Volvieron al piso nada más acabar las clases de la tarde. Durante la pausa del mediodía, Beatriz había encargado por teléfono una almohada y un colchón, así como un juego de sábanas y de toallas para poder trasladarse cuanto antes. Tal como había explicado a Mario, las cosas de Fernando Montalvo le molestaban menos que su condición de sin techo en el seno de una familia numerosa. Como no tenía nada, tampoco le acuciaba la necesidad perentoria de hacer sitio a sus objetos personales. Bastaría, pues, con vaciar un armario para colocar la ropa, y eliminar los trastos más aparatosos para poder moverse por la casa sin miedo a provocar un estropicio.

Aquella tarde la dedicaron a guardar en una caja los cascos militares y en otra un montón de candiles de cristal —después de envolverlos uno por uno en papel de periódico—, y a habilitar la habitación que iba a servir de dormitorio: el cuarto que había estado invadido por las gramolas y que, gracias a la intervención de Losada, presentaba ahora un aspecto vulgar y nada amenazante. Retiraron de las paredes unas cuantas colecciones enmarcadas —de cajas de cerillas, de envoltorios de caramelos, de fundas de gafas y de tarjetas postales de la cornisa cantábrica— y luego, cuando los empleados de unos grandes almacenes trajeron el colchón, hicieron la cama y abrieron las ventanas para ventilar la pieza.

—Quizá deberíamos dar a las paredes una mano de pintura. Fíjate, ha quedado el cerco de los marcos.

—Bueno, pero más adelante. Quiero instalarme ya… Y eso me recuerda que necesito sitio para colocar mi ropa. Vamos a ver qué hay en ese armario.

Menkell sintió una punzada de ansiedad. Hasta entonces, todas las cosas que habían descubierto en la casa estaban a la vista, y resultaban, dentro de la rareza del conjunto, de una completa normalidad individual: ceniceros, llaveros, posavasos, gorros… Pero el armario era un nuevo interrogante. ¿Qué oscuros secretos podía estar protegiendo aquel mueble de madera? ¿Y si contenía cabezas humanas jibarizadas, instrumentos de sadomasoquismo o animales muertos y conservados en formol? Decidió no compartir con Beatriz aquellos temores y, conteniendo la respiración, abrió una de las puertas. Allí, para echar por tierra sus peores presagios, sólo estaba la ropa de Fernando Montalvo.

Beatriz examinó las prendas. Había tres trajes completos, dos pantalones, seis camisas —dos blancas y cuatro de rayas— unos cuantos jerséis, un chaquetón, un abrigo oscuro y dos pares de zapatos. A primera vista, se trataba de ropa en buen estado, pero un examen más riguroso permitía descubrir que los cuellos de las camisas estaban rozados, y que había brillos en los codos de las chaquetas y las rodilleras de los pantalones. Dos de los jerséis estaban llenos de bolas. Mario abrió los cajones, y allí encontraron ropa interior doblada y planchada, calcetines, unos gemelos baratos, dos cinturones —uno de ellos bastante desgastado— y algunos pañuelos blancos. Era un conjunto escaso y pobre. El de una persona que vive con lo justo, y que intenta mantener lo poco que tiene en un estado de perenne dignidad.

—Pobre hombre.

Mario se dio cuenta de que Beatriz había pronunciado aquella frase al borde del sollozo, y se sintió incómodo al ver que los ojos de ella se llenaban de lágrimas.

—Perdona —dijo, y se limpió con un pañuelo de papel—, no sé por qué, al ver la ropa me ha dado pena.

Sonrió a través de las lágrimas, y Mario se dijo que, si él fuese el hombre que siempre había querido ser, habría abrazado de inmediato a Beatriz Millares para consolarla, y también para consolarse él. Porque, aunque lo disimulaba bastante bien, la visión de aquella ropa había causado en él una profunda desazón. Y justo en ese momento, cuando —descartada la posibilidad del abrazo— Menkell empezaba a preguntarse qué debería hacer, escucharon los timbrazos de una llamada telefónica que sobresaltó a ambos por lo inesperado. Ni siquiera se habían dado cuenta de que el teléfono de la casa funcionaba. Mario corrió en dirección a los sonidos anticuados que lanzaba el aparato desde el salón, y que sonaban raros y guturales, tan distintos de las limpias alarmas de los móviles.

—Diga.

—¿Montalvo? ¿Es usted?

Quienquiera que fuese tenía una voz ligera y musical, que hubiese sido agradable de no estar distorsionada por un disgusto evidente.

—No, no. Verá… el señor Montalvo…

—¿Puede decirle que se ponga? —la voz había subido un tono—. Soy Aldo Bagameri. Hace diez días que no aparece por aquí. Me he hartado de llamarle y ni siquiera contesta. Los niños tienen exámenes, ¿sabe? No se puede desaparecer así por las buenas, cuando sabe que hay gente que…

Mario tomó aire.

