Quince días después del inicio de las operaciones de acondicionamiento, la casa de Fernando Montalvo había perdido su aspecto de zoco y empezaba a parecerse a un hogar. En el trastero alquilado se apilaban hasta veinte cajas llenas de objetos pulcramente inventariados en una nota pegada en la parte superior de cada envoltorio de cartón. En el caso improbable de que apareciese alguien reclamando alguna de las posesiones de Montalvo, no habría problema en localizarla de inmediato.
En la casa reinaba un orden nuevo. Libre de los objetos inútiles, de las colecciones demenciales y la sobreabundancia de mobiliario, las paredes respiraban, y el aire tenía espacio por el que circular. Beatriz había cambiado de sitio casi todos los muebles y, tras guardar tantas y tantas cosas que no servían para nada, había rescatado de la oscuridad de cajas y arcones todo aquello que le pareció digno de ser expuesto a la curiosidad del mundo. Habían encontrado una hermosa máscara veneciana ribeteada de un encaje tan fino que al principio pensaron que estaba hecho de papel, y también la miniatura de un pianoforte que resultó ser una antigua caja de música. Al abrirla, sonaban unas cuantas notas de una composición de Schubert distorsionadas por los muchos años de aquel artilugio, a pesar de lo cual Beatriz no podía evitar abrirla y cerrarla dos o tres veces al día. También dieron con una bolsa llena de rosas del desierto, y Beatriz seleccionó la más perfecta —la más grande, la de color más nítido— para colocarla en un lugar privilegiado.
La única pieza que no habían tocado era la que parecía corresponder al despacho de Montalvo. Fue idea de Beatriz: no necesitaba aquella habitación, así que prefería emplearse con el salón, los pasillos, el vestíbulo y los dormitorios. Así que el despacho permaneció cerrado y ajeno a las maniobras de civilización sufridas por el resto de la casa.
Mario y Beatriz trabajaban juntos en el piso seis días a la semana, un par de horas a diario, de forma intensiva los sábados. De lunes a viernes iban juntos a Chueca desde la universidad y en el coche de Beatriz —los ocupantes del autobús de la LC fueron los primeros en darse cuenta de la variación de la rutina del profesor Menkell—, y los sábados era Mario quien pasaba por la casa a partir de las cuatro para seguir con la tarea, aunque un par de veces Beatriz insistió en que llegase a tiempo para comer juntos. Era una cocinera discreta —sus habilidades se reducían a media docena de platos sencillos—, pero le divertía guisar, o al menos eso fue lo que le aseguró a Mario cuando éste esgrimió la intención de no molestar como disculpa para saltarse el almuerzo con ella. Así que los sábados de Mario Menkell se enriquecieron con fuentes de chipirones en tinta, pasta con salsa boloñesa o ternera estofada.
Las idas y venidas al piso, el vaciado de armarios y cajones, la redistribución de las cosas de Montalvo habían acabado por hacerse un sitio en la vida de ambos. Ninguno de los dos había pensado en qué ocurriría cuando terminasen la labor iniciada hacía casi un mes. Menkell, porque aquél era el primer período feliz de sus cuarenta y siete años y le parecía una pérdida de tiempo contaminarlo con presagios sombríos. Beatriz, porque ni siquiera se había dado cuenta de que las cosas de Montalvo y la presencia de Mario Menkell habían pasado a formar parte esencial de su rutina. Actuaba como si el resto de sus días fuesen a transcurrir así, buceando entre los objetos de un suicida, hablando y compartiendo sus pensamientos con un hombre tranquilo y dócil capaz de escuchar y emitir sólo las opiniones que se le pedían, y con un juicio tan extraordinario que Beatriz había llegado a pensar en secreto que una docena de personas como Mario Menkell serían capaces de poner en orden el mundo entero.
