Capítulo 2
Diez días antes
Seattle, Washington
ydney se acercó a la cama de su hija.
—Despierta, tesoro.
Cuando Bay abrió los ojos, Sydney puso un dedo en los labios de la niña.
—Vamos a marcharnos, y no queremos que Susan nos oiga, así que no podemos hacer ruido. ¿Te acuerdas? Tal como lo habíamos planeado.
Bay se levantó sin pronunciar una palabra, fue al cuarto de baño y se acordó de no tirar de la cadena, porque las dos casas compartían la pared medianera y Susan podría oírla. A continuación, Bay se puso los zapatos de suelas blandas y silenciosas y se vistió con todas las capas de ropa que Sydney le había preparado porque esa mañana hacía más frío del que haría a lo largo del día, y no iban a tener tiempo de parar para cambiarse.
Sydney empezó a pasearse arriba y abajo mientras Bay se vestía. David se había ido a Los Ángeles en viaje de negocios, y siempre le decía a la señora mayor que vivía en la casa contigua que no perdiese de vista a Sydney y a Bay. Durante toda la semana anterior, Sydney había estado sacando ropa y comida de la casa en su bolso habitual, sin romper su rutina de todos los días. Era una rutina impuesta por David, la misma de la que Susan se encargaba de velar. Podía llevar a Bay al parque los lunes, martes y jueves, e ir al supermercado los viernes. Dos meses atrás se había encontrado con una madre en el parque que se había atrevido a preguntar lo que las demás madres no podían. ¿Por qué tantos moretones? ¿Por qué siempre tan nerviosa? La mujer ayudó a Sydney a comprar un viejo Subaru[2] por trescientos dólares, un buen pellizco del dinero que Sydney había logrado ahorrar los dos años anteriores, sacando billetes de dólar de la cartera de David de vez en cuando, quedándose con la calderilla que se colaba por entre los cojines del sofá y devolviendo a las tiendas, a cambio de dinero en efectivo, artículos que había comprado mediante cheques, de los que David llevaba la cuenta meticulosamente.
Sydney había estado llevando la ropa y la comida a la mujer del parque para que lo metiera todo en el coche. Sydney rezó porque a aquella mujer, Greta, no se le hubiese olvidado aparcar el coche donde habían acordado. La última vez que había hablado con ella había sido el jueves, y ese día era domingo. David regresaba esa noche.
Cada dos o tres meses, David volaba a Los Ángeles para comprobar en persona cómo estaba funcionando el restaurante que había comprado a medias con otros socios. Siempre se quedaba para salir de fiesta con sus socios, viejos compañeros de la universidad de sus tiempos en la UCLA[3]. Volvía a casa feliz y contento, todavía con el subidón, y le duraba hasta que le entraban ganas de sexo y ella no tenía ni punto de comparación con las chicas con las que se había acostado en Los Ángeles.
Antes sí era como aquellas chicas, hacía mucho tiempo. Y los hombres peligrosos habían sido su especialidad, igual que siempre había imaginado que lo habían sido para su madre…, una de las muchas razones por las que se había ido de Bascom con apenas nada más que una mochila y unas cuantas fotos de su madre como compañeras de viaje.
—Estoy lista —susurró Bay cuando salió al pasillo donde Sydney estaba paseándose.
Sydney se puso de rodillas y abrazo a su hija. Ya tenía cinco años, era lo bastante mayor para darse cuenta de lo que pasaba en casa. Sydney trataba por todos los medios de evitar que David ejerciese algún tipo de influencia sobre la niña y, por un acuerdo tácito, él no hacía daño a la pequeña siempre y cuando Sydney hiciese todo cuanto él decía. Sin embargo, de ese modo Sydney estaba dando muy mal ejemplo a su hija. Pese a todos sus defectos, Bascom era un lugar seguro, y merecía la pena volver a un sitio que ella detestaba solo para que Bay conociese por fin qué era sentirse segura.
Sydney se apartó de su hija antes de que se le escapasen las lágrimas de nuevo.
—Vamos, cielo.
Se le daba bien largarse. Lo había hecho a todas horas antes de conocer a David.
Ahora, el miedo que le daba hacerlo hacía que le costase respirar.
Cuando abandonó Carolina del Norte, aquella primera vez, Sydney se fue directamente a Nueva York, donde podía mezclarse entre el barullo y nadie la consideraba una persona extraña, donde el apellido Waverley no significaba nada. Se fue a vivir con unos actores, que recurrían a ella para perfeccionar sus acentos sureños mientras ella se afanaba por librarse del suyo. Al cabo de un año, se mudó a Chicago con un hombre que se ganaba muy bien la vida robando coches. Cuando lo pillaron, ella se fue con el dinero de él, se largó a San Francisco y vivió con eso durante un año entero. Entonces se cambió el nombre, para que él no pudiera encontrarla, y pasó a llamarse Cindy Watkins, el nombre de una de sus viejas amigas de Nueva York. Cuando se le acabó el dinero, se fue a vivir a Las Vegas y se puso a servir copas. La chica con la que había viajado de Las Vegas a Seattle tenía una amiga que trabajaba en un restaurante llamado David’s, a orillas de la bahía, y les consiguió trabajo a ambas.
