Capítulo 12
veces Henry deseaba poder volar, porque no podía correr lo bastante rápido. Un par de noches por semana, Henry se levantaba de la cama, sin hacer ruido para no despertar a su abuelo, y echaba a correr, sin más. La noche que cumplió veintiún años, corrió sin parar hasta llegar al pie de los Apalaches, en dirección a Ashville. Cumplir esa edad le había dado una súbita inyección de energía, y sabía que tenía que hacer algo con ella o, de lo contrario, explotaría. Tardó seis horas en volver a casa. Su abuelo había estado esperándolo en el porche esa mañana, y al volver Henry le contó que había sufrido un ataque de sonambulismo. Dudaba de que su abuelo pudiese entenderlo. Había veces en que Henry estaba impaciente por hacerse viejo, como su abuelo, pero también había otras veces en que su cuerpo estaba rebosante de vitalidad y juventud, y Henry no sabía qué hacer al respecto.
No se lo dijo a Claire el día que fueron todos al embalse, pero él jamás había estado allí tampoco. Nunca había hecho esas cosas que hacían los chicos de su edad; estaba demasiado ocupado con la granja y saliendo con mujeres mayores que sabían lo que querían. Estar con Sydney le hacía sentirse joven, pero también le provocaba una especie de mareo, como si hubiera comido demasiado y nunca pudiera correr lo suficiente para hacer que se le pasara aquella sensación.
Aquella noche se detuvo a la orilla del campo, con los pies mojados y los tobillos llenos de arañazos por las espinas de las rosas silvestres que florecían en las zarzas junto a la autopista. Los faros de un coche se acercaron desde la carretera y se agachó entre la hierba al verlo pasar, pues no quería que nadie viera que había salido a correr a las dos de la madrugada únicamente en calzoncillos.
No se levantó, ni siquiera cuando el rumor del coche desapareció en la distancia, sino que se quedó mirando a la luna, que parecía un agujero gigante en el cielo que dejaba pasar la luz desde el otro lado. Inhaló con fuerza el olor de la hierba húmeda y las rosas cálidas, y del asfalto negro de la autopista, tan caliente aún por el sol veraniego que se derretía en los bordes y olía a fuego.
Se imaginó a sí mismo besando a Sydney, apoyando las manos en su pelo.
Siempre olía a algo misteriosamente femenino, como la peluquería donde trabajaba.
Le gustaba ese olor. Siempre le había gustado. Las mujeres eran unas criaturas increíbles. Amber, la recepcionista del White Door, era guapa y olía igual. A ella también le gustaba él, pero Sydney nunca lo animaba precisamente a que saliera con ella cuando a veces iba a buscarla a la peluquería. Sydney no sentía una pasión desenfrenada por él, pero tal vez sí se sintiera un poco posesiva con Henry. Se preguntó si cabía avergonzarse por albergar la esperanza de que algún día llegase a amarlo. Con el deseo y la lujuria de él había de sobra para ambos.
Se levantó y regresó corriendo a la casa, seguido por un reguero de tenue luz violeta como la estela de una cometa.
• • •
Desde la ventana de su dormitorio, Lester vio echar a correr a su nieto. Todos los hombres Hopkins eran así. Lester había sido así. Era un error muy común pensar que ser viejo significaba que no se podía sentir pasión. Todos sentían pasión. Todos habían corrido esas mismas extensiones de campos y más campos. Mucho tiempo atrás, cuando Lester conoció a su esposa, había prendido fuego a los árboles con solo colocarse debajo de ellos de noche. Deseaba para Henry lo mismo que había vivido él con su amada Alma. Y correr de noche como si ardieras en llamas era el primer paso para llegar a eso. Al final, si Sydney era la elegida, Henry dejaría de correr a ninguna parte y empezaría a correr hacia ella.
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Claire descubrió que la expectación estaba bien para algunas cosas: en vísperas de Navidad, cuando esperabas que subiera el pan, los largos trayectos en coche a algún sitio especial… Pero no estaba tan bien cuando se trataba de otras cosas. Como cuando esperabas a que ciertas huéspedes femeninas se marcharan de casa, por ejemplo. Cada mañana, justo antes del alba, Tyler se reunía con Claire en el jardín. Se tocaban y se besaban y él le decía cosas a ella, cosas que la hacían ruborizar en mitad 217 del día cuando volvía a pensar en ellas. Pero entonces, justo antes de que el horizonte se tiñese de rosa, se iba y le decía: «Solo tres días más». «Solo dos días más». «Uno».