Beatriz decía que quizá la existencia desgraciada del escritor le había enseñado a valorar todo en su medida exacta, o tal vez su absoluta falta de experiencia en el mundo real le había obligado a aprender a ejercitar la lógica más aplastante. Había empezado a vivir a los treinta y tantos años, con una conciencia virgen de frustraciones y rencores. A su edad, por lo general, cualquier adulto suma ya una buena colección de malas influencias, sinsabores y miedos: los ingredientes para la desconfianza y el resentimiento. Mario no. Había estado tan sólo que nunca nadie se había portado bien con él, pero tampoco nadie había tenido la oportunidad de portarse mal. Sólo su padre ausente le había dado pruebas de que las personas pueden ser crueles, pero él aseguraba que aquello había ocurrido hacía tanto que le costaba trabajo recordarlo. Beatriz decía que, en sus circunstancias —aislado durante años junto a dos mujeres impedidas que requerían toda su atención y prácticamente todo su tiempo—, Mario tenía dos opciones: una, volverse completamente loco; y otra, convertirse en un ser angelical, equilibrado y puro, como un ermitaño que después de pasar media vida en la soledad más absoluta se reincorpora al mundo con la calma y la paz del que sabe que es posible vivir al margen de todo.
Fue Beatriz la primera en darse cuenta de que el trabajo en la casa estaba prácticamente terminado. Una brigada de pintores había acudido a dar una capa de color a las paredes amarillentas en las que quedaban visibles cercos de las colecciones enmarcadas de Fernando Montalvo, y el fontanero había cambiado los grifos del baño pequeño, pues uno de ellos estaba roto. No había nada de sobra, ningún objeto desconcertante. Era como si el paso por el mundo de Fernando Montalvo se hubiese borrado para siempre. A veces, Beatriz notaba un pellizco de remordimiento, como si en realidad hubiesen hecho algo deshonroso al cambiar la fisonomía de aquella casa, que era lo único que quedaba del hombre que había vivido en ella.
Era sábado. La mujer de la limpieza había llegado a primera hora de la mañana para dar un repaso a las habitaciones, y las ventanas estaban abiertas para ahuyentar el olor a aguarrás que aún flotaba en el aire. Hacía un poco de frío: el viento del mes de abril entraba por los dos balcones del salón, y los radiadores estaban apagados. Mario no había llegado aún —eran las doce, y no se presentaba hasta pasada la una—, y Beatriz sintió algo parecido al pánico cuando pensó que se acercaba el momento en el que Mario Menkell no tendría necesidad de volver a la casa, ni ella una excusa para pedirle que lo hiciera.
Se dijo que era absurdo. Que, en su situación, el acabar con las operaciones de acondicionamiento del que sería su hogar suponía dar un paso adelante para retomar su vida donde la había dejado. Debería echar de menos a sus amigos. Debería estar preocupada por reconstruir su vida social —herida de muerte tras cinco años al lado de Baldo, que era huraño por naturaleza—, por conocer gente nueva, por tener citas con hombres, y uno o varios amantes. Y, sin embargo, había encontrado una rara satisfacción, un bienestar desconocido, en abrir y cerrar cajones, en guardar y rescatar objetos que no eran suyos, en recolocar en un espacio que le pertenecía sólo a medias todas aquellas cosas que habían sido seleccionadas por alguien a quien ni siquiera había llegado a conocer. Pero aquello había terminado. Todo estaba en su sitio. Los elementos inútiles dormían un sueño tal vez eterno en un trastero alquilado, y las cosas —las mejores cosas— se habían ganado un hueco en su nueva vida y en la nueva vida de la casa. El problema era que también Mario Menkell se había procurado un lugar en la vida de Beatriz Millares.
