Aquella mañana, y por primera vez en muchos días, Claudio Saldaña parecía de un excelente humor. Su secretaria, que no podía sospechar el motivo de su buen talante, se dijo que, en cualquier caso, bienvenido fuera aquel cambio de actitud. El rector había saludado al entrar, había pedido el café por favor en lugar de hacerlo con un gruñido indefinible que podría significar cualquier cosa, y hasta había abierto la ventana del despacho —hacía una preciosa mañana de primavera y soplaba un aire tibio— silbando lo que parecía ser una cancioncilla infantil. No era propio del rector Saldaña hacer esas cosas: silbar, pedir correctamente los cafés, abrir las ventanas —le encantaban los espacios cerrados, e incluso a veces corría las cortinas y trabajaba con luz artificial—, así que Angélica se dijo que debía de haber ocurrido algo grandioso para que se operase en él semejante transformación.
—Gracias, Angélica —dijo el rector al recoger los papeles que acababa de entregarle. Ella describió una sonrisa algo incrédula—. Y ¿qué? ¿Cómo van las cosas por ahí fuera?
Los músculos de Angélica se tensaron. ¿Había alguna trampa en aquella pregunta inocente? ¿En el tono desenfadado y alegre que estaba escuchando?
—Como siempre, rector Saldaña.
—¿Alguna novedad?
Todavía con la mosca detrás de la oreja, Angélica volvió a sonreír modestamente. Alguien menos avezado que Claudio Saldaña hubiese sido incapaz de entender que aquella mueca significaba «no sé si debo contárselo», pero el rector de la LC era un experto a la hora de detectar ese tipo de gestos propios del que no sabe si ha llegado el momento de confiarse.
—No me diga que sabe algo que yo no sé…
—No… bueno, son tonterías, cosas que una escucha por los pasillos… ya sabe que la gente habla por hablar.
Oh, sí, pensó Saldaña, qué deliciosa costumbre, qué grata manía la de formular en voz alta comentarios jugosos que contienen sólidas porciones de información a veces valiosa.
—Por supuesto. ¿Y qué es lo que dicen esta vez?
—Pues… es eso del profesor Menkell… Los chicos están preocupados.
—¿Los chicos? ¿Preocupados? ¿Por qué?
—Bueno. —Angélica se estaba poniendo nerviosa. Empezaba a arrepentirse de aquella muestra de confianza innecesaria—. Es por eso de don Mario… de que van a echarle de la Luis de Camoens.
El rector volvió a preguntarse cómo demonios se habían enterado los alumnos. Saldaña había tenido la precaución de no comentar con nadie el asunto del despido del profesor de escritura. ¿Habría sido el propio Menkell? Maldito idiota, pensó, ir por ahí levantando la liebre antes de tiempo. Y, sin embargo, eso de hablar más de la cuenta no parecía propio de él.
—El caso es que los chicos se han disgustado. —Angélica había interpretado mal el gesto vagamente ausente del rector (que sólo estaba buscando la fisura por la que se había deslizado una información supuestamente confidencial) y parecía decidida a recuperar su atención. La secretaria tenía su orgullo, y no le gustaba aquella actitud, ahora me interesa, ahora no me interesa—. Casi podría decirse que están enfadados. Porque, ¿sabe?, aprecian mucho al profesor Menkell.
—¿Ah, sí?
—Sí. Y quieren que siga en su puesto. Quizá no debería decírselo pero… algunos de los chicos piensan venir a hablar con usted.
