Eran las dos en punto cuando Mario y Beatriz llamaban a la puerta de Anna Livia Schzerny. Ella tardó un poco en acudir.
—A ver si se ha olvidado.
—Me extrañaría. Me llamó ayer para recordarme que nos esperaba. A lo mejor es que no nos ha oído.
Iban a llamar por segunda vez cuando se abrió la puerta y apareció la señora Schzerny. Llevaba puesto un vestido del mismo color gris plateado de su cabello y se había colocado varias hileras de gruesas perlas alrededor del cuello marchito. Más que nunca, Anna Livia Schzerny parecía una actriz de cine mudo.
—Bienvenidos. Pasen, por favor, estaba en el jardín de atrás… he preparado la mesa fuera. Oh, ¿son para mí? —Recogió el ramo de flores que Mario le tendía con muy poca gracia—. Qué amables, no tendrían que haberse molestado. Me alegro de que hayan aceptado mi invitación. Además, será como una fiesta de despedida.
—¿Despedida?
Ella se encogió de hombros.
—Miren… cuesta reconocerlo, pero estoy muy vieja. No puedo vivir sola. Mis hijas llevan siglos diciéndomelo y supongo que ha llegado el momento de tomar una decisión. Así que voy a cerrar la casa y a convertirme en alguien que puede desentenderse de los problemas domésticos. Se acabó eso de estar siempre pendiente de que todo funcione como un reloj. Qué demonios, llevo mucho tiempo ocupándome de mil cosas a la vez. No hay nada de malo en que la cuiden a una, ¿verdad?
Mario y Beatriz dijeron que no al mismo tiempo, y aseguraron a la señora Schzerny que estaba tomando la decisión correcta. Pero uno y otro pensaron a la vez en la tristeza de los muros de una residencia, aunque tuviese las comodidades de un hotel de lujo. Mario se preguntó cuántas veces, en la soledad de su nueva vida, iba a añorar Anna Livia Schzerny aquella casa de Arturo Soria, con su coqueto jardín trasero y el sendero bordeado de rosales de té, las partidas de canasta con sus amigas, el espacio propio del salón, con sus paredes diáfanas y la alfombra turca cubriendo el suelo.
—Siéntense. Soy una cocinera nefasta, ¿saben? Así que he encargado comida india en un restaurante. Mi madre nunca me perdonó que no quisiese aprender a cocinar. Y yo pensaba, ¿para qué? Cuando dejé de vivir con mis padres fue para hacerlo con mi marido, que estaba en condiciones de mantener suficiente servicio. Ahora me arrepiento. ¿Usted cocina, querida?
—Un poco nada más. Y no se me da muy bien.
Mario iba a protestar galantemente, pero Anna Livia siguió hablando.
—Una vez hice un curso de repostería. Fui obligada por unas amigas. Se apuntaron todas y también me matricularon a mí. Me divertí muchísimo. Era como estar en un laboratorio. Aprendí a hacer lionesas, palmeras de hojaldre, dos o tres bizcochos y una crema de limón. Si hubiese sido treinta años más joven, me hubiese buscado un profesor de cocina para que me enseñara a guisar como lo hacía mi madre. Pero era tarde para eso. Una cosa es hacer galletitas y otra aprender a preparar estofados cuando una ya ha cumplido los ochenta. Todo tiene su tiempo, ¿no les parece? Ah, ya estoy hablando más de la cuenta. Traeré las cosas. ¿Puede usted ayudarme, señor…?
—Menkell…
—De acuerdo, Menkell. No se ofenda si lo olvido, tengo una memoria de pez, pero eso tampoco le extraña a nadie. Venga por aquí, lo han dejado todo en la cocina.
Anna Livia Schzerny había encargado comida suficiente como para alimentar a dos o tres familias. Había curry de cordero, de pollo y de gambas, arroz con frutos secos, sarnosas y pitas de queso, pakora y dhal de lentejas.
—¿Les parece bien? He pedido un poco de todo, no sé lo que les gusta.
—No se lo va a creer, pero la india es mi comida favorita.
