Capítulo 11
i nos necesitas, Bay, Henry y yo estaremos en el embalse de Lunford. La mujer que los ayuda en casa va a quedarse con su abuelo solo hasta las cinco, así que nos traerá de vuelta antes de esa hora. No más tarde de las cinco —explicó Sydney, como queriendo tranquilizar a su hermana—. Volveremos.
Claire cerró la tapa de la cesta de picnic, levantó las asas y se la dio a Sydney.
Debió de haberle dado un susto de muerte a su hermana aquella noche de la semana anterior, pero mientras Claire siguiese fingiendo que todo iba bien, a lo mejor realmente era así. Sydney y Henry habían pasado mucho tiempo juntos esa última semana, cenando con Bay, básicamente. El domingo habían ido al cine. Claire trataba de convencerse de que aquello era bueno. Empleaba aquel tiempo a solas para preparar conservas, desherbar el jardín y poner al día algunos papeles, todas actividades seguras y rutinarias. Lo necesitaba, pues aquellas eran sus constantes.
—¿Vais a estar bien allí? —preguntó Claire mientras seguía a Sydney afuera.
—Pues claro. ¿Por qué no íbamos a estarlo?
—Está muy lejos y estaréis solos.
Sydney se rio y dejo la cesta junto a la puerta principal.
—Tendremos suerte si encontramos sitio para comernos el almuerzo. El embalse siempre está lleno hasta los topes en verano.
—¿También los lunes?
—También los lunes.
—Ah —dijo, Claire, cohibida—. No lo sabía. Nunca he estado allí.
—¡Pues vente con nosotros! —la instó Sydney, tal como había hecho cada vez que salía a lo largo de la última semana.
—¿Qué? No, ni hablar.
—¡Sí! —gritó Sydney, y tomó a su hermana de las manos—. Por favor… Tienes que dejar de decirme que no siempre. Será divertido. Has vivido aquí casi toda la vida y nunca has ido al embalse. Todo el mundo va al embalse algún día. Ven con nosotros. Por favor…
—No, no voy a ir.
—Me encantaría que vinieses, de verdad —dijo, apretando las manos de Claire con gesto esperanzado.
Claire sintió una ansiedad familiar, o tal vez fuese una ansiedad aprendida; así actuaba su abuela ante la idea de hacer algo estrictamente social, como si quisiese enroscarse como un gusano del corazón hasta que hubiese pasado la amenaza. El trabajo no entrañaba ningún peligro. Cuando trabajaba, no hacía de relaciones públicas, solo se comunicaba. Hablaba lo imprescindible o no hablaba nada en absoluto. Por desgracia, aquello no funcionaba en un entorno social; aquella actitud hacía que pareciera maleducada o distante, cuando solo era un intento sincero y desesperado de no hacer o decir nada inconveniente o estúpido.
—Estoy segura de que Henry y tú preferís disfrutar de ese tiempo vosotros solos.
—No, no es verdad —dijo Sydney, de repente seria—. Solo somos amigos.
Siempre hemos sido amigos. Eso es lo que me gusta de él. Esto lo hago por Bay. Tú has preparado el picnic, al menos ven a comértelo. Venga, date prisa y vístete.
A Claire le parecía increíble estar contemplando siquiera la posibilidad. Se miró los pantalones pirata que llevaba y la camiseta blanca sin mangas.
—¿Y qué me pongo?
—Unos shorts. O un bañador si quieres ir a nadar.
—No sé nadar.
Sydney sonrió, como si ya lo supiera.
—¿Quieres que te enseñe?
—¡No! —exclamó Claire inmediatamente—. Quiero decir, no, gracias. Las grandes masas de agua no me entusiasman.
¿Bay sabe nadar? Sydney se fue a la sala de estar, donde había dejado dos manteles para picnic y una bolsa llena de toallas. Las llevó al vestíbulo y las dejó junto a la cesta de picnic.
—Sí, fue a clases de natación en Seattle.
Claire se animó de inmediato.
—¿En Seattle?
Sydney inspiró hondo y asintió. Aquel dato no se le había escapado sin querer, lo había dicho a propósito. Un primer paso.
—Sí, Seattle. Allí fue donde nació Bay.
Hasta entonces había mencionado Nueva York, Boise y Seattle, ciudades situadas más al norte de los lugares a los que había viajado su madre. Lorelei se había dirigido al oeste después de abandonar Bascom. La propia Claire había nacido en Shawnee, Oklahoma. Tal vez Sydney y Bay habían vivido malas experiencias, cosas que Sydney no quería contarle a Claire, pero el bienestar de Bay había sido, y seguía siendo, una prioridad para su hermana. Al fin y al cabo, había apuntado a la pequeña a clases de natación. Solo ese detalle hacía de Sydney una mejor madre de lo que Lorelei había sido jamás.
Se oyó el sonido de un claxon en la calle y Sydney gritó:
—¡Vamos, Bay!
La niña bajó corriendo las escaleras. Llevaba un bañador debajo de un vestido de tirantes amarillo.
—¡Por fin! —exclamó al tiempo que se abalanzaba sobre la puerta.
—Está bien, no hace falta que te cambies. —Sydney sacó un gorro de lona rosa de su bolsa y se lo encasquetó a Claire en la cabeza—. Perfecto. Vámonos.
Arrastró a Claire fuera de la casa. Henry aceptó la nueva incorporación con cortesía. Sydney había dicho que solo eran amigos, pero Claire no estaba segura de que él sintiese lo mismo. Había veces en que miraba a su hermana y todo su cuerpo parecía transparentarse, perdiéndose en ella. Estaba perdido.
Claire y Bay se habían subido a la parte trasera del todoterreno y Sydney estaba a punto de sentarse en el asiento delantero cuando Claire la oyó decir:
—¡Hola, Tyler!
Claire se volvió inmediatamente en su asiento y vio a Tyler bajándose del jeep, delante de su casa. Llevaba unos pantalones de sport y una extravagante camisa hawaiana. Era la primera vez que lo veía desde el episodio en el jardín, y se le hizo un nudo en el estómago. ¿Cómo se comportaba la gente después de algo así? ¿Cómo diablos vivían y seguían adelante dos personas después de compartir momentos tan íntimos? Era como contarle un secreto a alguien para, acto seguido, arrepentirse al instante de habérselo dicho. La sola idea de tener que hablar con él le provocaba ardores y la hacía ruborizar como la grana.
—Nos vamos de picnic al embalse, ¿quieres venir? —lo invitó Sydney.
—Sydney, ¿se puede saber qué haces? —la increpó su hermana.
Y Henry la miró a través del espejo de cortesía con curiosidad. A Claire le daba un poco de vergüenza que él pudiese mostrarse tan amable ante el hecho de que invitara a alguien más y ella no.
—Te estoy enseñando a nadar —respondió Sydney de forma críptica.
—Esta tarde tengo que dar una clase —dijo Tyler.
—Volveremos a tiempo.
—Entonces, claro. Me apunto —aceptó Tyler, y se dirigió hacia ellas.
Cuando Claire vio que Sydney se disponía a abrir la puerta de atrás, por poco se lastima al cambiarse de sitio con Bay, para que la niña estuviese en medio, una suerte de parapeto infantil entre ella y Tyler. Pero se sintió ridícula cuando Tyler se subió al coche y la vio.
—¡Claire! —exclamó—. No sabía que tú también ibas.
Cuando al fin se armó de valor para mirarlo a los ojos, Claire no encontró en ellos nada extraño, ningún signo revelador de que estuviese pensando en su secreto. Era el mismo Tyler de siempre. ¿Debería suponer eso un alivio o debería preocuparse aún más?
