Comieron cerca del hotel, en una trattoria para turistas de la calle Dante. Beatriz hubiese querido elegir un sitio más agradable, quizá algún restaurante en la zona del Naviglio, o en el alegre barrio de Brera, pero no se atrevió a sugerirlo. En el bolso —un bolso grande de piel, excelente imitación de los que vendía la casa Prada en su tienda de la calle Montenapoleone— llevaba la carpeta con las cartas de Fernando Montalvo, y el sorprendente botín hacía girar todo en torno a aquellos papeles misteriosos. De natural impaciente, Beatriz hubiese querido emprender la lectura de las cartas en el mismo asiento del taxi que tomaron a la salida de la Casa Verdi, pero Mario Menkell estaba hecho de otra pasta y ella no se atrevió a insinuar urgencias: después de todo, las cartas le pertenecían a él. Hicieron el camino en silencio, algo abrumados por el peso de las confidencias de Iosto Hauptf, y la vaga conciencia de que quizá ambos se habían enterado de más cosas de las que hubieran querido.
El restaurante que eligieron al azar tenía un nombre previsible, algo así como Il Tortellini o La Milanesa. Les dieron una mesa en la terraza, entre decenas de turistas que devoraban con fruición porciones de pizza y platos de tallarines. Comieron sin hablar unos entremeses de la casa y sendos platos de pasta supuestamente fresca. No lo era, pero ni Mario se dio cuenta ni Beatriz tenía ganas de protestar. Lo hubiese hecho en otras circunstancias, pero no cuando llevaba en el bolso una veintena de cartas que tenían el valor de un testamento.
—Y ahora ¿qué hacemos? —preguntó Mario.
—¿Y tú qué crees? Pues abrir las cartas cuanto antes.
—¿Aquí?
Miró con desmayo a su alrededor para subrayar el alboroto de sus vecinos de mesa, los manteles salpicados de salsa de tomate y las palomas voraces que se disputaban los trocitos de pizza que quedaban en las mesas vacías. Un acordeonista rumano daba la tabarra tocando una y otra vez una cancioncilla rechinante, y el camarero iba de un comensal a otro intentando ejercer de italiano simpático y expansivo. Beatriz se inclinó hacia Menkell y habló en voz baja.
—Mario… de todos los lugares de la tierra, posiblemente éste sería el último en el que quisiera leer la correspondencia de Montalvo.
—¿Entonces?
Ella no respondió. Se puso en pie, sacó un billete de cincuenta euros y lo dejó sobre el mantel con un ademán teatral mientras hacía a Mario un gesto definitivo para que la siguiera. Sonrió para sí al pensar que sus vecinos de mesa debían confundirlos con dos amantes en pleno ataque de lujuria que ni siquiera pueden esperar la cuenta para ir a refugiarse a una habitación de hotel y arrancarse la ropa mutuamente.
No fueron al hotel, sino a otro sitio. Como guiada por un soplo de inspiración, Beatriz llamó a un taxi, que les condujo a un viejo café situado en las cercanías del barrio de Brera. Beatriz recordaba de puro milagro la dirección de aquel local que olía a expreso recién hecho, y tenía veladores de mármol entre plantas que crecían para dar al lugar el misterioso sigilo de la selva. De camino pensó sobresaltada que quizá lo habrían cerrado —hacía más de diez años que no iba por allí—, pero el Caffé della Chiesa no sólo conservaba la ubicación y el nombre, sino también el aura de otro tiempo y a un camarero antiquísimo con bigote garibaldino que sonreía a los clientes desde el otro lado de la barra. Una vez, mucho tiempo atrás, Beatriz había pensado que aquel café era el mejor sitio del mundo para tener una cita romántica, amparada por las plantas que trepaban hacia el techo y el silencio casi misterioso sólo quebrado por el entrechocar de las tazas y las cucharillas.
Mario pidió un expreso helado, y Beatriz una copa de limoncello. Luego, ella abrió su bolso falsificado y extrajo la carpeta de las cartas.
Madrid, 15 de junio de 1994
Mi querida Klara:
Te sorprenderá que vuelva a escribirte después de tanto tiempo. Supongo que, tras tantos años sin noticias mías, pensabas que te habías librado de mí. Ya sé que no tienes ningún interés en recibir correspondencia de mi parte, pero tengo que darte una noticia sensacional. Klara, creo que he encontrado a tu padre.
Te enviaré más información en cuanto pueda. Entretanto, quedo, como siempre, a tus pies.
Respetuosamente tuyo
FERNANDO MONTALVO
Si bien Klara Menkell Hauptf nunca había dirigido a Fernando Montalvo más allá de dos o tres frases de cortesía, él había conseguido trazar un completo mapa de su historia personal gracias a la inestimable colaboración del suegro de ella. Stefan Hauptf había proporcionado a su alumno el suficiente material como para poder reconstruir con bastante exactitud la biografía de la esquiva muchacha, que cambiaba de acera para no cruzarse con él cada vez que se lo encontraba a la salida de las clases, y lo saludaba con una sonrisa distraída sólo cuando no le quedaba más remedio.
Nadie —ni siquiera el propio Montalvo— entendió nunca por qué Stefan Hauptf se había encariñado con su pupilo hasta el punto de traicionar la confianza de su hijastro y de la esposa de éste, pero el caso es que el violinista prestó eficaz ayuda en su obsesión al joven y torpe aprendiz de músico. Hauptf recordaba perfectamente el día en que Montalvo llegó a su escuela por primera vez, mojado como un perro tras caminar sin paraguas bajo las primeras lluvias de septiembre. El maestro le recordó siempre como era entonces, delgado y frágil, con el pelo negro y áspero como la estopa, la piel tostada y una sonrisa trémula que usaba igual para pedir perdón que para dar las gracias. Había estudiado música con otros maestros, le dijo, y sabía tocar con acierto el piano y el violín, pero estaba convencido de que bajo su magisterio aquel aprendizaje podía ir mucho más allá. Aún no estaba seguro de querer dedicarse a la música de forma profesional —después de todo, sólo tenía dieciocho años—, pero, en cualquier caso, deseaba avanzar en sus estudios y estaba convencido de que el concurso del maestro Hauptf sería definitivo para su posible carrera como concertista. Sólo unos días después de la primera clase de Montalvo, Stefan Hauptf supo que, pese a la sobrada aplicación del alumno y sus excelencias como profesor, el chico estaría siempre relegado a la categoría de ejecutor mediocre. Su constancia, sus deseos de trabajar, su energía, no podían compensar su dolorosa falta de talento. Al principio se engañó a sí mismo pensando que sólo era cuestión de paciencia y perseverancia, de doblar las sesiones, de intensificar el trabajo de ambos, pero tuvo que rendirse a la evidencia: a pesar de su indudable capacidad docente, nunca sería capaz de hacer de Fernando Montalvo un verdadero músico.
