Capítulo 13
red estaba sentado a la mesa de su despacho, mirando el cortador de mango que tenía delante.
¿Qué significaba?
A James le gustaban los mangos. Aquello podía significar que Fred tenía que llamarlo para… ¿invitarlo a comer fruta?
¿Por qué no podía ser una pista más clara? ¿Por qué no podía haber llegado antes?
¿Qué diablos iba a hacer él con un cortador de mango? ¿Cómo se suponía que iba a ayudarlo a recuperar a James? Llevaba cuatro días dándole vueltas y más vueltas a aquello, esperando alguna clase de señal, una instrucción de algún tipo.
Llamaron a la puerta y Shelley, su mano derecha, asomó la cabeza.
—Fred, aquí hay alguien que quiere hablar contigo.
—Salgo enseguida.
Fred cogió su chaqueta del respaldo y se la puso.
Cuando salió, vio a Shelley hablando con un individuo junto a los botelleros de vino. La mujer señaló a Fred y luego se fue. El hombre era Steve Marcus, un profesor de cocina de Orion. A lo largo de los años, habían mantenido agradables conversaciones sobre comida y recetas. Fred tardó un momento en obligarse a caminar hacia él. Lo último que le había dicho James era que debería salir con Steve.
Aquello no tenía nada que ver con eso, se dijo, pero pese a todo se sorprendió renegando de cada paso que iba dando. No quería salir con Steve. Este le extendió la mano.
—Fred, me alegro de verte.
Fred le estrechó la mano.
—¿En qué puedo ayudarte?
«Eso no implica matrimonio».
—Quería invitarte a unas clases gratuitas que estoy dando, patrocinadas por la universidad —dijo Steve afablemente. Era un hombre robusto y de aspecto simpático. Llevaba el sello de la universidad en la mano derecha, y a Fred siempre le habían gustado sus uñas, cuidadas y brillantes—. Pretende ser un curso muy didáctico sobre cómo cocinar más fácilmente con ayuda de distintos cacharros y utensilios. Serías una gran baza en la clase, con tus conocimientos sobre alimentos y los productos disponibles localmente.
Aquello era demasiado. Era demasiado pronto. Fred se sintió como si alguien estuviera intentando despertarlo demasiado temprano por la mañana.
—No lo sé…, mi horario…
—Es mañana por la tarde. ¿Estás ocupado?
—¿Mañana? Pues…
—Le estoy pidiendo a todos los participantes que se traigan los trucos que hayan aprendido y utensilios que usan y que la mayoría de la gente desconoce. Pero no te sientas obligado, ¿de acuerdo? Mañana por la tarde a las seis, si puedes. —Buscó en el bolsillo trasero de su pantalón y se sacó la cartera—. Aquí tienes mi tarjeta con mi número por si tienes alguna pregunta.
Fred la cogió. Aún conservaba el calor de su cuerpo.
—Lo pensaré.
—Estupendo. Hasta luego.
Fred volvió a su despacho y se desplomó en su asiento. «Que se traigan los trucos y los utensilios que la mayoría de la gente desconoce».
Como un cortador de mango. Había esperado tanto tiempo a que Evanelle le diese algo… Se suponía que aquello iba a arreglarlo todo. Fred descolgó el teléfono con obstinación. Llamaría a James. Él convertiría aquel chisme en la llave que lograría reunirlos de nuevo, fuese ni como fuese. Marcó el número de móvil de James. Empezó a preocuparse cuando no contestaba después de que sonara por décima vez. Entonces se dijo: «Si no contesta al cabo de veinte, sabré que no era para él».
Trece.
Catorce.
Quince.
• • •
Bay observaba los preparativos para la cena desde debajo del manzano. Todo parecía ir sobre ruedas, así que no entendía por qué estaba tan nerviosa. Tal vez fuese porque había unas espinas diminutas empezando a brotar por la orilla del jardín, tan pequeñas y tan bien escondidas que ni siquiera Claire, que estaba al tanto de todo cuanto ocurría ahí fuera, podía verlas aún. O quizá las hubiese visto y hubiese preferido hacer caso omiso de ellas. Al fin y al cabo, Claire era feliz, y las personas felices olvidaban que había cosas malas en el mundo. Bay no se sentía aún suficientemente feliz para olvidarlo. Las cosas todavía no eran perfectas, pero al menos Tyler había dejado de pasearse arriba y abajo por el jardín a medianoche y de emitir aquellas extrañas chispas de color violeta que parecían caramelos efervescentes.
Y ya había pasado más de una semana desde la última vez que ella o su madre habían olido la colonia del padre de Bay, y Sydney sonreía más a menudo por esa razón. Hasta había empezado a hablar más de Henry, sacándolo a relucir en casi todas las conversaciones que mantenían. Bay debería estar contenta por todo eso.
Incluso se había matriculado ya en la escuela y empezaría el curso dentro de dos semanas.
Tal vez fuese eso lo que le molestaba. Sabía que su madre había mentido sobre el apellido de Bay en la matrícula. Era un mal comienzo.
