaban parte de los inseparables, una distinción reservada normalmente para las parejas que llevaban juntas muchos, muchos años. Conocía bien a Fred. Sabía que lo que pensara la gente era importante para él. En ese aspecto, se parecía mucho a su padre, aunque él nunca lo reconocería. Cuando alguien le hacía algún comentario crítico, le costaba olvidarlo, y alteraba su modo de proceder para no tener que sufrir la misma crítica otra vez. Le molestaría mucho que alguien llegase a enterarse de que él y James tenían problemas. Él era uno de los inseparables: tenía que estar a la altura de todas las expectativas.
Evanelle sabía que tenía que irse, pero decidió esperar un momento para ver si se le activaba el don. Se lo quedó mirando fijamente, pero no se le ocurría nada. No tenía otra cosa que darle más que consejos, y la mayor parte de la gente no solía tomárselos demasiado en serio. Evanelle no era tan misteriosa ni tan lista como sus parientas Waverley de la casa de estilo Reina Ana de la calle Pendland, pero sí tenía el don de prever el futuro. Desde que era una niña, le llevaba a su madre trapos para limpiar antes de que se derramara la leche, cerraba las ventanas antes de que oliese a tormenta siquiera, y le daba al párroco un caramelo para la tos justo antes de que sufriera un ataque mientras pronunciaba su sermón.
Evanelle se había casado una vez, hacía mucho tiempo. Había conocido a su marido cuando tenían seis años, y ella le había dado una piedrecilla negra que había encontrado en la carretera ese día. Esa noche él la usó para lanzársela a la ventana y atraer su atención, y se hicieron amigos íntimos. Tras treinta y ocho años de matrimonio y sin haber vuelto a sentir nunca la necesidad de darle nada, un buen día se despertó sintiendo la imperiosa necesidad de comprarle un traje nuevo. Resultó que había sido porque el hombre no tenía ningún traje decente con el que ser enterrado cuando murió, a la semana siguiente. Trataba de no pensar demasiado en su don, porque entonces siempre recordaba lo frustrante que era no saber por qué la gente necesitaba las cosas. A veces, de noche, cuando la casa le parecía especialmente vacía, todavía se preguntaba qué habría ocurrido si no le hubiese comprado a su marido ese traje.
Vio a Fred dirigirse al pasillo de los artículos de picnic y abrir una caja de utensilios de plástico. Extrajo una cuchara y abrió su yogur. Aunque Evanelle sabía que ya era hora de ponerse en marcha, entonces se le ocurrió ponerse a pensar en lo bien que estaría vivir en una tienda de comestibles, o mejor aún, en un hipermercado Wal-Mart, o mejor todavía, en un centro comercial, porque allí tenían camas en la sección de sábanas de los grandes almacenes y una amplia oferta de restaurantes. De pronto se dio cuenta de que Fred se había quedado inmóvil, con la cuchara en mano, y de que la estaba mirando fijamente a Evanelle sonrió y lo saludó con la mano.
El hombre se acercó a la puerta y la abrió.
—¿Puedo ayudarte en algo, Evanelle? —dijo, saliendo.
—No. Pasaba por aquí cuando te he visto.
—¿Hay algo que quieras darme? —preguntó.
—No.
—Ah —dijo él, como si de veras quisiese algo, algo que pudiese mejorar las cosas, pero las relaciones sentimentales eran un tema delicado. No había remedio para ellas. Miró a su alrededor para ver si alguien en la calle los había visto y, a continuación, se inclinó hacia delante y le susurró—: Le he pedido que volviese temprano a casa estas últimas dos noches, y ni siquiera ha aparecido. No sé qué hacer yo solo en casa cuando él no está, Evanelle. A él siempre se le da muy bien tomar todas las decisiones. Anoche ni sabía a qué hora cenar. Si cenaba demasiado pronto y él volvía a casa, entonces no podría comer con él, pero si esperaba demasiado, sería demasiado tarde para cenar. Hacia las dos de la madrugada se me ocurrió disponer algunas cosas para preparar el desayuno por si volvía. Sería un bonito detalle, ¿no te parece? Me acerqué a la tienda para coger algunas cosas, pero normalmente James me deja una lista de la compra, así que cuando llegué, no estaba seguro de lo que debía coger. No dejaba de pensar: ¿y si no le apetece pomelo? ¿Y si traigo a casa un café que no le gusta? Acabé quedándome dormido en el sofá de mi despacho. No sé lo que estoy haciendo.
