Claudio Saldaña estaba de un pésimo humor aquella mañana. Le dolía la pierna izquierda, y como meses atrás había sufrido un feroz ataque de gota, empezaba a temer que aquel pinchazo sordo fuese el anuncio de una nueva subida del ácido úrico. Pero no era la pierna, ni siquiera el temor a pasar otra vez siete días postrado en la cama —y dos semanas sin poder apoyar el pie en el suelo—, lo que le tenía preocupado, sino su último encuentro con Santiago Neves.

Meses atrás, el rector de la Luis de Camoens había propuesto a la editorial Millenio la inclusión de un máster en gestión editorial dentro del plan de estudios de la universidad. La LC proporcionaría un lugar físico para impartir las clases y toda su infraestructura para la evaluación académica, así como algunos profesores. Otros docentes serían contratados por la editorial, que además se comprometía a crear cuatro puestos anuales en prácticas para los estudiantes más aventajados. La idea había sido bien acogida: se elaboraron presupuestos rigurosos, se hizo un estudio de viabilidad, incluso una encuesta entre los alumnos para pulsar el interés por una disciplina tan concreta. El resultado había sido alentador, y Saldaña daba por hecho que el programa del máster podría presentarse a final de curso para empezar las clases en octubre, lo que suponía una nueva fuente de ingresos para la LC… y un motivo para tomar la delantera a otras universidades: la Luis de Camoens iba a incluir en su oferta académica unos estudios que no existían en ninguna otra universidad del país. Sabía que una consultora internacional estaba elaborando un ranking de las mejores universidades privadas de la Unión Europea, así que si conseguían dar a conocer la creación del máster antes de que se cerrara el dichoso estudio, la LC podría escalar varios peldaños en la clasificación general y, con toda seguridad, alzarse con el primer puesto entre los centros españoles. Eso significaría más publicidad para la Camoens, más solicitudes de plaza… y más exalumnos orgullosos de su alma mater que estarían dispuestos a incrementar sus donaciones a la LC o a promover convenios de colaboración con empresas y organismos públicos. La pescadilla. La bendita pescadilla que llevaba años mordiéndose la cola. Y luego estaba él mismo, claro. Ya nadie dudaba de la excelencia de la Luis de Camoens, pero obtener el primer puesto en ese estudio daría a la universidad el espaldarazo frente a terceros, no digamos ya si conseguía colocarse entre los diez primeros centros a nivel europeo. Habría que administrar bien la noticia, pero la LC tenía un buen departamento de comunicación capaz de manejar sabiamente las buenas nuevas. El rector ya imaginaba los titulares… sí, incluso los pies de foto. Porque habría fotos, por supuesto, y su imagen se vería valiosamente reforzada.

Por eso era necesario que el programa del máster de edición fuese aprobado cuanto antes: para multiplicar las posibilidades de la LC. El inicio de un área de estudios ignorada por otras instituciones serviría para marcar la diferencia. Todas las universidades ofrecían la posibilidad de ampliar estudios de comunicación, de económicas, de derecho. Pero una especialización en el ramo editorial era algo muy atractivo por lo novedoso. El convenio con Millenio suponía la piedra angular de aquel proyecto: era necesario proporcionar a los alumnos un contacto directo con el sector, y si éste venía de la mano de la principal editorial española, las posibilidades de éxito se multiplicaban. La creación del máster también podría ser fuente de noticias, de entrevistas, de fotografías… Y él, Claudio Saldaña, el ideólogo, la mente pensante, el armadanzas, el factótum, estaría allí para explicar al país entero cómo la LC había dado el salto para zambullirse en un área de conocimiento hasta ahora ignorada como materia de estudios.

Al principio, Santiago Neves estaba muy volcado en el asunto… sí, incluso entusiasmado con la idea. Hasta hablaba de impartir él mismo alguna clase. Pero de pronto parecía haberse desfondado, como si el proyecto hubiese dejado de interesarle. En el último mes le había convocado a un par de reuniones, pero Neves había puesto alguna disculpa idiota para anularlas casi a última hora, dejando claro así que sus planes con la LC no estaban en la lista de prioridades.

