—Tendríamos que haber empezado por aquí.
Beatriz estaba inclinada sobre el ordenador. A su lado, Mario Menkell sostenía la postal con el trébol de cuatro hojas, que empezaba a acusar las consecuencias del manoseo al que había sido sometida en los últimos días y empezaba a deshacerse por los cantos. Estaban en el despacho de Beatriz, que a diferencia del de Mario tenía aire acondicionado y un ventanal con vistas al jardín y a los campos de deporte. Aquella mañana habían escapado del menú grasiento de la cafetería —sopa castellana y costillas guisadas con patatas— para comer unos sándwiches y seguir con las pesquisas a través de internet. Después de teclear una vez más y con poco éxito el nombre de Klara Hauptf, Beatriz había introducido en el buscador las palabras Casa Verdi, que remitían a 428 000 entradas. Había una página en italiano que hablaba de un fantasma, una referencia a ventas en Ebay, un saldo de pantalones de una marca desconocida, una web de inscripciones para un congreso… Mario supo que Beatriz acababa de encontrar algo, porque abrió los ojos verdes y buscó los suyos.
—Aquí está.
—¿Qué?
—Fíjate en esta entrada. «Casa de reposo Giuseppe Verdi para músicos retirados». Y adivina dónde está…
—En Milán…
—Bingo. ¿Recuerdas que Anna Livia nos dijo que ese Hauptf había muerto en Milán hace unos años? —Volvió la vista hacia la página y leyó durante treinta segundos—. Al parecer, la Casa Verdi es una especie de asilo. Cuando Verdi murió, quiso que parte de su fortuna se emplease en mantener una residencia para acoger a músicos sin recursos. Funciona desde 1902.
Mario leía el texto por encima del hombro de Beatriz. De su cuello salía un olor sutil y fresco. Era Cristalle, de Chanel. Reconocía el aroma que flotaba en el cuarto de baño de la casa de Chueca, y también el sobrio envase de la fragancia, tan distinto de los frascos alambicados de las esencias que usaba su madre y que siempre venían en ampulosas botellas demasiado grandes y plagadas de detalles barrocos. En una ocasión, desde la puerta entreabierta, Mario había visto perfumarse a Beatriz, y entre el bochorno y la sensación de estar invadiendo una parcela de su privacidad que en modo alguno le pertenecía, no pudo evitar acordarse de su madre, que se aplicaba el perfume directamente sobre la piel antes de frotar con energía las gotas de esencia. Beatriz, sin embargo, usaba el vaporizador a cierta distancia del cuerpo, y luego se adelantaba un poco, como sumergiéndose en aquella bruma olorosa y efímera.
—¿Qué te parece?
Mario se sintió como un niño cogido en falta. Esperaba que Beatriz no se hubiese dado cuenta de que no estaba prestando atención a la pantalla del ordenador… no solía distraerse, pero en aquella ocasión el efecto del agua de colonia había sido devastador para él.
—No sé… ¿crees que Hauptf vivió en la Casa Verdi?
—¿Quién está hablando de Hauptf? Creo que es Klara quien vive allí, y que Montalvo tenía preparada esa postal para mandársela.
Se separó un poco para alejarse del aroma afrancesado y floral y volvió a concentrarse en la información de la web.
—Podríamos probar a escribirle nosotros —aventuró Mario—. Tal vez ni siquiera sepa que Montalvo ha muerto. Quizá… quizá sería buena idea llamarla. El teléfono de la residencia tiene que venir en alguna página. Mira ahí, en «Contactos».
—Ni hablar. No quiero volver a dar explicaciones por teléfono. Me bastó con hablar con todos los alumnos de Montalvo. Y esto es aún más difícil. No sabría ni por dónde empezar, y Klara Hauptf podría colgar antes de que acabase de contarle toda esta historia.
—Entonces le escribimos. Mira, ahí está la dirección completa… Piazza Buonarroti, 29. Milano…
La boca de Beatriz se había curvado en una sonrisa tibia, y en sus ojos había aparecido una vez más la luz que Menkell había llegado a conocer tan bien.