Quizá por eso, cuando tras muchas horas de clase y avances casi nulos, su joven alumno le confesó su amor por la esposa de su hijastro, Hauptf decidió compensar de otra forma su fracaso como maestro y compartió con él toda la información que poseía acerca de Klara. Estaba convencido de que Montalvo era un ser inofensivo, y no había nada de malo en hacerle conocedor de la geografía vital de la mujer de la que estaba enamorado sin esperanza de ninguna clase. En las largas conversaciones que mantenía con su maestro —durante el tiempo hurtado al aprendizaje de los arcanos de la música—, Montalvo había aclarado a Hauptf que no albergaba ilusión alguna en cuanto a los sentimientos de Klara, que la sabía felizmente casada y que se contentaría con adorarla a distancia y ser de por vida una especie de enamorado secreto, en un ejercicio de amor cortés tan extraño como ridículo.
Hauptf le dejó hacer. Aquel chico le daba lástima por muchas cosas. Por su prematura orfandad. Por la ausencia de referentes, por su condición de extranjero, por su invencible falta de talento para la ejecución a pesar de su amor por la música y su capacidad de trabajo. ¿Quién, se preguntaba a menudo Stefan Hauptf, tendría corazón para negar un poco de ayuda a una persona así? Montalvo no quería nada de Klara, sólo saber de ella. ¿Qué tenía eso de malo? ¿A quién perjudicaba?
Así que, sin pedir permiso a nadie, compartió con Fernando Montalvo un puñado de pequeños secretos familiares, algunos datos inocuos sobre el pasado y presente de Klara Menkell, detalles sobre sus gustos, sus antipatías, sus aficiones. Supo que le gustaban los abanicos, las figuras de porcelana, las miniaturas —¿qué miniaturas exactamente?, había preguntado Montalvo, pero Hauptf no fue capaz de precisar— y que su regalo de bodas más preciado era una antigua gramola enviada por un tío lejano. Se enteró de que había sufrido una escarlatina virulenta cuando era niña, de que padecía frecuentes dolores de cabeza y de que coleccionaba programas de conciertos y entradas de auditorios. Le gustaba el pescado mucho más que la carne, aunque comía poco, y los bombones rellenos de crema. Jamás bebía alcohol, exceptuando una copa de vino en las comidas, desayunaba té con tostadas y detestaba los frutos secos. Estaba obsesionada con la imagen del padre ausente, que sólo le había dejado unos cuantos objetos materiales —regalos de Navidad y de cumpleaños— y un puñado de recuerdos sin importancia: el muñeco de nieve levantado en el parque una mañana de invierno, el relato de algunos cuentos clásicos y la canción Night and Day que le había enseñado poniéndose al piano. No había mucho más. Klara Menkell era una mujer como otra cualquiera. Quizá por eso, pensaba Stefan Hauptf, no había peligro en hacer a Montalvo aquellas modestas revelaciones, todas ellas sin trascendencia alguna, ni más valor que el que su pobre alumno quisiera darles.
La indiscreción del maestro Hauptf debería haber sido suficiente para Fernando Montalvo, pero él quería más. Por eso llegó al extremo de entregar sobornos menudos a los parientes milaneses de Klara a cambio de otro puñado de revelaciones, todas, por cierto sin la menor importancia. De esa forma, Montalvo llegó a saberlo casi todo de la mujer a la que se había resignado a amar en silencio, y entonces entendió que era importante hacer más averiguaciones acerca de su padre, el misterioso Johann Menkell. Habló con el dueño de la agencia de detectives que había contratado Klara, quien reconoció que habían sido incapaces de averiguar algo del paradero del señor Menkell. «Es como si ese hombre no hubiera existido nunca», dijo. Eso sí, a cambio de una pequeña cantidad, accedió a entregarle una copia de la carpeta «con toda la información del sujeto», que había sido facilitada por la propia Klara. Consciente de la dudosa moralidad de aquella transacción, el investigador se empeñó en explicar a Montalvo que, ante la ausencia de resultados, Klara no había satisfecho el último importe de los honorarios de la agencia, «tengo que cubrir los gastos, señor, con este trabajo hemos perdido dinero».
Aunque escuchó aquellas disculpas fingiendo cierto interés, a Montalvo le importaba más bien poco el engranaje ético que regía el comportamiento del detective, quizá porque estaba convencido de que tampoco su actuación era completamente honrada. El caso es que se hizo con aquellas páginas elaboradas por la propia Klara, y supo así todo lo que se podía saber de Johann Menkell.
Tantas veces leyó lo escrito que llegó a aprendérselo de memoria, lo cual fue una suerte cuando un incendio doméstico sin mayores consecuencias arrasó la mesa del despacho en su casa milanesa antes de que las llamas fuesen reprimidas por una enérgica criada a quien no asustaba el aparato de la lumbre. En aquel conato de holocausto, Montalvo perdió unos cuantos papeles de importancia —entre ellos, la famosa Carpeta Menkell—, varios recuerdos de familia y un bonito escritorio de madera. Cuando los peritos del seguro le dijeron que una grave avería en el sistema eléctrico había provocado el cortocircuito que degeneró en incendio, y que había que renovar cuanto antes toda la instalación de la casa, Montalvo decidió que quizá había llegado el momento de cambiar de aires y también de vida.
Klara llevaba años fuera de Italia, y él mismo —que había abandonado las clases de música, aunque seguía visitando al maestro Hauptf— llevaba una vida tan solitaria que en realidad daba igual el lugar del mundo que eligiera para plantar sus reales. No trabajaba: vivía de las rentas de la herencia paterna y de los beneficios arrojados por unas cuantas acciones que habían constituido el legado de su madre. No era gran cosa, pero bien llegaba para mantener a un hombre solo. Lejos de Klara y sin nada que hacer, Milán había empezado a antojársele una ciudad incómoda y vagamente triste, con sus cielos grises y la lluvia menuda cayendo con una prodigiosa constancia sobre las esculturas del Duomo. Por eso decidió marcharse, aunque tardó en decidir a dónde. Hubiese podido volver a la patria de sus padres, pero en cualquier caso México nunca había sido su tierra —él había nacido en París, donde su padre ocupaba un destino diplomático antes de trasladarse a Londres, y luego a Italia— y, en cualquier caso, había escuchado demasiadas historias sobre la incomodidad de la vida en el D. F., la violencia en las calles y los secuestros de extranjeros. Porque, a pesar de su piel tostada y su pelo negro, a pesar de la herencia y de la sangre, aquel país no era el suyo, y ya que iba a soportar para siempre la indeseable condición de apátrida, prefería elegir para instalarse un sitio más amable y menos hostil. Hablaba cuatro idiomas —el italiano obligado, el francés aprendido en el colegio, el inglés enseñado por la nanny y el español con cadencia americana que los Montalvo hablaban en familia— y eso ampliaba las posibilidades de adaptación a otros mundos.