Por supuesto, él ni siquiera podía sospechar una cosa así. Dada la eficacia estajanovista de su trabajo en el vaciado del piso, cualquiera hubiese dicho que estaba deseando terminar la tarea para quitarse de en medio cuanto antes. Y no porque estuviese deseando perder de vista a Beatriz, sino por su convicción de que era ella quien estaba deseando que se largara. En aquellas cuatro semanas, Beatriz Millares había llegado a conocer a Menkell demasiado bien como para no adivinar que, sin un pretexto, no volvería jamás a la casa de Chueca, incluso aunque ella se lo pidiera. Tenía una tan pobre opinión de sí mismo que suponía que toda muestra de afecto por parte de terceros —incluso de la propia Beatriz— nacía de la necesidad, de la conveniencia… o de la lástima. Así pues, Mario Menkell desaparecería para materializarse sólo en los pasillos de la LC, en la cafetería atestada y siempre ruidosa, en la inhóspita sala de profesores, y la fuerza de la costumbre la arrojaría a ella de bruces contra la vida que espera a una mujer divorciada y atractiva. Una vida que, descubría de pronto, no le interesaba lo más mínimo. No quería ser otra vez la persona que ya había sido. No quería tener compromisos sociales, ni citas románticas sobre las que gravitaba de forma emocionante la opción del sexo. No quería cenar con desconocidos a la luz de las velas, no quería un polvo como fin de fiesta. No quería llamadas, ni cócteles, ni opciones de compromiso de ningún tipo. No quería encontrarse con otro tipo como Baldo, pues sospechaba que debía haber por el mundo decenas de clones de su exmarido esperando encontrar a mujeres incautas a las que dar gato por liebre. Quería estar con Menkell como habían estado hasta entonces. Al menos, por ahora.
Había, pues, que trazar un plan. Algo que alargase las jornadas en la casa, que justificase la necesidad de la presencia de Mario junto a ella más allá de los tiempos muertos que brindaba de forma mezquina la Luis de Camoens. Porque, aunque no lo hubiera reconocido ante nadie, menos aún ante sí misma, en sólo un mes la profesora Beatriz Millares se había enamorado del profesor Menkell, con sus gafas pasadas de moda, sus trajes mal cortados y su figura esmirriada y prescindible. Pero de momento no quería llegar más allá en la exploración de lo que empezaba a sentir: un cosquilleo difuso en una región indefinida e intangible. Sólo necesitaba encontrar cuanto antes la forma de encadenar a Mario al piso de Chueca.
Aquel sábado, Mario caminaba hacia la casa llevando en la mano una caja de bombones de licor. Beatriz había comentado que eran los únicos chocolates que le gustaban, y había comprado unos cuantos en una pastelería que vio al pasar. Iba pensando cómo justificar la entrega de los dulces: no quería que Beatriz entendiese que le estaba haciendo un regalo, pues eso podría incomodarla. ¿Quién era él para hacerle presentes? ¿Qué derecho tenía a agobiarla con detalles? Había tenido mucho cuidado con esas cosas. Por eso permitía que se alternasen en el pago de las cuentas cuando cenaban o comían en un restaurante, o resistía la tentación de comprarle los ramilletes de rosas pochas que les ofrecían en la mesa los vendedores indios. Se consideraba tan afortunado por disfrutar de aquellas jornadas cerca de Beatriz Millares, que por nada del mundo habría hecho nada que pudiese enturbiar aquella situación con la que, un par de meses antes, ni siquiera se hubiese atrevido a soñar.
Sabía que quedaba poco. El piso de Fernando Montalvo era ya un lugar mucho más que habitable: el trabajo de aquellas semanas lo había convertido en un verdadero hogar, acogedor y cómodo, donde no había un objeto de más ni de menos. Estaba llegando el momento de retirarse, antes de que la propia Beatriz lo invitase a hacerlo. A lo mejor por eso había comprado los dulces: porque, de todos modos, ya no le quedaba mucho tiempo. En ese instante, siguiendo una repentina inspiración, abrió la caja y cogió uno de los bombones. Estaba relleno de chartreuse, aunque él no fue capaz de identificar el licor dulzón y algo pastoso que le manchó el dorso de la mano. Estaba intentando limpiarse cuando Beatriz abrió la puerta.
—Hola —se fijó en la caja—, ¿qué es eso?
—Bombones. Me apetecía chocolate. ¿Quieres uno?
—No. Bueno, sí, pero después de comer. Hice una tortilla y una ensalada.
Mario se paró al notar el olor de la pintura fresca.
—¿Ya han terminado?
—Sí. Queda muy bien. Ahora tienes que pensar en las otras reformas.
—¿Qué reformas?
La respuesta pareció desconcertar a Beatriz.
