El rumor de que el profesor Menkell había sido amenazado con el despido si no era capaz de comprometerse a escribir una nueva novela recorrió en cuestión de horas cada una de las aulas de la LC. En un lugar donde la lucha contra los secretos había sido considerada de prioridad máxima, era absurdo pensar que una noticia así iba a mantenerse en la clandestinidad. Con todo y eso, el rector no podía entender por dónde se había filtrado la buena nueva: no había comentado el asunto con nadie distinto al propio Menkell, y le parecía difícil que el interesado hubiese difundido la conversación que mantuvieron en el despacho. Mario Menkell no era de esos tipos que van cacareando las cosas. Entonces, ¿cómo? Claudio Saldaña era incapaz de comprender el funcionamiento del sistema pernicioso que él mismo había creado y, desde luego, no podía imaginar que su secretaria —su propia secretaria— estuviese dispuesta a pegar el oído a la puerta de su despacho para escuchar una conversación que sospechaba interesante. Pues de esa manera pedestre había conocido la comunidad universitaria el ultimátum del rector al profesor Menkell: merced a los esfuerzos de una auxiliar administrativa con oído de tísica y suficientemente ágil —a pesar de sus kilos de más— para abandonar en un segundo su bochornosa posición de espionaje y regresar a su mesa dibujando en el rostro una expresión de inocente ausencia propia de los seres a quienes no interesa lo más mínimo lo que está ocurriendo a su alrededor.

El caso es que la secretaria del rector contó lo que había oído «por casualidad» a la secretaria del Departamento de Historia, y ésta lo refirió a su hermano, que era profesor asociado en la Facultad de Derecho, quien lo comentó con el decano de la Facultad de Económicas, que no tardó ni cinco minutos en poner la historia en conocimiento de su hija, que era alumna de Menkell. No era propio del decano Almansa hablar a su querida Bárbara de asuntos internos de la universidad, y en condiciones normales jamás hubiese puesto tan jugosa novedad en su conocimiento. El problema es que la hija de Almansa llevaba una semana sin dirigirle la palabra tras su negativa a subvencionar a la joven unas vacaciones en las Bermudas con un grupo de amigas. Haciendo gala de una terquedad de la que sólo se es capaz a los veinte años, la viajera frustrada había decidido castigar a su padre con la tortura del silencio, y éste sabía que sólo lanzando una noticia sensacional podía regresar del exilio verbal al que había sido enviado por su única y adorada hija. Mientras le contaba lo que sabía y su corazón oprimido por el ostracismo iba liberándose poco a poco, el decano Almansa se dijo que ojalá su situación económica le permitiese enviar a las Bermudas a aquella preciosa criatura de cabellos dorados. Su mujer tenía razón, reconoció para sí, no había sido tan buena idea matricular a la niña en la Luis de Camoens, donde estaba rodeada de jóvenes cuyos padres podían sufragar vacaciones de lujo en el fin del mundo. El sueldo de un profesor no daba para tanto, y menos si se tienen tres hijos y una exmujer codiciosa.

—Bárbara, recuerda que no puedes contar nada…

La joven miró a su padre de hito en hito como si acabase de decir una solemne estupidez, y luego sonrió.

—Ay, papá… entonces, ¿de qué me vale saberlo? No te preocupes, ya sabes que en la LC no hay secretos.

Y le dio un beso en la mejilla antes de marcharse. El decano Almansa supo que su revelación no tardaría en ser aireada, pero, por otra parte, las hostilidades con su hija estaban felizmente rotas. En conjunto, había merecido la pena.

Bárbara Almansa sólo necesitó un intercambio de clase para compartir la noticia con el resto de los alumnos. El rector había amenazado con la expulsión al profesor Menkell si no escribía una nueva novela de inmediato.

—¿Puede hacer eso?

—Supongo. Es el rector, ¿no? Puede hacer lo que le dé la gana.

—Pobre Menkell. ¿Quién vendrá en su lugar?

