Capítulo 1

on cada sonrisa de la luna, sin falta, Claire soñaba con su infancia.

Siempre procuraba quedarse en vela las noches en que el cielo estaba tachonado de estrellas y la luna era apenas un zarpazo en la bóveda oscura, un astro que sonreía con aire provocativo mientras miraba hacia abajo, hacia el mundo, igual que las mujeres de las vallas publicitarias de los cincuenta, tan hermosas y sonrientes mientras anunciaban cigarrillos y limonada. Esas noches de verano, Claire trabajaba en el jardín a la luz de las farolas de batería solar que flanqueaban el sendero principal, desherbando y podando los arbustos y las plantas de floración nocturna, como la dama de noche y el árbol de trompetas, el jazmín de la India y la planta del tabaco. No formaban parte del legado de flores comestibles de las Waverley, pero como padecía insomnio con frecuencia, Claire había incorporado las flores al jardín para tener algo que hacer por las noches, cuando los nervios y la frustración le chamuscaban el dobladillo del camisón y le saltaban chispas en las yemas de los dedos.

Siempre tenía el mismo sueño: carreteras largas, como serpientes infinitas; ella durmiendo en el coche por las noches, mientras su madre frecuentaba el trato con hombres en bares y cafés; vigilando mientras su madre robaba champú, desodorante, carmín de labios y a veces una chocolatina para Claire en algún drugstore[1] del Medio Oeste. Luego, siempre, justo antes de despertarse, se le aparecía su hermana Sydney, rodeada de un halo de luz. Lorelei tomaba a Sydney en brazos y corría a la casa Waverley en Bascom; Claire conseguía irse con ellas únicamente porque se agarraba con todas sus fuerzas a la pierna de su madre y no la soltaba.

Esa mañana, cuando se despertó en el jardín trasero, Claire sintió el regusto de la contrición en la boca. Frunció el ceño y lo escupió. Le remordía la conciencia el modo en que había tratado a su hermana cuando eran pequeñas, pero los seis años de la vida de Claire antes de que Sydney llegara al mundo habían estado marcados por el miedo constante a que la sorprendiese la policía, a que alguien le hiciera daño, a no tener suficiente comida, gasolina o ropa de abrigo para pasar el invierno. Su madre se las arreglaba para salvar la situación, pero siempre en el último momento. Al final, nunca las pillaban, y Claire no sufría daño alguno. Cuando la primera ola de frío anunciaba el color cambiante de las hojas, su madre, como por arte de magia, sacaba unos mitones azules con copos de nieve blancos, ropa interior térmica de color rosa para ponerse debajo de los vaqueros y un gorro con una borla suelta en lo alto. Esa vida nómada había sido aceptable para Claire, pero era evidente que Lorelei creía que Sydney merecía algo mejor, una vida más estable, arraigada en algún sitio. Y la niña asustada que habitaba en el interior de Claire jamás se lo había podido perdonar.

Tras recoger las podaderas y el desplantador que tenía a su lado, se incorporó de golpe y echó a andar a través de la neblina del alba, en dirección al cobertizo. Se detuvo de improviso. Se volvió y miró a su alrededor. El jardín estaba en silencio y húmedo, y el temperamental manzano al fondo del terreno se estremecía levemente, como en sueños. Varias generaciones de Waverley habían cuidado de aquel jardín.

Su pasado iba ligado a aquella tierra, pero también su futuro. Algo estaba a punto de suceder, algo que el jardín aún no parecía estar listo para contarle. Tendría que mantener los ojos bien abiertos.

Se metió en el cobertizo y se puso a limpiar cuidadosamente el rocío de las viejas herramientas y a colgarlas en su sitio en la pared. Cerró con llave la pesada verja del jardín y, a continuación, atravesó el sendero de la parte posterior de la casa de estilo Reina Ana que había heredado de su abuela.

Claire entró por la puerta trasera y se detuvo en la galería acristalada, reconvertida en sala para secar y limpiar las hierbas y las flores. Olía intensamente a lavanda y menta, como si acabara de acceder a un recuerdo navideño que no le perteneciera. Se quitó el camisón blanco pasándoselo por la cabeza, lo arrugó hasta formar una bola y entró desnuda en la casa. Le esperaba un día de mucho trajín: tenía que preparar el catering para una cena esa noche y, como era el último martes de mayo, le tocaba hacer el reparto de fin de mes de los encargos de jaleas de lilas, menta y pétalos de rosa y los vinagres de capuchina y flor de cebollino para el mercado y la tienda de productos gourmet de la plaza, adonde los alumnos del centro universitario del Orion College solían acudir después de clase.

Llamaron a la puerta cuando Claire se estaba recogiendo el pelo hacia atrás con unas peinetas. Bajó las escaleras con un vestido calado blanco y de tirantes, todavía descalza. Abrió la puerta y sonrió a la anciana que aguardaba de pie en el porche.

Evanelle Franklin tenía setenta y nueve años y, aunque aparentara ciento veinte, aún se veía capaz de caminar kilómetro y medio por la pista de atletismo del Orion cinco días por semana. Evanelle era una pariente lejana, una prima de segundo, tercero o decimocuarto grado, y era la única otra Waverley que aún vivía en Bascom.