Cuando pasaba las noches casi en blanco intentando escoger entre un abanico de ciudades, recordó que en las épocas felices —cuando aún vivían en París, y mucho antes de que la madre enfermara y muriera— sus padres solían hablar de Madrid con una nostalgia amable y la certeza de que el tiempo pasado allí había sido el más dichoso en la vida de ambos. A Fernando Montalvo no se le ocurrió pensar que la imagen que sus padres tenían de la ciudad pudiese estar distorsionada por las especiales circunstancias que habían rodeado su estancia: estaban recién casados y él ocupaba el primer destino importante en su carrera como diplomático, así que cualquier memoria de aquella época se encontraba tamizada por la sensación de bonanza que lo presidía todo. Así, su madre y su padre hablaban de una ciudad envuelta en sol, de atardeceres misteriosos en los que el cielo adquiría un raro color magenta y madrugadas de luz ambarina que amparaban el despertar de las calles. Hablaban de la alegría de las gentes, de las tardes de toros, de las comidas contundentes y sencillas en los restaurantes de moda, de las verbenas populares y del chocolate con churros que era, aseguraba su madre, razón suficiente para viajar a España. Habían hecho planes para regresar muchas veces —el señor Montalvo había intentado incluso ser enviado al país como embajador—, pero las vueltas de la vida y la suerte decidieron las cosas de otra forma. Enrique Montalvo murió antes de estar en condiciones de aspirar a semejante destino, y, de todas formas, para entonces ya Madrid había perdido ante sus ojos la condición de tierra prometida: su esposa Clarissa había muerto, y ningún lugar del mundo se le antojaba adecuado para ser feliz.
Sin embargo, muchos años después, Fernando Montalvo recordó las conversaciones de sus padres, y el deseo tanto tiempo postergado de volver a Madrid, así que decidió instalarse en la ciudad. Además, la herencia paterna que le había permitido vivir sin trabajar durante todos aquellos años empezaba a menguar peligrosamente, y a finales de los años ochenta vivir en Madrid era bastante más barato que hacerlo en Milán, así que presumiblemente sus rentas darían más de sí después de la mudanza. Nada le retenía en Italia, excepto el afecto por su antiguo profesor Stefan Hauptf, pero había un vuelo directo entre Milán y Madrid y podía tomarlo cada dos o tres meses para hacerle una visita. Así que empaquetó sus pertenencias —entonces no tenía tantas cosas—, dejó la casa de la vía Minghetti con sus enchufes requemados y las huellas del incendio en las paredes, y llegó a Madrid un quince de junio, sin saber que sus padres habían dejado la ciudad el mismo día y el mismo mes de hacía cincuenta años.
Se alojó en un hotel sencillo en los alrededores de la Puerta del Sol, y desde allí empezó a buscar un sitio donde instalarse. Fue el recepcionista quien le habló de una casa grande y bien conservada en el barrio de Chueca que pertenecía a una vecina de su madre. Pedía muy poco por el alquiler, explicó el de la recepción, era una señora ya mayor que prefería perder dinero y arrendar el inmueble «a alguien de confianza, usted ya me entiende». Por supuesto, Montalvo no lo entendía. ¿Qué confianza podían depositar en él, un desconocido que hablaba un español de cadencia extraña y acababa de llegar a la ciudad con tres maletas? Sin embargo, no dijo nada: hay gente que cree tener un sexto sentido para conocer al prójimo, y quizá el recepcionista era una de esas personas.
En realidad, a la propietaria del piso le importaba bastante poco el origen, la filiación o la limpieza de sangre del posible inquilino. La casa de Chueca llevaba meses vacía porque en aquella época nadie en su sano juicio quería instalarse en la zona, coto privado de camellos de diferentes categorías —desde especialistas en pequeños trapicheos hasta traficantes en toda regla— y adictos a cualquier tipo de sustancia que merodeaban por las calles estrechas, pasaban el mono en los portales o se morían de una sobredosis en cualquier acera. No, en 1989 no había quien se aventurase a alquilar una casa en Chueca… excepto un extranjero recién llegado a la ciudad a quien no le había dado tiempo a ponerse al día en cuanto a los barrios poco recomendables.
Si Fernando Montalvo hubiese sido otro tipo de persona, habría sospechado de la insistencia de la propietaria del piso por enseñárselo a las nueve, una hora absurdamente temprana, o eso le pareció a él, que no podía suponer que hasta primeras horas del mediodía el barrio gozaba de una falsa tranquilidad: acababan de pasar los servicios de limpieza arrastrando la innumerable colección de inmundicias que alfombraban el suelo, algún vecino misericordioso se había ocupado de llamar a una ambulancia para que retirase a las dos o tres víctimas diarias de la droga mal cortada, y los camellos aún no se habían puesto en funcionamiento para empezar el trabajo. Así las cosas, cuando Fernando Montalvo entró por primera vez en el territorio comanche del barrio de Chueca, no vio nada extraño más allá de la sordidez de los grafitis que colonizaban las paredes y un raro silencio matinal al que habría de acostumbrarse con el tiempo y que sucedía puntualmente al desmadre nocturno de peleas, gritos y amenazas varias.
El piso le gustó. Era grande y luminoso, y estaba en bastante buen estado. Es cierto que había pensado en hacerse con una vivienda más pequeña, pues tampoco necesitaba mucho sitio —no se había traído casi nada de su hogar milanés—, pero, como le dijo la propietaria de la vivienda cuando él objetó el exceso de espacio, «burro grande, ande o no ande».
—Además, se lo voy a dejar tan barato como si midiese la mitad. ¿Qué? ¿Se decide? Es que tengo a otros señores esperando… pero usted me gusta más. Parece de fiar.
Fernando Montalvo sonrió modestamente ante aquella inmerecida muestra de confianza. Dio un segundo paseo por el piso, abrió los grifos, golpeó las paredes buscando no se sabe muy bien qué, y luego dirigió a su posible patrona una mirada indefensa.
—Bueno, pues… dígame cómo lo hacemos.
—La señal es de diez mil pesetas. Luego se vuelve usted al hotel y ya irá mi hijo a llevarle los papeles y las llaves. Ya verá qué bien va a estar aquí. Y ahora deberíamos irnos. Se está haciendo algo tarde.
Eran las once de la mañana. Montalvo, por supuesto, no entendió a qué se refería la señora.