—Vete a saber. Una de esas brujas feministas con los sobacos sin afeitar. —Laura Gálvez tenía muy claras las coordenadas de lo que debe ser una verdadera dama—. O un vejestorio llegado desde la Real Academia que se ponga como una moto cada vez que escribamos la palabra «guay».

—¿Tú escribes «guay»? No me extraña que el profesor no te ponga más que un aprobado. —Pablo Caspe era guapo y tenía una melena oscura que llevaba aplastada en la nuca. Era uno de los favoritos de Menkell, y el único que, a su juicio, tenía condiciones para convertirse en escritor—. En cualquier caso, estamos listos. Venga quien venga, siempre será peor que Menkell.

—Bueno, pero tampoco tiene que ser así. Quiero decir, no es que ya le hayan echado ni nada de eso. O sea, el profesor puede escribir otra novela, ¿no? Si ya escribió una…

—No tienes ni puta idea.

—Ah. ¿Y tú sí? ¿Escribes un cuento de mierda y media docena de mierda de poesías y crees que puedes hablar de lo que es ser escritor? Pues eres tú el que no sabe una mierda.

Pablo Caspe cerró el pico. El que le interpelaba era Borja Estévez, un chico alto y corpulento, con las últimas señales de un acné recalcitrante en el nacimiento del cabello y ojos ligeramente estrábicos que acentuaban su aspecto poco amistoso. A pesar de su fisonomía más bien brutal y su eterna expresión bobalicona, era un verdadero genio en algunas asignaturas. Cursaba el segundo curso de Económicas, y había elegido la asignatura del profesor Menkell porque no ignoraba que, hiciese lo que hiciese en la vida, no estaría mal salir de la universidad con ciertas nociones de redacción y expresión escrita. Aparte de eso, la literatura no le interesaba en absoluto, y los alumnos como Caspe le parecían un hatajo de listillos con ínfulas a los que había que parar los pies.

En condiciones normales, Pablo Caspe hubiese apabullado con su dialéctica a aquel cernícalo, pero aquella mañana su padre le había comunicado su intención de casarse con una mujer de treinta y cinco años que había conocido en Argentina sólo dos meses antes, y la noticia le había noqueado, de forma que su capacidad de reacción estaba un poco mermada. Aún así, no iba a dejar que aquel imbécil le humillase delante de los demás.

—¿Así que escribo cuentos de mierda? ¿Y tú como lo sabes? No distinguirías un cuento de mierda de un buen cuento aunque se te sentara en la cara.

—Qué original. ¿Quieres sentarte en mi cara, Caspe? Así verás si soy o no soy capaz de distinguir la mierda.

La imagen de su futura madrastra treintañera apareció en la mente de Pablo Caspe y atenuó sin remedio la cólera que sentía. Su vida estaba a punto de irse al traste, así que las bravatas de un compañero ocupaban un lugar secundario en sus preocupaciones. Sin embargo, tenía por costumbre decir la última palabra, y que su padre hubiese caído en las redes de una pájara no iba a cambiar eso.

—Ya veo. Eso te encantaría, ¿verdad? Que pusiese el culo encima de tu cara…

—Oh, callaos los dos. —Isabel Oller, una rubia alta y esbelta de piernas espectaculares, era capaz de imponerse a cualquiera—. Estamos hablando de Menkell. Nadie quiere que se vaya, ¿verdad? Bueno, yo no voy a coger su asignatura el próximo curso, pero el tío me da pena. ¿Por qué no busca el rector otra persona a quien joder?

—Deberíamos hacer algo. —Bárbara Almansa estaba exultante: su revelación no había podido tener más éxito—. No sé, escribir una carta al rector o…

La llegada de Menkell interrumpió el debate. El profesor notó veinte pares de ojos que, cargados de conmiseración, se clavaban en él. «¿Es posible que ya lo sepan?», se dijo, y dirigió una mirada circular a la clase intentando aparentar normalidad. Dos o tres chicas le lanzaron rutilantes y cálidas sonrisas pretendidamente animosas. «Lo saben», pensó Menkell, y desvió su mirada a la pizarra.