—No, no, no. Nada de cartas. Vamos a hacer algo mejor.
Esta vez fue ella quien se acercó, y al moverse Beatriz el perfume volvió a enviar a Mario un mensaje cifrado que él, por supuesto, no fue capaz de entender.
—¿Qué… qué se te ocurre?
—Vamos a ir allí. A la Casa Verdi. Vamos a ir a Milán y a encontrarnos con esa tal Klara Hauptf. Y vamos a saber de una vez por todas quién era Fernando Montalvo.
—¿Vamos? ¿Quieres decir tú y yo?
Mario Menkell tuvo la sensación de haber aterrizado en uno de esos sueños imposibles que uno tiene de niño: quedarse encerrado durante horas en una pastelería sin vigilancia alguna, o heredar de un pariente lejano toda una tienda de juguetes. Beatriz estaba hablando de un viaje. Un viaje a Italia, aunque para el caso lo de menos era el lugar de destino. No dijo nada. Se limitó a mirar a la pantalla cabeceando, como si necesitase sopesar la idea, aunque en realidad sólo estaba intentando digerir aquel nuevo guiño de la generosa suerte.
Beatriz, por su parte, interpretó mal el gesto de Menkell y pensó alarmada si había ido demasiado lejos. Estuvo a punto de desdecirse —qué va, Mario, es una idea estúpida, un viaje a otra ciudad, a un país distinto, al fin y al cabo ni siquiera sabemos si ésa Klara está en la Casa Verdi, quizá ni siquiera vive en Milán y estamos siguiendo una pista falsa—, pero algo le hizo morderse la lengua, ladear un poco la cabeza como una niña que acaba de dar una respuesta absurda en un examen y sonreír como para hacerse perdonar, apelando a la misericordia.
—Hace siglos que no voy a Italia —dijo, y a Mario su voz le sonó rara, como agitada por un temblor.
—Hace siglos que no voy a ningún sitio.
—¿Entonces?
Él la miró sonriendo y levantó las palmas de las manos, como preparado para recibir los dones que el destino tenía a bien enviarle últimamente.
—Pues que me parece estupendo. El puente de mayo empieza dentro de tres días, y no hace falta que te diga que no tengo muchas cosas que hacer.
Beatriz emitió un gritito de triunfo y luego, siguiendo un impulso, se arrojó en los brazos de Mario Menkell, que la recibió con una torpeza de años. Pero no esquivó la caricia. Era un comienzo, pensaron a la vez.
A pocos metros de allí, medio centenar de alumnos estaban reunidos en asamblea. Habían utilizado una de las aulas vacías durante la hora del almuerzo para tratar el tema que habían bautizado como «Asunto Menkell», aunque dos o tres de ellos hubiesen querido denominarlo de un modo más pomposo. El nombre elegido resultaba bastante vulgar, cuando lo que se traían entre manos era bello e importante y suponía la primera ocasión de su vida de luchar contra el sistema. Es verdad que hasta entonces el sistema no les había tratado demasiado mal a ninguno de ellos, pero los cincuenta jóvenes llevaban años viendo películas y leyendo libros donde la conciencia del protagonista se veía agitada por los fantasmas de la opresión y la injusticia, y cada uno tenía que saltar las barreras de su propio miedo para enfrentarse a esos espectros indeseables, buscar dentro de sí las virtudes teologales que les ayudasen a plantar cara al poder establecido, y librar una extraordinaria batalla en la que, ocurriese lo que ocurriese, los espíritus puros acababan saliendo victoriosos. Daba igual que el oponente fuese el cruel alcaide de una prisión, un general canalla capaz de entregar a sus soldados a una muerte segura para proteger sus medallas y su ego, el director de un correccional o el coronel a cargo de un campo de concentración para prisioneros de guerra. La victoria, al menos desde el punto de vista moral, estaba siempre del lado de los justos.