En cuanto arrancó el coche, Tyler le preguntó a Claire:
—¿Y qué tiene de especial ese embalse? Claire trató de pensar en una respuesta más o menos normal. No podía mencionar como si tal cosa que era la primera vez que iba allí. Ni siquiera podía decir que hubiese ido alguna vez a algún picnic que no hubiese preparado ella. Pero de todas las personas que iban en aquel todoterreno, Tyler era el único al que el hecho de que Claire no supiese lo que estaba haciendo no podía suponerle ninguna sorpresa. Desde el momento en que lo había conocido, Claire no había sido más que pura contradicción: vete, acércate; sé lo suficiente, no sé nada; puedo con todo, mira con qué facilidad me derrumbo…
—La verdad es que no he ido nunca —admitió Claire—. Pregúntaselo a Sydney, nuestra guía turística oficial.
Sydney se volvió en su asiento.
—Es un lugar para ir a nadar muy popular. Montones de adolescentes y familias con niños pequeños van allí en verano. Y por la noche es una especie de lugar de encuentro para parejitas…
—¿Y eso tú cómo lo sabes? —inquirió Tyler.
Sydney sonrió y arqueó las cejas.
—¿Ibas allí por las noches? —exclamó Claire—. ¿Y la abuela sabía lo que hacías?
—¿Estás de broma? Decía que ella iba casi todas las noches cuando era adolescente.
—Pues nunca me lo dijo.
—Seguramente le preocupaba que te entrasen un montón de moscas cuando te quedases boquiabierta, como ahora.
Claire cerró la boca de golpe.
—No, no me creo que hiciera cosas así.
—Todo el mundo hace cosas así al menos una vez en la vida. —Sydney se encogió de hombros—. Ella también fue joven una vez. Claire miró a Tyler de reojo. Estaba sonriendo. Él también había sido joven una vez.
Claire siempre se había preguntado qué se sentiría siéndolo.
• • •
El embalse de Lunford pertenecía a la propiedad de treinta y seis hectáreas de bosque impenetrable que habían ido pasando de generación en generación de una larga estirpe de perezosos Lunford. Costaba demasiado trabajo tratar de mantener a la gente alejada de las inmediaciones del embalse, y el mantenimiento se presumía extremadamente costoso si lo convertían en un parque. Además, aquello era el sur rural y profundo, de modo que no pensaban vender las tierras de la familia ni por todo el oro del mundo ni, peor aún, cedérselas al gobierno. Así pues, optaron por sembrar la propiedad de carteles de PROHIBIDO EL PASO de los que nadie hacía caso, y lo dejaron así.
Desde el aparcamiento de gravilla hasta el embalse había un camino de un kilómetro aproximadamente. Tyler avanzó detrás de Claire todo el tiempo, y esta era muy consciente de su propio cuerpo, de lo que de él sabía aquel hombre, cosas que nadie más sabía sobre ella. Creía notar sus ojos clavados en ella, pero cuando se volvía y miraba por encima del hombro, él siempre estaba mirando a otra parte. Tal vez los sentía porque quería que estuvieran clavados allí. Acaso era así, precisamente, como se relacionaba la gente después de haber vivido momentos tan íntimos. Cuando le contabas un secreto a alguien, ya fuese embarazoso o no, se establecía una conexión. Esa persona significaba algo para ti simplemente en virtud de lo que sabía acerca de ti.
Al final, el camino se despejó y el ruido se hizo más intenso. El embalse en sí era un lago con una playa natural a un lado y un elevado promontorio de pinos amarillos autóctonos al otro, a los que se encaramaban los críos para arrojarse de cabeza al agua. Efectivamente, estaba tan atestado de gente como había dicho Sydney, pero encontraron un sitio hacia el fondo de la playa y extendieron los manteles.
Claire había preparado bocadillos de aguacate y pollo y tartas de melocotón, y Sydney había incorporado Cheetos y Coca-Cola. Se sentaron, comieron y charlaron, y un número asombroso de gente se acercó a saludarlos. Sobre todo eran clientas de Sydney, que se aproximaban a decirle que con sus nuevos peinados se sentían más seguras de sí mismas, que sus maridos se fijaban más en ellas y sus mecánicos ya no intentaban engañarlas con las reparaciones de sus coches. Claire se sentía extremadamente orgullosa de ella.
En cuanto Bay hubo terminado de comer quiso irse a nadar, así que Henry y Sydney fueron con ella al agua.
De manera que Claire y Tyler se quedaron a solas.
—Está bien, abre bien los oídos, porque voy a contarte una historia —le dijo Tyler, estirándose en el suelo y colocando las manos detrás de la cabeza.
Claire estaba tumbada en otra manta para picnic, pero también lo bastante cerca para poder mirarlo desde arriba. Cayó en la cuenta de que ella conocía un secreto sobre él: sabía qué aspecto tenía cuando estaba debajo de ella.
—¿Qué te hace pensar que quiero oír una historia?
—O eso, o tendrás que hablar conmigo. Supongo que preferirás escuchar una historia.
—Tyler, es que…
—Esta es la historia. Cuando era adolescente, ir a la piscina municipal era todo un acontecimiento, sobre todo para los niños de la colonia, porque vivíamos a quince kilómetros largos de la ciudad y completamente aislados. Había una chica a la que conocía de la escuela que se llamaba Gina Paretti. Cuando hizo el cambio de niña a mujer, los chicos ya no volvimos a ser los mismos. Pasaba por delante de nosotros en los pasillos y nos dejaba, literalmente, sin palabras. Éramos incapaces de poder pronunciar una sola palabra durante varios días. En verano, Gina se pasaba los días enteros en la piscina, así que, cuando tenía dieciséis años, iba allí siempre que podía, solo para verla en biquini. Fue hacia finales de verano cuando decidí abordarla. Ya no podía soportarlo más. Llevaba meses fantaseando con ella; no podía comer, no podía dormir… Tenía que hablarle. Me tiré a la piscina e hice unos cuantos largos para fanfarronear, cosas de hombres, antes de salir y acercarme. Así que ahí estaba yo, de pie delante de ella, tapándole el sol a propósito y chorreándole agua encima, porque todavía era lo bastante joven para creer que molestar a una chica era una forma legítima de decirle que me gustaba. Al final, abrió los ojos, me miró y… ¡se puso a chillar! Por lo visto, el bañador se me había bajado muuucho más allá de las 190 caderas cuando salí del agua. Así que ahí estaba yo, enseñándole mi herramienta como un exhibicionista cualquiera. Por poco me detienen.
Claire no esperaba aquel desenlace, y se echó a reír. Era una agradable sensación, la de reírse, rara, pero agradable.
—Debió de ser horrible…
—La verdad es que no. Tres días más tarde, me pidió que saliera con ella. Ahora que lo pienso, después de eso recibí mucha atención por parte de las chicas que habían estado en la piscina ese día —dijo, pavoneándose.
—¿Es eso cierto?
Él le guiñó un ojo.
—¿Importa?
Claire se rio de nuevo.
—Muchas gracias.
—Puedes preguntarme todo lo que quieras sobre mis humillaciones, ¿sabes?
—Humillante o no, lo que te pasó era completamente normal. Fuiste un adolescente normal. Pasabas tus veranos en una piscina. Seguramente hasta has estado en un típico lugar de encuentro para parejitas. Tú y Sydney habríais hecho buenas migas.
—¿Tú no fuiste una adolescente normal?
—No —contestó sin más, y aquello no podía ser ninguna novedad para él—. Henry era igual que yo. Los dos heredamos nuestros legados familiares a muy temprana edad.
Tyler se recostó sobre sus codos, dirigiendo la mirada hacia la orilla del agua, donde Henry y Sydney estaban vigilando a Bay. Alguien en la playa llamó a Sydney.
