En la tarde de un viernes —y más cuando estaba a punto de iniciarse un puente de cinco días—, la terminal cuatro de Barajas es uno de los lugares del mundo más apropiados para perder los papeles, la cabeza… y, por supuesto, un avión. Las medidas de seguridad previas a la entrada en la zona de embarque provocan colas kilométricas donde los sufridos viajeros son tratados como parte de una yunta de bueyes o del más lamentable rebaño de ovejas. Empleados de Aena pastorean sin disimulo —incluso con cierta sensación de triunfo— a ejecutivos, turistas, jubilados, parejas de novios, exploradores o estudiantes de intercambio, cuyos planes para el fin de semana llevan aparejado el pago de un curioso peaje: el de ser considerados delincuentes en potencia. Mario Menkell observaba, descorazonado, cómo todos los viajeros eran invitados a desembarazarse no sólo de cualquier cosa sospechosa de ser convertida en un arma —desde unas vulgares tijeras de manicura a un mondadientes de metal—, sino también de complementos aparentemente inocentes como el cinturón, las llaves o el reloj de pulsera. Aun así, a veces aquella bochornosa inquisición no era suficiente, y si al pasar por el arco detector se escuchaba el sonido de la alarma, el pasajero era sometido a la ignominia de un cacheo, sí, sí, un cacheo como los que se ven en las películas. Un hombre mayor —que llevaba en su aspecto y en su preciosa bolsa de cuero el marchamo inconfundible de los viajeros expertos— se abría resignadamente de piernas para facilitar las operaciones de prospección, mientras los pantalones empezaban a resbalarle por las corvas ante la ausencia de los tirantes, que habían sido depositados en la bandeja de plástico. Por pura empatía, Menkell suspiró aliviado cuando el guardia civil dio por finalizada la investigación en busca de sabe Dios qué cosa, e indicó al sospechoso que siguiese su camino con un displicente gesto de cabeza, que parecía querer decir: «ande, tire para adelante, que me ha cogido usted en un buen día». Resignado, con la cabeza aún gacha, levemente reducido a una categoría inferior, el hombre recogió mansamente sus cosas —los tirantes, el reloj, una bonita pulsera de pelo de elefante— y se vistió con dulce modestia junto al resto de los damnificados por el celo de las reglas internacionales sobre seguridad.

Mario Menkell se dijo que hubiese preferido no presenciar aquella escena. La idea del viaje —y toda su interminable burocracia de colas y esperas, de comprobaciones y verificaciones documentales— ya le ponía suficientemente nervioso. Ver a un pobre hombre vapuleado y convertido en sospechoso de algo que no acertaba a imaginarse no hacía sino acentuar su sensación de ansiedad.

No lo había comentado con Beatriz —tampoco era necesario hacerlo, y seguro que ella lo daba por sentado—, pero no sólo era la primera vez que salía del país, sino también la primera que viajaba en avión. Cuando era niño, los viajes familiares se reducían a mínimos desplazamientos en coche a un pueblo de la sierra en la época de vacaciones, y algún que otro trayecto en tren, no recordaba con ocasión de qué. Eso era todo. ¿Podían imaginar los lectores de Lo que me contó Bernard M. que el autor de aquella historia tenía tan escasa experiencia viajera? Seguro que no, dijo, y sonrió recordando a Salgari: aquel pobre hombre jamás había salido de los grises límites de la ciudad de Turín, mientras los héroes de sus novelas se movían con pasmosa naturalidad por los acantilados del Caribe y las junglas misteriosas de Malasia.

Otro tanto había hecho él: reducido a las cuatro paredes de una casa compartida con dos inválidas, su Bernard M. había paseado por Venecia y Manhattan, por el París de entreguerras y las callejas tortuosas de los pueblos de la Dalmacia. Tras renunciar a la vida deseada de idas y venidas, a escuchar el zumbido de idiomas diferentes, a probar alimentos indescifrables y cruzarse con hombres y mujeres distintos —cuántas veces había recordado las palabras de Mutis: «es menester lanzarse al descubrimiento de nuevas ciudades. / Generosas razas nos esperan»—, había recreado la vida inverosímil y hermosa de Bernard M. avezado viajero, amigo cosmopolita de artistas reconocidos, discreto notario de una época irrepetible.

Pero Bernard M. pertenecía a otra época, y para él empezaba también una nueva edad, que inauguraba subiendo en avión, saliendo del país por primera vez en su vida. Cuando los avisaban para embarcar, a la memoria de Menkell llamaron suavemente los otros versos de Álvaro Mutis: «Aún queda tiempo. Bien poco, es cierto, pero es menester aprovecharlo». Miró a Beatriz, sentada junto a él, que sostenía las tarjetas de embarque, y le dedicó una sonrisa que ella no supo descifrar en todo su sentido, pero que interpretó como llena de buenos augurios.

El vuelo a Milán transcurrió tranquilo y sin sobresaltos, en medio de un cielo tan azul que Beatriz sintió la tentación de advertir a Mario de que no era normal disfrutar de un viaje así, plácido y libre de la menor turbulencia. Pero no dijo nada. ¿Para qué estropear el momento con advertencias agoreras? Tampoco se explica a un niño que la vida es cruel cuando acaba de soplar las velas de su tarta de cumpleaños. Menkell tendría tiempo de descubrir por sí mismo las inclemencias de las rutas aéreas, las amargas sorpresas que puede encerrar un viaje en avión. Por fortuna, no iba a ser aquel día ni durante aquel vuelo a Milán. El avión tomó tierra sin alarma ni estrépito y se deslizó con elegante suavidad por la pista, tanto que Mario Menkell tuvo ganas de exclamar: ¿y esto es todo? Llevaba días inquieto ante la inminencia de su bautismo aéreo, y la experiencia le había parecido más bien poca cosa… sí, incluso algo decepcionante. En definitiva, lo más cercano al conato de aventura había sido el paso por el arco detector de metales.

Tomaron un tren a la ciudad y luego un taxi al hotel Corso, en la avenida Castello. Beatriz vio los ojos abiertos de Mario cuando prácticamente se dieron de bruces con la fortaleza de los Sforza, y por un momento tuvo la tentación de olvidarse de todo, de la Casa Verdi, de Fernando Montalvo, de Klara Hauptf, de la novela, y dedicar aquellos días en Milán a hacer turismo. Recién salido de su concha, ingresando en el mundo después de tantos años, Mario Menkell habría de disfrutar como un niño descubriendo Milán, las terrazas del Duomo, la iglesia de San Giorgio Maggiore, las galerías Vittorio Emmanuele, la pinacoteca Ambrosiana, y, mientras pensaba en todas esas citas con la ciudad, Beatriz sintió una punzada de ansiedad, la misma que se apoderaba de ella cada vez que viajaba a algún lugar y se sentía en la obligación de verlo todo. Sonrió para sí misma y se dijo que siempre sería una turista. Mario, sin embargo, que miraba a su alrededor con la calma beatífica de un buda, tenía todo lo necesario para convertirse en un viajero.

El hotel era grande y algo destartalado, y —como la mayoría de los hoteles italianos— no correspondía a su clasificación por estrellas. Beatriz había reservado dos habitaciones e insistido en la importancia de las vistas, y en eso habían tenido suerte: ambos cuartos tenían amplios ventanales desde los que se veía el magnífico castillo de los Sforza. Al mediodía —eran casi las tres— el sol arrancaba destellos rojizos a la piedra tallada.

Se dieron unos minutos para instalarse y se citaron en la recepción del hotel. Al llegar, Beatriz se encontró a Mario hablando con el conserje en un correcto italiano.