—Las que querías hacer para vender el piso… las reformas que tengo que vigilar…
—Ah, eso. —Mario se ruborizó. Había olvidado aquella conversación—. Pues, mira, no sé, pero me parece que de momento se va a quedar todo como está…
(No digas eso, imbécil. Ella está convencida de que su presencia en casa es necesaria para controlar las obras. Si cree que no hay que tocar nada, volverá a hablar de pagar un alquiler).
—… excepto el baño grande. Ahí hay que hacer algo cuanto antes, ¿no te parece? El lavabo es del año catapún, y los azulejos tienen humedad en las junturas.
Beatriz respiró hondo y se animó a continuar la lista de supuestos desastres.
—Bueno… perdona que me meta, pero el baño no es lo peor. La cocina está bastante vieja. ¿Te has fijado en el linóleo? ¿Y en los quemadores? —De pronto pensó que se estaba excediendo—. No es que sea indispensable, claro… pero, si vas a meterte en obras, quizá lo mejor sea hacerlo todo de una vez.
Mario se dijo que un dios generoso le estaba dando una moratoria que no estaba seguro de merecer pero que, desde luego, iba a aprovechar.
—Eso estaba pensando. Lo único es que… yo no tengo mucha idea. Ni buen gusto. —Se echó a reír—. De hecho, tengo un gusto pésimo. No quiero abusar, pero si pudieses echarme una mano…
—Claro. Además, me encantan esas cosas…
Era mentira, por supuesto. Ni le gustaba ocuparse de la organización de una casa, ni le interesaban las artes decorativas, ni veía que hubiese gran diferencia entre un azulejo y otro. Había vivido en apartamentos de alquiler hasta que se casó con Baldo, e incluso entonces había dejado que fuese él quien se encargara de todo lo tocante a la puesta a punto de la casa. A Baldo sí le gustaba hojear catálogos, comparar presupuestos y dar la tabarra en las tiendas. En fin, había llegado el momento de iniciarse en los arcanos del mobiliario doméstico y el alicatado de baños.
—Pues si te ocupas tú, vamos adelante…
—Ah, no. No te escaquees. —Beatriz meneaba la cabeza sonriendo. Qué joven es, pensó Mario—. Lo hacemos a medias. Luego no quiero reclamaciones, que ya sé yo cómo sois los tíos. Primero «yo prefiero no meterme», y después vienen las quejas, el llanto y el crujir de dientes. Te vas a comer tu parte del pastel, como está mandado. Y eso quiere decir patear tiendas, ver muestras y tomar decisiones. Lo haremos a medias.
En ese instante, Mario Menkell pensó que en el futuro la suerte iba a cobrarle con creces aquel nuevo giro de la rueda de la fortuna, pero ya se preocuparía de eso en su momento.
—Tú mandas. Pero te advierto de que no tengo ningún criterio.
Si supieses el criterio que tengo yo, pensaba Beatriz, te echabas a temblar. Pero no dijo nada, sino que volvió a mover la cabeza y dio un manotazo en el aire como si quisiese zanjar la cuestión.
—Ya, ya… anda, siéntate, voy a traer la tortilla. Se me ha quemado un poco por los bordes, pero creo que está buena.
Comieron juntos, ambos de excelente humor por la misma razón, aunque ninguno de los dos sospechaba de los motivos del otro. De pronto, había otra vez mucho que hacer. Beatriz calculó que el asunto de la cocina y el baño podía llevarles al menos un mes y medio. Seis o siete semanas recorriendo tiendas, hablando con proveedores, eligiendo grifos, azulejos y losas para el suelo… y luego vendrían las obras. Encontrar una brigada, pelearse con ellos, quizá despedir a los primeros aduciendo informalidad o torpeza, encontrar un segundo equipo de obreros… Dos meses como mínimo. Mientras, Mario escudriñaba discretamente todos los elementos del salón, examinando cada pieza por si hubiese algo susceptible de ser renovado. Las cortinas estaban viejas, pensó. Eran pesadas y seguro que atraían el polvo como la miel a las moscas. Y tampoco sería descabellado renovar el sistema de calefacción. En la finca había gas ciudad, y Fernando Montalvo tenía radiadores eléctricos, lo cual era una locura. Beatriz estaba segura de que a Mario le parecería bien colocar doble acristalamiento en las ventanas del salón para evitar el ruido de la calle. No es que hubiese mucho follón allí fuera, pero además serviría como aislante. En ese momento, Mario descubrió unos arañazos en el parquet del suelo… no era suficiente para justificar el acuchillado… pero en cuestión de quince días la casa se llenaría de obreros… de obreros descuidados, capaces de dejar pegotes de masilla y manchas de pintura, de pisar por donde no se debe, de olvidar botellas de disolvente que podrían derramarse… ¿Y los cristales biselados de las puertas, no deberían cambiarse por otros más modernos? ¿Y el espantoso gotelé que aún quedaba en los vestíbulos? Por no hablar de la necesidad de instalar aire acondicionado en el salón y el dormitorio. La casa debía de ser muy calurosa en los meses de verano. Mientras tomaban el café y los bombones, sin ponerse de acuerdo, sin decirse nada, ambos pensaron exactamente lo mismo: que, con un poco de mano izquierda, podrían dilatar lo indecible aquella nueva etapa.