—Buenos días. Como les dije ayer, esta semana vamos a trabajar el microrrelato. Ya hemos hablado de Augusto Monterroso, y supongo que todos han leído el cuento del dinosaurio… a no ser, claro, que no hayan tenido tiempo de hacerlo.

Miró a todos otra vez con una débil sonrisa y la esperanza de que su intento de broma arrancase, al menos, una risilla misericordiosa capaz de distraer la atención. Pero nadie dijo nada. Seguían observándole, graves y ceremoniosos, como si estuviesen delante de una digna víctima de la corrupción del sistema. Siguiendo un impulso, Pablo Caspe se puso de pie.

—Señor Caspe. —Menkell se dio cuenta de que su voz sonaba trémula y lejana—. Si hay algo que…

—Profesor… sólo quería decirle… que estamos con usted.

—Pero…

No pudo añadir nada más. Como impulsados por un resorte, todos los chicos de la clase se pusieron de pie e iniciaron un aplauso que fue trufándose de silbidos animosos importados de las películas americanas y algún que otro pataleo extemporáneo. Menkell se quedó de una pieza, por supuesto, y trató de detener la reacción de los alumnos, pero hubiera sido inútil. Estaban enardecidos, envalentonados, galvanizados por la sensación de estar apoyando a un ser golpeado, atacado por el poder, pisoteado por el enemigo común. Creían estar haciendo algo hermoso y justo, y disfrutaban de ello. No tienen nada contra qué luchar, pensó Menkell, su futuro es brillante, su pasado es idílico, sus vidas son perfectas. Son felices y necesitan encontrar un motivo para rebelarse. Así que los dejó aplaudir con la misma beatitud —y una brizna de la emoción— que embargaba al profesor de El club de los poetas muertos al escuchar a toda la clase decir a voz en grito, con la fuerza y el vigor de los pocos años, «Oh, capitán, mi capitán».

Aquella tarde, Mario acudió sólo al piso de Montalvo. Beatriz dijo que tenía algo que hacer después de las clases, y se habían citado a las siete y media con el fontanero que iba a acometer las obras del cuarto de baño. Así que, al acabar la jornada, Menkell tomó el autobús de la universidad para volver al centro. Se le antojó extraño subir otra vez al vehículo de transporte, pues en el último mes se había desplazado siempre en el coche de Beatriz. Al entrar, el olor a plástico de los asientos y un leve tufo a tabaco negro —aunque siempre lo había negado, el conductor fumaba— le trajeron el regusto amargo de otros tiempos, cuando regresaba en dócil soledad a su casa vacía. Entonces estaba resignado a todo aquello: las magras cenas sin compañía, las veladas frente al televisor, la música pensada para uno solo, los DVD de películas antiguas cuya selección no llevaba aparejado ningún intercambio de pareceres… ¿Y ahora, pensó Menkell, sería capaz de regresar tan apaciblemente a la vida sin Beatriz? ¿A las películas clásicas, a los CD de bandas sonoras, al silencio dominando cada una de las habitaciones? ¿Puede ser la felicidad una costumbre irrenunciable? ¿Debía él ponerse a salvo de la peligrosa familiarización con una nueva vida que podía quebrarse en cualquier momento?

No quiso darse una respuesta. De todas formas, pensó, aquella historia no tenía por qué terminar de una forma abrupta. Un día, cuando se acabasen las excusas para ver a Beatriz, se produciría una lánguida separación, un distanciamiento al principio imperceptible que iría multiplicándose con el paso del tiempo hasta hacerse definitivo. Tendría, pues, tiempo para adaptarse a su nueva situación, para acomodarse al regreso a su antigua vida, como se acomoda la gente al final de unas largas vacaciones. Y de momento, pensó, no iba a anticipar el dolor previsible, la pena por una separación que no iba a poder eludir.

Cuando Menkell llegó a la casa, el fontanero estaba ya esperando en el portal. Era un tipo bajito y rudo, de cabeza asombrosamente pequeña y brazos desproporcionados. A Mario le recordó a un pequeño trol, y se preguntó si el hombre notaría la fascinación y la sorpresa que su particular aspecto despertaba en los otros.