Esta le dijo algo a Henry y él asintió con la cabeza, y entonces ella se dirigió a un grupo cercano de mujeres para hablar con ellas.
—¿Te molesta que tu hermana salga con él?
—No está saliendo con él, pero ¿por qué iba a molestarme? Lo dijo casi a la defensiva, sin querer que él supiera lo mucho que le estaba costando aceptar que Sydney pasase tanto tiempo con Henry. Aquella noche en el jardín había sido débil. Ella era mucho más fuerte.
—Lo que pasa es que supongo que no quiero que te lleves una decepción. Es una situación difícil estar interesada por alguien que no está interesado por ti.
—Oh —dijo Claire, dándose cuenta de que había malinterpretado sus palabras—. No estoy interesada en Henry.
—Me alegro —dijo él, levantándose y quitándose los zapatos—. Creo que me voy a ir a dar un chapuzón.
—Pero todavía llevas la ropa puesta.
—Hay un montón de cosas que me enamoran de ti, Claire —dijo, levantando los brazos para quitarse la camisa por la cabeza—, pero piensas demasiado.
Corrió al agua y se tiró de cabeza. Un momento. ¿Lo había dicho en serio? ¿Le había dicho que estaba enamorado de ella? ¿O era simplemente una de esas cosas que la gente decía por decir? Ojalá entendiese aquella clase de jueguecitos. A lo mejor ella también podría jugar si los entendiese. A lo mejor entonces podría hacer algo con aquellos sentimientos por Tyler, que la atormentaban y la acariciaban, alternativamente, sentimientos que le provocaban tanto dolor y tanto placer a un tiempo.
Henry seguía vigilando a Bay, de modo que Sydney volvió junto a los manteles de picnic y se sentó al lado de su hermana.
—¿Ese era Tyler?
—Sí —dijo Claire, viéndolo asomarse a la superficie del agua.
Tyler sacudió la cabeza y los mechones mojados de pelo oscuro se le quedaron adheridos a la cara, lo que provocó la risa de Bay. Entonces, él nadó hasta ella para tirarle agua a la cara. Ella le respondió mojándolo a él. Henry, que estaba en la orilla del agua, les dijo algo y se detuvieron un momento, se miraron el uno al otro y entonces salpicaron a Henry. Tras vacilar apenas un instante, Henry se quitó los zapatos, se despojó de la camisa y se arrojó al agua con ellos.
—¡Caramba! —exclamó Sydney con admiración—. Pues sí que le sienta bien la leche al cuerpo…
—Hay una razón para que yo sea como soy, ¿sabes? —soltó Claire, porque tenía que explicárselo a alguien.
Sydney cogió una lata de Coca-Cola y miró a su hermana con curiosidad.
—Mamá y yo no tuvimos ningún hogar durante mis primeros seis años de vida.
Dormíamos en coches y en albergues para los sin techo. Mamá cometía un montón de robos y se acostaba con gente distinta todas las noches. Eso nunca llegaste a saberlo, ¿verdad que no? —preguntó Claire. Sydney se había llevado la lata de Coca-Cola a los labios, pero se había quedado paralizada. Empezó a negar con la cabeza despacio y bajó la lata—. A veces tenía la sensación de que idealizabas la vida que mamá había llevado antes de su regreso a Bascom. No sé si alguna vez tuvo intención de quedarse, pero cuando llegamos aquí, supe que yo ya no me marcharía jamás. La casa y la abuela Waverley eran cosas permanentes y, siendo una niña, eso era lo único que soñaba tener algún día, algo permanente. Pero entonces naciste tú, y tenía muchos celos de ti. Tú recibiste esa seguridad desde el momento en que viniste al mundo. Es culpa mía, nuestra relación cuando éramos niñas. Yo hacía que nos peleáramos todo el tiempo porque tú eras de aquí y yo no. Lo siento. Siento no ser una buena hermana. Siento no ser buena con Tyler. Ya sé que tú quieres que lo sea, pero al parecer es algo superior a mí. No puedo evitar pensar en lo efímero de las cosas, y esa clase de temporalidad me asusta. Me da miedo que la gente me abandone.
—La vida se basa en experiencias, Claire —dijo Sydney al fin—. No puedes aferrarte a todo.
Claire negó con la cabeza.
—Me parece que para mí ya es demasiado tarde.
—No, no lo es. —Sydney dio de pronto un manotazo sobre el mantel, furiosa—. ¿Cómo podía mamá pensar que eso podía ser vida para una niña? Es inexcusable. Me avergüenzo de mí misma por haberla envidiado, y hay veces que pienso que he salido exactamente igual que ella, pero yo no voy a abandonarte. Nunca. Mírame, Claire: no voy a marcharme.
—A veces me pregunto qué fue lo que la empujó a irse. Era una mujer inteligente. Evanelle me contó que antes de dejar los estudios era una estudiante fuera de serie. Por fuerza tuvo que sucederle algo.
—Fuese cual fuese la razón, no hay excusa para que nos arruinara la vida del modo en que lo hizo. Podemos superarlo, Claire. No podemos permitir que gane ella, ¿de acuerdo?
Era mucho más fácil decir las cosas que hacerlas, de modo que Claire dijo:
—De acuerdo.
Luego se preguntó cómo diablos iba a superar algo que había tardado decenios en perfeccionar.
Estuvieron mirando el agua durante un buen rato. Bay se había cansado de salpicar a sus dos compañeros de juegos, así que volvió nadando a la playa y salió junto a Sydney y Claire. Henry y Tyler seguían tirándose agua mutuamente, cada cual intentando salpicar al otro con más fuerza.
—Mira esos dos —señaló Sydney—. Son como niños, los dos.
—Es una escena entrañable —dijo Claire.
Sydney la rodeó con el brazo.
—Sí que lo es.
• • •
Mientras Sydney y Claire se divertían en el embalse, Emma Clark Matteson se preparaba para pasar un buen rato con su marido.
El escritorio de Hunter John en su despacho del trabajo no era ni mucho menos tan cómodo como su escritorio en el gabinete de casa. El revestimiento de madera oscura de las paredes y el horroroso escritorio metálico llevaban allí desde los tiempos en que el padre de Hunter John dirigía la empresa. A Emma se le escapó la risa solo de pensar en la posibilidad de que la madre de Hunter John, Lillian, hubiese ido a la fábrica alguna vez a recibir de aquel modo a su marido en la oficina.
Decididamente, Lillian habría ordenado cambiar el escritorio de haber hecho una cosa así alguna vez, porque el metal resultaba de lo más incómodo y frío bajo el trasero desnudo.
La secretaria de Hunter John le había dicho que se había ido a hacer un recorrido por una de las fábricas y que volvería al cabo de pocos minutos. Perfecto. Eso le daría a Emma el tiempo suficiente para desvestirse y colocarse encima del escritorio, ataviada únicamente con unas medias, un liguero y un lacito rosa alrededor del cuello.
Nunca lo había sorprendido en el trabajo de aquel modo. Sí, claro, algún día había ido a llevarle el almuerzo y a veces se habían magreado un poco, pero nunca habían mantenido relaciones sexuales en el trabajo. Había muy pocos lugares donde no lo hubiesen hecho ella y Hunter John. Costaba un enorme esfuerzo tratar de mantener vivo el interés, tratar de mantener la atención de Hunter John única y exclusivamente en ella, para que no pensase en Sydney o incluso en cómo su vida no había resultado ser tal y como él habría querido. Emma nunca se cansaría de intentar hacer feliz a su marido. Al fin y al cabo, le gustaba el sexo. Mejor dicho, le encantaba el sexo. Era solo que a veces resultaba difícil saber qué hacer cuando no estaba segura de si aquello era realmente lo que él quería. Ella deseaba que Hunter John la amara.
