La futura señora Caspe había llegado al restaurante antes de la hora prevista, incómoda, nerviosa y completamente convencida de que la celebración de aquel almuerzo no tenía ni pies ni cabeza. Ella y el hijo de Federico, los dos solos durante una hora y media, tal vez más… ¿a qué venía semejante operación de acercamiento? Hasta entonces, el contacto entre ellos se había limitado a un saludo anodino, donde ambos habían fingido —en idéntico ejercicio de hipocresía— que la mujer de hermosa melena castaña y ojos garzos era sólo una amiga de Federico Caspe. Fue él quien insistió en que había que facilitar un encuentro en terreno neutral y lejos de la influencia maliciosa de un árbitro (el padre, el futuro esposo) que estaba obligado a ser juez y parte. Federico estaba seguro de que entre su futura esposa y su hijo adorado tenía que surgir una suerte de química misteriosa, una corriente de mutua simpatía que sólo necesitaba las condiciones oportunas para aflorar, como un magma benéfico capaz de arrasar cualquier idea preconcebida, cualquier prejuicio inicial. Ella se preguntaba de dónde había sacado su prometido la idea de que una comida mano a mano iba a ser el preludio de la bonanza y no el terreno abonado para el advenimiento de una catástrofe sin solución.

—Os entenderéis bien.

Eso le había asegurado al despedirla con un beso en el vestíbulo del hotel donde estaba alojada. Había sido idea suya no instalarse en casa de los Caspe nada más llegar: «Tu chico necesita tiempo para hacerse a la idea», había dicho, aunque no completó la frase que tenía en la cabeza: «Y yo también». Hasta entonces, todas las referencias al hijo del que iba a ser su marido provenían de una cascada de descripciones elogiosas emitidas por el padre de la criatura: un muchacho muy inteligente, muy sensible, muy cariñoso, muy culto, que lo había pasado muy mal con la muerte de su madre —menos mal, de lo contrario estaríamos ante un psicópata, pensó ella—, muy estudioso, muy amable, muy cortés… muy, muy, muy. No hacía falta ser especialmente lista para entender que Federico Caspe consideraba a su hijo el espejo de todas las virtudes en el que cualquier joven debería mirarse si deseaba convertirse en un adulto excepcional. Así que iba a comer con un cruce entre el repelente niño Vicente y el supuesto hijo de Rebeca de Winter, se dijo ella —con cierta crueldad—, aunque se corrigió enseguida: Pablo Caspe había sido, en su momento, la tabla de salvación de un viudo de cuarenta años, quizá la mejor razón para seguir viviendo. Era fácil imaginar que padre e hijo se encontraban muy unidos, y allí estaba ella, preparada para alterar aquel perfecto equilibrio, el bien orquestado orden cósmico de una familia de dos. No iba a ser fácil. De hecho, ni siquiera parecía justo que lo fuera. Se ajustó un poco la chaqueta y se preparó para lo peor.

Cuando Pablo Caspe entró en el restaurante, le dedicó una mirada de hielo que vino a rubricar lo que ella se temía: me odia, se dijo, e intentó tranquilizarse pensando que ésa era la obligación de aquel pobre muchacho: detestar con toda el alma a la desconocida que había volado desde el cono sur para casarse con su padre e instalarse en su casa y en su vida. El saludo de él fue tan gélido como sus ojos azules. No tienes acento, le dijo sin levantar los ojos de la carta, y ella le explicó en un tono pretendidamente jovial que había vivido en España hasta los veintiún años, y que había hecho todo lo posible para protegerse del sonsonete dulzón de los porteños, pero enseguida se dio cuenta de que el chico no le estaba prestando atención. Se limitaba a juguetear con el pan y a pasear sus ojos azul oscuro —unos hermosos ojos, decidió ella— por las otras mesas del restaurante, en clara muestra de su desinterés. Respiró hondo para evitar encolerizarse. ¿Qué necesidad tenía de pasar por todo aquello, por la grosería y la petulancia de un jovenzuelo sin modales, por el examen injusto de un veinteañero que a buen seguro la había juzgado, y con muy poca misericordia, mucho antes de conocerla?

