Aquella tarde, en un café milanés, Beatriz y Mario pudieron leer una tierna versión adaptada de Lo que me contó Bernard M. Todas aquellas cartas larguísimas y nunca abiertas contenían la misma historia del libro, pasada por el tamiz de la devoción del autor hacia la lectora que no existió nunca. Si Klara Hauptf hubiese leído aquellos folios, habría sabido que las ausencias del supuesto Johann Menkell no coincidían con las veleidades de un bohemio, sino con los compromisos adquiridos con un patrón inflexible. Cole Porter y su criado-secretario habían establecido una curiosa relación laboral de dependencia mutua. Menkell era su mayordomo, su consejero, su paño de lágrimas, su ayuda de cámara, su cocinero, su esclavo. Él admiraba a Porter como lo que era: un genio destinado a hacerse un lugar en la historia de la música, un hombre refinado y culto, de aguda inteligencia, capaz de componer letra y música de canciones que reconocía como inmortales. Por eso, Bernard Menkell sentía que estar al servicio de Cole era el mejor regalo que podía hacerle la fortuna. ¿A qué otra cosa podía aspirar un francés pobre y sin estudios ni más experiencia que el trabajo de camarero en un cabaret de Montmartre?

A Porter le había conocido allí. Estuvo toda la noche sirviéndole champán a él y a sus amigos, escuchando sus risas, admirando de lejos el atuendo impecable de cada uno de los miembros de aquel grupo feliz. El músico y los suyos habían dejado pasar la noche en el local, y ya amanecía cuando pidieron al dueño algo de comer. El propietario del local —un alsaciano antipático que entendía como una maldición el haberse hecho rico regentando un lugar en el que era testigo diario de la felicidad ajena— contestó con un bufido que allí sólo servían bebidas. Animado por la posibilidad de una propina —y también porque aquella alegre grey le había fascinado desde su entrada en el local—, Menkell se fue a una panadería cercana y compró brioches, pain au chocolat, croissants recién hechos, baguettes calientes y un bote de mantequilla salada, y sirvió el desayuno, que a falta de café regaron los noctámbulos con tres botellas de Veuve Cliquot. Como había previsto, los juerguistas entregaron a Menkell una propina generosa. Cuando estaban a punto de dejar el local, Cole Porter se volvió hacia él.

—¿Sabes quién soy? —le dijo.

—Sí, señor. Es usted el señor Porter.

Todos los diarios de París traían aquellos días alguna foto del americano, que triunfaba en un local de moda y alborotaba la ciudad con sus francachelas y su música. Al compositor pareció agradarle la respuesta, quizá porque el ser reconocido por un simple mesero de Montmartre era la mejor prueba de la universalidad de su triunfo. Miró a Menkell de arriba abajo, como si estuviera calibrando su talla para hacerle un traje nuevo.

—Buena figura y buena actitud. Diligente, amable y listo. Joven. No muy guapo, pero ¿quién lo tiene todo? —dijo, en inglés, y volvió al francés para añadir—: ¿Te gustaría trabajar para mí?

En el siguiente segundo, Bernard Menkell se quitó el delantal, lo dobló con cuidado y lo dejó sobre el mostrador. Dos días después empezaba para él la gran aventura de su vida.

Cole Porter, que se jactaba de haber sido dotado por la suerte de un sexto sentido para todas las cosas, había dado buena prueba de su ojo clínico al contratar como asistente a aquel muchacho, o al menos eso era lo que aseguraban todos los amigos del músico. Menkell era diligente y correcto, prudente y avispado, y tenía una portentosa capacidad para trasnochar sin sufrir al día siguiente las consecuencias de una larga noche sin sueño, cosa fundamental cuando se trabaja para un noctámbulo empedernido. Fue el primer criado en no gruñir cuando al maestro le daba por hacer música a deshora y tocaba una y otra vez la misma melodía. Al músico le encantó comprobar que a su criado no solo no le molestaba la machacona insistencia en una canción, sino que incluso parecía escuchar con atención lo que salía de sus manos milagrosas puestas al frente de un piano de cola. Con el tiempo, Cole Porter llegó incluso a interpretar para él temas de composición reciente que aún no habían sido estrenados, y cuando se dio cuenta de que aquel joven tenía buen oído y un excelente gusto para la música, llegó a considerar sus pedestres observaciones, como aquella vez que le hizo escuchar la primera versión de un tema para un musical que iba a representarse en Broadway, y él frunció el ceño antes de decir «señor Porter, le falta algo al final». El compositor no contestó a lo que consideraba una impertinencia, pero repasando la canción se dio cuenta de que Menkell estaba en lo cierto: la canción necesitaba una estrofa para ser cantada tras el estribillo y rematar así de una forma menos abrupta. Hizo las correcciones pensando, satisfecho, que había sido muy listo al contratar a aquel camarerito francés. En las semanas siguientes, Porter se acostumbró a someter sus composiciones al instinto de Bernard Menkell, que, mientras le preparaba el té o le limpiaba los zapatos, escuchaba —meneando la cabeza y claramente atento— las notas del piano de Cole Porter y las letras de las canciones que componía, a pesar de que al principio no sabía una palabra de inglés. Con el tiempo, Menkell llegaría a hablar bastante bien el idioma materno de su patrono, pero en los primeros tiempos se contentaba con captar la rima de unas frases cuyo contenido se le escapaba.