—¿De verdad que no lo dice como un cumplido? A mis hijas no les hace gracia que coma estas cosas. Demasiado picante. Pero estoy acostumbrada. Viví en la India durante tres años, cuando era una niña. Luego volvimos a Europa. No se imaginan cuánto lloré cuando llegamos a Londres. Echaba de menos los colores, la gente, el olor de las calles… a mis hermanos les daba náuseas aquel olor, pero es que ellos eran unos perfectos esnobs que arrugaban la nariz al pasar por los puestos de comida. Molly y Leopold, pobres tontos. Nunca entendieron nada, y no hablo solo de la India. Pero ésa es otra historia. El caso es que nos instalamos en Inglaterra y me apagué completamente. Eso contaba mi madre: «Anna Livia se apagó en cuanto pisó Plymouth». ¿Y qué esperaba? ¿Que dejase un país como aquél y me acostumbrase de golpe a los cielos grises y la comida insípida? Es estúpido. Nadie le dio importancia, pero estaba enferma de nostalgia, y lo que más echaba de menos era la comida. Un día, una de nuestras criadas salió a pasear en su día libre y quiso llevarme con ella. No me pregunten por qué, si yo tuviese veinte años y estuviese todo el día limpiando suelos lo último que querría es pasar mi jornada de descanso con una mocosa tristona. Pero me llevó al Soho, y al doblar una esquina pasamos por delante de un restaurante indio. Olí el curry, el asado del tandoori y las especias que iban a utilizar para las salsas de yogur. Y ¿saben lo que hice? Empecé a llorar. Ya sé que suena muy idiota, pero era una niña. La sirvienta no sabía qué hacer: ¿te has hecho daño, te duele algo?, pero yo no paraba de gimotear allí parada, en mitad de la calle. El hombre del restaurante, para consolarme, me dio un trozo de nan de cebolla. Eso me calmó. Pensando que tenía hambre, la chica me metió en el restaurante y me dejó comer cuanto quise: empanadillas, curry de verduras, sabzi tikki, bhajias, arroz con azafrán, papadums empapados en chutne y… Comí sin hambre, ¿saben? Sólo para regresar a la India gracias a todos aquellos platos que creía haber perdido para siempre. Los camareros decían que nunca en la vida habían visto a una niña comer tanto. Aquella noche llegué a mi casa agotada y contenta por primera vez en muchos días. Luego me puse malísima y me pasé la noche vomitando. No sé qué le contó la criada a mi madre, pero a partir de aquel día en mi casa se sirvió comida india al menos una vez a la semana, y yo me adapté a mi vida en Londres. A veces pienso que fue una suerte que viniésemos de la India. Imaginen que me hubiese encaprichado de la comida mongola. Al fin y al cabo, hay restaurantes hindúes en todas partes del mundo. ¿Ha probado el cordero? Vamos, anímense, comen como dos pajaritos… Y no me digan que puedo congelar lo que sobre, me marcho dentro de tres días.
La imagen gris de un moridero de ancianos volvió a aparecerse a Mario y a Beatriz y barrió la de la niña húngara que lloraba recordando el olor y el sabor de una patria perdida. Se había roto el encanto. Beatriz se dijo que si la vida fuese una película de los años cuarenta, incluso una novela amable, ni ella ni Mario permitirían que la adorable Anna Livia acabase sus días en un asilo, porque allí iba a ir a parar, a un asilo, por muchos eufemismos que la sociedad moderna hubiese aprendido a emplear para disfrazar la ignominiosa situación de los ancianos abandonados. Por todos los santos, la señora Schzerny tenía hijos, a buen seguro también nietos… Estaba bien de salud, y su cabeza funcionaba perfectamente, ¿por qué necesitaba vivir en un geriátrico? ¿Acaso no podía su familia cuidar de ella y tenían que descargar sus obligaciones en… en media docena de enfermeras y fisioterapeutas y…? Beatriz intentó consolarse pensando que a buen seguro el lugar elegido sería agradable y estaría rodeado de comodidades… pero no era una casa, no era un hogar, no señor. En una película, se llevaría a Anna Livia al piso de Chueca, y ambas vivirían juntas, rodeadas de las cosas de Fernando Montalvo. Pero nada es tan sencillo como parece en el cine.