Claire se aferraba a ella como por atracción electrostática, como si necesitara sentir una conexión con la familia después de que Sydney se fuera a los dieciocho años y de que la abuela de ambas muriera ese mismo año.

Cuando Claire era pequeña, un día Evanelle fue a su casa para darle una tirita horas antes de que se hiciera un rasguño en la rodilla, otro les dio unas monedas de veinticinco centavos a ella y a Sydney antes de que pasase la furgoneta de los helados, y una vez les prestó una linterna para que la colocaran debajo de la almohada, nada menos que dos semanas antes de que un rayo derribase un árbol en la calle y el barrio entero se quedara toda la noche sin luz. Cuando Evanelle le llevaba algo a alguien, por lo general esa persona iba a necesitarlo tarde o temprano, aunque Claire aún no había encontrado ninguna utilidad para aquella cama para gatos que le trajo cinco años atrás. La mayoría de los habitantes del lugar trataban a Evanelle con amabilidad y respeto, pero también la tenían por chiflada, y ni siquiera la propia anciana se tomaba a sí misma demasiado en serio. Sin embargo, Claire sabía que detrás de los extraños regalos que traía Evanelle siempre había algo.

—Vaya, vaya, vaya… Pero ¡qué aspecto de italiana auténtica tienes con esa melena negra y ese vestido a lo Sofía Loren! Tendrían que poner tu retrato en las botellas de aceite de oliva —la saludó Evanelle.

Vestía su chándal de velvetón verde y de su hombro colgaba una bolsa grande llena de monedas de veinticinco centavos, sellos, temporizadores de cocina y jabón, todos objetos que podía sentir la necesidad de darle a alguien algún día.

—Estaba a punto de preparar café —dijo Claire, retrocediendo un paso—. Pasa, pasa.

—Bueno, pues pasaré. —Evanelle entró y siguió a Claire a la cocina, donde se sentó a la mesa mientras la joven preparaba el café—. ¿Sabes qué es lo que más odio?

Claire miró hacia atrás por encima del hombro, mientras el vapor impregnado del olor a café se extendía por todos los rincones de la cocina.

—¿Qué es lo que más odias?

—Odio el verano.

Claire se echó a reír. Le encantaba pasar el rato con Evanelle. Claire había intentado durante años que la anciana se mudara a la casa Waverley para poder cuidar de ella, para dejar de sentir que las paredes de la casa se apartaban a su paso, haciendo de ese modo los pasillos más largos y las habitaciones más espaciosas si cabe.

—¿Y se puede saber por qué odias el verano? El verano es maravilloso. Aire puro, ventanas abiertas de par en par, arrancar tomates de las tomateras y comerlos cuando aún están calientes por el sol…

—Odio el verano porque es cuando la mayoría de los estudiantes se van de la ciudad, y entonces ya no salen a correr tantos jovencitos y me quedo sin poder alegrarme la vista con un buen trasero masculino cuando camino por la pista de atletismo.

—Eres una vieja verde, Evanelle.

—Pero si yo no he dicho nada…

—Toma, aquí tienes —dijo Claire, y dejó una taza de café encima de la mesa, delante de Evanelle.

La anciana examinó el contenido de la taza.

—No le habrás echado nada, ¿verdad?

—Ya sabes que no.

—Porque en vuestra rama de la familia Waverley siempre queréis echarle algo a todo: que si hojas de laurel al pan, que si canela al café… A mí me gustan las cosas simples y sencillas. Lo que me recuerda que… te he traído una cosa.

Evanelle rebuscó en la bolsa y extrajo un encendedor Bic.

—Gracias, Evanelle —dijo Claire mientras aceptaba el encendedor y se lo metía en el bolsillo—. Estoy segura de que me será de utilidad.

—O a lo mejor no. Solo sé que tenía que dártelo. —Evanelle, que tenía veintiocho dientes, todos ellos postizos, tomó su café entre las manos y miró hacia la bandeja de los pasteles, cubierta con una tapadera que había encima de la isla de acero inoxidable—. ¿Qué has hecho hoy?

—Tarta blanca. He mezclado unos pétalos de violeta en la masa, y luego he cristalizado algunas violetas para colocarlas encima. Es para el catering de una cena que me han encargado para esta noche. —Claire cogió una tartera que había junto a ella—. Y esta tarta blanca la he hecho para ti. No le he puesto nada raro, te lo prometo.

La dejó en la mesa, junto a Evanelle.

—Eres un tesoro. ¿Cuándo te vas a casar? Cuando yo ya no esté, ¿quién cuidará de ti?

—Tú no te vas a ir a ninguna parte. Y esta es una casa perfecta para una solterona. Me haré vieja en esta casa y los niños del vecindario me sacarán de quicio cuando intenten subirse al manzano del jardín, y yo los perseguiré y los espantaré con una escoba. Y tendré un montón de gatos. Seguramente por eso me regalaste esa cama para gatos aquella vez.

Evanelle negó con la cabeza.

—Tu problema es la rutina. Te gustan demasiado tus hábitos, tu rutina. Eso lo has heredado de tu abuela. Estás demasiado aferrada a esta casa, igual que ella.