En esas circunstancias, parecía muy poco necesario revisar el despacho de Fernando Montalvo. Era la excusa que habían esgrimido el uno frente al otro para justificar la presencia de Mario en la casa durante la tarde del sábado. Aquella habitación inútil que había permanecido cerrada mientras duraban las labores de prospección, selección y limpieza, constituía para ambos la postrera posibilidad de extender el tiempo feliz que terminaba. Pero, aunque tras el giro de la situación aquel despacho había dejado de tener interés, ninguno de los dos habló de variar los planes para aquella tarde, quizá para no despertar las sospechas del otro. Así que, después de acabar el café, Mario y Beatriz entraron juntos en el último reducto incógnito que quedaba en la casa.
El despacho de Montalvo era una pieza de unos quince metros cuadrados situada al fondo de la vivienda, con una única ventana —estrecha y pequeña— que daba al pequeño patio interior utilizado como tendedero por el resto de los vecinos. Dentro no había muchos muebles: una mesa grande y pesada con su correspondiente silla, un avejentado sillón de cuero capitonado de aspecto cómodo, un piano de pared —cuya presencia les hubiera sorprendido de no conocer la profesión de Montalvo— y un armario oscuro y bastante feo. En las paredes no había nada, como si el dueño de la casa se hubiese propuesto preservar aquel cuarto del vicio de la acumulación. Tampoco había adornos sobre los escasos muebles: sólo una escribanía de cuero encima de la mesa, y el necesario metrónomo sobre el piano. Todo el despacho era un ejemplo de austeridad, de rigidez incluso. Tanto, que resultaba difícil ubicarlo en el conjunto de la casa, con su abigarrada mezcla de muebles, recuerdos y colecciones inexplicables. Era como si Fernando Montalvo hubiese decidido construir un refugio donde ponerse a salvo de su propio horror vacui. Mario pensó con alivio que era una suerte haber encontrado otro motivo para seguir trabajando en la casa: en aquella habitación no había absolutamente nada que hacer.
Tardó sólo unos segundos en darse cuenta de lo muy equivocado que estaba. En realidad, fue cuestión de suerte que, tras examinar la pieza, Beatriz y Mario no se diesen la vuelta sobre sus propios pasos para concentrarse en sus planes inmediatos de modernizaciones y reformas. Pero las muchas jornadas de revolución y búsqueda habían despertado en los dos una suerte de deformación amateur, de curiosidad por todo aquello que estuviese cerrado. Después de un mes hurgando en las cosas de otro, en los secretos de otro, en la vida de otro, estaban convencidos de haber adquirido una especie de patente de corso que les daba derecho a abrir todas las puertas, a husmear en todos los rincones. Ya no había nada sagrado, nada que pudiera ocultárseles, ningún secreto que no tuviesen derecho a conocer en toda su extensión. Por eso se acercaron al armario, por eso Beatriz hizo girar suavemente la pesada llave metálica que estaba introducida en la cerradura hasta que la puerta se abrió poniendo ante sus ojos lo poco que quedaba oculto de las posesiones de Fernando Montalvo.