O tal vez fuese porque, sencillamente, seguía sin conseguir hacer realidad el sueño que había tenido. Nada de lo que probaba surtía efecto. No encontraba nada capaz de emitir destellos delante de sus ojos, y su madre le prohibía sacar más cosas de cristal de la casa para hacer experimentos. Tampoco había forma de reproducir el ruido del aleteo del papel. Ni siquiera había soplado el viento los días anteriores, no hasta esa misma tarde, cuando, ni bien Sydney y Claire se disponían a colocar el mantel de color marfil en la mesa del jardín, de improviso se levantó una brusca ráfaga de viento. El viento arrancó el mantel de las manos de las hermanas y se lo llevó danzando por el jardín como si un chiquillo se lo hubiese colocado alrededor de la cabeza y hubiese salido corriendo. Se echaron a reír y emprendieron su persecución.
Sydney y Claire eran felices. Se echaban pétalos de rosa en el cuenco de cereales por las mañanas y lavaban juntas los platos en el fregadero por las noches, riéndose y hablando en susurros. A lo mejor eso era lo único que importaba. Bay no debía preocuparse tanto.
Unos nubarrones enormes, blancos y grises como elefantes de circo, empezaron a desfilar por el cielo mecidos por el viento. Bay, tumbada de espaldas bajo el manzano, los vio pasar.
—Eh, manzano —susurró—. ¿Qué va a pasar?
Las hojas del árbol se estremecieron y una manzana cayó junto a ella. No le hizo caso.
Supuso que no tenía más remedio que esperar y ver lo que pasaba.
• • •
—Perdón —dijo un hombre al otro lado del surtidor de gasolina.
Se materializó delante de Emma como por ensalmo, y los relámpagos elefantinos del cielo trazaron un halo alrededor de su cabeza cuando levantó la vista y vio aquellos ojos oscuros.
Emma estaba junto al descapotable de su madre, llenando el depósito de gasolina mientras Ariel esperaba en el asiento del conductor y se retocaba el maquillaje en el espejo retrovisor. Al oír una voz masculina, Ariel se volvió. Sonrió inmediatamente y se bajó del coche.
—Hola —lo saludó, y avanzó hasta situarse junto a su hija.
Habían vuelto a salir de compras ese día. Emma y Hunter John habían decidido ir a Hilton Head el fin de semana, los dos solos, y luego iban a llevar a los chicos a Disney World antes de que empezasen el curso escolar. Ariel había insistido en comprarle a Emma un biquini nuevo, algo que le gustase a Hunter John, y Emma accedió porque era más fácil que oponerse a la voluntad de su madre. Pero daba lo mismo lo que esta dijese, porque Emma se sentía bien con respecto a cómo estaban ahora su marido y ella. No culpaba a Ariel por sus pésimos consejos; al fin y al cabo, la seducción siempre le había dado buen resultado, pero Ariel pensaba que las mujeres Clark constantemente necesitaban demostrar sus habilidades, aunque fuese ante un extraño. Como en ese preciso momento, por ejemplo: veía a un hombre hablando con su hija y tenía que bajarse del coche e inclinarse de forma que su escote quedase al descubierto bajo la camiseta, solo para demostrar que aún conservaba su don.
El hombre era atractivo y más bien robusto. Exhibía una sonrisa radiante. Era bueno en lo suyo, fuese lo que fuese, eso saltaba a la vista. Emanaba esa seguridad en sí mismo.
—Buenos días, señoras. Espero no molestarlas. Estoy buscando a alguien, y tal vez ustedes puedan ayudarme.
—Podemos intentarlo, delo por seguro —dijo Ariel.
—¿Les suena de algo el nombre de Cindy Watkins?
—Watkins… —repitió Ariel, pensativa, y luego negó con la cabeza—. No, me temo que no.
—Esto es Bascom, Carolina del Norte, ¿verdad?
—Precisamente está pisando el límite de la ciudad, pero sí. Carretera abajo. Por allí.
Rebuscó en el bolsillo de su elegante chaqueta a medida y sacó una pequeña pila de fotos. Le enseñó a Ariel la primera de ellas.
—¿Esta mujer les resulta familiar?
Emma accionó el botón del surtidor para que siguiera bombeando la gasolina automáticamente y luego se inclinó para ver la foto junto a su madre. Era una instantánea en blanco y negro de una mujer en la puerta de lo que parecía la oficina de la compañía Alamo. Sujetaba un cartel que decía, muy claramente, que Carolina del Norte le importaba un comino. A juzgar por el estilo de su ropa, la foto se había tomado hacía más de treinta años.
—No, lo siento —dijo Ariel, y empezó a devolvérsela antes de echarle un nuevo vistazo de repente—. Un momento. Esta mujer podría ser Lorelei Waverley.
Emma examinó la foto con más atención. Sí, parecía ella.
—Pero esa foto es de hace mucho tiempo —dijo Ariel—. Ahora está muerta.
—¿Y tienen alguna idea de por qué esta mujer —les enseñó otra instantánea, una más reciente— podría tener fotos de esa tal Lorelei Waverley?
Emma no podía dar crédito a lo que veían sus ojos. Era una fotografía de Sydney de pie al lado de aquel hombre. Llevaba un vestido de noche minúsculo y muy ceñido, y él la abrazaba con actitud posesiva. Era una fotografía de sus años fuera de Bascom. No parecía feliz. No parecía estar viviendo una vida intrépida y llena de aventuras. Tenía todo el aspecto de no querer estar donde estaba.