—Perdone que le interrumpa… el señor Montalvo… —qué difícil es decir ciertas cosas— el señor Montalvo murió hace algo más de una semana. Yo soy el propietario de la casa donde vivía.

El silencio del otro lado de la línea estaba dentro del guion, pensó Menkell, y decidió permitir que el tal Bagameri digiriese la novedad.

—Vaya por Dios… bueno, Montalvo era el profesor particular de mis hijos. —Era evidente que se sentía en la obligación de dar explicaciones—. De repente, dejó de venir a darles clase y yo pensé cualquier cosa menos… qué desastre…

Menkell se preguntó si se refería a la muerte de Montalvo o a haber perdido un buen maestro justo a mitad de curso.

—Oiga, ¿cómo ha sido? Ni siquiera estaba enfermo, que yo sepa.

Mario sopesó varias posibilidades, y al final decidió tirar por la calle de en medio.

—Un accidente.

—Vaya por Dios —repitió.

Despojada del matiz desabrido del principio, la voz de Bagameri era pura y aterciopelada, como la de un locutor de radio de los años cincuenta.

—Bueno, pues… no sé, reciba usted mi pésame por lo que le toca.

Instintivamente, Mario miró la colección de catedrales góticas y pensó que había cierta justicia en aquella frase. Se despidió de Bagameri y volvió a la habitación. Beatriz estaba sacando del armario la ropa de Montalvo.

—Pues ya sabemos algo de mi inquilino.

—Sí, que usaba la talla cuarenta y seis… y que, a juzgar por el abrigo, no debía de ser muy alto.

—Es más que eso. Daba clases particulares. Acaba de llamar uno de sus clientes, bastante cabreado, por cierto. No sabía que había muerto y pensó que había dejado plantados a sus hijos.

—¿De qué daba clase?

—No se me ocurrió preguntarlo…

—Pues es una pena. Oye, ¿qué hacemos con esto? —Señalaba el pobre equipo tan cuidadosamente colocado—. Supongo que nadie lo va a reclamar… pero me da no se qué tirarlo, parece una falta de respeto. Lo voy a meter en esa caja. Total, una cosa más…

Beatriz sacó del armario el viejo abrigo gris de Montalvo y lo dobló antes de colocarlo en la caja. Fue entonces cuando algo se cayó de uno de los bolsillos. Era una tarjeta postal. No llevaba remitente. Ni siquiera estaba escrita. En la parte del destinatario aparecía el nombre de Klara Hauptf. Debajo, en unas mayúsculas tan perfectas como letras de molde, estaban escritas las palabras «CASA VERDI».

—¿Y esto?

Menkell le dio la vuelta a la postal: el anverso estaba decorado con el dibujo de un trébol de cuatro hojas que parecía sacado de una lámina de Linneo.

—Qué bonito. Cuando yo era pequeña me pasaba la vida buscando uno de éstos. Nunca encontré ninguno. —Volvió a voltear el cartoncillo—. Klara Hauptf… ¿Quién sería?

—Cualquiera sabe. Tal vez Montalvo estaba iniciando una colección de postales a medio escribir.

—En cualquier caso, ésta es muy bonita. La voy a guardar. Ya sabes que encontrar un trébol de cuatro hojas es señal de buena suerte. —Luego miró el reloj y abrió mucho los ojos—. ¡Madre mía! Son las diez y media. Es tardísimo. Lo siento, Mario, a lo mejor tenías planes…

A Mario le dieron ganas de decirle «sería la primera vez en los últimos treinta años», pero se limitó a asegurar que no era así.

—¿Tienes hambre? —añadió ella—. Porque yo sí. Al pasar he visto un par de restaurantes con buena pinta. ¿Te apetece cenar por aquí? Así celebramos… no sé… lo de la casa… o lo del trébol…

Mario Menkell sonrió mientras su pecho se llenaba de algo que no supo identificar, y bendijo mentalmente a Fernando Montalvo, el suicida, el excéntrico coleccionista, el misterioso profesor particular que guardaba en su piso toda clase de cosas raras, y en sus abrigos viejos, oportunos talismanes de la buena suerte.

Fue Beatriz quien eligió el restaurante: una pequeña trattoria con manteles de cuadros y velas a medio derretir que le daban un aire de falsa decadencia.

—Se supone que es malo tomar pasta por la noche.

—Malo ¿para qué?

—Pues eso digo yo. Voy a pedir tallarines con langosta. ¿Y tú?

Mario no tenía mucha hambre. Seguía la costumbre de cenar cualquier cosa, una ensalada, a veces un sándwich o algo de fruta, pero hizo una excepción y eligió un risotto.

—A mí lo que de verdad me gusta es la comida india —dijo Beatriz cuando llegaron los aperitivos—. Me acostumbré en Estados Unidos. La cocina oriental era una forma de escapar de las hamburguesas y los perritos. Me encantan los pappadums, las samosas, el curry… y los asados en tandoori.

Miró a Mario como esperando su opinión al respecto, como si la comida india fuese un tema de conversación de conocimiento obligado. Él se encogió de hombros.