La vulgaridad externa del mueble no hacía presagiar el primoroso interior de marquetería que ocultaban las puertas. La mitad del armario era en realidad una pequeña estantería donde se ordenaban hasta un centenar de libretos de ópera de todas las épocas. También había partituras modernas y antiguas, casi todas de temas clásicos —además de un montón de pentagramas con canciones de los Beatles—, y una docena de libros biográficos de compositores célebres. La otra mitad estaba ocupada por pequeños cajones. En uno había programas de música —que identificaron enseguida como otra de las famosas colecciones de Fernando Montalvo—, en otro un montón de tiques de entrada a salas de conciertos —del Auditorio Nacional al Konzerthaus de Berlín o el Carnegie Hall neoyorquino— cuidadosamente amarrados por tirillas de goma. En otro había un buen número de pequeños instrumentos musicales de latón que eran en realidad aparatosos afilalápices. En otro cajón descubrieron catorce batutas, alguna bastante avejentada, y en otro diecisiete CD correspondientes a otras tantas versiones de La Bohéme de Puccini. Encontraron además media docena de diapasones y dos metrónomos estropeados, ocho púas de guitarra, un libro de figurines con todo el vestuario de Las bodas de Fígaro, unos cuantos programas modernos de zarzuela —Beatriz consideró que desentonaban bastante con el resto de los hallazgos— y cuatro juegos de prismáticos de teatro, uno de ellos claramente antiguo. En el fondo había tres partituras del tema Night and Day, de Cole Porter. Aquel armario debía de ser para Montalvo una especie de cofre del tesoro donde guardaba sus recuerdos personales, los objetos más queridos y relacionados con su modo de vida.
—Bueno, pues esto es todo. Creo que deberíamos dejarlo tal como está, aquí no estorba nada. —Menkell se inclinó un poco para volver a cerrar el armario, pero Beatriz le detuvo.
—Espera… hay otro cajón ahí abajo. Deja que lo abra.
Mario sonrió al detectar cierto entusiasmo en la voz de Beatriz. ¿Qué esperaría encontrar? A buen seguro, el cajón estaría lleno de papelotes sin valor o de alguna otra tontería inútil relacionada con la afición musical de su dueño.
—¿Qué es esto?
El cajón contenía una veintena de objetos distintos, todos etiquetados con un nombre y una fecha. Había un prisma de cristal, una pluma estilográfica, unas gafas bifocales, un cenicero cascado, una cajita de laca, una tortuga de bronce, un portaminas roñoso, una pequeña palmatoria con incrustaciones de esmalte, un abrecartas viejo… El hallazgo desconcertó a Mario. Todas las cosas de Fernando Montalvo estaban agrupadas según un criterio: animales, sombreros, vitolas, cajas, bastones, postales… pero estaba claro que no existía una pauta entre los elementos descubiertos. Las inscripciones no aclaraban mucho más: «Familia Hernando, 8 de julio de 1993»; «Familia Bagameri, 4 de marzo de 2001»; «Familia Cuenca, 24 de febrero de 1999», «Señora Schzerny, 6 de agosto de 1996»…
—Qué curioso… ¿qué crees que son?
Mario miraba aquellos objetos con la misma desconfianza que a una fiera dormida.
—Ni idea… —Se fijó entonces en la etiqueta de la estilográfica—. Espera… Bagameri… fue el primer hombre que llamó preguntando por Montalvo, ¿no te acuerdas? Dijo que daba clase a sus hijos.
Beatriz seguía sin apartar los ojos del contenido del cajón.
—A lo mejor son regalos que le hacían sus alumnos.
—¿Tú crees que le regalaban gafas de ver, trozos de cristal y un cenicero roto? No debía ser un profesor muy bueno si todo lo que le daban eran estas porquerías.
Ninguno de los dos había alargado la mano para coger alguna de las cosas que yacían sobre un fondo de fieltro verde, como el tapete de una mesa de billar. Se quedaron mirándolas, como esperando que fuesen ellas las que revelasen su propio secreto. Y fue Beatriz quien lo desentrañó, tras sentir el susurro de una inspiración angélica.
—Mario… son cosas robadas.