—Así que quieren visitar la Casa Verdi… es un lugar precioso, ya lo verán… ¿son músicos los señores? Allí van muchos músicos para ver la tumba de Verdi y de su esposa. Claro que a mí eso de ver tumbas… Me parece mucho más bonita la casa de reposo. Ahora hay cerca de cien ancianos. Todos músicos sin recursos. Una tía de mi mujer vivió allí hasta que… —Miró al cielo y se santiguó—. Era cantante de coro. Soltera y sin hijos. Pero en la casa estaba como una reina. Mucho mejor que en cualquier otro sitio. La cuidaban muy bien, decía que la comida era estupenda… y, además, los viejos se organizan para entretenerse. Dan sus conciertos, practican…

Beatriz interrumpió lo que parecía ser una cuña publicitaria.

—¿Cómo podemos ir desde aquí?

—Lo mejor es que tomen el metro. Hay una estación en la misma plaza Buonarroti. El taxi sale muy caro. Los taxistas de Milán son unos ladrones, se lo advierto.

—Ya… bueno, muchas gracias por todo.

—Un placer. Que les guste la casa. Y las tumbas, si es que van a eso.

Salieron a la calle. La temperatura era agradable, y apenas había nubes. Beatriz se dijo que era la primera vez que veía el sol en Milán. Hasta entonces, había relacionado la ciudad con la lluvia menuda y un cielo gris, bajo y triste, de tintes casi opresores. Bajo aquella luz le pareció una ciudad distinta.

—No sabía que hablases italiano.

Mario sonrió.

—Es una historia muy tonta. Cuando me quedé solo, quise hacer un curso de francés. Los de la escuela se equivocaron y me enviaron el material correspondiente al módulo de italiano. No me atreví a devolverlo…

Se rieron los dos.

—Mira, al final te ha venido bien.

—¿Y tú? ¿Cómo aprendiste?

—Tuve un novio de Palermo cuando estaba en Temple. Un tipo muy curioso. Tenía un Maserati rojo y nunca supo explicarme a qué se dedicaba su padre. «Tiene negocios», decía siempre. Estaba convencida de que pertenecía a una familia de mafiosos. Así que me daba miedo dejarle y estuve casi un semestre con él, hasta que me plantó por una estudiante finlandesa de primer curso. Fue una liberación. Pero, por lo menos, me sirvió para aprender italiano. Así que los dos sabemos el idioma por una cuestión de falta de arrestos: tú para cambiar el curso que te mandaron y yo para romper con el palermitano. Lucca, se llamaba. Tenía el pelo negro y recogido en una coleta, y siempre llevaba camisas negras. Parecía uno de los Soprano. ¿Qué habrá sido de él?

Entraron en un café vecino para comer algo. Se había pasado la hora del almuerzo, pero en el local servían paninis calientes en cualquier momento.

—¿Estás preocupado? —Mario Menkell jugueteaba con la carta y el dispensador de servilletas, y su pie derecho se movía nerviosamente como si estuviese pisando un acelerador imaginario.

—No… Mentira, sí. Bastante. Es que cuando estábamos en Madrid todo parecía muy sencillo, pero ahora, aquí… es como si empezásemos de cero otra vez, como si todo lo que hemos hecho bien hasta ahora se pudiese ir al traste…

Beatriz estaba segura de que se refería a Fernando Montalvo. Mario también, pero al escucharse a sí mismo reparó en el doble sentido de sus palabras. Porque en el fondo era eso lo que le obsesionaba: hacer algo mal, estropear la milagrosa relación que había conseguido crear entre ambos. En Madrid las reglas estaban claras para los dos, y al no haber preguntas tampoco era necesario desembocar en respuestas. Pero habían viajado durante dos horas, y estaban en Milán, frente a la fortaleza de los Sforza… ¿sería capaz de hacer funcionar todo también allí?

—No te pongas paranoico. No hay nada que pueda salir mal.

Y, sin embargo, pensaba Beatriz, qué fácil es dar un paso en falso, que fácil hacer un movimiento indebido en el instante menos adecuado, y deseó poder dar la vuelta en el tiempo —para el caso, también en el espacio— y regresar a la casa de Montalvo, a la sombra protectora de todas aquellas cosas entre las que ambos habían aprendido a moverse y a ser felices sin necesidad de complicarse la vida. Tal vez la idea de viajar a Italia había sido un error descomunal, tal vez Mario se sintiese abrumado por tantas y tantas novedades, el vuelo, aquel hotel tan poco acogedor —alguien debería matar al tipo de la web que lo recomendaba con tanto entusiasmo—, la poderosa presencia del castillo, el mundo nuevo que aún no estaba acostumbrado a la presencia de los dos. Por favor, por favor, por favor, que todo salga bien, que no se estropeen las cosas por culpa de este viaje…

—… Visitaremos la Casa Verdi, conoceremos a la señora Hauptf, y ella te dará tantas pistas sobre Fernando Montalvo que podrás escribir no una, sino dos novelas. Neves estará encantado, y tú tendrás material extra por si acaso dentro de unos años el gilipuertas de Saldaña intenta volver a tocarte las narices.

—Qué optimismo.

Volvieron a reírse. El camarero llegó con los bocadillos rebosantes de salami, tomate y mozzarella fundida, y Beatriz observó complacida que Mario mordía el suyo cerrando los ojos, para multiplicar en lo posible el placer obtenido de aquel primer bocado. Su ánimo volvió a serenarse: no había nada que temer.

Situada en la plaza de Michelangelo Buonarroti, la Casa Verdi era un imponente edificio pintado de blanco y cuajado de ventanas de ojiva que lo hacían semejante a una mansión veneciana. Costaba pensar en que aquel remedo de Palazzo de los Dogos era en realidad un asilo, a pesar incluso del letrero de la fachada: «Casa di Riposo per Musicisti Giuseppe Verdi».

En cuanto atravesaron el portalón de entrada, Beatriz y Mario tuvieron la impresión de entrar en una abadía: fuera, el ruido del tráfico era casi insoportable, pero el amplio vestíbulo de la casa parecía estar concebido para poner el lugar a salvo del guirigay del mundo exterior. El vestíbulo flotaba en un silencio multiplicado por el pequeño jardín delantero, salpicado de rosales floridos. Al fondo, como les había advertido el conserje del hotel, se encontraba el mausoleo de Verdi y de su esposa Giuseppina.

—Buona sera.

La mujer de la recepción era una hermosa italiana de edad indefinida entre los cincuenta y los setenta años. Tenía unos intensos labios de maggiorata, la piel acaramelada y un cabello espeso que se obstinaba en ser oscuro, aunque necesitase para ello la ayuda del tinte que empezaba a echarse de menos en el nacimiento del pelo. Era evidente que le sobraban algunos kilos, pero a quién no a su edad, pensó Beatriz. Tenía la mirada fija en el ordenador, y tardó unos segundos en apartarla para responder al saludo. Cuando lo hizo, exhibió unos fabulosos ojos verdes que rubricaban lo que Mario y Beatriz habían empezado a pensar: aquella matrona que se precipitaba hacia el abismo de la edad había sido en otro tiempo una verdadera belleza con derecho a darse un baño nocturno en cualquier fuente de Roma.

—Buona sera.

Mario tardó unos segundos en reaccionar, deslumhrado aún por aquellos ojos magnéticos.

—Buona sera —repitió—. Este… hemos venido desde España y… quisiéramos ver a la señora Klara Hauptf.

Hubiesen tenido que estar ciegos para no darse cuenta de que la luz verdosa de aquellos ojos perdió su brillo inmediatamente. Beatriz sintió algo raro en el estómago, como si se hubiese tragado de golpe un vaso de agua helada.

—¿Son ustedes amigos suyos?

—Sí… bueno, no exactamente… tenemos un amigo común, ¿sabe? Y como estamos de paso en Milán…

La mujer detuvo la explicación con un gesto de emperatriz romana.

—Señor… siento decirle que la señora Hauptf murió hace un par de meses. Lo… lo lamento… pensé que habíamos avisado a todos los allegados, pero, claro, es imposible hacer bien estas cosas. El funeral fue el jueves pasado. Un funeral precioso, créanme. La señora Palacci cantó un fragmento del réquiem… Llevaba años sin hacerlo, ¿saben? Pero se empeñó y… El pobre señor Hauptf lloraba como un niño… en realidad, todos llorábamos… fue tan hermoso…

Esta vez fue Beatriz quien interrumpió la explicación.

