Mario Menkell había utilizado la pausa del café para acudir a la llamada del rector Saldaña. Pensó que a Beatriz le parecería raro no verle en la sala de profesores, y entonces fue él quien se extrañó al asumir que los encuentros entre ambos habían adquirido el matiz de lo cotidiano, el amable valor de la rutina. Dos meses atrás, la posibilidad de que Beatriz pudiese detectar su ausencia en las horas de descanso se le hubiese antojado una suerte de milagro.

Había recibido un correo de Saldaña nada más abrir su ordenador justo antes de entrar en clase.

«Tengo que hablar con usted. Le agradecería que pasase por mi despacho en cualquier momento de esta mañana».

A Menkell no le sorprendió tanto la apremiante llamada de Saldaña como el tono vagamente amistoso del correo electrónico y la total disponibilidad para recibirle. Supuso que quería pedirle algo, como aquella vez, hace tres años, cuando le citó para que convenciese a un alumno de cejar en su empeño de convertirse en escritor: el chico era hijo de un empresario del sector de la aeronáutica, y su firme decisión de iniciar una carrera literaria amenazaba con llevarlo a descuidar los negocios familiares.

Menkell había accedido: en realidad, el joven no estaba en absoluto dotado para hacerse un nombre en el proceloso mundo de las letras. Había detectado una evidente falta de talento en el primer ejercicio escrito que le entregó, y las clases —a las que asistía con una atención y un entusiasmo conmovedores— no le habían servido para progresar lo más mínimo. Menkell aceptó el encargo del rector —entre otras cosas, porque no le quedaba más remedio— y habló torpemente con su alumno diciéndole sólo la cruda verdad: que, a pesar de su más que notable interés, su concienzudo esfuerzo en los ejercicios y su buena disposición, no tenía las facultades necesarias para convertirse en el novelista que soñaba ser. Lo hizo utilizando circunloquios y subterfugios, dando vueltas en torno a la misma y dolorosa idea, intentando en lo posible edulcorar el mensaje final, pero no había manera: aquel chico estaba tan decidido a dedicarse a la literatura, que las menores migajas del más somero elogio hacia su trabajo le hubiesen servido de acicate para perseverar en la tarea de convertirse en el rey de la ficción.

—¿Quiere decir entonces que, haga lo que haga, trabaje lo que trabaje, nunca seré escritor?

Menkell había meneado la cabeza sintiéndose pequeño y mezquino: el cobarde ejecutor de los sueños de un pobre muchacho que aún no había cumplido los veinte años.

—¿Cómo puede estar tan seguro? —Había algo conmovedor en la voz del chico, que seguía siendo frágil, próxima a romperse por los últimos estragos de la pubertad—. Quiero decir, no hemos hecho muchos ejercicios todavía… no he tenido ocasión de demostrarle lo que valgo.

Y acto seguido se había echado a llorar. Mario Menkell nunca había tenido peor opinión de sí mismo que en ese preciso momento. Intentó consolar al chico utilizando los mismos torpes tópicos de los que había echado mano con otros alumnos que, en un momento dado, le habían puesto entre la espada y la pared para obligarle a decir lo que pensaba de ellos y de sus trabajos: «¿Qué pasa conmigo, profesor? ¿Le gusta lo que escribo? ¿Tengo futuro? ¿Cree usted que publicarían mis cuentos, señor Menkell? ¿Que una editorial querría comprar mi novela? ¿Sí o no, profesor? ¿Sí o no?». Pero esa vez era distinto. Quizá porque, como intuía Mario Menkell, aquel chaval ilusionado y confundido no quería escuchar la verdad que a lo mejor ya sospechaba: sólo quería seguir soñando un poco más, pasar un poco más de tiempo varado en esa parte de la vida donde todo es posible. Y él, Mario Menkell, lo había expulsado de ese limbo inocente de una insobornable patada.

El haberlo hecho obligado por las circunstancias le consolaba un poco. ¿Cómo puede un profesor mediocre enfrentarse al todopoderoso rector de la universidad en la que enseña? Y, al fin y al cabo, no le habían pedido otra cosa que el que dijese la verdad. A veces, Menkell se preguntaba qué hubiese pasado si el alumno en cuestión no hubiese sido un completo zote al que tarde o temprano alguien —él, un editor, incluso otro alumno— hubiese tenido que desengañar para siempre. ¿Y si el hijo del dueño de una fábrica de aviones hubiese sido uno de esos discípulos que pueden llegar a hacerse un sitio en el mundo literario? ¿Qué habría hecho él, Mario Menkell? ¿Habría mentido al chico? ¿Se habría arriesgado a enfrentarse al rector, o al padre de la criatura? No lo sabía.

Y ahora, recordando la historia y repasando el texto del correo recibido, rogaba que Saldaña no pretendiese proporcionarle la ocasión de averiguarlo. De pronto se le ocurrió dar media vuelta y pretender que no había recibido el dichoso mensaje: esas cosas pasan constantemente. Pero enseguida se dio cuenta de que era sólo una forma estúpida de retrasar lo inevitable: Saldaña le encontraría más tarde o más temprano, y pondría sobre la mesa lo que quiera que pretendiese de él.

—Señor Menkell… me alegro de verle. —Angélica, la secretaria de Saldaña era una rubia bajita y guapa, que había aumentado considerablemente de peso en los últimos años llevándose así por delante una buena porción de su atractivo.

—Sí, bueno, el rector…

—Ya me ha dicho que iba a venir usted y que le pasase al despacho en cuanto llegara. Voy a avisarle.

Menkell tragó saliva. Saldaña no solía mostrarse tan accesible. Incluso aquella vez, cuando tuvo que hablar con el hijo del de los aviones, había tenido que esperar un buen rato en el antedespacho. La secretaria hizo un gesto amistoso.