A pesar del vecindario indeseable, a pesar de la condición de lugar sin ley que ostentaba la zona, a pesar de que más de una vez tuvo que saltar por encima de un cuerpo en reposo para entrar en el portal de su vivienda y que sufrió hasta cuatro atracos —todos sin mayores consecuencias—, Fernando Montalvo acabó encontrándose a gusto en el piso de Chueca. Era la primera vez que organizaba una casa —había vivido en dependencias diplomáticas la mayor parte de su vida, y al morir su padre se instaló en un apartamento amueblado—, así que nunca había tenido la oportunidad de elegir muebles, cortinas o alfombras. Le gustaba visitar el Rastro los domingos por la mañana, y allí compró algunas de las piezas que fueron a parar al salón de su casa. Un día escuchó que el dueño de un piso del barrio estaba saldando su contenido. Fue hasta allí, más por curiosidad que por otra cosa, y compró a un precio irrisorio el biombo Coromandel, dos lámparas en muy buen estado, una silla y un sillón. Lo que nunca llegó a saber Fernando Montalvo es que aquella casa no pertenecía al responsable del saldo, sino que era propiedad de un matrimonio entrado en años que había dejado el barrio para huir de la progresiva degradación de sus calles. Alguien se dio cuenta de que el piso llevaba mucho tiempo cerrado, forzó la puerta y vendió buena parte de lo que allí había. El caso es que Fernando Montalvo —que jamás supo de la escasa legitimidad de la transacción— se aficionó al mercado de los objetos de segunda mano, y fue entonces cuando empezó a frecuentar los bazares de decomisos y las tiendas que despachaban artículos de procedencia dudosa, iniciando así muchas de las colecciones de objetos variopintos con los que atiborró su casa.
Al principio compró sólo cosas que podían ilusionar a Klara —los abanicos, las miniaturas, los ídolos japoneses, los programas de música—, fantaseando con la idea improbable de que la mujer de sus sueños apareciese un día ante su puerta con intención de quedarse, y se conmoviese ante la visión de aquellos objetos que le gustaban tanto, pero al final tuvo que reconocer que compraba las cosas para sí mismo: porque eran hermosas, o interesantes, o estaban llenas de misterio —como aquellas tarjetas postales, todas ellas procedentes del norte de España y todas con la misma leyenda, «Te recuerdo desde estos bellos parajes de la cornisa cantábrica»—, o curiosas, o simplemente apetecibles. Las cosas le hacían compañía, salir en su busca entretenía sus horas libres y colocar primorosamente las colecciones que había empezado a reunir era el modo más divertido de pasar las tardes de mal tiempo. Además, las labores de prospección llevadas a cabo sin ningún objetivo preciso le hicieron tropezar por casualidad con materiales sin valor que tenían para él un especial significado, como aquella vez que dio con una partitura envejecida de Night and Day, el tema de Cole Porter que Johann Menkell había enseñado a su hija, y la de una canción de cuna de autor desconocido en la que se arrullaba a una niña llamada Klara. La pieza no tenía título, así que él mismo lo añadió en la parte superior: Canzione di Klara. Le gustaba la particular eufonía del italiano combinada con la contundencia del nombre femenino en alemán.
Para entonces ya había empezado a impartir clases de música. Encontró a su primer alumno gracias a un anuncio visto en el tablón de anuncios de la panadería: «Estudiante busca profesor de solfeo no muy caro». Se fijó en el aviso por la tierna aclaración en cuanto al posible precio de las lecciones, y se dijo que con semejante punto de partida eran pocos los que iban a responder al requerimiento. Pensó en el estudiante atribulado intentando descifrar los misterios de las semicorcheas y la clave de sol sin contar con la ayuda de nadie, y le dio lástima aquel desconocido. ¿Quién sería? ¿Un alumno de conservatorio, o un simple aspirante a bachiller que tenía dificultades con la asignatura de música? Fue la curiosidad lo que le impulsó a llamar, y él mismo reparó en el absurdo: él, que nunca había despertado el interés de nadie, se preguntaba quién era el misterioso autor de un triste anuncio escrito en papel cuadriculado y colocado con tiras de adhesivo en el corcho de la panadería.
El chico en cuestión se llamaba Lucas, tenía quince años recién cumplidos y estaba en un verdadero aprieto, pues había ocultado a sus padres la obtención de un suspenso en la asignatura de música que estudiaba en el primer curso del instituto. Sacaba buenas notas en casi todo, explicó, pero aquella materia se le atragantaba y, ante la inminencia del examen de septiembre, necesitaba la colaboración de alguien experto en el negociado de las siete notas. No tenía mucho dinero, confesó a Montalvo, sólo lo que había ahorrado durante las vacaciones, pero sí lo suficiente como para sufragar dos o tres lecciones que recibir en vísperas del examen. Sus padres no podían enterarse. ¿Sería posible dar las clases en casa de Montalvo? Él le dijo que no había problema. Aquella misma tarde compró el piano, una resma de papel pautado y un método de enseñanza musical sin saber que había empezado una larga y fructífera carrera como profesor de música que habría de ser determinante para su vida en los años venideros.
Lucas no sólo aprobó el examen, sino que obtuvo una nota tan alta que el maestro estuvo a punto de llamar a sus padres para comentar con ellos la sorprendente transformación del alumno. Por fortuna, no lo hizo, pero a cambio obtuvo de Lucas una explicación para el misterio: el concurso de un tipo que enseñaba muy bien y al que había encontrado gracias a un anuncio manchado de harina, y que ni siquiera había querido cobrarle las lecciones. Intrigado —y un poco dolido también por el triunfo de otro en el mismo terreno donde él obtuviera un sonoro fracaso—, el profesor de instituto decidió conocer al generoso docente, y lo llamó por teléfono. No hablaron mucho: Montalvo era un tipo de más bien pocas palabras, aunque agradeció las felicitaciones y se alegró de que Lucas hubiese hecho un examen tan brillante. ¿Que por qué no le había cobrado? Bueno, sólo habían sido cuatro clases, y además el chico tenía poco dinero… al fin y al cabo, él ni siquiera se dedicaba a eso. Era la primera vez que daba clase. ¿Nunca había pensado en dedicarse a la enseñanza? No, al menos no hasta entonces. Aunque lo había pasado muy bien enseñando a Lucas. Había algo hermoso, dijo Montalvo, y al otro le sorprendió el uso de aquella palabra tan poco coloquial, en enseñar a otros lo que uno sabe. Hubo un silencio al otro lado de la línea.
—Oiga, señor…, Montalvo, ¿no?… Estoy pensando que a lo mejor puedo encontrarle más alumnos. Si funciona con todos como con Lucas… en fin, no es que a mí me guste hablar mal de mis chicos, pero este crío es un verdadero zote… y me ha hecho un examen de notable alto. ¿Qué estudios tiene usted?
Montalvo se preguntó por qué razón se estaba poniendo nervioso: quizá porque intuía que algo en su presente estaba a punto de cambiar.
