En su despacho de la editorial, Santiago Neves leía por séptima vez el correo electrónico enviado por el rector Saldaña. Pilar Sieiro estaba sentada con una copia frente a él. Era la directora editorial de la editorial Millenio, y también su amante desde hacía tres años, pero eso no tenía nada que ver. Cuando estaban en horas de trabajo se comportaban como lo que eran: un jefe y su empleada de confianza.

—¿Qué te parece? —dijo él.

—Que es un farol. No conozco a ese Saldaña, pero no me creo una sola palabra de lo que te dice.

—Yo sí que lo conozco. Es un gilipollas… bueno, no un gilipollas-gilipollas. Es una… una especie de megalómano. Muchas ínfulas, mucho blablabla, mucho «yo soy», «mi universidad es»…

—Entonces…

—Pues que no es alguien que me caiga bien, pero no me parece un farolero.

Pilar volvió a leer el correo, impreso en el papel reciclado que la editorial imponía para usar con los documentos sin importancia.

—No sé, Santiago. Es que me suena tan raro…

Neves leyó el correo, esta vez en voz alta y muy despacio, como si aquellas líneas tuviesen un significado oculto que pudiera desentrañarse con una lectura más atenta:

Querido Santiago, últimamente tú y yo hemos tenido algunos problemas para comunicarnos. Sabes de mi interés en firmar cuanto antes nuestro acuerdo de colaboración, y estoy seguro de que podremos hacerlo en cuestión de días. Como favor con favor se paga, yo me comprometo a asegurar que el profesor Menkell adquiera un compromiso firme con la editorial Millenio y os entregue su próximo original en el plazo que convengáis con él. Llámame cuanto antes para fijar los detalles de una y otra operación.

—«… asegurar que el profesor Menkell adquiera un compromiso firme con la editorial…» —repitió Pilar—. ¿Y cómo se supone que va a conseguirlo?

—Es posible que Saldaña sepa de Menkell muchas más cosas que nosotros. A lo mejor le ha dicho que está escribiendo algo… quizá tiene alguna influencia sobre él, y puede inclinar la balanza a nuestro favor.

Pilar se quitó las gafas y las puso encima de la mesa.

—¿Cómo es Menkell?

—Exactamente como nos habíamos imaginado. Un hombre tímido, inseguro, que detesta ser el centro de atención… el clásico ejemplo de un autor asustado por su propio éxito e incapaz de administrarlo. Está tan abrumado por lo que pasó con su primera novela que no se atreve a publicar una segunda.

—¿Quién fue el editor de Bernard M.?

—Germán Cifuentes.

—Menudo error.

—Eso pienso yo. Trabaja bien, pero no tiene mano izquierda. Cifuentes es bueno para entenderse con autores de best sellers, pero fatal para un escritor como Menkell.

Neves se puso de pie. Su despacho ofrecía un buen panorama del parque del Retiro, aunque él no solía perder el tiempo mirando por la ventana. No era un hombre insensible a la belleza ni nada de eso, pero cuando tenía tiempo libre —cosa que sucedía muy pocas veces— prefería no invertirlo en contemplar las vistas, como un pasmarote. Estaba convencido de que sólo la gente muy desocupada encuentra placer en la contemplación de las cosas que son familiares. Y él conocía bien cada piedra, cada árbol, cada gota de agua de las fuentes que podían contemplarse desde su codiciada atalaya.

—Muy bien, pues esto es lo que tenemos: un autor cuya próxima obra queremos publicar a toda costa, y un tipo que asegura estar en condición de ponérnoslo en bandeja… a cambio de que colaboremos con él en un proyecto a mayor gloria suya y de su universidad de pijos.

Era un buen resumen de la situación. Pilar volvió a ponerse las gafas, unas gafas de montura ligera que sentaban muy bien a aquel rostro anguloso de pómulos firmes, y apagó el móvil. Presentía que la reunión iba a prolongarse.

—¿Tú que dices?

—No sé, Santiago…

Pilar nunca había visto claro lo del asunto del máster. Nos vamos a meter en un berenjenal, había dicho al leer en el memorando los compromisos que Millenio iba a adquirir si se firmaba el acuerdo de colaboración. Todo aquello estaba muy bien sobre el papel, pero ¿de dónde iba a sacar tiempo para dar las clases el personal cualificado que la editorial se comprometía a aportar?

