Capítulo 10
omo todas las personas que se habían enamorado alguna vez en la vida, Tyler Hughes se preguntaba qué diablos le estaba pasando.
Claire tenía toda aquella energía acumulada, toda esa frustración, y cuando se besaron, había salido de ella a raudales y luego le había recorrido a él todo el cuerpo. Ahora, cada vez que recordaba ese momento, tenía que sentarse y poner la cabeza entre las piernas, y cuando finalmente recobraba el aliento, tenía que beberse dos vasos enteros de agua para aplacar su fiebre.
Pero lo que lo hacía estar eufórico y transformaba el color de todas las habitaciones en las que entraba hasta convertirlas en un rojo vibrante y fantástico, había asustado a Claire hasta llevarla al borde de las lágrimas. ¿Qué diablos le pasaba para que pudiese obtener tanto placer de algo que a ella le provocaba tanto dolor?
Él estaba haciendo lo que siempre había hecho, urdiendo sus propios planes y disfrazándolos de romanticismo, llevándolos a cabo para, mientras tanto, perder completamente de vista la realidad. Claire era real. Y Claire estaba asustada.
Además, ¿qué sabía él de ella de todos modos? ¿Quién sabía realmente algo acerca de Claire Waverley?
Esa tarde había estado sentado a su mesa de Kingsly Hall durante las horas de despacho antes de su última clase, pensando precisamente en eso, cuando vio pasar a Anna Chapel, la directora del departamento.
La llamó y ella asomó la cabeza en su despacho.
—¿Conoces mucho a Claire Waverley? —le preguntó.
—¿A Claire? —Anna se encogió de hombros y se apoyó en el quicio de la puerta—. Veamos…, la conozco desde hace unos cinco años. Se encarga de todos los catering de las fiestas del departamento.
—Me refiero personalmente, ¿la conoces bien? Anna esbozó una sonrisa cómplice.
—Ah. Bueno, personalmente no la conozco mucho. Llevas aquí ya un año, estoy segura de que te habrás percatado de algunas… peculiaridades en esta ciudad.
Tyler inclinó el cuerpo hacia delante, intrigado por saber el rumbo que tomaría aquella conversación.
—Sí, me he percatado.
—Las leyendas locales son muy importantes aquí, tal como ocurre en cualquier ciudad pequeña. Úrsula Harris, del Departamento de Lengua, imparte un curso sobre esto. —Anna entró en el despacho y tomó asiento frente a él—. Por ejemplo, el año pasado estaba sentada en el cine y dos señoras mayores entraron y se sentaron detrás de mí. Hablaban de un tal Phineas Young y decían que era el hombre más fuerte de la ciudad y que les iba a derribar una pared de roca que estaba en la parte del fondo de su propiedad. Llevaba un tiempo buscando a alguien para que se llevara unas rocas muy pesadas que tenía en el jardín, así que me volví y les pregunté si podían darme su número de teléfono. Me dijeron que tenía una larga lista de espera y que tal vez no viviría lo suficiente para poder prestarme sus servicios.
Resulta que el hombre más fuerte de la ciudad tiene noventa y un años. Pero cuenta la leyenda local que, en cada generación de los Young, siempre hay uno que nace con una fuerza extraordinaria, y a ese es al que hay que contratar para que te ayude con los trabajos más pesados.
—¿Qué tiene eso que ver con Claire?
—Los lugareños creen que lo que se cultiva en el jardín de las Waverley tiene ciertos… poderes. Y las Waverley tienen un manzano del que por aquí se habla prácticamente en términos míticos. Pero es un simple jardín. Y el árbol es un simple manzano. Y Claire es una mujer misteriosa porque todos sus antepasados eran misteriosos. En realidad, es como tú y como yo. Seguramente es más espabilada que la gente normal y corriente. Al fin y al cabo, fue lo bastante lista para convertir esa leyenda local en un lucrativo negocio. Probablemente había algo de verdad en las palabras de Anna, pero Tyler no pudo evitar recordar cómo cuando era niño, cada 17 de enero, todos los años sin falta, nevaba en su colonia de Connecticut. No había ninguna explicación meteorológica, pero circulaba la leyenda de que una hermosa muchacha india, una hija del invierno, había muerto ese día, y todos los años desde entonces el cielo lloraba lágrimas de nieve fría por ella. Y de niño era un hecho probado que si atrapabas exactamente veinte luciérnagas en un tarro y luego las soltabas todas justo antes de irte a la cama, dormías plácidamente y sin sufrir pesadillas durante toda la noche. Algunas cosas no tenían explicación. Otras sí. A veces te gustaba la explicación y otras no. Entonces era cuando lo llamabas un mito.