—Y díganme… ¿cómo van sus pesquisas? ¿No estaban intentando saber algo más del profesor de música?
A Anna Livia no le pasó desapercibida la mirada que intercambiaron Mario y Beatriz.
—Oh, por favor, cuéntenme lo que saben. No piensen que soy una chismosa, en realidad las vidas de los demás me importan muy poco, pero esta vez me ha picado la curiosidad. Ahora me siento idiota por haber tenido aquí al profesor Montalvo durante años sin aprovechar la ocasión para interesarme un poco por su historia.
Mario recordó que algo parecido le había pasado a él: Fernando Montalvo había vivido en su casa y se había negado incluso a conocerle.
—¿Me lo van a contar? Vamos, no me dejen así. Es posible que no volvamos a vernos… y, además, les he invitado a comer.
Beatriz se echó a reír.
—No hay gran cosa… excepto una postal a medio escribir y dirigida a alguien llamado Klara Hauptf. Entre los papeles que usted me dio había una partitura titulada Canzione di Klara.
—Oh, esa pieza… al profesor le encantaba. Me obligaba a interpretarla cada dos por tres. A mí me aburría un poco, la verdad. No es una gran cosa. Una cancioncilla sin importancia… pero él decía que se adaptaba muy bien a mi voz —se quedó mirando al infinito—, ¿saben algo? Estoy segura de que, cuando me pedía que cantase aquella pieza, el profesor no pensaba en ejercitar mis cuerdas vocales. Creo que sólo quería escucharla una y otra vez. Y ahora que lo pienso… la última tarde fue especialmente pesado con la canción de Klara.
—¿La última tarde?
—Sí, bueno, yo ni siquiera sabía que era la última… aquel día el profesor llegó a su hora, hicimos unos cuantos ejercicios y luego sacó la partitura de la dichosa canción: vamos, señora Schzerny, hágame este regalo. Tuve que interpretarla cuatro veces. —Cruzó las piernas y se pasó la mano por el cabello en un gesto que Beatriz encontró seductor y casi juvenil—. Les confieso que me enfadé un poco, pero no dije nada. Iba a protestar, ya estoy harta, profesor, quiero cantar otra cosa, estaba a punto de decirle. Y entonces me di cuenta de que… de que había empezado a llorar.
Hubo un silencio teatral. Una brisa ligera movió las hojas de los árboles, y de alguna parte se escapó un olor dulzón a madreselva o a jazmines.
—¿Y usted qué hizo? —era Beatriz quien preguntaba. Anna Livia clavó en ella sus ojos acerados, donde aleteó brevemente la sombra de un reproche.
—¿Qué se supone que tenía que hacer? No hice absolutamente nada. Había un hombre adulto deshaciéndose en lágrimas delante de mí, así que no iba a abochornarlo con aspavientos. Fingí no darme cuenta y seguí cantando. Luego, como hacía siempre, el profesor me dio las gracias y se marchó. Me llamó la atención que se dejara sus papeles. Era extremadamente ordenado y siempre lo recogía todo…
—Esa canción de Klara… ¿qué dice?
—A ver, deje que traduzca. —Anna Livia cerró los ojos y tarareó entre dientes como si no pudiese rememorar la letra al margen de la música—: «Mi niña Klara duerme / lejos de mí / y en las estrellas / busco su nombre / y su sonrisa. / Pequeña Klara / iré en tu busca / sobre un rayo de luna / y soñaré contigo / mientras tú duermes, / mi niña Klara». Nada del otro mundo, ya se lo dije. Una nana vulgar y algo machacona. Reconozco que a veces me extrañaba que el profesor insistiese tanto con esa pieza. Hay mil canciones mejores, para ejercitar la voz o para emocionarse, pero ¡qué quieren que les diga! Nunca me atreví a preguntar por qué significaba tanto para él. Ojalá lo hubiera hecho. Al menos aquella última tarde.