Pero ¿cuándo habían tenido ellos ocasión de experimentar la dulce sensación del triunfo ético? ¿Cuándo sus corazones habían palpitado al mismo tiempo y por una causa moralmente incuestionable? Porque, desde luego, conseguir que se utilizasen energías limpias para calentar el agua de una piscina cubierta no tenía nada que ver con segar la hierba debajo de los pies del poder establecido.
Todos aquellos chicos, cada uno a su manera, habían envidiado a los jóvenes de otras épocas a quienes la historia había dado motivos para comprometerse con una causa. Hubiesen querido correr delante de los grises, colocar claveles en los fusiles de los soldados portugueses cantando a grito pelado Grândola, Vila Morena y no digamos ya buscar la playa bajo los adoquines en el mayo francés: si no había arena bajo el cemento, al menos aquellas piedras arrancadas servirían de munición contra la policía, símbolo de una época caduca que parecía próxima a desvanecerse para siempre. La primavera del 68, la caída de la dictadura portuguesa, las provocaciones a la policía franquista despertaban en ellos un dulce sentimiento de melancolía, de saudade: la añoranza de aquello que ni siquiera sabemos qué es exactamente. Y, entonces, en plena apoteosis de los veinte años, se les presentaba la ocasión de hacer algo grande: enfrentarse al rector de la universidad en la que estudiaban, y esta vez no por un asunto de energía renovable o de menús multiculturales en la cafetería. Esta vez se trataba de proteger el trabajo y el futuro de un ser humano. Del bueno del profesor Menkell. Y ésa sí era una causa suficientemente seria como para ponerse en pie de guerra.
El primero en llegar a la reunión había sido Pablo Caspe. Lucía una tupida barba de tres días, y unas profundas ojeras acentuaban el aire lánguido que le daban la melena negra y los ojos de un azul violáceo. Se miró disimuladamente en el cristal de la puerta de entrada y pensó, con cierta satisfacción, que tenía un aspecto horrible. Durante la semana había intentado que el sol de abril no interfiriese en su palidez —que estaba adquiriendo matices cerúleos—, y la sombra amenazadora de la barba incipiente y los ojos afiebrados le permitían ofrecer la imagen perfecta de un ser atormentado e infeliz.
Llevaba días trabajándose aquel aspecto demacrado: había tenido una cita con su padre la noche anterior, y deseaba proyectar sobre el autor de sus días el efecto perverso que sobre él estaba teniendo su decisión de casarse. Sin embargo, y para desconcierto de su único hijo, Rodrigo Caspe ni siquiera había reparado en su tez de parafina, en el brillo melancólico de sus ojos o en la palidez de sus labios. Estaba exultante, feliz, como corresponde a todo hombre enamorado, y se había pasado la cena hablando de esa fulana con la que iba a casarse. Pablo ni siquiera tuvo la opción de exponer sus dudas al respecto del compromiso: enseguida se dio cuenta de que su padre estaba tan enfangado en su propia dicha que era incapaz de percibir cualquier emoción ajena. Él había pensado que un par de suspiros, una mirada perdida y un vago rictus de tristeza bastarían para que su padre se olvidase del resto del mundo para preguntarle: hijo, ¿te pasa algo?, y entonces él tendría la ocasión de sincerarse, de confesar que detestaba la idea de tener una madrastra, de que una mujer desconocida —y a medio camino entre la edad de ambos— estuviese a punto de enseñorearse del espacio común de la casa familiar donde sólo cinco años atrás había reinado su madre. Pablo quería explicar a su padre que no estaba preparado para iniciar una convivencia con una extraña, que no había necesidad de precipitar las cosas, podríais esperar un poco, ¿no te parece?, al menos para conoceros mejor y para darme tiempo a mí a… hacerme a la idea de que vas a sustituir a mamá por alguien que hace dos meses ni tú ni yo sabíamos que existía.