Ariel frunció el ceño.
—Esa es Sydney Waverley —contestó secamente, y le devolvió las fotos como si ahora estuviesen contaminadas.
—¿Sydney? —repitió el hombre.
—Lorelei era su madre. Lorelei era una calamidad. Y en mi opinión, ahora que no nos oye nadie, Sydney es igual que ella.
—Sydney… —repitió él, como tratando de memorizar el nombre—. ¿Es de aquí, entonces?
—Se crio aquí y nos sorprendió a todos con su regreso, Intento robarle el marido a mi hija.
Emma miró a su madre.
—Mamá, eso no es verdad.
—¿Esta mujer de aquí es Sydney Waverley? —Le acercó la foto ¿Está segura? ¿Tiene una hija, una niña pequeña?
—Sí, Bay —respondió Ariel.
—Mamá… —dijo Emma en tono de advertencia.
Sencillamente, esa no era la clase de información que se le daba a un desconocido.
Al percibir la creciente incomodidad de Emma, el hombre dejó de insistir de inmediato. Sí, se le daba muy bien.
—Gracias por su ayuda. Que pasen un buen día, señoras. —Y acto seguido se dirigió a un coche deportivo muy caro y se subió a él.
El cielo se hizo más oscuro cuando el hombre se marchó, como si de algún modo hubiese traído las nubes consigo.
Emma frunció el ceño, con una extraña sensación en el cuerpo. Sacó la manguera del depósito y la devolvió al surtidor. Sydney no era santo de su devoción, eso saltaba a la vista, pero allí pasaba algo raro.
—Yo pagaré la gasolina, mamá —sugirió Emma, con la esperanza de llegar hasta su bolso, en el interior del coche, donde estaba su móvil.
Pero Ariel ya había sacado su tarjeta de crédito.
—No seas tonta, hija. Ya pago yo.
—No, de verdad. Yo pago.
—Ten —dijo Ariel, poniéndole la tarjeta en la mano antes de subirse al descapotable—. Deja de discutir y ve a pagar dentro.
Emma se dirigió a la gasolinera y dio la tarjeta al empleado. No podía dejar de pensar en aquel hombre. Mientras aguardaba a que el terminal aprobara la transacción, se metió las manos en los bolsillos del impermeable y palpó algo. Sacó dos monedas de veinticinco centavos. Llevaba aquella chaqueta el día que Evanelle la había abordado para darle el dinero.
—Perdone —le dijo al empleado—, ¿tienen cabina de teléfono?
• • •
El viento no dejó de soplar en toda la tarde. Sydney y Claire tuvieron que atar las puntas del mantel a las patas de la mesa y les fue imposible encender las velas porque el viento las apagaba. En lugar de velas, Claire decoró la mesa con unas bolsas transparentes de color ámbar, frambuesa y verde claro, y metió dentro las linternas a pilas que había en el almacén, de manera que parecían lámparas votivas alrededor de la mesa y el manzano. Al árbol no le gustaban y, cuando nadie lo miraba, se empeñaba en tirar al suelo las que tenía más cerca, de modo que Bay era la encargada de mantener al manzano a raya.
Los pájaros y los insectos voladores nunca suponían un problema en el jardín, pues la madreselva daba buena cuenta de ellos, así que lo cierto es que hacer una cena fuera era una muy buena idea. Sydney se preguntó por qué nadie en su familia lo había hecho antes, y entonces pensó en el árbol y supo el porqué: ponía un empeño extraordinario en formar parte de la familia cuando nadie quería que lo fuese.
Se acordó de la noche anterior, cuando no podía dormir y se levantó a ver a Bay.
Claire estaba en casa de Tyler, y seguramente era la primera vez que Sydney pasaba una noche sola en la casa, a cargo de todo.
Bay dormía plácidamente. Sydney se agachó a besarla y, cuando se incorporó, vio dos manzanas pequeñas y sonrosadas entre los pliegues de la colcha que la niña había empujado a los pies de la cama en sueños. Las recogió y se dirigió a la ventana abierta. Había un reguero de tres manzanas en el suelo que conducían hasta allí, y Sydney recogió aquellas también.
Miró por la ventana y percibió movimiento en el jardín. El manzano estaba estirando las ramas cuanto le era posible hacia la mesa que Tyler había ayudado a trasladar al jardín ese día. El árbol había llegado a rodear una pata con una de sus ramas y trataba de empujarla hacia sí.
—¡Eh, tú! —susurró en la noche—. ¡Deja eso! La mesa dejó de moverse y las ramas del árbol volvieron a su sitio. Se quedó quieto inmediatamente, como queriendo decir: «Pero si no hacía nada…».
• • •
Esa noche, Evanelle fue la primera en llegar a lo que a Sydney le había dado por llamar afectuosamente la fiesta de Claire para celebrar su Desfloración.
Claire le hizo prometerle que no la llamaría así delante de los demás.
—Hola, Evanelle. ¿Dónde está Fred? —preguntó Sydney cuando la anciana entró en la cocina.
—No ha podido venir. Tiene una cita. —Evanelle dejó su bolsa sobre la mesa—. Y está hecho una furia por culpa de eso.
