Capítulo 14
o llego —dijo Sydney.
Bay estaba tumbada a su lado en la hierba, apoyando la cabeza en el brazo. Llevaba un rato dormitando en el jardín ese domingo por la tarde, pero el sonido de la voz de su madre hizo que abriera los ojos. Claire y Sydney habían apoyado una vieja escalera de madera en el tronco del manzano. Sydney estaba subida en lo alto, tratando de alcanzar las ramas. Claire sujetaba el pie de la escalera para mantenerla firme.
—Puede que llegue hasta esa —dijo Sydney, señalando una rama inferior en el otro lado— si movemos la escalera.
Claire negó con la cabeza.
—Se moverá antes de que lleguemos a ella.
Sydney emitió un gemido de desesperación, soplando entre dientes.
—Estúpido manzano…
—Sabía que os encontraría aquí fuera —dijo una voz.
Las hermanas miraron por encima del hombro. Evanelle se acercaba por el sendero.
—Hola, Evanelle —la saludó Sydney, bajándose de la escalera.
Se detuvo en el cuarto peldaño, bajó el resto de un salto y su falda se desplegó en el aire como si fuera un parasol. Eso provocó la sonrisa de Bay.
—¿Qué hacéis, chicas? —quiso saber Evanelle.
—Intentando quitarle al manzano las fotos de mamá —contestó Claire, a pesar de que solo lo hacía porque Sydney así lo quería. Bay había advertido que últimamente ni su tía parecía tener la cabeza en otra parte. Ese día llevaba dos pendientes distintos, uno azul y otro rosa—. Hace ya seis semanas. No entiendo por qué no nos las deja.
Evanelle levantó la vista y miró los rectángulos en blanco y negro que asomaban entre las hojas y las manzanas de las ramas superiores.
—Dejad que se quede con las fotos. Ese manzano siempre quiso a Lorelei.
Dejadlo en paz.
Sydney puso los brazos en jarras.
—Voy a talarle las ramas.
—Las ramas no se romperán —le recordó Claire.
—Me hará sentirme bien intentarlo.
—Te bombardeará a manzanas. —Claire lanzó un suspiro—. A lo mejor podemos decirle a Bay que hable con él otra vez.
—La única vez que hemos estado más cerca de recuperar las fotos fue cuando Bay dijo que quería ver qué aspecto tenía su abuela —le explicó Sydney a Evanelle—. El manzano bajó una rama para enseñársela, pero volvió a apartarla cuando quisimos quitársela. —Sydney se volvió hacia Bay, quien inmediatamente cerró los ojos. Desde aquella noche, el único momento en que conseguía enterarse de cosas interesantes era cuando los demás creían que no los oía—. No la despertemos.
—Veo que todavía lleva ese broche —comentó Evanelle con orgullo.
—Nunca se lo quita.
Bay quiso tocarse el broche, como hacía siempre que se ponía nerviosa, pero todas la estaban mirando.
—¿Qué te trae por aquí, Evanelle? —preguntó Claire. Bay las observó por el rabillo del ojo. Ahora estaban de espaldas a ella—. Creía que tú y Fred ibais a almorzar con Steve hoy. —Ya vamos. Me muero de impaciencia. Steve va a volver a preparar algo exquisito. Le he dicho a Fred que es un afortunado porque un profesor de cocina esté enamorado de él. Me ha mirado como si le hubiese dicho que tenía un enjambre de ni abejas en el pelo.
—¿Aún cree que tiene que salir con Steve por lo del cortador de mango?
—Huy, ahora es mejor aún. Es como si yo misma estuviese saliendo con Steve.
Vayan donde vayan, Fred se ha empeñado en que yo los acompañe a todas partes. Lo está pasando bien. Es feliz. Solo que aún se niega a admitirlo. Tarde o temprano acabará por descubrirlo. Yo no pienso decirle lo que tiene que hacer. Y Steve le está dejando a Fred tomar la iniciativa, que es lo que debe hacer. Mientras tanto, a mí me invitan a comer unos platos exquisitos. ¡La semana pasada comí caracoles por primera vez en mi vida! ¿Qué os parece, eh? —Evanelle soltó una risotada—. Me encantan los gais. Te mueres de la risa con ellos.