Sydney se había sentido salvajemente atraída hacia David, el dueño del restaurante. No era guapo, pero era poderoso, y eso le gustaba. Los hombres poderosos eran excitantes, hasta el punto en que empezaban a dar miedo, momento en que ella siempre escogía para largarse y desaparecer. Con el tiempo, llegó a ser una auténtica experta en jugar con fuego y no quemarse. Las cosas con David comenzaron a ponerse un poco feas unos seis meses después de que empezaran a salir juntos. A veces le dejaba moretones por todo el cuerpo, la ataba a la cama y le decía lo mucho que la quería. Luego vino lo de seguirla al supermercado y a las casas de sus amigos. Sydney hizo planes para abandonarlo, para robarle algo de dinero del restaurante y largarse a México con una chica a la que había conocido en la lavandería, pero entonces descubrió que estaba embarazada.
Bay llegó siete meses más tarde, y David le puso ese nombre por la bahía donde estaba su restaurante. El primer año de la vida de Bay, Sydney le echaba la culpa a aquella niña tranquila de todo lo que había salido mal. En aquellos tiempos, David le daba asco, la aterrorizaba más allá de los límites imaginables. Él lo intuía y le pegaba aún más. Aquello no formaba parte del plan de Sydney. Ella no quería una familia, nunca había contado con quedarse con ninguno de los hombres a los que había conocido. Ahora tenía que quedarse por culpa de Bay.
Un día, todo cambió. Aún vivían en el apartamento que ella y David habían compartido antes de mudarse a la casa adosada. Bay apenas tenía un año de edad y estaba jugando tranquilamente con la ropa limpia del cesto de la colada, en el suelo, envolviéndose trapos en la cabeza y toallas en las piernas. De pronto, Sydney se vio a sí misma, jugando sola mientras su madre se retorcía las manos y se paseaba arriba y abajo por la casa Waverley de Bascom, antes de que volviera a marcharse sin decir nada a nadie. Un sentimiento muy intenso se apoderó de ella, se le erizó la piel y dejó escapar un hondo suspiro que le salió como si fuera de escarcha. Ese fue el momento en que dejó de intentar ser como su madre. Si bien esta había tratado de ser una buena persona, nunca había sido una buena madre. Había abandonado a sus hijas sin dar explicaciones, y no había regresado jamás. Sydney iba a ser una buena madre, y las buenas madres protegían a sus hijos. Había tardado un año, pero se había dado cuenta al fin de que no tenía que quedarse allí porque tuviese a Bay: podía llevarse a Bay consigo.
Siempre se le había dado tan bien salir huyendo que se había instalado en una falsa sensación de seguridad, porque nadie había salido nunca en su busca. Llegó incluso a cursar estudios de peluquería y estética, cuando un buen día, al salir del salón de belleza de Boise donde había conseguido su primer empleo, encontró a David esperándola en el aparcamiento. Antes de reparar en su presencia, de pie junto al coche, recordaba haber vuelto el rostro en la dirección del viento, haber olido a lavanda y pensar que no había percibido ese olor desde Bascom. El aroma parecía provenir del interior del propio salón, como si quisiese hacer que volviera sobre sus pasos y entrara de nuevo.
Pero entonces vio a David y este la llevó a rastras hasta su coche. Estaba completamente desconcertada, pero no forcejeó con él ni opuso resistencia de ninguna clase porque no quería pasar vergüenza delante de sus nuevas amigas del salón. David puso el coche en marcha y aparcó detrás de un restaurante de comida rápida, donde le dio tantos puñetazos que Sydney perdió el sentido, y volvió en sí mientras él se la follaba en el asiento trasero. Después pagó una habitación en un motel y dejó que se aseara un poco, diciéndole que todo era culpa suya, mientras ella escupía una muela en el lavamanos. Más tarde fueron a recoger a Bay a la guardería, donde David había descubierto que estaba inscrita la niña, y así fue como las había encontrado. Se mostró absolutamente encantador, y las maestras lo creyeron cuando les dijo que Sydney había sufrido un accidente de tráfico.
Una vez de vuelta en Seattle, David tenía arrebatos de ira en los momentos más inopinados, cuando Bay estaba en la habitación de al lado mientras Sydney le preparaba un sándwich de mantequilla de cacahuete. A veces, de repente, David aparecía y la golpeaba en el estómago o la empujaba contra el mueble, le arrancaba los shorts y luego se la metía a lo bestia, diciéndole que no volvería a abandonarlo nunca más.
Durante los dos años anteriores, desde que él se la había llevado a rastras de Boise, Sydney entraba en una habitación y olía a rosas, o, nada más despertar, paladeaba el sabor de la madreselva en el aire. Los olores siempre parecían proceder de una ventana o una puerta, una salida.