Claire sonrió; le gustaba que la comparasen con su abuela. No había sabido lo que era sentirse amparada por la seguridad que procuraba un apellido hasta que su madre la había llevado allí, a aquella casa, donde vivía su abuela. Llevaban en Bascom tres semanas a lo sumo, Sydney acababa de nacer y Claire estaba sentada fuera, bajo la sombra del árbol de las tulipas del jardín, mientras los vecinos acudían a ver a Lorelei y a la recién nacida, su nuevo retoño. Claire no era nueva, de modo que no creía que alguien quisiese verla. Una pareja salió de la casa, después de la visita, y observaron a Claire construyendo, tranquila y a su aire, pequeñas cabañas de madera con las ramitas del suelo.

—No hay duda de que es una Waverley —señaló la mujer—: Está en su propio mundo.

Claire no levantó la vista ni abrió la boca, pero se sujetó a la hierba antes de que su cuerpo se pusiese a flotar en el aire. ¡Era una Waverley! No le dijo nada a nadie, ni una sola palabra, por miedo a que alguien pudiese arrebatarle aquella felicidad, pero, a partir de ese día, se dedicó a seguir a su abuela al jardín todas las mañanas, a estudiarla, queriendo ser como ella, queriendo hacer todo lo que hacía una auténtica Waverley para demostrar que, a pesar de que no había nacido allí, ella también era una Waverley.

—Tengo que entregar unas cajas de jalea y vinagre —le dijo a Evanelle—. Si esperas un momento, te llevaré a casa en coche.

—¿Tienes que llevarle algo a Fred? —quiso saber la anciana.

—Sí.

—Entonces te acompañaré. Necesito Coca-Cola. Y también unas barritas de chocolate. Y a lo mejor compro también unos tomates. Has hecho que me entren unas ganas locas de comer tomates.

Mientras Evanelle enumeraba las virtudes de los tomates amarillos comparándolos con los rojos, Claire sacó cuatro cajas de cartón ondulado del almacén y embaló la jalea y el vinagre. Cuando hubo acabado, Evanelle la siguió afuera, a la calle, a la minifurgoneta con la leyenda «Servicio de catering Waverley» escrita en un lateral.

Evanelle se subió al asiento del pasajero mientras Claire acomodaba las cajas en la parte de atrás y, a continuación, dio a la anciana la tartera con la tarta blanca que había cocinado para ella y una bolsa de papel marrón para que se las sujetara.

—¿Qué es esto? —quiso saber Evanelle al tiempo que examinaba la bolsa marrón mientras Claire se colocaba tras el volante.

—Un pedido especial.

—Es para Fred —afirmó Evanelle, con seguridad.

—¿Crees que volvería a hacer negocios conmigo si te lo dijera?

—Es para Fred.

—Yo no te he dicho eso.

—Es para Fred.

—Me parece que no te he oído. ¿Para quién dices que es?

Evanelle lanzó un suspiro.

—Ahora te estás haciendo la graciosa.

Claire se echó a reír y arrancó el vehículo.

El negocio iba viento en popa, porque todos los vecinos sabían que los platos hechos con las flores de alrededor del manzano del jardín de la casa Waverley podían afectar a la persona que los comía de distintas formas, a cuál más curiosa. Las galletas de jalea de lilas, las pastas de té de lavanda y los bizcochos para acompañar el té hechos con mayonesa de capuchina que las señoras de la Sociedad de Beneficencia encargaban para sus reuniones mensuales les daban la capacidad de guardar secretos. Los brotes de diente de león fritos sobre un lecho de arroz de pétalos de caléndula, las flores de calabaza rellenas y la sopa de escaramujo eran infalibles para asegurarse de que los invitados solo se fijaran en las cosas bellas de una casa y no en sus defectos. Las tostadas con mantequilla y miel de hisopo y anís, los tallos de angélica escarchada y las magdalenas con pensamientos cristalizados amansaban a los niños. El vino de madreselva servido en la festividad del Cuatro de Julio daba la capacidad de ver en la oscuridad. El sabor a frutos secos de la salsa elaborada con brotes de jacinto producía melancolía y hacía pensar en el pasado, mientras que las ensaladas con menta y achicoria eran una invitación a creer que algo bueno estaba a punto de suceder, fuese cierto o no.

La anfitriona de la cena de cuyo catering Claire debía encargarse esa noche era Anna Chapel, la directora del Departamento de Arte del Orion College, que al final de cada trimestre de primavera siempre organizaba una cena para su departamento.

Durante los cinco años anteriores Claire se había encargado de dichos eventos.

Constituían una excelente oportunidad de dar a conocer su nombre entre el sector académico, porque solo esperaban comida de calidad con un toque de originalidad, mientras que los lugareños que llevaban toda su vida en la ciudad solían recurrir a ella para que les preparase una comida organizada con algún propósito específico cuando querían quitarse algún peso de encima y asegurarse de que la otra persona no volvería a hablar jamás del asunto, para conseguir un ascenso o para hacer las paces con alguien con quien se hubiesen enemistado.

Primero Claire llevó la jalea y el vinagre al mercado al aire libre que había junto a la autopista, donde había alquilado un espacio en un puesto, luego se dirigió a la ciudad y aparcó enfrente de la tienda de exquisiteces Fred’s Gourmet, cuyo nombre anterior era Comestibles Fred, llamado así durante dos generaciones antes de que una clientela más sofisticada compuesta por universitarios y turistas acudiera a hacer sus compras allí.