Evanelle negó con la cabeza.
—Estás retrasando el momento, eso es lo que estás haciendo. Cuando tienes que hacer algo, tienes que hacerlo. Retrasándolo solo consigues empeorar las cosas, créeme, lo sé.
—Lo estoy intentando —le aseguró Fred—. Le he comprado a Claire vino de geranio de rosa.
—Lo que digo es que tienes que hablar con él. No esperes a que vuelva a casa. Llámalo y hazle las preguntas importantes. Deja ya de retrasar el momento. —Fred la miró con aire obstinado y Evanelle se echó a reír—. Está bien, aún no estás listo para eso. Puede que el vino funcione, si consigues que se lo beba. Pero independientemente de lo que decidas hacer, tal vez deberías hacerlo con los zapatos puestos.
Fred bajó la vista y se miró los pies descalzos, horrorizado, y corrió de nuevo al interior de la tienda.
Con un suspiro, Evanelle siguió caminando por la acera, asomándose a los escaparates. La mayoría de los corredores matutinos ya se habían ido, así que a lo mejor debería irse a casa y recoger un poco antes de ir a visitar a Sydney. A Claire le había entrado el pánico, aunque había intentado disimularlo cuando llamo llamó a Evanelle la noche anterior para contarle lo de la llegada de su hermana. Evanelle la tranquilizó y le dijo que todo iba a salir bien. Le recordó a Claire que volver a casa era algo positivo. Hogar, dulce hogar.
Evanelle pasó por delante del salón de belleza White Door, donde las mujeres con demasiado tiempo libre y demasiado dinero pagaban demasiado por cortarse el pelo y darse masajes encima de tumbonas de piedra caliente. Luego se detuvo frente a Maxine’s, en la puerta de al lado, la tienda de ropa exclusiva donde a las mujeres del White Door les gustaba comprar después de arreglarse el pelo. Allí, en el escaparate, había una camisa de seda con botones.
Evanelle entró a pesar de que todavía no habían colgado el cartel de «abierto». Su don era como una comezón, como una picadura de mosquito en el centro del cuerpo, y no desaparecía hasta que hacía lo que le exigía.
Y de pronto, insistentemente, en ese momento le exigía que le comprase a Sydney aquella camisa.
• • •
Sydney se despertó sobresaltada y consultó el reloj. No había sido su intención quedarse dormida. Avanzó tambaleándose hacia el cuarto de baño, bebió agua del grifo del lavabo y, a continuación, se lavó la cara. Salió del baño y se detuvo a ver cómo estaba Bay, pero no había rastro de la niña en su habitación. Su cama sí estaba hecha, y algunos de sus peluches favoritos ocupaban los almohadones. Comprobó todas las habitaciones de la segunda planta y luego bajó corriendo a la planta inferior, tratando de no sucumbir al pánico. ¿Dónde se había metido?
Sydney entró en la cocina y se quedó paralizada.
Acababa de entrar en el cielo, y su abuela estaba justo ahí, en todos y cada uno de los olores.
A azúcar y a dulce.
A hierbas y a amargo.
A levadura y a fresco.
La abuela Waverley solía cocinar así. Cuando Sydney era pequeña, Claire siempre encontraba la manera de echarla de la cocina, de modo que ella se sentaba en el pasillo de la puerta de la cocina y se ponía a escuchar el borboteo de la salsa hirviendo, el chasquido de los fritos en las sartenes, el golpeteo de las cacerolas, el murmullo de las voces de Claire y la abuela Waverley.
Encima de la isla de acero inoxidable había dos cuencos de gran tamaño, uno lleno de lavanda y el otro repleto de hojas de diente de león. Varias barras de pan humeante descansaban en las encimeras. Bay estaba de pie en una silla junto a Claire en la encimera del fondo, y usaba un pincel con el mango de madera para, con suma delicadeza, pintar pensamientos con claras de huevo. A continuación, una por una, Claire extraía las corolas de las flores y las empapaba con cuidado en azúcar glas antes de depositarlas en una bandeja para galletas.