—Supongo que tampoco le preguntó por Klara…
—Pues no, por supuesto. Ni siquiera pensé que pudiese tratarse de alguien en concreto. ¿Dicen que encontraron una postal dirigida a Klara Hauptf en la casa del profesor? —Ladeó la cabeza—. Bueno, quizá Klara fuese su hija.
—Stefan Hauptf no tuvo descendencia.
—En ese caso, tal vez era su hermana pequeña… o una sobrina… o una prima lejana. Los apellidos tienen mil combinaciones posibles, ¿no creen? Ay, me temo que están ustedes en un callejón sin salida. Sólo el profesor y el maestro Hauptf podrían decirles a ustedes quién era esa mujer… y resulta que ambos están muertos. Si les gustan los acertijos, estarán disfrutando de lo lindo. —Les miró a ambos—. Oh, vamos, no se pongan tan serios. En el fondo, no creo que sea tan importante. Cuando sean viejos recordarán mis palabras. Pasamos demasiado tiempo preocupándonos por tonterías sin trascendencia. Pero, claro, hay que tener ochenta años para darse cuenta de eso. Olvídense de esa Klara Hauptf, no creo que puedan encontrarla… o, si se empeñan, tal vez sí. ¿Les apetece una copa de champán?
Se levantó con la agilidad de una niña y volvió con tres copas y dos botellas de Taittinger.
—Son las últimas. Ayúdenme a acabar con ellas, no pienso dejar nada en la bodega para los ordinarios de mis yernos. No distinguirían un Taittinger de un cava de tercera clase. Ábrala usted, señor Menkell, no se me da bien.
Mario no se atrevió a decirle que era la primera botella de espumoso que abría en toda su vida: hasta entonces no había tenido muchas cosas por las que brindar. Se sorprendió de cómo el instinto puede suplir a veces la falta de experiencia: el corcho saltó en una explosión breve y jubilosa, derramando un justo chorro de champán.
—Brindo por ustedes dos y por este almuerzo tan agradable. Les deseo a ambos lo mejor en el tiempo por venir. Que el destino llene su vida de buenas venturas y la suerte les dé más de lo que ustedes le pidan y tanto como merecen. —Les dedicó una sonrisa radiante—. Ya sé que suena enrevesado, es un brindis húngaro y al traducirlo pierde parte de su gracia. Salud para todos por igual, aunque por motivos evidentes a mí me vendría mejor una doble medida.
Bebieron, y la señora Schzerny volvió a llenar las copas. Beatriz se dijo que aquella mujer no podía pasar lo que quedase de vida pudriéndose sola en un asilo, de forma que se aclaró la voz.
—Anna Livia… perdone si le resulto impertinente, pero… ¿Está completamente decidida? Me refiero a lo de cerrar esta casa.
—Pues sí. No voy a vivir aquí, de forma que…
—A eso me refiero. ¿No ha pensado en quedarse? Está muy bien de salud, eso salta a la vista… Quizá podría contratar a una persona para que se instalase con usted… Hay estudiantes que están dispuestos a vivir con alguien mayor… y… bueno, yo podría pasarme de vez en cuando para echarle una mano…
La señora Schzerny dirigió a Beatriz una mirada amorosa que precedió a una carcajada musical: más que riendo, Anna Livia parecía estar cantando. Nunca habían escuchado una risa tan hermosa, tan pura. Beatriz pensó que cualquier hombre podía haberse enamorado de una mujer capaz de reírse como lo hacía Anna Livia.
—¡Querida mía! —se secó los ojos con un pañuelo—, ¡es usted tan buena! Está dispuesta a vigilar a esta pobre vieja…
—No es vigilar…
—Oh, por supuesto que lo es, y se lo agradezco en el alma. Nadie había sido tan generoso conmigo. Al fin y al cabo, ni siquiera me conoce… muchas gracias… pero no es lo que se imagina. No dejo esta casa para irme a una de esas horribles residencias… antes le hubiese pedido a Montalvo un trozo de cuerda y me hubiese colgado de la misma viga.
—¿Entonces?