Ella y Evanelle entraron en la tienda, y los tablones de madera del suelo crujieron bajo sus pasos. Evanelle se fue directa a los tomates, mientras que Claire se dirigió a la trastienda de Fred.

Llamó una vez y luego abrió la puerta.

—Hola, Fred.

Sentado a la vieja mesa de su padre, Fred tenía desparramadas varias facturas ante sí, pero a juzgar por cómo se sobresaltó al oír entrar a Claire, debía de tener la cabeza en otra parte. Se incorporó de golpe.

—¡Claire! Cuánto me alegro de verte…

—Te he traído las dos cajas que me encargaste.

—Muy bien, estupendo. —Cogió la bata de tendero blanca que había en el respaldo de su silla y se la puso encima de la camiseta negra de manga corta. La acompañó hasta la furgoneta y la ayudó a llevar las cajas dentro—. ¿Me has… mmm…? ¿Me has traído esa otra cosa que comentamos la otra vez? —le preguntó cuando entraron en el almacén.

Ella sonrió levemente y salió de nuevo a la calle. Regresó al cabo de un minuto y le dio la bolsa de papel marrón con una botella de vino de geranio de rosa en el interior.

Fred aceptó la botella con aire avergonzado y luego le dio un sobre con un cheque. El acto en sí era del todo inocuo, porque siempre le daba un cheque cuando ella le entregaba la jalea y el vinagre, pero aquel tenía un valor diez veces superior al de su cheque habitual. Y el sobre brillaba más, como si contuviese un millón de luciérnagas encendidas con su esperanza.

—Gracias, Fred. Te veré el mes que viene.

—De acuerdo. Adiós, Claire.

Fred Walker vio a Claire esperar junto a la puerta a que Evanelle pagase en la caja de la tienda. Claire era una mujer guapa, con el pelo y los ojos oscuros y la tez aceitunada. No se parecía en nada a su madre, a quien Fred recordaba de sus tiempos en la escuela, aunque lo cierto es que tampoco Sydney se parecía a ella. Saltaba a la vista que habían salido cada una a su padre, fueran quienes fuesen cada uno de ellos.

La gente mantenía con Claire un trato cordial, pero en el fondo les parecía una mujer distante, y nadie se detenía a hablar con ella sobre el tiempo, ni sobre la nueva conexión de la autopista interestatal, ni sobre lo dulce que había salido ese año la cosecha de fresas. Era una Waverley, y la familia Waverley era gente rara, cada cual a su propia y peculiar manera. La madre de Claire había sido una bala perdida que había dejado a sus hijas al cuidado de la abuela y había muerto en un accidente de tráfico en cadena en Chattanooga unos años más tarde; su abuela rara vez salía de casa, y su prima lejana, Evanelle, siempre estaba regalando a la gente objetos de lo más extraño. Pero, sencillamente, así eran los Waverley, igual que los Runion eran habladores, y los Plemmon siempre se andaban con evasivas, y los hombres de la familia Hopkins siempre se casaban con mujeres mayores. Pero Claire mantenía la casa Waverley en buen estado. Era uno de los caserones más antiguos del lugar, y a los turistas les gustaba pasearse por las inmediaciones y echarle un vistazo, lo que resultaba beneficioso para la ciudad. Y lo más importante: Claire siempre estaba allí cada vez que alguien necesitaba la solución a un problema que solo podía resolverse recurriendo a las flores que crecían alrededor del manzano que había en el jardín trasero. Ella había sido la primera en tres generaciones que había decidido compartir abiertamente aquel don con sus vecinos. Y eso la convertía en una gran mujer.

Evanelle se acercó a Claire y ambas se marcharon juntas de la tienda.

Fred asió con fuerza la bolsa que contenía la botella y se volvió a su trastienda.

Se quitó la bata y volvió a sentarse a la mesa, y se quedó de nuevo con la mirada fija en la pequeña fotografía enmarcada de un hombre apuesto vestido con un esmoquin. La foto había sido tomada en la fiesta del cincuenta aniversario de Fred, un par de años antes.

Fred y su compañero, James, llevaban juntos más de treinta años, y si la gente conocía la verdadera naturaleza de la relación entre ambos, duraba ya tanto tiempo que a todo el mundo le traía sin cuidado. Sin embargo, últimamente él y James se habían distanciado un poco, y las pequeñas semillas del descontento y la ansiedad estaban empezando a echar sus raíces. Durante los meses anteriores, James había estado quedándose a dormir en Hickory, donde trabajaba, unas cuantas noches por semana, aduciendo que tenía que quedarse a trabajar hasta tan tarde que no merecía la pena regresar cada noche a Bascom. En consecuencia, Fred se veía obligado a pasar demasiadas noches solo en casa, y no sabía qué hacer ni cómo matar el rato. Era James el que siempre decía: «A ti te salen unas empanadillas chinas buenísimas. ¿Por qué no cenamos eso esta noche?», o «Echan una película en la tele que me gustaría que viéramos». James siempre tenía razón, y Fred se cuestionaba hasta las cosas más insignificantes cuando su compañero no estaba en casa. ¿Qué debía cenar esa noche?

¿Debería dejar preparada ya la ropa para el tinte la noche antes o esperar al día siguiente?

Fred había oído hablar toda su vida del vino de geranio de rosa de las Waverley.