—Mujer, no creo yo que por dos horas semanales…

—¿Dos horas semanales? Y un cuerno. Ya sé yo cómo son luego las dos horas. Y en el mes de septiembre, pues muy bien porque por aquí está todo tranquilo. Pero ¿qué va a pasar cuando lleguen las épocas calientes, Santiago? ¿Las Navidades, las vísperas del Día del Libro, las semanas previas a la feria de Madrid? ¿Mando al jefe de marketing a dar una charla a veinte indocumentados? ¿A la directora de comunicación? ¿Planto todo lo que tengo aquí, que ya sabes tú lo que es, y me voy a la Luis de Camoens a explicar no sé qué leche sólo porque al tal Saldaña se le haya puesto en la punta del morro formar editores en su universidad exclusiva?

Pilar habría podido decirlo más alto pero no más claro. Y en el fondo tenía toda la razón. El compromiso de la editorial pasaba por proporcionar el profesorado de los seminarios de prácticas, y en Millenio había más trabajo del que la plantilla podía asumir en un horario —teórico— de diez a seis. Más de una vez, desde su privilegiado despacho con vistas al corazón de Madrid, había sido testigo de cómo la jornada laboral de editores y ayudantes, de responsables de prensa y hasta del personal administrativo, se alargaba incluso dos y tres horas. ¿De dónde iban a sacar el tiempo para dar clase si apenas lo tenían para cumplir con los objetivos del trabajo diario?

—Es que tú lo ves muy fácil, Santiago. Pero te aseguro que las cosas no son tan sencillas por ahí abajo.

Pilar había puesto el dedo en la llaga. Él no estaba ya en primera línea de fuego. No tenía que corregir galeradas, revisar originales, reunirse con autores o pelear con los agentes —ay, los agentes—, no tenía que hacer presupuestos ni desesperarse cuando llegaban las devoluciones, no era a él a quien llamaban los escritores cuando iban a la FNAC o a la librería de El Corte Inglés y no encontraban sus libros en la mesa de novedades, ni tampoco tenía que bailar el agua a los críticos, a los jefes de cultura o a los libreros. A Santiago Neves le encantaba la idea de dar una clase magistral de vez en cuando a un puñado de veinteañeros, alguno de los cuales —dos o tres, a lo sumo, pero algo es algo— le mirarían como a una leyenda viva del mundo del libro español: él, editor de Doris Lessing, amigo personal de García Márquez, de Álvaro Mutis, de José Saramago, capaz de desafiar a los terroristas islámicos compartiendo mesa y mantel con Salman Rushdie… Ay, pensó melancólicamente, habría sido agradable contar todas esas batallitas a un auditorio entregado, e imaginó a muchachas en flor de largas piernas y mirada lánguida sorbiendo sus palabras, fantaseando quizá con la posibilidad de tener una aventura con él, que era un editor a la antigua, de los que ya no quedan… quizá porque hacía mucho tiempo que había dejado de ser un editor.

Pilar sí lo era, y por eso veía las cosas con claridad meridiana. Él también lo habría hecho, en otro momento, en otra época, en un siglo distinto. Ahora, con los setenta años recién cumplidos, estaba felizmente instalado en su torre vigía de la octava planta, adivinando el edificio del museo del Prado y de la iglesia de los Jerónimos, y escuchando, amortiguado, el ruido del tráfico que llegaba desde la Puerta de Alcalá. Por eso le resultaba tan apetecible lo de empezar a dar clase, y estaba dispuesto a embarcar a la editorial en pleno en aquella aventura de final incierto. Pero allí estaba Pilar, su editora, su amante, su conciencia, para hacerle volver a la realidad, aunque fuese de una patada en el culo.

Debería haber llamado al rector de la LC en cuanto las cartas quedaron boca arriba y entendió que se había precipitado en su entusiasmo. Pero no lo hizo. No se le daba bien decir que no. Nunca había sido bueno en eso, ni siquiera cuando empezaba su trabajo en la editorial y tenía que rechazar el original de un autor. Además, en un principio no había visto más que ventajas a la propuesta de Saldaña. Sabía que lo más justo era reunirse con él para decirle la pura verdad: «Claudio, hemos estado estudiando el proyecto, y a pesar de lo mucho que nos gustaría trabajar con la universidad, en este momento no nos es posible por problemas de plantilla». Pero eso habría supuesto admitir que no conocía al detalle su propia empresa. Y era lo último que Neves quería dejar claro ante Claudio Saldaña, quizá porque era una forma de admitirlo ante sí mismo. Cosas como ésa suponían las primeras notas del canto del cisne. Un aviso de la inminencia de la retirada. Así que —en una actitud bastante infantil— llevaba semanas dando largas al rector y posponiendo el momento de la ruptura definitiva. Pero entonces había hecho una visita a la Camoens y se había encontrado con Mario Menkell. Y eso lo había cambiado todo, o al menos eso pensaba él. Y a Pilar le pasaba lo mismo: conocía perfectamente la expresión de su cara.