—Yo no entiendo mucho de comida exótica, la verdad… ya sabes que salgo poco.

Ella arrugó un poco la nariz, lo que le dio un aire algo infantil.

—¿Cómo de poco?

—Pues más bien nada.

En los ojos de Beatriz había una buena mezcla de curiosidad y sorpresa.

—¿Por qué te extraña?

—No sé… —Se metió en la boca dos o tres almendras fritas—. Eres tan normal que… bueno, perdona, no quiero decir que no seas normal por no salir. Es que resulta difícil de entender. La gente que dice que no sale suele ser… huraña, rara, incluso intratable. Pero tú no eres así. Por eso me descoloca que seas una… una especie de ermitaño.

Bebió un poco de vino del que acababan de servirle.

—Ya —Mario se sirvió agua—, es que durante demasiado tiempo mi vida ha sido un poco… bueno, digamos que un poco complicada. De hecho, bastante complicada. Muy, muy complicada, para qué nos vamos a engañar.

—Nunca me habías hablado de eso.

—Nunca me habías preguntado por mi vida. —Le pareció que ella describía un gesto extraño—. No, no lo digo como un reproche. Son cosas que no salen en la conversación cuando uno habla de literatura, de cine…

—… o del rector Saldaña. —Se rieron los dos—. Bueno, me gustaría saber en qué consisten esas complicaciones. Al fin y al cabo, voy a vivir en tu casa durante los próximos meses. Tú ya lo sabes todo de mí, incluso que mi matrimonio acabó con un sopapo y que tengo un pecho de plástico. Creo que, en cuanto a conocimiento mutuo, estamos un poco descompensados.

Desde detrás de su plato de arroz con setas, del que emanaba un suave olor a mantequilla y parmesano, Mario contó su historia a Beatriz Millares, y mientras lo hacía se dio cuenta de que era la primera vez que compartía con alguien las circunstancias en las que se había desarrollado su vida durante los últimos veinte años. Intentó hacerlo de una forma neutra, consciente de estar relatando una especie de folletín Victoriano digno del más puro Charles Dickens, y aunque no quería dramatizar, su historia era tan patética que convertía Oliver Twist en una pieza de aficionados. Mario era hijo único. Su padre había abandonado el hogar familiar cuando él tenía once años, así que se quedó sólo con su madre y con su tía, que se fue a vivir con ellos. Por aquel entonces era uno de esos niños solitarios y rematadamente tímidos que vuelven a casa en cuanto termina el colegio, no por ser muy responsables, sino porque no tienen a nadie con quien quedarse a jugar. Que su madre y su tía fuesen dos mujeres algo asfixiantes en sus muestras de cariño, y excesivamente preocupadas en lo tocante a su integridad física, no facilitaba las cosas a la hora de llevar la misma vida que los otros chicos, pero Mario Menkell reconocía que la responsabilidad de su aislamiento era exclusivamente suya, y a medida que crecía tomaba conciencia de que no podía pasar así el resto de sus días. El problema fue que para entonces ya se había ganado la correspondiente fama de tío raro entre sus compañeros de clase, y no iba a ser sencillo cambiar la opinión que sus condiscípulos tenían de él. Así que decidió dar la etapa del colegio por perdida, y esperar a metamorfosearse en el siguiente tramo del camino.

La época universitaria se convirtió en una especie de tierra prometida. Iba a seguir la carrera de Filología Inglesa y había decidido pedir una beca para cursar en Inglaterra el segundo año académico con el objeto de perfeccionar el idioma. Llegaba el momento de salir del cascarón, de sacudirse la timidez de nacimiento, de abrirse al mundo, de renunciar para siempre a la soledad y a las prácticas anacoretas. Vivir fuera de casa —especialmente en un país extranjero y desde una lengua distinta— sería el mejor antídoto contra su retraimiento congénito. La estancia en Inglaterra daría a Mario Menkell la oportunidad de reinventarse y de empezar desde cero, y estaba dispuesto a considerar el primer curso universitario como un campo de pruebas: intentaría ser un poco más abierto y hacer su trato más accesible, se impondría el contacto diario con sus condiscípulos, se apuntaría quizá a un grupo de estudio o… o a alguno de los clubes que había oído que proliferaban en la universidad y donde era sencillo estrechar los lazos con los compañeros: aulas de cine, cursos de fotografía, talleres literarios, grupos de aficionados a la música que se ponían de acuerdo para asistir a conciertos y conseguir las entradas más baratas… todo un arsenal de oportunidades que esta vez no pensaba desperdiciar. Había llegado el momento de transformarse y ¿qué mejor que la vida universitaria para empezar de cero?

Pero las cosas no salieron como él esperaba. Porque, quince días antes de que empezara el curso, su madre empezó a encontrarse mal —mareos, flojedad en las piernas, constantes dolores de cabeza— y después de tres visitas al médico y media docena de pruebas le diagnosticaron una enfermedad degenerativa cuyo avance, como los doctores se encargaron de señalar, era del todo imprevisible.