Pero en el fondo, si no la amaba, no quería saberlo. Lo prefería a tener que vivir sin él. Se preguntó si su madre se habría conformado con lo mismo. Se preguntó si el amor le importaba siquiera a Ariel.
Oyó la voz de Hunter John acercándose y separó un poco más las piernas.
Y entonces entró el padre de Hunter John.
—¡Virgen santa! —exclamó John padre.
Emma gritó y se escondió rodando por el lateral de la mesa.
—¿Qué pasa?
Oyó entrar a Hunter John mientras ella se acurrucaba bajo el escritorio, llevándose las rodillas al pecho.
—Creo que os dejaré a ti y a tu mujer a solas un rato —dijo John padre.
—¿A mi mujer? ¿Dónde está? —Debajo de la mesa. Su ropa, en cambio, está ahí, encima de esa silla. La verdad, hijo mío, estas no son maneras de dirigir mi negocio.
Emma oyó cerrarse la puerta. Luego, percibió los pasos de Hunter John aproximándose hasta arrodillarse frente a ella.
—Maldita sea, Emma… ¿Se puede saber qué haces ahí?
—Quería darte una sorpresa.
—Nunca habías venido aquí para eso. ¿Por qué ahora? ¿Por qué precisamente el día que mi padre decide aparecer sin previo aviso para que le acompañe a hacer una visita por las instalaciones para ver si llevo bien la fábrica? ¡Mi padre acaba de verte desnuda! Es que no me lo puedo creer…
Emma salió a gatas de debajo de la mesa. Para Hunter John, la opinión de su padre era lo más importante del mundo, y acababa de avergonzarlos a los dos.
¿Cómo podían haberse estropeado las cosas tan rápidamente?
Todo había ido como la seda —o, al menos, los secretos habían estado guardados debajo de la alfombra, donde no molestaban a nadie— hasta el regreso de Sydney.
¿Por qué no podía haberse quedado donde estaba?
—Lo siento mucho —dijo, acercándose a su ropa para vestirse.
—¿Se puede saber qué mosca te ha picado últimamente? Siempre estás pendiente de mí, nunca quieres que salgamos, me llamas veinte veces al día, y ahora te presentas aquí de esta guisa…
Se puso el vestido por la cabeza y deslizó los pies en sus zapatos de tacón.
—Necesito saber…
Vaciló un momento. «Que me quieres».
—¿Necesitas saber el qué?
—Que no me vas a abandonar. Hunter John negó con la cabeza, confuso.
—¿De qué estás hablando?
—He estado preocupada. Desde que Sydney volvió…
—No puedes hablar en serio… —dijo Hunter John—. ¡No puedes hablar en serio!
Todo esto… ¿por Sydney? Vete a casa, Emma. —Se dirigió a la puerta sin ni siquiera mirarla—. Tengo que ir a hablar con mi padre y tratar de explicarle esta escena.
• • •
—¿A que no sabéis lo que me ha contado hoy Eliza Beaufort? —dijo Emma animadamente esa misma noche durante la cena—. Sydney y Claire Waverley han ido hoy con dos hombres al embalse de Lunford. ¿Qué creerá Sydney que está haciendo? Nadie de nuestra edad va allí. ¡Y Claire! ¿Alguien se imagina a Claire en el embalse?
Hunter John no levantó los ojos del postre. Era su tarta de chocolate favorita, con cobertura de crema de mantequilla. Emma la había encargado especialmente para él.
En lugar de responderle, Hunter John se limpió la boca y soltó la servilleta.
—Vamos, chicos —dijo, y retiró su silla—. Vamos afuera a lanzar el balón.
Josh y Payton se levantaron de inmediato. Les encantaba cuando su padre jugaba con ellos, y Hunter John siempre encontraba tiempo para sus hijos.
—Os acompaño —dijo Emma—. Esperadme, ¿de acuerdo?
Emma corrió escaleras arriba y se puso el biquini rojo, el favorito de su marido, pero cuando volvió abajo, no la habían esperado. La piscina estaba justo al otro lado del comedor de suelo de baldosa, de modo que salió y se dirigió a la balaustrada que daba al césped del nivel inferior. Hunter John y los chicos jugaban en el jardín, con el pelo ya húmedo de sudor. Eran las siete y media de la tarde, pero todavía había luz y hacía un calor asfixiante. La estación veraniega era una dama que no abandonaba el centro del escenario tan fácilmente. Emma lo entendía; le gustaba el verano. Los chicos estaban más tiempo en casa y, como anochecía más tarde, aún quedaba tiempo de hacer cosas con Hunter John cuando este regresaba del trabajo.
No tenía sentido mojarse el pelo si Hunter John no iba a verla nadar en el agua, de modo que se puso un pareo y animó a los chicos desde el patio. Estaba impaciente porque empezase la temporada de fútbol: ir a los partidos del instituto, sentarse delante del televisor los domingos por la tarde y los lunes por la noche… Era una actividad que hacían juntos como familia, algo que Sydney nunca había hecho con Hunter John. Sydney había ido a partidos de fútbol cuando Hunter John jugaba, pero a ella nunca le había gustado el fútbol. A Emma, en cambio, le apasionaba. Le apasionaba porque a él le apasionaba. Pero Hunter John dejó de jugar cuando decidió no ir a Notre-Dame. Lo dejó por ella.
Cuando empezó a ponerse el sol, Emma sacó una jarra de limonada. Los chicos y Hunter John no tardaron en subir a la piscina.
—Limona… —empezó a anunciar Emma, pero antes de que pudiera acabar, los chicos ya se habían arrojado de cabeza a la piscina.
Emma meneo la cabeza con gesto indulgente. Hunter John se dirigía hacia ella.
Emma le sonrió y le ofreció un vaso.
—Limona…
Ni siquiera acabó de decirlo, porque él pasó de largo y se metió en la casa. No le había dirigido la palabra desde el incidente en su despacho esa tarde.
No quería que los chicos se diesen cuenta de que pasaba algo raro, de modo que esperó un rato fuera mientras jugaban en el agua y luego les llevó toallas y los obligó a salir de la piscina. Los mandó a su cuarto a cambiarse y ver un poco la televisión y a continuación se dispuso a buscar a Hunter John.
Estaba en la ducha, así que Emma se encaramó a la superficie del lavabo que había frente a la ducha y esperó a que saliera.
Cuando se abrió la puerta y Hunter John salió, Emma se quedó sin aliento. Él aún causaba ese efecto sobre ella. Era tan guapo… Se acababa de lavar el pelo, y a pesar de lo mucho que empezaba a clarearle, eso a ella no le importaba. Lo amaba con todo su corazón.
—Tenemos que hablar —dijo ella—. Necesito saber por qué nunca quieres que hablemos de Sydney. Él levantó la vista, sorprendido de encontrársela allí. Cogió una toalla y se secó el pelo vigorosamente.
—Creo que la pregunta más importante es por qué estás tan obsesionada con ella. ¿No te has dado cuenta de que Sydney ni siquiera forma parte de nuestras vidas? ¿Has pasado por alto el detalle de que no nos ha hecho absolutamente nada?
—Nos ha hecho mucho, solo por su decisión de volver aquí —dijo ella, y él detuvo sus movimientos inmediatamente. Aún tenía la cara tapada bajo la toalla—. No quieres hablar de ella. ¿Cómo sé yo que no quieres hablar de Sydney porque aún sientes algo por ella? ¿Cómo sé yo que no la has mirado y has recordado todas las distintas opciones de vida que tenías antes de que me quedara embarazada? ¿Cómo sé yo que, si pudieras dar marcha atrás, volverías a hacer lo mismo? ¿Te acostarías conmigo? ¿Te casarías conmigo?