—Tengo… tengo la carrera de piano casi completa… bueno, me falta el último año… se me atragantó el examen y lo dejé… y también toco el violín. Se me da muy bien el solfeo. Eso es matemática pura, ¿verdad? Y no hace falta ningún talento para las escalas.
Sin saber por qué, Fernando Montalvo supo que su interlocutor estaba sonriendo, y él sonrió también mientras escuchaba su explicación. Después del instituto daba clases en el conservatorio, le dijo, y a menudo tenía alumnos que necesitaban un refuerzo, o unas clases adicionales para preparar exámenes. No era fácil encontrar profesores a tiempo parcial, y muchas veces los padres le preguntaban a él.
—Puedo recomendarle a usted. Después de lo que ha hecho con Lucas, está claro que es un profesor estupendo. No sé si le interesa…
Fernando Montalvo nunca había pensado en convertirse en profesor particular, pero ahora que se lo proponían, no le parecía una mala idea. Sus rentas seguían menguando, y las horas del día eran cada vez más largas. Y lo había pasado tan bien ayudando a aquel muchacho con su examen… Aceptó la oferta. Al cabo de un mes tenía tres alumnos, que luego fueron cinco, y luego siete.
Seis meses después de impartir su primera clase, Fernando Montalvo tenía incluso chicos en lista de espera para recibir sus enseñanzas.
Nunca fue tan feliz como cuando daba clase. Siendo como era un hombre generoso, le entusiasmaba compartir con otros lo que era suyo —todo lo aprendido durante años con el maestro Hauptf—, de forma que a veces incluso se sentía culpable a la hora de cobrar las lecciones: era tan dichoso que secretamente pensaba que debería ser él quien pagase por impartirlas.
Todos los que pasaron por sus manos coincidieron en que nunca habían tenido un profesor con tanta habilidad para el magisterio como Fernando Montalvo, ni habían conocido a nadie tan naturalmente dotado para la enseñanza. Era imposible no aprender con él. Tenía paciencia con los alumnos menos avispados, sabía animar a los poco decididos y frenar el entusiasmo de aquellos que, por su excesiva confianza en sí mismos, podían acabar fracasando en un examen. Ninguna pregunta le molestaba, todas las explicaciones que tuviera que dar le parecían pocas si estaban encaminadas a aclarar alguna duda, y corregía los errores con una rara mezcla de dulzura y firmeza. A diferencia de otros profesores, Montalvo nunca se encorajinaba cuando un alumno fallaba media docena de veces en la misma nota, ni perdía las maneras con los distraídos o los rematadamente vagos. No tenía el temperamento de otros profesores, ni el carácter de algunos maestros que, envenenados por verse reducidos a la categoría de docentes, pagaban con los pupilos sus propias frustraciones. El caso de Montalvo era justo el contrario. Y estaba tan convencido de su personal falta de talento, que aplicaba a los demás la piedad que esperaba despertar en la gente.
A lo largo de los años dedicados a la enseñanza, que se interrumpieron abruptamente por las causas ya conocidas, Montalvo tuvo un total de cincuenta y siete alumnos. No tomó a todos el mismo cariño, ni se implicó por igual en la formación de unos y otros, aunque intentó obtener de cada uno de ellos el mismo grado de excelencia. Tampoco robó a todos: sólo a aquéllos a los cuales enseñó durante más de tres años. Llevarse de sus casas un souvenir inútil era como guardar para siempre el recuerdo de un paso por el Rubicón. Tres años es mucho tiempo, se decía. Era, exactamente, el que había transcurrido desde que conoció a Klara y el instante maldito en que ella decidió exiliarse en Austria y seguir su vida lejos de él. Treinta y seis meses. Y luego, la huida. Por eso pensaba que la superación de ese período de tiempo era algo que merecía ser recordado. Así que, tras ese aniversario, Montalvo sustraía de las casas de sus alumnos objetos que no tenían más valor que el que uno quisiera darles. Pensó que, en la mayoría de los casos, sus propietarios nunca echarían de menos unas gafas viejas, una porcelana desportillada, una pluma con la que no se podía escribir. Sólo una vez alguien cayó en la cuenta de que había sido víctima de un robo, y no sólo eso, sino que además le señaló a él como culpable. Fue la querida Anna Livia Schzerny. Claro que, para entonces, Fernando Montalvo ya había decidido que la señora Schzerny era una persona distinta a todas las demás.
A Montalvo le gustaba pensar que la suya estaba siendo una vida agradable. Convertido en su particular gruta del tesoro, acabó considerando el piso de Chueca como el mejor de los refugios. La señora Osorio, su casera, le visitaba una vez al año para comprobar el buen estado de la vivienda y renovar el contrato. Ella misma estaba encantada con su inquilino, aunque al principio la acumulación de cosas en las habitaciones del piso la había alarmado un poco. Pero el señor Montalvo pagaba bien, era educado y no hacía fiestas —eso le aseguraron los vecinos—, así que, si quería matar el tiempo comprando baratijas en los saldos, era cosa suya. Ella misma contribuyó al incremento de objetos regalando a Montalvo las cabezas de chinitos de loza —«mi marido pedía para el Domund y de vez en cuando se quedaba con una hucha»— y una gramola vieja que había encontrado en el desván. Montalvo agradeció las desinteresadas donaciones, y empezó a cambiar la impresión que tenía sobre su casera, a la que había catalogado como una anciana más bien roñosa con pocos escrúpulos para dar gato por liebre a un pobre extranjero incauto, a quien había endosado una casa que sólo se podía alquilar a un camello o a un completo inocente como él.
Para entonces, el barrio ya había empezado a dar tímidas muestras de cambio, por no decir de puro y duro renacimiento. Los traficantes de droga habían ido replegándose hacia otras zonas de la ciudad, y con ellos buena parte de sus clientes. Empezaban a abrirse nuevos negocios, y el paisaje humano de las calles iba pareciéndose cada vez más al de otros barrios ya pacificados. Alguien sugirió a la señora Osorio que quizá había llegado el momento de negociar con el inquilino una subida del alquiler, pero ella no quiso: quizá porque su moral no era tan laxa como pensaba Montalvo, tenía mala conciencia del conato de timo al que había sometido al bueno de don Fernando endosándole una casa que llevaba meses vacía porque nadie con dos dedos de frente quería vivir en ella, y ahora que habían cambiado las cosas era justo que aquel buen señor —que pagaba las rentas y no organizaba juergas nocturnas— se aprovechase de la nueva situación, del mismo modo que en otro tiempo ella se había aprovechado de su ignorancia. La renta no subió, y Montalvo pudo así ser testigo de la metamorfosis final del barrio, que se transmutó de forma sorprendente en un reducto de paz social, buenos modales y tiendas de diseño.