—Ya era hora. Mire, tengo cosas que hacer.

—Perdone, había un atasco que…

—Esto es Madrid. Siempre hay atascos. ¿De dónde se cree que vengo yo? Pero salgo con tiempo para no llegar tarde. Nada, no me diga nada. Vamos al lío. Es el segundo, ¿verdad?

Subieron en silencio, el fontanero ceñudo y hosco, Mario maldiciendo la lentitud del autobús y reprochándose no haber fijado la cita para un poco más tarde.

—Pase. Es el baño del pasillo. Está viejo y hay que hacer algunas reformas.

—Eso me dijo su señora.

—No es mi…

—Bueno, mire, a mí su situación de ustedes me da igual, ¿sabe? En este barrio hay de todo. Yo a lo mío, que es la plomería y las reformas sanitarias. A ver qué tenemos por aquí…

Abrió y cerró los grifos, golpeó contundentemente los azulejos, palpó los muebles de baño con atención reconcentrada, revisó la alcachofa de la ducha y pateó el suelo aguzando visiblemente el oído, como si fuese capaz de percibir una misteriosa sinfonía surgiendo del linóleo. Mientras, Menkell aguardaba expectante, fascinado por aquella exhibición de profesionalidad, de dominio en el oficio. Con su cabeza mínima y sus brazos enormes, el ceño fruncido y los ojos brillantes, el fontanero parecía cada vez más un ser mitológico surgido de las entrañas de una caverna. Al acabar la exhibición, se volvió hacia él.

—¿Qué le parece?

—Una puta mierda. Con perdón.

Mario se relajó. Una frase así era exactamente la que deseaba escuchar.

—Mire, las cañerías están picadas, y estos azulejos empiezan a despegarse. Esa ducha es más vieja que la orilla del mar, y la bañera… bueno, no quiero faltar, pero si fuese mía la tiraba ahora mismo.

—Hay otro baño atrás —aclaró Menkell.

—Me alegro por ustedes, porque esto está impresentable. Ahora, usted me dirá qué hacemos.

—Pues lo que haga falta.

—Eso depende de lo que quieran.

—Yo sólo quiero que quede bien.

«Y que tarde todo lo posible», quiso añadir. El fontanero se rascó la cabeza.

—Vamos a empezar por quitar estos muebles. Y picaremos la pared, a ver qué pasa. Puede haber sorpresas, pero con un poco de suerte habremos llegado a tiempo para salvar algunas cañerías. Luego levantaremos el suelo y que sea lo que Dios quiera.

—¿Cuándo puede empezar?

—Pues… su señora, o lo que sea, me dijo que casi nunca están en casa, y que lo mejor sería funcionar los sábados por la mañana. A mí me va bien. Así que, si usted quiere, les preparo un presupuesto y se lo paso por internet. Si lo aprueban, empiezo esta semana. —Miró el reloj, un reloj grande como una paellera, muy apropiado para su brazo de galeote—. Y ahora me voy a marchar. Tengo que hacer otra visita y ya llego tarde. Suelo ser puntual, ¿sabe? Yo sí. Que le vaya bien.

Y se alejó, a pasos cortos, irregulares, meneando al compás del cuerpo su curiosa cabecita y aquellos brazos que parecían prestados. Justo en la puerta se encontró a Beatriz.

—Ah, hola, usted…

—Adiós. Ya se lo he explicado todo a… a ese señor.

Y salió dando un portazo. Beatriz dejó sobre la mesa el sobre que llevaba en la mano.

—Qué hombre más raro. ¿Qué te ha dicho?

—En resumen, que el cuarto de baño está hecho una pena. Nada que no supiéramos ya.

—Qué bien. —Volvió a coger el sobre y se lo tendió—. Toma, esto es para ti.

No parecía un regalo: era un sobre color naranja, más bien arrugado y con algunas manchas de tinta.

—Son papeles de Montalvo. Ahora ya lo tenemos todo.