Hunter John se quitó la toalla de la cabeza. Tenía el rostro tenso cuando se acercó a ella, haciendo que a Emma se le acelerara el corazón tanto por el miedo, porque parecía estar furioso, como por la excitación sexual, porque estaba increíblemente sexy.
—¿Que cómo lo sabes? —repitió incrédulo, en voz baja y vibrante—. ¿Que cómo lo sabes, dices?
—Ella ha estado en muchos sitios. Y tú siempre has querido viajar.
—¿Qué has estado pensando estos últimos diez años, Emma? El sexo, el aumento de pecho y la ropa sugerente… Las cenas perfectas y los partidos de fútbol… ¿Hacías todo eso porque pensabas que yo no quería estar aquí? ¿Has hecho alguna de esas cosas porque me querías? ¿O has estado compitiendo con Sydney todo este tiempo?
—No lo sé, Hunter John. ¿He estado compitiendo con ella?
—Esa no era la respuesta correcta, Emma —dijo él y se fue.
• • •
—Claire, ¿estás despierta? —dijo Sydney desde la puerta del dormitorio de su hermana esa noche. No se sorprendió al oír a Claire decir:
—Sí.
Claire nunca dormía demasiado cuando eran pequeñas. Solía quedarse fuera en el jardín hasta que la llamaba su abuela, y Sydney recordaba que Claire se ponía a limpiar la casa o a hacer pan cuando todos dormían. Aquel era el primer y único lugar donde se había sentido realmente segura, y Sydney ahora por fin entendía que o bien su hermana había intentado hacerlo suyo de ese modo o había estado haciendo méritos para poder quedarse allí para siempre. Sea como fuere, a Sydney le dolía recordar que había considerado a su hermana una mujer maniática y rara, que nunca había comprendido por todo lo que Claire había tenido que pasar.
Entró en la habitación de Claire, el dormitorio en la torrecilla que un día fuera de su abuela. La abuela Waverley había recubierto las paredes colgando en ellas sus colchas, pero Claire las había reemplazado con fotos enmarcadas en blanco y negro y un par de viejos grabados de la familia. Las paredes eran de color amarillo pastel y el suelo estaba repleto de esteras de percal de distintos colores. Sydney dirigió la mirada hacia el lugar donde saltaba a la vista que Claire pasaba casi todo el tiempo cuando estaba en la habitación, el cómodo asiento en el rincón de la ventana. Junto a él había varios libros apilados en el suelo.
Sydney se acercó a la cama y rodeó con el brazo uno de los postes de la parte inferior.
—Tengo que hablarte de algo.
Claire se incorporó y se recostó en los almohadones.
—Es sobre estos últimos diez años.
—Ah —dijo Claire en voz baja.
Había tenido la oportunidad ese mismo día, cuando estaban en la playa, junto al embalse, de contarle aquello a su hermana, pero no se había visto capaz de hacerlo.
Entonces no lo sabía, pero estaba esperando a que llegara la noche, porque era esa clase de cosas que requieren oscuridad para ser contadas. Ahora no tenía ninguna duda de que Claire la comprendería. Y tenía que contárselo: se lo debía. David no iba a desaparecer.
—Primero fui a Nueva York, pero eso ya lo sabes. Después fui a Chicago; luego, a San Francisco, a Las Vegas…, y luego a Seattle. He conocido a muchos hombres. Y he robado un montón de veces. Me cambié el nombre por el de Cindy Watkins, una identidad robada.
—Mamá también lo hizo —dijo Claire.
—¿Crees que lo hizo porque era emocionante? Porque lo cierto es que lo era, pero también era agotador. Y entonces nació Bay. —Sydney se desplazó para sentarse a los pies de Claire, solo para notarla cerca, para poder tocarla si de pronto le entraba el pánico—. El padre de Bay vive en Seattle. Allí fue donde lo conocí. Se llama David Leoni. —Tragó saliva, asustada por pronunciar su nombre en voz alta—. Leoni es el verdadero apellido de Bay, pero no el mío. No llegamos a casarnos. David era un hombre que daba miedo cuando lo conocí, pero antes había conocido a otros hombres que daban miedo y creí que podría manejarlo. Ya estaba dispuesta a abandonarlo, que es lo que hago siempre cuando las cosas se ponen demasiado intensas, cuando supe que estaba embarazada. No tenía ni idea de que el hecho de tener un hijo pudiese convertirte en un ser tan sumamente vulnerable. David empezó a pegarme y se puso cada vez más y más violento. Cuando Bay cumplió un año, lo abandoné. Me llevé a mi hija a Boise, fui a cursos de peluquería y estética y conseguí un empleo. Todo parecía ir como la seda hasta que David nos encontró. A resultas de la paliza que me dio como escarmiento perdí una muela, y también la visión del ojo izquierdo varias semanas. ¿De qué iba a servirle yo a mi hija estando muerta? Así que volví con él, y se propuso hacer mi mundo cada vez más pequeño y convertir mi vida en un infierno hasta limitar mi existencia a Bay, David y su ira. A veces creía que era un castigo por haber vivido como viví hasta conocerlo a él. Entonces, un día, conocí a una mujer en un parque al que David me dejaba ir con la niña tres veces por semana. Supo por lo que estaba pasando solo con mirarme. Fue ella quien me consiguió ese coche y quien me ayudó a huir. David no sabe cuál es mi verdadero nombre, y cree que soy de Nueva York, así que este es el único lugar al que podía ir, el único sitio donde no me encontraría.
Claire se iba irguiendo cada vez más a medida que Sydney iba contándole su historia. Pese a que la habitación estaba en penumbra, percibió con claridad la mirada penetrante de Claire.
—Supongo que solo quiero que sepas que entiendo cómo te sentiste cuando llegaste aquí con seis años. Yo daba por sentado todo cuanto tenía aquí. Pero con los años me he llegado a dar cuenta de que la única seguridad que he conocido en mi ni vida es esta, la de esta casa, la de este lugar. Quiero eso para Bay, quiero borrar de su memoria todo cuanto ha visto, todo cuanto ha conocido por mi culpa. ¿Crees que eso es posible?
Claire vaciló un momento, y esa fue la única respuesta que necesitó Sydney. No, no era posible. Claire nunca había olvidado nada.
—Bueno, pues esos son mis secretos. —Sydney lanzó un suspiro—. Ahora no me parecen tan terribles como me parecían al principio.
—Los secretos nunca lo son. ¿Hueles ese olor? —preguntó de pronto Claire—. Ya lo había olido antes… Es como colonia.
—Es él —susurró Sydney, como si David pudiera oírla—. Me he traído ese recuerdo conmigo.
—Rápido, métete en la cama —dijo Claire y retiró la sábana. Sydney se metió de un brinco y su hermana la arrebujó con la sábana. Era una noche húmeda y todas las ventanas de la planta superior estaban abiertas, pero Sydney sintió frío de repente y se arrimó a su hermana. Claire la rodeó con el brazo y la apretó contra sí con fuerza—. Tranquila, no pasa nada —murmuró Claire, apoyando la mejilla en lo alto de la cabeza de Sydney—. Todo saldrá bien.
—¿Mami?
Sydney se volvió al instante y vio a Bay en la puerta.
—Date prisa, cielo, métete en la cama conmigo y con Claire —dijo Sydney, retirando la sábana como había hecho antes su hermana.
Se abrazaron las tres mientras los recuerdos de David salían flotando por la ventana.
• • •
A la mañana siguiente, el cielo estaba brillante y despejado, y el aire tenía un aroma dulzón, como de piruletas de colores. Claire abrió los ojos y miró al techo del dormitorio, el mismo techo bajo el que se había despertado su abuela todos los días de su vida.