Aunque había crecido sin saberlo, a Bernard Menkell le encantaba la música, y Porter pensaba en secreto que, de haber recibido una adecuada formación a su debido tiempo, aquel joven francés hubiese podido ser un intérprete consumado, incluso compositor. Pero era ya demasiado tarde para someterse a un aprendizaje tan exigente, así que el bueno de Bernard M. debía limitarse a escuchar las canciones de otros y a hacer certeras sugerencias para mejorarlas. A Porter no le importaba reconocer que necesitaba su ayuda, ni tampoco compensar con largueza su buena disposición para extralimitarse en su trabajo como criado. Había sido arrancado de un cabaret de París con el único propósito de colaborar en las tareas domésticas y conservar los trajes de Cole Porter en perfecto estado de revista, y había acabado por convertirse en el primer crítico de su producción musical.

Lo malo era que Porter se reveló enseguida como un patrono absorbente. Pronto empezó a vampirizar el tiempo y las energías de Menkell con las exigencias del divo que fue siempre, y tan pronto reclamaba la búsqueda y hallazgo de una caja de botellas de champán rosado cuando se encontraban de paso en un pueblecito de los Alpes suizos, como le despertaba a las cinco de la mañana porque quería que escuchase una nueva canción que había comenzado a garabatear en el pentagrama. Así las cosas, Menkell empezó a cansarse de las extravagantes demandas del músico, y un día le comunicó su decisión de marcharse. Iba a volver a Francia, le dijo, o a cualquier otro lugar del mundo donde pudiese ser dueño de su tiempo y de su vida. Porter montó en cólera, como hacía siempre que algo no le gustaba. Gritó, pataleó, protestó, gimió, lloró y al final suplicó a Menkell que no se fuera. Le necesitaba, dijo. Era la primera vez que tenía un criado igualmente capaz de preparar una excelente taza de té que de aplicarle cataplasmas para el dolor de cabeza y de detectar los fallos en un tema recién compuesto. Le dijo que se moriría si se marchaba, condenándole otra vez a tratar con criados torpes, estúpidos e insensibles, incapaces de distinguir una canción suya de la compuesta por el director de una charanga de pueblo. Le quería a su lado, confesó, y no podía permitir que se marchase. A cambio de soportar sus necedades, sus caprichos y sus peticiones demenciales, le propuso crear para él un generoso sistema de vacaciones: podría marcharse cada vez que así lo necesitara, pasar una temporada lejos de él y desintoxicarse de su presencia, que, admitió Porter, a veces podía resultar demasiado intensa para cualquiera. Por su parte, independientemente del tiempo que precisase pasar en otra parte, Menkell tenía que comprometerse a volver siempre. Él aceptó.

Siguiendo la historia familiar relatada por su madre, Mario Menkell contaba en su novela cómo Bernard M. aprovechaba aquellas escapadas autorizadas por su jefe para visitar a las incontables amantes de ocasión que tenía desperdigadas por media docena de ciudades europeas, para jugarse en los casinos el sueldo de un año entero, para engañar con promesas de matrimonio a princesas rusas y condesas austríacas, para bailar en los cabarets de París y cantar con los borrachos en los bares de mala muerte del puerto de Marsella. Pero la verdad era otra, o al menos así lo interpretó Fernando Montalvo en sus cartas para Klara.