Ella misma se dio la respuesta: estaba aguantando mecha porque el mozalbete que pellizcaba el bollito de pan de centeno con pasas y nueces era el ojo derecho del hombre con el que iba a casarse. Del hombre que la había rescatado del aburrimiento, la mediocridad y su vida a la deriva como secretaria de una empresa española en Buenos Aires. Del hombre que le había ofrecido, a sus treinta y cinco años, la última oportunidad para transformarse en la persona que siempre había querido ser. Hay chicas que sueñan con convertirse en modelos, actrices, científicas o directoras de una biblioteca. Ella quería ser la esposa de alguien con dinero. Si ese alguien era, además, bien educado, discretamente atractivo y razonablemente joven, como Federico Caspe, tanto mejor. También estaba el amor, claro. Y el afecto, y la compañía, y la posibilidad de formar una familia —aunque íntimamente reconocía que ésas eran cosas secundarias—, así que si el único obstáculo que había que salvar era el que iba a poner delante de sus narices un muchacho con apenas un pie en la vida adulta, habría que ser una completa estúpida para no dejarse la piel en el intento de salvarlo. Respiró hondo otra vez, bebió un poco de agua y volvió a probar.

—Es un restaurante precioso. ¿Vienes mucho por aquí?

Otro cubo de agua con mucho hielo.

—No. Es un sido de pijos.

—Y… ¿a qué sitios vas?

—A sitios a los que tú no irías ni muerta.

El camarero llegó en ese momento y ella sintió ganas de abrazarlo por haber puesto un paréntesis en la sucesión de impertinencias. Pablo pidió con desgana: una ensalada de cigalas y un solomillo poco hecho —¿y el solomillo no es pijo?, ¿no son pijas las ensaladas de marisco?, ¿por qué no te pides una sopa de fideos y una puta hamburguesa con ketchup y pan de plástico?, hubiera querido decirle—. Ni siquiera se atrevió a sugerir que compartieran un entrante. Eligió un carpaccio y unas creps de verdura, aunque ni siquiera tenía hambre. Aquél estaba siendo el almuerzo más horrible de toda su vida. A pesar de todo, dirigió a Pablo una sonrisa rutilante antes de intentar abrir otra vía de comunicación.

—Tu padre me dijo que estás en la LC.

—Sí.

—Yo estudié allí. —Silencio. Ni un gesto amistoso, ni la sombra de una sonrisa cómplice—. ¿El rector es aún Claudio Saldaña?

Asentimiento sin más. Estaba empezando a sentirse agotada, pero decidió quemar un último cartucho antes de arrojar la toalla definitivamente.

—¿Sigue siendo tan capullo?

—Un capullo integral.

No habían sido sólo tres palabras seguidas, sino algo mucho más importante. ¿Era una mirada distinta la que había detectado en los ojos del joven Caspe? ¿Un ínfimo destello de interés ante el descubrimiento del enemigo común? ¿Se había abierto una pequeñísima fisura en el muro inexpugnable del pequeño y mimado huérfano que parecía dispuesto a boicotear su vida feliz?

—Lo imaginaba. La gente no cambia, y los tipos como Saldaña todavía cambian menos si no es para ir a peor.

—¿Le conociste bien?

—Mejor de lo que me hubiese gustado. ¿Y tú? ¿Tienes trato con él?

—Casi ninguno, pero está a punto de joderme la vida.

Era demasiado bueno para ser verdad. Aquel jovencito estaba bajando la guardia hasta el punto de ir acercándose al dulce terreno de las confidencias. Se dijo que, a partir de entonces, era preferible ir con mucho cuidado y no precipitar las cosas. En lugar de hacer indignados aspavientos y derramar un torrente de insultos alborotados sobre Claudio Saldaña —que, sin duda, hubiese sido tomado por Pablo como un burdo modo de hacerle la rosca—, se limitó a ladear la cabeza y llevar a sus ojos una sorpresa leve.