Volvió la cabeza y vio a Sydney y a Bay, profundamente dormidas y encaradas la una hacia la otra. Sydney había sufrido y experimentado muchas más vivencias de las que Claire podía llegar a imaginar. Todas esas experiencias, todos esos cambios, eran capaces de destrozar a Claire por completo.
O puede que, por extraordinaria que pareciese, así era la vida precisamente.
Todo el mundo tenía historias que contar.
Volvió a mirar al techo.
Incluso su abuela.
Sydney había dicho que la abuela Waverley había ido al embalse de Lunford. Por chocante que fuese esa revelación, Claire había dado por sentado que habría ido allí con su futuro marido, pero entonces empezó a preguntarse por todas esas viejas fotografías de su abuela antes de casarse con su marido, cuando era una joven guapísima con una sonrisa alegre y el pelo perpetuamente en movimiento, como si una brisa enamorada la siguiera a todas partes. Las fotos siempre eran de ella acompañada por distintos muchachos, todos con las mismas expresiones de admiración en el rostro. En el reverso, su abuela había escrito «En el jardín con Tom» y «De regreso a casa con Josiah». Luego había otra donde decía simplemente «Karl».
Su abuela había tenido una vida, una vida de la que Claire no había sabido nada o había imaginado siquiera. Había puesto el máximo empeño en saberlo todo acerca de la abuela Waverley, ser exactamente igual que ella, pero esta debía de haber intuido algo en Sydney, una especie de alma gemela, al ver el carácter expansivo de su hermana y su enorme popularidad. Le había dado a Claire la sabiduría de la edad avanzada, pero le había regalado a Sydney los secretos de su juventud.
Claire no tenía una sola fotografía que alguien pudiera examinar al cabo de los años y pensar: «Ese chico estaba enamorado de ella».
Se levantó de la cama y preparó el desayuno para Sydney y Bay. Era una hermosa y plácida mañana, con una conversación animada y buenas sensaciones, ni rastro de algo dañino en el aire. Sydney se fue a trabajar por la puerta de atrás, y al salir exclamó:
—¡Aquí fuera hay un montón de manzanas!
Así que Claire sacó una caja del almacén y entre ella y Bay recogieron todas las manzanas que el árbol había arrojado a la puerta de atrás.
—¿Por qué ha hecho esto? —quiso saber Bay cuando se dirigían a la puerta del jardín en aquella mañana radiante y luminosa.
—A ese manzano le cuesta mucho no meter las narices donde no lo llaman —respondió Claire al tiempo que abría la puerta—. Anoche estábamos las tres juntas, y él quería formar parte de eso.
El árbol se estremeció cuando entraron en el jardín.
—Debe de sentirse un poco solo.
Claire negó con la cabeza y se dirigió al cobertizo a buscar una pala.
—Es un gruñón y un egoísta, Bay. Que no se te olvide. Quiere contarle a la gente cosas que no tiene por qué saber.
Cavó un hoyo junto a la valla mientras Bay permanecía al lado del árbol y se reía mientras este arrojaba montones de hojitas verdes a su alrededor.
—Mira, Claire. ¡Está lloviendo!
Claire nunca había visto al manzano tan cariñoso. Bay era lo suficientemente inocente para pasar por alto la pesada carga que soportaba.
—Menos mal que no te gustan las manzanas.
—Las odio —dijo Bay—, pero me gusta el manzano.
En cuanto Claire hubo terminado, ella y Bay volvieron al interior de la casa.
—Oye —empezó a decir Claire con toda la naturalidad posible mientras ambas caminaban—, ¿sabes si Tyler tiene clase esta tarde, como ayer por la tarde?
—No, solo da clases por la tarde los lunes y los miércoles. ¿Por qué?
—Por curiosidad. ¿Sabes qué vamos a hacer hoy? ¡Vamos a mirar fotos antiguas! —exclamó Claire con entusiasmo—. Quiero enseñarte cómo era tu bisabuela. Era una mujer maravillosa.
—¿Tienes alguna foto de tu madre y la madre de mamá? —No, me parece que no, lo siento.
Claire recordó lo que había dicho Sydney un día, acerca de que se había dejado olvidadas las fotos de su madre en algún sitio. ¿En Seattle tal vez? Parecía presa del pánico cuando se lo había dicho, cuando recordó que se las había dejado.
Claire se dijo que tenía que acordarse de preguntárselo.
• • •
¿Se pasaría de la raya si se ponía un vestido? Claire se miró en la luna del espejo del dormitorio. ¿Parecería que lo tenía todo estudiado? Nunca había hecho aquello antes, así que no tenía la menor idea. Llevaba el mismo vestido blanco que lucía la noche que había conocido a Tyler, aquel que Evanelle decía que resaltaba su parecido con Sofía Loren. Se llevó una mano al cuello desnudo. En aquellos días llevaba el pelo más largo.
¿Sería una estupidez? Tenía treinta y cuatro años. Desde luego, no era una chiquilla de dieciséis, pero se sentía como si lo fuera. Probablemente, por primera vez en su vida.
Esa noche, cuando bajó las escaleras, sus zapatos resonaban con un crujido anormal sobre los tablones del suelo. Casi había llegado al pie de las escaleras cuando se detuvo. Oyó unas voces; eran Sydney y Bay, que estaban en el salón. Iba a tener que pasar por delante de ellas. Muy bien, ¿y qué? Estaba haciendo algo perfectamente normal.
Enderezó los hombros y bajó el resto de los escalones. Sydney y Bay se estaban pintando las uñas de los pies. Claire estaba tan nerviosa que ni siquiera les dijo que tuvieran cuidado de no manchar los muebles o el suelo con la laca de uñas.
Cuando vio que ninguna de las dos levantaba la vista, Claire se aclaró la garganta.
—Me voy a casa de Tyler —dijo desde la entrada—. Puede que tarde un rato en volver.
—Está bien —respondió Sydney, sin levantar la vista de los pies de Bay.
—¿Estoy guapa?
—Sí, tú siempre… —Sydney levantó la vista al fin y vio cómo iba vestida Claire, cómo se había peinado, el maquillaje en su cara, el hecho de que no llevara ningún guiso en las manos—. Ah —dijo, sonriendo—. Deja los pies fuera, Bay. Ahora mismo vuelvo.
Sydney se dirigió de puntillas a la entrada con las uñas de los pies aún húmedas.
—Esto sí es toda una sorpresa…
—¿Qué hago? —preguntó Claire.
Sydney le peinó el pelo a su hermana con los dedos y le metió unos mechones por detrás de las orejas.
—Hace mucho tiempo que no seduzco a ningún hombre, sinceramente. Ahora que lo pienso, creo que nunca he seducido a ningún hombre sinceramente. Vaya…
Bueno, pero ahora estamos hablando de Tyler, el hombre que ha teñido las paredes de mi dormitorio de color violeta después de todas esas noches vagando como alma en pena por el jardín, pensando en ti. No te resultará muy difícil. Ya está allí, solo te está esperando.
—No se me dan bien las cosas temporales.
—Pues no te obsesiones. Confía en que es permanente. Puede que lo sea o puede que no.
Claire inspiró hondo con fuerza, igual que antes de recibir una inyección en la consulta del médico.
—Me va a doler.
—El amor siempre duele. Eso es algo que sé que ya sabes —dijo Sydney—. Pero merece la pena. Eso es lo que no sabes… todavía.
—Está bien —dijo Claire—. Allá voy.
Sydney abrió la puerta principal, pero Claire se quedó allí plantada como un pasmarote, mirando el atardecer crepuscular.
—Bueno —dijo Sydney, al ver que su hermana no se movía—, te sugiero que eches a andar, ya que lo de flotar parece que no funciona.