Claire levantó la vista de las mazorcas de maíz que hervían en los fogones.
—¿Fred sale con alguien?
—Algo así. Un profesor de cocina de Orion lo ha invitado a un curso. Fred cree que la clase de esta noche es una cita.
—¿Y por qué está tan enfadado?
—Porque le di algo que lo llevó hasta el profesor de cocina en lugar de llevarlo de vuelta a los brazos de James, como él esperaba. Así que, naturalmente, Fred cree que tiene que pasar el resto de su vida con ese profesor. A veces me saca de quicio.
No tardará en darse cuenta de que es él quien toma sus propias decisiones. Yo lo único que hago es regalar cosas a la gente. Luego, lo que hagan con ellas es asunto suyo, no depende de mí. Ha llegado a pedirme incluso si te podía robar una manzana del árbol esta noche, como si eso fuese a decirle lo que debe hacer.
Claire sintió un leve escalofrío, a pesar de estar rodeada del vapor de la olla hirviendo que tenía delante.
—Nunca se puede saber lo que va a decirte ese manzano.
—Eso es verdad. Nunca supimos lo que le mostró a tu madre hasta que murió. La cocina quedó sumida en un silencio sepulcral. El agua dejó de hervir. Se paró el reloj. Sydney y Claire se acercaron la una a la otra en un movimiento inconsciente.
—¿Qué quieres decir con eso? —preguntó Claire.
—Ay, Dios… —exclamó Evanelle—. Ay, Dios… Le prometí a vuestra abuela que nunca os lo diría.
—¿Nuestra madre se comió una manzana? —inquirió Sydney, incrédula—. ¿Una de nuestras manzanas?
Evanelle levantó la vista hacia el techo.
—Lo siento, Mary. Pero ¿qué daño puede hacer eso ahora? Míralas. Lo están haciendo muy bien… —dijo, como si estuviera acostumbrada a hablar con fantasmas que no le respondían jamás. Retiró una silla de la mesa de la cocina y se sentó dando un suspiro—. Cuando vuestra abuela recibió la llamada comunicándole la muerte de vuestra madre en aquel horrible accidente, se lo imaginó. Me lo contó cuando ya apenas se levantaba de la cama, dos meses antes de morir. Según lo que pudimos deducir, Lorelei se comió una manzana cuando debía de tener unos diez años. El día que se comió esa manzana, probablemente vio que iba a morir, y todas y cada una de las locuras que hizo después eran para tratar de impedir que eso sucediera, para hacer algo mucho más sonado e impactante que eso y así poder superarlo.
Supusimos que vosotras dos la trajisteis de vuelta aquí, que durante un tiempo aceptó su destino porque necesitabais que alguien cuidara de vosotras. Mary me contó que la noche que Lorelei volvió a desaparecer, se la encontró en el jardín por primera vez desde que era una niña. Puede que se comiera otra manzana esa noche.
Las cosas aquí parecían irle bien; tal vez Lorelei pensaba que su destino había cambiado. Pero no era así. Os dejó aquí, a las dos, para que estuvierais seguras. Se suponía que debía morir sola en aquel horrible accidente. Al manzano siempre le gustó vuestra madre. Creo que sabía que sus manzanas le mostrarían algo malo. A ella nunca le arrojaba manzanas, como hace con el resto de la familia. Siempre está intentando hacer que descubramos algo, pero Lorelei tuvo que sacar a rastras una escalera hasta el jardín para coger una. Mary recordaba haber encontrado la escalera en la puerta del garaje después de que Lorelei se marchara. ¿Estáis bien?
—Estamos bien —dijo Claire, pero Sydney todavía estaba un poco conmocionada.
Su madre no escogió su destino. No escogió su manera de vivir. Sin embargo, ella, por querer imitarla, sí había escogido hacer lo que había hecho.
—En ese caso, me parece que saldré fuera —anunció Evanelle.
—Ten cuidado. Hoy el árbol está un poco raro. No deja de querer mover la mesa.
Ni siquiera Bay logra hacerlo entrar en razón —explicó Claire—. Esperamos que no asuste a Henry ni a Tyler.
—Si esos chicos van a estar en vuestras vidas, será mejor que se lo contéis todo.
Lo primero que le dije a mi marido cuando tenía seis años fue: «Yo doy cosas a la gente. Así es como soy, no lo puedo evitar». Estaba tan intrigado que esa misma noche vino a verme a mi ventana.
Evanelle cogió su bolsa y salió al jardín.
—¿Crees que tiene razón? —preguntó Sydney—. Respecto a lo de mamá, me refiero.
—Tiene sentido. ¿Te acuerdas de que después de recibir la llamada comunicándole la muerte de mamá, la abuela intentó prenderle fuego al manzano?
Sydney asintió con la cabeza.
—No me puedo creer que me marchara impelida por el deseo de ser como ella, cuando ella lo había hecho porque vio cómo iba a morir. ¿Cómo pude equivocarme tanto?
—Eres una Waverley. O sabemos muy poco o sabemos demasiado. No hay término medio.
Claire parecía estar en paz con el mundo, pero Sydney movió la cabeza con gesto brusco.
—Odio a ese árbol.
—No podemos hacer nada al respecto. No tenemos más remedio que aceptarlo.