—¿Cómo habéis podido hacer todo eso en apenas un par de horas? —exclamó Sydney con incredulidad, y Claire y Bay se volvieron al unísono.
—Hola —dijo Claire, mirándola con recelo—. ¿Cómo te encuentras?
—Estoy bien. Solo necesitaba echar una cabezadita.
Bay se bajó de la silla, corrió hacia Sydney y la abrazó. Llevaba un delantal azul que arrastraba por el suelo con las palabras «Caterin Waverley» inscritas en letras blancas.
—Estoy ayudando a Claire a cristalizar flores para ponerlas encima de las natillas. Ven a verlas.
Corrió de nuevo junto a su silla de la encimera.
—Luego tal vez, cariño. Vamos a buscar nuestras cosas al coche y dejemos a Claire hacer su trabajo.
—Bay y yo lo metimos todo en la casa ayer —le explicó Claire.
Sydney volvió a consultar su reloj.
—Pero ¿qué dices? Si solo he dormido dos horas…
—Llegasteis ayer por la mañana. Has dormido veintiséis horas.
El corazón se le subió a la garganta, y Sydney se dirigió tambaleándose a la mesa de la cocina y se sentó. ¿Había dejado sola a su hija veintiséis horas? ¿Habría dicho Bay algo de David? ¿Se habría ocupado Claire de Bay? ¿La habría arropado o se habría quedado su hija encogida de miedo en la cama toda la noche, asustada y sola en su habitación?
—Bay…
—Ha estado ayudándome —dijo Claire—. No habla mucho, pero aprende rápido. Ayer estuvimos todo el día cocinando, por la noche se dio un baño de espuma y luego la acosté. Nos pusimos a cocinar de nuevo esta mañana.
¿Creería Claire que era una mala madre? Lo único de lo que Sydney podía sentirse orgullosa, y ya empezaba a cuestionárselo. Aquel lugar la trastornaba.
Nunca estaba segura de quién era ella allí.
—Toma un poco de café —dijo Claire—. Evanelle me ha dicho que se pasaría hoy por aquí para verte.
—No te vayas, mami. Mira lo que sé hacer.
«Serénate», se dijo a sí misma.
—Claro, cielo. No me voy a ninguna parte. —Se dirigió a la cafetera y se sirvió una taza—. ¿Cómo está Evanelle? —Está bien. Ansiosa por verte. Toma, prueba un poco de pan de lavanda. Bay y yo nos hemos estado comiendo esa última barra de ahí. También hay algo mantequilla de hierbas.
¿Estaba Claire preocupada por ella? Había pensado mucho en Claire a lo largo de los años, casi siempre pensamientos relacionados con su propia vida aventurera y valiente y la lástima que sentía por la pobre Claire, que no había tenido más remedio que quedarse en aquella ciudad de mala muerte, en Bascom. Era cruel, pero eso la reconfortaba porque siempre había sentido celos de lo cómoda que se sentía Claire con el hecho de ser quien era. Y Claire se había alegrado mucho de perder de vista a Sydney. Ahora, en cambio, se preocupaba por ella. La animaba a que comiese.
Sydney intentó cortar el pan despacio, pero estaba tan hambrienta que al final acabó arrancándolo casi por completo. Se untó un poco de mantequilla de hierbas en el pan y cerró los ojos. Tras comerse la tercera rebanada, empezó a pasearse por la inmensa cocina.
—Es impresionante. No sabía que supieses preparar estas cosas. ¿Son las recetas de la abuela?
—Algunas sí. La quiche de diente de león y el pan de lavanda eran recetas suyas.
—Nunca me las enseñaste cuando era pequeña.
Claire se apartó de la encimera y se limpió las manos en el delantal.
—Oye, esto es para un encargo que tengo en Hickory mañana. He llamado a dos chicas que a veces me ayudan en verano pero, si necesitas dinero, puedes ayudarme tú en vez de ellas.
Sydney la miró extrañada.
—Quieres que te ayude.
—Normalmente, puedo hacerlo sola, pero cuando se trata de encargos más elaborados, necesito recurrir a otras personas para que me ayuden. ¿Seguirás aquí mañana?