—Tenemos que tomar una decisión.

—¿Por qué? ¿Crees de verdad que la única forma de hacernos con la próxima novela de Menkell es entrar en negocios con ese…?

—Saldaña. Claudio Saldaña.

—Como se llame. Si por cada novela que contrato tuviese que firmar un acuerdo de colaboración con una universidad, estábamos todos apañados.

Santiago Neves sonrió y se reclinó un poco más en el asiento.

—Pilar… ésta no es una novela cualquiera, y Menkell no es un autor cualquiera. Hace catorce años que no publica. No podemos abordarle como a los otros autores, y eso lo sabes tú mejor que yo, que estuviste meses tratando de ponerte en contacto con él. No tiene agente. No va a presentaciones ni a cócteles. No da conferencias. Por favor, si llegamos a pensar que no existía… ¿te acuerdas de eso?

Claro que se acordaba. De hecho, la no existencia de Mario Menkell se había convertido en la gran leyenda urbana del sector editorial.

—Sabes que podemos convertir esa novela en un negocio muy rentable —siguió Neves—, podemos…

—Vamos a ver, Santiago —Pilar le detuvo con un gesto—, ¿por qué le das tantas vueltas? Si estás seguro de lo que tienes entre manos, adelante. Eres el jefe. Más aún, eres el dueño. No necesitas consultar tus decisiones con nadie, ni siquiera conmigo.

A él le dolió el tono áspero de ella, su amarga declaración de principios. «Eres el jefe». ¿No se daba cuenta de que necesitaba su ayuda? ¿De que, en aquel momento, le hacía falta un cheque en blanco? Tenía casi treinta años más que Pilar, y le quedaban mucha menos vida y muchas menos cosas por hacer. Sus errores eran ya más graves que los que podían cometer los demás, porque contaba con mucho menos tiempo para enmendarlos o para redimirse con un nuevo triunfo. Por eso necesitaba caminar de la mano de alguien y no se atrevía a tomar decisiones importantes. Años atrás hubiese firmado el acuerdo con la LC por la simple razón de que le apetecía dar unas cuantas clases y pasar un par de horas a la semana con chicos que podrían ser sus hijos… Ay, incluso podían ser sus nietos. Ya no actuaba de una forma autónoma, ya no era capaz de alardear de su poder ni siquiera ante sí mismo. Tenía autoridad para tomar cualquier decisión en nombre de la editorial Millenio, y, sin embargo, había reunido al equipo en pleno, había escuchado las opiniones de todos e incluso había pedido disculpas por precipitarse en sus primeras aproximaciones ante el rectorado de la LC. ¿Y Pilar se atrevía a recordarle que era él quien mandaba? Santiago Neves se sintió víctima de una profunda injusticia. Por fortuna, Pilar vio a tiempo la sombra que acababa de instalarse en sus ojos, y se dio cuenta de que había ido demasiado lejos en el sarcasmo.

—Por otro lado —intentó que su voz sonase distinta, recuperar el matiz entusiasta que empleaba al hablar de negocios—, la idea de hacerme con el próximo original de Menkell me seduce tanto como a ti…

—¿Entonces?

—Pues… que no me fío de ese hombre, Saldaña. —Volvió a echar mano del correo impreso—. Esto parece escrito por… por un mafioso.

Santiago se rió. Su risa —tenía una risa profunda y ancha, una risa madura y experta, la risa de un adulto, no la de un niño— quebró algo incómodo que se había instalado en el despacho, y tanto él como Pilar sintieron que ya no estaban caminando por un campo lleno de minas.

—Por eso tenemos que blindarnos —aclaró Neves—. Creo que Saldaña sería capaz de engañar a su propia madre si eso le reportara algún beneficio. Así que habrá que dejar las cosas claras: condicionaremos el apoyo a su condenado máster a la firma de un contrato con Menkell. Si no hay contrato, no hay ayudas, ni profesores, ni nada de nada. ¿Te parece bien?

Pilar se rindió, y empezó a hacer mentalmente una lista de todos aquellos que iban a convertirla en objeto de sus iras tras verse involucrados en los novedosos planes académicos de la editorial Millenio.