A hablar conmigo. Esos mequetrefes están pensando en venir a hablar con el rector de su universidad con el propósito de pedir clemencia para un maestro de segunda división. Claudio Saldaña pensó melancólicamente en su propia época universitaria, cuando un rector, sí, incluso un decano, eran seres pertenecientes a la categoría de los semidioses. Personas que existían en un plano superior, héroes a los que los alumnos veían de lejos en las ceremonias oficiales y cuya presencia en las dependencias comunes —los pasillos, las aulas, la cafetería de la universidad— provocaba discretos codazos e incluso súbitos cambios en las pulsaciones. ¿Qué había sido de todo aquello? ¿De aquella bendita y estricta jerarquización, de aquel orden escrupuloso en la escala académica? Y eso que estaban en la LC, donde los alumnos debían tratar obligatoriamente de usted a los docentes y estaban proscritas ciertas confianzas a la orden del día en otras universidades. Pero las cosas habían cambiado tanto que siempre había alguien listo para mear fuera del tiesto. El rector recordó cómo una vez recibió la llamada de un padre airado para cuestionar la política de un profesor de redacción periodística que suspendía a los alumnos por cometer faltas de ortografía. Por supuesto, había despachado a aquel tipo esgrimiendo el aplastante criterio de la libertad de cátedra, pero después de colgar había sentido cierto decaimiento. Hace treinta años nadie en su sano juicio se hubiese atrevido a hacer algo así… y ahora Angélica le aseguraba que había un puñado de alumnos con la intención de entrar en su despacho a pedir clemencia para Mario Menkell. Por los clavos de Cristo, qué cosas tan desagradables había traído consigo el siglo XXI.
—Bueno, bueno, Angélica, no haga mucho caso —el rector se dijo que lo más inteligente era no dar importancia a lo que Angélica contaba, al menos no delante de ella—, los jóvenes, ya se sabe. Se les va la fuerza por la boca.
Angélica iba a replicar, oh, no, no, señor, esta vez no es así, los chicos se están organizando para ayudar a Menkell, pero algo le dijo que era mucho mejor cerrar el pico y dejar la historia en ese punto. Se despidió del rector con una sonrisa y salió del despacho pensando: bueno, al menos no podrá decir que no le he advertido.
Cuando su secretaria cerró la puerta, el rector sacudió la cabeza para ahuyentar la amenaza del malhumor y se dijo a sí mismo que aquello era, sin duda, una tormenta en un vaso de agua. Todo iba a arreglarse, pensó, y el futuro se presentaba tan brillante como aquella mañana de primeros de abril. Aunque ni Angélica ni los chicos lo sabían, Claudio Saldaña había recibido un correo electrónico capaz de disipar todas las nubes negras que llevaban semanas cerniéndose sobre él y sus ambiciosos planes para la Luis de Camoens. Lo leyó por octava o novena vez, como quien escucha constantemente una canción ya conocida:
He estado pensando en nuestra charla y llegado a la conclusión de que es justo que renueve mi currículo con otra aportación literaria. En próximas fechas me pondré en contacto con los responsables de la editorial Millenio para hacerles saber que tengo entre manos el proyecto de una novela, esperando que estén interesados en publicarla. Puede utilizar esta información ante la Junta y del modo que crea oportuno. En cualquier caso, le tendré al tanto del avance de las negociaciones con la editorial y de la firma del contrato, caso de que ésta se produzca. Quiero darle las gracias por el interés que se ha tomado en defender mi puesto en la Luis de Camoens.
Mario Menkell había añadido aquella última frase en contra de la opinión de Beatriz, que creía que no había nada que agradecer al rector Saldaña. El resto de la carta la escribieron juntos, en el portátil de Beatriz, al filo de la madrugada y después de que Mario Menkell admitiese que Beatriz podía estar en lo cierto y que quizá la historia de Montalvo era susceptible de ser convertida en novela. Quedaba mucho por hacer, dijo Menkell, aún había muchos datos que estaban en el aire, pero habían encontrado suficientes indicios como para ser moderadamente optimistas. Después del correo para Saldaña y desde el ordenador de Beatriz, Mario Menkell había enviado una breve nota a Santiago Neves en la que «en vista de su amable interés por mi trabajo» le proponía mantener una reunión informal en fechas próximas.
—No saldrá bien. Las reuniones se me dan fatal. Enseguida me aturullo…
—No seas paranoico. Ese Neves quiere publicar una novela tuya a toda costa, así que le parecerá bien todo lo que le cuentes. Deja de preocuparte.