Ése habría sido el momento de dejar que un par de lágrimas resbalasen por su piel recién salida de la adolescencia. El recuerdo de la madre muerta, de la esposa prematuramente desaparecida, pasaría flotando entre ellos dos y se instalaría cómodamente en el ámbito de la casa, esperando el regreso de Rodrigo Caspe al sentido común. Pablo entendía que a su padre pudiese apetecerle estar con otras mujeres, tener sexo y todo eso —después de todo, el hombre sólo tenía cuarenta y nueve años—, compartir cenas, fines de semana románticos, incluso vacaciones. Pero casarse era otra cosa. Había conocido a aquella mujer en Argentina durante un viaje de trabajo, y, después de unas semanas de folleteo —o eso era lo que Pablo pensaba—, ella le había comido la oreja para convencerle de que se casaran. Y el muy gilipollas había caído en la trampa de una sudaca de mierda con ganas de instalarse en la civilización y había dicho que sí, tócate los cojones. Pablo se había enterado por teléfono. La voz de su padre, ligerísimamente distorsionada por la distancia, sonaba radiante mientras le daba la noticia: me caso, hijo, ya sé que parece una locura, pero me caso.
Y tanto que era una locura. Pablo se había abstenido de hacer comentarios —discutir por teléfono siempre le había parecido una pésima estrategia cuando había en juego algo verdaderamente importante— y decidió aprovechar los días que quedaban antes del regreso de su padre para preparar una conversación larga, madura y provechosa capaz de hacerle recapacitar. A última hora, y por si su argumentario se mostraba ineficiente, decidió convertirse en la viva imagen de la tristeza y la angustia: la pena de un hijo puede ser mucho más eficaz que todos los razonamientos del mundo. Cuando vio a su padre entrar por la puerta, bronceado y feliz, con un brillo de adolescente en la mirada y sosteniendo sus pesadas maletas con tanta despreocupación como si estuviesen cargadas de plumas, empezó a sospechar que su plan iba a ser un completo fracaso.
—¿Cómo te fue con tu padre?
Juanedo Martín estaba al tanto de sus intenciones. Él también tenía un padre casado en segundas nupcias —aunque su caso era distinto: su padre estaba divorciado y él vivía con su madre—, y Pablo había decidido que se encontraba en condiciones de entender su drama personal, a pesar de que éste era mucho más hondo que el de un chico que sólo ve a la nueva esposa de su padre durante parte de las vacaciones de verano, algunos fines de semana y la mitad de las fiestas navideñas.
—Mal, tío. Fatal. Ni me escuchaba. Estaba allí, sonriendo como un imbécil, hablándome de lo feliz que era y no sé cuántas cursiladas más… Esa zorra le ha sorbido el seso.
—Lo que le ha sorbido es otra cosa, Pablete. —Le echó un brazo por encima de los hombros—. Recuerda que te lo advertí: tu padre se va a pasar por el forro todo lo que le digas.
—Ya. Pero es que no pude decirle nada… ¿Te puedes creer que ni me preguntó qué me parecía toda esa mierda de la boda? Lo único que hacía era repetir que se sentía muy afortunado porque la vida le hubiese dado una segunda oportunidad. Joder, si es que hablaba como los de las telenovelas…
—Bueno, pues esto es lo que hay y más vale que empieces a asumirlo. Esa tía se instalará en tu casa y te tocará los cojones todo lo que pueda, que a ver si te crees que ella está encantada de tenerte en medio de su nidito de amor…
—No, si al final voy a ser yo el que esté de sobra, me cago en la leche.
—… y será mejor que no te metas con ella, porque al principio tu padre estará siempre de su parte. Luego, ya veremos.
—Y espera, que quiere que la conozca. Nos ha montado una comida para dentro de unos días. Ella y yo. Solos.
—No jodas…
—Sí, tío. Esto parece una puta serie americana. Espero que no me suelte que quiere que seamos amigos o alguna mierda así, porque como se le ocurra…
—Pues eso es lo que te va a decir. —Le dio una colleja amistosa—. Olvídalo, tío, y trata de llevarte bien con esa fulana. De momento estás jodido, así que no compliques las cosas o serás tú quien salga perdiendo.