No fue hasta una noche, mientras velaba el sueño de Bay, llorando quedamente y preguntándose cómo iba a conseguir mantener a salvo a su hija si corrían peligro tanto si se quedaban allí como si se marchaban, cuando de pronto todo cobró sentido.
Eran los olores de su hogar, en su ciudad natal.
Tenían que volver a casa.
Bay y ella bajaron en silencio las escaleras, sumidas en la oscuridad de las primeras horas del alba. Desde la casa de al lado, Susan podía ver las puertas delantera y trasera, de modo que se dirigieron a la ventana del salón que daba a la parte del jardín lateral que su vecina no alcanzaba a ver desde su casa. Previamente, Sydney ya se había ocupado de desmontar la mosquitera, de manera que lo único que tuvo que hacer fue abrir la ventana sin hacer ruido y ayudar a Bay a pasar delante. A continuación, arrojó al suelo su bolsa, otra maleta que había preparado y la pequeña mochila de Bay, que había dejado que preparase ella sola, llena de objetos secretos capaces de reconfortarla. Sydney atravesó la ventana y guio a Bay a través de las hortensias hacia el aparcamiento que había cerca de su casa. Greta, la mujer del parque, le había dicho que dejaría el Subaru aparcado delante de la manzana de casas que comenzaban en el número cien de la calle de arriba. Dejaría las llaves en la visera del coche. No tenía seguro y la matrícula correspondía a una placa antigua, no estaba operativa, pero eso carecía de importancia. Lo que importaba era que se las llevase de allí. Estaba chispeando, y ella y Bay echaron a correr por la acera, sorteando los charcos de luz de las farolas.
A Sydney le chorreaba el flequillo y se le metía en los ojos cuando al fin se detuvieron frente al número cien de las hileras de casas. Miró a su alrededor con impaciencia. ¿Dónde estaba? Dejó a Bay y echó a correr por el aparcamiento. Solo había un Subaru, pero era demasiado bonito para que no hubiese costado más que trescientos dólares. Además, estaba cerrado y dentro había papeles y una taza de la tienda Eddie Bauer. Aquel coche pertenecía a otra persona.
Echó a correr de nuevo por el aparcamiento y miró en la fila de arriba para asegurarse.
El coche no estaba allí.
Volvió corriendo junto a Bay, sin aliento, horrorizada ante el hecho de que el pánico la hubiese obligado a dejar sola a su hija, aunque solo fuese un minuto. Se estaba volviendo descuidada, y eso no se lo podía permitir. No en ese momento. Se sentó en el bordillo, entre un Honda y una ranchera Ford, y enterró la cara en las manos. Haber reunido todo aquel valor para nada… ¿Cómo podía llevar a Bay de vuelta allí, tal y como estaban las cosas? No podía ser, no sería Cindy Watkins nunca más.
Bay se sentó acercándose a ella y Sydney la abrazó.
—Todo irá bien, mami.
—Ya lo sé, tesoro. Vamos a quedarnos aquí un ratito sentadas, ¿de acuerdo? Deja que mami piense qué vamos a hacer.
A las cuatro de la madrugada, el aparcamiento estaba desierto, razón por la que Sydney levantó la cabeza de golpe cuando oyó acercarse un coche. Atrajo a la niña hacia sí para esconderse detrás de la ranchera y evitar ser vistas. ¿Y si era Susan? ¿Y si se lo había dicho a David?
Los faros del coche iban aproximándose poco a poco, como si buscaran algo.
Sydney protegió a Bay con su cuerpo y cerró los ojos, como si eso pudiera servir de ayuda.
El coche se detuvo.
Se oyó un portazo.
—¿Cindy?
Levantó la vista y vio a Greta, una mujer rubia y bajita que siempre llevaba botas de cowboy y dos anillos de turquesas enormes.
—Oh, Dios santo… —murmuró Sydney.
—Lo siento —dijo Greta, arrodillándose delante de ella—. Lo siento mucho.
Intenté aparcar aquí, pero el tipo que vive ahí enfrente me pilló y me dijo que iba a llamar a la grúa. He ido pasando por aquí cada media hora, esperándote.
—Oh, Dios…
—Tranquila, tranquila…
Greta ayudó a Sydney a ponerse en pie y las llevó a ella y a Bay hasta una ranchera Subaru con un plástico que cubría una ventanilla rota en el lado del pasajero y manchas de óxido por todo el guardabarros.
—Conduce con cuidado. Vete lo más lejos posible.
Greta se despidió con un movimiento de la cabeza y se subió al asiento del pasajero del jeep que la había seguido al aparcamiento.
—¿Lo ves, mami? —había dicho Bay—. Yo ya sabía que todo iba a salir bien.
—Y yo también —mintió Sydney.