Menkell no dijo en voz alta lo que estaba pensando: que había suficientes cosas de Fernando Montalvo en aquella casa como para hacer innecesaria cualquier nueva aportación. Beatriz seguía hablando. Parecía de buen humor.

—Anna Livia me los había ofrecido cuando hablamos la primera vez. He ido a buscarlos a su casa. Por cierto, hoy interrumpí una sesión de cine. Tiene una pantalla de plasma de cincuenta pulgadas y un equipo estéreo. Estaba viendo Mujeres con media docena de señoras, y ninguna de ellas era del equipo de canasta. Anna Livia Schzerny tiene más vida social que la mayoría de la gente que conozco. Y me alegro. Si nos hubiésemos encontrado una pobre anciana solitaria, habría empezado a reflexionar sobre el sentido de la existencia, la dureza del destino y todo eso. Hemos tenido suerte.

Entró en la cocina y extrajo de la alacena un paquete de pan de molde.

—Voy a hacer unos sándwiches para cenar. ¿Lo quieres de jamón y queso? También hay atún, y creo que queda una lata de sardinas.

—Haz cualquier cosa, no tengo hambre. Los macarrones de la cafetería me han sentado como un tiro.

—Haber pedido ensalada. Por lo menos sabemos lo que lleva. Circulan leyendas muy interesantes sobre la salsa boloñesa de la LC.

Menkell sintió un escalofrío de satisfacción ante aquella escena deliciosamente familiar, Beatriz cantando ante él la carta de bocadillos, él eligiendo distraído lo que iba a ser su cena mientras abría la nevera para sacar dos cervezas. Una vez más —¿en cuántas ocasiones volvería a hacerlo?— se preguntó cuánto iba a durar aquel estado de dicha, pero apartó de sí cualquier idea agorera. Colocó en la mesa dos manteles individuales y dos servilletas, y se dispuso a disfrutar de la tan amable paz doméstica.

—¿Has hablado con Saldaña? —Beatriz gritaba desde la cocina para hacerse oír sobre el chisporroteo de la mantequilla en la plancha.

—¿De qué?

—Pues de la novela. De que vas a escribirla y todo eso. Me gustaría estar delante cuando se lo digas. Se va a quedar de piedra, el muy mamón.

—La culpa no es de Saldaña. Es cosa de la Junta.

—Ya. Pues mira, yo no estoy tan segura. Pero de todas formas da igual. Te ha echado un órdago y tú le vas a ver las cartas. Trae un plato, esto ya está.

Cenaron viendo un informativo en la televisión, y luego, con una sonrisa maliciosa, Beatriz agitó el sobre que le había entregado Anna Livia.

—¿Qué crees que habrá? —preguntó a Mario.

—¿Sinceramente? Partituras, tal vez algunas notas… Las cosas que un profesor se deja en casa de un alumno. Nada importante, vaya.

—Qué optimista. Anda, ven, vamos a ver.

Retiró los dos manteles individuales y volcó en la mesa el contenido del sobre. Como Mario había predicho, quedaron desparramados un buen montón de páginas cuajadas de pentagramas, una libreta de pastas delgadas y un bolígrafo transparente con una diminuta reproducción de la catedral del Duorao que al mover el boli subía y bajaba navegando en un líquido pegajoso. Beatriz examinó las partituras.

—Canciones de cuna de Schumann… y una cantata de Bach.

—Te lo dije.

—No seas cenizo. Mira estas otras, están sin titular. ¿Sabes leer música?

—No. Pero tienen pinta de ser ejercicios corrientes.

Beatriz revolvía desesperanzada entre las páginas de papel pautado: eran, como Mario había predicho, vulgares ejercicios musicales, deberes para alumnos aventajados o no, material para las horas de estudio, con correcciones en tinta roja que daban a la página el aspecto de una piel picada de viruela. En la libreta de notas sólo había un horario de las clases de Anna Livia y algunos comentarios a la evolución de la alumna.

—¿Y esto?

Era una partitura distinta a las otras: estaba enteramente escrita a mano, e incluso la pauta del papel —que era de un irregular tono amarillento— había sido trazada de forma artesanal. Tenía un título dibujado con mayúsculas: Canzione di Klara.