Estaban en el despacho de Montalvo. Mario miraba con cierta desconfianza los escasos papeles de su inquilino y la agenda de trabajo, donde no estaba consignado ningún detalle personal. No tenían gran cosa, y se preguntaba cómo iba a ser capaz de redactar una historia con sólo un puñado de detalles deslavazados. Cuando escribió Lo que me contó Bernard M. estaba en posesión de más datos de los que necesitaba, pero ahora las cosas eran distintas… y, aunque no se atrevía a reconocerlo ante Beatriz, también eran notablemente más interesantes. No lo había comentado con la profesora Millares, pero de pronto se había descubierto a sí mismo elucubrando acerca de la vida y obra de Fernando Montalvo, se había despertado por la mañana intentando imaginar qué hombre había sido en realidad el misterioso suicida, y se había dormido más de una noche pensando en él, un hombre sin rostro cuya historia estaba esperando en alguna parte a que alguien —¿él?— se decidiese a contarla. Mario Menkell no lo sabía, pero dentro de él había un escritor que llevaba quince años aguardando la ocasión perfecta para regresar a la escritura.
Fue idea de Beatriz utilizar un buscador de internet para indagar acerca de Klara Hauptf, pero no encontraron nada. Google había rastreado entre miles, millones de documentos sin poder arrojar una miserable pista sobre la identidad de la corresponsal de Montalvo. Hallaron, eso sí, varias entradas correspondientes al compositor Stefan Hauptf, gracias a las cuales supieron que el violinista lisiado había muerto en Milán sin dejar descendencia. Al parecer, había estado casado, pero su esposa, fallecida mucho antes que él, era una mujer llamada Andrea Storni.
—Ni su mujer, ni su hija. ¿Crees que Klara podría ser la hermana de Stefan?
—Ni idea —Mario Menkell arrugaba aún más los ojillos de ratón cuando miraba la pantalla—, pero me parece que aquí no vamos a encontrar gran cosa.
—Por cierto… no sé si te hará mucha gracia… pero Anna Livia nos ha invitado a comer.
—Pero ¿cuándo? ¿Por qué?
—Este sábado. Oficialmente, para darnos las gracias por devolverle el cristal que le robó Montalvo. Aunque, en el fondo, creo que ella también siente cierta curiosidad por nosotros.
—¿Por nosotros?
—Bueno, somos dos desconocidos que han irrumpido en su vida y habrá notado que nos traemos entre manos algo interesante. O a lo mejor es que es su única oportunidad de renovar su nómina de amistades. Hasta ahora, toda la gente que he visto en su casa es tan vieja como ella. Quizá esté buscando repuestos para cuando sus colegas en las partidas de canasta se vayan al otro barrio. En cualquier caso, puede ser interesante. Además, ¿sabes qué? Tengo la impresión de que Anna Livia Schzerny sabe más cosas de las que nos ha contado.
El encuentro con Santiago Neves tuvo lugar el mismo sábado del almuerzo con Anna Livia Schzerny. Para echar por tierra los peores temores de Mario Menkell, la suya fue una reunión amistosa e informal. Muy prudentemente, Neves propuso que se citasen en la cafetería de un hotel a primera hora de la mañana en lugar de hacerlo en su despacho de la editorial, y acudió sólo a aquella toma de contacto, a pesar de que Pilar hubiese preferido acompañarle para conocer a Menkell. Pero el editor, que estaba más bregado en el trato con escritores maniáticos, insistió en no apabullar a Menkell en el primer round.
—Si aparecemos los dos, se pondrá a la defensiva. Recuerda que es un tímido de libro.
Mario llegó a la cafetería cinco minutos antes que Santiago Neves, quien maldijo el tráfico infernal de las mañanas en Madrid: intentaba llegar primero a todas las citas para darse la ventaja del previo reconocimiento del terreno. Tardó poco en darse cuenta de que con Mario Menkell no hacía falta tomar tantas precauciones: era uno de esos seres que se niegan a ver la vida como una competición, como el campo de batalla en el que unos y otros van midiendo sus fuerzas. Menkell había entrado en el terreno de juego exhibiendo una bandera blanca, arrojando la toalla incluso antes de entrar en el combate. A pesar de que Beatriz le había recomendado lo contrario, no tardó en reconocer ante Neves las especiales circunstancias que rodeaban su decisión de volver a escribir: la universidad demandaba de él una ampliación de su curriculum para mantenerle en su puesto.
—Así que era eso. —Santiago Neves se dio cuenta de que Claudio Saldaña era un tipo mucho más miserable de lo que él había pensado en un principio.