• • •
La mañana siguiente a la cena en casa de Anna Chapel, Claire salió al jardín a buscar una cesta de menta. Se disponía a empezar a preparar el menú del almuerzo anual de la Asociación de Amigas de la Botánica, que debía celebrarse en Hickory el viernes. Como eran botánicas aficionadas, les gustaba la idea de las flores comestibles. Constituían un grupo de ancianas excéntricas, de modo que pagaban bien y podían recomendarla a muchísimos clientes potenciales. Era un golpe de suerte haber conseguido aquel encargo, pero le suponía mucho trabajo, así que tendría que espabilarse y contratar a alguien de allí para que la ayudase a servir. El jardín estaba vallado por una gruesa verja metálica, como si fuera un cementerio gótico, y la madreselva que trepaba por ella tenía al menos dos palmos de espesor en determinadas partes, por lo que el lugar quedaba completamente aislado.
Incluso la puerta de la verja estaba cubierta de madreselva, y el agujero de la cerradura era una muesca secreta que solo unos pocos eran capaces de encontrar.
Cuando entró, la vio inmediatamente.
Ahí, en mitad del tupido encaje de estilo Reina Ana, estaban brotando unas diminutas hojas de hiedra.
Hiedra en el jardín.
De la noche a la mañana.
Con aquella señal, el jardín le decía que algo estaba intentando entrar, algo que era bonito y que parecía inofensivo pero que lo invadiría todo a la menor oportunidad.
Arrancó la hiedra con rapidez y hundió las manos para buscar las raíces, pero entonces reparó en un tallo recubierto de pelusa que trataba de adueñarse de unas lilas y decidió poner remedio de inmediato.
Con las prisas, no había cerrado la puerta del jardín tras ella, y una media hora más tarde volvió la cabeza de golpe, sorprendida, cuando oyó el crujido de unos pasos en el sendero de gravilla que serpenteaba alrededor de las flores, Era Tyler, que traía una caja de cartón para paquetes de leche y estaba mirando a su alrededor como si acabase de entrar en un lugar encantado. Allí todo florecía a la vez, incluso en una época del año en que se suponía que no debía florecer. Se detuvo de pronto cuando descubrió a Claire de rodillas, arrancando las raíces de la hiedra bajo la planta de lilas. La miró como si tratase de vislumbrarla en la oscuridad.
—Soy Tyler Hughes —dijo, como si ella no lo reconociese—, el vecino de al lado.
Ella asintió con la cabeza.
—Me acuerdo.
Se acercó a ella.
—Manzanas —dijo, agachándose a su lado y depositando la caja en el suelo—. Se cayeron del otro lado de la valla. He traído una docena al menos. No sabía si las utilizas para preparar tus encargos, así que se me ha ocurrido traértelas. He llamado.
Claire apartó la caja de él con la máxima delicadeza posible.
—No, no las utilizo, pero gracias de todos modos. ¿Es que no te gustan las manzanas?
Negó con la cabeza.
—Solo las como de vez en cuando. No me explico cómo han ido a parar a mi jardín, la verdad. El manzano está demasiado lejos.
No mencionó que hubiese tenido ninguna visión, cosa que para ella supuso un gran alivio. No debía de haberse comido ninguna.
—Habrá sido el viento —dijo ella.
—Es curioso, porque los manzanos del campus no tienen manzanas maduras en esta época del año.
—Este manzano florece en invierno y produce manzanas toda la primavera y el verano.
Tyler se levantó y se quedó mirando el árbol.
—Impresionante.
Claire lo miró por encima del hombro. El manzano estaba situado hacia el fondo.
No era muy alto, pero se desplegaba a lo largo y a los costados. Sus ramas se extendían como los brazos de una bailarina, y las manzanas nacían en los mismísimos extremos, como si sostuvieran la fruta en la palma de las manos. Era un árbol viejo y hermoso, con la corteza grisácea arrugada y desprendiéndose en algunas partes. El único césped en el jardín era el que rodeaba al manzano, una extensión de hierba que se prolongaba unos tres metros más allá del alcance de sus ramas, dándole así su espacio al viejo frutal.
Claire no sabía por qué, pero de vez en cuando el árbol se dedicaba a lanzar las manzanas lo más lejos de sí, como si estuviera aburrido. Cuando era joven, la ventana del cuarto de Claire daba al jardín. Dormía con la ventana abierta en verano y, a veces, al despertarse por la mañana, descubría una o dos manzanas en el suelo de su habitación.
Claire dedicó una mirada severa al árbol. A veces, eso surtía efecto y el manzano se portaba bien de nuevo.
—Solo es un árbol —se limitó a decir, y volvió a afanarse con las lilas y a reanudar la labor de arrancar las raíces de la hiedra.
Tyler se metió las manos en los bolsillos y se puso a observarla. Claire llevaba tantos años trabajando sola en el jardín que se dio cuenta de que echaba de menos tener allí a alguien a su lado. Le recordó a los tiempos en que compartía las labores de jardinería con su abuela. No estaba pensada para que fuera una tarea solitaria.