Claire invitó a almorzar a Rachel y a Tyler el día previo a la marcha de esta, en nombre de la cortesía —porque era una tradición típicamente sureña hacer toda clase de cosas en nombre de la cortesía—, pero la verdad es que quería pasar más tiempo con Tyler, y la única manera de conseguirlo era con Rachel.
Dispuso la mesa en el porche delantero y preparó ensalada de pavo con flores de calabacín. Sabía que Tyler era inmune a sus creaciones culinarias, pero Rachel no, y las flores de calabacín ayudaban a arrojar luz y comprensión sobre las cosas. Y Rachel tenía que comprender que Tyler era suyo. Era tan sencillo como eso.
Bay había ocupado su sitio en la mesa y Claire acababa de servir el pan cuando Tyler y Rachel subieron los escalones.
—Esto tiene muy buena pinta —comentó Rachel.
Cuando se sentó, miró a Claire de arriba abajo. Seguramente era una buena persona y una mujer encantadora. A Tyler le caía bien, y eso tenía que significar algo, pero saltaba a la vista que ella aún no se había olvidado por completo de Tyler, y su súbita presencia en la vida de él no dejaba de resultar curiosa. Aquella mujer tenía una larga historia.
Una historia que Claire no sentía el menor interés por conocer.
—Me alegro de que vosotras dos tengáis un poco de tiempo para conoceros antes de que te vayas mañana —le dijo Tyler a Rachel.
—Bueno, la verdad es que mis planes son muy flexibles, ¿sabes? —dijo Rachel, y Claire estuvo a punto de volcar la jarra de agua que llevaba en la mano.
—Prueba las flores de calabacín, anda —la llamó.
Resultó un almuerzo desastroso, con auténticas ráfagas de pasión, impaciencia y rencor chocando entre sí como tres vientos procedentes de latitudes distintas y encontrándose en el centro de la mesa. La mantequilla se derretía, el pan se tostaba solo y los vasos de agua se ponían del revés.
—Aquí pasan cosas muy raras… —dijo Bay en su silla, tratando de comer como si ni nada. Cogió un puñado de patatas chips y se fue al jardín, donde no veía nada raro en el manzano. Al fin y al cabo, el concepto de raro era algo que dependía de la percepción personal de cada cual.
—Creo que deberíamos irnos —anunció Tyler, y Rachel se levantó inmediatamente.
—Gracias por el almuerzo —dijo Rachel.
Lo que no dijo fue: «Se viene conmigo y no se queda contigo», pero Claire lo oyó de todos modos.
Cuando esa noche Sydney volvió a casa del trabajo, Claire estaba en la ducha, y el agua sobre su piel caliente desprendió tanto vapor que el barrio entero quedó envuelto en una húmeda niebla. Claire oyó cómo se abría la puerta del baño y dio un respingo cuando la mano de Sydney apareció y cerró el agua.
Claire asomó la cabeza por la cortina.
—¿Por qué has hecho eso?
—Porque no se ve un pimiento en toda la manzana. He entrado en la casa de Harriet Jackson creyendo que era la nuestra.
—No es verdad.
—Pero podría serlo.
Claire pestañeó con el agua que le chorreaba en los ojos.
—Hoy he invitado a almorzar a Tyler y a Rachel —admitió.
—¿Estás loca? —dijo Sydney—. ¿Quieres que se marche de una vez o no?
—Pues claro.
—Entonces deja de recordarle que es a ti a quien quiere Tyler, y no a ella.
—Se irá por la mañana.
—Eso es lo que esperas. —Sydney salió del cuarto de baño, palpando con las manos como si no viese nada—. No te duches otra vez, o Rachel no podrá encontrar el camino para marcharse. Esa noche Claire no pudo conciliar el sueño. A primera hora de la mañana, se acercó con paso sigiloso a la habitación de Sydney y se arrodilló junto a la ventana que daba a la casa de Tyler. Se quedó allí hasta el amanecer, cuando vio a Tyler acompañar a Rachel al coche de esta, llevándole el equipaje. La besó en la mejilla y ella se fue.