—Pues claro que sí —dijo Sydney—. ¿Qué pasa? ¿Es que no me crees?
—Pues mientras estés aquí, no me vendría mal tu ayuda.
—Supongo que es evidente que me hace falta el dinero. Claire esbozó una leve sonrisa y a Sydney eso le gustó, la pequeña conexión que acababa de establecerse.
Envalentonada, preguntó con aire desenvuelto:
—¿Y qué me cuentas de ese chico, ese tal Tyler?
Claire bajó la mirada y se volvió.
—¿Qué quieres que te cuente?
—¿Ha venido hoy por aquí?
—No viene todos los días. Ayer fue la primera vez. Vino a traerme unas manzanas que habían caído de su lado de la valla.
—¿Las enterraste?
—Siempre enterramos las manzanas que caen del árbol —dijo Claire.
Bay la miró con curiosidad. Sydney sintió cierta aprensión, pues quería mantener a su hija en la ignorancia respecto, a ciertas cosas todo el tiempo que fuese necesario.
Sydney había renunciado a cualquier posibilidad de que Bay pudiese ser considerada una niña normal a cambio de su seguridad, pero ¿cómo exactamente se le explicaba eso a una niña, incluso a una niña como Bay?
—Y ese Tyler… —dijo Sydney antes de que Bay se lanzara a hacer preguntas—. ¿Está soltero?
—No lo sé.
Claire cogió la bandeja del horno con las flores y la metió dentro de un horno que apenas empezaba a calentarse.
—¿Te gusta?
—¡No! —exclamó Claire con vehemencia, como una colegiala.
—Esta es su casa —dijo Bay.
Claire se volvió hacia la niña.
—Lo hace siempre —dijo Sydney—. Tiene unas opiniones muy rotundas sobre el lugar al que pertenecen las cosas.
—Eso lo explica. Le pedí que me trajera un tenedor y se fue derecha al cajón donde los guardo. Cuando le pregunté cómo sabía que estaban ahí, me contestó que porque ahí es donde deben estar.
Claire miró a Bay con aire pensativo.
—No —dijo Sydney—. No es eso. No puedes imponerle eso.
—No le estaba imponiendo nada —repuso Claire, y parecía dolida—. Y nadie te lo impuso a ti tampoco. De hecho, huiste lo más lejos posible y nadie te lo impidió.
—¡La ciudad entera me lo imponía! Intentaba ser normal, pero nadie me dejaba. —Las sartenes que colgaban por encima de la isla de la cocina empezaron a oscilar de forma inquietante, como una anciana retorciéndose las manos. Sydney vio cómo se balanceaban un momento y luego respiró hondo. Se le había olvidado lo sensible que podía llegar a ser aquella casa, la forma en que vibraban los tablones de madera del suelo cuando alguien se enfurecía, cómo se abrían las ventanas cuando todo el mundo se echaba a reír a la vez—. Lo siento, no quiero discutir. ¿Qué puedo hacer para ayudarte?
—Ahora mismo, nada. Bay, tú también puedes irte. —Claire le desató el delantal a la niña y se lo quitó—. ¿Tienes una falda negra y una blusa blanca para ayudarme a servir el almuerzo de mañana? —le preguntó a Sydney.
—Tengo una blusa blanca —contestó Sydney.
—Puedes ponerte una de mis faldas. ¿Has servido mesas alguna vez?
—Sí.
—¿Eso hiciste cuando te fuiste? ¿Trabajar de camarera?
Sydney hizo salir a Bay de la cocina. Huir, robar, los hombres… Claire nunca había sido una experta en ninguna de esas áreas. Sydney no pensaba hablarle a su hermana de su pasado. Al menos, no todavía. No era algo que se pudiera compartir con cualquiera, ni siquiera con tu propia hermana, si creías que no lo entendería.
—Entre otras cosas, sí.
• • •
Esa misma tarde, Sydney se sentó en el porche delantero mientras Bay daba volteretas en el jardín. Vio a Evanelle aproximarse por la acera y sonrió. La anciana llevaba un chándal de color azul, y aquel bolso enorme y tan familiar cruzado por encima del hombro. Antes, a Sydney le encantaba adivinar qué llevaba dentro.