—¿El… el señor Hauptf?

—Sí. Nuestro querido Iosto. Pobrecito. A veces pienso que, cuando dos personas se quieren tanto, Dios debería llevárselas al mismo tiempo. —Meneó la cabeza—. Pero las cosas no son así.

—Por desgracia. —Beatriz sabía que a partir de entonces estaban en manos de aquella imponente madonna entrada en años y sintió que debía darle la razón en todo—. Esto también debe de ser duro para ustedes.

—Sí, es terrible. Y pasa con demasiada frecuencia. Hay varias parejas entre los residentes, y cada cierto tiempo… ya saben…

—Es ley de vida —sentenció Beatriz.

—Ley de vida, eso es. Pero una ley terrible.

—Y… ¿cómo se encuentra… Iosto?

—Imagine. Él y la señora Hauptf llevaban casi cincuenta años juntos.

Beatriz se convenció de que había conseguido crear cierta empatía entre ella y la recepcionista.

—¿Cómo se llama usted?

—Nicoletta…

—Bueno, Nicoletta, pues… nos gustaría ver al señor Hauptf para expresarle nuestras condolencias.

Ella les miró con cierta severidad desde sus ojos glaucos.

—No es hora de visita… y, además, si no son ustedes parientes tendrían que cumplir ciertas formalidades… hay que solicitar un permiso a la dirección, y también al interesado.

—Ya entiendo, pero…

—De todas formas, y dadas las circunstancias —miró, sonriente, a Beatriz, a quien, efectivamente, parecía considerar parte de su equipo—, voy a dejarles pasar. Al señor Hauptf le vendrá bien un poco de compañía. No tiene muchos conocidos fuera de aquí, ¿saben? Así se distraerá un rato. Anotaré sus nombres… es sólo un trámite, tengo que hacerlo con todos los no residentes.

—Beatriz Millares.

—Mario Menkell.

Nicoletta escribió algo en una vulgar libreta de pastas de plástico y luego salió de la garita.

—Esperen un momento… ¡Sveva!

Una joven rubia y de aspecto insignificante acudió a la llamada. Mario y Beatriz pensaron al mismo tiempo que la frágil Sveva parecía el contrapunto de Nicoletta, con su geografía de matrona y sus ojos inmensos.

—Quédate aquí un momento mientras acompaño a los señores.

—¿Han rellenado la ficha?

La otra le dedicó una mirada fulminante que sirvió para aclarar quién era la que mandaba allí.

—Deja que me ocupe yo de eso. —Y en un tono un poco más afectuoso—: Han venido a ver a Iosto.

—Ah, eso es estupendo. —La faz pálida de Sveva pareció iluminarse con la noticia—. Creo que está en el jardín.

—Pues vamos hacia allá. Vengan conmigo.

Siguieron a la mujer. La Casa Verdi parecía un lugar suspendido en alguna región indefinida del tiempo de los dioses. Avanzaron mecidos por las notas lejanas de un violín y una tuba, y por las escalas que cantaba una voz apagada que se resistía a dejar de ser hermosa. La atmósfera de extrema quietud debería haber sido turbada por el sonido de los instrumentos y los ejercicios de canto, pero era como si todos los ruidos naciesen con el objetivo de apuntalar la paz sobrenatural de aquel refugio. Nicoletta los condujo por un pasillo donde había varios pianos protegidos del sol por sábanas blancas. Parecían esculturas informes, o quizá los cadáveres de enormes animales piadosamente ocultos bajo sudarios. En su camino al jardín, Beatriz y Mario se cruzaron con varios ancianos de porte aristocrático que les saludaron con un buona sera o un leve y elegante movimiento de cabeza, como si se supiesen dueños y señores de aquel privilegiado reino de sosiego y música. Mario se preguntó quiénes serían. ¿Intérpretes? ¿Compositores? ¿Maestros? ¿Seguirían ellos ejercitando sus habilidades musicales o las habrían dado por perdidas hacía mucho tiempo? Sólo de algo estaba seguro: aquellas personas no concebían la Casa Verdi como un triste asilo para esperar la muerte, sino como el lugar que iba a permitirles prolongar hasta el final la razón última de su existencia. Ahora sonaba un piano, y arreciaban las escalas. A Mario le pareció escuchar las marcas del compás que dictaba el metrónomo. Incluso cuando se producía un denso silencio de apenas dos segundos, el lugar seguía rezumando música.

—Por aquí, por favor.

Salieron a un jardín con aspecto de claustro, uno de esos luminosos jardines con una fuente en medio, y salpicados de flores que crecen en riguroso desorden. Había una docena de ancianos paseando lentamente bajo la sombra protectora de dos o tres árboles —tilos, pensó Beatriz—, e incluso una de las inquilinas tomaba coquetamente el sol sentada en un banco de piedra. Se había desabrochado algunos botones de la blusa para broncearse mejor, y dejaba a la vista sus hombros huesudos y el escote salpicado de manchas.

—La señora Rossi —Nicoletta advirtió la mirada de Beatriz— era cantante. Llegó a actuar en la Scala. Tiene ochenta años y no debería tomar el sol sin protección, pero imagine lo que es decir a una antigua prima donna lo que debe y no debe hacer. Ahí tienen a Iosto.

Mario y Beatriz miraron al mismo tiempo a un anciano que parecía dormitar bajo uno de los árboles. Estaba sentado en una silla, y una manta de lana le tapaba las piernas. Beatriz sintió una sensación de ahogo: de entre todos los inquilinos de la Casa Verdi, el señor Hauptf era el único que parecía verdaderamente viejo. El dolor hace estas cosas, pensó, y sin saber por qué metió las manos en los bolsillos de su chaqueta y cerró los puños, como si quisiera protegerse de algo.

—Si está dormido, a lo mejor deberíamos…

—No, nunca duerme a esta hora. Cierra los ojos porque le molesta mucho la luz, y como es un cabezota se niega a usar las gafas de sol. Y aquí cada residente hace lo que le da la gana. Pero ése es otro asunto. Vamos, acérquense. —La enfermera se inclinó hacia la oreja de Iosto Hauptf—. Señor Hauptf… tiene usted visita.

El anciano se incorporó. Cuando abrió los ojos, pudieron comprobar que tenía el iris de un raro azul casi transparente: eran los ojos más claros que ninguno de los dos había visto jamás. Iosto Hauptf se puso en pie sin ninguna dificultad, y a Beatriz le alivió comprobar que no era un inválido.

—Iosto, estos señores conocían a su esposa… —Nicoletta alzaba la voz—. Se llaman Mario y Beatriz, han venido desde España, y quieren saludarle a usted. ¿Le parece bien?

Él les dedicó una inclinación de cabeza que más parecía la reverencia de un director de orquesta en pleno saludo tras un concierto exitoso.

—Por supuesto. Son muy amables. ¿Quieren que pasemos dentro? Estaremos más cómodos en la salita, aquí empieza a hacer frío.

Regresaron al interior. En silencio, Nicoletta abrió para ellos lo que parecía ser una pequeña sala de visitas, y encendió una cafetera eléctrica antes de marcharse.

—¿Pueden servirlo ustedes? —y, dirigiéndose a Mario y a Beatriz—: Media hora, ¿de acuerdo? El señor Hauptf tiene que descansar.

—Ay, Nicoletta, ¿de qué se supone que tengo que estar cansado?

—No discuta conmigo. Sabe que lleva las de perder.

Y, como cediendo a un impulso, besó la frente del viejo antes de salir, meneando sus contundentes caderas. Iosto Hauptf les dirigió una media sonrisa.

—Bueno, pues cuéntenme… ¿de qué conocían a mi querida Klara?

Hubo un silencio. Beatriz observó sin disimulo al señor Hauptf, y pensó que así, despierto y alerta, era el anciano más guapo que había visto en su vida. Tenía los huesos largos y la cintura estrecha, una nariz que parecía trazada con un tiralíneas, y la boca grande delimitada por unos labios pálidos e intensos de galán de cine. Lucía un ligero bigote gris sobre el labio superior, y tenía unos pómulos indios que contrastaban con los ojos transparentes y la piel blanquísima.