—Y dime, ¿llevas mucho tiempo viviendo en Bascom? —preguntó Tyler al fin.
—Casi toda mi vida.
—¿Casi?
—Mi familia es de aquí. Mi madre nació aquí. Se marchó, pero regresó cuando yo tenía seis años. Llevo viviendo aquí desde entonces.
—De modo que eres de aquí.
Claire se quedó paralizada. ¿Cómo podía tener ese efecto sobre ella? ¿Cómo podía hacer eso con apenas seis palabras? Acababa de decirle exactamente lo que llevaba deseando oír toda su existencia. Estaba entrando en su vida sin que ella supiera siquiera cómo lo hacía. Era como la hiedra… Claire volvió la cabeza muy despacio y levantó la vista para mirarlo, su cuerpo espigado, sus facciones extrañas, sus hermosos ojos castaños.
—Sí —contestó ella sin aliento.
—Bueno, ¿y quiénes son tus huéspedes? —le preguntó.
Tardó un momento en comprender lo que le preguntaba.
—No tengo ningún huésped.
—Cuando he pasado por la parte delantera de la casa, alguien ha aparcado delante con un coche lleno de cajas y bolsas. Me ha parecido que venían a instalarse aquí.
—Qué raro…
Claire se levantó y se quitó los guantes. Se volvió, echó a andar y salió del jardín, asegurándose de que Tyler la seguía. No se fiaba de dejarlo a solas con el árbol, aunque no comiera manzanas.
Enfiló hacia el camino de entrada que trazaba una curva por el lateral de la casa, pero se detuvo bruscamente al llegar al tulipero del jardín de la entrada. Tyler apareció al instante, se acercó a su lado y le puso las manos en los brazos, como si hubiese adivinado que las piernas se le habían vuelto de mantequilla.
«Más hiedra».
Había una niña pequeña, de unos cinco años, correteando por el césped con los brazos extendidos como si fuera una avioneta. Frente a la casa, una mujer estaba apoyada en una vieja ranchera Subaru aparcada en la calle, con los brazos cruzados con firmeza a la altura del pecho, observando a la niña. Era menuda, frágil, con el pelo castaño claro sucio y unas profundas ojeras. Parecía estar sujetándose para impedir que su cuerpo se echara a temblar.
Claire se preguntó si habría sido así como se había sentido su abuela cuando su hija volvió a casa al cabo de tantos años, cuando Lorelei, embarazada, se presentó en el umbral de su puerta con una mocosa de seis años agarrada a su falda. Si habría sentido aquel alivio, aquella ira, aquella tristeza, aquel pánico.
Al final, obligó a sus piernas a moverse y atravesó el césped, dejando atrás a Tyler.
—¿Sydney?
Sydney se apartó del coche rápidamente, sobresaltada, y miró a Claire de arriba abajo antes de sonreír. La mujer insegura con los brazos cruzados desapareció y vino a sustituirla la Sydney de antes, la que siempre arrugaba la nariz ante su propio apellido, sin darse cuenta del inmenso regalo que era haber nacido allí.
—Hola, Claire.
Claire se paró en la acera, a escasos palmos de ella. Podía ser un fantasma, o incluso alguien que se parecía extraordinariamente a Sydney. La Sydney que Claire conocía nunca habría dejado que su melena tuviese aquel aspecto. Nadie la sorprendería nunca llevando una camiseta llena de lamparones de comida. Siempre era tan sumamente cuidadosa, tan perfecta… Siempre ponía tanto empeño en no parecer una Waverley…
—¿Dónde has estado?
—En todas partes.
Sydney esbozó aquella espectacular sonrisa suya y, de repente, el aspecto de su melena o su ropa dejó de ser importante. Sí, aquella era Sydney.
La niña del césped corrió hasta Sydney y se colocó junto a esta. Su madre la rodeó con el brazo.
—Esta es mi hija, Bay.
Claire miró a la niña y acertó a dedicarle una sonrisa. Tenía el pelo oscuro, tanto como el de Claire, pero los ojos azules de Sydney.
—Hola, Bay.
—¿Y él es…? —preguntó Sydney en tono sugerente.
—Tyler Hughes —contestó él, extendiendo una mano por detrás de Claire. Esta no se había dado cuenta de que la había seguido de nuevo y, al oírlo, se sobresaltó—. Vivo ahí, en la casa de al lado.
Sydney estrechó la mano de Tyler y movió la cabeza.
—La vieja casa Anderson. Tiene buen aspecto. No era de color azul la última vez que la vi, sino de un blanco mohoso horrible.
—No puedo atribuirme ningún mérito, porque cuando la compré ya era así.
—Soy Sydney Waverley, la hermana de Claire.
—Encantado. Bueno, yo tengo que irme. Claire, si me necesitas para algo…
Le apretó el hombro un momento y se marchó.
Claire estaba confusa: no quería que se fuera y, sin embargo, él no podía quedarse allí con ella, naturalmente. Pero ahora se había quedado a solas con Sydney y su hija, tan calladita, y no tenía ni idea de qué hacer.