Después de mucho insistir, Saldaña consiguió que Neves aceptase su invitación para un almuerzo en la universidad. Antes de comer, el rector se empeñó en cantar otra vez ante él las excelencias de la Camoens y de su cuerpo académico. Y fue entonces cuando —en mala hora— surgió el nombre de Mario Menkell y la alegría de Neves se desató. Saldaña podía jurar que al editor se le había iluminado la cara al saber que aquel mentecato daba clase allí.

—No puedo creerlo. Llevo años intentando localizar a este hombre… llegué a pensar que se lo había tragado la tierra. ¿Has leído su novela?

No, Claudio Saldaña no había leído la novela de Menkell. En primer lugar, porque no leía a autores contemporáneos: el rector era de esos que juzgan que consumir lo escrito por treintañeros chupatintas cuando uno no ha leído las obras completas de Sinclair Lewis, de Bassani o de Vita Sackville-West es una forma estúpida de malgastar el tiempo. Y, en segundo lugar, porque no le parecía posible que alguien como Mario Menkell fuese capaz de crear algo digno de la atención de otros, menos aún de la suya. Lo había contratado sin conocerle —a instancias de un miembro de la Junta que también había caído rendido bajo el influjo de Lo que me contó Bernard M.— y lo había hecho porque necesitaba a un escritor más o menos conocido dispuesto a no cobrar demasiado y a pastorear a medio centenar de alumnos idiotas cinco veces por semana. Pero ni le interesaba Mario Menkell ni le interesaba lo que escribía.

—Cuando leí el libro de Menkell, me costó creer que se tratase de un autor primerizo. —Neves seguía empeñado en su panegírico particular—. Porque tiene oficio, ¿sabes? La mayoría de los autores necesitan escribir muchas novelas antes de llegar a una obra como Lo que me contó Bernard M., que un novato aterrice con algo así es una cosa que ocurre una vez cada veinte años.

Claudio Saldaña sonrió con muy pocas ganas. Era evidente que Neves no había sido capaz de detectar su falta de entusiasmo ante el supuesto talento del profesor de escritura creativa, pero decidió no hacer patente su indiferencia hacia Menkell y la puñetera novela.

—Por eso le contraté. Aquí intentamos estar ojo avizor cuando surgen nuevos talentos. Por eso esta universidad está considerada entre las mejores de…

—¿Crees que podría conocerle? —Era evidente que no le escuchaba. Saldaña pensó que había algo casi infantil en la actitud de Santiago Neves. Le brillaban los ojos como a los niños que esperan en la cola para saludar a alguno de los tres reyes magos.

—Por supuesto. Suele comer en la cafetería. Vamos hacia allá si quieres.

Así que se hicieron las presentaciones. Como cabía esperar, Menkell quedó como un idiota, con sus monosílabos y sus balbuceos, pero Neves no pareció acusar la falta de brillantez del novelista, y se pasó el almuerzo hablando de Lo que me contó Bernard M., sometiendo la puta novela a un aburrido análisis estructuralista, y repitiendo de memoria párrafos enteros, como uno de esos frikis que se aprenden los guiones de las películas de Jim Jarmusch. Para desesperación de Claudio Saldaña, todos sus intentos de reconducir la charla hacia el tema principal —el máster de edición— resultaron vanos. En ese momento, a Neves sólo le interesaba regodearse en la conciencia de haber encontrado a un escritor desaparecido, como si hubiese hallado por casualidad el mismísimo El Dorado.