Esperaba que a Bay también le gustase. El hecho de ser una Waverley no entrañaba demasiadas alegrías, pero sin duda Evanelle era una de ellas.
Evanelle se paró a hablar con el vecino, Tyler, que estaba en el jardín delantero con los ojos clavados en un montículo de restos de césped cortado. Estaba aburrido; Sydney reconocía las señales. Llevaba el pelo más bien largo, obviamente para conservar el rizo natural. Eso significaba que tenía una naturaleza creativa que trataba de controlar, y por ello se pasaba la mayor parte del día trasladando con el rastrillo una enorme pila de hierba cortada de una parte a otra de su jardín.
Sydney no podía imaginarse queriendo mantener otra relación sentimental con un hombre después de David, pero en ese momento, al mirar a Tyler, su corazón sintió algo extraño. No se trataba de deseo, y era evidente que él se sentía atraído por su hermana, pero la sola idea de que existiesen hombres buenos le hacía albergar esperanzas de nuevo. Puede que no por ella misma, sino por otras personas, por otras mujeres. Unas mujeres que serían más afortunadas.
En cuanto Evanelle se despidió de Tyler, Sydney bajó corriendo los escalones para acudir a su encuentro.
—¡Evanelle! —exclamó mientras abrazaba a la anciana—. Claire me ha dicho que ibas a venir. ¡No sabes cuánto me alegro de verte! Estás exactamente igual.
—Igual de vieja.
—Igual de guapa. ¿Qué hacías ahí, hablando con Tyler?
—¿Se llama así? Es que parecía necesitar bolsas de basura para el césped. Por suerte, llevaba unas encima. Estaba muy agradecido. Tengo aquí su número de teléfono.
Dio a Sydney un trocito de papel de cuaderno. Sydney se quedó mirando el papel, un tanto incómoda.
—Evanelle, yo no… no quiero…
La anciana dio una palmadita a Sydney en la mano.
—Ay, cielo…, yo no sé qué es lo que se supone que tienes que hacer con él. Solo sabía que tenía que dártelo. No pretendo que salgas a cenar con él ni nada de eso.
Sydney se echó a reír. Era todo un alivio.
—Tengo otra cosa para ti.
Evanelle rebuscó en el interior del bolso un momento y luego le dio a Sydney una bolsa de la compra con el nombre de una tienda muy exclusiva que había en la plaza. Sydney la recordaba perfectamente; las chicas del colegio cuyos padres tenían dinero siempre compraban ropa en Maxine’s. Sydney pasaba todos los veranos trabajando como una mula para poder comprar allí también, para integrarse y ser como las demás chicas. Abrió la bolsa y sacó una preciosa camisa de seda azul. Era tres tallas demasiado grande, pero hacía muchísimo tiempo que no tenía nada de una estética tan clásica y decadente, desde que le había quitado todo ese dinero a su novio, el ladrón de coches, y había vivido con eso un año entero. David tenía dinero, pero nunca había sido generoso con los regalos, nunca se le habían dado demasiado bien los premios, los remordimientos o las disculpas.
Sydney se sentó en los escalones, se llevó la camisa a la nariz e inhaló el maravilloso olor a riqueza de la tienda. Olía a papel de cartas y a perfume inglés.
—Es preciosa…
Evanelle se acomodó en el escalón junto a Sydney y volvió a hurgar en el bolso.
—Sé que te está demasiado grande. Aquí tienes el comprobante. Estaba caminando por el centro esta mañana, buscando algún trasero masculino bonito, cuando he pasado por delante de Maxine’s. Me he acordado de ti y he sabido que tenía que comprártela. Esta camisa y de esta talla.
Bay se había acercado a ellas y estaba toqueteando con timidez la camisa que su madre sostenía en las manos.
—Evanelle, esta es mi hija, Bay. La anciana le dio un golpecito en la barbilla y Bay se echó a reír.
—Es igualita a su abuela cuando era niña. El pelo oscuro, los ojos azules… Lleva genes Waverley, eso seguro.
Sydney rodeó a la niña con el brazo, con gesto protector. «No, de eso nada».