Sydney la miró con exasperación. Era evidente que Claire no pensaba ponerse tan dramática como ella.
—Tu desfloramiento te ha vuelto estoica.
—¿Quieres dejar de decir eso? Haces que parezca una planta marchita. —Claire llevó una fuente a los fogones y empezó a sacar las mazorcas de maíz de la olla—. Y Evanelle tiene razón. Creo que deberíamos contárselo a Tyler y a Henry.
—Henry ya lo sabe. Es una de las cosas buenas de alguien que te conoce de toda la vida y te ha aceptado siempre. Ya sabe lo raras que somos.
—No somos raras.
—Henry me dijo algo el otro día —le explicó Sydney, acercándose a su hermana. Frotó un cerco invisible en la encimera, junto a los fogones de la cocina—. Algo que yo no sabía. He estado dándole muchas vueltas.
—¿Te dijo que te quiere? —preguntó Claire, mirando fijamente a su hermana.
—¿Cómo lo sabes?
Claire se limitó a sonreír.
—Me gusta estar con él —dijo Sydney, pensando en voz alta—. Debería besarlo.
A ver qué pasa…
—Y dijo Pandora: «Me pregunto qué habrá dentro de esa caja…».
Era Tyler, que acababa de entrar en la cocina. Se acercó a Claire por detrás y la besó en el cuello. Sydney volvió la cabeza, sonriendo.
Henry había llamado antes para decirle que llegaría un poco más tarde, así que Tyler, Evanelle y Bay ya estaban sentados y Sydney y Claire estaban a punto de sacar de la cocina los últimos platos cuando Henry llamó a la puerta principal.
Sydney dejó los tomates con mozzarella y fue a abrir mientras Claire salía al jardín con el pan de maíz y moras.
—Llegas justo a tiempo —lo recibió Sydney, abriéndole la puerta con mosquitera.
Henry actuaba como siempre. Ella actuaba como siempre. Entonces, ¿qué había cambiado? Nada, tal vez. Puede que aquello hubiese estado allí desde el principio, pero Sydney no se había dado cuenta porque Henry era un buen hombre y ella no se creía una mujer con tanta suerte.
—Siento no haber podido venir antes —se disculpó Henry.
—Y yo siento que tu abuelo no haya podido venir finalmente —dijo ella.
—Ha pasado una cosa muy rara —dijo Henry mientras la seguía a la cocina—. Justo antes de venir para aquí, Fred ha traído a Evanelle a casa. Ella ha dicho que necesitaba darle algo al abuelo. Era un libro que él se moría de ganas de leer. Ha preferido quedarse en casa a leerlo. Su pierna vuelve a hacer de las suyas estos días, y creo que ha sido una buena excusa para no venir. He tenido que esperar a que llegara Yvonne para quedarse con él.
—Evanelle no nos ha dicho que ha ido a tu casa.
—Tenía prisa. Según ella, Fred tenía que ir a una clase o algo así. Bueno —dijo, frotándose las manos—, por fin voy a ver el famoso manzano de las Waverley.
—Tienes que saber dos cosas. Una: no se te ocurra comer ninguna manzana. Y dos: agáchate.
—¿Agacharme?
—Ya lo verás. —Le sonrió—. Estás muy elegante esta noche.
—Y tú estás muy guapa. —Sydney se había comprado una falda para la ocasión, una de color rosa con incrustaciones y bordados de plata, y se alegró de haberlo hecho—. ¿Sabías que en octavo me sentaba detrás de ti en la clase de historia de Carolina del Norte? Solía tocarte el pelo sin que te dieses cuenta.
Sydney sintió una extraña sensación en el pecho. Sin pensárselo dos veces, dio un paso adelante y lo besó de repente. La fuerza de su cuerpo empujó a Henry hacia el frigorífico. Ella se fue con él hacia atrás, sin interrumpir el contacto, y las servilletas de papel de colores que Claire guardaba en lo alto del aparato cayeron revoloteando alrededor de ambos como si fuera confeti, como si la casa entera estuviese vitoreándolos y diciendo: «¡Hurra!».
Cuando Sydney se apartó, Henry se había quedado patidifuso. Muy despacio, con suma delicadeza, levantó las manos para tocarle los brazos y Sydney sintió que se le erizaba la piel.
¿Era eso…? ¿De verdad había sentido…?
Lo besó de nuevo para asegurarse. Volvió a sentir lo mismo, más intenso esta vez, y el corazón empezó a palpitarle cada vez más y más deprisa. Henry le tocó el pelo con las manos. Había besado a muchos hombres que la deseaban, pero había pasado mucho tiempo desde la última ni vez que había besado a alguno que la quisiera. Lo había olvidado. Había olvidado que el amor hacía que cualquier cosa fuese posible.
Cuando volvió a retroceder hacia atrás, Henry preguntó sin aliento:
—¿A qué ha venido eso?
—Solo quería asegurarme.
—¿Asegurarte de qué?
Sydney sonrió.
—Te lo diré luego.
—Pues que sepas que esto significa que ahora sí que no pienso salir con Amber, la de la peluquería.
Sydney se echó a reír y cogió la bandeja con el tomate y la mozzarella con una mano mientras, con la otra, guiaba a Henry por la puerta de atrás de la cocina.
