—Te digo que es un genio.
—Y yo te digo que estás exagerando.
Pilar disfrutaba llevando la contraria a Santiago Neves. Era una especie de juego adolescente que en el fondo satisfacía a ambos por igual. Llevaban una hora reunidos en el despacho con vistas a la Puerta de Alcalá, revisando el contrato que iban a enviar a Mario Menkell.
—Escribió una novela de casi quinientas páginas en tres meses y medio. No, corrijo, no una novela: esa novela. Lo que me contó Bernard M. fue redactada en poco más de cien días. Eso hace casi cinco páginas diarias. Ciento cincuenta líneas de literatura de primera clase. ¿Conoces a alguien más capaz de hacer algo así?
—A lo mejor no te dijo la verdad.
—Cómo se ve que no conoces a ese hombre.
—En efecto, no lo conozco. Y es gracias a ti. Te empeñaste en ir sólo a la reunión con él. Así que ahora permíteme dudar de lo que ese Menkell te haya contado.
—Te aseguro que Menkell es incapaz…
—Oh, Santiago, déjalo ya. Te estoy tomando el pelo. Y, por cierto, hace siglos que no te veía tan entusiasmado con un autor.
Neves sonrió y volvió a leer por encima el contrato que iban a enviar a Mario Menkell aquella misma tarde.
—Es un tipo estupendo. Sin dobleces. Creo que no he conocido a nadie tan poco… no sé cómo decirlo… contaminado. No se guardó nada. Incluso reconoció que aceptaba nuestra oferta porque esa sabandija de Saldaña le había obligado a hacerlo… claro que Menkell no lo contó así. Me cae bien, Pilar, y espero que su próxima novela funcione como esperamos, pero no sólo por nosotros. Ese hombre se merece que las cosas le salgan como es debido.
Pilar miró a Neves como si no pudiese dar crédito a lo que acababa de oír.
—¿Estás seguro de que ese Menkell no te ha convertido en… una vaina de guisante o algo parecido? ¿Tenía los dedos más separados de lo normal? Es la primera vez que te escucho decir algo así. Siempre repites que los autores son sólo una inversión… pero parece que el tal Mario Menkell se ha convertido en tu sobrino postizo.
—Debe de ser la edad, que me vuelve blando. —Volvió a mirar el contrato—. ¿Crees que estamos siendo justos con el anticipo?
Pilar suspiró. Ahora también va a preocuparse de las finanzas de los autores.
—Creo que estamos siendo exageradamente justos, teniendo en cuenta que Menkell lleva quince años sin publicar, que no hemos visto ni una sola línea de su nueva novela y que estamos restringiendo los adelantos de todos los autores. Es más, espero que la cifra que ofrecemos a Menkell no trascienda. Porque si eso ocurre, voy a recibir más de una llamada indignada de escritores cabreados y agentes ofendidos.
—Entonces no hay más que hablar. Voy a pedir que envíen el contrato a Menkell esta misma mañana. Me dijo que nos lo devolvería firmado enseguida.
Hacía calor en el despacho. Pilar se levantó y abrió una de las ventanas. La habitación se llenó al mismo tiempo de aire en dudosas condiciones y del estruendo del tráfico que subía desde la plaza de la Independencia, aunque la vecindad del parque del Retiro proporcionaba a la zona una falsa impresión de placidez multiplicada por el aire señorial de los edificios. Los bocinazos, el escape libre de las motos trucadas, las sirenas del Samur, combinadas con el ruido de centenares de motores en perpetua excitación, componían la indeseable banda sonora de la zona. Era preferible derretirse, pensó Pilar. La ventana volvió a cerrarse y el despacho recuperó al mismo tiempo el calor y la tranquilidad perdida. No se puede tener todo.
—Y ahora viene la segunda parte…
—¿Qué segunda parte?
—Tu amigo Saldaña. Tienes que cumplir con tu parte del trato. Habrá que firmar definitivamente el dichoso acuerdo de colaboración con la Luis de Camoens.
Santiago Neves frunció el ceño. La entrevista con Mario Menkell lo había puesto de tan buen humor que casi ni recordaba que había una contrapartida. Creyó ver la sombra de Fausto sobrevolando el despacho, y fue entonces cuando se dio cuenta del aire vagamente mefistofélico que tenía el rector de la LC. Y, sin embargo, tenía la impresión de que aquella vez el diablo había cometido un error, y que tal vez las cosas no fueran a salir exactamente como él pensaba.