Tyler permaneció allí, en la acera, mirando a la casa de las Waverley. Llevaba haciendo eso todo el verano, observando su casa, queriendo entrar en su vida. Había llegado la hora de dejarlo entrar. Ella seguiría viviendo o moriría. Tyler se quedaría o se marcharía. Claire había vivido treinta y cuatro años guardándoselo todo dentro, y ahora lo estaba sacando fuera, como mariposas que acabaran de salir después de su encierro en una caja. No salían precipitándose, felices de verse por fin libres, sino que simplemente salían despacio, revoloteando con suavidad, para que ella pudiera verlas marchar. Los buenos recuerdos de su madre y su abuela seguían allí dentro, mariposas que se quedaban, demasiado viejas para ir a alguna parte. Pero estaba bien. Se quedaría con ellas.
Se levantó y empezó a dirigirse a la puerta de la habitación de Sydney, aunque se llevó un susto cuando esta le preguntó:
—¿Se ha marchado por fin?
—Creía que estabas durmiendo —dijo Claire—. ¿Quién?
—Rachel, ¿quién va a ser, boba?
—Sí, se ha ido.
—¿Y vas a ir allí ahora?
—Sí.
—Gracias a Dios. He estado despierta toda la noche por tu culpa.
Claire sonrió.
—Lo siento.
—No, no lo sientes —dijo Sydney al tiempo que se cubría la cabeza con una almohada—. Vete a ser feliz y déjame dormir.
—Gracias, Sydney —susurró Claire, convencida de que su hermana no podía oírla.
Lo que no vio fue asomar la cara de Sydney con una sonrisa en los labios.
Aún en camisón, Claire bajó las escaleras y salió por la puerta. Tyler la siguió por el jardín con la mirada. Acudió a su encuentro a medio camino y entrelazó sus dedos con los de ella.
Se miraron el uno al otro y entablaron una conversación sin palabras.
«¿Estás segura?».
«Sí. ¿Tú quieres?».
«Más que cualquier otra cosa en el mundo».
Juntos se encaminaron a la casa de Tyler y fabricaron recuerdos nuevos; uno en concreto se llamaría Mariah Waverley Hughes y nacería nueve meses después.
• • •
Unos días más tarde Sydney y Henry estaban paseando por la plaza del centro de la ciudad. Henry había quedado con ella después del trabajo para lo que se había convertido en su cita casi diaria para tomar café. Sus paseos solo duraban unos veinte minutos, porque ella tenía que irse a casa con Bay y Henry con su abuelo, pero todos los días, hacia las cinco, Sydney esperaba con impaciencia que llegase la hora, consultando el reloj de forma inconsciente y mirando hacia la zona de recepción para ver si aparecía. En cuanto lo hacía, cargado con dos cafés helados de la Coffee House, lo llamaba en voz alta y exclamaba:
—¡Henry, me has salvado la vida!
Todo el mundo sabía que un hombre soltero en un salón de belleza atraía a las chicas como moscas, y a todas las compañeras de trabajo de Sydney les gustaba Henry, y coqueteaban con él y le gastaban bromas mientras él la esperaba. Sin embargo, cuando esta les dijo que ella y Henry solo eran amigos, fue como si las hubiese defraudado, como si ellas supieran algo que ella no sabía.
—Entonces, ¿vendréis tú y tu abuelo a la cena de Claire? —le preguntó Sydney mientras paseaban.
Era la primera vez que Claire invitaba a gente a cenar a su casa. Como a su propia abuela en su vejez, no le gustaba tener invitados, pero ahora Claire tenía a Tyler y el amor la había cambiado; ahora no se parecía tanto a su abuela, sino que se parecía más a sí misma.
—Lo he anotado en el calendario. No faltaremos —dijo Henry—. Me alegro mucho de que tú y tu hermana os llevéis tan bien. Las dos habéis cambiado mucho.
¿Te acuerdas del baile de Halloween nuestro primer año en el instituto?