—¿Y eso?

—Quiere cargarse a un profesor. A un profesor buenísimo que nos da clase de escritura.

—Tu padre me contó que quieres ser novelista.

Pablo se sintió instantáneamente ofendido: ¿cómo se atrevía su padre a hablar de sus anhelos a una… una completa extraña… aunque la extraña estuviese a punto de convertirse en su madre? Un destello de rabia se le instaló en los ojos. Ella se dio cuenta de que había errado el tiro.

—Eso es cosa mía.

—Claro. Pero me estabas hablando de ese profesor que quiere despedir Saldaña. ¿Cómo se llama?

—Menkell.

—Espera, creo que sé quien es. Un tipo bajito, con gafas y cara de buena persona. No iba a sus clases, yo estudiaba empresariales y… bueno, no me interesaba mucho la literatura…

—Yo también estudio empresariales. —Había una especie de reproche en su tono de voz, pero ella pudo atestiguar que la ira inicial, incluso la displicencia, se habían atenuado un poco.

—Ya… pero es distinto. Tú tienes otros intereses. Eso es bueno, yo estaba demasiado centrada en la carrera que había elegido. —Bebió un poco de agua, y se dio cuenta de que el chico esperaba que dijese algo más—. En cuanto a Menkell… recuerdo que era uno de esos profesores que caen bien a todo el mundo.

Esta vez él dibujó en su rostro pálido un gesto de franca aprobación, y ella se sintió un poco más cómoda. Estaba claro que iban por el buen camino.

—Eso es, exactamente, lo que pienso yo. Y, además, es muy bueno enseñando, te lo juro. Una pasada completa… porque se lo ha leído todo, ¿sabes? Pídele que te recomiende una novela protagonizada por… —pareció que intentaba pensar en un personaje lo más absurdo posible— por una rana bizca, y el tío te dará dos títulos en un minuto. Menkell es así.

—¿Y por qué quiere despedirlo Saldaña?

En el rostro de Pablo Caspe se dibujó una expresión de fiereza en estado puro, y se sintió extrañamente confortada en la seguridad de que aquel gesto no tenía nada que ver con ella.

—Porque dice que sólo ha escrito una novela. Ja. Como si Lo que me contó Bernard M. fuese un libro cualquiera, o un jodido best seller americano. Es un novelón, pero para reconocer una obra maestra Saldaña tendría que sacar primero la cabeza del culo. Él no hubiese podido escribir algo así ni en un millón de años y aunque su vida dependiera de eso.

El camarero llegó con los entrantes, y ambos probaron la comida antes de seguir hablando. El carpaccio estaba muy bueno, pero en aquel momento había dejado de importarle nada que no fuese no echar a perder la atmósfera de vaga cordialidad milagrosamente conseguida.

—Así que Saldaña quiere echar a ese Menkell y vosotros no queréis que se vaya.

—Ajá.

—¿Y… hay algo que podáis hacer?

Pablo se inclinó un poco hacia ella, que lo interpretó como una alentadora aunque pequeñísima muestra de confianza.

—Pues… nos hemos reunido en asamblea… y hemos recogido firmas entre los alumnos de Menkell y… no sé, alguien habló de hacer una huelga o algo así.

—¿Una huelga? —se echó a reír. A Pablo le sobresaltó aquella carcajada imprevista, y sin quererlo se contagió brevemente, esbozando la primera sonrisa de la mañana—. Perdona, es que en mis tiempos en la LC no pasaban esas cosas.

—Y ahora tampoco. Creo que al final van a rajarse casi todos.

—Ya.

El camarero trajo el solomillo de Pablo antes que el crep de ella.

—Empieza, se te va a enfriar.

—No, te espero.