El teléfono sonó en el preciso instante en que salían por la puerta. Sydney no lo oyó, como tampoco oyó el mensaje que grabó el contestador automático.
—¿Sydney? Soy Emma. Te… te llamo para decirte que hay un hombre que os está buscando a ti y a tu hija. No parece muy… Bueno, quiero decir que hay algo en él que no… —Hubo una pausa en la llamada—. Solo quería decirte que tengas cuidado.
Estuvieron comiendo y riendo hasta bien entrada la noche. Sydney y Henry se rozaban con las piernas por debajo de la mesa y ella no quería moverse, ni siquiera para levantarse a por una botella de cerveza o de ginger ale de cerezas del barreño lleno de hielo que había junto a la mesa. Mientras siguiese percibiendo aquel contacto, mientras siguiese tocándolo, Sydney no cambiaría de opinión, no iba a decir que él merecía algo mejor o que ella no se merecía a alguien tan bueno.
Una vez que todos hubieron comido, Claire alzó su copa.
—Propongo un brindis. Por la comida y las flores —dijo.
—Por el amor y la risa —propuso Tyler.
—Por lo viejo y lo nuevo —dijo Henry.
—Por lo que venga después —añadió Evanelle.
—Por el manzano —dijo Bay.
—Por… —Sydney se interrumpió cuando percibió aquel olor.
No, no, no… Ahí no. Precisamente ahora, no… ¿Por qué tenía que pensar en David justo en ese momento?
El manzano se estremeció, y algo que solo Henry y Tyler percibieron como un pájaro planeó sobre sus cabezas.
Se oyó un ruido sordo cuando la manzana golpeó contra alguien que había en la parte delantera del jardín, junto a la verja.
—¡Mierda! —exclamó una voz masculina, y todos menos Sydney se volvieron para mirar.
Sydney sintió que se le rompían los huesos. Los moretones empezaron a extenderse por todo su cuerpo como si fuera una urticaria. El hueco entre las dos muelas inferiores empezó a dolerle.
—¡Hola! —lo saludó Claire con alegría, porque aquella era su casa y no creía que allí pudiese pasar nada malo.
—Chsss… —la hizo callar Sydney—. Bay, escóndete detrás del árbol. Corre. ¡Ahora!
Bay, que sabía perfectamente quién era aquel hombre, se levantó de un salto y echo a correr.
—Sydney, ¿qué pasa? —le preguntó mientras su hermana se ponía en pie y se volvía muy despacio.
—Es David.
Claire se levantó al instante. Tyler y Henry intercambiaron una mirada, percibiendo con nitidez todo el miedo que emanaba de Sydney y de Claire. Se levantaron de sus asientos simultáneamente.
—¿Quién es David? —preguntó Henry.
—El padre de Bay —contestó Claire, y Sydney habría llorado incluso de alivio por no tener que decirlo ella.
De entre las sombras de la madreselva, junto a la verja, la figura de David se materializó al fin.
—¿Puedes verlo? —preguntó Sydney con desesperación—. ¿De verdad está aquí?
—Sí, está aquí —respondió Claire.
—¿Habéis organizado una fiesta y no me habéis invitado? —preguntó David.
Sus zapatos provocaron pequeñas explosiones en la gravilla a medida que iba acercándose, no eran crujidos, como los pasos normales, sino auténticos estallidos de cólera, como si pisara con furia unos capirotes de papel. Era un hombre fornido y seguro de sí mismo. Su ira nunca había pretendido compensar ningún defecto físico ni ninguna inseguridad. Su ira no necesitaba una razón tan profunda. Montaba en cólera si Sydney no se ponía la ropa que él quería, sin habérselo consultado antes.
Por eso no se había traído prácticamente nada de ropa en la maleta. Tenía muy pocas prendas que hubiese elegido ella.
Sydney trató de convencerse de que tal vez no fuese tan grave, a lo mejor solo estaba preocupado o quería ver a su hija. Pero no podía engañarse. No pensaba volver con él. Y él no estaba allí para llevársela. Lo cual solo dejaba una única posibilidad.
Tenía que proteger a Bay y a Claire y a los demás. El simple hecho de su regreso a Bascom los había expuesto a todos a un peligro que no habría creído que pudiese seguirla hasta allí. O tal vez el día en que se marchó, hacía diez años, era lo que había desencadenado todo aquello, una serie de sucesos que habían conducido hasta aquella fecha. Fuese como fuese, todo aquello era culpa suya.
—Está bien. Ahora, David y yo nos vamos a ir a hablar —dijo. Luego le susurró a Claire—: Cuida de Bay.
—No, no —dijo David, acercándose. Cuando lo tuvo más cerca, Sydney sintió una sacudida que le recorrió todo el cuerpo, una especie de corriente eléctrica. Las lágrimas le afloraron a los ojos. Dios santo… Tenía un arma. ¿De dónde había sacado un arma?—. Por favor, no quiero interrumpir nada. —David, esto no tiene nada que ver con ellos. Iré contigo. Sabes que lo haré.
—¿Qué demonios está pasando aquí? —exclamó Tyler al ver el arma. Soltó una risotada incrédula—. Baja esa cosa, amigo.
David apuntó a Tyler con el arma.