Provocaba en quienes lo ingerían un retorno a los días felices, recordando las cosas buenas, y Fred quería recuperar las cosas buenas que James y él compartían. Claire preparaba una sola botella al año, y resultaba extremadamente cara, pero era un remedio infalible, porque las Waverley, a pesar de su ceguera ante su propia forma de vida, eran increíblemente eficientes a la hora de ayudar a los demás a ver.

Levantó el teléfono y marcó el número del trabajo de James. Tenía que preguntarle qué debía preparar para cenar.

¿Y qué tipo de carne se servía con un vino mágico?

• • •

Claire llegó a casa de Anna Chapel a media tarde. Anna vivía en una zona de calles sin salida justo al otro lado del Orion College, y la única forma de llegar hasta allí era atravesando el campus. Se trataba de mi barrio residencial para los profesores de la universidad, y las viviendas habían sido construidas a la vez que el campus, hacía cien años. La intención era mantener a la comunidad académica lo más aislada posible. Una sabia decisión, teniendo en cuenta la oposición que suscitó en aquella época una escuela universitaria para mujeres. Actualmente, el rector aún tenía allí su residencia, y unos cuantos profesores, incluida Anna, vivían en las casas primigenias.

Sin embargo, en el barrio ahora predominaban familias jóvenes que no tenían ninguna relación con la comunidad universitaria. Simplemente, les gustaba la intimidad y la seguridad del lugar.

—Claire, bienvenida —dijo Anna cuando abrió la puerta principal y vio a Claire en el porche con una nevera portátil de productos que necesitaban una refrigeración inmediata. Se apartó a un lado y dejó pasar a Claire—. Ya conoces el camino.

¿Necesitas ayuda?

—No, gracias, ya puedo yo sola —contestó Claire, aunque el final de la primavera y el verano eran las épocas en que tenía más trabajo y contaba con menos ayuda.

Claire solía contratar a estudiantes de primero de cocina en Orion para que la ayudaran durante el curso académico. A fin de cuentas, no eran de Bascom, y las únicas preguntas que le hacían estaban relacionadas exclusivamente con el ámbito culinario. A causa de pésimas experiencias vividas, siempre que podía evitaba contratar a personal local. La mayoría esperaba descubrir algo mágico o, como mínimo, acceder al manzano del jardín trasero, con la esperanza de averiguar si la leyenda que circulaba por el lugar era cierta: a saber, que las manzanas les dirían cuál iba a ser el acontecimiento más importante de sus vidas.

Claire fue a la cocina, guardó las cosas en el frigorífico y luego dejó abierta la puerta y metió el resto de lo que llevaba a través de la puerta trasera. La cocina de estilo rústico no tardó en cobrar vida con el calor humeante y el poderoso aroma que acabó adueñándose de todos los rincones de la casa. Recibía a los invitados de Anna como si fuera el beso en la mejilla de una madre, como si los acogiera en su propio hogar.

Anna siempre quería usar su vajilla, unos pesados platos de cerámica que hacía ella misma, de modo que Claire dispuso la ensalada primero en las ensaladeras, y estaba a punto de servirla cuando Anna le comunicó que todos los comensales ocupaban ya sus asientos.

El menú de esa noche consistía en ensalada, sopa de yuca, solomillo de cerdo con relleno de capuchinas, cebollino y queso de cabra, sorbete de hierbaluisa entre platos y la tarta blanca de violetas de postre. Claire estaba muy atareada controlando la comida que tenía en el fuego, colocándola en los platos, sirviéndolos y luego retirándolos ágil y discretamente una vez que los comensales habían dado buena cuenta de ellos. Se trataba de un encargo tan formal como cualquiera de los que solía ocuparse, pero aquellos invitados eran todos profesores de arte con sus respectivos cónyuges, personas desenvueltas e inteligentes que se servían ellas mismas el vino y el agua y que sabían apreciar la vertiente creativa de la comida. Cuando tenía que trabajar sola, Claire no se centraba en la gente, sino solo en su cometido, que esa noche era especialmente agotador, teniendo en cuenta que la noche anterior había dormido sobre el suelo duro de su jardín. Sin embargo, aquello también tenía su lado positivo, pues nunca se le había dado demasiado bien el trato personal con la gente.

Aunque lo cierto es que sí se había fijado en aquel hombre. Estaba sentado dos sitios más allá de Anna, que presidía la mesa. Todos los demás seguían los platos con la mirada a medida que estos iban haciendo su aparición en la sala y se los colocaban delante, pero él, en cambio, solo la miraba a ella. Su pelo oscuro le llegaba casi hasta los hombros, tenía los brazos y los dedos largos, y las caderas mucho más generosas que las de cualquier otro hombre que ella hubiera conocido. Aquel hombre era un peligro.

Mientras servía el postre, Claire sintió una especie de mariposas revoloteando en su estómago a medida que se acercaba el momento de servirle el plato, aunque no sabía con seguridad si el nerviosismo emanaba de ella o más bien de él.

—¿Nos conocemos de algo? —le preguntó él cuando al fin llegó hasta su sitio.

Le sonreía con una sonrisa tan radiante y sincera que Claire estuvo a punto de devolvérsela.

Le puso el plato delante. La porción de tarta era tan esponjosa y perfecta que las violetas cristalizadas se desparramaban sobre ella como si fueran joyas escarchadas.