—Entre, por favor. ¿Quiere un café, o alguna otra cosa?

—Nada, gracias. —Instantáneamente se arrepintió. Tenía la boca tan seca como si se la hubiesen llenado de serrín. Hubiera debido pedir un poco de agua.

El rector estaba sentado detrás de una mesa ligera y bonita, una mesa de cristal con patas de una aleación metálica de color verdoso que parecía provenir de algún jardín umbrío y eternamente húmedo, con árboles cubiertos de liquen y una fuente tapizada de musgo.

—Menkell… siempre es un placer verle. Siéntese, por favor. Hay algo de lo que tenemos que hablar. ¿Todo bien en las clases?

—Sí, señor…

—¿Cuántas horas imparte este año? ¿Veinte?

—Veintidós.

—Ah, sí, aquí lo tengo. Escritura Creativa I y II, Técnicas de Narración, El Ensayo como Género y el seminario cuatrimestral sobre Cuento Contemporáneo. No está mal.

Menkell no sabía a dónde pretendía llegar Saldaña con la enumeración de sus actividades académicas, así que se limitó a sonreír débilmente y a menear la cabeza en señal de asentimiento.

—Lleva usted catorce años con nosotros, ¿verdad?

A Mario Menkell no se le ocultó que la pregunta tenía trampa: Saldaña estaba al tanto de su fecha de incorporación a la Luis de Camoens, pues esta se había producido en el curso de apertura de la universidad. A pesar de todo, confirmó la respuesta.

—Exactamente, rector.

—Eso es mucho tiempo. Es usted uno de los veteranos.

Las manos del profesor Menkell se cubrieron de un débil rocío. ¿A dónde demonios quería llegar Saldaña con aquellas cuestiones retóricas?

—Mire, Menkell, iré al grano. Sabe que estoy muy contento con el trabajo que desarrolla y… eh, los alumnos también están satisfechos, aun teniendo en cuenta el especial carácter de las asignaturas que imparte… no se ofenda.

—No me ofendo. —¿Por qué habría de hacerlo? Ya sabía que una clase de las suyas no podía compararse con una lección de Derecho Civil o de Macroeconomía.

—El caso es que he estado dando vueltas a su currículo académico… y, para serle franco, me ha sorprendido un poco que en estos últimos años haya… eh… haya limitado su actividad al ámbito de la docencia.

—¿Perdón?

—Quiero decir que no se haya ocupado usted de dedicar tiempo a la investigación. Ya sabe, asistencia a congresos, publicación de artículos en revistas especializadas, trabajos de campo en torno a alguna de las materias que imparte.

Menkell estaba profundamente desconcertado.

—Rector, las clases que doy son fundamentalmente prácticas. No tienen base teórica. Yo no soy un profesor al uso. Cuando me contrató sabía que ni siquiera he obtenido un doctorado…

Saldaña le detuvo con un gesto.

—Claro que lo sabía, y no me importó. Porque lo que quería de usted era precisamente que aportase a la universidad la… la frescura y la espontaneidad del mundo exterior. Usted podía dar a los alumnos cosas que nadie más estaba en condiciones de proporcionar. Un escritor famoso, reputado, con una novela de éxito… Una voz recién llegada que había puesto a sus pies a los críticos más duros… El autor de una novela que había revolucionado el panorama editorial español. Eso es más importante que todos los congresos del mundo.

—¿Entonces?

La mirada pretendidamente paternal que le dirigió el rector hizo que a Menkell se le encogiese el estómago.

—Pues que han pasado catorce años y está usted en el mismo punto que cuando le contraté. Y eso es algo difícil de explicar a la Junta, a los alumnos y a sus padres. Incluso a los otros profesores. Supongo que lo comprende.

Menkell se tensó tanto sobre la silla que Saldaña tuvo la sensación de que le habían aplicado una descarga eléctrica entre los ríñones. Pensó que a partir de entonces tendría que obrar con mucho tacto, y se esforzó por intensificar el tono pacífico de su voz.

—Profesor… usted sabe que admiro su trabajo como novelista, y que estoy satisfecho con su labor docente. Pero se está estableciendo un agravio comparativo en perjuicio de sus compañeros de claustro. A ellos se les exige una actividad académica al margen de las clases, y durante catorce años usted ha vivido ajeno a esa exigencia. Ya sé, ya sé que no puedo pretender que vaya a congresos ni que escriba artículos en revistas científicas. Pero sí es preciso que me sea posible utilizar ante terceros que se han producido avances en su carrera…

—¿Qué clase de avances?

No, no es posible que fuese tan idiota. Sólo estaba haciéndose el tonto. O a lo mejor trataba de ganar tiempo.

—Pues más libros publicados, profesor. Otra novela. Una colección de cuentos. Incluso un volumen de poesía, qué demonios. Pero ¿qué es lo que ha hecho usted en estos años? Vegetar, y perdone la expresión. Vivir de las rentas de un éxito tan viejo que ya no puedo esgrimirlo en su favor cuando alguien habla de la conveniencia de sustituirle. Usted es escritor, Menkell, no un maldito funcionario. Y por eso le quiero en mi equipo. Pero no puede ponerme las cosas tan difíciles.

Saldaña se felicitó a sí mismo por la correcta construcción de su pequeño discurso: había emoción, fuerza, serena indignación, una oferta de complicidad, incluso palpables muestras de afecto y compañerismo. Frente a él, Mario Menkell le miraba con los ojos vidriosos y la expresión asustada propia de las personas muy tontas o muy tímidas. Saldaña sospechaba que Menkell era ambas cosas.

—¿Entonces?