Sydney arqueó las cejas.
—Está para mojar pan.
—Waverley —dijo Claire.
—¿Qué?
—Has dicho que te llamas Waverley.
—Así es como me llamo.
—Creía que renegabas de ese apellido.
Sydney se encogió de hombros, indiferente.
—¿Y Bay?
—Ella también se llama Waverley. Ve a jugar un poco más, cariño —dijo Sydney, y Bay echó a correr de nuevo al jardín—. Es increíble lo preciosa que está la casa; pintura nueva, ventanas nuevas, tejado nuevo… Nunca imaginé que podría llegar a tener tan buen aspecto.
—Usé el dinero del seguro de vida de la abuela Waverley para las reformas.
Sydney se apartó un momento, aparentemente para ver a Tyler subir las escaleras del porche de entrada y luego entrar en su casa. Se había puesto tensa, y a Claire se le ocurrió que a lo mejor aquella noticia había pillado desprevenida a Sydney. ¿De verdad esperaba encontrar allí a su abuela, viva y con una salud de hierro? ¿Qué diablos creía?
—¿Cuándo?
—¿Cuándo qué?
—¿Cuándo murió?
—Hace diez años. La Nochebuena del año en que te fuiste. No tenía forma de ponerme en contacto contigo. No sabíamos adónde te habías ido.
—La abuela lo sabía, yo se lo dije. Oye, ¿te importa si aparco este cacharro detrás de la casa? —Sydney dio un golpe en el capó con el puño—. Es que da vergüenza.
—¿Qué pasó con el viejo coche de la abuela, el que te regaló?
—Lo vendí en Nueva York. La abuela dijo que podía venderlo si quería.
—¿Así que es ahí donde has estado, en Nueva York?
—No, solo estuve allí un año. He ido dando tumbos por el mundo, como mamá.
Se miraron a los ojos y, de pronto, todo se quedó en silencio.
—¿Qué estás haciendo aquí, Sydney?
—Necesito un lugar donde vivir.
—¿Por cuánto tiempo?
Sydney respiró hondo.
—No lo sé.
—No puedes dejar aquí a Bay.
—¿Cómo dices?
—Como hizo mamá. No puedes dejarla aquí.
—¡Yo nunca abandonaría a mi hija! —exclamó Sydney, sus palabras teñidas con una nota de histeria y, de pronto, Claire fue consciente de todo lo que estaba callando, de la historia que Sydney no le estaba contando. Algo muy grave tenía que haber sucedido para que Sydney hubiese decidido volver a Bascom—. ¿Qué quieres que haga, Claire? ¿Que me ponga de rodillas y te lo suplique?
—No, no quiero que supliques.
—No tengo otro sitio adónde ir —dijo Sydney, arrancándose las palabras de la boca, como escupiendo cáscaras de semillas de girasol a la acera, donde se quedaban adheridas al suelo y se tostaban al sol, endureciéndose cada vez más.
¿Qué se suponía que iba a hacer Claire? Sydney era su familia, sangre de su sangre. Claire había aprendido por las malas que, con la familia, no se podía dar nada por sentado. Igual que había aprendido que podía causarte más daño que cualquier otra persona en el mundo.
—¿Habéis desayunado ya?
—No.
—Nos vemos en la cocina.
—Ven aquí, Bay. Vamos a aparcar el coche en la parte de atrás —la llamó Sydney, y Bay corrió junto a su madre.
—Bay, ¿te gustan las tartaletas de fresa? —preguntó Claire.
Bay sonrió, y era como ver la sonrisa de Sydney. A Claire casi le dolía mirarla, recordando todas las cosas que desearía poder borrar de cuando Sydney era una niña, como ir corriendo detrás de ella para echarla del jardín cuando pretendía ver lo que hacían su abuela y Claire y esconder recetas en los estantes más altos de la alacena para que Sydney nunca llegase a descubrir cuáles eran sus secretos. Claire siempre se había preguntado si no habría sido ella la responsable de que Sydney detestase ser una Waverley. ¿Odiaría aquella niña también todo lo que sonase a Waverley? Bay no lo sabía, pero tenía un don. Tal vez Claire podría enseñarla a utilizarlo. Claire no sabía si ella y Sydney llegarían a reconciliarse algún día, o ni siquiera cuánto tiempo se iba a quedar a vivir allí, pero quizá podría tratar de compensarla por todo lo que le había hecho ayudando a Bay.
En apenas minutos, la vida de Claire había cambiado. Su abuela había acogido a Claire y a Sydney, y ahora Claire iba a hacer lo mismo con Sydney y Bay. Sin hacer preguntas. Así actuaba una auténtica Waverley.
—¡Me encantan las tartaletas de fresa! —exclamó Bay.
Sydney parecía sorprendida.
—¿Cómo lo sabías?
—Yo no lo sabía —contestó Claire, dirigiéndose hacia la casa—. Es cosa de Evanelle.