Se quedó pensativa un momento.
—¡Ay, Dios! —gimió, sentada en el banco de piedra que rodeaba la fuente—. Lo había olvidado por completo.
Fue el año que Sydney se disfrazó de Claire por Halloween. En aquel momento le pareció una idea divertidísima. Se compró una peluca negra barata que se sujetó hacia atrás con unas peinetas y se puso unos vaqueros sucios de tierra y los viejos zuecos de Claire para trabajar en el jardín. Claire era famosa por salir a la calle con la cara tiznada de harina sin saberlo y, a veces, las cajeras de las tiendas se burlaban de ella, así que Sydney se pintó la cara con unas rayas de harina blanca. El plato fuerte fue el delantal con la inscripción «Besa a la cocinera», que arrancó las carcajadas de todos los asistentes al baile, pues la ciudad entera sabía que nadie en su sano juicio besaría nunca al bicho raro de Claire, que aunque acababa de cumplir los veinte años ya tenía fama de excéntrica.
—Creo que en aquel entonces lo hiciste para reírte de tu hermana —comentó Henry, sentándose a su lado—. Últimamente veo que te vistes como ella, pero creo que esta vez intentas parecerte a ella de verdad.
Sydney se miró la camisa sin mangas de Claire que llevaba puesta.
—Es verdad. Y el hecho de que no me trajera demasiada ropa conmigo cuando me mudé aquí también tiene algo que ver.
—¿Es que tuviste que marcharte precipitadamente?
—Sí —contestó, sin entrar en detalles. Le gustaba dejar las cosas tal como estaban, la relación que tenían, como cuando eran niños. No había lugar para David en ese encuadre. David ni siquiera existía cuando Henry y ella estaban juntos, y no había ningún tipo de presión en sentido alguno para llevar su amistad más allá, lo cual era un gran alivio—. Entonces, ¿fuiste a ese baile?
Asintió y tomó un sorbo de café.
—Fui con Sheila Baumgarten. Iba un curso por delante de nosotros en la escuela.
—¿Salías con muchas chicas? No recuerdo haberte visto en los lugares a los que iban todas las parejas.
Se encogió de hombros.
—A veces. El último año y el siguiente estuve saliendo con una chica de la Universidad de Western Carolina.
—Conque de la Western, ¿eh? —Le dio un codazo con aire risueño—. Veo que te gustan maduritas.
—Mi abuelo cree ciegamente en el hecho de que todos los Hopkins siempre se casan con mujeres mayores que ellos. Yo hago como que también lo creo para tenerlo contento, pero puede que haya algo de cierto en ello.
Sydney se echó a reír.
—Entonces… por eso me preguntó tu abuelo qué edad tenía cuando fuimos a tu casa a comer helado.
—Sí, por eso —dijo Henry—. Siempre está intentando emparejarme, pero él insiste en que tienen que ser mayores.
Sydney había estado postergando aquel momento porque disfrutaba mucho de su tiempo a solas con Henry, pero creía sinceramente estar haciéndole un favor cuando le dijo:
—Verás, Amber, nuestra recepcionista, tiene casi cuarenta años. Tú le gustas. ¿Por qué no sales un día con ella? Yo puedo encargarme de organizarlo.
Henry bajó la vista hasta el vaso de café que tenía en la mano, pero no respondió.
Esperaba no haberlo avergonzado. Nunca le había parecido un chico tímido, precisamente.
Con la cabeza ladeada y el sol cayendo a plomo sobre él, Sydney le vio el cuero cabelludo a través del pelo rapado. Tenía la piel enrojecida por el sol. Levantó la mano y le frotó la cabeza afectuosamente, como si fuera un niño pequeño. Así era como lo veía ella, el mismo niño simpático de apariencia digna que había conocido una vez. Su primer amigo.
—Deberías ponerte una gorra. Te vas a quemar la cabeza.
Henry se volvió y la miró con una expresión muy extraña, impregnada de algo muy parecido a la tristeza.
—¿Te acuerdas de tu primer amor?
—Sí, claro. Fue Hunter John Matteson. Fue el primer chico que me pidió que saliera con él —dijo Sydney con pesadumbre—. ¿Quién fue el tuyo?