—Tengo la sensación de que no es esto lo que querías saber —comentó Anna.
Tyler sonrió.
—No exactamente.
—Bueno, sé que no está casada. Y sé que tiene una hermanastra.
—¿Hermanastra? —repitió Tyler con interés.
—Son de padres distintos, según tengo entendido. Al parecer, su madre era un poco… alocada. Se fue de la ciudad, tuvo a las niñas, las trajo aquí y volvió a marcharse de nuevo. Veo que estás interesado en Claire.
—Sí —dijo Tyler.
—Bueno, pues buena suerte —le deseó Anna, levantándose—. Pero no metas la pata. No quiero tener que buscarme otra persona para las fiestas del departamento solo porque le has roto el corazón a nuestra proveedora oficial.
Una vez en casa esa misma noche, ya muy tarde, Tyler estaba sentado en el sofá en pantalón corto y con una camisa de manga corta, tratando de concentrarse en los trabajos de dibujo de clase, pero no dejaba de pensar en Claire. Anna no conocía a Claire. Nadie conocía realmente a Claire. De hecho, Sydney era probablemente la única persona capaz de aclararle algo sobre la mujer que no había abandonado su pensamiento desde el momento en que la había visto por primera vez.
Sydney le había dicho que hablaría con Claire, así que esperaría a tener noticias suyas. O tal vez debería llamar a Sydney por la mañana y hablar de Claire.
O pasarse por el White Door al día siguiente.
Sonó el teléfono y alargó el brazo para coger el inalámbrico de donde lo había dejado, en la mesita de café.
—¿Diga?
—Tyler, soy Sydney.
—No te lo vas a creer —dijo Tyler, recostándose de nuevo en el sofá—, estaba esperando que me llamaras.
—Es por Claire —susurró en voz baja—. Ha salido al jardín. La verja está abierta.
Tal vez deberías venir.
—Pero ella no me quiere ver por allí —dijo, titubeante—. ¿O sí?
—Pero es que creo que te necesita. Nunca la había visto así.
—¿Así cómo?
—Parece un cable de alto voltaje. Va chamuscando cosas por ahí, literalmente.
Recordó la sensación.
—Ahora mismo voy para allá.
Atravesó el jardín y rodeó la casa en dirección a la parte de atrás. Tal como había dicho Sydney, la verja estaba abierta y la empujó para entrar.
Lo saludó de inmediato el agradable aroma de la menta y el romero, como si acabara de entrar en una cocina con unas hierbas aromáticas hirviendo en el puchero.
Los faroles que iluminaban el sendero parecían las luces de una pista de aterrizaje, y proyectaban un tenue brillo amarillento por todo el jardín. El manzano era una figura desdibujada en la penumbra del fondo, y se estremecía ligeramente, como cuando el pelo de los gatos se eriza mientras duermen. Encontró a Claire en el rincón de las hierbas aromáticas, y la imagen lo hizo detenerse de golpe. Llevaba el pelo corto hacia atrás, sujeto por la cinta blanca. Estaba de rodillas, vestida con un largo camisón blanco con tirantes en los hombros y un volante en el dobladillo. Adivinaba el balanceo de sus pechos, que se movían en un ligero vaivén mientras allanaba la tierra con un rastrillo de mano. De pronto, Tyler tuvo que doblarse sobre su estómago y apoyar las manos en las rodillas, inspirando aire profundamente.
Sydney tenía razón: lo suyo no tenía remedio.