—Entonces, profesor, le quiero manos a la obra. Para garantizar la renovación de su plaza de cara al próximo curso, necesito que ponga en marcha la contratación de una novela. Me trae sin cuidado cuándo se publique el libro, pero necesito una prueba de que existe el proyecto para confirmarlo a usted delante de la Junta.

—Pero… es que las cosas no son tan sencillas… quiero decir, el sector de la edición… la crisis…

—Profesor, no tengo ni idea de cómo está ese sector, y además tampoco me importa mucho. Bastante tengo con saber cómo funciona la universidad. Pero escuché lo que le dijo Santiago Neves cuando se lo presenté en la cafetería, y, por mucha crisis y muchas zarandajas, parece que la editorial Millenio estará encantada de ofrecerle un contrato por su siguiente obra. Estoy seguro de que serán muy flexibles en cuanto a las condiciones, los plazos de entrega y demás detalles. Así que empiece a trabajar y póngase en contacto con Neves cuanto antes. La Junta es dentro de diez días, y yo necesito algo que lanzarles para que se entretengan y evitar así que le despedacen a usted.

Era una metáfora brillante. O, al menos, eso pensó el rector antes de despedir a Mario Menkell con algo parecido a la cordialidad, mientras alegaba que tenía mucho trabajo pendiente aquella mañana.

Mario Menkell pasó el resto de la jornada en un estado parecido a la catatonia. Incluso los alumnos —que se hacían lenguas de su naturaleza despistada— se dieron cuenta de que le ocurría algo raro. Hubo alguno que se preocupó sinceramente —Menkell no lo sabía, pero era uno de esos maestros que caen bien a la mayoría de sus discípulos— y otros, menos misericordiosos, aprovecharon la coyuntura para tomarle descaradamente el pelo con preguntas absurdas del tipo «Tom Wolfe ¿es hijo o nieto de Thomas Wolfe?» o «¿Es verdad que Kennedy escribió un poemario dedicado a Marilyn Monroe?», que provocaron los clásicos ataques de hilaridad colectiva propios de la época juvenil. Envalentonado por el afán del profesor Menkell en responder cuestiones a todas luces destinadas al cachondeo, uno de los alumnos estuvo a punto de leer en voz alta para hacerlos pasar por suyos unos pasajes de El molino junto al Floss, pero no se atrevió a tanto, y la lección terminó en un ambiente de grata camaradería: la que se genera en un aula cuando los alumnos han conseguido hacerse con el dominio de la clase y aniquilan sin remedio la supuesta autoridad académica.

Era la hora de comer. Menkell se dirigió a la cafetería entre las punzadas de un persistente dolor de cabeza. Beatriz tenía una reunión de su departamento durante la hora del almuerzo, y le alivió la perspectiva de poder comer solo y dedicarse a pensar en el giro inesperado que había tomado su existencia, precisamente cuando las cosas llevaban semanas saliéndole tan bien.

Eligió un menú compuesto por crema de zanahoria y lasaña de carne, y se sentó en un rincón esperando que nadie necesitase del sitio libre que tenía enfrente. No hubiese soportado la obligación de mantener una charla informal con ninguno de sus colegas, ni siquiera con la misma Beatriz. La crema de zanahorias estaba tibia y un poco sosa, pero ni siquiera le apetecía levantarse a buscar un salero, y mientras la tragaba sin ningún placer —Menkell era de esos que se han acostumbrado a apurar cada cáliz por amargo que éste sea— empezó a dar vueltas a su conversación con el rector. ¿Qué había dicho exactamente? ¿Que le despediría si no aceptaba su propuesta? No, no era eso. Había dicho que no podría contener a la Junta si seguía sin avanzar en su carrera como escritor. Pero ¿qué carrera? Él no era escritor. Era un fraude. Un farsante que había dejado que los demás le tomasen por un novelista de éxito. Por alguien capaz de tramar una historia tan deslumbrante como la de Bernard M. Pero ninguna impostura es eterna, se dijo, mientras daba cuenta de la última cucharada de puré. Había sido descubierto, o lo sería en breve, cuando tuviese que confesar al rector que no estaba en condiciones de escribir otra novela ni nada parecido, y Saldaña lo transmitiese a la Junta, cuyos integrantes —al parecer— lo detestaban sin reservas, puesto que el rector aseguraba que querían despedazarle o algo así.

Mientras atacaba la lasaña —cuya bechamel grumosa la convertía en un plato muy poco apetecible, aunque el gratinado le otorgaba un buen aspecto y la salsa de carne no estaba del todo mal—, Menkell se preguntó por qué los miembros de la Junta albergaban hacia él tan atrabiliarios sentimientos. Después de todo, no era un tipo conflictívo, ni había dado problemas a la Camoens, ni ningún alumno se había quejado jamás de su forma de enseñar. De hecho, Mario Menkell estaba convencido de que los integrantes del equipo rector ni siquiera sabían de su existencia. ¿Quién era él, sino un pobre y oscuro profesor sin más ambición que la de dar sus clases y conservar su puesto de trabajo? ¿Por qué se cebaban precisamente en su persona? Es cierto que su curriculum no era muy brillante… pero no percibía un sueldo demasiado elevado, y enseñaba bastante bien. De hecho, uno de sus antiguos alumnos acababa de obtener un premio literario de prestigio, otro era columnista de un diario de tirada nacional y otro había publicado un libro de relatos y obtenido una nominación al Goya como guionista. Entonces, ¿merecía de verdad un trato tan poco cordial, tan evidentemente severo?