Una tarde, Fernando recibió la visita inesperada de su casera. Quiero hablar con usted, le dijo, y tras sentarse y rechazar el café que Montalvo le ofreció, fue directamente al grano: había decidido legar la casa a su sobrino.
—Un buen chico con muy mala suerte en la vida —explicó—. No sabe usted las que ha tenido que pasar el pobre. Se llama Mario y es escritor. Tiene una novela muy bonita, debería usted leerla.
Montalvo prometió que lo haría, aunque la buena mujer no fue capaz de precisar el título del libro, ni tampoco el nombre completo de su heredero.
—Se puso el apellido de la madre, un apellido extranjero muy raro y muy difícil, no hay manera de acordarse de él.
Aunque era mentira, Fernando Montalvo le dijo que a él también le costaba memorizar los nombres. Luego, la señora Osorio se marchó. Montalvo no entendió por qué tanta prisa en informarle de que el piso iba a cambiar de dueño en un futuro. No podía imaginar que aquella visita había sido hecha justo a tiempo: una semana después, su casera había muerto, y alguien —¿un abogado?— se puso en contacto con él para informarle de que el piso había pasado a las manos de Mario Menkell.
Al escuchar el nombre de su nuevo casero, Fernando tuvo la sensación de haber recibido un pinchazo en mitad del pecho. Menkell. Mario Menkell. Klara Menkell. El misterioso y escurridizo Johann Menkell. Intentando tranquilizarse, quiso pensar que se trataba de una pura coincidencia, pues por fuerza tenía que haber decenas, centenares de personas llamadas Menkell circulando por el ancho mundo, pero aquella aguja que se le había clavado en la zona del esternón al escuchar el nombre de su nuevo casero le decía que la cosa no acababa en el universo infinito de las casualidades. Tenía que haber algo más. Mucho más. Por eso le decepcionó saber que el señor Menkell no albergaba ninguna intención de conocerle. El empleado de una agencia inmobiliaria se presentó en su casa con un montón de papeles y la noticia ingrata de que su arrendador no deseaba mantener contacto con él. Fernando Montalvo intentó esgrimir alguna disculpa de poco peso para justifícar su necesidad de un encuentro, pero aquel hombre —casi un muchacho— ni siquiera quiso escucharle: don Mario deseaba que la relación con su inquilino se realizase a través de la agencia, y no había nada que él pudiera hacer al respecto.
Algo desanimado, Fernando Montalvo intentó convencerse de que era absurdo obsesionarse por un simple aguijonazo entre las costillas. Se dijo que quizá el celo de Mario Menkell se atemperase más adelante, y ya habría entonces ocasión de conocerle y averiguar si su filiación tenía algo que ver con la de Klara Hauptf. Sonrió al reconocer que en todos aquellos años —habían pasado casi veinte desde que ella dejara Milán— no había dejado de recordarla ni un solo día, aunque era cierto que la pasión de los primeros tiempos había ido dejando paso a un amor más tranquilo y escasamente alborotado, y que en los últimos años había aprendido a pensar en ella con la paz que da la nostalgia bien administrada. No es que hubiese dejado de quererla, por supuesto, pero el tiempo contribuye a recolocar los afectos, a poner orden y concierto en los sentimientos alborotados. Ahora, al acordarse de Klara, lo hacía de una forma mucho más sensata. Sí, la época del amor en estado puro había sido felizmente superada gracias al paso de los años. En eso estaba pensando cuando recibió el telegrama que le informaba del deceso de Stefan Hauptf.
El propio Iosto Hauptf había enviado el cable desde Italia. En él se le daban noticias de la muerte del maestro Hauptf y de la celebración al día siguiente de su funeral y su entierro. Todavía conmocionado por la mala nueva —aunque en el fondo llevaba años sabiendo que un día u otro alguien le anunciaría la desaparición del profesor de música—, Fernando Montalvo metió cuatro cosas en una bolsa de viaje impecable por falta de uso, y se fue directamente al aeropuerto para tomar el primer avión que saliese con destino a Milán.
Llegó ya entrada la noche, en medio de una lluvia tenaz y un viento incómodo que complicó el aterrizaje, y aunque pensó en la posibilidad de acercarse a la casa familiar para ofrecer a los Hauptf sus condolencias, reconoció que no hubiera sido oportuno. Se instaló en un hotel céntrico y feo, y pasó la noche en un sueño sobresaltado e irregular que le hizo levantarse completamente agotado. Por la mañana, mientras se afeitaba frente al espejo, reconoció que había pasado más tiempo pensando en Klara que en el maestro muerto, y volvió a sentir aquel pinchazo en el pecho, justo en mitad del plexo solar. Se llevó la mano a la zona casi físicamente dolorida, y se dio cuenta de que estaba temblando. Y entonces Fernando Montalvo admitió que había sido un error volver a Milán.
Pensó en pedir un taxi que lo llevase al aeropuerto, tomar otro avión y desaparecer para siempre de Italia y de la vida de los Hauptf. Volvería a Madrid, a sus clases, a sus alumnos, a sus queridas colecciones, a la vida pacífica y casi feliz que había llevado durante tanto tiempo, el tiempo en el que pensaba que había superado su amor por Klara Menkell. Pero entonces, en aquella habitación impersonal y grande, de altos techos con adornos de escayola descascarillada, Fernando Montalvo supo que no podía marcharse de esa forma, que no podía desperdiciar la ocasión de volver a ver a Klara. Si su recuerdo había de perseguirlo por el resto de sus días, más valía que obtuviese de ella una imagen real, de acuerdo con el tiempo transcurrido, oportunamente pasada por el no siempre amable tamiz de los años. Sonrió al pensar que, con un poco de suerte, la señora Hauptf se habría convertido en una mujer maltratada por la edad, a quien la madurez hubiese transformado hasta el punto de no poderla identificar con la joven que había sido cuando la vio por primera vez frente a la academia de música. Con esa esperanza terminó de arreglarse, intentó sin mucho éxito eliminar las arrugas de su traje oscuro y anudarse con alguna gracia la corbata de luto, y se dirigió andando hacia la basílica de San Ambrosio.
Llegó antes que la comitiva fúnebre, pero la iglesia estaba casi llena. Fernando Montalvo se preguntó quiénes serían los que ocupaban los asientos, pues el maestro Hauptf no tenía demasiadas amistades, y en ningún modo sus conocidos eran suficientes para abarrotar el templo. Pensó que buena parte de los asistentes podían ser turistas que habían acudido a admirar la columnata o las teselas de oro de la capilla de San Vittorio, y habían decidido quedarse al funeral y participar del inesperado espectáculo. De pronto, al escuchar la música del órgano atacando el Réquiem de Mozart, toda la basílica pareció ser sacudida por una misteriosa ola de recogimiento y respeto, y los asistentes a las honras fúnebres, fueran turistas o no, se pusieron de pie para contemplar el paso del féretro de Stefan Hauptf. Tras él caminaban su viuda y el huérfano oficial, Iosto Hauptf. Junto a ellos, participando del dolor con la discreción que exige el rango de pariente político, iba Klara Menkell. Al verla, Fernando Montalvo sintió que el mundo se hundía bajo sus pies. Pudo comprobar que, como se temía, el amor que nunca se había ido del todo se materializaba ahora con la misma consistencia que tantos años atrás. En ese momento asumió que nunca iba a poder olvidar a Klara, y que estaba destinado a pasar el resto de su vida buscando en algún lugar del universo el hilo invisible que le permitiese seguir unido a ella.
