Desde el momento en que Beatriz emitió su teoría sobre la procedencia de las cosas que guardaba el armario de Fernando Montalvo, Mario había empezado a mirarlas bajo una nueva luz. De repente, todos aquellos objetos vulgares y en apariencia inofensivos habían adquirido un matiz amenazante. No eran cosas inocentes, cosas inocuas, simples cachivaches inútiles ocultos en un cajón. Eran símbolos del comportamiento delincuencial, pruebas irrefutables de la comisión de un crimen. En pocas palabras, el cuerpo del delito.
—¿Por qué dices eso? —Mario abrigaba la tibia esperanza de que Beatriz estuviese equivocada en aquella afirmación hecha sin titubeos, casi con el ánimo triunfal del que resuelve un enigma importantísimo.
—Pues porque está claro que son los clásicos chismes que se llevaría un cleptómano de las casas que visita. Cosas sin valor que cualquiera puede distraer en un momento de descuido, y que el propietario tardaría en echar de menos.
—Pero ¿para qué…?
—Pues está bien claro: es otra de las colecciones de Montalvo. La de «souvenirs» obtenidos en las casas de sus alumnos. Qué hombre más curioso, tu inquilino.
Beatriz no parecía molesta, sino más bien fascinada tras descubrir la particular faceta de mangante de Fernando Montalvo. Mario no sabía qué pensar: una vez más, se sentía superado por los acontecimientos. Miró de nuevo el fruto de los supuestos hurtos de Montalvo: el cenicero roto, el abrecartas viejo, el prisma de cristal —que provenía, seguro, de una lámpara—, las gafas, el portaminas… Eran cosas inútiles, sin más valor que el que quisiese darles la nostalgia o ese particular afecto que a veces surge, de forma inexplicable, entre una persona y un objeto.
—Bueno, pues un motivo más para demostrar que Montalvo era un tipo raro como un perro verde —dijo, y cerró el cajón.
—¿Qué haces? —Beatriz parecía sorprendida.
—Pues… no sé… dejar todo en su sitio. No necesitas el armario, ¿verdad? Así que para qué vamos a vaciarlo.
—Olvídate del armario. Estoy pensando en las cosas.
Mario se dijo que a lo mejor era una apreciación suya, pero le pareció que a Beatriz le brillaban los ojos.
—Hay que devolverlas, Mario.
—¿Qué? ¿Todas esas… mamarrachadas? ¿Crees que alguien está interesado en recuperar una palmatoria del año de la polka o… o un trozo de lámpara? Y, además… ¿cómo vamos a localizar a esa gente?
—No creo que haya muchos Bagameri en la guía telefónica de Madrid. A lo mejor nos puede dar los datos de los demás.
Él meneó la cabeza y recordó el tono desabrido y escasamente afectuoso de Aldo Bagameri.
—Pues mira, no creo que el tal Bagameri sea una de esas personas dispuestas a colaborar con el prójimo así, por las buenas. Y no sé por qué iba a tener él las direcciones de los otros alumnos de Montalvo. Además, ¿qué vamos a decirle? «Hemos encontrado un montón de trastos viejos entre los que creemos que hay algo que le pertenece. Si quiere recuperarlo, venga a la casa de su antiguo profesor de música que, por cierto, hace mes y medio se colgó de una de las vigas del salón». Nos tomará por psicópatas. A lo mejor hasta llama a la policía. Imagínate. Es capaz de presentarse aquí con una pareja de la Guardia Civil.
Beatriz se rió con ganas, y agarró a Mario por la muñeca para detener su discurso desesperado. Él sintió un latigazo que le recorrió la espalda. Era la primera vez que alguien lo tocaba así, de un modo tan firme, en lo que le pareció el tibio sucedáneo de un abrazo.
—Pero Mario… no exageres… No tiene por qué ser tan complicado como tú te imaginas. Yo llamaré a Bagameri y le explicaré lo que hemos encontrado. Si él puede ayudarnos a dar con el resto de los alumnos, perfecto. Si no es así, ya se me ocurrirá algo. Además, ¿no ves que esto tiene una parte divertida? Si todo sale como yo espero, tendremos ocasión de conocer a algunos de los alumnos de Montalvo y, en consecuencia, podremos saber algo más de él.
—Pero ¿qué es lo que quieres saber?
—Mario… el escritor eres tú. Así que no me digas que no has pensado alguna vez que tu inquilino suicida parece un personaje de novela. Porque yo sí creo que este hombre podría haber salido de una película.