Por otro lado, el rector tenía razón cuando decía que de un profesor de una universidad como la LC cabe esperar algo más que lo que Mario aportaba a la institución. Al fin y al cabo, cualquier escritor estaría en condiciones de hacer lo que él hacía: dar unas cuantas clases, enseñar a los alumnos los rudimentos de la escritura creativa, corregir textos, alentar vocaciones, estimular voluntades… y, la mayor parte de las veces, desengañar sin violencia a aquellos que, sin haber sido bendecidos por el don del talento, estaban empeñados en ser escritores. No pudo evitar una sonrisa amarga mientras masticaba la lasaña: en el fondo, él era igual que todos aquellos pobres chicos que escribían textos mediocres, textos sin alma, textos sin vida propia: un advenedizo. Un estafador. Por lo menos, sus alumnos se retirarían a tiempo y no llegarían, como él, al final de la impostura: la de hacer creer a los demás que eran capaces de ser escritores.

Aquellos jóvenes merecían algo más que a un pobre tipo que llevaba casi quince años viviendo de un solo libro, de una única historia. También la Universidad Luis de Camoens. La Junta no tardaría en encontrar a alguien capaz de sustituirle, a un escritor de verdad con tres o cuatro novelas en su haber y, sobre todo, con una carrera literaria en condiciones, con sus altibajos, sus crisis, sus éxitos y sus pequeños fracasos. A alguien que no sólo tuviese pasado, sino también un presente y un esplendoroso futuro hecho de historias que contar. Saldaña tenía razón. Los miembros de la Junta tenían razón. Había sido maravilloso enseñar en la LC durante catorce años, pero el sueño había terminado, y Menkell se dijo que debía estar agradecido a la suerte por haber podido vivirlo en carne propia durante tanto tiempo. Cuando acabó la lasaña, Mario Menkell estaba desanimado y hasta triste, pero había recuperado la paz interior que había perdido al creer que estaba siendo víctima de una profunda injusticia.

Se encontró con Beatriz justo antes de entrar en la primera clase de la tarde.

—¿Cómo te ha ido el día? Mi reunión fue espantosa: cinco adultos supuestamente responsables diciéndose cosas estúpidas los unos a los otros durante más de una hora y media. Una delicia.

Mario Menkell no entendía por qué las reuniones departamentales llegaban a alcanzar semejantes grados de tensión. Cuando participaba en alguna —lo que ocurría pocas veces, pues los profesores de asignaturas optativas no siempre eran requeridos— se limitaba a sentarse en un rincón y observar, entre incrédulo y alucinado, aquella absurda sucesión de ordalías en torno a la distribución de las aulas, los horarios y las fechas de los exámenes.

—¿Nos encontramos en la entrada a las seis y media? Ya he localizado la casa de esa señora Schzer… como se llame.

Menkell había olvidado por completo su cita con la alumna de Fernando Montalvo. De buena gana hubiese renunciado a hacer aquella visita diplomática que tenía, oficialmente, el propósito de devolver a aquella señora el prisma de cristal sustraído por el profesor suicida.

—Nos vemos después. Que te vaya bien.

Mientras Beatriz se alejaba, Mario Menkell pensó en cómo se las iba a apañar el curso siguiente, cuando, tras ser despedido, perdiese para siempre la oportunidad de ver a diario a la profesora Millares. Claro que para eso aún faltaban unos cuantos meses y, si actuaba con un poco de inteligencia, podría seguir arguyendo la necesidad de hacer nuevas reformas en la casa. De pronto se dio cuenta, con notable inquietud, de que si perdía su empleo en la universidad le iba a ser bastante difícil afrontar los gastos que ocasionaran las obras. Tenía algún dinero ahorrado, por supuesto… gastaba tan poco que casi toda su nómina, e incluso el alquiler que había pagado Montalvo, estaban depositados en una cuenta bancaria que rendía unos magros intereses a final de año. Pensó que, cuando su despido se materializase, tendría que echar mano de aquella cuenta para sobrevivir hasta que pudiese encontrar otro trabajo. No sería fácil que le ofrecieran algo en otra universidad, pero quizá podría presentarse a unas oposiciones. Mientras las preparaba, podría vivir del paro y de sus ahorros. Y con ese pensamiento a cuestas entró en su última clase del día con el firme propósito de prestar toda su atención a los alumnos que, sólo unas cuantas semanas después, dejarían de serlo para siempre.

La señora Schzerny vivía en uno de esos agradables chalecitos del barrio de Arturo Soria que algún inversor avispado compró a buen precio durante los años cuarenta, cuando el barrio estaba tan lejos del centro de la ciudad que casi nadie quería vivir allí. Con el paso del tiempo, aquellas casas habían ido adquiriendo el valor de pequeñas mansiones urbanas. Mientras el barrio crecía hacia el cielo y se multiplicaban los bloques de viviendas y las comunidades de vecinos obligados a compartir jardines y piscinas, residencias como las de la señora Schzerny se presentaban como idílicos oasis de intimidad y autonomía, donde cada propietario era dueño y señor de un envidiable reino de privacidad absoluta.

La casa tenía un jardín en la parte delantera. Un camino empedrado —en cuyos márgenes crecían rosales de té y tulipanes que estaban en plena floración— conducía a la puerta de entrada, que no tenía timbre, sino un anticuado llamador de bronce en forma de garra de león. Beatriz lo hizo sonar tres veces con el entusiasmo de quien cree estar cometiendo una travesura. Desde dentro llegaban, desordenadas, las voces de varias personas, y Mario Menkell se sintió algo desconcertado: sin saber por qué, había dado por hecho que la señora Schzerny vivía sola. La puerta se abrió, y una anciana majestuosa les sonrió desde el vestíbulo.

—¿Beatriz?

—Sí… le presento a Mario Menkell, es el propietario de la casa del… del profesor Montalvo.

—Tanto gusto. Pero entren, por favor.