—¿Es este el tipo al que te estás tirando, Cindy?
Sydney supo lo que iba a hacer Henry apenas segundos antes de que lo hiciera.
Aquellas personas eran completamente inocentes. No tenían ni idea de contra qué se enfrentaban.
—¡Henry, no lo hagas! —gritó Sydney cuando este se abalanzó sobre David.
Un disparo quebró el silencio como si fuera un trueno. De pronto, Henry se quedó inmóvil. Una mancha de color rojo brillante empezó a extenderse en su camisa a la altura del hombro derecho.
Henry se hincó de rodillas en el suelo. Al cabo de un momento, cayó de espaldas y se quedó mirando el cielo, pestañeando con fuerza, como si quisiese despertarse de un sueño. Evanelle, ligera y menuda como una hoja, se acercó flotando a él, sin que David la viera.
—Muy bien —dijo David—. Supongo que ahora ya sabemos todos a quién te estás follando. Todo esto de aquí tiene una pinta tremenda…
Levantó un pie y de una sola patada derribó la mesa, se rompieron todos los platos y el hielo cayó patinando sobre la ensalada de endibias. Tyler tuvo que apartar a Claire para que no se lastimase con los trozos rotos de cerámica y cristal.
—¿Cómo me has encontrado? —preguntó Sydney, para que la mirara a ella y no a Claire.
Si seguía empuñando el arma así, Tyler acabaría por hacer algo y resultaría herido él también. Miró a Henry. Evanelle había sacado una bufanda de ganchillo azul de su bolsa y se la apretaba contra el hombro. Había sangre por todas partes.
—Te he encontrado gracias a esto, zorra estúpida.
Le enseñó un paquete de fotos. Un error. Uno de sus muchos errores. Sydney sí ni había hecho algo para merecer aquello, pero Henry no. Claire no. Tal vez debería intentar huir, dar tiempo a los demás para que llamasen pidiendo ayuda. O agarrar una buena esquirla de cristal de entre los platos rotos del sueño e intentar apuñalarlo.
Creía haberse hecho más fuerte allí en Bascom, pero él todavía era capaz de doblegarla y aterrorizarla hasta la sumisión absoluta. No había tenido el valor de enfrentarse a él en Seattle, y no sabía cómo hacerlo ahora.
David estaba rebuscando distraídamente entre las fotos.
—Esta en particular me resultó de gran ayuda: «¡Adiós, Bascom! ¡Carolina del Norte es una mierda!».
Le enseñó la foto de su madre junto a la agencia de alquiler de coches. El árbol se estremeció, como si reconociera a Lorelei. David arrojó las fotos a Sydney mientras esta retrocedía alejándose de él, de la mesa y de todas las personas a las que amaba.
—¿Te das cuenta del ridículo que me has obligado a hacer? Me traje a Tom conmigo a casa a mi vuelta de Los Ángeles. Imagínate mi sorpresa cuando descubrí que tú y Bay no estabais. —Los dedos de Sydney se habían agarrotado al oír aquello. Tom era compañero de la universidad de David y su socio comercial en Los Ángeles. Quedar en evidencia ante él había sido la causa de que David se hiciese con un arma y saliese en su busca. David no soportaba hacer el ridículo, ella lo sabía muy bien. Tenía constancia de ello en cada centímetro de su cuerpo—. Estate quieta de una vez, Cindy. Sé perfectamente lo que intentas. No quieres… —Se volvió y miró a Claire—. No quieres que la vea a ella. ¿Y tú quién eres, si se puede saber?
—Soy Claire —respondió con furia—. La hermana de Sydney.
—Sydney —repitió él, riéndose y moviendo la cabeza—. Todavía no me lo puedo creer. ¿Conque su hermana, eh? Eres más alta, más robusta también. No parece que te vayas a romper tan fácilmente. No eres tan guapa, creo, pero tienes las tetas más grandes. Aunque seguro que eres igual de estúpida, porque de lo contrario habrías sabido que no puedes quedarte con lo que es mío.
Tyler se plantó delante de Claire y David nunca le hacía ascos a una buena pelea.
Dio un paso hacia Tyler, pero Sydney exclamó:
—¡No!
David se volvió y se encaró con ella.
—¿Y qué piensas hacer al respecto? Me vas a dejar hacer lo que quiera. Y sabes muy bien por qué. —Esbozó una sonrisa diabólica—. ¿Dónde está Bay? La he visto allí. Sal de ahí, cielito. Ha venido papá. Ven a darle un abrazo a papá.
—¡No te muevas de ahí, Bay! —gritó Sydney.
—¡No cuestiones mi autoridad delante de nuestra hija! —David se dirigió hacia ella, pero entonces una manzana cayó rodando hasta detenerse a sus pies. Miró hacia el manzano, bañado en sombras—. ¿Está mi hijita detrás del manzano? ¿Quiere que papá se coma una manzana?
Sydney, Claire y Evanelle permanecieron atentas, sin atreverse a hacer un solo movimiento, mientras David recogía la manzana.
Tyler hizo amago de moverse para aprovechar la distracción de David, pero Claire lo sujetó del brazo y le susurró:
—No, espera.
David se llevó la manzana redonda y rosada a la boca. El jugoso crujido de la manzana al morderla retumbó por todo el jardín, y las flores temblaron y se encogieron, como asustadas.