En sus primeras vacaciones, Bernard M. tomó en Venecia un tren que, después de muchos trasbordos, le llevó a Viena, donde se sentía amparado por su conocimiento del idioma, que su padre alemán se había empeñado en que aprendiera. Menkell ya había estado en Austria, pero en aquella ocasión había conocido el país bajo la sombra castradora de su patrón, bajo el yugo de su amo. Esta vez era libre para hacer lo que le apeteciese, incluso cambiarse el nombre. Y en esas circunstancias conoció a Gerda, que se ganaba la vida actuando en un café cantante de baja estofa. Le dijo que se llamaba Johann, pensando que el contacto con ella iba a reducirse a una sola noche. Luego, cuando volvieron a verse, no se atrevió a reconocer la estupidez del nombre inventado, y decidió dejarlo así. No se separaron en los quince días de vacaciones, que fueron suficientes para que Gerda quedara embarazada. Él no lo supo hasta que regresó a visitarla ocho meses después. Había vuelto a poner tierra de por medio entre él y Porter, después de una sonada discusión por unas manchas en el cuello de la camisa y las notas atascadas de una canción que se le resistía. Menkell dejó al músico en pleno ataque de cólera bendecido por la prerrogativa que él mismo le había otorgado, y volvió a Viena en busca de la chica que había conocido la última vez, de la muchacha que le llamaba Johann.

Cuando la vio, grávida y triste, con el destino flotando en un montón de interrogantes donde lo único cierto era la inminencia del alumbramiento de una criatura, Menkell se dio cuenta de que su vida había empezado a cambiar, y que en adelante sus escapadas iban a tener para siempre el mismo destino. Ya no sería libre nunca más, pero no le importaba. Decidió no hablarle nunca de Cole Porter, y no hablar a Porter de Gerda y del bebé que iban a tener. Ambos, Gerda y Cole, eran los eslabones de una cadena que se había colocado voluntariamente y que le ataba a dos mundos distintos y distantes: el de la trastienda de la alta sociedad internacional, donde su patrón era recibido como una auténtica estrella, y el de las paredes de un pequeño apartamento de la Gretten Strasse.

Como Fernando Montalvo contó a Klara, reescribiendo así la novela firmada por Mario, durante casi diez años el único refugio de las escapadas de Bernard Menkell fue una modesta casa de Viena donde vivía la mujer que amaba y una niña llamada Klara a la que había dado su apellido y reconocido como su hija. Si la señora Hauptf hubiese abierto las cartas de Montalvo, habría sabido que el abandono de su padre tenía una explicación tan triste como aceptable: en el transcurso de uno de sus viajes con Porter, había sufrido un espantoso accidente de automóvil que le había condenado a la galera de una silla de ruedas. Imposibilitado para seguir a Porter en sus periplos mundanos, Menkell volvió a París, donde aún vivía su madre, a la que contó la historia de aquellos años omitiendo la existencia de Klara y de Gerda. ¿Para qué iba a saber la pobre señora Menkell que a muchos kilómetros de allí había una niña que llevaba su sangre? ¿De qué valía que supiese que la tragedia de su hijo se multiplicaba hasta el infinito por la existencia de una hija a la que no volvería a ver y una mujer a la que amaba? En cuanto a Klara y a Gerda, no quería condenarlas a la limitación de su invalidez, ni tampoco que supiesen del triste final que había tenido su vida misteriosa. Si en aquellos años habían conocido de él tan pocas cosas, ¿de qué les valdría ahora estar al corriente de la terrible verdad de Bernard M.?

Según la conclusión de Montalvo, tras su accidente, Menkell sí habló de Klara y Gerda al maestro Porter, quien, conmovido por la situación, prometió hacer llegar una renta mensual a la hija de su desdichado sirviente. Aquélla era una interpretación cercana a la verdad, pero no del todo acertada: no fue Cole Porter sino su esposa, Linda, la depositaría del gran secreto de Bernard Menkell, y también la encargada de hacer llegar a Klara y a su madre un dinero que les permitiera mantenerse. Aquella cantidad, que era emitida por un destinatario anónimo, llegó puntualmente a madre e hija al principio de cada mes hasta la muerte de Linda, en 1954. Entonces, Klara acababa de cumplir dieciséis años y se preguntaba cada día dónde estaba su padre sin sospechar que Bernard Menkell se consumía junto a una madre anciana en una diminuta buhardilla de París, añorándolas en secreto a Gerda y a ella, y recordando los años pasados junto al maestro Porter a todo aquel que quisiese prestar atención a sus batallitas de inválido. Aquellos recuerdos se conservaron gracias a la memoria de su sobrino, Luc Menkell, que los refirió a su hija Sophie, quien, años más tarde, los confiaría a su hijo Mario, dándole, sin saberlo, una herramienta para cambiar su vida.