El funeral fue bello y solemne, largo y sobrio, dignamente triste. Fernando Montalvo imaginó que así debían de ser las celebraciones luctuosas de otro tiempo, cuando el respeto por el dolor de los otros llenaba las iglesias, y los suspiros por la pena compartida sacudían los bancos en una suave brisa de solidaridad. Ahora, los funerales eran breves y extrañamente parecidos entre sí, y los asistentes bostezaban sin disimulo mientras miraban los relojes de pulsera alarmados por la duración del oficio. Sin embargo, los invitados a la misa por el alma del maestro Hauptf escucharon el servicio con una devoción sincera, y no hubo murmullos en el momento de la comunión, ni siquiera a la salida de los deudos, cuando se supone que el ambiente de tristeza oficiosa empieza a disiparse. Casi todos acompañaron a la familia al pequeño cementerio en el que fue enterrado el cuerpo del maestro Hauptf, y al final, cuando la pesada losa cubrió para siempre la que sería su tumba, un aplauso profundo y unánime rompió la paz ingrata del camposanto. Fue entonces cuando Montalvo se dio cuenta de que todos los que participaban en la ceremonia eran músicos, y que juntos querían brindar a Stefan Hauptf la que sería su última ovación en el mundo de los vivos.
Fernando Montalvo tuvo ocasión de saludar a Iosto Hauptf y a la propia Klara a la salida del cementerio. Ambos fueron afectuosos con él, aunque Montalvo se dio cuenta, alarmado, de que uno y otro habían pasado página sobre los acontecimientos de otro tiempo. Para ellos él no era el antiguo enamorado de una mujer casada que había precipitado el exilio de ambos, sino un amigo lejano que había tenido la deferencia de trasladarse desde otro país para participar en las exequias del padre muerto. Le dieron las gracias por su presencia en Milán y le aseguraron que al maestro Hauptf le hubiese encantado saber que había volado desde tan lejos para participar de su despedida.
—Mi padre le apreciaba mucho. Hace unos meses me hizo prometer que le avisaría a usted cuando… cuando…
Montalvo quitó importancia a su presencia allí. Era lo menos que podía hacer, dijo, y se dio cuenta de que ni Iosto ni Klara recordaban por qué debía tanta gratitud a su antiguo profesor de música. Quizá no habían sabido nunca la extensión de su complicidad con el viejo Hauptf. Se despidieron de él y le invitaron a la pequeña recepción que iban a ofrecer en el domicilio familiar, «para los parientes y los amigos íntimos». Montalvo rechazó la oferta: era muy amable por su parte, pero tenía que volver de inmediato a España. No era verdad, por supuesto. Simplemente, no podía soportar la idea de pasar unas horas bajo el mismo techo que Klara Menkell sintiendo que ésta lo trataba con la cordialidad distraída que uno reserva a los extraños. Se despidió de los Hauptf con un apretón de manos, y luego se alejó por el atrio de la iglesia, sin fijarse en el hermoso bosque de arcos y columnas. Nunca, en toda su vida, se había sentido tan desdichado ni tan solo.
Hizo el viaje de vuelta profundamente triste, reprochándose la inconsciencia de aquel viaje, que resultaba injustificable incluso enarbolando la memoria del maestro Hauptf. Hubiese podido enviar unas flores, rezar por él en cualquier iglesia madrileña y honrar su memoria del mismo modo que lo había hecho durante todos aquellos años. Qué necesidad tenía de volver a Milán, de provocar aquel fugaz encuentro con Klara, de aprender una vez más que nunca había existido para ella y, lo que aún era peor, de comprobar que era aún la mujer que había sido más de treinta años atrás. Si entonces no había sido capaz de dar con el camino para llegar a ella, ¿cómo iba a encontrarlo ahora, en la triste frontera de los cincuenta años, con un mar de por medio y nada que pudiesen compartir? Y fue entonces, justo cuando el avión iba a tomar tierra, cuando recordó otra vez el nombre de su nuevo casero: Mario Menkell. Sintió algo extraño: una corriente galvanizadora que le despojó de golpe de la angustia de los dos últimos días. Mario Menkell. Quizá no todo estaba perdido, y el destino había lanzado a su paso algo que compartir con Klara.
Las cosas hubieran sido mucho más fáciles, se dijo Fernando Montalvo, de haber sido Mario Menkell una persona como las otras. Pero lamentablemente su casero era un tipo raro hasta la médula, y por eso había sido imposible concertar un encuentro entre ambos. El único nexo entre ambos era el jovenzuelo de la inmobiliaria, que se negó tozudamente a facilitarle ninguna información adicional.
—El señor Menkell quiere que seamos nosotros quienes nos ocupemos de todo lo referente a la casa en la que usted vive.
—Pero es que no se trata de la casa.
—Ya. Pues me temo que no voy a poder ayudarle. Tengo instrucciones estrictas al respecto y no…
—¿Es porque teme perder la comisión? ¿Cree que quiero… cómo se dice… puentearle a usted?
Montalvo había aprendido la palabra del padre de un alumno, pero no había tenido ocasión de usarla hasta entonces. Se alegró de que le hubiese llegado la oportunidad de probar su dominio del español. Sin embargo, el chico de la inmobiliaria no parecía muy impresionado con sus habilidades lingüísticas. Se puso serio como un palo antes de contestar a la pregunta que sólo ahora reconocía que tenía cierto matiz insultante.
—Mire, señor Montalvo, yo no creo nada. Lo único que sé es que don Mario nos ha dicho que no quiere tratar con usted bajo ningún concepto, y yo me limito a seguir sus instrucciones. Capisci?
Habría que ser idiota para no hacerlo. Montalvo pidió disculpas torpemente, y salió de la oficina arrastrando los pies y evidenciando una sensación de derrota. Estaba en un callejón sin salida, pensó, y entonces recordó algo que nunca debería haber olvidado. ¿Qué había dicho su casera? ¿Que el hombre que iba a heredar el piso era escritor? Dio la vuelta sobre sus pasos y se dirigió a la librería de unos grandes almacenes, donde, tras escuchar el nombre del autor, el dependiente no tuvo ninguna dificultad en encontrar para él un ejemplar de Lo que me contó Bernard M.