—Puede estar muy bien y tener un brote. O encontrarse fatal un día y mejorar al siguiente. Siento no poder decirles otra cosa, pero esto es lo que hay.

Eso mismo pensó Mario al saber que su madre estaba enferma: esto es lo que hay. Acababa de desmoronarse una buena parte del modesto castillo de naipes que se había esforzado en levantar en los últimos meses. Supo que la vida había vuelto a girar, que había que cambiar los planes trazados con tanta voluntad, que en su situación una estancia en el extranjero hubiese sido una intolerable muestra de egoísmo y de irresponsabilidad, y que tendría que empezar a organizarlo todo para, sin renunciar a la universidad, pasar fuera de casa el menor tiempo posible. Estaba su tía Claire, por supuesto, pero Mario intuía que con una persona impedida todas las manos son pocas y que, después de todo, lo justo era que fuese él quien cargase con la mayor parte del problema.

Así que sus cinco años en la universidad no fueron ni de lejos como había imaginado. Iba al campus todos los días para asistir a clase —había conseguido un cómodo horario de mañana—, pero al terminar las lecciones volvía a casa zumbando, sin concederse la pérdida de un solo minuto. Allí compartía con Claire las tareas del hogar, y también el cuidado de su madre, que, como habían advertido los médicos, pasaba por fases mejores y peores, en las que incluso tenía que desplazarse en una silla de ruedas. Algunos amigos de la familia aconsejaban a Mario que contratase a una enfermera para atender a Sophie, pero él no quería ni oír hablar del asunto: su madre estaba ya suficientemente deprimida con su estado físico como para obligarla a depender de personas extrañas. Así que sin quejarse en privado ni en público, sin lamentar siquiera para sus adentros la poca fortuna de sus veinte años, Mario dedicó a mimar a su madre todo el tiempo libre que le dejaban las clases en la universidad, y utilizaba las noches para preparar los exámenes.

Por eso no hizo amigos en la facultad: porque no tenía tiempo. Desde el primer trimestre sus compañeros lo catalogaron como uno de esos tipos raros que tienen que aparecer dentro de un colectivo más o menos numeroso, y le veían llegar, siempre con la lengua fuera, tomar apuntes con una atención reconcentrada y marcharse pitando en cuanto acababan las lecciones. A nadie se le ocurrió pensar que Mario Menkell tenía muy poderosas razones para eludir las partidas de mus en la cafetería, las charlas en los pasillos o incluso las sesiones de estudio en la biblioteca en la época de exámenes. Era una figura que iba y venía, que pasaba siempre como una exhalación, mirando el reloj, demostrando una prisa insana, nada propia de un chico de veinte años.

—La gente de la clase pensaba que era un pirado. Incluso me pusieron un mote: el «Hombre Bala». Supongo que aquello hubiera debido deprimirme, pero tenía demasiadas cosas por las que estar preocupado.

Los tallarines de Beatriz habían empezado a enfriarse en el plato mientras mordisqueaba unos palitos de pan.

—Así que tu vida era una mierda.

—Eso pensaba yo, hasta que ocurrió lo de mi tía. Al acabar el quinto curso le diagnosticaron Alzheimer. Aprendí de golpe que las cosas siempre pueden ir un poco peor. Así que allí estaba yo, a los veintidós años, dividiendo el tiempo entre una mujer completamente lúcida que no podía valerse, y otra fuerte como un roble a la que se le iba la cabeza. No era muy divertido, la verdad. Por suerte, ya estaba licenciado, así que me pasaba el día cuidando de las dos.

—¿No… no había nadie que te ayudara?

—Una asistenta venía por las mañanas a echarme una mano en las cosas de la casa: la plancha, la compra… El resto lo hacía yo. Una vez intenté que viniese una enfermera, pero mi madre se echó a llorar según la vio, y mi tía tenía un día malo. Se puso como una fiera y la echó escaleras abajo. Puedes reírte si quieres, ya sé que parece una broma. Hasta yo lo he hecho alguna vez. Tendrías que haberlo visto, la pobre Claire aullando, mi madre a lágrima viva, y yo tratando de disculparme ante aquella mujer. Por supuesto, no volvimos a verle el pelo. Así que me apañaba solo. Y, la verdad, lo hacía bastante bien. Pero, como comprenderás, no me quedaba mucho tiempo para las relaciones sociales. Hubo épocas en las que estuve semanas enteras sin salir a la calle.

Beatriz frunció el ceño como si estuviese intentando hacerse una idea aproximada de la dimensión de lo que acababa de escuchar.

—Mario… no sé qué decirte…

Él se metió en la boca la última cucharada de risotto, y lo paladeó concienzudamente. Alguien que no conociese un poco a Menkell hubiese pensado que estaba haciendo una pausa dramática, pero sólo intentaba disfrutar del sabor del arroz.