Antes de que pudieran hacerlo, tres mujeres acicaladas como si hubiesen acudido a un té elegante salieron en tropel, dirigiendo a ambos un saludo distraído y no demasiado amistoso. Era evidente que la llegada de Beatriz y Mario había servido para interrumpir algo.

—Los lunes solemos jugar a la canasta —explicó la señora Schzerny—. Lo hacemos desde hace siglos. Es una forma de matar el tiempo como otra cualquiera.

—Lo siento, a lo mejor les hemos estropeado la tarde a usted y a sus amigas.

—Pues no lo sienta. No por mí, al menos. Llevan aquí desde las cuatro y media. Nunca tienen prisa por marcharse, pero yo no soy capaz de jugar más de dos partidas seguidas. Me cuesta concentrarme y contar los puntos es muy aburrido. Así que han llegado en el mejor momento. Pasen, podemos hablar en el salón.

La casa de la señora Schzerny era oscura y silenciosa, como habían imaginado, pero no parecía la vivienda de una persona mayor. Estaba decorada con un buen gusto estricto, con esa ausencia de cosas prescindibles que siempre ha cultivado alguna gente, y que sólo en los últimos años ha sido bautizada como minimalismo. El salón era una pieza irregular con un ventanal que daba al jardín trasero, y tenía pocos muebles, aunque todos de excelente factura. La única concesión al exceso parecía ser una pesada alfombra de colores rojos y tostados que cubría casi toda la pieza y en la que Beatriz fijó la vista sin mucho disimulo, quizá porque contrastaba con el resto de la habitación.

—¿Le gusta? —La señora Schzerny interpretó mal su interés—. Es turca. Mi padre aseguraba que era antigua y muy valiosa, pero cualquiera sabe. En fin, siéntense. ¿Puedo ofrecerles algo de beber? Un té, un café… había hecho chocolate, pero esas viejas brujas lo han terminado todo. No importa cuánto prepare, siempre acaban con él. Son como avestruces… o como los pavos navideños.

Mario Menkell pensó que su anfitriona hablaba como la heroína de una novela decimonónica. En realidad, toda ella parecía haber salido de un libro, con su pelo de un blanco azulado y aquel acento indescifrable.

—Señora Schzerny…

—Llámenme Anna Livia. A mi padre le gustaba Joyce —añadió, como si su nombre hiciese necesaria una disculpa—. Mi hermana se llama Molly. Mi hermano pequeño se llevó la peor parte. Le pusieron Leopold-Ulysses. Su niñez no fue muy fácil. Hay que tener cuidado con los nombres, ¿no creen? Uno necesita cierta edad para poder defenderlos. En un jardín de infancia de Budapest, alguien llamado Leopold-Ulysses no lo pasa demasiado bien.

—¿Es usted húngara?

—Así es. Vivimos en Budapest hasta que mi padre empezó a viajar. Era diplomático, de forma que pasamos media vida mudándonos. Cuando cuento esto todo el mundo dice ¡qué interesante!, pero no lo es. Vivíamos como nómadas, siempre sin echar raíces, sin poder hacer verdaderos amigos. No bien te acostumbrabas a una ciudad, ya aparecía el telegrama de rigor anunciándonos el traslado a otro rincón del mundo. Cuando llegamos a España, yo tenía diecisiete años y había vivido en seis países distintos. Un horror. Así que me dije, Anna Livia, ya eres mayorcita para que te sigan manejando. Cuando llegó el dichoso cable que reclamaba a mi padre en otra parte, yo ya había conocido a un hombre dispuesto a casarse conmigo. Entonces era una chica muy hermosa. ¿Me creen?

Ambos asintieron, entre maravillados y desbordados por el discurso de la desconocida.

—Pues hacen mal. No lo era en absoluto. Pero la ventaja de hacerse vieja es que todo el mundo tiene que fiarse cuando dices que en la adolescencia fuiste una belleza.

»Así me consolaba yo a los quince años, pensando que cuando tuviese ochenta iría por ahí contando a la gente que en otra época había sido un bombón. Bueno, no me hagan caso, hablo demasiado… ¿lo han traído?

—¿El cristal? Claro. —Beatriz abrió su bolso. Había metido el prisma en una bolsa de terciopelo de las que usan para envolver los regalos en las tiendas de bisutería cara—. Aquí lo tiene.

Anna Livia recogió el objeto robado con una mano delgada y blanquísima, de dedos ágiles rematados por uñas pulidas y uniformes, perfectamente cortadas: las manos de una artista de cine clásico, pensó Beatriz, de una estrella de la edad dorada de Hollywood ávida de sostener un Oscar y destruir para siempre a otras actrices rivales. La señora Schzerny llevaba un precioso anillo con una rosa de Francia en el dedo corazón de la mano izquierda, y en la muñeca derecha lucía una rara pulsera hecha de caras de ídolos japoneses labrados en jade. Al levantarse para devolver el prisma a su lugar original —una araña de cristal más bien aparatosa que contrastaba con la limpia decoración de la sala— hizo una mueca de dolor.

—La edad no perdona, ¿verdad? Acabo de cumplir ochenta y uno.

Nadie le hubiese echado tantos años, pensó Mario, a la vista de aquel cuerpo menudo, elástico y presumiblemente firme, envuelto en un sencillo vestido negro adornado con una banda en la cintura. Al igual que sus invitadas, Anna Livia Schzerny vestía con una excesiva formalidad para una partida de cartas doméstica entre tazas de chocolate.

—Bueno, ayúdenme un poco. ¿Té o café? Oh, son ustedes demasiado corteses para elegir. Traeré las dos cosas. Denme un segundo.