Cuando por fin sintió que podía sostenerse en pie sin riesgo a desmayarse y caer redondo al suelo, avanzó despacio hacia Claire, sin pretender asustarla. Estaba a punto de llegar a su lado cuando finalmente terminó de nivelar la tierra alrededor de las plantas. Las hojas de algunas de ellas estaban muy oscuras, como si se hubieran quemado. Más hojas aún parecían marchitas, como si hubiesen estado expuestas a una potente fuente de calor. Claire volvió la cabeza y levantó la vista para mirarlo.
Tenía los ojos enrojecidos.
Dios santo… ¿estaba llorando?
Las lágrimas eran su talón de Aquiles. Todos sus alumnos lo sabían. Bastaba con que alguna de sus alumnas de primer año soltase una lagrimita porque tenía muchos deberes y no podía terminar el trabajo que le había asignado para que Tyler le ampliase el plazo de entrega y se ofreciese a hablar con el resto de sus profesores en su nombre.
Claire pestañeó al verlo y apartó la vista.
—Vete, Tyler.
—¿Qué te pasa?
—No me pasa nada —dijo secamente, volviendo a hundir el rastrillo en la tierra.
—Por favor, no llores.
—¿Y a ti qué te importa? Esto no tiene nada que ver contigo.
—Trato de hacer que tenga algo que ver conmigo.
—Me he dado un golpe en el dedo gordo. Me duele mucho. Ay…
—Sydney no me habría llamado por un simple golpe en el dedo gordo.
Eso fue la gota que colmó el vaso. Sus palabras desencadenaron una reacción inmediata y Claire volvió la cabeza de golpe.
—¿Que Sydney te ha llamado?
—Ha dicho que estabas muy enfadada.
Al principio a Claire parecía costarle mucho encontrar las palabras, pero lo superó rápidamente.
—¡No puedo creer que te haya llamado! ¿Tendrá la conciencia más tranquila sabiendo que tú estarás aquí para apoyarme cuando se marche? Tú también te marcharás. ¿Es que acaso no lo sabe? No, eso no lo sabe, porque siempre es ella la que abandona a los otros. A ella nunca la abandonan.
—¿Es que se va? —preguntó Tyler, confuso—. ¿Yo me voy a ir?
A Claire le temblaban los labios.
—Todos os vais. Mi madre, mi abuela, Sydney… Incluso Evanelle tiene ahora otra persona para que le haga compañía.
—En primer lugar, yo no pienso irme a ninguna parte. Y en segundo lugar, ¿adónde se va Sydney?
Claire volvió la cara de nuevo.
—No lo sé. Solo lo temo.
«Le gustan las cosas permanentes, cosas que no desaparecen».
Sydney se lo había dicho. La mujer que tenía delante había sido abandonada demasiadas veces para volver a dejar entrar a alguien en su corazón. Aquella revelación hizo que se hincara de rodillas en el suelo. Le flaquearon las piernas, literalmente. Ahora cobraban sentido muchísimas cosas sobre ella. Había vivido en la casa vecina a la de las Waverley el tiempo suficiente para saber que tal vez había algo de verdad en la leyenda que circulaba sobre ella, pero Anna tenía razón en una cosa: Claire era como cualquier otra persona. Sufría igual que todo el mundo.
—Oh, Claire…
En ese momento estaba a su lado, los dos de rodillas en el suelo.
—No me mires así.
—No puedo evitarlo —dijo, alargando el brazo para tocarle el pelo.
Creía que iba a apartarlo pero, para su sorpresa, Claire se apoyó levemente en su mano, con los ojos cerrados, con el aspecto de ser la mujer más vulnerable del mundo.
Tyler avanzó unos centímetros, levantando su otra mano para acariciarle el pelo y abarcar la cabeza de ella entre las manos. Las rodillas de ambos se estaban tocando, y ella inclinó el cuerpo hacia delante para recostar la cabeza en el hombro de él. Tenía el pelo tan suave… Tyler lo recorrió con los dedos y luego le tocó los hombros. Era suave en todas partes. Le acarició la espalda, tratando de reconfortarla pero sin saber exactamente qué era lo que necesitaba.