El pastel decía a gritos «¡Mírame!», pero él solo tenía ojos para ella.

—No, no lo creo —contestó.

—Es Claire Waverley, la artífice de la cena de esta velada —dijo Anna, alegre por el vino, con las mejillas teñidas de rosa—. La llamo cada vez que tenemos una cena de departamento. Claire, te presento a Tyler Hughes. Es el primer año que trabaja con nosotros.

Claire lo saludó con un movimiento de cabeza, extremadamente incómoda al sentir todas las miradas fijas en ella.

—Waverley… —repitió Tyler en tono pensativo. Ella hizo amago de alejarse, pero los dedos alargados de él se lo impidieron, envolviéndole con delicadeza el antebrazo—. ¡Claro! Ahora caigo —dijo, riéndose—. ¡Eres mi vecina! Vivo a tu lado.

En la calle Pendland, ¿verdad? ¿Vives en ese caserón enorme de estilo Reina Ana?

Estaba tan sorprendida de que la hubiese tocado que apenas acertó a asentir bruscamente con la cabeza.

Como si hubiese captado su súbita incomodidad o el leve estremecimiento que le recorrió la piel, el hombre la soltó inmediatamente.

—Acabo de comprar la casita azul contigua —explicó—. Me mudé hace unas semanas.

Claire se limitó a mirarlo fijamente.

—Bueno, pues me alegro mucho de conocerte al fin —siguió diciendo él.

Ella volvió a asentir con la cabeza y salió de la habitación. Lavó los platos, recogió todas sus cosas y le dejó a Anna las sobras de la ensalada y de la tarta en el frigorífico. Estaba un poco irritada y distraída, aunque no conseguía comprender por qué, pero mientras se afanaba en recoger y adecentar la cocina, no dejaba de recorrer inconscientemente con los dedos la zona del brazo donde Tyler la había tocado, como si quisiera restregarse para quitarse algo de la piel.

Antes de que Claire se llevara la última caja a la furgoneta, Anna entró en la cocina para deshacerse en elogios sobre la comida y expresarle el magnífico trabajo que había hecho, demasiado borracha o demasiado cortés para aludir a lo extraño de su comportamiento con uno de sus invitados.

Claire sonrió y aceptó el cheque que le ofrecía Anna. Se despidió, recogió la caja y salió por la puerta trasera. Recorrió despacio el corto sendero hasta su furgoneta. El cansancio se iba apoderando poco a poco de todo su cuerpo, como si fuera arena, y caminaba con pasos lentos. Lo cierto es que hacía una noche muy agradable: el aire era cálido y seco, y decidió que dormiría con las ventanas de su dormitorio abiertas.

Cuando llegó al bordillo de la acera, percibió una extraña ráfaga de viento. Se volvió y vio una silueta de pie bajo el roble del jardín delantero de la casa de Anna.

Desde allí no lo distinguía con claridad, pero creía atisbar unos diminutos destellos de lucecitas de color violeta flotando a su alrededor, como chispas de electricidad.

La figura se apartó del árbol y Claire sintió cómo la miraba atentamente. Se volvió y dio un paso en dirección a la furgoneta.

—Espera —la llamó Tyler.

Debería haber seguido andando pero, en vez de eso, se volvió hacia él de nuevo.

—¿Tienes fuego? —le preguntó.

Claire cerró los ojos. Sería mucho más fácil echarle las culpas a Evanelle si la anciana supiese lo que estaba provocando exactamente.

Dejó la caja en el suelo y se rebuscó en los bolsillos del vestido para sacar el encendedor Bic amarillo que Evanelle le había dado ese mismo día. ¿Era aquello lo que se suponía que tenía que hacer con él?

Mientras avanzaba hacia él y le tendía el mechero, sintió como si una ola inmensa de agua la empujase hacia delante, hacia la parte más honda de la piscina.

Se detuvo a unos palmos de él, tratando de dejar la máxima distancia posible entre ambos, hincando los talones en el suelo con todas sus fuerzas, luchando contra el poderoso y desconocido impulso que la impelía a acercarse más a él.

El hombre le sonreía, relajado, y la miraba con verdadero interés. Llevaba un cigarrillo apagado entre los labios, y se lo quitó de la boca.

—¿Fumas?

—No.

Claire aún conservaba el encendedor en la mano extendida. Él no lo cogió.

—Yo no debería hacerlo, ya lo sé. Ya he conseguido reducirlo a dos al día como máximo. Ha dejado de ser un hábito social. —Cuando vio que ella no respondía, ni trasladó el peso de su cuerpo a la pierna alterna—. Te he visto en tu casa. Tienes un jardín precioso. Yo corté el césped del mío por primera vez hace un par de días. No eres muy habladora, ¿verdad? ¿O es que ya he hecho algo susceptible de ofender al vecindario? ¿He llegado a salir en calzoncillos al jardín en algún momento?

Claire dio un respingo. Se sentía tan cómoda en su casa, tan protegida, que casi siempre olvidaba que tenía vecinos, vecinos que, desde la segunda planta de sus casas, podían verla abajo, en el interior de la galería acristalada, donde se había despojado del camisón esa misma mañana.

—Una cena fabulosa —señaló Tyler, insistente aún.