—Pues… es un poco largo de explicar. —Mario miró a Beatriz desesperadamente.

—En realidad, su esposa y nosotros… digamos que teníamos un amigo común…

Él la miraba entre la curiosidad y el desconcierto.

—No sé si conocía usted al señor Montalvo.

El rostro de Iosto Hauptf pareció enrojecer, y los ojos adquirieron otro brillo que sólo Beatriz supo relacionar con la ira. En aquel momento, la profesora Millares hubiera dado cualquier cosa por estar en cualquier lugar distinto a aquella habitación de la Casa Verdi, frente al viejo más guapo del mundo.

—Pero ¿es que este hombre no va a dejarme en paz nunca? ¿Ni siquiera ahora que Klara está muerta?

Mario perdió de golpe todo el color de la cara y su piel adquirió instantáneamente el matiz grisáceo de la mala salud. Beatriz notó que la boca se le secaba. Ninguno de los dos tenía la menor idea de qué hacer.

—Llevamos años con esto. Años. ¿No puedo librarme de ese… ese individuo de una maldita vez?

Por fortuna, pensó Beatriz, el señor Hauptf no había elevado el tono de voz. Estaba indignado, pero su cólera tenía la contención del que ha aprendido a moderarse y es capaz de expresar su rabia sin recurrir a los gritos. Beatriz agradeció el que Iosto Hauptf fuese de esa clase de personas. Si hubiese empezado a dar voces, Mario —y a buen seguro ella misma— se hubiese derrumbado allí mismo. Buscó algo apropiado que decir en el almacén de su ingenio de mujer bregada, pero parecía que su cerebro se había cruzado de brazos, así que se quedó callada, mirando al señor Hauptf con los ojos acuosos y desconcertados y el aire lamentable del que ha sido ampliamente superado por los acontecimientos. Esto no está ocurriendo, acertó a pensar, y cuando ya estaba sopesando la posibilidad de agarrar del brazo a Mario y arrastrarle bien lejos de la Casa Verdi, escuchó, como llegada de muy lejos, la voz opaca y gris de Mario Menkell.

—Señor Hauptf… por favor… de ninguna manera querríamos molestarle… de ninguna manera… y menos en sus circunstancias… Ni siquiera conocemos al señor Montalvo, y no tenemos ni idea de por qué le disgusta tanto escuchar su nombre… deje que le explique… deje que le explique, por favor…

Y entonces, en aquella sala de visitas vagamente triste, desde la que podían escucharse escalas remotas y lejanos ejercicios de músicos que se negaban a rendirse, Menkell habló de todo: del piso heredado, del inquilino muerto, del hallazgo de las cosas, de las llamadas de teléfono, de los objetos robados, de la postal con el trébol, de la canción de cuna, de la figura protectora de Anna Livia Schzerny, de todas las extrañas pistas que conducían a la vida de Fernando Montalvo. Beatriz, que nunca le había visto dar clase —en realidad, sólo sus alumnos lo habían hecho: ¿quién iba a interesarse por las lecciones de un pobre profesor de técnicas de escritura?—, asistía maravillada a aquella metamorfosis milagrosa. Porque cuando empezaba a relatar una historia, Mario Menkell se convertía en un hombre distinto, despojado de su aura de personaje a medio hacer, para convertirse en un ser único y bendecido por los dioses con un don incalificable: el de la facilidad para contar un cuento, incluso en el territorio hostil de un idioma distinto al propio. Beatriz se dio cuenta de que el pobre señor Hauptf tampoco había sido insensible a aquella mutación, y escuchaba las palabras de aquel narrador inesperado que había llegado a turbar la paz de su retiro en la Casa Verdi.

—… así que, cuando el rector de la universidad me dijo que tenía que publicar otra novela para conservar mi trabajo, pensé… qué demonios, quizá este Montalvo tenga una buena historia que merezca la pena. Y por eso estamos aquí. Porque creíamos que a lo mejor la señora Hauptf podría proporcionarnos algún dato sobre este señor… no sabíamos que su esposa había muerto. Ni tampoco que existía usted… y si hubiésemos sospechado que nuestra visita iba a molestarle, nunca jamás…

Pero el otro detuvo la explicación con un ademán preciso que no dejaba lugar a dudas: no necesitaba oír más disculpas. Iosto Hauptf había recuperado la tranquilidad de las facciones, y ya no brillaba en su rostro la luz de la rabia. Beatriz se dijo que aquél era un momento fundamental en la vida de todos. Porque, si alguien tenía datos de la historia de Montalvo, ése era, desde luego, el viudo de Klara Hauptf.

—Señorita… señorita Beatriz… ¿sería usted tan amable de servirme un café? Lo haría yo, pero —se miró las manos con una sonrisa triste— me he vuelto torpe incluso para eso. La edad. Ya entenderán lo que les digo, es cuestión de tiempo. Y hablando de tiempo… ¿tienen ustedes mucha prisa? Porque hay unas cuantas cosas que les gustará saber. Sobre todo a usted —señaló a Mario—. Pónganse cómodos, y, si Nicoletta asoma la nariz por la puerta, dejen que sea yo quien se ocupe de ella.

»Stefan Hauptf era mi padre… o, al menos, oficialmente. Me adoptó al casarse con mi madre. Entonces yo tenía diecisiete años y reconozco que la idea de apellidarme Hauptf me sedujo bastante. Estaba en el conservatorio, ¿se imaginan?, y de pronto podía llevar el nombre de un músico famoso… Pero eso no viene al caso. Cuando mi madre conoció a Stefan, él ya había dejado la interpretación. Supongo que saben lo de su desgracia. Un violinista que pierde los dedos… es terrible, simplemente terrible. Claro que él aceptaba todo aquello con mucha naturalidad: son cosas que te pasan, me dijo un día, como si el haber quedado lisiado para siempre no tuviese en el fondo tanta importancia. Así que tuvo que dejar de tocar. Se ganaba la vida como profesor de música.

»Era un buen hombre. Viví con él y con mi madre hasta que me casé con Klara. Así conocimos a Fernando Montalvo. Era uno de los alumnos de Stefan. Él decía que no era el mejor de sus estudiantes, pero sí el más trabajador. Le escuché tocar algunas veces. No tenía ni pizca de talento. Está mal que yo lo diga, pero siempre supe que nunca llegaría a nada en la música. Y no es que yo haya hecho una carrera deslumbrante, pero dirigí dos orquestas sinfónicas y… perdonen, no debería hablar de mí. Les estaba contando lo de Montalvo. Iba a casa de mis padres tres veces por semana para recibir sus lecciones. Coincidí con él un par de veces. Era un tipo raro, muy retraído, no demasiado simpático. Creo que no me acordaría de él si no fuese porque… porque aquel hombre se enamoró de mi mujer. Aunque estoy seguro de que “enamorarse” no es la palabra adecuada. Creo que, simplemente, se obsesionó con ella. Montalvo tenía entonces unos veinte años, quizá menos. Klara era mayor, ya llevábamos un tiempo casados. Ella y yo solíamos ir a casa de mi madre a comer o a pasar la tarde. Se conocieron por casualidad después de las lecciones. Klara tardó en darse cuenta del efecto que había causado en aquel chico. Decía que Montalvo le daba lástima. Era amable con él como hubiese podido serlo con un cachorro, y perdonen la comparación.