—Ya. Es que no es muy normal. —Colocó los cubiertos junto al plato—. Por suerte, no teníamos problemas económicos. Mi madre y mi tía tenían una tienda en Cuatro Caminos. Cuando mi madre se puso enferma pedimos para ella una pensión de invalidez, la tía Claire se jubiló y vendió bien el local, así que estábamos cubiertos. No sé qué hubiésemos hecho si yo hubiera necesitado trabajar para mantenernos a todos.

—¿Y tu padre?

—Pues hace treinta años que no lo veo. Al principio me llevaba con él algún fin de semana, o venía a buscarme para que hiciésemos algo juntos… Pero vivía con otra mujer, y yo a ella no le gustaba demasiado. Es lógico. Además, tuvieron otro niño y… en fin, que no había mucho sitio para mí en su nueva vida. Así que desapareció. Me pasó una pensión hasta los dieciocho años y luego…

Mario describió con las manos un gesto definitivo. Beatriz se fijó en que tenía unas manos bonitas, de dedos largos y falanges marcadas, y unas uñas simétricas que parecía cuidar con cierto esmero. Le explicó que de vez en cuando recibía alguna llamada de las tías de su padre, que además se habían portado muy bien al saber de la enfermedad de Sophie y Claire. Fue una de aquellas tías quien le dejó la casa en el barrio de Chueca. Porque, para todos los miembros de su familia, él era el clásico ejemplo de ser humano digno de compasión, malamente tratado por la vida y siempre ignorado por la veleidosa suerte. Hacerlo heredero de un piso céntrico, grande y bien situado era la forma de dar al pobre Mario el premio de consolación que le negaba el destino.

—¿Cuánto tiempo estuviste así?

—Quince años, más o menos. Hasta que murió mi tía. Mi madre murió antes, afortunadamente. Si hubiese sobrevivido a su hermana, no sé qué hubiese sido de ella. Claire ni se enteraba. Y en los últimos años ni siquiera daba mucho la lata, la pobre. Se pasaba el día sedada.

El camarero preguntó si querían postres. Mario pidió un café. Beatriz un tiramisú, aunque ni siquiera le apetecía, pero era una forma de impedir que el chico interrumpiera la conversación desgranando la oferta de dulces de la casa.

—¿Y la novela? ¿Cuándo la escribiste?

—Al poco de morir mi madre. Fue algo muy raro. Llevaba años organizando mi vida en función de sus horarios, y cuando murió me sobraba tanto tiempo que ni siquiera sabía qué hacer con él.

—Así que te dio por escribir como hubiera podido darte por hacer catedrales con palillos.

—No, era algo más… Siempre me gustó la literatura, y tenía una buena historia, así que pensé ¿por qué no? No me llevó mucho acabar el borrador y entonces lo envié a una editorial. Con pocas esperanzas, que conste. Tardaron un montón en responderme. El día que me llamaron para comunicarme que querían publicar el libro habría pensado que era una broma… de no ser porque no conocía a nadie dispuesto a reírse de mí.

Beatriz se preguntó si Mario era consciente de la profunda tristeza que había en aquella frase.

—El resto ya lo sabes. La novela funcionó bastante bien, gané algo de dinero y me ofrecieron el trabajo en la Luis de Camoens. Para entonces mi tía acababa de morirse, así que no tenía obligaciones de ningún tipo.

Mario pasó por alto el hecho de que, tras editarse la novela, se había negado a hacer los consabidos viajes promocionales para tribulación del departamento de marketing de la editorial, donde le decían cada dos por tres «los libros hay que escribirlos, pero luego hay que venderlos». Cuando se dieron cuenta de que no había forma humana de que Mario Menkell accediera a dormir fuera de casa —cosa que atribuyeron a una mezcla demencial de misantropía, agorafobia y pánico a los aviones (¿quién iba a pensar en una vieja tía con Alzheimer?)—, decidieron presentar al autor de Lo que me contó Bernard M. como un misterioso escritor de vida oscura a quien no gustaban las apariciones públicas. Así que la novela desfiló por las librerías, los suplementos literarios y las revistas especializadas sin otro apoyo que una historia apócrifa que intentaba hacer de Mario Menkell el hombre que no era: un sofisticado sujeto tan celoso de su intimidad que eludía mostrarse en público. Por eso luego, cuando sus lectores llegaban a conocerle, se sentían tan decepcionados, como si hubiesen sido víctimas de un timo: habían tomado al novelista por una especie de llanero solitario que cabalgaba a solas por el inmenso territorio de las letras, y se encontraban con un pobre hombre vulgar como él solo, callado y eternamente cohibido por sabe Dios qué.

Cuando murió su tía, Mario pensó que quizá podría recuperar la vida que hubiera debido tener. Fue entonces cuando se dio cuenta de que no sabía ni por dónde empezar la inmersión en la normalidad: no tenía amigos, no conocía las pautas sociales, las modas, las formas de interactuar o los lugares para hacerlo, y su timidez de nacimiento no hacía sino complicar la situación. Mario Menkell tenía entonces treinta y tres años, y llevaba casi la mitad de ellos apartado del mundo. Era, admitió, demasiado tarde para iniciar un aprendizaje.