—Gracias.

—¿Es posible que volvamos a vernos pronto?

A Claire se le aceleró el corazón. No necesitaba nada más de lo que ya tenía; en cuanto dejase que algo nuevo entrase en su vida, acabaría sufriendo, era inevitable.

Tan seguro como que la noche sigue al día. Tan seguro como que después de la lluvia sale el sol. Tenía a Evanelle, su casa y su negocio. Eso era lo único que necesitaba.

—Puedes quedarte con el encendedor —fue la respuesta de Claire, que se lo dio y, acto seguido, giró sobre sus talones y se marchó.

Cuando Claire detuvo la furgoneta al llegar a su casa, lo hizo frente al jardín delantero en lugar de entrar por la parte de atrás. Había alguien sentado en el escalón superior del porche.

Claire salió del vehículo, dejándose las luces puestas y la portezuela abierta.

Atravesó el jardín a todo correr, sin el menor rastro de la fatiga anterior por causa del pánico.

—¿Evanelle, qué te pasa?

Evanelle estaba rígida, y la luz de las farolas le confería un aspecto frágil y fantasmagórico. Llevaba dos juegos de sábanas sin estrenar y un paquete de tartaletas congeladas de fresa.

—No podía dormir hasta que te trajese esto. Toma, cógelo y déjame dormir. Claire corrió a la escalera, recogió lo que le ofrecía y tomó del brazo a Evanelle para ayudarla a levantarse.

—¿Cuánto tiempo llevas aquí esperándome?

—Una hora o así. Estaba ya en la cama cuando me vino. Necesitas sábanas nuevas y tartaletas.

—¿Y por qué no me llamaste al móvil? Podría haberlo recogido yo misma.

—Pero es que no es así como funciona. No se por qué.

—Quédate a dormir aquí. Te prepararé un poco de leche caliente con azúcar.

—No —contestó Evanelle con brusquedad—. Quiero irme a mi casa.

Después de los sentimientos que Tyler había despertado en ella, Claire sentía más necesidad aún de luchar por lo que ya tenía, por las únicas cosas que quería que ocupasen su corazón.

—A lo mejor esas sábanas significan que tengo que prepararte una cama en mi casa —dijo en tono esperanzado mientras trataba de guiar a Evanelle hacia la puerta—. Quédate conmigo, por favor.

—¡No! ¡No son para mí! ¡Ni siquiera sé para lo que son! —repuso la anciana, alzando la voz. Tomó aire y luego añadió, en un susurro—: Solo quiero irme a mi casa.

Odiándose a sí misma por sentirse tan desamparada, Claire dio unas palmaditas a Evanelle con delicadeza, con gesto tranquilizador.

—Está bien, te llevaré a casa. —Dejó las sábanas y las tartaletas en la mecedora de mimbre que había junto a la puerta—. Vamos, preciosa —dijo, guiando a la anciana soñolienta por las escaleras y hacia la furgoneta.

• • •

Cuando Tyler Hughes llegó a casa, las ventanas de Claire estaban a oscuras.

Aparcó el jeep en la calle y salió, pero se detuvo en el camino de entrada. No quería entrar todavía. Se volvió al oír el avance tintineante de un perro pequeño por la acera. Al cabo de escasos segundos, apareció un diminuto terrier negro que corría persiguiendo a una mariposa nocturna que saltaba de una farola a la siguiente.

Tyler esperó a ver lo que aparecería a continuación.

Y dicho y hecho, la señora Kranowski, una viejecita larguirucha con un peinado que recordaba al torbellino de un helado de vainilla de cucurucho, hizo su entrada en escena. Estaba persiguiendo al perro y gritando:

—¡Edward! ¡Edward! Vuelve con mamaíta… ¡Edward! ¡Vuelve ahora mismo!

—¿Necesita ayuda, señora Kranowski? —preguntó Tyler al verla pasar.

—No, gracias, Tyler —contestó mientras desaparecía calle abajo.

Aquel espectáculo vecinal, tal como él había descubierto ya, tenía lugar al menos cuatro veces al día.

Bueno, no había nada de malo en seguir una rutina.

Tyler agradecía tener una rutina, mucho más que la mayoría de la gente. Ese verano tendría que dar clases, pero disponía de un par de semanas libres entre los trimestres de primavera y verano, y siempre se ponía nervioso cuando no tenía una rutina preestablecida. La vida estructurada nunca había sido uno de sus puntos fuertes, pero lo cierto es que le reconfortaba mucho. A veces se preguntaba si él ya era así o había aprendido a serlo con los años. Sus padres eran ceramistas y bohemios, fumadores de hachís, y habían alentado su vena artística. No fue hasta que empezó la escuela primaria cuando descubrió que estaba mal dibujar en las paredes, y eso había supuesto un enorme alivio para él. La escuela le proporcionaba una estructura, reglas, una dirección concreta. En las vacaciones de verano se olvidaba hasta de comer, porque pasaba horas y horas dibujando y soñando, y sus padres nunca le habían fijado límites. Esa era, precisamente, una de las cualidades que más apreciaban en su hijo, su creatividad. Había disfrutado de una infancia feliz, pero una donde la ambición encabezaba la lista, justo al lado de Ronald Reagan, de los temas tabú. Siempre había dado por sentado que, al igual que sus padres, se ganaría la vida modestamente viviendo de su arte y se conformaría con eso. Pero la escuela le había gustado, y luego, la universidad, mucho más, y no le entusiasmaba la idea de abandonarla.