»A ninguno se le ocurrió que aquel músico mediocre pudiese estar interpretando mal las atenciones de mi mujer. Y empezaron los ramos de flores, las cajas de bombones, las cartas… Era embarazoso, ¿saben ustedes? Klara no sabía qué hacer, y yo, la verdad, empezaba a pensar que la mejor forma de acabar con semejante locura era dándole un puñetazo a Montalvo. Stefan habló con él, por supuesto… ¿Saben lo que le dijo? Que sólo quería hacer feliz a Klara, y que no abrigaba ninguna esperanza con respecto a ella, pues sabía que el nuestro era un matrimonio dichoso. Únicamente deseaba hacer a mi esposa la vida más agradable, y por eso le mandaba las flores y los dulces y aquellas cartas en las que le recordaba a diario lo maravillosa que era: “Su hijo es director de orquesta y pasa mucho tiempo fuera de casa. Klara debe de sentirse muy sola a veces, y seguro que le gusta saber que tiene un amigo que haría cualquier cosa por ella”. Eso fue lo que dijo a Stefan. Y lo cierto es que nunca fue más allá de las cajas de chocolatinas, los ramos de rosas y las postales. Quiero decir que jamás abordó a Klara por la calle, ni rondó nuestra casa, ni nada por el estilo. Por eso era tan complicado frenar aquello, ¿saben? En el fondo, yo estaba deseando que Montalvo se extralimitase y así tener un buen motivo para darle una paliza. Pero qué va. Se limitaba a los regalitos, las poesías, las…

»Todavía lo recuerdo perfectamente, pequeño, feúcho, moreno como un joven gitano, con sus partituras debajo del brazo y una media sonrisa estúpida en la cara. Había hablado con él un par de veces antes de que se obsesionase con Klara, y simplemente me pareció un pobre bobo, un chico con no demasiadas luces. ¿Cómo iba a pensar yo que podría encapricharse de mi esposa? Llegué a pedirle a Hauptf que lo expulsase de su pequeña academia de música. Él se negó. Al parecer, el chico era huérfano, no tenía parientes ni demasiados amigos, y aquellas clases eran su único contacto con el mundo. Había venido a vivir a Italia con su padre viudo, que era diplomático y murió muy joven. Montalvo se quedó en el país, supongo que porque tampoco tenía un mejor sitio a donde ir. A Stefan le daba pena… y a mí, si lo pienso, también, pero en aquel momento lo único que de verdad me apetecía era propinarle un buen puñetazo para quitarle las ganas de molestar a mi mujer.

»Fue precisamente entonces cuando me ofrecieron un puesto de director suplente en una orquesta austríaca, y Klara y yo nos trasladamos a Viena. No digo que fuese sólo por culpa de Montalvo, ¿saben? El trabajo era muy bueno… pero, si las cosas hubiesen sido distintas, quizá no… o sí, ya qué más da eso. El caso es que nos fuimos, prohibiéndole expresamente a Stefan y a mi madre que facilitasen a Montalvo nuestra nueva dirección. Así que aquel chico salió de nuestras vidas, y casi llegamos a olvidarnos de él. Luego supimos que había seguido asistiendo a las clases de Stefan, hasta que tuvo que cerrar su escuela por falta de alumnos. Ya casi nadie recordaba al gran Stefan Hauptf y ¿quién quiere recibir lecciones de un pobre músico lisiado? Mi madre me dijo que Fernando Montalvo se había portado muy bien. Que no sólo había intentado conseguir alumnos nuevos para la academia, sino que incluso había querido prestarles dinero. Hauptf nunca aceptó la oferta, pero agradeció a Montalvo que hubiese intentado ayudarle. Entonces, él ya había dejado Milán para trasladarse a España. No sé por qué se marchó. Desde allí venía a veces a ver a Hauptf. Mi madre me decía que aquellas visitas le hacían mucho bien. Stefan estaba ya muy enfermo, y se había quedado bastante solo.

»Volvimos a ver a Montalvo en el entierro de mi padre. Vino expresamente desde Madrid para asistir al funeral. Se lo agradecimos, por supuesto. Fue un gesto muy bonito. Klara y yo estuvimos hablando con él después del oficio, y nadie hizo la menor mención a lo que había ocurrido en el pasado. Montalvo regresó a España, y no volvimos a tener noticias suyas en mucho tiempo. Cuando murió mi madre, unos meses después, envió un telegrama de pésame, pero esta vez ni siquiera vino a Milán. Pensamos que nos habíamos librado de él, y no puedo decir que lo sintiéramos mucho. Supongo que le olvidamos. Y no es raro, ¿a que no? Uno se pasa la vida olvidando a la gente.

»Tiempo después tuve que retirarme. Aún era joven. Un músico de setenta años no es ningún anciano, ¿saben? Pero tengo problemas de salud. Artritis reumatoide. Y parkinson. No es el mejor diagnóstico para un director de orquesta. Y, además, no soy precisamente Toscanini. No todo el mundo puede ser un virtuoso, ¿verdad? Stefan lo era, claro. Pero yo no, ni tampoco Montalvo. Al menos, yo tuve suerte y pude vivir de mi música durante años. Luego, cuando me vi obligado a dejarlo, las cosas se nos torcieron un poco. O mucho. Yo había ganado dinero, pero Klara y yo teníamos la mala costumbre de vivir al día. Creo que los dos pensábamos que iba a poder trabajar hasta los cien años. Cuando me diagnosticaron la enfermedad de Parkinson, ambos nos arrepentimos de no haber sido más previsores, pero esas cosas no tienen remedio. Por eso acabamos aquí. No es un mal sitio, créanme. Y es agradable vivir con gente que está en la misma situación: viejos músicos retirados que se quedaron lejos de la gloria. La convivencia es más fácil. Y también hay más posibilidades de pasar el tiempo… El caso es que Klara y yo nos instalamos en la Casa Verdi. Y entonces Montalvo apareció de nuevo. No me pregunten cómo se enteró de que vivíamos aquí, pero un día llegó un enorme ramo de flores para Klara. Y luego empezaron las cartas desde Madrid. Les confieso que me puse como loco. Tanto es así que el director de la casa se ofreció a intervenir. Dijo que, si así lo deseábamos, él mismo escribiría a Montalvo para pedirle que cesara en su correspondencia. Pero Klara no quiso. ¿Ustedes lo entienden? A mí me costó mucho comprender por qué mi esposa no prefería que se le parasen los pies definitivamente. “Iosto, querido, ¿qué nos importa a nosotros que ese hombre me escriba? Quizá no tiene una forma mejor de matar el tiempo. Es posible que esté solo. Tú me tienes a mí, y yo te tengo a ti… y tú, además, tienes tu música y todos los buenos recuerdos de estos años… Montalvo no hace mal a nadie… déjale que escriba, si quiere”. Mi pobre Klara… era tan buena… mi Klara querida…

Dos gruesas lágrimas se deslizaron por la pálida piel de Iosto Hauptf. Con un movimiento de prestidigitador, Beatriz sacó un pañuelo del bolsillo y secó ella misma las mejillas húmedas del viejo.

—Gracias, señorita —respiró hondo—, perdonen que me emocione, ha pasado muy poco tiempo desde la muerte de Klara… Ojalá la hubieran conocido. Era tan hermosa… Recuerdo la primera vez que la vi. Yo tenía treinta años y ella veinte. Parecía una niña, con aquel pelo rubio cayéndole por la espalda y la nariz llena de pecas. Me hubiese casado con ella de inmediato, pero me costó dos años convencerla. Creo que no quería dejar a su madre. Estaban muy unidas. El padre las había abandonado siendo Klara muy pequeña, y ella se sentía en la obligación de ocupar el puesto de él. Mi mujer estaba obsesionada con su padre. ¿No les parece absurdo? Un tipo que se marcha de casa dejando sola a su esposa y a una niña de siete años… Bueno, pues Klara pasó mucho tiempo queriendo dar con él, hasta que se convenció de que alguien que se va sin dejar rastro lo hace porque no tiene el menor interés en ser encontrado… nunca entendí por qué le costó tanto llegar a esa conclusión, pero aquello la amargó durante muchos años…

En ese momento, Nicoletta entreabrió la puerta y asomó su cabeza de estatua.

—¿No creen que ya está bien de conversación? Les dije media hora…

Los ojos de Mario y de Beatriz se clavaron en Iosto.

—Nicoletta… —dijo el anciano, ladeando la cabeza y dando al nombre un tono de súplica.