—Tuve suerte con lo de la Camoens. Recuerdo que al rector le extrañó mucho que fuese mi primer trabajo. Me preguntó de qué había estado viviendo hasta entonces, y le contesté que de unas rentas. A lo mejor debería haberle contado la verdad, que no tenía un empleo porque necesitaba cuidar de dos inválidas, pero… no me gusta mucho dar explicaciones, así que le dije algo que, en el fondo, es mucho más fácil de creer que la historia de una tía majara y una madre impedida.

Mario se bebió el expreso sin echarle azúcar ni sacarina, y Beatriz intentó imaginar a qué podía saber un café tan amargo. Se metió en la boca la última cucharada del tiramisú, que estaba hecho con auténtico mascarpone y espolvoreado con cacao molido, y notó cómo el dulce se le deshacía en la boca.

—Eso es todo. No es que no me guste la gente, pero tengo poca práctica con ella. He aprendido a estar solo, y no se me da mal.

—Tampoco se te da mal estar con otros…

—Ya… gracias, Beatriz, pero sabes perfectamente lo que quiero decir.

Ella no estaba segura de si lo sabía o no, pero prefería no ahondar en el asunto. Intuía que, de seguir atizando las honestas confesiones de Mario Menkell, éste acabaría reconociendo cosas que quizá fuesen humillantes. Decidió dejarlo estar, vagamente animada por la esperanza de que, si se aplicaba un poco, podría hacer salir al profesor Menkell del cascarón que tan trabajosamente se había construido a lo largo de más de cuarenta años.

Beatriz durmió en el piso aquella noche. Al día siguiente, en la LC, Mario la encontró cansada. Bajo sus ojos se dibujaban dos ojeras azules, y tenía la piel apagada, como si hubiese envejecido un poco en las últimas doce horas. Cuando le aseguró que había dormido «como un tronco» no supo si lo decía por amabilidad, por tranquilizarle o porque era cierto y ése era el aspecto con el que se levantaba la profesora Millares después de una feliz noche de sueño. Si Mario Menkell hubiese sabido algo más sobre la rutina de las mujeres, o mejor aún, sobre los usos y costumbres de Beatriz Millares, se hubiese dado cuenta de que lo único que pasaba es que aquella mañana no había tenido tiempo de maquillarse antes de ir a clase. Por eso, cuando tres horas más tarde apareció casi radiante en la cafetería, a Mario no se le ocurrió atribuir su transformación al neceser que llevaba en la mano.

Estaban a punto de sentarse a comer cuando los interrumpió el rector. Iba acompañado de un hombre de unos setenta años, alto y muy delgado, de aspecto aristocrático, que estrechó la mano de ambos con una leve inclinación de cabeza mientras sonreía y fijaba en su interlocutor unos ojos pequeños y de un azul brillante. Mario Menkell se dijo que el invitado del rector era exactamente el hombre al que hubiera querido parecerse, al menos físicamente. Uno puede ir a todas partes con una pinta así.

—Profesor Menkell, profesora Millares, les presento a Santiago Neves. Está de visita en la universidad y ha querido conocerle a usted.

Se refería a Mario Menkell, a quien no pasó desapercibido que el tono del rector era de notable incredulidad. Estaba claro que Saldaña no concebía que alguien pudiera interesarse por él. Mario iba más allá: lo que le sorprendía era que un hombre como Neves pudiese estar informado de su existencia.

—Encantado, profesor. Soy un admirador suyo. Leí su novela hace ya seis o siete años. Desde entonces he hecho todo lo posible para localizarle, pero su editorial se negó a facilitarme sus datos. Cosas de la competencia, yo haría lo mismo. Y resulta que hoy me entero de que usted trabaja aquí.

—Es el destino, Santiago. El destino.

La frase de opereta había sido pronunciada por Saldaña, que era incapaz de mantenerse al margen de una conversación. Neves ignoró el comentario.

—El caso es que soy editor.

—No seas modesto. —Saldaña dirigió una mirada triunfal a Beatriz y a Mario—. El señor Neves es propietario de la editorial Millenio. No hace falta que les dé más detalles, ¿verdad?

Santiago Neves dirigió a Saldaña una fugaz mirada que sólo Beatriz supo interpretar: aquel hombre consideraba al rector un completo cretino. Sintió una oleada de simpatía hacia el recién llegado.

—Creo que Lo que me contó Bernard M. es uno de los mejores libros que se han publicado en los últimos veinte años. Me conmovió la historia y me entusiasmó la forma en que usted la contaba.

Mario se preguntó si alguien podía intuir lo incómodo que resultaba para él escuchar alabanzas, sobre todo porque no sabía responder a ellas.

—Muchas gracias.

—El caso es que estoy verdaderamente interesado en publicar su próxima novela.