Por su parte, Claudio Saldaña no estaba en absoluto preocupado. Tras recibir el correo del profesor Menkell, había escrito una carta formal a todos los miembros de la Junta para informarles de que los obstáculos para la implantación del nuevo módulo de estudios habían desaparecido definitivamente, y que a partir de ahora daría los pasos pertinentes para poner en marcha el máster de edición en colaboración con la editorial Millenio. El rector no albergaba dudas acerca de la formalidad de Mario Menkell. Ni siquiera contemplaba la posibilidad de que el escritor se echase atrás y decidiese no escribir la novela. Menkell no era de ésos. Incluso para ser informal hacía falta cierta dosis de valor, y Mario Menkell no tenía ninguno.
Lo que sí le llamaba la atención era el comportamiento de los chicos. Había detectado en ellos miradas furibundas cuando se los cruzaba por los pasillos, y aquella misma mañana su secretaria le había entregado una nota firmada con unos cuantos garabatos irreconocibles con la que unos cuantos alumnos solicitaban una reunión con él. Le había parecido que en la cara de Angélica había cierto matiz de complacencia. Aquella gorda estúpida parecía divertirse con el mísero conato de rebelión orquestado por media docena de niñatos, y a lo mejor se sentía partícipe de él en su torpe papel de correo del zar. Quizá incluso se había permitido conspirar con ellos, para experimentar de cerca el vértigo de las reuniones secretas.
Qué imbécil. Qué imbéciles eran todos. ¿De verdad creían que iba a servirles de algo todo aquello? ¿Que, si de verdad hubiese decidido echar al profesor Menkell, una reunión con un puñado de veinteañeros le haría cambiar de parecer? Estaba claro que no sabían con quién estaban hablando. Ninguno de ellos lo sabía. Pequeños cabrones, hijos de papá, pijitos de mierda. Ninguno de ellos sabía lo que era vivir en un piso pequeño y asfixiante en una zona deprimida y fea. Ninguno había tenido que levantarse a las seis de la mañana para ayudar a su madre a montar el puesto de verduras antes de ir a clase. Tampoco habían necesitado becas para estudiar, ni habían trabajado en la construcción durante el verano para poder mantenerse durante el curso. Cuando Claudio Saldaña pensaba en la lucha que para él había supuesto terminar una carrera universitaria y comparaba sus circunstancias con las de aquella grey elegida por la fortuna, le daban ganas de estrangularlos a todos, pandilla de haraganes, chupópteros de los cojones, que van a vivir en casa de sus padres hasta que alguien se harte y les regale un apartamento propio con aire acondicionado y plaza de garaje. Y éstos, que no tienen ni idea de lo que vale un peine, quieren buscarme a mí las cosquillas, pensaba el rector, toda esta recua de bien nacidos, de suertudos, de mangantes con el riñón cubierto piensan venir a decirme cómo tengo que hacer las cosas, a mí, que me he ganado cada miga de pan que como, cada aplauso, cada prebenda, por los clavos de Cristo, hasta la puta condecoración de los franceses me la he ganado sacrificándome durante años. Pero qué saben ellos de mi vida. Sólo les importa jugar a plantarme cara para defender a ese gilipuertas, pensaba Saldaña, mientras se decía que Mario Menkell no hubiese soportado de pie ni una sola de las adversidades que habían jalonado durante más de veinte años la vida del rector de la LC.
De todas formas, daba igual. El asunto Menkell estaba finiquitado. Los chicos llevaban días cuchicheando, comadreando, cotilleando, intentando encontrar la manera de ayudar a un chupatintas, cuando en realidad ya no había nada que arreglar. Claudio Saldaña se dijo que podría acabar de un plumazo con toda aquella patética versión de una conjura. Bastaría con comentar a Angélica que la cuestión del despido de Menkell se había resuelto favorablemente para todos y que el año siguiente el profesor seguiría en su puesto: la noticia no tardaría ni dos horas en expandirse por la LC, haciendo innecesario cualquier conciliábulo a favor del profesor de escritura. Pero el rector era un hombre a quien gustaba jugar y llevar las cosas hasta el límite. Veremos hasta dónde llegan, se dijo, mientras garabateaba una nota en la que informaba a los alumnos de que estaría encantado de reunirse con ellos «después de los exámenes finales de mayo y junio, cuando ustedes y yo estemos más liberados de nuestros mutuos compromisos académicos». Era como enviarlos a todos a hacer puñetas. Por primera vez en sus regaladas vidas, aquellos niños bien iban a tener razones para patalear. Aquello era mucho mejor que lo de negarse a ampliar el horario de la cafetería. Al releer sus propias palabras, Claudio Saldaña se echó a reír, y en su cara apareció momentáneamente la expresión de un pequeño demonio. A ver qué es lo que hacen ahora, pensó, presintiendo que se iba a divertir.