Mario Menkell seguía sin entender el empeño de Beatriz por jugar a Sherlock Holmes. Pero, antes de empecinarse en la negativa que le susurraba su sentido común —él no era un hombre de acción—, valoró la posibilidad que se le ofrecía de embarcarse en una especie de aventura junto a la profesora Beatriz Millares. Desde luego, localizar a los alumnos de Montalvo parecía mucho más atractivo que elegir azulejos o piezas para el baño.
—Anda, Mario, di que sí…
—Si tanta ilusión te hace… —Era necesario mostrar cierta pasividad, un notable desinterés. Beatriz sabía que no era de los que se entusiasman, y no parecía inteligente que atase cabos ante un repentino ataque de emoción—. Pero esto va a ser más complicado de lo que…
Beatriz ya no le escuchaba. Había sacado su móvil del bolso y estaba llamando al servicio de información para pedir el número del señor Aldo Bagameri, residente en Madrid. Hubo unos segundos de espera, y luego Mario entendió que no había buenas noticias: no existía ningún Bagameri en la guía telefónica. Beatriz frunció el ceño.
—Qué raro.
—A lo mejor sólo tenía móvil —aventuró Mario.
—No, no. —Beatriz hablaba con el aire serio de una experta—. En casa de una familia siempre hay teléfono fijo, y el tal Bagameri tenía hijos. Seguro que el número está a nombre de su mujer… Espera… ¿has mirado en la mesa?
¿En la mesa? ¿Y por qué iba a hacerlo? ¿Qué se supone que va a haber allí?, pensó Mario, pero se limitó a negar con la cabeza. Beatriz se acercó al escritorio y abrió los cajones. Revolvió en uno de ellos hasta dar con lo que parecía una agenda. Allí, en riguroso orden alfabético, escritos con una caligrafía primorosa que hacía pensar en el concurso de un maestro pendolista, estaban los teléfonos y direcciones correspondientes a los nombres que consignaban cada una de las cosas que yacían en el cajón. Ellos aún no lo sabían, pero aquellas cosas —o al menos una de ellas— acababan de convertirse en pieza fundamental de la existencia de ambos, pues iban a convertirse en inocentes prolongadoras del tiempo que les quedaba para pasar juntos. Ignorante del valor de su descubrimiento, Beatriz sacó su propia agenda, donde hizo un rápido inventario de cada uno de los objetos y de su propietario.
—Y, ahora, ¿qué hacemos?
—Ya está todo. Vamos a llamar. ¿Empezamos por Bagameri?
—No le va a gustar, te lo digo yo…
Pero Beatriz ya estaba en el salón, sentada en el sofá, con la agenda entre las piernas, tecleando el número de Aldo Bagameri. Mario supo que alguien había contestado porque el rostro de Beatriz se iluminó, y le hizo a él señales cómplices para que se acercara antes de poner el sistema de manos libres.
—Señor Bagameri… buenas tardes, deje que me presente, me llamo Beatriz Millares.
—Me da igual cómo se llame. No pienso comprar nada…
—¿Cómo dice? Ah, no, no, no se trata de eso.
—… ni quiero hacerme un seguro, ni abrir una cuenta en ningún banco, ni cambiar de compañía de teléfono. Y ya sé que es una mandada, pero diga a sus jefes que me parece impresentable que llamen ustedes a los domicilios de particulares para molestar con sus ventas telefónicas o… o lo que sea. Es un día festivo, joder…
Era evidente que Bagameri tenía ganas de soltar un discurso reivindicando la sagrada paz familiar de los sábados por la tarde, o hubiese colgado de inmediato. Beatriz le dejó acabar: la filípica de Bagameri concluía con la amenaza de acciones judiciales.
—Señor Bagameri, estoy de acuerdo con usted, pero le repito que no quiero nada suyo. Es más bien al contrario.
—¿Cómo dice?
—Creo que tengo algo que le pertenece.
—Oiga, si es una broma de esas de la televisión…
—No, no… Mire, se trata de Fernando Montalvo.
Hubo un silencio.
—Ese señor está muerto.
—Ya lo sé. Yo vivo en su casa ahora. Y guardando sus efectos personales he encontrado un objeto que… bueno, que creo que es suyo.
Mario se dio cuenta de que Beatriz acababa de descubrir que lo que pretendía hacer no era tan fácil como parecía en un principio. Era una suerte que Bagameri no hubiese colgado ya el teléfono.