Colocando un pie delante del otro, Claire salió por la puerta y bajó los escalones del porche. Rara vez llevaba tacones, pero esa noche sí, sandalias con unos tacones muy finos y altísimos, de modo que tuvo que caminar por la acera en lugar de atravesar el jardín.
Cuando llegó a la puerta principal de la casa vecina, la recibieron la cálida luz y la música suave que se colaban por sus ventanas abiertas. Estaba escuchando música lírica, clásica. Se lo imaginaba relajándose, con una copa de vino tal vez. ¿Y si no tenía vino? Debería haber llevado una botella.
Volvió la cabeza y miró hacia su propia casa. Si se echaba atrás, nunca tendría el coraje de regresar allí. Se alisó el vestido y llamó a la puerta.
Él no respondió.
Claire frunció el ceño y miró a la calle para cerciorarse de que había visto aparcado su jeep. Estaba de espaldas a la puerta cuando oyó que se abría. La corriente de aire le estremeció el dobladillo del vestido y se volvió de nuevo.
—Hola, Tyler.
Él permaneció impasible, como si la conmoción le impidiera moverse. Si pensaba dejar todo en manos de ella, estaban apañados. «Divídelo en partes —se dijo Claire—, como si fuera una receta: se necesita un hombre y una mujer; se los mezcla a ambos en un bol…».
La verdad es que aquello se le daba de pena.
—¿Puedo pasar? —le preguntó.
Él vaciló un momento y miró por encima de su hombro.
—Bueno, claro. Por supuesto —dijo, retrocediendo un paso para que entrase.
Ella pasó por su lado casi rozándolo, de modo que advirtiese la electricidad estática.
Era evidente que no esperaba en absoluto aquella visita, porque lo primero que preguntó fue:
—¿Ha pasado algo malo?
—No, no ha pasado nada —dijo, y entonces la vio.
Había una mujer, una pelirroja menuda y delgada, sentada en el suelo con las piernas cruzadas, y dos botellas de cerveza en la mesita del café, a su lado. O bien era alguien especial para Tyler o saltaba a la vista que pretendía serlo. Iba descalza y sus zapatos no se veían por ninguna parte, y estaba inclinada con el torso hacia delante, de modo que el vertiginoso escote en pico de su camisa le quedaba ligeramente ladeado sobre el pecho. Llevaba un sujetador de color melocotón. Por lo visto, Tyler tenía a dos mujeres dispuestas a seducirlo esa noche.
¿Cómo podía haber sido tan estúpida? ¿De verdad creía que iba a estar ahí sentado de brazos cruzados esperándola?
—Ah. Vaya, tienes compañía. —Empezó a retroceder y se tropezó precisamente contra él. Dio media vuelta—. No lo sabía. Perdona.
—No hay nada que perdonar. Rachel es una vieja amiga que ha pasado por aquí a visitarme de camino a Boston, desde Florida. Va a quedarse conmigo unos días.
Rachel, te presento a Claire, mi vecina de al lado. Se dedica a preparar catering y es especialista en flores comestibles. Es una mujer increíble.
Tyler cogió a Claire del brazo y trató de llevarla hacia el salón. Al cabo de un par de segundos, tuvo que retirar la mano rápidamente, sacudiéndola con fuerza como si acabara de quemarse. La miró a los ojos con un atisbo de comprensión incipiente en la mirada.
—Lo siento. De verdad, tengo que irme. No quería molestarte.
—No me moles… —empezó a decir Tyler, pero ya había salido por la puerta.
• • •
—¿Claire? —exclamó Sydney. Ya estaba en mitad de las escaleras cuando Sydney salió del salón—. ¿Claire?
Claire se detuvo y se volvió.
—¡Rachel!
Su hermana le lanzó una mirada confusa.
—¿Qué?
—Estaba con Rachel… —dijo Claire—. Tienen una historia. Se conocen de hace tiempo. Va a quedarse unos días en su casa. Me miraba de arriba abajo como si fuera su rival. Ya lo había visto antes. Las mujeres lo hacen a todas horas.
Sydney parecía no dar crédito a lo que acababa de oír, y estaba profundamente indignada, lo que, a posteriori, cuando Claire pudo reflexionar una vez que se hubo calmado, no dejaba de ser un bonito detalle. Su hermana estaba furiosa por ella.
—¿Que tenía a otra mujer en su casa?
Claire pensó en las fotografías de su abuela con todos aquellos muchachos a quienes les había robado el corazón.
—No necesito una foto con un hombre mirándome arrobado. Así estoy perfectamente. ¿A que así estoy perfectamente?
—¿De veras quieres que te responda a esa pregunta ahora? —Claire se llevó una mano a la frente. Tenía aún tantísimo calor… Aquello era insoportable.
—No sé cómo solucionar esto. A lo mejor puedo salir al jardín y él puede venir de vez en cuando y no hablaremos de ello al día siguiente pero el manzano le dará las gracias, como la última vez.
—Me he perdido.
Claire dejó caer la mano a un lado.
—Me siento como una idiota.
—Eso, querida hermanita, es el primer paso.
—¿Crees que podrías ponérmelo por escrito? Es que mi receta está mal —dijo, y se volvió para seguir subiendo las escaleras—. Voy a darme un baño.
—Pero si te has bañado esta tarde.
—Es que huelo a desesperación. Sydney se echó a reír.
—Lo superarás.
• • •
Claire se quitó el vestido y se puso su vieja bata de cloqué. Estaba buscando sus zapatillas cuando la puerta de su dormitorio se abrió de golpe.
Se quedó de piedra, boquiabierta, al ver entrar a Tyler y cerrar de forma premonitoria la puerta a su espalda. Claire se subió las solapas de la bata, lo cual no dejaba de ser ridículo teniendo en cuenta sus intenciones apenas minutos antes, cuando había ido a la casa de Tyler.
—¿Por qué te has quitado ese vestido? Me encanta ese vestido. Pero también me gusta la bata. —Recorrió su cuerpo con la mirada—. ¿Por qué has venido a mi casa esta noche, Claire?
—Por favor, olvídalo.
Él negó con la cabeza.
—Se acabó lo de olvidarlo todo. Lo recuerdo absolutamente todo sobre ti. No puedo evitarlo.
Se miraron fijamente el uno al otro. Se necesita un hombre y una mujer; se los mezcla a ambos en un bol… Aquello no iba a salir bien.
—Ya estás pensando demasiado otra vez —dijo Tyler—. Así que este es tu dormitorio. Me preguntaba cuál sería el tuyo. Debería haber adivinado que era la habitación de la torrecilla.
Empezó a pasearse por el cuarto y ella tuvo que obligarse a quedarse donde estaba, a no abalanzarse sobre él y quitarle de las manos la foto que había cogido de la cómoda, a no decirle que dejase en paz los libros apilados junto al asiento de la ventana, que los tenía ordenados siguiendo un orden concreto. Había estado a punto de compartir su cuerpo con aquel hombre ¿y ni siquiera podía compartir su habitación? Puede que con un poco de antelación, con algo de tiempo para meter sus zapatos debajo de la cama, de llevarse la taza sucia de café de la mesilla de noche…
—Rachel te estará esperando, ¿no? —preguntó con ansiedad cuando él se asomó a su armario de la ropa.
Se volvió para mirarla. Estaba al otro lado del cuarto, en el rincón al que arrojó sus zapatillas la última vez.
—Rachel es solo una amiga.
—Vosotros dos habéis tenido algo antes.
—Sí, salíamos juntos cuando daba clases en Florida, por primera vez. Lo nuestro duró un año. No salió bien como pareja, pero seguimos siendo amigos.
—¿Cómo es eso posible? ¿Después de todo ese tiempo juntos?