Así que decidió dedicarse a la enseñanza.

Sus padres nunca lo entendieron: ganar mucho dinero era casi tan malo como ser republicano.

Seguía de pie allí, frente a su casa, cuando la señora Kranowski regresó caminando por la acera con Edward en brazos.

—Buen chico, Edward —le estaba diciendo—. Te has portado muy bien con mamaíta.

—Buenas noches, señora Kranowski —dijo cuando la mujer volvió a pasar por su lado.

—Buenas noches, Tyler.

A él le encantaba aquel lugar de locos.

Su primer trabajo en la enseñanza después de completar el máster había sido en un instituto de Florida; en aquel centro era tal la desesperación por encontrar profesores que pagaban bonificaciones sobre el sueldo base, dietas y todos los gastos derivados de su traslado desde su casa de Connecticut. Al cabo de un año aproximadamente, también empezó a dar clases nocturnas en la universidad local.

Fue un cúmulo de casualidades lo que lo llevó finalmente a Bascom. Conoció a una mujer en un congreso en Orlando, una profesora de arte del Orion College de Bascom. Corrió el vino, hubo coqueteo y acabaron con una noche de sexo salvaje en la habitación del hotel donde ella se hospedaba. Años después, durante unas vacaciones de verano marcadas por la angustia y la inquietud, se enteró de que había una plaza vacante en el Departamento de Arte del Orion College, y la imagen de aquella noche volvió a su memoria con una nitidez y una belleza aplastantes. Fue a la entrevista y obtuvo el puesto. Ni siquiera recordaba el nombre de aquella mujer; simplemente, lo que le atraía era el romanticismo que envolvía aquel suceso de su vida. Para cuando llegó a Bascom, ella ya no trabajaba allí y nunca llegó a verla de nuevo.

Cuanto más mayor se hacía, más vueltas le daba al hecho de que no hubiese llegado a casarse, de que lo que lo había llevado a aquella ciudad, para empezar, era otro verano insomne y el sueño de la vida al lado de una mujer con quien solo había pasado una noche.

Bien, ¿y de verdad era eso romántico o simplemente patético?

Oyó un ruido sordo procedente del lateral de la casa, de modo que se sacó las manos de los bolsillos y echó a andar hacia la parte de atrás. Cuando había cortado el césped un par de días antes, la hierba estaba muy crecida, por lo que había montones de restos húmedos por todo el jardín.

«Seguramente debería rastrillar todo ese césped», pensó, pero ¿qué iba a hacer con tanta cantidad? No podía dejarlo ahí, apilado en un montículo en mitad del jardín. ¿Y si toda la hierba cortada se secaba y quilaba la viva que había debajo?

El primer día sin clase y ya estaba obsesionado con el césped de su jardín. Y seguro que la cosa iría a peor.

¿Qué rayos iba a hacer consigo mismo hasta que empezasen las clases de verano?

Tenía que acordarse de escribirse notas para no olvidarse de comer. Lo haría esa misma noche, para que no se le olvidase. Las pegaría en la nevera, en el sofá, en la cómoda y en la cama.

La luz del porche trasero iluminaba el jardín de la parte de atrás; era un jardín de pequeñas dimensiones, ni por asomo tan grande como el de la casa contigua. La valla metálica de los Waverley, recubierta de madreselva, separaba ambos jardines. Desde que se había mudado allí, ya había tenido que obligar un par de veces a unos niños a que se bajaran de ella. Trataban de alcanzar el manzano, le habían dicho, cosa que le pareció una idea de lo más estúpida, puesto que debía de haber al menos seis manzanos maduros en el campus de Orion. ¿Por qué intentar subirse a una valla de casi tres metros de altura con remates puntiagudos en los extremos metálicos cuando podían ir andando hasta la universidad? Así se lo dijo a los niños, pero estos lo miraron con cara de incredulidad, como si no supiese lo que estaba diciendo. Ese manzano, le informaron, era especial.

Echó a andar junto a la valla, inspirando con fuerza el aroma dulce de la madreselva. Tropezó con algo y, al bajar la vista, vio que había pisado una manzana.

Siguió entonces con la mirada un reguero de manzanas que conducía a una pequeña pila de ellas junto a la valla. Otra cayó en el suelo con un golpe sordo. Era la primera vez que las manzanas caían de su lado de la valla. ¡Pero si ni siquiera veía el árbol desde su jardín!

Recogió del suelo una pequeña manzana rosada, la frotó hasta sacarle brillo con la tela de su camisa y, a continuación, le dio un mordisco.

Regresó caminando despacio hasta su casa, decidiendo que al día siguiente metería todas las manzanas dentro de una caja y se la llevaría a Claire, a la que le explicaría lo sucedido. Sería una buena excusa para volver a verla.

Probablemente solo serviría, una vez más, para repetir la misma historia de seguir a una mujer a un callejón sin salida.

Pero ¿y qué?

Hay que hacer las cosas que a uno se le dan bien.

Lo último que recordó de esa noche era que había puesto el pie en el peldaño inferior del porche trasero.

Luego tuvo el sueño más increíble de toda su vida.