—¿Ha echado de menos una estilográfica de su propiedad en… en los últimos tiempos? —Beatriz se dijo que debía haber anotado las fechas que aparecían junto a cada objeto, que podían muy bien corresponder al momento del robo.
—¿Una estilográfica?
—Sí, una Parker de color azul… no muy nueva…
Parecía que Bagameri intentaba hacer memoria. Bueno, pensó Mario, por lo menos se lo está tomando en serio. Es un comienzo.
—Sssí… pero fue hace siglos… recuerdo esa pluma porque las colecciono. Era una mierda, con perdón. Me la habían comprado mis hijos en una tienda de segunda mano. Los críos, ya se sabe…
—Sí, claro. Bueno, pues la pluma está aquí. El señor Montalvo debió llevársela de su casa… por equivocación.
—¿Cómo dice? ¿Que Montalvo se llevó la pluma? Joder, mi mujer la estuvo buscando durante días. ¿Y por qué hizo esa gilipollez?
—No lo sé, señor Bagameri… ni siquiera conocía a Fernando Montalvo.
—Y, entonces, ¿cómo demonios sabe que esa pluma es mía?
El tono empleado por Aldo Bagameri no auguraba nada bueno. Hasta había elevado el volumen de su bonita voz de intérprete de arias. A Mario no le sorprendió: estaba esperando algo parecido. Hizo a Beatriz un gesto desesperado para invitarla a zanjar la conversación.
—Mire, es muy largo de contar. El caso es que esa pluma está aquí, a buen recaudo, así que si quiere recuperarla puede venir a por ella…
—¿Yo? Así que Montalvo me roba en mi propia casa y pretende que vaya en persona a recoger lo que es mío. Debería denunciarle.
—¿A Montalvo? Le recuerdo que está muerto.
Ahí le ha cogido, pensó Mario, y se dio cuenta de que a Beatriz le estaba dando la risa.
—A Montalvo y a usted. Sabía que no era trigo limpio en cuanto entró por la puerta, con aquella pinta de… de no sé qué…
—Bueno, mire, vamos a acabar con esto cuanto antes. Si quiere la pluma, le doy mi dirección y viene a buscarla. Al fin y al cabo, se la regalaron sus hijos. Lo lógico sería que prefiriese tenerla usted…
—¿Ahora me va a decir usted lo que es lógico y lo que no? ¿Sabe lo que pienso? Que está loca. Como Montalvo. Se lo dije a mi mujer desde el principio, este tipo está grillado. Un tío que llora cuando toca el piano no puede estar bien de la cabeza. Olvídese de mí y de la pluma. Que le aproveche. De todas formas, se estropeó la primera vez que le puse un cartucho de tinta.
Y colgó el teléfono. Beatriz colgó a su vez y se echó a reír.
—¿Te parece divertido? —Mario Menkell no daba crédito. ¿Qué había de gracioso en recibir un chorreo de insultos?
—¿A ti no? —Beatriz se limpió los ojos con un pañuelo de papel, y Mario se dio cuenta de que era la primera vez en la vida que veía a alguien llorar de risa—. Ha sido buenísimo. Ese hombre, Bagameri, hecho una furia, y tú poniéndome caras para hacerme colgar… Ay, Mario, hacía mucho tiempo que no me reía tanto… muchas gracias…
Y las lágrimas volvieron a resbalarle por la cara, pero esta vez el gesto de Beatriz se contrajo y Mario supo que era un llanto distinto cuyo origen se le antojó una incógnita. Mario Menkell no podía imaginar que Beatriz lloraba porque la risa había agitado en ella un fugaz soplo de la dicha que llevaba años sin experimentar. Intentó recordar cuándo había sido la última vez que se había sentido así y no lo recordó, quizá porque fue en la adolescencia, en la infancia, cuando la vida no podía volverse amenazante ni cruel, cuando nadie pensaba en la enfermedad, en el abandono, en el dolor, en las dudas, en la soledad, en el miedo. Beatriz se veía regresar al tiempo irreversible de los quince años, y el que Mario fuese testigo de ese regreso, que lo hubiese propiciado entregándole las llaves de la casa y de los secretos de Fernando Montalvo, hacía nacer en ella un sentimiento de eterna gratitud, de perdonable ternura, de afecto, y a qué negarlo, de amor en estado larvario, y al caer en la cuenta de que lloraba por eso siguió llorando con el pañuelo arrugado entre las manos y sin apartar sus ojos húmedos de los ojos de Mario Menkell mientras pensaba, por favor, por favor, que no me pregunte por qué lloro, que no me pregunte qué es lo que me pasa porque no se lo podría explicar y él no lo podría entender, al menos no todavía.