Al cabo de un momento, Claire se retiró y lo miró. Aún tenía los ojos humedecidos y Tyler le enjugó las mejillas con los pulgares. Ella llevó sus manos hasta la cara de él, tocándolo como él la tocaba a ella. Recorrió con los dedos el contorno de sus labios cuando él, inmóvil, solo se limitaba a mirarla, como si fuera un espectador contemplando la escena, mientras ella se iba acercando despacio para besarlo. «Este sería muy mal momento para desmayarse», se dijo a sí mismo.
Entonces ella terminó de besarlo y él regresó a su cuerpo y pensó: «¡No!». La siguió mientras ella se retiraba hacia atrás, persiguiéndola con los labios. Así pasaron varios minutos, dos corazones que latían desbocados, unas manos que exploraban todos los rincones. En un momento dado, Tyler tuvo que decirse a sí mismo que todo aquello había empezado por ella, no por él, que lo importante era aliviar su dolor, y no centrarse en el placer de él. Pero lo cierto es que Claire no se estaba quejando precisamente, pensó con un estremecimiento cuando ella le mordió el labio inferior.
—Dime que pare —le dijo él.
—No pares —susurró ella, besándole el cuello—. Quiero más.
Claire le desabrochó los botones de la camisa con dedos temblorosos, torpes.
Logró al fin abrirle la camisa y le tocó el pecho con las manos para, a continuación, deslizarlas hacia la espalda. Lo abrazó, apoyando la mejilla encima de su corazón. La piel de él se tensó y aspiró aire entre los dientes ante el contacto. Casi le hacía daño, pero era maravilloso sentir toda aquella energía, toda aquella frustración traspasándole la piel al rojo vivo. Sin embargo, era demasiado, y no podía absorberla toda.
«Seguramente, esto me matará», pensó, casi ebrio. Pero, desde luego, era una manera increíble de morir.
Se quitó la camisa, pero ella no lo soltó. Finalmente la levantó para poder besarla otra vez. Ella lo empujó y él cayó de espaldas contra el suelo, pero no llegaron a interrumpir el beso. Estaba tumbado sobre alguna hierba, tomillo tal vez, y la estaba aplastando con el peso de su cuerpo, por lo que su aroma estalló alrededor de ambos.
A Tyler todo aquello le resultaba ligeramente familiar, pero no conseguía comprender el porqué.
Al final, Claire se apartó para poder respirar un poco de aire. Estaba sentada a horcajadas sobre él, con las manos planas contra su pecho, emitiendo intensas oleadas de erotismo. Las lágrimas aún seguían rodándole por las mejillas.
—Dios, por favor, no llores más… Por favor… Haré lo que sea.
—¿Lo que sea? —repitió ella.
—Sí.
—¿Mañana no te acordarás de nada de esto? ¿Te habrás olvidado de todo lo que suceda esta noche?
Él vaciló antes de contestar.
—¿Me estás pidiendo que lo haga?
—Sí.
—Entonces sí.
Se quitó el camisón por la cabeza y, de pronto, a Tyler volvía a costarle mucho trabajo respirar. Levantó las manos para tocar sus pechos y ella gritó por el chispazo que provocó el contacto.
Él retiró las manos de inmediato. Volvía a sentirse como un adolescente.
—No sé qué hacer —susurró. Claire se reclinó sobre él y apretó los pechos contra su torso desnudo.
—No me sueltes —dijo ella.
La envolvió con los brazos e intercambiaron la posición, de manera que ella rodó hasta un arbusto de salvia. Una vez más, todo le resultaba familiar. La besó con fuerza, y ella le agarró el pelo y entrelazó las piernas alrededor de su cuerpo. Tyler no podía hacerle el amor, no en ese momento. Claire no pensaba con claridad, y no quería consecuencias al día siguiente. Por eso deseaba que él lo olvidara todo.
—No, no te pares —le dijo ella cuando él interrumpió el beso.
—No me paro —dijo él, besándole el cuello al tiempo que insertaba los pulgares en los laterales de sus bragas blancas de algodón.