Un chico educado y correcto dispuesto a comer carne helada. Un chico que quería ser escritor y que deseaba proteger a su maestro. Una oleada de optimismo sacudió la espalda de la futura madrastra. Federico tenía razón: el chiquillo era un encanto, y sintió un escalofrío al darse cuenta de que le separaban de él los mismos años que de su padre. Aquel muchacho que iba a ser su hijastro hubiese podido ser su amante… Pero ¿cómo podía estar pensando en una cosa así? Por fortuna, el camarero llegó con su plato, y tuvo un motivo para apartar su mirada de los ojos azules, preciosos, del hijo de su futuro marido. Comieron en silencio, pero al menos ya no había tensión.

—¿Habéis intentado hablar con Saldaña?

—Claro. Le mandamos una carta para proponerle una reunión. Y el gilipollas nos dijo que nos recibiría cuando acabásemos los exámenes finales. Fue como si nos mandara a tomar por el culo.

—De todas formas, no os hubiera servido de nada. Saldaña no es de los que se deja convencer. No quiero ser rompepelotas —rompepelotas era una de las palabras del léxico argentino con las que había decidido quedarse—, pero si el rector ha decidido echar a Menkell va a ser difícil convencerle por las buenas.

Pablo remató el solomillo y se limpió la boca cuidadosamente antes y después de beber. Había dejado de jugar con el pan —prueba evidente de que al principio él también estaba nervioso ante la perspectiva de enfrentarse a lo desconocido— y ahora exhibía unos perfectos modales de colegio de pago, sentado en la silla muy recto, con los antebrazos ligeramente apoyados en la mesa, y los ojos —aquellos bonitos ojos azules— fijos en su interlocutora.

—Por eso vamos a intentar convencerle por las malas…

Había entrecerrado los ojos y compuesto una media sonrisa de duro de teleserie. Incluso con aquella expresión tan poco natural resultaba condenadamente guapo, y ella volvió a sentirse culpable por pensar algo así.

—¿Por las malas? Espero que no hayáis pensado en secuestrarle ni nada por el estilo.

—No somos tan críos.

Aunque el tono de la respuesta había sido amistoso, ella recibió la contestación como una bofetada: ¿acaso el chico estaba intentando recordarle la diferencia de edad entre ellos? No, a buen seguro no era eso. Tenía que relajarse. Las cosas van bien, pensó, no te pongas paranoica precisamente ahora.

—¿Entonces?

—Pues ya sé que parece una fantasmada, como de película de espías y esas cosas, pero a alguien se le ocurrió que a lo mejor podríamos enterarnos de algo chungo que haya hecho, y apretarle las clavijas con eso. Ya sabes, quedarse con dinero de la universidad o… o vestirse de mujer en un viaje de trabajo… Aunque eso me extrañaría, la verdad. La vida de este tío es aburrida de la hostia —se quedó callado—, con perdón.

Ella tardó un poco en darse cuenta de que pedía disculpas por haber usado una palabrota. Era adorable, aquel chico, con su cabello negro de poeta maldito y sus ojos sombríos de huérfano a medias. Ahora, aquellos ojos habían perdido completamente el brillo y la fuerza que proporciona la furia y aparecían apagados y tristes.

—Es una gilipollez, ¿verdad? —Incluso la voz había bajado un tono y semejaba la de alguien mucho más joven—. Todo esto de buscar documentos comprometedores, y fotos y… esas cosas. Parece divertido cuando se dice en voz alta, pero es idiota pensar que podemos hacer algo así. Menkell se va a marchar, y a mí van a joderme. A joderme, pero bien.

—Pablo —era la primera vez que lo llamaba por su nombre. Intentó que su voz sonase tierna, incluso un poco maternal—, Menkell es un buen hombre y seguro que aprendes mucho con él, pero no es el único profesor de escritura del mundo. Si le despiden a él, contratarán a otro y…

Entonces él la interrumpió, pero no con la brusquedad de la que había hecho gala al principio, sino con la desesperanza y la pena del que se sabe al borde del desastre. Le explicó que le sería imposible confiar en alguien como confiaba en Menkell. Que a él y sólo a él sería capaz de enseñarle su manuscrito —porque había un manuscrito, sí, aunque no se lo había dicho a nadie—, que ninguna otra persona en el mundo sería capaz de leer aquellas páginas con el rigor, con el criterio de Menkell.