• • •
Sydney aparcó la Subaru junto a un mono volumen blanco en la parte posterior de la casa, delante del garaje independiente. Bay se bajó de un salto, pero Sydney salió un poco más despacio. Cogió su bolso y la mochila de Bay y, a continuación, rodeó el coche y desatornilló la matrícula del estado de Washington. La metió en la bolsa. Ya estaba. Así no habría pistas sobre dónde habían estado.
Bay esperaba de pie en el camino de entrada que separaba la casa del jardín.
—¿De verdad vamos a vivir aquí? —preguntó por enésima vez desde que habían aparcado delante de la casa esa mañana.
Sydney inspiró hondo. Dios, no se lo podía creer…
—Sí.
—Es una casa de princesas. —Se volvió y señaló la puerta abierta del jardín—. ¿Puedo ir a ver las flores?
—No, esas son las flores de Claire. —Oyó un golpe sordo y vio cómo una manzana salía rodando del jardín y se detenía justo a sus pies. Se la quedó mirando un momento. A ningún miembro de su familia le había parecido extraño que tuvieran un árbol capaz de predecir el futuro y arrojar manzanas a la gente. Aun así, aquella bienvenida era bastante más cálida que la que le había brindado Claire. Devolvió la manzana al jardín de una patada—. Y no te acerques al manzano.
—No me gustan las manzanas.
Sydney se puso de rodillas delante de Bay. Le colocó el pelo por detrás de las orejas y le alisó la camisa.
—Bueno, dime, ¿cómo te llamas?
—Bay Waverley.
—¿Y dónde naciste?
—En un autobús de la Greyhound.
—¿Quién es tu padre?
—No lo sé.
—¿De dónde eres?
—De todas partes.
Tomó las manos de su hija.
—Entiendes por qué tienes que responder esas cosas, ¿verdad?
—Porque aquí somos diferentes; aquí no somos las que éramos antes.
—Eres increíblemente lista.
—Gracias. ¿Crees que le caeré bien a Claire?
Sydney se puso en pie y tardó un momento en recobrar el equilibrio cuando vio aparecer unas manchas negras delante de los ojos y el mundo se tambaleó por un instante. Sintió un hormigueo en la piel, como si tuviera la carne de gallina, y le dolía al pestañear. Estaba tan cansada que casi le era imposible caminar, pero no podía permitir que Bay la viera así, y, desde luego, tampoco pensaba dejar que Claire la viera así. Acertó a esbozar una sonrisa.
—Estaría loca si no le cayeses bien.
—A mí me cae muy bien. Es como Blancanieves.
Entraron en la cocina a través de la galería acristalada y Sydney miró a su alrededor maravillada. La cocina había sido reformada, ampliada con el anexo de la mayor parte del comedor contiguo. Era toda de acero inoxidable, con un aire extremadamente profesional, y había dos frigoríficos industriales y dos hornos.
Se dirigieron en silencio a la mesa de la cocina y se sentaron, viendo cómo Claire ponía la cafetera a hervir e introducía dos tartaletas en la tostadora. Claire había cambiado, no de forma radical, sino en los pequeños detalles, como el modo en que va cambiando la luz a lo largo del día: con un ángulo distinto, con una tonalidad distinta. Se comportaba de forma distinta, y ya no tenía ese aire de persona egoísta, de persona ambiciosa. Parecía cómoda, igual que su abuela. «No me obligues a moverme de donde estoy y estaré cómoda», solía decir.
Observándola, a Sydney se le ocurrió de pronto que Claire era hermosa. Sydney nunca se había dado cuenta de que su hermana fuese tan guapa. Al hombre que estaba antes con ella, al vecino, también se lo parecía. Era evidente que se sentía atraído por Claire. Y Bay estaba embobada con ella, y no apartó los ojos de su hermana cuando esta le colocó delante un plato de tartaletas calientes y un vaso de leche.
—¿Así que tienes una empresa de catering? —dijo Sydney al fin, cuando Claire le dio una taza de café—. He visto la furgoneta.
—Sí —contestó Claire, volviéndose y dejando tras de sí un rastro de menta y a lilas.
Llevaba el pelo más largo que antes, y le cubría los hombros como si fuera un chal. Usaba su melena a modo de protección. Si había algo en lo que Sydney era una entendida, era en peluquería. Le fascinaban las clases de estilismo y le encantaba su trabajo en el salón de Boise. El pelo decía mucho más de la gente de lo que ellos creían, y Sydney entendía ese lenguaje de forma natural. Le había sorprendido que a otras compañeras del curso les pareciese tan duro. Sydney se sentía como pez en el agua, como si estuviese en su elemento. Siempre lo había sentido así.
No tenía fuerzas para seguir hablando con Claire cuando su hermana se lo estaba poniendo tan difícil, de modo que tomó un sorbo de café y descubrió que le había echado canela, igual que solía hacer la abuela Waverley. Quiso seguir bebiendo, pero empezó a temblarle la mano y tuvo que dejar la taza en la mesa.