Por fortuna para ambos, Mario no era del tipo de hombre capaz de plantear cuestiones tan vulgares. La dejó llorar sin decir nada, y luego le tendió otro pañuelo de papel. Ella dejó de llorar y exhaló un suspiro de alivio.
—¿Mejor?
—Mucho mejor —dijo, y sonrió por fin—. Perdona, no sé qué me ha dado.
Mario la detuvo con un gesto. No quería saber nada.
—No te preocupes. En las últimas semanas te han pasado demasiadas cosas. Tenías que estallar por algún lado. Casi me alegro, estabas tan tranquila que no era normal… con lo cual no quiero decir que seas rara ni nada de eso, pero que lo lógico es dejarse llevar… vamos, digo yo. —Se estaba aturullando, como siempre. ¿No podía callarse y dejarla en paz, que es lo que hubiera hecho cualquier persona con dos dedos de frente?—. Mira, será mejor que me vaya.
—No… no, por favor. No me apetece estar sola. Además —le enseñó la agenda de Montalvo—, queda mucha gente a la que llamar. Y apuesto a que no todos van a ser tan antipáticos como ese Bagameri.
Pero Beatriz se equivocaba. Las familias a las que telefonearon se sorprendieron tanto como había hecho el primer encuestado, y todas también mostraron su indignación por el robo de un objeto, pese a que ninguno de ellos había dado importancia a aquella desaparición: una tortuga de bronce, una palmatoria, un portaminas, un trozo de cristal no son cosas que uno eche en falta si alguien se las lleva. Fue Esteban Hernando quien pareció más disgustado cuando Beatriz le comunicó el hallazgo de sus gafas bifocales.
—¿Que las tenía en su casa el profesor Montalvo? No me lo puedo creer…
—Tal vez las confundiera con las suyas —Beatriz intentaba siempre dejar la puerta abierta a una confusión.
—Eso no es posible, señorita. Estaban en un cajón, junto con las otras, y nunca salían de allí desde que murió mi padre. Las coleccionaba. Sí, ya sé que no es habitual, pero cada uno tiene sus aficiones. Otros juntan sellos. Mi padre tenía una colección de gafas antiguas… —se corrigió— bueno, antiguas no. Viejas más bien. No valían gran cosa. Pero eran suyas. Y Montalvo no tenía ningún derecho a llevárselas.
Era una verdad como un templo. Mario, que escuchaba la conversación gracias al manos libres, asentía con la cabeza y hacía señas a Beatriz para que no tratase de defender a Montalvo o de llevar la contraria al hijo indignado.
—Claro que no. Pero… bueno, el caso es que las gafas están aquí… puede venir a buscarlas o… si me da su dirección no me cuesta ningún trabajo mandárselas a su casa.
—Déjelo. En realidad ya no importa. Caí en la cuenta de que alguien se había llevado esas gafas porque una vez al año mi mujer las saca para limpiarlas. Había veintitrés, y de pronto faltaban unas. Nos pasamos horas buscándolas. Hasta echamos la culpa a los niños, pensando que habían sido ellos. Lo que nunca se me ocurrió es que pudiese haberlas robado el profesor de música. ¿Para qué querría él unas gafas viejas?
—No lo sé…
—Ya. El mundo es muy raro. —Carraspeó para aclararse la voz—. Gracias por llamarme. En cuanto a las gafas, haga lo que quiera. Ni siquiera sé por qué sigo guardando las tonterías de mi padre… pero a veces cuesta trabajo deshacerse de las cosas, aun sabiendo que no valen para nada. Adiós, señorita.
Y colgó. Mario recordó mucho tiempo aquella extraña conversación, que se le antojó vagamente poética, y pensó que de todas las personas entrevistadas aquella tarde, el señor Hernando era la única a la que le hubiese gustado llegar a conocer.