Mario se sentía extrañamente cómodo en presencia de aquella mujer tan poco convencional. En cuanto a Beatriz, parecía estar disfrutando de lo lindo, y cambió con él un gesto de divertida sorpresa mientras agitaba la mano, como diciendo «vaya si vamos a tener cosas que comentar». Anna Livia volvió con un servicio de café y un plato con pastas.

—Había hecho lionesas, pero no queda ninguna. Esto es todo lo que han dejado. Deben de tener las arterias embotadas a fuerza de consumir mantequilla y cosas grasientas. En fin, allá ellas.

Regresó trayendo una tetera de cristal y una cafetera de porcelana. Se movía por la casa con una soltura envidiable, como si estuviese ejecutando algún paso de baile.

—Sírvanse ustedes mismos. Ah, el azúcar.

Y en un segundo volvió con un azucarero y un platito lleno de sobres de sacarina.

—Así que es usted el dueño de la casa donde vivía el profesor… no sabía que estuviese alquilado… claro que tampoco sabía que me había robado el cristal de la lámpara. —Se echó a reír—. Pero sospeché de él desde el primer momento. Oh, obviamente lo hice. Aunque no le dije nada a nadie. Si se lo hubiese comentado a mis hijas, hubiesen insistido en que le despidiera. Y sus clases me distraían mucho, de modo que…

—¿Qué enseñaba Montalvo exactamente?

—A mí me daba lecciones de canto. Tengo una buena voz. Había estudiado música durante doce años y hasta que me casé pasé por media docena de conservatorios llenos de profesores empeñados en convencerme de que podían hacer de mí una prima donna. Mis padres se llevaron un disgusto cuando supieron que lo dejaba. Pero estaba aburrida de hacer ejercicios vocales, y, además, dijeran lo que dijeran aquellos vejestorios, no tenía el talento suficiente como para sobresalir. Eso de que podía convertirme en una Callas era algo que intentaban hacer creer a mis padres para que no dejasen de pagar las lecciones. La música es prácticamente igual en todos los rincones del mundo, ¿saben? Así que matricularme en el conservatorio era una forma de tener algo que no cambiase en el próximo traslado. En cuanto me prometí, dejé de ir a clase. Que conste que lo hice por voluntad propia, ¿eh? Gustavo era un buen hombre. Estoy segura de que me hubiese permitido seguir estudiando. Pero, simplemente, yo no quería hacerlo. Cuando mi esposo murió, mis hijas me animaron a volver a empezar. Para que estuviese entretenida, supongo. Fue entonces cuando conocí a Fernando Montalvo y me convertí en su alumna.

—¿Cómo lo encontró?

—El profesor había dado clases de piano a una amiga de mi hija. Dijo que era muy bueno. Un poco raro, pero muy bueno. Claro que a mí eso de la rareza… en fin, nadie es demasiado normal en esta época, ¿no les parece? El caso es que nos presentó, llegamos a un acuerdo y recibí clases suyas dos veces a la semana durante todo este tiempo. Por eso, cuando dejó de venir, supuse que le había pasado algo malo. Hubiese debido llamar a su casa inmediatamente, pero imagino que en el fondo trataba de alargar el momento de recibir las malas noticias. —Hizo una pausa y meneó la cabeza—. Díganme… ¿cómo murió?

A Anna Livia Schzerny no le pasó desapercibida la mirada que intercambiaron Mario y Beatriz, y miró a ambos con unos ojos que exigían una respuesta sin concesiones a los paños calientes.

—Verá, señora Schzerny… el profesor Montalvo se… se suicidó. —Durante un segundo, Beatriz había buscado sin éxito un sinónimo que pudiese atemperar el significado de la palabra, pero Anna Livia no pareció asustarse.

—Vaya… qué lástima…

—¿No… no se extraña usted?

Ella se encogió de hombros elegantemente, en un ademán de displicencia casi juvenil.

—Pues no. A mi edad, uno no se extraña de casi nada. Lo cual no quiere decir que no sienta la muerte del profesor, ni las lamentables circunstancias que la rodearon. Pero, pensándolo bien, por lo menos el señor Montalvo se fue al otro mundo por voluntad propia. Sería peor pensar en… no sé, un accidente de coche, no digamos ya un asesinato.

Ni Mario ni Beatriz pudieron evitar una sonrisa ante la lógica aplastante de la señora Schzerny.

—¿Cuándo le vio por última vez?

—El jueves 24 de febrero. Teníamos una clase.

—¿Notó algo raro en él? No sé, si estaba preocupado, deprimido…

Anna Livia Schzerny les miró con cierta severidad.

—Pero, bueno, ¿son ustedes policías o algo así? El profesor era un hombre muy agradable, exquisitamente educado y, si hubiese estado triste o algo por el estilo, hubiese tenido la delicadeza de ahorrarme los detalles de su estado de ánimo.

Beatriz se reprochó el carácter inquisitorial que había dado a la conversación.

—Perdone. Es que… verá, Mario y yo llevamos un mes organizando todas las cosas de Fernando Montalvo, y es muy raro pasar el día rodeado de objetos que pertenecen a alguien de quien no sabes absolutamente nada.

La anciana ladeó la cabeza y sonrió como aceptando la explicación de Beatriz.

—¿Por eso han venido? Es una razón tan válida como otra cualquiera. Pero no sé si voy a resultar de mucha ayuda. El profesor Montalvo era un hombre muy reservado y casi nunca hablaba de sí mismo. Y yo no soy muy dada a preguntar. Ustedes, los españoles, son más directos para esas cosas. Pero yo soy húngara. Es tan extraño… He vivido en este país durante sesenta y cuatro años, y sigo pensando que pertenezco a otro sitio. Es la sangre. O la tierra, que tira de ella… mmm, perdonen, no estábamos hablando de eso… Lo que les interesa es el profesor… Tenía la carrera de música. Mi yerno le pidió el título oficial antes de que empezase a darme clases. Una completa grosería. Lo hizo a mis espaldas, claro, yo no habría consentido una cosa así. El caso es que el hombre nos trajo sus diplomas. Qué vergüenza, cuando me dio las fotocopias y me dijo si necesitaba una compulsa… en fin, qué le vamos a hacer. Un día me contó que había cursado sus estudios en el extranjero. Llegó a asistir a una clase magistral de Renata Tebaldi, ¿no es maravilloso? Y también recibió lecciones de Stefan Hauptf… estaba muy orgulloso de haber sido alumno suyo.