¿Cuándo había sido la última vez que había dormido? Se había asegurado de que Bay durmiese algo, pero ella estaba demasiado asustada para echar apenas alguna que otra cabezadita las veces que paraban a descansar y en los aparcamientos de los supermercados Wal-Mart que había por el camino. Kilómetros y kilómetros de autopista con el cerebro dentro de un bucle permanente, y todavía sentía el zumbido de la carretera en los huesos. Habían tardado diez días en llegar, sobreviviendo gracias a la comida que se habían llevado consigo, pan blanco, galletas de jengibre y paquetes de oferta de mantequilla de cacahuete y galletas saladas, una mantequilla demasiado grasa y unas galletas que se deshacían en migajas entre los dedos. Sydney no estaba segura de poder aguantar mucho más antes de derrumbarse y echarse a llorar.
—Vamos, Bay —dijo Sydney en cuanto la niña se terminó el desayuno—. Vámonos arriba.
—He dejado sábanas nuevas de Evanelle en las camas —dijo Claire.
—¿En qué habitación?
—Tu habitación sigue siendo tu habitación. Bay puede dormir en mi antiguo dormitorio. Ahora yo duermo en el de la abuela —dijo, dándoles la espalda mientras empezaba a bajar unos botes enormes de harina y azúcar de los armarios. Sydney llevó a Bay directamente a las escaleras, sin mirar alrededor, porque ya estaba bastante desorientada y no quería descubrir qué otras cosas habían cambiado.
Bay subió corriendo las escaleras delante de ella y la esperó, sonriendo.
Merecía la pena. Todo aquello merecía la pena solo para ver a su hija así.
Sydney la llevó a la antigua habitación de Claire primero. Los muebles eran distintos, no hacían juego. Aquella mesa de costura estaba antes en la sala de estar de la planta de abajo, y aquella cama estaba en la habitación de la abuela. Bay corrió a la ventana.
—Me gusta esta habitación.
—Tu tía Claire solía pasarse horas enteras en esa ventana, mirando al jardín.
Puedes dormir conmigo si quieres. Mi habitación da a la casa azul de al lado.
—A lo mejor.
—Voy a empezar a subir nuestras cosas. Ven conmigo.
Bay la miró esperanzada.
—¿Puedo quedarme aquí arriba?
Estaba demasiado cansada para discutir.
—Pero no salgas de esta habitación. Si quieres explorar la casa, lo haremos juntas.
Sydney dejó a Bay, pero en lugar de bajar a recoger las cajas y las bolsas que se habían quedado en el coche, se fue a su antigua habitación. Cuando era joven, pasaba mucho tiempo a solas en su cuarto, a veces imaginando que la había encerrado allí su malvada hermana, como en los cuentos infantiles. Durante los dos años posteriores a la marcha de su madre, Sydney llegó incluso a dormir con las sábanas atadas formando una cuerda debajo de la cama, para poder huir por la ventana cuando su madre volviese para rescatarla. Sin embargo, luego se hizo mayor y más sabia y supo que su madre no iba a volver. También se dio cuenta de que su madre había tenido una buena idea marchándose, para empezar. Sydney se moría de ganas de largarse, de seguir a su novio de entonces, Hunter John Matteson, a la universidad, porque iban a quererse durante toda la vida, y aunque volviesen a Bascom, no le importaría, porque él nunca la había tratado como a una Waverley. Bueno, al menos no hasta casi el final. Inspiró hondo y entró en la habitación con actitud reverencial, un santuario de viejos recuerdos. Su cama y su tocador seguían allí. El espejo de cuerpo entero aún conservaba algunos de sus antiguos adhesivos. Abrió el armario y encontró una pila de cajas llenas de juegos de sábanas viejos roídos por los ratones. Sin embargo, la habitación no parecía ni mucho menos abandonada: no había rastro de polvo y el olor era viejo y familiar, como a clavos de olor y cedro. Claire se había ocupado de ella, no la había convertido en una sala de estar ni la había llenado de trastos que ya no necesitase ni se había deshecho de los muebles de Sydney.
Fue entonces cuando llegó al límite de sus fuerzas.
Sydney se acercó a la orilla de la cama y se sentó. Se tapó la boca con la mano para que Bay, que estaba cantando tranquilamente en la habitación contigua, no la oyera.
Diez días en la carretera.
Necesitaba un baño.
Claire estaba más guapa, y más limpia, que ella.
La abuela Waverley había muerto.
A Bay le gustaba aquella casa, pero todavía no era consciente de lo que implicaba ser una Waverley.
¿Qué estaría haciendo David?
¿Habría dejado alguna pista sobre su paradero?
Habían cambiado tantas cosas en aquella casa…, y, sin embargo, su habitación estaba tal y como ella la había dejado.
Se encaramó hasta la almohada que había en la cabecera de la cama y se hizo un ovillo. Al cabo de unos segundos, dormía.