Beatriz y Mario habían tardado tres horas en leer todas las cartas. El café estaba casi vacío. Sobre la mesa había una taza y una copa, y varios sobres abiertos junto a un montón de páginas de apretada caligrafía que contenían una versión adaptada de Lo que me contó Bernard M. Quedaba sólo una carta por abrir: la que Fernando Montalvo había enviado a Iosto Hauptf tras la muerte de su esposa. Años después, Mario y Beatriz seguirían preguntándose si habían hecho bien en leerla, pues quizá Iosto Hauptf la había incluido por puro despiste en la carpeta que contenía las cartas de Klara, pero en aquel momento no dudaron de que aquel sobre guardaba tal vez el epílogo de aquella historia sorprendente, y se dijeron que era justo que lo abriesen para conocer su contenido.

Estimado señor Hauptf:

El director de su residencia acaba de ponerse en contacto conmigo para darme la noticia de la muerte de Klara. No se ofenda si le digo que comparto su dolor hasta donde me está permitido. Creo que puedo saber cómo se siente, aunque sé que usted no puede imaginar cómo me siento yo. Cuando recibí la llamada en la que se me informaba de la muerte de Klara, estaba escribiendo una postal para ella. La foto mostraba un trébol de cuatro hojas. Se supone que eso trae suerte, ¿verdad?

Seguro que Klara le ha hablado de las cartas que le mandé durante estos años. Por si le queda alguna duda al respecto, le doy mi palabra de honor de que ella nunca las contestó. Klara le quería a usted tanto como yo la quise a ella, y sé que usted la correspondió durante todos estos años. Me queda el consuelo de saber que la hizo feliz hasta su muerte.

Klara le habrá hablado ya de la historia de su padre. Toda una novela, estimado Iosto, y así lo entendió el hombre que convirtió a Johann Menkell en personaje de un libro. Hay algo que nunca le conté a Klara: he visto a ese hombre. Se llama Mario y enseña escritura en la universidad. Hace tres años me colé en una de sus clases. Es un profesor espléndido y parece una buena persona. Asistí a sus lecciones durante tres o cuatro semanas, hasta que me di cuenta de que podía acabar causándole problemas y dejé de ir. Me hubiese gustado hablar con él, pero creo que había demasiadas cosas que decirle, y, además, él no tenía interés en conocerme a mí. Y no siempre es justo buscar a quien no desea ser encontrado, ¿verdad? Tampoco Johann Menkell quiso que dieran con él, y por eso desapareció sin dejar rastro.

Sepa que he tomado la determinación de quitarme la vida. Lo haré esta misma tarde, después de poner esta carta al correo. Amigo mío, me temo que esta vez el destino ha facilitado el que llegue antes que usted al lugar donde se encuentra Klara. No tema, la cuidaré bien. Vigílese usted también, y permanezca muchos años en el mundo de los vivos. Así tendré algo de tiempo para estar con ella. Usted la ha tenido toda la vida, y es previsible que la tenga también durante toda la eternidad.

Suyo, afectísimo,

FERNANDO MONTALVO

Llovía en Milán con una lluvia sorda y mansa, una lluvia limpia que de vez en cuando se clavaba en los cristales del Caffé della Chiesa. Dentro ya no quedaba nadie, excepto la pareja sentada en la mesa del fondo. Gracias a una rara intuición —la misma que le había hecho ganar una pequeña fortuna en propinas durante aquellos años—, el camarero no se había acercado a ellos en toda la tarde, a pesar de que hacía mucho rato que ambos habían terminado el café y la copa de licor. Los observó desde la frontera de la barra, y pensó que había algo hermoso, extrañamente armónico en aquellos dos seres cuyos nombres no sabría nunca. El corazón de Giulio se aceleró cuando los dos se tomaron de las manos y se miraron largamente antes de besarse, y él no acertó a entender qué le provocaba aquella emoción, aquella sorpresa, si a lo largo de más de treinta años había visto besarse a decenas, quizá cientos de parejas. Y entonces, sin saber por qué, Giulio Spiagia, camarero de profesión y observador aficionado de las vidas anónimas, tuvo la extraña impresión de que aquel hombre ajeno estaba dando el primer beso de toda su vida.