—Me alegro de que lo estés pasando bien, Evanelle —dijo Claire.
—Fred me está esperando en el coche, pero tenía que pasar a daros esto.
Bay no podía ver lo que era, apenas vio un fogonazo de papel blanco mientras Evanelle sacaba algo de su bolsa.
—¿Semillas de velo de novia? —dijo Sydney—. ¿Para quién de las dos?
—Para las dos; tenía que dároslas a ambas. Fred me ha llevado al centro de jardinería que hay junto al mercado para buscarlas. Ah, y he visto a Henry en el mercado. Estaba comprando manzanas. Tiene muy buen aspecto. Dice que está prácticamente recuperado del hombro, que pronto volverá a estar como nuevo.
—Sí, y cree que es por las manzanas. —Sydney sonrió y negó con la cabeza—. Desde esa noche, no puede parar de comer manzanas.
—Ojalá Tyler hiciese lo mismo —comentó Claire—. No quiere ni acercarse al manzano. Aún no lo ha asimilado. Dice que debe de ser el único informe policial de la historia que afirma que un manzano puso en fuga al sospechoso y a nadie le ha parecido extraño.
Todas intentaron ocultar a Bay los detalles de lo ocurrido a David esa noche después de que saliera huyendo del jardín, pero ella se escondía detrás de las puertas y apoyaba una oreja en las paredes cada vez que las oía hablar del tema. Su padre había sido detenido a las afueras de Lexington, Kentucky. Había destrozado su deportivo durante una persecución policial. Cuando lo sacaron ileso del accidente, les suplicó que no lo encerraran. No podía ir a la cárcel. No podía, sencillamente. Les suplicó que, antes de eso, lo mataran. Esa noche intentó ahorcarse en el calabozo de la comisaría del condado. En la cárcel iba a sucederle algo malo, y lo sabía. Tuvo que ser eso lo que vio cuando se comió la manzana, la razón por la que salió corriendo, la razón por la que no quería que lo atraparan.
Cuando Bay pensaba en él se ponía triste. Su padre nunca había encontrado su sitio. Era difícil no sentir lástima por una vida que no tenía ningún propósito. Era el hijo de unos padres anónimos que habían muerto hacía muchos años. Era amigo de muchas personas demasiado asustadas para no serlo de él. Su único propósito, al parecer, había sido entrar en la vida de su madre para enviarla de vuelta a su hogar.
Y por eso, decidió Bay, debía estarle agradecida.
En cuanto al resto, no obstante, se preguntó si sería capaz algún día de perdonarlo. Esperaba no recordarlo lo suficiente para averiguarlo.
Había sido aterrador ver a su padre allí. Casi se había olvidado de él, del aspecto que tenía, de lo furioso que podía llegar a ponerse. Había encontrado la felicidad antes de que él apareciese, y quería volver a encontrarla. Ya estaba empezando; el mero hecho de estar tumbada allí en el jardín ya mejoraba las cosas. Sydney iba a tardar aún un poco más, pero al final acabaría por volver a encontrarla. A veces Bay se sentaba al pie de la escalera en el interior de la casa mientras Henry y su madre estaban en el porche, y oía a Henry cantándole a su madre, no canciones sino promesas. Bay quería a Henry en la vida de ambas de una forma que era incapaz de expresar. Era como cuando querías que brillase el sol los sábados por la mañana, o comer tortitas para desayunar. Te hacían sentir bien. Su padre nunca le había causado esa sensación. Incluso cuando se reía, la gente a su alrededor se encogía de miedo pensando en el momento en que se acabase aquella racha de buen humor. Y siempre se acababa.
Pero no iba a pensar en eso.
—Deben de ser para ti —le dijo Sydney a Claire, dándole el paquete de semillas—. Las de velo de novia son para una novia, ¿no? Tú y Tyler ya habéis fijado la fecha de la boda.
—No, son para ti —dijo Claire, tratando de devolvérselo—. Tú y Henry os fugaréis y os casaréis en secreto, si de él depende.