—Tú.
Sydney se echó a reír, creyendo que bromeaba.
—¿Yo?
—El primer día de clase en sexto sufrí una especie de shock. No pude hablarte después de eso. Siempre me arrepentiré. Cuando te vi este Cuatro de Julio y me volvió a suceder, decidí que esta vez eso no impediría que fuésemos amigos.
Sydney no conseguía comprender sus palabras.
—¿Qué es lo que estás diciendo, Henry?
—Estoy diciendo que no quiero ninguna cita con tu amiga Amber.
La dinámica cambió en un abrir y cerrar de ojos. Ya no estaba sentada al lado del joven Henry. Estaba sentada al lado del hombre que se había enamorado de ella.
• • •
Emma entró en el salón esa tarde tras intentar en vano animarse yéndose de compras. Se había tropezado con Evanelle Franklin en el centro, y esta le había dicho que llevaba buscándola todo el día porque tenía que darle dos monedas de veinticinco centavos.
Además, como prueba de lo mal que le había ido el día, resultó que aceptar dinero de una vieja chiflada había sido su mejor momento de la jornada.
El mayor error que había cometido fue quedar para comer con su madre y enseñarle las compras. Ariel la había regañado por no adquirir suficientes prendas de lencería y la envió inmediatamente a comprar algo sexy para Hunter John. Aunque no iba a servir de nada: ella y su marido llevaban más de una semana sin mantener relaciones.
Soltó las bolsas de golpe al ver a Hunter John sentado en el sofá, hojeando un libro bastante grueso que había sobre la mesa del café. Se había quitado la chaqueta y la corbata que había llevado al trabajo esa mañana y tenía la camisa arremangada.
—¡Caramba, Hunter John! —exclamó, sonriendo de oreja a oreja, pero al mismo tiempo una sensación de inquietud se le instaló en la boca del estómago—. ¿Qué haces aquí a esta hora del día?
—Me he tomado la tarde libre. Te estaba esperando.
—¿Dónde están los chicos? —preguntó, con la esperanza de llevar aquella conversación al dormitorio.
Bajó la mirada, dispuesta a rebuscar en la bolsa rosa, la que contenía el sujetador negro transparente y el tanga de los lacitos rojos.
—La niñera los ha llevado al cine y luego a cenar fuera. He pensado que tenemos que hablar.
—Ah —dijo ella, cerrando las manos con fuerza por la ansiedad. Hablar. Discutir. Separarse. No. Señaló el libro que estaba hojeando—. ¿Qué estás mirando?
—Nuestro anuario del último año de instituto —le contestó. El corazón de Emma le dio un vuelco. «Lo que pudo haber sido y no fue». Emma tenía el despacho de Hunter John en casa decorado con sus viejas fotos y sus viejos ni trofeos de fútbol. Hasta tenía enmarcada su vieja camiseta. Era una época de la que podía sentirse orgulloso, cuando todo era posible aún.
Una época que ella le había arrebatado.
Tras dejar los paquetes y las bolsas en el suelo, Emma se encaminó al sofá y se sentó a su lado, con delicadeza, con cautela, temerosa de que, si se acercaba demasiado rápido, él saliese disparado como un rayo. El anuario estaba abierto por una página llena de fotos distribuidas en dos hojas que irradiaban naturalidad.
Sydney, Emma y Hunter John aparecían en casi todas. En una estaban en la Cúpula, la zona cubierta de picnic que había fuera de la cafetería, donde a veces iban a fumar a escondidas. En otra aparecían en el banco de los estudiantes de último año en la rotonda, un área de asientos exclusiva y reservada para los más populares del instituto. Había otra en que salían haciendo payasadas delante de la cámara y una más celebrando la victoria durante el partido de vuelta en casa, la vez que Hunter John había dado el pase ganador.
—Estaba enamorado de Sydney —dijo Hunter John, y Emma se sintió secretamente satisfecha. O puede que justificada. Hunter John acababa de reconocerlo. Estaba admitiendo que ella era el problema. Pero entonces añadió—: Todo lo enamorado que puede estar un adolescente. En aquel momento, me parecía un amor muy real. Cuando miro estas fotos, veo que en todas y cada una de ellas la estoy mirando embobado. Pero entonces te miro a ti, y veo que, en cada una de ellas, tú también la estás mirando. Yo me olvidé de ella hace mucho tiempo, Emma, pero ¿y tú? Tú no la has olvidado, ¿a que no? ¿Lleva Sydney diez años en nuestro matrimonio sin que yo me haya enterado?