—Las tartaletas de fresa son las que más le gustan. Gracias por traérselas.
—Siempre está bien saber cuándo las cosas tienen una buena finalidad. —Dio unas palmaditas a Sydney en la rodilla—. ¿Dónde está Claire?
—Ocupada en la cocina, preparando un almuerzo.
—¿Vas a ayudarla?
—Sí.
Evanelle la miraba con ojos penetrantes. Sydney siempre había querido a Evanelle. ¿Qué niña no quiere a una viejecita que se pasa el día dándole regalos? Sin embargo, Claire siempre parecía comprender mejor a la anciana.
—No olvides nunca lo siguiente con respecto a Claire: detesta tener que pedir ayuda o favores. —Bay volvió corriendo al jardín, se puso a dar volteretas de nuevo y ellas la felicitaron. Un rato después Evanelle añadió—: Pedir ayuda no es fácil. Tú fuiste muy valiente viniendo aquí. Me siento orgullosa de ti.
Sydney miró a la anciana a los ojos y supo que lo sabía.
• • •
Eran casi las cinco de la tarde del viernes cuando Claire, Sydney y Bay llegaron a casa después de servir el almuerzo en Hickory. Bay se había quedado dormida en la furgoneta. Sydney creía que Claire se enfadaría por tener que llevar a la pequeña con ellas, pero no puso ninguna objeción cuando Sydney le dijo que no quería dejar a Bay con Evanelle todavía. Apenas llevaban tres días en la ciudad. No pensaba dejar a su hija sola en un lugar extraño. Claire le había contestado:
—No, claro que no. Ella se viene con nosotras. Y ahí había acabado todo.
Bay se había divertido de lo lindo. A las ancianitas de la Asociación de Amigas de la Botánica les encantaba tener a la pequeña allí, y cada vez que Claire y Sydney volvían de recoger platos o rellenar bebidas, Bay ya había recogido la mesa o reorganizado los refrescos de esa forma tan peculiar suya que tenía de saber, de forma instintiva, dónde iba cada cosa.
Sydney llevó a Bay arriba, la acostó y encendió uno de los ventiladores de pie que Claire había bajado del desván porque el verano empezaba a inundar todos los rincones de la casa, aumentando la sofocante sensación de calor. Se puso unos shorts y una camiseta, creyendo que Claire haría lo mismo antes de descargar las cosas de la furgoneta.
Sin embargo, cuando Sydney volvió abajo, en ese breve espacio de tiempo, Claire ya lo había llevado todo a la cocina y estaba cargando el lavaplatos y llenando las jarras de bicarbonato sódico y agua caliente para dejarlas en remojo. Aún llevaba la blusa y la falda, así como el delantal azul.
—Ahora iba a ayudarte —le dijo Sydney.
Claire parecía sorprendida de verla allí.
—Puedo hacerlo sola. Cuando contrato ayudantes, solo lo hago para que me ayuden a servir la mesa. Puedes relajarte. No sabía si preferías un cheque o efectivo, así que he optado por el dinero en metálico. Tienes el sobre ahí.
Señaló la mesa de la cocina.
Sydney se detuvo un momento. No entendía nada. ¿Es que acaso no había sido un buen día? ¿No trabajaban bien juntas? A las señoras del almuerzo les había encantado la comida de Claire, y habían felicitado a Sydney por la buena labor que había hecho sirviendo la mesa. Al principio, Sydney se había puesto un poco nerviosa. Cuando trabajaba como camarera, solía escamotear dinero a los clientes, no les devolvía parte del cambio. Y cuando alguno le llamaba la atención y reclamaba su dinero, ella mostraba la mejor de sus sonrisas, coqueteaba y trataba de quitarle hierro al asunto. También le servía de ayuda el hecho de que, normalmente, se acostara con el dueño del establecimiento, por lo que este casi siempre se ponía de su parte si la reclamación llegaba más lejos. Era una timadora de primera categoría. Y le preocupaba que el hecho de volver a servir mesas le hiciese rememorar todo aquello, en definitiva, que quisiese volver a ese período de su vida y desear hacerlo de nuevo.
