Epílogo

Faltaban sólo dos semanas para el comienzo del curso de otoño en la LC. Por primera vez en muchos años, el trimestre académico empezaba con novedades importantes. Claudio Saldaña había sido destituido de forma fulminante antes de las evaluaciones de junio, y aunque los miembros de la Junta hubiesen preferido llevar el asunto con la máxima discreción, no hubo nadie en la Luis de Camoens que no estuviese al tanto de los motivos del despido: años atrás, el rector había maniobrado a favor de una alumna para que le fuese adjudicada una beca de estudios en una universidad argentina.

De todo el equipo docente, Mario Menkell fue el único que no quiso creer las razones últimas de la prevaricación: Claudio Saldaña mantenía con aquella joven una relación inconveniente —así lo había explicado la buena de Dorinda García, cuyo acendrado sentido del pudor le impedía decir, como habían hecho otros, que el rector se tiraba a una alumna— y quiso favorecer su candidatura en detrimento de la de otros chicos mejor cualificados. La beca se decidía en función de un ejercicio escrito, y el rector había otorgado una nota excesivamente generosa al firmado por su protegida.

Lo más extraño de todo fue la forma en que salió a la luz semejante tejemaneje: un buen día, el campus de la LC amaneció sembrado de fotocopias del examen realizado por Laura Morales y calificado por el rector con un espléndido nueve y medio, a pesar de que la postulante había dejado dos preguntas sin contestar y cometido una docena de faltas de ortografía. Todo el mundo se preguntaba de dónde habían salido aquellas páginas, y cómo era posible que no hubiesen sido destruidas en su momento por el autor del crimen. Alguien recordó entonces la obsesión del rector de la LC por conservar cada uno de los documentos producidos por la universidad —«Acostúmbrense a guardarlo todo. No admito que pueda perderse una sola hoja. Lo quiero todo clasificado, impreso, conservado para los restos, ¿entendido? Nada de disquetes, ni de memorias, ni de Dios sabe qué inventos modernos. A ver si comprenden ustedes la importancia de las cosas, por los clavos de Cristo»— y la conclusión fue que Saldaña había sido víctima propiciatoria de su exceso de celo.

Por su parte, el rector pasaría el resto de su vida preguntándose cómo habrían aparecido aquellos folios que él creía, si no a buen recaudo, sí al menos convertidos en una especie de aguja en el pajar de los miles y miles de papeles del inmenso archivo de la LC. Saldaña nunca pudo imaginar que había sido su propia secretaria, Angélica, quien, ayudada por Pablo Caspe, pasó horas y horas buceando entre un montón de legajos llenos de polvo hasta dar con aquel examen amarilleado por el paso del tiempo.

Después de que los papeles de la vergüenza circularan hasta el hartazgo por las manos de alumnos, profesores y personal no docente, la Junta convocó una reunión extraordinaria a la que Saldaña acudió convertido en un idiota balbuciente e intentando justificar sus desmanes con torpes excusas de mal pagador que sólo sirvieron para soliviantar aún más a los indignados miembros de la Junta de la Luis de Camoens. De nada valió que Saldaña esgrimiera su impecable hoja de servicios durante catorce años académicos, ni que se hubiese colocado en la solapa la chapita de la Legión de Honor, que oscilaba ridículamente con su respiración agitada: «Esto es más que un asunto de faldas —dijo el secretario elevando la voz—, es un caso de prevaricación con todas las letras, así que no intente disculparse. Sólo conseguirá empeorar el asunto».

Claudio Saldaña fue obligado a redactar su carta de dimisión aquella misma mañana, y aunque se le permitió que en ella adujera «motivos personales» para dejar su puesto en la LC, hasta el último bedel de la universidad supo los motivos verdaderos del cambio de rector, pues ya para entonces no quedaba nadie que no hubiese disfrutado de la lectura del examen desastroso de Laura Morales, a quien el firmante de las actas de concesión de la beca había calificado con una nota cercana al diez.

A Mario Menkell le sorprendió que nadie en la universidad lamentase la expulsión del rector, y, más aún, que no hubiese una sola persona dispuesta a compadecerse de su suerte. Él sí lo hizo. No es que Saldaña le cayese bien, ni que aprobase lo que había hecho favoreciendo a aquella alumna… pero había trabajado casi catorce años cerca de aquel hombre… y, además, Saldaña se había portado muy correctamente con él poniéndole sobre aviso cuando la Junta pensaba quitarle su puesto. Por eso garabateó una nota de despedida que envió al domicilio particular de Claudio Saldaña y a la que éste, por cierto, jamás contestó. Menkell no se sintió ofendido. Se dijo que el ya exrector de la LC debía estar pasando por el peor momento de su vida, así que no era cuestión de esperar manifestaciones de cortesía.

La expulsión de Claudio Saldaña cambió algunas cosas en la Luis de Camoens. La Junta aún no había nombrado a un sustituto, y se rumoreaba que existía la posibilidad de que se convocasen elecciones para elegir al nuevo rector. También el dichoso asunto del máster de edición se vio afectado. Con Saldaña fuera de la LC, el proyecto quedó definitivamente aparcado. No hubo quien lo lamentara. Después de todo, aquella historia había obedecido a un inexplicable empecinamiento del ya exrector, y nadie, salvo él, tenía demasiado claro que fuese conveniente para la universidad embarcarse en una aventura que era arriesgada, costosa y de final incierto.