Emma quedó con la mirada fija en las imágenes, tratando de contener las lágrimas. Estaba horrible cuando lloraba; se le hinchaba la nariz y la máscara de pestañas se le corría como un río de agua.
—No lo sé. Solo sé que siempre me he preguntado, si tuvieras que volver a vivir lo mismo, ¿volverías a hacerlo? ¿Volverías a elegirme a mí?
—¿Todo esto es por eso? ¿Te has esforzado tanto, has sido tan perfecta, en la cama, en la casa, porque creías que no quería estar aquí contigo?
—¡Me he esforzado tanto porque te quiero! —exclamó ella con desesperación—. ¡Pero no te dejé perseguir tus sueños! Te hice quedarte en Bascom en lugar de dejar que te fueras a la universidad. Tuviste hijos en lugar de pasar un año en Europa. Una parte de mí siempre ha pensado que te destrocé la vida por mi odio hacia Sydney, porque no podía soportar que la amases a ella y no a mí. Era algo tan insufrible que te seduje. Y destrocé tus planes. Llevo intentando compensártelo desde ese día.
—Dios mío, Emma. Tú no me impediste perseguir mis sueños. Yo te elegí a ti.
—Cuando volviste a ver a Sydney, ¿no pensaste en lo que podía haber sido y no fue? ¿No la comparaste conmigo? ¿No te imaginaste ni por un solo instante cómo habría sido tu vida sin mí?
—No, en ningún momento —dijo, y parecía sinceramente confuso—. No he pensado en ella ni un solo minuto en estos diez años. Y prácticamente ni eso en el tiempo que hace que ha vuelto. Eres tú la que no deja de hablar de ella, la que cree que su regreso ha cambiado las cosas. Pero para mí no ha cambiado nada, nada en absoluto.
—Ah —dijo ella, volviendo el rostro para limpiarse las comisuras de los ojos, donde se acumulaban las lágrimas, amenazando con caer resbalando de un momento a otro.
Él le levantó la barbilla con un dedo y la obligó a mirarlo a la cara.
—No cambiaría nada, Emma. Tengo una vida fantástica a tu lado. Eres mi felicidad y mi fuente de inspiración, todos los días. Me haces reír, me haces pensar, me pones a cien… Hay veces en que no hay quien te entienda y me vuelves loco, pero es un placer despertarme a tu lado por las mañanas, llegar a casa y veros a ti y a los niños por las noches. Soy el hombre más afortunado del mundo. Te quiero muchísimo, como nunca habría imaginado que se pudiera amar a otro ser humano.
—Sydney…
—¡No! —exclamó bruscamente, apartando la mano—. No. No empieces otra vez.
¿Se puede saber que he hecho para que pienses que me he arrepentido alguna vez?
He pasado días reflexionando sobre cómo habría podido evitar que pasara una cosa así, y ¿sabes de lo que me he dado cuenta? De que esto no es entre tú y yo: esto es entre tú y Sydney. También sospecho que puede tener algo que ver entre tú y tu madre. Te quiero. No quiero a Sydney. Quiero una vida contigo. No quiero una vida con Sydney. Ya no somos las personas que éramos antes. —Cerró el anuario que tenía delante, cerrando el capítulo de sus sueños de juventud como estrella de fútbol y viajes por Francia con la mochila a la espalda—. Al menos, yo ya no soy esa persona.
Emma apoyó las manos en la pierna de él, muy arriba, porque así era ella y no podía remediarlo.
—Yo no quiero ser esa persona, Hunter John. De verdad que no quiero.
Escudriñó el rostro de ella.
—Creo que ha venido para quedarse para siempre, Emma.
—Yo también lo creo.
—Quiero decir en la ciudad —añadió él—, no en nuestras vidas.
—Ah.
Él negó con la cabeza.
—Inténtalo, Emma. Es lo único que te pido.