Los músculos abdominales de ella dieron una sacudida cuando él se las bajó. Le besó los pechos y se metió un pezón en la boca. Era casi como si recordara haberle hecho aquello mismo alguna vez, pero no lo entendía, era imposible. Nunca hasta entonces había estado con Claire.
Y entonces lo recordó.
Era aquel sueño… Había soñado todo aquello antes.
Sabía exactamente lo que iba a suceder, el olor que iba a envolverlos, el sabor que tendría ella.
Todo cuanto rodeaba a Claire llevaba escrita la palabra «destino».
Y todo lo que le había llevado a él allí, a Bascom, persiguiendo sueños que nunca se hacían realidad, lo había llevado a esto.
El sueño que sí se había hecho realidad.
• • •
La mañana siguiente, Claire sintió un soplo de aire y oyó el eco de un golpe sordo junto a su oído, procedente del suelo a su lado.
Abrió los ojos y vio una pequeña manzana a escasos centímetros de su rostro.
Oyó otro golpe, y otra manzana apareció junto a ella. Ya había vuelto a quedarse dormida fuera en el jardín. Le había pasado tantas veces que ni siquiera le dio importancia y se incorporó, sacudiéndose la tierra del pelo, y, automáticamente, se dispuso a recoger sus útiles de jardinería. Pero allí había algo raro. En primer lugar, el suelo sobre el que se apoyó para incorporarse era blando y cálido, y era como si sintiese frío en la piel. Estaba un poco…
Miró abajo y dio un respingo.
¡Estaba desnuda!
¡Y aquel suelo blando y cálido a su lado era el cuerpo de Tyler!
Él abrió los ojos y le sonrió.
—Buenos días.
En ese momento, Claire lo recordó todo, cada una de las libertades humillantes, catárticas y eróticas que se había tomado con ella. Pero entonces se dio cuenta de que estaba allí sentada desnuda, mirándolo embobada como una idiota. Se tapó bruscamente los pechos desnudos con un brazo y buscó alrededor el camisón. Tyler estaba sentado encima de él. Claire tiró de la prenda y él se incorporó.
Se puso el camisón por la cabeza, agradecida por poder ocultar su rostro unos segundos bajo la tela. Dios santo… ¿Dónde estaba su ropa interior? Vio las bragas a sus pies y las recogió de un manotazo.
—No digas nada —dijo al levantarse—. Me prometiste que lo olvidarías todo. No digas una sola palabra sobro esto.
Él se restregó los ojos con aire soñoliento, sin dejar de sonreír.
—De acuerdo.
Claire lo miró fijamente de nuevo. Se había ensuciado el pelo de tierra y tomillo.
Aún conservaba puestos los shorts, pero su pecho estaba al descubierto. Tenía marcas rojas por todo el cuerpo, las señales de las quemaduras que le había hecho ella, y, aun así, no parecía importarle. Ni antes ni ahora. ¿Cómo podía hacer todo aquello, todo lo de la noche anterior, sin procurarse a sí mismo ningún placer, solo por ella?
Claire le dio la espalda y echó a andar por el sendero, pero se detuvo cuando lo oyó decir:
—De nada.
Por alguna razón, eso le hizo sentirse mejor. Tyler se estaba comportando como un perfecto imbécil: esperaba que ella le diera las gracias. Se volvió despacio.
—¿Cómo dices?
Tyler señaló al suelo a su lado.
—Lo has escrito tú, aquí.
Intrigada, retrocedió hasta él y miró. En el suelo vio escrita la palabra «Gracias», en relieve, como si surgiera de las entrañas de la tierra.
Claire soltó un gemido de frustración y recogió una de las manzanas del suelo.
Acto seguido, se la arrojó al árbol con todas sus fuerzas.
—No lo he escrito yo —dijo, y salió corriendo.
Empezaron a caer unos gruesos goterones de lluvia mientras corría por el jardín.
Para cuando llegó a casa, el cielo se había desgajado y llovía ya a cántaros.
• • •
Fred volvió a casa en coche esa tarde bajo la lluvia torrencial, pensando en James.