Pero no fue así. Le sentó bien trabajar con ahínco y honradamente. En lugar de recordarle su faceta de timadora, le trajo a la memoria la que casi con certeza había sido la mejor etapa de su vida, en Boise, el tiempo que había pasado trabajando en el salón de belleza. Recordó lo mucho que le dolían los pies y los calambres que sentía en las manos, los mechones de los trasquilones de pelo que se le metían por dentro de la ropa y hacían que le picara todo el cuerpo. Todo eso le encantaba.
Y sin embargo, ahora Claire le estaba diciendo que ya no necesitaba su ayuda.
Sydney se quedó allí mientras Claire seguía atareada yendo de acá para allá. ¿Qué se suponía que iba a hacer? Se volvería loca si solo podía ayudar a su hermana con los catering de vez en cuando. Claire ni siquiera le dejaba ocuparse de las faenas de la casa.
—¿Es que no puedo ayudarte con nada?
—Esto lo tengo todo resuelto. Es mi rutina diaria.
Sin añadir una sola palabra, Sydney cogió el sobre y salió por la parte de atrás para dirigirse a su Subaru. Apoyó la espalda en el vehículo mientras contaba el dinero. Claire había sido generosa. Sydney podría salir y hacer algo con aquello.
Seguramente eso era lo que su hermana esperaba que hiciera: que llenara el depósito de combustible y se fuera a ver a alguien.
Pero no llevaba matrícula y se arriesgaba a que la policía de tráfico la detuviera.
Y, decididamente, no había nadie a quien tuviese ganas de volver a ver.
Dobló el sobre y lo metió en el bolsillo trasero de sus vaqueros recortados. No quería volver a entrar en casa y ver cómo trabajaba Claire, así que echó a andar por el camino de entrada, arrancando con cada paso la gravilla del suelo, arena que su hermana se encargaría de limpiar con el rastrillo más tarde, devolviendo las cosas de nuevo a su lugar.
Se dirigió al jardín delantero y miró hacia la casa de Tyler. Este tenía el jeep aparcado junto al bordillo. Obedeciendo a un impulso, Sydney atravesó el jardín y subió las escaleras de la casa del vecino. Llamó a su puerta y esperó, hundiendo las manos cada vez más en los bolsillos a medida que se dilataba la espera. Decidió que tal vez estuviera durmiendo. Eso significaba que tenía que volver a casa.
Sin embargo, en ese momento oyó el ruido de unos pasos y sonrió. Se sacó las manos de los bolsillos mientras él abría la puerta. Llevaba unos vaqueros salpicados de pintura y una camiseta, y tenía un aspecto descuidado y desorientado, la imagen de alguien que continuamente se estuviera preguntando dónde se le escurría el tiempo.
—Hola —lo saludó cuando él se la quedó mirando unos segundos, confuso—. Soy Sydney Waverley, la vecina de al lado.
Sonrió al fin.
—Ah, sí. Ya me acuerdo.
—Se me ha ocurrido pasar a saludarte. —Él buceó con la mirada por detrás de ella, y luego a su lado. Al final, asomó la cabeza por la puerta y miró directamente a la casa Waverley. Sydney sabía lo que estaba haciendo, y se preguntó cómo habría conseguido su hermana hechizar a aquel hombre de esa manera. A lo mejor el tipo sentía debilidad por las obsesas del control—. No he venido con Claire.
Parecía desolado.
—Lo siento —dijo, retrocediendo un paso—. Por favor, entra.
Sydney había estado en aquella casa varias veces de joven, cuando la vieja señora Sanderson vivía allí. La casa había sufrido no pocas modificaciones: era más luminosa, y olía mucho mejor. La vieja señora Sanderson siempre había mostrado una simpatía desaforada por los felinos. Había un bonito sofá rojo y unos sillones que parecían muy cómodos en la sala de estar, pero estaban dispuestos de una forma extraña, como si fuera ahí donde los habían dejado los encargados de la mudanza.
Había montones de hileras de cuadros sin enmarcar apoyados en las paredes, y cajas de cartón por todas partes.
—No sabía que acababas de mudarte.
Él se alisó el pelo con la mano.
—Hace aproximadamente un mes. Hace tiempo que quiero desempaquetar todas las cajas. Ahora mismo estaba pintando en la cocina. ¿Qué hora es?