—Está bien, está bien… no puedo con usted. En realidad, no puedo con ninguno. Ah, los artistas y su encanto… me alegro de haberles conocido a esta edad, hechos unos viejecitos inofensivos. A los cuarenta años me hubiesen seducido todos… Y usted el primero, Iosto… no me niegue que en su juventud fue un verdadero don Juan. —Guiñó un ojo a Beatriz, que entendió que la interrupción había sido un remedo de respeto a las reglas de la casa—. Sigan de charla y llámenme al terminar para llevarles a la salida. Ay, señor Hauptf, estas cosas acabarán por costarme el puesto… me tienen comiendo de su mano, ya lo saben. Todos y cada uno de ustedes…

La puerta volvió a cerrarse. Iosto Hauptf les sonrió levemente. Era la primera vez que lo hacía en toda la tarde.

—Las cartas de Montalvo siguieron llegando durante mucho tiempo. La última la recibimos cuando ya Klara estaba muy enferma. Cuando ella murió… cuando ella murió empecé a pensar que sería terrible que siguiesen llegando aquellos sobres. Así que se lo expliqué al director de la casa, y se ofreció a hablar con Montalvo para darle la noticia de la muerte de Klara. Él, personalmente, le llamó por teléfono y le contó lo sucedido. Me dijo que Montalvo se había mostrado muy afectado. Incluso habló de venir a Milán para asistir a las exequias… por fortuna, el señor Brancatti le convenció de que no era una buena idea. Una semana más tarde recibí una carta suya. A mi nombre… no sé lo que pone, ni siquiera la he abierto. Y ahora ustedes me dicen que murió… ¿cómo fue?

Iosto Hauptf hizo la pregunta mirando a Mario, que se dijo que no había muchas razones para ocultar la verdad al viudo de Klara.

—Señor Hauptf, Fernando Montalvo se suicidó…

El otro no pareció impresionarse.

—Lo imaginaba. Siempre pensé que ese hombre acabaría quitándose la vida. No puedo explicárselo, pero… pero estaba seguro de que, un día u otro, alguien me traería esa noticia.

Callaron los tres. De muy lejos llegaban, limpias, las notas de una composición de Alberto Ginastera. Hauptf ladeó la cabeza como para escuchar mejor.

—El señor Maggiore. Siempre toca a estas horas. Y siempre la misma canción. Está ciego, ¿saben? Desde hace diez años está ciego. —Chasqueó la lengua y siguió hablando entre dientes—. Qué desastre. Qué desastre.

Beatriz se dijo que hubiera debido abrazar a aquel hombre, pero no se atrevió a tanto. El silencio en la sala se hizo espeso y casi incómodo, aunque las notas de la Milonga servían para atenuar la leve tensión que se había creado.

—¿Creen que no me porté bien con el señor Montalvo? —La pregunta cayó como una losa. Ni Beatriz ni Mario estaban preparados para una cuestión así—. ¿Debería haber hecho otra cosa? ¿Permitir que viniera al funeral de Klara? ¿Llamarle yo mismo? Contésteme, vamos.

Se dirigía a Mario. Éste carraspeó, y se encogió de hombros como para subrayar la poca consistencia que iba a tener su respuesta.

—Mire, señor Hauptf… uno nunca sabe lo que está bien ni lo que está mal… hacemos las cosas como buenamente podemos y que sea lo que Dios quiera, como decimos los españoles. Fernando Montalvo vivía en una casa de mi propiedad. Yo nunca quise conocerle. No era por nada en concreto. Me preocupaba… sí, me preocupaba que el relacionarme con él pudiera causarme algún problema. Así que durante más de diez años hice como si no existiera. Y ahora llevo semanas intentando averiguar quién era ese hombre, porque mi trabajo y… y tal vez todo mi futuro dependan de que llegue a enterarme de la historia de alguien que está muerto y a quien no me quise acercar cuando estaba vivo. La vida es muy rara. Y ¿sabe qué? Empiezo a pensar que eso la hace también bastante interesante. Porque el hecho de que Fernando Montalvo muriera como lo hizo me dio la posibilidad de arreglar algunas cosas. Me cambió la vida, señor Hauptf.

Y diciendo esto, sin pensar siquiera en lo que hacía, miró a Beatriz. Ella notó que podía sentir cada uno de los poros de su propia piel. Aquella frase de Mario Menkell, seguida de la mirada temblorosa de sus ojos de ratón era lo más parecido a una declaración de amor que Beatriz Millares había recibido en toda su vida. Mecánicamente, como siguiendo un sabio instinto, buscó con su mano húmeda la mano de Mario, y al encontrarla descubrió que él parecía estar aguardando la llegada ávida de sus dedos. Las manos se unieron por unos segundos —muy pocos: dos o tres, tal vez— que fueron suficientes para ambos, aunque ninguno de los dos se atrevía a dar crédito a la respuesta del otro. Frente a ellos, absorto y mudo, ajeno a lo que había en la cabeza y el corazón de ambos, Iosto Hauptf ya no esperaba nada. Sonaron dos golpes en la puerta, y Nicoletta volvió a aparecer.

—Ahora sí que se acabó… me da igual lo que digan, pero es la hora de la cena y el señor Hauptf no puede saltarse ninguna comida.

—Disculpe, señorita… ha sido culpa nuestra… Lo que nos contaba el señor Hauptf era muy interesante y…

Ella cortó por lo sano.

—Ya. Pues hasta aquí hemos llegado. Despídanse, porque Iosto se viene conmigo. Además, hay minestrone… —Miró al anciano con aire maternal—. A usted le encanta la minestrone.

—Qué bien… Por favor, deme un segundo. —Mario buceó en los bolsillos de su chaqueta hasta encontrar una tarjeta de la universidad—. Señor Hauptf, aquí tiene mis señas… si… si alguna vez necesita algo… si puedo hacer algo por usted…

El propio Mario se daba cuenta de la estupidez que entrañaba aquella oferta tierna. Iosto Hauptf tenía ochenta años. Todas las cosas que quería ya habían sucedido, y nadie estaba en condiciones de facilitarle las que necesitaba de verdad. Sin embargo, recogió el cartoncillo y lo miró, seguramente por pura cortesía. Nicoletta fue la primera que se dio cuenta de que el anciano había visto algo que le había hecho perder súbitamente el color de la piel.

—¡Señor Hauptf! ¿Qué le pasa?

Él ni siquiera la miró. Sus ojos transparentes, ahora casi aterrados, estaban clavados en Mario.

—¿Se… se llama usted Menkell?

—Sí… es el apellido de mi madre… me lo cambié cuando…

Pero a Iosto Hauptf no le interesaba la explicación. Volvió a leer la tarjeta y dirigió a todos algo parecido a una sonrisa trémula mientras abría las manos en señal de desconcierto.

—Menkell era el apellido de soltera de mi esposa. El apellido de Klara.

Se miraron los tres: Beatriz, Mario e Iosto. A su pesar, Nicoletta había quedado fuera de escena.

—¿Qué creen que quiere decir eso? —fue la pregunta de Hauptf.

Nicoletta supo que había llegado el momento de recuperar lo que quedaba de su autoridad.

—Pues que estos señores tendrán que volver otro día. A usted le espera la minestrone. Y, según nuestras reglas, a partir de las nueve no puede haber ningún extraño en la Casa Verdi. —Miró a Mario y a Beatriz—. Vengan mañana a las once. Me parece que todos hemos tenido bastante por hoy.

Beatriz y Mario se durmieron muy tarde, cuando ya podía distinguirse el color cobrizo de la piedra en el castillo Sforza, y se despertaron a las diez gracias a que habían puesto el despertador del hotel para llegar a tiempo a su cita con Iosto Hauptf. Desayunaron en el hotel, y tomaron luego un taxi en dirección a la Casa Verdi.

Nicoletta no estaba en la recepción, ni tampoco la frágil Sveva. Esta vez era un hombre joven, de suave cabello castaño y ojos oscuros y tristes de mirada infantil.