Mario sintió que se le cerraba el estómago. Así que se trataba de eso. Neves, Saldaña y Beatriz —sobre todo Beatriz— le miraban al mismo tiempo, esperando que dijese algo. Hubiese querido salir corriendo. Calculó qué posibilidades había de que en aquel momento tuviese lugar una hecatombe de cualquier tipo —un terremoto, un ataque con gas mostaza, el desplome del techo de la cafetería— que le permitiera ponerse a salvo de aquellos tres pares de ojos inquisitivos. Pero no ocurrió nada.

—Pues… es usted muy amable, señor Neves, pero actualmente no estoy escribiendo.

En el rostro del editor se dibujó una sonrisa cálida.

—Bueno, no tiene por qué ser ahora. Sé por experiencia que los autores tienen su ritmo. Carlos Buenque estuvo casi veinte años sin publicar nueva novela. Y Serantes dejó pasar cuarenta antes de escribir su trilogía. En el sector editorial, el tiempo tiene un valor distinto. Cuando un autor me interesa, me armo de paciencia. Y en este momento, ningún novelista me interesa tanto como usted. Puedo hacerle una oferta difícil de superar.

—Se lo agradezco mucho, pero… en fin… no creo que…

—Es verdad, no es el lugar ni el momento para hablar de estas cosas. Además, estaban ustedes almorzando y les hemos interrumpido. Le dejo mi tarjeta. Llámeme en cuanto tenga algo. O llámeme, simplemente, para hablar más despacio. —Le dedicó una mirada brillante y firme—. Sin prisas, ¿eh? No me importa esperar, pero estoy decidido a ser su próximo editor. Y le advierto de que soy muy persistente.

Mario tomó de las manos diáfanas de Santiago Neves aquel cartoncillo de elegante color crema, donde, escritas con tinta sepia, estaban las señas de la editorial.

—Le he anotado mi teléfono móvil en la parte de atrás. Puede localizarme a cualquier hora, los siete días de la semana. Me ha encantado conocerle. Profesora Millares, ha sido un placer. Hasta pronto, espero…

La despedida del rector se concretó en un gruñido. Mario y Beatriz volvieron a sus bandejas (menestra de verduras y carne en rollo con puré de patata).

—Se habrá quedado todo frío. —Si algo deseaba Mario Menkell era cambiar de tercio y cerrar para siempre el capítulo de Santiago Neves, pero la expresión de Beatriz le decía que no iba a ser tan fácil. Ni siquiera había mirado la comida.

—Mario… ¿te das cuenta? Es el dueño de Millenio… y lleva años buscándote para publicar una novela tuya… en tu lugar, me sentiría muy halagada.

—Bueno, no creo que sea para tanto. Los editores siempre dicen cosas así. Les encanta hacer creer a los autores que son el centro del universo, pero a la hora de la verdad es todo muy distinto.

—Pues a mí me pareció que Neves hablaba en serio.

—Yo creo que todos hacen igual.

Beatriz revolvía la menestra en el plato con una total falta de interés.

—A pesar de todo, deberías llamarle y escuchar lo que quiere ofrecerte.

—Beatriz… es que no hay nada sobre lo que hacer una oferta. No tengo ninguna novela entre manos, ni perspectivas de tenerla en un futuro. Ese Neves parece un hombre agradable, y si estuviese escribiendo algo me encantaría enseñárselo. Pero no es así. —Se metió en la boca una porción de brécol—. Lo que me parecía, está todo helado. Voy a pedir que lo pongan en el microondas. ¿Me llevo tu plato también?

Beatriz supo que se había acabado la conversación. Mientras Mario se alejaba en dirección a la barra, se dio cuenta de que había arrojado a una papelera la tarjeta entregada por Neves. Siguiendo el impulso de una repentina inspiración, se levantó y la recogió con rapidez de ilusionista. Uno nunca sabe lo que puede pasar, pensó Beatriz mientras guardaba el botín en su cartera.

Mientras la menestra de verduras giraba en la bandeja del microondas, Mario Menkell lamentaba el encuentro supuestamente casual con el simpático señor Neves, que había venido a recordarle una época superada. Pensaba que, después de tantos años, había driblado definitivamente el acoso de los editores y, sí, incluso el de los agentes literarios, que durante un tiempo perturbaron lo indecible la paz de su mundo con ofertas tan generosas que algunas rozaban lo descabellado. El éxito de Lo que me contó Bernard M. se convirtió por muchos meses en una especie de piedra en su zapato. De pronto todo el mundo quería contar con él para esto o para aquello. Le ofrecieron participar en antologías de cuentos de autores contemporáneos —ignorando sus tímidas objeciones en las que esgrimía como disculpa el total desconocimiento del género—, hacer un guion de cine, una colaboración en un programa televisivo —¡él, que ni siquiera quería que le tomaran fotos!—, una columna en una revista femenina…, y luego, por supuesto, estaba la dichosa segunda novela. Menkell se preguntaba qué hacía que los demás diesen por hecho que tenía ganas de escribir un segundo título… y, sobre todo, material para abordarlo.