—Pasan unos minutos de las cinco. ¿De qué color vas a pintar la cocina?
Negó con la cabeza y se echó a reír.
—No, no… Pinto en la cocina. Ahí tengo instalado el caballete.
—Ah… ¿O sea que eres un pintor de verdad?
—Doy clases de arte en Orion. —Apartó unos periódicos de una silla y los puso en el suelo—. Siéntate, por favor.
—¿Cuánto tiempo llevas en Bascom? —preguntó mientras tomaba asiento.
—Un año más o menos.
Tyler miró alrededor para encontrar otro sitio donde sentarse, volviéndose a pasar la mano por el pelo y apartándoselo de la frente.
—Podría cortarte el pelo si quieres, ¿sabes?
Se volvió a mirarla con la misma cara de desolación que antes.
—Siempre se me olvida cortármelo. ¿Podrías hacerlo?
—Tienes ante ti a una auténtica titulada en escuela de peluquería.
—Ah, pues muy bien. Gracias. —Retiró una caja del sofá y se sentó—. Me alegro de que hayas venido. La verdad es que todavía no conozco a ninguno de mis vecinos.
Bueno, a excepción de la señora Kranowski, supongo, que por lo visto se pasa la mitad del día persiguiendo a su perro, Edward, por todo el vecindario.
—Recuerdo a la señora Kranowski. ¿Qué tendrá…, cien años ya?
—Pues es asombrosamente ágil con los pies.
Sydney se rio y se felicitó a sí misma. Había sido muy buena idea ir a ver a Tyler.
—Mañana me traeré el maletín para cortarte el pelo. ¿Te importa si me traigo a mi hija?
—En absoluto.
Sydney lo estudió fijamente.
—Así que te gusta mi hermana…
Lo había pillado desprevenido, pero a él no se le ocurrió no responder a la pregunta.
—Vas directa al grano, ¿no? No conozco demasiado bien a tu hermana, pero el caso es que… sí, me gusta. Mejor dicho, me… fascina. —Sonrió e inclinó el cuerpo hacia delante, apoyando los codos en las rodillas, con gesto franco y entusiasta. Era contagioso, como un bostezo. A Sydney le dieron ganas de devolverle la sonrisa—. Es que he soñado con ella, ¿sabes? Nunca había soñado nada parecido. Llevaba el pelo corto y se había puesto una cinta… —Se interrumpió y se recostó hacia atrás—. Voy a callarme antes de seguir haciendo aún más el ridículo.
No estaba haciendo el ridículo. Con aquella declaración, parecía un hombre estupendo, tan estupendo que empezó a sentir celos de Claire.
—A mi hija también le cae bien.
—Lo dices como si eso no te hiciese mucha gracia.
—Pues no es eso, no pretendía que fuera esa mi intención. —Sydney lanzó un suspiro—. Es solo que no me lo esperaba. Claire y yo solíamos pelearnos mucho de niñas. Creo que las dos nos llevamos una alegría cuando decidí marcharme de la ciudad. Yo no le caía demasiado bien…, y pensaba que Bay tampoco le caería bien.
—¿Cuánto tiempo hace que te fuiste?
—Diez años. Creí que no volvería nunca más. —Negó con la cabeza, como queriendo sacudirse de encima aquella clase de pensamientos—. ¿Te importa que venga a verte? A ti te gusta mi hermana, no yo, así que no hay por qué sentirse raros o incómodos. Solo necesito salir de esa casa a veces. ¿Quieres pedir una pizza? Invito yo.
—Suena bien. Me parece que hoy no he comido en todo el día. —Tyler la miró pensativo—. Puedes venir a verme cuando quieras, pero diez años fuera es mucho tiempo. ¿Es que no tienes viejos amigos a los que quieras volver a ver?
Viejos amigos. Por poco le da un ataque de risa. Traidores que juegan a dos bandas, capaces de asestar puñaladas por la espalda, sí. Viejos amigos, no.
—No. Forma parte de eso que he dicho de que creía que no volvería nunca más.
—¿Quemaste todos los puentes? —preguntó Tyler con aire astuto.
No era ni mucho menos tan torpe como parecía por su estilo de vida.
—Algo así.