Estás jodido. Eso era lo que Pablo Caspe llevaba horas pensando. Jodido, pero bien jodido. Una extraña iba a perturbar para siempre la rutina feliz de su vida, la deliciosa privacidad de su casa, incluso —¿sería de esa clase de mujeres?— el inviolable santuario de su habitación. Su padre llevaba años sin entrar en su dormitorio, así que aquel cuarto de casi treinta metros cuadrados era una especie de territorio inexpugnable donde convivían un ordenador de última generación, la Play 4, una tostadora para copiar CD, dos armarios llenos de ropa y zapatos, una discreta colección de revistas de porno blando —a las que últimamente prestaba menos atención— y centenares de libros. A lo mejor la sudaca empezaba a husmear entre sus cosas y montaba un pollo al encontrar los ejemplares de porno importado. Eso le estaría bien, pensó, a lo mejor debería dejar unas cuantas revistas abiertas en lugares estratégicos para que la zorra no tuviese dificultad en dar con ellas. Incluso podría comprar ejemplares nuevos más subidos de tono. Sadomaso y esas cosas. No le interesaba una mierda el sadomaso, pero la nueva mujer de su padre se llevaría un sofoco si encontrase ese tipo de material desparramado por la habitación. También podía probarse las ropas de ella, hacerse una polaroid y dejársela sobre la cama. Aquella tía iba a acojonarse de veras si creía que estaba viviendo con un pervertido. Su boca se curvó en una sonrisa, pero enseguida se dio cuenta de que no era capaz de hacer ninguna de esas cosas. La guerra de guerrillas no era su fuerte. Juanedo tenía razón, estaba jodido y bien jodido.
Y encima lo de Menkell. De todos los profesores de aquella puñetera universidad en la que se había matriculado por complacer a su padre, Mario Menkell era el único cuyas clases le interesaban. Había cogido dos asignaturas suyas —el máximo de optativas que podía cursar— y desde la primera lección se había dado cuenta de que aquel tipo bajito y poca cosa era lo mejor que le había pasado en toda su vida académica. Menkell le había hecho morder el anzuelo, y desde que asistía a sus seminarios había empezado a leer con otro espíritu, no sólo para disfrutar de la literatura, sino también para desentrañar los secretos de la arquitectura de los libros, para averiguar cómo estaban hechos por dentro. Desde que conoció a Menkell, y por consejo suyo, leía con un escalpelo en la mano, como si todos los buenos libros mereciesen ser sometidos a una concienzuda operación quirúrgica.
Pablo Caspe quería ser escritor, y el problema era que hasta hace unos meses no sabía ni por dónde empezar. Y entonces el profesor Menkell había llegado a su vida y las cosas empezaron a tener sentido: de pronto, había alguien cerca capaz de proporcionarle una hoja de ruta, alguien a quien hacer preguntas concretas cuando decidiera dar el salto y empezar a escribir su… su novela. Al principio le costaba decirlo incluso interiormente: su novela. Pero estaba ahí, en la cabeza, pugnando por salir mientras entretenía el ansia creadora componiendo relatos cortos y hasta algún poema más bien flojo. Fue Menkell quien le animó a probar: ¿por qué no va a intentarlo si es lo que quiere?, le dijo, y cuando él había esgrimido la explicación de la juventud le dio una lista de escritores que habían redactado una obra maestra antes de cumplir los veinte. Así que empezó. Tras casi un año de trabajo había logrado componer más de ciento ochenta páginas de las que se sentía muy orgulloso. Cinco o seis meses más y habría terminado. Entonces llegaría el momento de mostrar a Menkell el fruto de su esfuerzo y de su talento. Y ahora el cabrón del rector Saldaña quería apagar para siempre aquella luz aparecida al final del túnel, acabar de un plumazo con las clases de Menkell, acabar con Menkell, acabar con él mismo, con Pablo Caspe, escritor en ciernes, futuro novelista de éxito… e inminente hijastro de una putilla argentina que había engatusado a su padre para casarse con él.
—Bueno, ¿estamos todos?
La voz ligera de Bárbara Almansa lo sacó de sus cavilaciones.
—Creo que sí.