—Le va a gustar mucho, es un gran libro —dijo, mientras le entregaba el cambio.
Pero Fernando Montalvo ya no le escuchaba. Estaba demasiado ocupado intentando adivinar a Mario Menkell en los rasgos distorsionados de la pésima fotografía de la contraportada. Le desalentó comprobar que no era posible reconocer al autor en aquel daguerrotipo insensato que podía pertenecer casi a cualquiera. En cuanto a la biografía de la solapa, era tan escueta que parecía una broma: apenas media docena de líneas dando cuenta de la formación filológica del autor, de su origen —había nacido y vivido en Madrid— y la edad, treinta y tres años, en el momento de publicación del libro. Aquel tipo parecía empeñado en ocultarse del mundo entero, se dijo Fernando Montalvo, y en aquel instante sintió una corriente de profunda antipatía ante el escurridizo personaje que parecía empeñado en no darle ninguna facilidad.
Aquel mismo día, y sin ninguna esperanza, se puso en contacto con la editorial, pero la persona que lo atendió le dijo lo que esperaba oír: que el señor Menkell no establecía correspondencia con sus lectores y que, desde luego, no podía facilitarle sus señas ni ninguna forma de ponerse en contacto con él. Aquella tarde, tras colgar el teléfono y derrumbarse en el sillón, Fernando Montalvo se sintió como un paria absoluto, un pobre desgraciado a quien la fortuna y la suerte habían vuelto la espalda demasiadas veces en la vida. Miró torvamente el libro que descansaba sobre la mesa y el retrato desencajado del misterioso señor Menkell, y luego, de una forma casi mecánica, le dio la vuelta y se fijó en la portada.
El título, Lo que me contó Bernard M., estaba impreso sobre una fotografía antigua en blanco y negro, en la que lo que parecía ser un ruidoso grupo de músicos se deslizaba en góndola por un canal veneciano. Una de las mujeres de la foto cantaba con la cabeza echada hacia atrás en un ademán teatral. Había un contrabajo, un clarinete, dos trompetas. Otros viajeros habían sido captados en el momento de iniciar un aplauso, dos parecían a punto de besarse, otro llamaba la atención de alguien que estaba en la orilla agitando un sombrero de copa. Uno de los navegantes intentaba mantener el equilibrio mientras llenaba de champaña las copas de otros dos, y otro gritaba a sabe Dios quién haciendo bocina con las manos. Aquella imagen rebosaba hedonismo, pasión por la vida, dicha en estado puro. Fernando Montalvo se dijo que hubiera querido ser una de aquellas personas que paseaban haciendo música desde una barcaza en la Venecia de otro tiempo. Una portada preciosa, pensó, y volvió a voltear el libro para leer el resumen de la novela:
Italia, 1926. El músico y compositor Cole Porter llega a Venecia con su esposa, Linda, y lleva el escándalo a la ciudad poniendo a funcionar un club de jazz que recorre los canales a bordo de una góndola, junto a toda una legión de amigos, vividores, mecenas y simples aprovechados, el tímido y misterioso Bernard M., que trabaja como criado para el matrimonio Porter, se presta a levantar acta de todo lo ocurrido durante aquella época irrepetible. Lo que me contó Bernard M. es el vibrante retrato de la vida de un genio de la música contemporánea, pero también la tierna historia de un hombre que, desde la sombra, fue testigo del brillo de otros y aceptó su papel de personaje secundario en aquella fastuosa representación.
Abrió la novela y leyó las primeras líneas escritas por Mario Menkell:
El tío Bernard detestaba su nombre, o al menos eso contaba mi abuela. Cuando era niño decía que jamás iba a perdonar a su padrino de bautismo, que le había impuesto un patronímico tan feo y escasamente eufónico. Supongo que, de haber tenido la ocasión, el tío Bernard hubiera tomado para sí un nombre distinto al que otros le habían elegido sin consultar primero.
Levantó los ojos del libro y los llevó a la ventana. Fuera había empezado a llover en medio de una luz velada y blanca. El viento agitaba los árboles escuchimizados de la acera, y casi podía escuchar el paso acelerado de los caminantes intentando escapar de la lluvia intempestiva. «Night and day, you are the one», tarareó Montalvo intentando imaginar a una niña aprendiendo la canción junto a su padre, sentado ante el piano, siempre a punto de marcharse otra vez. Cole Porter. Mario Menkell. Y un tal Bernard M. que odiaba su nombre de pila. No, las casualidades no existían. Era preciso ponerse a trabajar.
Fue una suerte que para entonces Fernando Montalvo hubiese encontrado ya unos discretos ingresos gracias a su trabajo como profesor particular, porque en los años sucesivos gastó toda su magra fortuna personal en encontrar al padre de Klara Hauptf. Contrató los servicios de una agencia internacional de detectives —la existencia de oficinas de la empresa en varias capitales europeas era, le dijeron, clave para garantizar el éxito de una búsqueda tan compleja— y les explicó que, aunque estaban buscando a alguien que al menos durante una época se hizo llamar Johann Menkell, había poderosos motivos para creer que el nombre real del sujeto era en realidad Bernard. No citó a Cole Porter ni tampoco la novela que le había proporcionado la pista definitiva para retomar el caso —era preferible no marcar el camino de los profesionales—, pero Fernando Montalvo se sintió legítimamente orgulloso de su intuición cuando, un año y medio después de su primera reunión con los responsables de la agencia, éstos le confirmaron que Bernard y Johann Menkell eran la misma persona y que, como Montalvo sospechaba, era Bernard su verdadero nombre.
Aquella misma tarde escribió a Klara para darle noticias de su hallazgo, aunque la carta le fue devuelta unos días más tarde, cruzada por las palabras «Destinatario desconocido». Fue un nuevo revés para Montalvo, pero para entonces ya estaba acostumbrado a que surgieran dificultades en el camino, y volvió a la agencia de detectives para pedirles que localizaran a Klara. Por fortuna, en aquella ocasión fue cosa de unos días averiguar que el matrimonio Hauptf se había trasladado a vivir a una especie de asilo para músicos en la ciudad de Milán. La propia agencia le facilitó las señas de la Casa Verdi, y la carta fue reenviada.
Esperó la respuesta durante varios días, pero ésta nunca llegó. La decepción de Montalvo fue sólo relativa: al fin y al cabo, la actitud de Klara durante aquellos años había estado marcada por la indiferencia, y además era posible que no creyese lo que le contaba en la nota. Quizá le estaba tomando por loco, así que decidió ofrecerle pruebas de que lo que contaba era cierto. Y, tras abrir el libro de Mario Menkell, empezó a transcribir para Klara la historia completa de Bernard M. La historia de su padre que, sin saberlo, había escrito para ella el extraño y escurridizo Mario Menkell.