—No lo sé, pero así es. —Avanzó hacia ella. Claire habría jurado que las sillas y las alfombras se apartaron a un lado para abrirle paso—. ¿Querías hablar? ¿Querías invitarme a salir a cenar o al cine?
Se vio literalmente acorralada en una esquina. Se acercó aún más a ella, haciendo aquello de rozarla sin apenas tocarla que se le daba tan bien, como si Claire pudiera sentir su roce sin llegar a sentirlo de verdad, como si de algún modo se lo estuviera imaginando.
—Si tengo que decirlo en voz alta, me moriré —le susurró—. Aquí mismo. Me caeré redonda al suelo, muerta de vergüenza.
—¿El jardín?
Claire asintió.
Acercó las manos a los hombros de ella, y sus dedos serpentearon por debajo del cuello de la bata.
—No es tan fácil olvidarlo, ¿verdad que no?
—No.
La bata se le deslizó de los hombros y se le habría caído al suelo por completo si Claire no hubiese seguido agarrando las solapas.
—Tienes la piel muy caliente —murmuró él—. Podrías haberme calmado con un silbido cuando noté lo caliente que estabas en mi casa…
La besó y la apartó del rincón. A continuación, la empujó hacia la cama, ni devorándola. Se necesita un hombre y una mujer; se los mezcla a ambos en un bol y, a continuación, se los remueve bien… La cabeza le daba vueltas, todo su pensamiento estaba revuelto. Sentía como si estuviese cayéndose por un precipicio, y lo cierto es que se cayó. Se golpeó contra la cama con la corva de las rodillas y cayó hacia atrás.
La bata se le abrió y Tyler interrumpió el beso el tiempo justo de quitarse la camisa para que los pechos desnudos de ambos entrasen en contacto, piel con piel.
Él lo sabía. Recordaba cuánto necesitaba ella aquella clase de contacto cuerpo contra cuerpo, cuánto necesitaba a alguien que absorbiera todo aquello que ella tenía en exceso.
—No podemos hacer esto aquí —susurró ella—. No con Sydney y Bay ahí mismo, abajo.
La besó con fuerza avasalladora.
—Dame diez minutos para echar a Rachel.
—No puedes echar a Rachel.
—Pero si va a estar aquí tres días enteros… —Se miraron el uno al otro y, al final, él inspiró hondo y cayó rodando en la cama a su lado. Claire estaba a punto de cerrarse la bata porque ¿cómo iba a estar allí con la bata abierta? Sin embargo, él la detuvo deslizando una mano sobre su pecho desnudo y envolviendo en ella uno de sus senos. Era una sensación tan plena y segura… Tan natural… «Mío»—. Bueno, supongo que la expectación también puede estar bien —dijo—. Tres días enteros de expectación.
—Tres días enteros —repitió ella.
—¿Qué te ha hecho cambiar de opinión? —le preguntó él, colocándose de costado y hundiendo la cabeza en su pecho, acercando la boca al lugar donde hasta segundos antes había estado su mano.
Claire lo agarró del pelo con una mano y cerró los ojos con fuerza. ¿Cómo podía desear algo tan intensamente, algo que ni siquiera alcanzaba a comprender?
—Debería dejar entrar a las personas en mi vida. Si se van, se van. Si me derrumbo, me derrumbo. Le pasa a todo el mundo, ¿verdad?
Tyler levantó la cabeza para mirarla a los ojos.
—¿Crees que me voy a marchar?
—Esto no puede durar para siempre.
—¿Por qué piensas eso?
—No conozco a nadie a quien le haya durado para siempre algo así.
—Yo pienso en el futuro a todas horas. Toda mi vida he perseguido sueños de lo que podría llegar a ser. Y por primera vez he conseguido alcanzar uno de esos sueños. —Volvió a besarla antes de recoger su camisa del suelo y ponerse en pie—. Iremos día a día, Claire. Pero no lo olvides, te llevo miles de días de ventaja.
• • •
Era la primera noche de Fred en la buhardilla, y Evanelle lo oía moverse en el piso de arriba. Era agradable saber que había alguien en casa, haciendo ruiditos como si fueran roedores. Lo malo de los fantasmas era que no hacían ningún ruido, y llevaba viviendo con el fantasma silencioso de su marido el tiempo suficiente para saberlo con seguridad. Se preguntó si no estaba siendo una hipócrita mando a Fred a que dejase atrás el pasado y mirase hacia el futuro. No es que ella hubiese pasado una y estuviese mirando al futuro, precisamente. Puede que fuese distinto cuando moría la persona amada, comparado con el hecho de que esta, simplemente, te abandonase. O tal vez era lo mismo. Seguramente la sensación era la misma de todos modos.
De repente, Evanelle se incorporó en la cama.
Maldita sea.
Tenía que darle algo a alguien. Se quedó pensativa un momento. Era Fred. Tenía que darle algo a Fred.
Encendió la luz de la mesilla de noche y buscó su bata. Salió al pasillo y se detuvo un momento, tratando de figurarse hacia dónde ir. Ahora, los otros dos dormitorios de la planta baja de la casa estaban perfectamente ordenados con archivadores y bonitas estanterías de madera para todas sus cosas.
A la izquierda.
El segundo dormitorio.
Accionó el interruptor, se dirigió a los archivadores y abrió el cajón marcado con la letra U. En su interior encontró un uniforme, una lámpara de luz ultravioleta y un diccionario de ucraniano. Bajo la etiqueta «Utensilios» había una nota que Fred había colocado allí y que decía: «Véase también “Herramientas”». No era necesario que se hubiera tomado la molestia. Si necesitaba una herramienta, iba directa a la herramienta. Pero Fred todavía no había acabado de cogerle el tranquillo a cómo funcionaba aquello. Bueno, qué narices, ni ella tampoco…
Bajo el epígrafe de «Utensilios» encontró lo que necesitaba. Era un cacharro que aún estaba dentro del embalaje, un utensilio de cocina que se llamaba cortador de mango y que, supuestamente, facilitaba la tarea de cortar y extraer el hueso de ese fruto tropical.
Se preguntó cómo se tomaría aquello Fred. Al principio, se había ido a vivir con ella con la esperanza de que Evanelle pudiese darle algo que lo ayudase en su relación con James. ¿Se sentía decepcionado porque ella no le hubiese llegado a dar tan codiciado regalo? Ahora, después de tanto tiempo, se disponía a darle algo por fin, y no tenía nada que ver con James. Tal vez fuera lo mejor. Tal vez lo interpretaría como una señal de que estaba haciendo lo correcto pasando página.
O a lo mejor pensaría que le hacía falta comer más mangos, sencillamente.
Oyó el suave gorjeo del teléfono móvil de Fred en el piso de arriba. Le había dicho que no quería usar el teléfono de ella, por si necesitaba llamar a alguien para decirle que iba a ir a darle algo que le hacía falta, un detalle que a ella le hizo sentirse francamente bien, como si Fred la considerara una superheroína o algo así.
Llamó una vez a la puerta de la buhardilla y luego subió las escaleras. Cuando llegó al último peldaño, vio a Fred sentado en su sillón de lectura, de cuero, junto al mueble esquinero donde estaba su televisor. Había una revista de antigüedades en la otomana de piel que tenía enfrente. Todo el lugar aún olía a pintura húmeda.
—Está bien, está bien —estaba diciendo por teléfono. La vio y le hizo señas para que pasara—. Haz todo lo que puedas. Gracias por llamar.
Colgó el teléfono.
—¿He interrumpido algo?
—No, solo era trabajo. Se ha retrasado un pedido. —Colgó el teléfono y se levantó—. ¿Qué te trae por aquí? ¿Estás bien? ¿No puedes dormir? ¿Quieres que te prepare algo de comer?
—No, estoy bien. —Le enseñó el paquete—. Tengo que darte esto.