El resultado obtenido del resto de las llamadas podría calificarse de irregular. Dos de las familias ya no vivían en el domicilio anotado por Montalvo, y, aunque una de las personas que cogió el teléfono resultó ser bastante amable, la otra se desató en improperios y dijo que estaba «hasta los cojones» de que llamasen preguntando por Manolo Campos, Antonio Campos, Vicenta Campos o cualquiera de los gilipollas que habían vivido en aquella casa antes que él y se habían marchado sin avisar a sus amigos de que aquel teléfono ya no era suyo. Otro les dijo que había que estar muy desocupado para llamar a desconocidos con semejantes encomiendas, y otro que no sabía de qué abrecartas le estaba hablando, pero que podía «ir a dar la lata con él a su puta madre». Incluso hubo uno —el representante de la familia Calvo— que les sugirió un par de orificios por dónde introducirse el cenicero desportillado que Montalvo se había llevado como recuerdo de su paso por la casa. Para compensar las salidas de tono, hubo una señora muy cariñosa que se empeñó en que se quedasen con un portaminas en señal de gratitud por las molestias que se habían tomado, para añadir después que nunca hubiese imaginado que el profesor Montalvo pudiese ser un vulgar ladronzuelo y que, de haber sabido que tenía interés en el portaminas o en cualquier otro objeto de la casa, ella misma se lo habría regalado con mucho gusto, pero ahora que sabía que se lo había llevado deseaba que ardiese para siempre en los fuegos del infierno, que es el castigo seguro que espera a los criminales tras el advenimiento del Juicio Final.
Eran casi las nueve cuando Beatriz anunció que sólo quedaba un nombre en la lista.
—Señora Schzerny… Es la propietaria del prisma de cristal.
Beatriz no dijo que había dejado adrede a aquella mujer para el final. Estaba convencida de que era la dama con acento eslavo que le había contado que Montalvo daba clase de música, y tenía la intuición de que con ella la conversación no iba a zanjarse con amenazas o imprecaciones. Era absurdo llegar a esa conclusión sólo por haber escuchado durante dos minutos aquella voz metálica y llena de matices, pero más de una vez había intentado inventar una excusa para volver a marcar otra vez su número telefónico, un número que había anotado casi al vuelo antes de que el teléfono se lo tragara para siempre.
—Schzerny… ¿qué apellido es ese? Ni siquiera puedo imaginarme cómo se pronuncia.
—Creo que es un nombre húngaro… espero que su dueña nos aclare algo más. Allá voy.
El teléfono sonó cuatro veces. De pronto Beatriz pensó que quizá era demasiado tarde para llamar a una mujer anciana —no tenía ninguna duda de quién era la señora Schzerny— y estaba a punto de colgar cuando alguien contestó.
—¿Quién es?
No esperaba esa pregunta tan directa. ¿Por qué no había contestado con un diga, o un hola, o…?
—¿Quién es? —repitió—. Hable, por favor.
—Señora Schzerny —¿estaría pronunciando correctamente?
—Yo misma. ¿Quién es usted?
—Beatriz… Beatriz Millares. Hablamos el otro día. Estoy viviendo en la casa de Fernando Montalvo.
—Ah, sí, ya la recuerdo…
—Perdone que la llame… es que estoy ordenando las pertenencias del profesor y… bueno, creo que he encontrado algo que debe de ser suyo.
¿Fue una risa lo que se escuchó al otro lado del teléfono?
—Un cristal tallado, ¿verdad? Sabía que el profesor lo había cogido, pero él siempre lo negó. No tenía pruebas de que hubiese sido cosa suya, ¿sabe? Era sólo una suposición. Así que no insistí. Le pregunté un par de veces y lo dejé estar. Además, yo ya no tengo ganas de discutir. Soy demasiado vieja incluso para eso.
Beatriz sintió que el corazón le latía muy fuerte. Ya no tenía duda de que la señora Schzerny era la mujer extraordinaria que había imaginado desde la primera vez que escuchó aquella voz que semejaba haber pasado por un filtro de materias preciadas.
—¿Quiere recuperar el cristal?
—Me gustaría, sí. Pertenece a una lámpara antigua. Intenté encontrar un repuesto, pero no fue posible. Ya nadie fabrica cosas así. Si me da su dirección…
—Oh, no, de ninguna manera. Yo… quiero decir, nosotros se lo llevaremos a su casa.
—No quiero molestarla.
—No es molestia, se lo aseguro. ¿Cuándo quiere que vayamos?
—¿El lunes está bien para usted? Mañana voy a estar fuera todo el día.
—Perfecto. Pero tendrá que ser por la tarde. A partir de las siete. Tengo anotada su dirección.
—La espero entonces. Y muchas gracias por su interés. Ha sido una suerte que fuese usted quien encontrara el cristal. Pero no me sorprende. Siempre he sido una persona bastante afortunada. Hasta el lunes, señorita…
—Millares. Beatriz Millares.