—Buenos días. La tumba de Verdi está al fondo del jardín. Pueden pasear por el jardín y ver la tumba, pero no pueden entrar en la casa. Los turistas no pueden. Son las normas. La tumba y nada más.

Beatriz fue la primera en darse cuenta de que el muchacho tenía un leve retraso mental. Exhibió una sonrisa desarmada cuando le dijeron que estaban citados con el señor Hauptf. Les tendió unos formularios para que los rellenaran —debían ser las fichas a las que había aludido Sveva la tarde anterior— y los revisó frunciendo el ceño, como si se le hubiese encomendado una misión esencial para el correcto funcionamiento de la Casa Verdi. Luego levantó el teléfono.

—Señor Hauptf… han llegado sus amigos españoles… Sí, sí, yo se lo digo. Ya sabe dónde estoy, señor Hauptf. Siempre a su disposición.

Se volvió hacia ellos. El gesto adusto le daba una expresión extraña, pero en cuanto sonrió volvió a convertirse en uno de los niños perdidos.

—El señor Hauptf les espera. Tienen que torcer a la izquierda y luego a la derecha. Yo no les puedo acompañar, porque siempre tiene que haber alguien aquí.

—Claro.

—Que lo pasen bien. Y si a la salida quieren ver la tumba, ya saben que está al fondo del jardín. Viene mucha gente a ver las tumbas. Estamos muy orgullosos de ellas.

Caminaron solos por el pasillo de los pianos dormidos. El señor Hauptf les estaba esperando. Vestía un pantalón de franela gris con una inmaculada camisa blanca y un chaleco anticuado que dejaba ver la cadena de un reloj de leontina. Todo él parecía un hermoso anacronismo, pensó Mario, como si acabase de llegar de regreso de un tiempo ajeno.

—Buenos días.

Les tendió una mano blanca, que ambos imaginaron al instante sosteniendo una batuta para indicar la correcta dirección de una sinfonía.

—Gracias por venir… —Se volvió hacia Mario—. Usted y yo tenemos algunas cosas de las que hablar. Pasen por aquí. ¿Han cubierto la ficha de visitas? ¿Sí? Perfecto, entonces vengan conmigo. Charlaremos en mi habitación.

El cuarto del señor Hauptf no se asemejaba en absoluto al dormitorio de un residente en un asilo. Más bien parecía la pequeña suite de un hotelito sobrio y elegante, exento de lujos superfluos, y marcado por el buen gusto. Se trataba de una sola habitación de unos veinte metros cuadrados, con una mesa de café, un sofá y dos sillones, y un pequeño escritorio dignamente avejentado por el uso junto a una estantería llena de libros. Había una cama de matrimonio con un cabecero primorosamente labrado —Beatriz decidió que tenía que haber sido el regalo de bodas de algún pariente generoso— y dos bonitas mesillas de noche a ambos lados de la cama, lo que hacía más patente la ausencia de Klara. Había una foto suya encima de la cómoda.

—Es mi esposa. —Y, respondiendo a la mirada de Beatriz—. Adelante, señorita, cójala.

Una mujer hermosa, esbelta y de largas piernas, sonreía desde la otra orilla del retrato. El fotógrafo la había sacado de cuerpo entero, mientras el viento agitaba su falda de tablas y le alborotaba el cabello cubierto a medias por un pequeño sombrero que trataba de sostener con una mano.

—Es una foto preciosa.

—Se la hice yo, en París, en el otoño de 1968. Mi orquesta estaba allí de gira. Klara siempre me acompañaba en los viajes, ¿saben? Recorrimos juntos casi toda Europa, pero creo que ninguna ciudad nos gustó tanto como París. Nuestro hotel estaba muy cerca de las galerías Lafayette. Fíjese en el sombrero… lo compramos allí. Klara miró mal la etiqueta del precio, y cuando fuimos a pagarlo nos pidieron una cifra astronómica. Klara quería devolverlo, pero yo no la dejé. Gasté en aquella compra buena parte de mis dietas, y tuvimos que pasar varios días comiendo baguettes… Pero no me importó lo más mínimo. ¡Le quedaba tan bien aquel sombrero!

—Era muy guapa. —Beatriz no apartaba la mirada de la foto, no tanto por la imagen hermosa de la mujer del retrato como para huir de la mirada húmeda de su esposo.

—Entonces Klara tenía treinta y cinco años. A veces me parece que no ha pasado tanto tiempo, pero… ¿a quién quiero engañar? —Meneó la cabeza—. Vamos, siéntense. ¿Quieren tomar alguna cosa? Tengo amaretto, y, si prefieren un expreso, hay una cafetera en el pasillo.

—No, no se preocupe, acabamos de desayunar en el hotel.

Él se quedó de pie mientras Mario y Beatriz se sentaron, serios como dos colegiales.

—No me irá a decir que cree que es una coincidencia —dijo.

—¿Cómo?

—Su apellido. Menkell. Está claro que usted y mi mujer tenían algún parentesco.

Mario cambió de postura. Aquel sofá antiguo era tan bonito como incómodo.

—Menkell era el apellido de mi madre. Sus padres eran franceses, aunque creo que la familia de mi abuelo procedía de Alemania.

—Klara ni siquiera sabía a ciencia cierta de dónde era su padre. Se llamaba Johann. ¿Le dice algo ese nombre?

—No… pero nunca tuve contacto con mis parientes extranjeros. Mis abuelos y mi madre se trasladaron a Madrid en 1932 y no volvieron a Francia más que para pasar algún verano. Y sólo al principio. Luego, ni eso.

—Puede ser una casualidad —aventuró Beatriz—. Quizá Menkell es un apellido más corriente de lo que creemos…

Hauptf sonrió. Tenía una sonrisa breve y seductora, y Beatriz intentó imaginarlo a los cuarenta años, en París, armado con una cámara fotográfica mientras el viento intentaba llevarse el sombrero de su joven esposa.

—Yo no creo mucho en las casualidades, ¿saben? Estoy convencido de que casi todas las cosas suceden por algo. Pero es más cómodo echar la culpa al azar que buscar las causas que provocan el que suceda esto o aquello. —Se sentó en el sillón, cerró los ojos, volvió a abrirlos y repitió la operación un par de veces. Beatriz tuvo la impresión de que le molestaba la luz—. Klara era austríaca. Había nacido en un pueblo cercano a Viena. Su madre era cantante. Nada de ópera ni de repertorio lírico. Music hall, cabaret, toda esa música de segunda fila. Así conoció a Johann. Él decía que era representante de artistas o algo así, aunque vayan ustedes a saber si era cierto. Ni siquiera llegó a casarse con mi suegra. Johann iba y venía, desaparecía meses enteros con la disculpa de una gira… o eso decía él. Les mandaba dinero con bastante frecuencia, a veces volvía y se quedaba dos meses seguidos… Ni Klara ni su madre sabían nunca cuándo iba a marcharse otra vez. Y un día no regresó más. El dinero siguió llegando durante mucho tiempo, pero Klara me dijo que ya no lo enviaba él personalmente, sino que alguien se lo hacía llegar de forma anónima, y siempre desde sitios distintos. No hay mucho más que contar. Luego, madre e hija se trasladaron a Italia. Aquí tenían parientes que las protegieron y ayudaron a Gerda a encontrar un trabajo. Klara decía que dejar Austria había sido un error, porque con la venida a Italia Johann Menkell habría perdido su pista definitivamente. En el fondo, yo creo que eso era lo que quería la madre de Klara: cortar para siempre todas las amarras con aquel hombre. Mi suegra estaba convencida de que él nunca hubiese vuelto a buscarlas.

—Ayer nos dijo que Klara intentó encontrarle.