—Él puede ayudarme. Estoy seguro. Un día le pregunté: «Profesor, si escribiese una novela, ¿usted la leería?», y a él se le abrieron los ojos detrás de esas gafas de culo de botella, «Pues claro, Caspe», y yo insistí: «Pero ¿me dirá lo que piensa sinceramente, si le parece mala me lo dirá?», y él me miró distinto, no sé cómo explicarlo, como si ya no fuese el profe al que putea todo el mundo (porque a Menkell lo putean bastante, ya sabes cómo va eso) sino un tipo serio, casi un duro, pues me miró así y me dijo: «Caspe, si de verdad quiere ser escritor, no le haría ningún bien que yo le engañase con buenas palabras», te juro que ésa fue la frase, la recuerdo perfectamente. Joder, qué bien me cayó el tío en ese momento… El caso es que él prometió leer la novela, y ya casi la tengo terminada, me falta poquísimo y me parece que es buena, buena de la hostia, pero necesito que Menkell la vea. Y Saldaña quiere echarlo, y a saber a quién ponen en su lugar, porque seguro que no va a ser un tío como Menkell, un tío sincero y tal, capaz de decir lo que piensa, un tío que se niega a engañarte, joder, y yo no sé qué voy a hacer si se va, porque tengo… tengo más de doscientas páginas que no me atrevo a enseñarle a nadie… y si echan a Menkell te juro que le meto fuego a la puta novela, y luego… luego a lo mejor me cuelgo de un pino o me abro las venas, joder, qué mierda de vida…

Y, para sorpresa de ella, se le escaparon de los ojos dos lágrimas grandes que rodaron por su cara y cayeron sobre los restos del solomillo. El azul de aquellos ojos cobró un hermoso matiz acuático. Ella ladeó la cabeza y lo miró sonriendo. No le dijo lo que pensaba: que a los veinte años el mundo puede venirse abajo por las cosas más absurdas, que la tristeza, y la desesperanza y la angustia no duran eternamente, que todo se supera y que, visto con la distancia de la edad, aquello que nos destrozó el corazón se vuelve pequeño y estúpido, a veces hasta mezquino. Hubiese podido soltar aquel discurso al joven lloroso y confundido que tenía frente a sí, pero no lo hizo: en su momento a ella le habían dicho cosas parecidas, y escucharlas no le sirvió más que para acentuar su sensación de soledad y desesperanza. Siguió mirando en silencio al hijo de Federico, y entonces decidió hacer algo definitivo. Si salía mal, su vida podría complicarse. Pero, si salía bien, su alianza con aquel chico se volvería indestructible y le aseguraría la definitiva paz familiar con la que soñaba desde que su prometido le había explicado que tenía un hijo veinteañero a quien su boda no iba a hacer ninguna gracia.

—Pablo… te voy a contar una historia. Si sabes utilizarla bien, es posible que pueda hacer que se arreglen tus problemas con Saldaña y que Menkell se quede para siempre en la Luis de Camoens.

La mirada cambió. Los ojos se fijaron en ella con la misma devoción que los de un náufrago que hubiese descubierto en el horizonte la promesa de una isla. El camarero llegó para tomar nota de los postres. Pablo pidió un helado, un helado grande. Ella un expreso doble. Sacó un pitillo, lo encendió con el dominio de una mujer fatal, se separó un poco de la mesa y cruzó las piernas mientras echaba hacia atrás su precioso cabello castaño y dirigía a Pablo una media sonrisa maliciosa.

—Bueno, prepárate para saber algo interesante.

El chico la interrumpió con una pregunta.

—Oye, mi padre siempre te llama Patu… es uno de esos nombres estúpidos. Me gustaría saber cómo te llamas de verdad.

Ella sonrió.

—Laura. Laura Morales. Y ahora, escucha, porque esto es como lo de tu novela: yo tampoco se lo había contado a nadie.