—Pues empezamos. —La hija del vicedecano parecía decidida a asumir el liderazgo de aquella singular operación. A nadie se le ocurrió discutir sus derechos: al fin y al cabo, había sido ella quien había dado el aviso del próximo despido de Menkell—. Sabéis que hemos hecho llegar una carta a Saldaña para pedirle una reunión. Angélica, su secretaria, se la entregó en mano.
—Qué enrollada —dijo otra chica. Era una pelirroja larguirucha que tenía el mejor expediente de su curso y demostraba hacia Bárbara Almansa una profunda antipatía. Ella acusó el golpe y fulminó con la mirada a la autora del comentario.
—Pues sí. Nos está ayudando mucho, ¿vale? Así que no te pases de lista o la próxima vez irás tú al despacho de Saldaña a meterle el puto sobre por debajo de la puerta. —Se atusó la melena, y esperó unos segundos antes de seguir hablando para dar más efecto a su comentario amenazador—. Esta mañana, Angélica me ha entregado una nota de respuesta.
—¿Y qué dice? —en la mirada de Pablo Caspe se reflejaba una ansiedad auténtica.
Bárbara ladeó la cabeza y dedicó a sus compañeros una mirada de inocencia.
—No lo sé. No la he abierto. Esperaba a que estuviésemos todos, me pareció lo más correcto —lo dijo con un aire de dignidad suprema que, de todas formas, no impresionó a nadie. Alguien le quitó la carta de las manos, rasgó el sobre y leyó en voz alta las líneas escritas por Claudio Saldaña.
—«He recibido su nota, y estoy dispuesto a recibirles después de los exámenes finales de mayo y junio, cuando ustedes y yo estemos más liberados de nuestros mutuos compromisos académicos». Qué hijo de puta.
Se sucedieron una serie de comentarios poco halagüeños en torno al rector, sus padres y su progenie. Bárbara Almansa también emitió alguna imprecación intentando que su furia pareciese recién estrenada. En realidad, había leído la carta nada más entregársela Angélica —tuvo algunos problemas para volver a cerrar el sobre— y ya se había indignado en su momento. Por eso intentó contener a los otros.
—A ver, por favor, vamos a calmarnos un poco… La respuesta del rector complica las cosas y…
—«La respuesta del rector complica las cosas…». —Borja Estévez daba a la frase un soniquete repelente, en una imitación burlesca de la voz algo aniñada de Bárbara Almansa. Los otros se rieron. En realidad, la chica no gozaba de demasiadas simpatías—. ¿Quieres dejar de hablar como si estuvieses dando una conferencia a un montón de viejales? El rector ha pasado de nosotros como de comer mierda, Barbarita. Así se dicen las cosas cuando se está hablando con gente normal. Saldaña no está dispuesto a discutir el despido de Menkell ni contigo, ni con nadie. Eso de posponer la reunión hasta el mes de junio es una forma como otra cualquiera de mandarnos a todos a tomar por culo. Así que habrá que pensar en otra cosa.
Todos los ojos se fijaron a la vez en Borja Estévez. Bárbara Almansa se dio cuenta de que el liderazgo acababa de serle arrebatado por aquel chico vulgar y poco atractivo, y se sintió invadida por una deprimente sensación de derrota. Se recuperó un poco al recordar que dependían de ella para comunicarse con Angélica, que era pieza clave en el contacto con el rector.
Mientras Bárbara Almansa hacía cábalas sobre su papel aún preponderante en aquella historia, Pablo Caspe volvía a notar que el mundo se hacía añicos bajo sus pies. Recordó la próxima cita con su futura madrastra, y la sensación de desánimo se multiplicó hasta el infinito. Borja y los otros seguían hablando, pero a él le costaba trabajo seguir el hilo de la discusión. Su vida se estaba yendo al carajo, pensó, y parte de la culpa era del rector Saldaña. Podía aguantar lo del zorrón argentino. Podía aguantar la pérdida de su espacio, de su autonomía, de su libertad. Pero lo de Menkell era mucho más grave. Maldijo a Claudio Saldaña desde todos los rincones de su conciencia. Haría cualquier cosa por joder a ese tío. Por joderlo, pero bien.