—Sí. Incluso contrató a un detective que le cobró una fortuna por decirle lo que ya sabíamos todos: que a Johann Menkell se lo había tragado la tierra, y que lo mejor que podía hacer era darlo por muerto. Ella lo encajó mal. Creo que nunca se dio del todo por vencida. Mi mujer siempre pensó que acabaría recuperando a su padre, y que él tendría una buena explicación para justificar su abandono. —Frunció el ceño—. Una obsesión como otra cualquiera. En el fondo, lo que le ocurrió a Gerda no es tan raro. El mundo está lleno de tipos como Johann Menkell.

—Mi padre fue uno de ellos —dijo Mario—. Nos dejó a mi madre y a mí cuando yo tenía ocho años. Por eso me cambié el apellido. Claro que él no desapareció: se fue a vivir con otra mujer y tuvo otra familia, y sabíamos perfectamente dónde estaba. En ese sentido, tuve más suerte que su esposa.

Iosto Hauptf sonrió, y sus ojos casi transparentes se iluminaron un poco.

—Dos Menkell abandonados por sus padres… Esto parece una novela de misterio… ¿escribe usted libros de misterio?

—Todos los libros son libros de misterio, señor Hauptf.

—Pues aquí tiene usted uno del que podría sacar provecho… Es una pena que no tengamos más datos. No hemos adelantado gran cosa desde ayer.

—Le hemos hecho perder el tiempo —dijo Beatriz.

—¿Perder el tiempo? Señorita, soy viudo, tengo casi ochenta años y vivo en un asilo. Yo diría que el tiempo no es el mayor de mis problemas. Les agradezco que hayan vuelto. Y, además, quiero darle algo a usted.

Era a Mario a quien miraba.

—¿A mí?

—Sí. Algo que puede interesarle. Mire, dadas las circunstancias, es lógico pensar que es usted el único pariente vivo de mi querida Klara. —Detuvo una débil protesta de Mario—. Oh, sí, a lo mejor son familia en vigésimo grado… pero comparten el apellido. Cualquier juez estaría dispuesto a reconocerle a usted como heredero.

—Pero…

—No, no diga nada. Mi Klara no dejó muchas cosas. Cuando llegaron los malos tiempos tuvimos que venderlo todo. Las joyas. Las obras de arte. Incluso algunos regalos de boda. No he querido conservar sus ropas: cuando abría el armario y veía sus vestidos… —Entrecortó un sollozo, pero se repuso y siguió hablando—: En cuanto a estos muebles, nos pertenecían a los dos, y ahora es justo que los considere únicamente míos. En realidad, sólo tengo una cosa de Klara. Y creo que estaría bien que se la quedase usted.

Iosto Hauptf se puso en pie con la facilidad definitiva de un hombre mucho más joven y abrió un cajón de la cómoda del que extrajo una abultada carpeta de cartón que luego entregó a Mario. Él la sostuvo entre las manos sin apartar los ojos de Iosto Hauptf.

—¿Qué es?

—Son las cartas de Fernando Montalvo. Todas las que recibió Klara desde que llegamos a la Casa Verdi. —Entornó los ojos—. Yo ni siquiera sabía que las guardaba. Encontré la carpeta entre su ropa.

Mario no estaba seguro de qué era lo que debía hacer, pero desprendió las gomas que cerraban la carpeta. Dentro había una treintena de sobres blancos, todos iguales, todos con matasellos de Madrid, todos enviados desde la casa de Chueca… y todos sin abrir.

—Están… están cerradas.

—Lo sé. Yo tampoco lo entiendo. ¿Por qué razón haría alguien algo así? ¿Conservar con tanto cuidado unas cartas que ni siquiera ha leído?

Beatriz no se atrevió a reconocer que sabía la respuesta a aquella pregunta. De pronto, y después de muchas semanas sin pensar en ellas, había recordado las cosas perdidas, el libro de François Sagan, el galán de noche, los candelabros, el perchero, y la desoladora sensación de soledad que había despertado en ella la ausencia de aquellos objetos que consideraba parte de su vida y de su historia. Al pensar en Klara Hauptf, que había tenido que renunciar a sus joyas, a sus regalos de recién casada, a todos los recuerdos materiales, entendió perfectamente que, aun no importándole su contenido, quisiera conservar aquellas cartas cerradas. Eran las únicas cosas que aún podía considerar completamente suyas.

—¿Está seguro de que quiere que me las quede?

—Completamente. Además… Bueno, no sé cómo explicarlo… —Sonrió y sacudió la cabeza—. Verán… encontré las cartas unos días después de la muerte de Klara. Al verlas me enfadé. Mucho. Así que pensé en romperlas en pedazos y quemarlas después. Pero no lo hice. Eran las cartas de Klara, y ella las había conservado por alguna razón, así que mi deber para con su memoria era seguirlas guardando.

—Entonces, ¿por qué me las da a mí?

—Porque, muerta Klara, es usted la única persona del mundo a quien el contenido de esos sobres va a servir para algo. Vamos, Menkell, no ponga esa cara. Vino a Milán a buscar una historia, y apostaría a que al menos una pequeña parte de ella está en los escritos de Fernando Montalvo. A Klara le hubiese gustado saber que van a ser útiles a otra persona. Quién sabe, quizá por eso guardó con tanto cuidado toda esa correspondencia.

Hubo un silencio. Disimuladamente, Beatriz volvió la vista hacia la foto de Klara, que sonreía intentando que el viento de París no le arrebatase su posesión más querida. Pensó que nunca en la vida había visto un retrato que reflejase mejor a una persona plena y feliz.

—¿Quiere… quiere que abramos las cartas juntos? ¿Usted y nosotros?

Iosto Hauptf pareció estudiar la idea durante unos segundos.

—Me parece que no. —Se mordió levemente el labio inferior, y luego agarró una mano con la otra, y lo hizo sin violencia, como si tratase de poner algo en orden. Mario se dio cuenta de que Iosto Hauptf intentaba reprimir en presencia de ellos los estragos del parkinson. La operación funcionó, y el músico no pudo evitar una media sonrisa de triunfo. Luego buscó en el bolsillo de su chaqueta y sacó un cigarro y una caja de fósforos.

—¿Les molesta? ¿Quieren fumar ustedes? Ah, no, ahora el tabaco es cosa de insensatos y de personas como yo, que lo tienen todo perdido. —Encendió el pitillo y aspiró el humo con la naturalidad del experto antes de abrir la ventana. Luego volvió a sentarse y miró a Beatriz y a Mario. Los dos pensaron que así, con el cigarro entre los dedos y el humo velando un poco sus raros ojos grises, Iosto Hauptf parecía menos derrotado y menos viejo, y adquiría el aura de un galán de cine negro.

—¿Saben una cosa? —dijo al fin—. Aunque nunca quise reconocerlo, siempre detesté a Fernando Montalvo. Dirán que es estúpido, pero sentía celos de él. Y no sólo por causa de Klara. Mi padrastro, Hauptf, le profesaba un cariño que jamás entendí. Era malo como músico, simple como persona, aburrido y gris… y, sin embargo, Stefan le quería. Quizá sintiese lástima de él. Lo mismo que Klara. Pero durante toda la vida ese hombre fue para mí un quebradero de cabeza. Así que le odiaba. A veces me descubría a mí mismo fantaseando con la idea de su muerte. Lamentable, ¿verdad?

—Pero ¿qué motivo tenía usted para sentir celos de Montalvo? Hauptf era su padrastro, Klara su mujer…

—Usted no es celosa, ¿verdad? No, claro que no. No intente entenderlo. Es algo irracional. Y también… también abyecto. Los celos están relacionados con la envidia, y con la debilidad. No estoy orgulloso de lo que sentí, y me avergüenzo de ello, pero si no podía evitarlo entonces… menos que nunca puedo evitarlo ahora. Porque Klara y Montalvo están muertos y yo sigo vivo. En ese aspecto, Fernando Montalvo me ha ganado la partida. A lo mejor eso era lo que buscaba cuando se suicidó: tomarme la delantera en el ingreso en el otro mundo. No, señor Menkell, no quiero saber nada más de ese hombre. Llévese sus cartas. Espero que le sirvan de ayuda. Así, al menos, algunas cosas tendrán un poco de sentido.