—Qué raro.

—No sé por qué —Mario estaba decidido a encontrar normalidad en cualquier cosa.

—Es ese nombre, Klara… Klara con K.

—Será de una extranjera…

—Sí… pero no es la primera vez que lo veo escrito así. —Fruncía el ceño como intentando recordar—. Espera… oh, por favor, que no me esté fallando la memoria… creo que tenemos algo…

Y salió disparada de la habitación para volver blandiendo una cartulina: era la postal del trébol de cuatro hojas que habían encontrado el primer día de inspección.

—¡Mira! —Beatriz tenía el gesto triunfal del vencedor de una batalla.

—¿Qué?

—Dale la vuelta.

Menkell lo hizo, y se encontró con la postal sin texto ni remitente. En el lado del destinatario estaba escrito con mayúsculas «Klara Hauptf. Casa Verdi».

—¿Qué te parece? Ya tenemos algo.

Mario meneó la cabeza.

—Klara Hauptf… debe de ser la hija de Stefan Hauptf, el profesor de música… o tal vez su mujer.

—¡Y Montalvo componía canciones para ella!

—No estoy tan seguro. —Menkell había vuelto a coger la partitura para colocarla junto a la postal—. Mira esto… hay mucha diferencia entre la letra de la canción y la del título. Fíjate en el trazado de la K… y en la letra L. Son distintas. Es como si el título lo hubiesen añadido después. Además, el papel de la partitura tiene bastantes años.

Beatriz seguía las explicaciones de Mario con la cabeza ladeada y una expresión de profundo interés.

—Pareces un investigador…

—Bueno, eso es lo que querías…

—Nunca pensé que esto pudiera ser tan divertido. ¿Qué hacemos ahora?

Estaba claro que Beatriz había decidido otorgarle el mando de las operaciones en reconocimiento a su recién demostrada eficacia como detective. Mario se pasó la mano por la cabeza y volvió a colocar juntas la partitura y la postal.

—No sé… Podríamos echar un vistazo en la mesa de Montalvo. Allí encontramos la agenda con las direcciones de los alumnos. Quizá haya algo más…

La imaginación de Beatriz, y también su inveterado optimismo, le hacían pensar en la inminencia de un descubrimiento sensacional. Los cajones de Montalvo podrían contener fotografías interesantes, cartas dignas de ser leídas e incluso, por qué no, el diario íntimo del propio Montalvo. Por eso entró en la pieza con el entusiasmo del que penetra en la cámara del tesoro. Pero sus expectativas resultaron infundadas: Fernando Montalvo no escribía diarios, y la mesa de su despacho no guardaba nada más que material de papelería, algunas facturas de la luz y el agua, el contrato de arrendamiento del piso y la agenda que ya habían encontrado la otra tarde. Para disgusto de Beatriz —y para corresponder a las más prácticas expectativas de Mario Menkell—, no había fotos, ni documentos personales, ni correspondencia privada. Sólo folios en blanco, algunos sobres, un puñado de bolígrafos, una resma de papel pautado y una cajita llena de sellos de correos.

—Vaya mierda.

—¿Qué esperabas?

—No sé, pero algo más que un montón de birrias. Esto podría pertenecer a cualquiera. Menudo chasco…

Beatriz estaba decepcionada como una niña. Mario se fijó de nuevo en el contenido de los cajones.

—Bueno, aquí tenemos algo interesante.

—Es una broma…

—No. Fíjate en eso. —Señalaba la caja de estampillas postales—. Hoy casi nadie tiene sellos, porque apenas queda gente que escriba cartas. Pero Montalvo sí lo hacía. —Volvió a coger la postal del trébol y la agitó un poco—. Seguramente Klara Hauptf recibía correspondencia de nuestro amigo. Y una cosa más… estoy convencido de que no la contestaba.

—¿Por qué?

Los ojos de Mario Menkell brillaban protegidos por las gafas de concha.

—Porque un hombre que se pasó la vida guardando y clasificando todo jamás hubiese tirado la carta de una mujer.