—Pues sí… —Menkell apuró el zumo de naranja—. Entiéndame, no es que no me guste escribir ni nada de eso… pero es que en estos años he estado como…
—Bloqueado. —Neves supuso que Menkell conocía una expresión de sobra manida, pero quizá prefería escucharla en boca de otro.
—Más o menos. Pero el rector Saldaña tiene razón, uno no puede pasarse la vida viviendo de rentas… así que me he propuesto escribir otra novela… y, claro, enseguida me acordé de usted.
Un camarero solícito les sirvió más café. De pronto, Santiago Neves se sintió absolutamente cómodo junto a aquel hombre transparente que no parecía dispuesto a guardarse nada, que estaba frente a él rindiéndole sus armas y solicitando un poco de comprensión. Pensó que nadie le había hablado así en los últimos quince… o quizá en los últimos veinte años.
—No sabe lo que me alegro de que me llamara. Ya le dije que llevo mucho tiempo buscándole.
—Sólo hay una cosa —Menkell se aclaró la voz—: el tiempo… no sé muy bien el tiempo que voy a tardar.
—Por supuesto —intentó dar a su voz un matiz de cordialidad, de intrascendencia, como si todo aquello fuesen detalles menores—. Además, casi ningún escritor lo sabe. Los buenos, claro. Cuando un autor fija la fecha de entrega de un libro, me echo a temblar. Porque o va a equivocarse en los cálculos, o me va a entregar una mierda de novela. Usted escriba tranquilo. No voy a presionarle. Nadie de la editorial Millenio lo hará. Le doy mi palabra.
Le pareció que Menkell se relajaba un poco. Incluso apareció en su cara ratonil una sonrisa tímida que iluminó brevemente sus ojos de huérfano.
—Pues me quita un peso de encima. —Le entraron ganas de contarle todo a Santiago Neves, lo del tío Bernard, lo de la casa de Montalvo, lo de aquella partitura misteriosa y la postal con un nombre de mujer, pero se contuvo a tiempo—. Porque todavía tengo que dar algunas vueltas a… a la historia.
—No tiene que explicarme nada. Trabaje como le parezca, vaya a su ritmo. Si le parece, podemos preparar un contrato donde no consignaremos fecha de entrega. Sólo su compromiso de entregarnos un original y el montante del anticipo. ¿Había pensado en una cantidad?
Mario se revolvió en la silla. Nunca había sabido hablar de dinero. Como de tantas otras cosas, claro. Pero el tema económico lo ponía especialmente nervioso. Además, ¿cómo iba a percibir nada por algo que de momento existía sólo en una región indefinida, en un particular limbo?
—No, señor Neves.
—En ese caso, le haremos una oferta. Si usted la acepta, procederemos a la redacción del contrato. Cobrará usted la mitad del anticipo a la firma, y la otra mitad cuando nos entregue el original. ¿Le parece bien?
—No… quiero decir, sí, me parece bien… pero, mire… es que prefiero simplificar las cosas. Hagan el contrato y pongan la cantidad que ustedes encuentren conveniente. Sé que me darán lo justo. No creo que su editorial vaya a hacerse rica engañándome a mí. —Se ruborizó un poco, como si hubiese llegado un poco más allá del límite permitido—. Quiero decir que me fío de usted… de ustedes. Denme lo que sea y yo lo firmaré, y si todo sale como espero, el año que viene tendrá su novela.
Santiago Neves interrumpió el gesto de llevarse a la boca la copa llena de zumo de naranja.
—¿El año que viene?
—Sí… ya le dije que todavía estoy dando vueltas a la historia, y por eso necesito tiempo para…
Neves le interrumpió con un gesto. Estaba convencido de que, en las circunstancias de Mario Menkell, la entrega de la novela podía demorarse dos, tres, incluso cuatro años.
—Señor Menkell… ¿puedo llamarle Mario? Gracias. Dígame, y perdone que sea tan directo, ¿cuánto tardó en redactar Lo que me contó Bernard M.?
Menkell frunció el ceño para ayudarse a recordar.
—Tres meses y medio.
El camarero solícito tuvo que volver a acercarse a la mesa con una servilleta limpia y un bote de cebralín. Santiago Neves acababa de derramar una copa entera de zumo sobre su impecable camisa blanca.