La masticó un momento y luego se quedó completamente inmóvil.
Movió los ojos como un loco hacia un lado y a otro, como si estuviera viendo algo que solo él podía ver, una película proyectada en exclusiva para él. Soltó la manzana y el arma al mismo tiempo.
Pestañeó varias veces seguidas y miró a Sydney. A continuación, se volvió y miró a las caras de todos los presentes.
—¿Qué ha sido eso? —dijo, con voz trémula. Cuando nadie le respondió, gritó—:
¿Qué coño ha sido eso?
Sydney miró las fotografías de su madre, desperdigadas por la hierba a sus pies.
Sintió que una extraña sensación de calma se apoderaba de ella. Recordó con claridad el día en que David había dado con su paradero en Boise, cuando le había pegado salvajemente en la parte de atrás de su coche. En un momento dado, supo que iba a morir. Cuando vio cómo caían sus puños sobre ella, estaba segura de estar ni presenciando cómo la mataba. Había sido una sorpresa despertar y encontrarlo allí, encima de ella. Puede que para él también fuera una sorpresa. Al fin y al cabo, la muerte de otra persona no significaba nada para él. Pero lo que David acababa de ver significaba algo. Significaba mucho para él.
—Acabas de presenciar tu propia muerte, ¿verdad? —le preguntó—. ¿Ha sido la peor de tus pesadillas hecha realidad, David? ¿Te estaba haciendo daño alguien a ti esta vez?
David palideció.
—Has estado años y años haciéndoselo a los demás, y al fin alguien te lo va a hacer a ti. —Se aproximó a él, muy cerca, ya no se sentía intimidada. Ya no tenía miedo. Sydney había creído que él siempre estaría allí para asustarla por las noches, para envenenar sus sueños. Pero David moriría algún día. Y ahora ambos lo sabían—. Vete todo lo lejos que puedas, David —le susurró—. Tal vez así consigas que no te alcance. Si permaneces aquí, se hará realidad, no lo dudes. Maldita sea, yo me encargaré de que se haga realidad, ya lo creo que lo haré.
David se volvió y avanzó tambaleándose unos pasos antes de salir corriendo del jardín.
En cuanto desapareció, Sydney gritó:
—¡Bay! Bay, ¿dónde estás?
Bay apareció corriendo del lado opuesto del jardín hasta donde estaba el manzano, y se arrojó a los brazos de su madre. Sydney la abrazó con fuerza antes de dirigirse juntas a donde estaba Henry. Sydney se arrodilló a su lado.
—Se pondrá bien —dijo Evanelle.
—Algún día tendrás que dejar de salvarme la vida —dijo Sydney entre lágrimas.
Henry esbozó una sonrisa débil.
—¿De veras crees que voy a irme a alguna parte antes de que me digas de qué intentabas asegurarte cuando estábamos en la cocina? Sydney no pudo evitar reírse. ¿Cómo podía amar aquel hombre a alguien tan perjudicial para él? ¿Cómo podía amar ella a alguien tan bueno?
—Llamaré a la ambulancia —dijo Evanelle.
—¡Y que venga la policía también! Dales una descripción de ese hombre —le gritó Tyler a Evanelle, al tiempo que se agachaba en el suelo y recogía el arma—. Es posible que aún puedan atrapar a ese loco. ¿Qué coche lleva, Sydney?
—Se ha ido para siempre —dijo Sydney—, no te preocupes.
—¿Que no me preocupe? ¿Se puede saber qué os pasa a todos? —Tyler los miró, y de pronto se dio cuenta de que todos, incluido Henry, sabían algo que él no sabía—. ¿Por qué se ha puesto así, como si se hubiera vuelto loco? ¿Y cómo narices ha ido a parar esa manzana precisamente a sus pies si Bay estaba al otro lado del jardín?
—Es el manzano —dijo Claire.
—¿Qué le pasa al manzano? ¿Por qué soy el único que está alucinando con todo esto? ¿Es que no habéis visto lo que acaba de suceder aquí? Alguien tiene que apuntar su número de matrícula.
El primer impulso de Tyler fue echar a correr, pero Claire se lo impidió.
—Tyler, escúchame —le dijo—. Si te comes una manzana de ese árbol verás el acontecimiento más importante de tu vida. Ya sé que parece una locura, pero es probable que David acabe de presenciar su propia muerte. Eso lo ha asustado.
También asustó a nuestra madre. Para algunas personas, lo peor que puede pasarles también es el acontecimiento más importante que puede pasarles en su vida. No va a volver.
—Vamos, no me vengas con esas —replicó Tyler—. Yo me comí una de las manzanas y no salí huyendo despavorido por el jardín.
—¿Te has comido una manzana del manzano? —exclamó Claire, horrorizada.
—La noche que nos conocimos. Cuando encontré todas esas manzanas en mi lado de la valla.
—¿Y qué viste? —le preguntó.
—Solo te vi a ti —contestó él, y esa respuesta suavizó las facciones de Claire cuando levantó la vista para mirarlo—. ¿Qué…?
No pudo decir nada más, porque Claire decidió besarlo en ese momento.
—Eh —intervino Bay—, ¿dónde están todas las fotos?