—Pensar que lo había intentado todo para ponerme en contacto con Menkell… y voy a tropezármelo precisamente aquí. —Se llevó la mano a la chaqueta y sacó el teléfono móvil—. Perdona un segundo, Claudio, pero tengo que contárselo a Pilar… me gustaría ver su cara cuando… ¿Pilar? Sí, soy Santiago. Escucha, no te lo vas a creer… ¿sabes a quién me han presentado hace un minuto? A Mario Menkell. Que sí, de verdad… sí, claro que sí. Le he dejado mi tarjeta. Dice que no tiene nada, pero no me lo creo… Bueno, bueno, tranquila. Ahora, por lo menos, ya lo tenemos localizado. Gracias, gracias, yo también.

Y colgó.

—Es la directora editorial. ¿Sabes lo que me ha dicho? Que no deje salir a Menkell de donde está sin firmar un contrato.

—Cuánto entusiasmo. —Había algo venenoso en el tono de Saldaña, pero Neves no lo captó—. No creo que Menkell pueda imaginar que es capaz de levantar tantas pasiones.

Santiago Neves miró a Saldaña tan gravemente que éste empezó a pensar que se había excedido en su ejercicio de sarcasmo.

—No se trata de entusiasmo. —Los ojos del editor eran de un azul acerado y poco común—. ¿Qué crees, que soy uno de esos paranoicos que se mueren por estrechar la mano de un cantante o un actor? He editado la obra de tres premios Nobel de Literatura y conozco a todos los escritores mediáticos del mundo civilizado. ¿Te he contado que una vez cené con Salman Rushdie cuando todavía pesaba la fatwa sobre él? Uno tenía la sensación de estar jugando a la ruleta rusa…

Bueno, pensó Saldaña, ojalá vaya por ahí, ojalá se dedique a explicar con pelos y señales cómo eran los guardaespaldas de Rushdie, o cómo él miraba por encima de su hombro para asegurarse de que no llegaban los yihadistas en mitad del segundo plato.

—… He dormido en la casa de García Márquez en Cartagena, y fui el primero que publicó en español los libros de Doris Lessing. A estas alturas, no es fácil que me impresione. Pero resulta que yo no soy un lector cualquiera. Soy un editor. Y el dueño de la editorial. Un hombre de negocios, en definitiva. ¿Tienes idea de cuántos ejemplares de la nueva novela de Mario Menkell podrían venderse con una campaña de promoción adecuada?

Neves parecía algo molesto… sí, incluso enfadado. Claudio Saldaña se dio cuenta de que, en ese momento, el editor tenía la sensación de estar hablando con alguien incapaz de compartir sus intereses, no digamos ya sus preocupaciones. Y esa sensación no era buena. Pasó el resto de la comida intentando congraciarse con él haciéndole preguntas acerca de la novela de Menkell. El editor recogió el guante y pareció recuperar el buen humor, pero, muy a su pesar, Saldaña se dijo que el almuerzo había sido un completo desastre. Ni siquiera tocaron el tema del máster, y cuando al despedirse Saldaña habló de convocar una nueva reunión «para concretar cosas», Neves contestó que en los próximos días su agenda estaba atiborrada de compromisos. «Ya te llamaré yo», prometió, pero el rector estaba seguro de que no lo haría.

Aquella misma tarde hubo una reunión de la Junta, y a Saldaña no le quedó más remedio que reconocer que el proyecto del máster de edición estaba en punto muerto. Alguien propuso esperar un año para incluirlo en los planes de estudio, pero el rector estaba empecinado en comenzar las clases a principios del curso siguiente.

—Rector, alabo su determinación por sacar adelante este asunto… pero me temo que el tiempo se nos echa encima. No pretenderá presentar su máster cuando haya terminado el plazo de matrícula para el próximo curso.

Claudia Valle era una cuarentona de cabello oscuro y piel blanquísima, que hubiese resultado endiabladamente atractiva de no haber cometido la imperdonable equivocación de abusar del bótox. Ahora miraba al rector con sus ojos a la fuerza libres de arrugas, la frente lisa y brillante, las mejillas tensas como un tambor y una sonrisa neumática y apenas esbozada que tenía un innegable punto irónico. Saldaña entendió que estaba expresando las dudas de todos.