Mario Menkell no había confesado nunca a nadie que su única novela era en realidad una vieja historia familiar protagonizada por un tío suyo y que su madre le había contado durante años, primero en forma de cuento infantil, luego enriqueciéndola cada vez más con profusión de detalles que servían para apuntalar la narración hasta convertirla en una suerte de epopeya. Lo que me contó Bernard M. había sido calificada por la crítica como «una fabulosa novela de aventuras que retoma la tradición perdida de los grandes textos decimonónicos». Menkell pensaba que exageraban un poco. También le sorprendía que los mismos jóvenes que habían acogido la novela con verdadero entusiasmo no hubiesen leído jamás a Julio Verne, Herman Melville o Mark Twain.

Él sí lo había hecho. R. L. Stevenson. Fenimore Cooper. Karl May. Emilio Salgari… Recordaba las tardes de invierno pasadas en el sillón de su casa, hundiendo la nariz en aquellos libros polvorientos que sacaba de las estanterías del despacho de su padre. A veces, antes de emprender la lectura, descubría que la polilla había empezado a hacer estragos en las páginas de papel barato, y entonces intentaba pasar las páginas del libro con un cuidado impropio de un chaval de siete años. Trataba los libros con tanto mimo que —pensaba su madre— cuando estaba leyendo parecía un viejo, un misterioso anciano menguado por una maldición o milagrosamente rejuvenecido por algún hechizo, que conservaba sin embargo las maneras de la edad y era capaz de tocar los libros con la delicadeza que hubiese empleado un entomólogo para rozar las alas de una mariposa perteneciente a alguna especie rara. Menkell leía aquellas historias desarrolladas en tierras desconocidas, protagonizadas por una raza singular de hombres audaces, y lo hacía convencido de que todo lo que contaban aquellas novelas había sucedido alguna vez, en otro lugar, en un tiempo distinto, en unas coordenadas diferentes. Cuando era niño, Menkell ni siquiera se había planteado la existencia del fértil territorio de la imaginación. Estaba convencido de que las historias, igual que las cosas, vienen todas de alguna parte. Por eso pensaba que en el Londres victoriano había habido un caballero empeñado en dar la vuelta al mundo en ochenta días, y en las orillas del Misisipi de los esclavos había nacido la amistad entre un niño blanco y otro negro, y que un hombre con una particular forma de cordura había buscado durante años un duelo a muerte con la gran ballena blanca. Mario no había dudado nunca de la existencia del capitán Nemo, de Sandokán o del mismísimo Sherlock Holmes, y cuando alguien —quizá un maestro del colegio, quizá su propia madre— le sacó de su error y le dijo que todos aquellos personajes habían nacido del privilegiado cerebro de hombres y mujeres dotados para la escritura, se sintió doblemente admirado y, por primera vez en su vida, limitado y torpe. A pesar de su juventud, supo admitir en él la ausencia total del talento creador que tenían los padres de aquellas criaturas hechas de palabras, y envidió el don de la inventiva como no había envidiado nunca las habilidades físicas de sus compañeros de clase, de las que también carecía. Mario Menkell era incapaz de correr con cierto estilo, no digamos ya de saltar el potro o de colgarse con cierto donaire de las barras paralelas del gimnasio. Ni siquiera sabía respirar de forma acompasada, «por el amor de Dios, Menkell, si no controlas las inspiraciones te acabará dando un infarto», le decía el profesor de gimnasia, y él veía a sus contemporáneos levantar las piernas elegantemente, balancearse en el trapecio, saltar y hacer cabriolas con habilidad de campeones olímpicos, sin sentir un átomo de nada parecido a los celos. No, a Menkell no le importaba tropezar con sus propios pies, congestionarse hasta rozar la apoplejía o quedar el último en las carreras que se improvisaban en el gimnasio. Pero sí hubiese dado casi cualquier cosa por ser capaz de inventar una buena historia. Y su pobre cerebro estaba tan entumecido como sus músculos.

Por eso, el día en que su madre empezó a contarle la vida del tío Bernard, Mario Menkell sintió en su interior algo parecido a una auténtica epifanía. Allí estaba la historia. Una historia fabulosa por la que hubiesen vendido el alma cada uno de los escritores que habían hecho que le latiese el corazón en las tardes de invierno. Allí estaba la gran aventura por la que hubiese asesinado el mismísimo Julio Verne, el propio Salgari, o hasta Edgar Allan Poe en carne mortal. Y aquella historia era suya y solamente suya, pues extinguida ya su larga y tortuosa familia, era él el único capaz de contarla. Pero ya lo había hecho, y eso era todo lo que tenía. Así que, por mucho que los editores le ofreciesen anticipos millonarios y tratasen de camelarlo con halagos sinceros o no, sabía que no sería capaz de escribir otra novela, porque tampoco tenía posibilidades de encontrar otra historia. Ahora sólo cabía esperar que Santiago Neves no volviera a cruzarse en su camino. Que se olvidara de él, como habían hecho los otros.