Bay esperaba que fuese verdad. Algunas noches Sydney se sentaba en la orilla de la cama antes de que Bay se quedara dormida y hablaba de Henry. Le hablaba con pies de plomo, eligiendo cuidadosamente las palabras, sin querer abrumar a su hija con la idea de incorporar a otro hombre en sus vidas. Pero Bay no se sentía abrumada, sino impaciente. Puesto que todavía no había logrado reproducir su sueño exactamente, a Bay le angustiaba no saber cómo iban a salir las cosas. ¿Y si su padre lo había estropeado todo? ¿Y si su aparición había hecho que se derrumbaran todos sus sueños?
—A lo mejor las semillas no se refieren a una boda, sino al nacimiento de un hijo —dijo Evanelle.
Sydney se echó a reír.
—Bueno, pues entonces estoy descartada de momento.
Claire miró con aire pensativo el paquete que llevaba en la mano.
—¿Claire? —dijo Sydney.
Claire levantó la vista con una sonrisa cómplice, una sonrisa que Bay nunca había visto hasta entonces pero que Sydney pareció reconocer de inmediato.
—¡¿De verdad?! —exclamó Sydney, tomando la cara de su hermana entre sus manos. Bay creía haber visto a su madre más feliz últimamente, pero nada comparable a la exultación que la invadía en esos momentos. Irradiaba pura felicidad. Cuando eres feliz por las cosas que te pasan, esa felicidad te llena. Cuando lo eres por las cosas que les pasan a otros, te desborda. Casi hacía daño a los ojos—. Oh, Dios mío… ¡¿De verdad?!
Claire asintió con la cabeza.
Bay vio a las tres abrazarse y salir luego del jardín al más puro estilo Waverley, cogidas de la mano, tocándose y riéndose.
El manzano se estremecía entusiasmado, como si se estuviese riendo con ellas. Les lanzó una manzana.
Bay se puso de espaldas cuando se hubieron marchado. Se desperezó en la hierba, bajo el árbol. Cuando el manzano sacudió sus ramas, oyó el ruido de unos papeles aleteando al viento. Levantó la vista y vio las fotografías que el manzano se había quedado aquella noche hacía seis semanas. Se agitaban débilmente. El sol ya empezaba a difuminar las imágenes, y Lorelei iba desvaneciéndose poco a poco.
Cuanto más tiempo permanecía Bay allí fuera, más se desvanecía su padre también.
Le encantaba aquel lugar.
Las cosas solo eran perfectas a medias, porque todavía no veía destellos ni ningún arco iris encima de su cabeza, pero ¿no estaba bien así? Todo el mundo era feliz. Seguramente era lo más cerca de su sueño que iba a estar jamás. Y estaba cerca.
Muy cerca. La verdad es que no tenía por qué preocuparse.
Se llevó la mano al broche en un gesto automático, para reconfortarse.
De pronto, tocó el cristal con los dedos.
Un momento.
¿Ya estaba? ¿De verdad era tan fácil?
Apretó los labios al tiempo que trataba de desprenderse el broche de la camisa.
Estaba tan nerviosa que movía los dedos con torpeza y tuvo que probar varias veces hasta conseguirlo.
La hierba era mullida como en su sueño. Y el aroma de las hierbas y las flores era exactamente igual que en su sueño. Se oía el ruido del papel aleteando a su alrededor mientras el manzano seguía temblando. Se puso el broche de cristal en forma de estrella delante de la cara, sin aliento. Le temblaba la mano, no quería llevarse un chasco. Movió el broche hacia atrás y hacia delante hasta que de pronto, como en una caja sorpresa, la luz atravesó el cristal y unos destellos multicolores le llovieron sobre la cara. Llegó a palparlos incluso, con unos colores tan vivos que quemaban, como los copos de nieve.
Todo su cuerpo se relajó y Bay estalló en risas. Se rio como nunca había reído en mucho, mucho tiempo. Lo necesitaba. Necesitaba aquella prueba.
Sí, ahora todo iba a ser estupendo. Perfecto, en realidad.