Aquella mañana de septiembre, Mario Menkell caminaba por el cuidado césped de la LC, que empezaba a cubrirse de una crujiente capa de hojas amarillas. Menkell respondió con un gesto alegre al saludo de un grupo de alumnos, a quienes había costado unos segundos reconocer al profesor de escritura creativa en el hombre bronceado y vivaz que andaba a buen paso en dirección al edificio principal. Por primera vez desde que lo conocían, Mario Menkell lucía una chaqueta de su talla y una camisa que sentaba bien a su figura quebradiza y menuda. Una de las chicas se fijó en los bonitos mocasines de cuero que llevaba: hasta entonces, el bueno del señor Menkell era famoso por el lamentable estado de sus zapatos, que, además de ser feos a rabiar, solían estar tristemente desgastados en los talones y las punteras. Los muchachos vieron alejarse al profesor, y, una vez más, comentaron que había sido tan providencial como increíble que la profesora Millares se hubiera fijado precisamente en él.

La noticia de la relación de Mario y Beatriz había caído como una auténtica bomba en el campus de la Luis de Camoens, pero la aparición de las copias del examen de Laura Morales y el consiguiente escándalo del despido del rector habían servido para dispersar la atención. Ahora que Saldaña se había marchado, el principal tema de conversación apuntaría de nuevo hacia aquella pareja desconcertante. Eran muchos los que aseguraban que su noviazgo no sería capaz de sobrevivir al verano, pero ahora que los chicos veían a Menkell tan dignamente ataviado, con la piel dorada por el sol y una sonrisa atípica encajada en el rostro, no había duda de que aquel romance iba viento en popa. Nadie entendía cómo la atractiva, la brillante, la espléndida Beatriz Millares había podido fijarse en un tipo anodino como Mario Menkell, pero, como aseguraban las chicas poniendo los ojos en blanco, así es el amor.

Así es el amor, se repetía Menkell media docena de veces al día, de modo que esto es lo que se siente, y miraba a Beatriz y después se miraba las manos, o los pies, o se mordía el labio inferior para estar seguro de que esta vez no era otro el protagonista de la historia. Él y Beatriz Millares habían pasado el verano en Santorini, en un apartamento con vistas al mar, donde Mario había podido comenzar su novela y ella preparar el nuevo curso académico. Estuvieron allí casi dos meses completos: Beatriz había firmado el divorcio y vendido la casa cuya propiedad compartía con su exmarido, así que tras aquella inyección de liquidez le dijo a Mario que ambos se merecían unas vacaciones de lujo frente al mar Egeo.

El profesor Menkell volvió de Grecia con dos kilos de más, muy buen color en el rostro tras las jornadas de playa y casi cien páginas de su novela, que Beatriz había leído en el avión de regreso, sin soltarle la mano para nada más que pasar las hojas. Al acabar, le besó largamente y luego apoyó la cabeza en su hombro y cerró los ojos. En ese momento, Mario Menkell pensó que, ocurriera lo que ocurriera con aquel libro, él ya tenía su historia.

Aquella mañana, mientras Beatriz acudía a la universidad a realizar un examen de su asignatura —al observar la expresión beatífica de la profesora Millares los alumnos pensaron que quizá no iba a ser tan difícil aprobar, después de todo—, Mario se había citado en la editorial Millenio para hablar con Santiago Neves y Pilar Sieiro de las cien páginas que les había enviado por correo electrónico. Los editores habían coincidido en su entusiasmo por aquellos folios escritos bajo el emparrado de la hermosa terraza de Santorini, y ambos le aseguraron que la nueva novela no solo no tenía nada que envidiar a Lo que me contó Bernard M., sino que en algunos aspectos la consideraban incluso mucho mejor. Él no se atrevió a decirles que era quizá porque había escrito aquellas líneas bajo el influjo de las cosas que le estaban pasando, porque en el fondo aún tenía miedo de que todo lo que le había ocurrido en los últimos seis meses pudiera ser parte de un sueño, o una broma de los dioses, y se desvaneciera en el aire en cuanto cometiese la osadía de referirse a ello en voz alta. Así que, cuando escuchó las alabanzas de los editores, se limitó a esbozar su sonrisa tímida, a dar las gracias a ambos por sus palabras de aliento, y a confirmar que ya tenía un título para la novela: La canción de Klara.

No quiso llamar a Beatriz para darle las buenas noticias y prefirió ir a buscarla a la universidad. La vio desde el patio a través de los cristales del aula, mientras recogía los exámenes, y estuvo unos segundos observándola desde lejos, con su espeso cabello castaño desparramado por la espalda, los ojos verdes protegidos por las elegantes gafas de concha, su privilegiado esqueleto de antigua deportista, y aquella sonrisa llena de luz que había conservado incluso en los peores tiempos. Se quedó mirándola unos instantes, acariciando distraído la carpeta azul que contenía las primeras páginas de la novela, y entonces ella levantó la cabeza y le vio. Su sonrisa se hizo más amplia cuando alzó la mano para saludarle, y él correspondió al gesto elevando la carpeta en inequívoca señal de triunfo. Ella entendió y dibujó con los dedos la uve de la victoria. Y en ese instante, mientras su cuerpo y su alma eran barridos por una sensación de plenitud, Mario Menkell se dio cuenta de que ya no era capaz de recordar ni uno sólo de los momentos en que su vida no había sido extraordinaria y feliz.