—No se preocupen. Es cierto que ha habido un pequeño contratiempo que lo ha paralizado todo… pero en quince días el acuerdo con la editorial estará cerrado y podremos abrir la convocatoria de plazas para comenzar las clases del máster en octubre.

¿Por qué había dicho eso? ¿Por qué no se había limitado a dar largas a la Junta, a hablar de una inminente solución del problema sin precisar tanto? ¿Por qué fijarse el maldito plazo de dos semanas? Al salir de la reunión había llamado a Santiago Neves que, por supuesto, no había cogido el teléfono. Al final consiguió hablar con su secretaria, que había estado como siempre amable y fría: sí, por supuesto que le daría su mensaje al señor Neves, no, por supuesto que no podía saber cuándo le devolvería la llamada. Al colgar se había sentido exhausto y desanimado. Su papel no era ése, se dijo, no era el de un tipo que corre detrás de un puñetero editor, por todos los santos, detrás de un puto imprimelibros, de un lameculos de autores, se llamen Salman Rushdie o Mario Menkell, él era rector de una universidad privada de prestigio, no uno de esos desdichados que tienen que rondar a las secretarias con zalamerías indignas para que un ser supuestamente superior se decida a cogerles el teléfono.

¿Por qué se había empeñado en el asunto del máster? Ahora se decía que había sido una ligereza por su parte, no ya poner la idea sobre la mesa, sino echar las campanas al vuelo antes de tiempo. Porque, aunque no lo había mencionado ante los miembros de la Junta, había sido digamos que poco discreto con respecto a los planes de la LC, y varias revistas especializadas habían recibido alguna información sobre el proyecto de ampliación de estudios de tercer ciclo para el curso siguiente. Y también, cómo no, los autores del jodido informe de calidad sobre las universidades privadas. Si todo se iba al traste, ¿qué pasaría con su reputación? Quedaría retratado como uno de esos papanatas que hablan más de la cuenta, que van por ahí dando tres cuartos al pregonero sin tener todo atado y bien atado. Y eso no sería bueno para él, ni para su carrera, ni para sus expectativas de futuro. Claudio Saldaña se sentía atrapado en un particular bucle melancólico. En sus circunstancias sólo cabía una posibilidad, y era la de huir hacia adelante: asegurar a la Junta que todo estaba bien, que faltaban unos pequeños detalles por concretar, que en dos semanas —¡dos semanas!— el máster de edición de la LC podría presentarse en sociedad.

Volvió a notar un latigazo en la pierna. Tal vez ahí estaba la salvación: en un problema de salud con todas las de la ley capaz de dejarle fuera de combate y apartado de la circulación durante cinco o seis meses. Claro que un vulgar ataque de gota no iba a ser suficiente, y no estaba en condiciones de fingir una enfermedad más grave. Desechada la idea de refugiarse en un hospital para escapar de la quema, volvió a comprobar su móvil para asegurarse de que estaba encendido. Santiago Neves seguía sin llamar. Él sólo disponía del número de su secretaria personal. Le molestaba bastante aquella muestra de desconfianza. En un principio pensó que quizá el editor era uno de esos seres particulares que se niegan a vivir atados a los caprichos de un celular, pero Neves llevaba siempre encima un elegante teléfono color gris grafito. Y el otro día no había reparado en anotar su número en la tarjeta que había entregado al alcornoque de Menkell.

Mario Menkell. En ese momento, el profesor de escritura creativa era lo único de toda la Camoens que interesaba a Santiago Neves. Qué curioso, pensó Saldaña. El tipo más insulso de toda la universidad era el único nexo de unión entre la editorial Millenio y la LC. Y en ese momento, mientras el dolor de la pierna le daba un nuevo pellizco, el rector vio que ante sus ojos se abría una ventana. Esa que dicen que abre el mismo Dios cuando el diablo cierra una puerta. Y él era creyente, por supuesto. Encendió el ordenador. Iba a escribir un correo electrónico a Santiago Neves. Y podía apostar casi cualquier cosa a que esta vez sí iba a recibir una llamada suya.