—¿Quién es Stefan Hauptf?

—Un violinista alemán. —Para sorpresa de Beatriz, fue Mario quien contestó—. Era uno de los mejores cuando estalló la segunda guerra mundial, pero perdió tres dedos en el frente y tuvo que dejar la interpretación. No sabía que se hubiese convertido en profesor.

—¿Qué otra cosa podía hacer? Lisiado y con cincuenta años, la enseñanza debió de ser su única salida… Montalvo hablaba mucho de Hauptf. Me dijo que seguían en contacto. Incluso le visitaba en Milán. Hauptf murió allí hace seis o siete años. Supongo que estaría hecho un carcamal. La verdad, no sé si merece la pena. Vivir tanto tiempo, quiero decir. —Anna Livia Schzerny miró su reloj de pulsera—. Oh, lo siento, pero tendrán que disculparme. Esta noche voy a un concierto y vienen a buscarme en cinco minutos. Ha sido un placer conocerles a los dos… aunque me temo que no les he servido de mucha ayuda.

Se volvió hacia Beatriz.

—Querida, gracias por traerme el cristal. Es usted una buena chica. Y no se preocupe demasiado. Las cosas siempre acaban arreglándose. Venga a verme otro día si le apetece. Pero llame antes. A veces no estoy en casa. Me encanta salir, ¿sabe? Dicen que a… a mis años, ésa es una buena señal.

Al salir, llegando ya a la verja del jardín, Mario y Beatriz se cruzaron con un octogenario alto y distinguido que, impecablemente trajeado, iba a todas luces a recoger a la señora Schzerny para compartir una velada musical. Se miraron, complacidos por la sorpresa, y luego, ya lejos de la casa, Beatriz se echó a reír.

—Oh, Dios, qué mujer tan extraordinaria… yo pensaba que íbamos a encontrarnos a una ancianita consumida, solitaria y rodeada de gatos… pero resulta que Anna Livia Schzerny es una especie de… de Katharine Hepburn del siglo XXI.

—¿Katharine Hepburn?

—O Bette Davis… o Gloria Swanson… alguien fantástico, en paz con sus años, con su vida. Ay, Mario, cuando sea vieja quiero ser como ella y tener un amante de mi edad que me lleve a escuchar música y se ponga corbata para recogerme.

Parecía de excelente humor. Mario no quiso imaginar a Beatriz con ochenta años. Era tan real en ese instante, con el sol de la tarde sobre el cabello cobrizo y aquellos ojos destellando entusiasmo… hubiese dado cualquier cosa por abrazarla allí, en aquel crepúsculo, cerca de la casa de la vibrante señora Schzerny. Pero no lo hizo. Sonrió con paciencia y recordó las extrañas palabras pronunciadas por aquella mujer: «las cosas siempre acaban arreglándose», había dicho, y de pronto la frase cobró el peso y el rigor de una antigua profecía. Mario Menkell sintió que algo se le aligeraba por dentro.

—Así que Anna Livia Schzerny te ha impresionado.

—¿Y a ti no?

—Puede. Pero no estoy en mi mejor momento. —Respiró hondo—. Van a echarme de la LC.

Beatriz se paró en medio de la calle.

—Pero eso es imposible… ¿qué es lo que ha pasado?

—Nada en especial. Mi curriculum. No ha avanzado en quince años. Así las cosas, Saldaña dice que la Junta va a despedirme. Supongo que es normal. Esto es la universidad, no un ministerio donde uno se apoltrona eternamente.

Siguieron andando. Beatriz volvió a detenerse.

—¿Y no hay nada que se pueda hacer? No sé, hablar con los miembros de la Junta, o…

—¿Y qué les voy a decir? Saldaña asegura que la única forma de evitar mi despido es tener una novela contratada antes de que termine el curso.

En la cara de Beatriz se dibujó una sonrisa de alivio.

—Entonces no es tan grave. ¿Cómo se llamaba ese tipo? ¿Neves? Estaba dispuesto a comprar cualquier cosa que escribieses, yo estaba allí cuando te lo dijo.

—El problema, Beatriz, es que no tengo cualquier cosa. De hecho, no tengo absolutamente nada.

—Pero ¿has intentado escribir algo en estos años?

Mario bajó la cabeza como si alguien le hubiese cogido en falta.

—No es tan fácil.

—No digo que lo sea. Pero si lo has hecho una vez… bueno, quiero decir que alguien que ha escrito una historia como Lo que me contó Bernard M. no puede estar incapacitado para seguir escribiendo.

Empezaba a hacer frío. El último sol había metamorfoseado el cielo de Madrid tiñéndolo de un raro color malva. Era un color precioso, pensó Mario Menkell, y la certeza de que aquella tonalidad se perdería al cabo de unos minutos la volvía aún más particular y valiosa. Era un buen momento para aclarar algunos asuntos, pensó.

—Beatriz… no sé por qué no te lo dije antes… pero Lo que me contó Bernard M. no puede considerarse mía al cien por cien.

Ella abrió los ojos y dibujó en el rostro claro una mueca extraña que alarmó a Menkell: Beatriz le estaba interpretando mal.