Siempre estaba solo cuando se permitía pensar en él, por miedo a que alguien lo viese y supiese lo que estaba haciendo.
Fred siempre había sabido que era gay, pero fue al conocer a James en su primer año en la Universidad de Chapel Hill cuando creyó comprender finalmente la razón: porque su destino era estar con James. La madre de Fred había muerto en su propia cama cuando él tenía quince años; su padre falleció en la mesa de la cocina cuando él estaba en la universidad. Fue entonces cuando Fred tuvo que dejar los estudios y separarse de James, para regresar a casa y encargarse del negocio familiar. Él lo interpretó como la jugada maestra de su padre: apartar a Fred de algo justo cuando ese algo le procuraba al fin la felicidad sin que le importara lo que pensase la gente.
Pero después de una lacrimosa despedida en la universidad, cuál no sería su sorpresa cuando James apareció en Bascom tres semanas más tarde.
Al final, disponiendo de su tiempo, James prosiguió sus estudios en Orion mientras Fred se encargaba de la tienda. Obtuvo el título de Económicas y un trabajo que lo obligaba a desplazarse a diario hasta Hickory. Con el paso de los años, persuadió a Fred para que se deshiciera de todo aquello que le recordaba a su padre y a su cruelmente silenciada aprobación. Era James quien decía: «Salgamos a cenar. Vayamos al cine. Démosle algo de qué hablar a los habitantes de esta ciudad. A ver si se atreven a decirnos algo».
Y lo que al principio era una locura de juventud, dos chicos de veintiún años que dejaban los estudios y se iban a vivir juntos, se convirtió en más de treinta y cinco años de compañerismo y vida en común. Para Fred, el paso de aquellos años se asemejaba a leer un libro en diagonal, saltándose párrafos enteros, hasta descubrir que el final no era exactamente como él había esperado. Ojalá hubiese prestado más atención a la trama de la historia.
Ojalá hubiese prestado más atención al narrador.
Condujo hacia la casa de Evanelle. Se había dejado el paraguas, así que tuvo que correr al porche bajo la lluvia. Se detuvo en la puerta para quitarse la chaqueta y los zapatos mojados, ya que no quería ensuciarle el suelo tan bonito de la casa.
Cuando entró, no vio a Evanelle por ninguna parte, de modo que empezó a llamarla a gritos.
—Estoy aquí arriba —dijo ella, y él siguió su voz hasta la buhardilla.
Evanelle estaba intentando barrer el serrín que los obreros habían dejado ese día, pero era como intentar barrer una bandada de pajarillos que se escapaban volando cada vez que le acercaba la escoba. Llevaba una mascarilla blanca en la cara porque con cada escobada los pajarillos de serrín salían revoloteando aquí y allá y lo dejaban todo perdido, de color beis y lleno de humo.
—Por favor, no hagas eso. No quiero que te deslomes limpiando —dijo Fred, acercándose a ella al tiempo que le arrebataba la escoba de las manos. Cuando alguien te abandona, dudas de tu capacidad para retener a la gente a tu lado, incluso a los amigos. Quería que Evanelle estuviese contenta de tenerlo allí, hacer todo lo que pudiera por ella. No podría soportar perderla a ella también—. Los obreros se encargarán de limpiar cuando acaben.
Evanelle aún llevaba la mascarilla, pero las comisuras de sus ojos se fruncieron para dibujar una sonrisa.
—Esto de aquí arriba está quedando francamente bien, ¿no te parece?
—Bien no, estupendo —comentó Fred—. Va a quedar fenomenal.
Siempre y cuando se trajese todas sus cosas, claro. Aunque eso implicaba volver a su casa, algo que había estado evitando.
—¿Qué pasa? —preguntó Evanelle, deslizándose la mascarilla hacia arriba y dejándosela en lo alto de la cabeza, como si fuera un casquete.
—Hoy he enviado a unos mozos del almacén a mi casa para que llevaran unas cajas. Por fin voy a ir a empaquetar mis cosas. Estaba pensando en alquilar la casa. ¿A ti qué te parece? —preguntó, ansioso por conocer su opinión.