—Me voy con Enrique. Creo que se lo cruzaron el otro día. El señor mayor de la corbata con nudo Windsor. Se hace muy bien los nudos de las corbatas. Nos marchamos a la India. Juntos. ¿Ha ido usted a la India, querida? —Se volvió hacia Mario Menkell—: Debería llevarla. No esperen a ser tan viejos como nosotros. Nos conocemos desde hace cuarenta y siete años, ¿se imaginan? Pocos matrimonios duran tanto. Enrique es sólo cuatro años más joven que yo, y no ha estado nunca en Oriente. Así que me lo llevo. Bueno, en realidad fue idea suya. Me lo dijo hace tiempo: Anna Livia, tú y yo no deberíamos vivir solos, y yo le dije: ¿qué sugieres, que vivamos en tu casa, o en mi casa? Y él me dijo: donde tú prefieras. Y entonces yo le contesté que ni loca iba a instalarme en un lugar lleno de recuerdos de su difunta esposa, a quien Dios tenga a su lado, ni iba a permitir que él viviese bajo el mismo techo que cobijó a mi marido. Ya sé que ustedes lo encontrarán ridículo, pero hay cosas que uno debe respetar.
Tomó otro sorbo de champán y llenó las copas de Beatriz y de Mario.
—Fue entonces cuando se le ocurrió lo del viaje. Si no podemos vivir en tu casa ni en la mía, vámonos de Madrid y vivamos por el mundo adelante, donde nos apetezca en cada momento. ¿Dónde te gustaría ir? A la India, le contesté. Trato hecho, dijo él, y al día siguiente me trajo los billetes. Nueva Delhi. Benarés. Agrá… Hace setenta y cinco años que salí del país y voy a volver ahora, al final de mi vida y con el hombre al que quiero desde hace tanto tiempo que me da vergüenza reconocerlo. Nos marchamos dentro de cuatro días. Por eso cierro esta casa, y me da igual lo que pase con ella… excepto con el champán. Beban, beban. Hay que acabar las botellas, si dejamos algo son capaces de usarlo para cocinar.
Beatriz obedeció con un gesto casi mecánico y sin apartar los ojos de la anciana.
—Oh, vamos, no ponga esa cara. ¿A usted también le escandaliza que dos viejos se fuguen juntos?
—No… no es eso… al contrario, me encanta la idea.
—Pues dígaselo a nuestros hijos. Están enfadadísimos. Los de Enrique y mis dos chicas. Cuando le comuniqué a Hilaria que me marchaba con él… bueno, deberían haberla visto. No te lo voy a permitir, dijo, y a mí me dio la risa. Yo le contesté que no estaba pidiéndole permiso, que sólo estaba dándole información para que supiese dónde estoy cuando no conteste al teléfono. Ya ven de qué iba a servir el tener mi edad si uno tuviese que solicitar autorización para hacer lo que le viene en gana. Enrique y yo somos mayores, independientes… y solventes. Tenemos muchos años y el suficiente dinero para gastarlo a lo loco durante lo que nos quede de vida. Supongo que esto es lo que más indigna a mis hijas, sobre todo a mis yernos: el saber que voy a dilapidar mi herencia, pero ¡qué se le va a hacer! Ellas ya recibieron su parte cuando Gustavo murió. Puedo hacer lo que quiera con lo que es mío, ¿no les parece? Y aquí me tienen, preparando el viaje.
—¿Cuánto tiempo van a quedarse?
Anna Livia se tomó un tiempo para responder. Luego tomó las manos de Beatriz en un gesto más maternal que amistoso.
—Hasta que podamos… hasta que ya no seamos dos. El que quede en pie regresará solo. Y le voy a decir una cosa: espero no ser yo. He tenido que hacer sola demasiadas cosas. —Suspiró—. Qué bien lo vamos a pasar. Tienen que dejarme su dirección, les enviaré postales.
Se había hecho tarde, pero nadie habló de disolver la reunión. Anna Livia Schzerny volvió a cruzar las piernas, bebió otro sorbo de champán y paseó la mirada por el jardín lleno de flores mientras meneaba la cabeza y canturreaba entre dientes. Beatriz reconoció enseguida la melodía: era la canción de Klara.