—No, no pongas esa cara, no es que la novela la haya escrito otro. Es sólo que… Vaya, que la historia no se me ocurrió a mí.

—¿Entonces?

Lo que me contó Bernard M. es una historia real. Bernard M. era mi tío… bueno, una especie de tío abuelo, o algo así.

—¿Bernard M. existió?

—Ajá.

—Es para morirse —suspiró ella—. Pero has hecho bien en no contarlo. Si hubieses querido hacer pasar por real toda esa historia, nadie la hubiese creído.

—Eso pensé yo. Por eso me hace gracia leer las críticas: «imaginación desbordante»; «trama irresistible»; «Menkell es un genio de la fabulación». Ya ves. No hay el menor mérito en lo que hice. Me limité a transcribir una historia que me habían contado a mí.

—Mario… tú eres el profesor de escritura… no tengo que decirte que hace falta algo más para escribir una novela. ¿Es eso lo que les enseñas a los chicos? ¿Que lo único que necesitan es un argumento abracadabrante?

Menkell se echó a reír, y Beatriz le siguió, pero sin ganas. Todo lo que ella quería era hacer más confortable el ambiente inhóspito de aquella calle solitaria y batida por el viento, donde Mario le estaba confesando su último y pequeño secreto con la candidez de un niño que se cree culpable de algo tremendo que sólo a sus ojos tiene una verdadera importancia.

—Ya sé que no es lo único… pero es el principio, Beatriz. Al menos lo es para mí. ¿No te das cuenta de que no tengo nada sobre lo que escribir? Mi vida ha sido… bueno, ha sido igual durante más de treinta años. No me ha pasado casi nada. No he conocido a demasiada gente. No he viajado, no he tenido amigos. No me han engañado ni me han hecho sufrir, y nunca he sido una persona desdichada, pero tampoco un hombre feliz. ¿Qué voy a sacar de mi vida, Beatriz? ¿Crees de verdad que alguien como yo está en condiciones de contar algo capaz de llamar la atención de los lectores? He tenido mucha suerte al ser sobrino de Bernard M. De no ser por él, ni siquiera hubiese escrito una novela. Y no quiero imaginar cómo sería entonces mi vida. Así que me doy por satisfecho. Es más de lo que cualquiera, en mi situación, se hubiese atrevido a pedirle a la suerte.

Beatriz le escuchaba con la boca entreabierta, aleteando las pestañas, aunque Menkell no supo interpretar ese movimiento de mariposa con la llegada de las lágrimas. Por eso se sorprendió al ver llorar a Beatriz Millares, porque no entendía qué demonios podía haberle conmovido. No podía imaginar que nunca, en toda su vida, Beatriz había querido tanto a nadie como le estaba queriendo a él en aquel momento, a él, que era capaz de reconocer sus debilidades y sus miedos, de desplegar delante de ella el triste abanico de su pobre existencia, de una vida libre de pasiones, de alegrías, de motivos para la emoción, de campos de pruebas para los sentimientos, para la exploración de las reacciones. Frente a las lágrimas de Beatriz, Mario Menkell se sintió ajeno y torpe, inválido, mudo, pero hizo lo único inteligente que podía hacer, lo único que Beatriz necesitaba que alguien hiciera: le secó las lágrimas con los dedos y le dirigió la sonrisa torpe que era su seña de identidad sin preguntarle por el motivo último de su llanto.

—Es la tercera vez que me ves llorar. Debes pensar que soy tonta… tonta de remate.

—Qué va.

Se echó a reír, esta vez de verdad, y apretó la mano de Mario, levemente húmeda aún por las lágrimas de ella.

Luego suspiró, como hacía cuando era niña y quería recuperarse cuanto antes de una llantina.

—Mario… yo no sé si es fácil o difícil escribir una novela, ¿de acuerdo? Bueno, imagino que debe de ser difícilísimo, y estoy de acuerdo contigo en que lo más importante es tener una historia en condiciones. Tú heredaste la de tu tío Bernard y escribiste con ella un libro que dejó a todo el mundo entusiasmado. No has vuelto a escribir nada desde entonces, ¿vale?, porque dices que no tienes nada sobre lo que escribir. Muy bien. Lo que no entiendo es cómo no te has dado cuenta de que en tu vida ha aparecido un nuevo Bernard M.

—¿Perdona?

—Fernando Montalvo, Mario. Ahí tienes tu historia. Un tipo que se suicida y deja una casa llena de cosas raras. Un tipo que es profesor de música y se dedica a robar chucherías de las casas en las que trabaja. Un tipo que ha recibido clases maestras de Renata Tebaldi y de… de ese violinista como se llame que se ha quedado sin dedos en la guerra…

—Es interesante… pero no llega para una novela.

—Supongo. Por eso tenemos que encontrar las piezas que faltan. Porque algo me dice que Montalvo nos reserva todavía algunas sorpresas. Y me apuesto cualquier cosa a que la vida de tu inquilino es suficiente para escribir un libro que hará volverse loco a ese hombre de la editorial.

Mario meneó la cabeza como sopesando la idea.

—¿Y cómo vamos a enterarnos de todo lo que falta? Ya escuchaste a Anna Livia, Montalvo nunca hablaba de sí mismo, o al menos no con ella. Lo que es yo, no pienso hacer una nueva ronda de llamadas. Bagameri es capaz de avisar a la policía si volvemos a mencionarle a Montalvo.

Beatriz volvió a apretar la mano de Mario Menkell.

—Pues porque tenemos sus cosas, Mario. Todas las cosas de Fernando Montalvo. Sólo hay que buscar entre ellas. Es imposible que no haya dejado alguna pista que nos permita continuar. Así que ya empiezas a tener una historia… y puede ser tan buena como la historia de Bernard M.