Ella asintió.
—Creo que es una buena idea. Ya sabes que puedes quedarte aquí conmigo el tiempo que quieras. Me encanta tenerte en casa.
Dejó escapar una risa ahogada, impregnada de súbitas lágrimas que le ardían en la garganta.
—¿Te encanta tener en casa a un desastre con el corazón roto?
—Algunas de las mejores personas que conozco son auténticos desastres —repuso Evanelle—. Las personas más fuertes que conozco.
—Pues yo no sé si soy muy fuerte…
—Confía en mí. Hasta el mismísimo Phineas Young se asombraría ante tu fortaleza. ¿Quieres que te acompañe a tu casa?
Fred asintió con la cabeza. Quería contar con su apoyo y su compañía más de lo que era capaz de expresar con palabras.
• • •
Era la primera vez que Fred entraba en la casa desde que James se había llevado sus cosas. Una vez en la sala de estar, miró a su alrededor. Se le hacía extraño estar allí ahora, y no quería demorarse más de lo necesario. Aquel lugar no era su casa sin James, sino solo un montón de malos recuerdos del padre de Fred. Evanelle entró en la sala de estar tras él, haciendo crujir los tablones del suelo con sus zapatos.
—¡Caramba! —exclamó—. Desde luego, tiene mucho mejor aspecto que la última vez que la vi. Fue justo después de la muerte de tu madre, que en paz descanse. La verdad es que le encantaban sus estampas de Jesús. —Avanzó unos pasos y frotó el respaldo del sillón de cuero—. Tienes unos muebles muy bonitos.
—Siento no haberte invitado nunca a que vinieras a casa, Evanelle. Eso de las invitaciones siempre se lo dejaba a James.
—No te preocupes, no importa. A mí no me invitan nunca a ningún sitio; es un hecho.
—Pues deberían invitarte —dijo Fred, mirándola con curiosidad—. Eres una buena persona.
—Ya es demasiado tarde para poder hacer algo al respecto. Todo empezó en 1953. Intenté resistirme, pero ya ves… Tienes que entenderlo, cuando tengo que darle algo a alguien, tengo que hacerlo. Me vuelvo loca si no se lo doy.
—¿Qué pasó entonces?
—Tenía que darle unos condones a Luanna Clark, y en 1953 no había manera de conseguir condones en Bascom. Tuve que ir nada menos que hasta Raleigh a por ellos. Mi marido me llevó allí en coche, y no dejaba de repetirme que aquello no era una buena idea. Pero yo no podía evitarlo.
Fred se sorprendió riéndose.
—Aunque fuese en 1953, darle condones a alguien no podía ser tan malo, ¿no?
—No era por los condones, sino a quién tenía que dárselos. Al día siguiente, cuando estábamos en la iglesia, le dije a Luanna que tenía algo que darle. Quería hacerlo de manera discreta. Ella estaba con sus amigas y me dijo, dándose muchos aires: «Vamos, dámelo ya, Evanelle». Como si tuviera todo el derecho. Ya sabes que nunca ha habido buenas relaciones entre las Clark y las Waverley. Bueno, el caso es que se los di, allí mismo, delante de todas sus amigas. Ah, y me dejo lo más importante: el marido de Luanna perdió sus partes íntimas en la guerra. Ya me llamaban de todo, pero la cosa empeoró cuando un año más tarde Luanna se quedó embarazada. Debería haber usado aquellos condones. Después de eso, todo eran caras de horror cada vez que aparecía yo, como si fuera a revelar sus más íntimos secretos de un momento a otro. No, desde luego, no era la invitada ideal para una cena. Lo cierto es que no me importaba demasiado hasta que murió mi marido.
Aquella anciana era su heroína, Fred no tenía ninguna duda de ello. Eres como eres, te guste o no, así que ¿por qué no mejor hacer que te guste? Fred se acercó a ella y le ofreció el codo.
—Sería para mí un honor, Evanelle, prepararte la cena esta noche. Cena exclusiva solo por invitación.
Riéndose, la anciana entrelazó el brazo con el suyo.
—Eres todo un caballero.