Beatriz Millares sabía perfectamente que la noticia de su separación iba a extenderse por la Luis de Camoens con una rapidez que ni siquiera intentaría explicarse. Aquella universidad tenía los mismos códigos de conducta que una pequeña aldea, y sus integrantes se consideraban en el legítimo derecho de estar al tanto de las vidas de quienes compartían con ellos la pertenencia al clan. Así las cosas, todo el mundo se creía en la obligación de hacer públicos los aspectos esenciales de su vida privada en lo tocante a bodas, separaciones, defunciones y nacimientos, al tiempo que el pecado del chismorreo no era considerado como tal. Si —como rezaba el himno de la LC, una composición cursilona que los alumnos cantaban en las celebraciones con más que evidente cachondeo— el Consejo, los profesores y los alumnos eran parte de una gran familia, no había razón alguna para sustraer a la curiosidad general los pequeños detalles que adornaban la existencia de unos y otros, aunque los interesados hubiesen preferido mantener esos detalles en secreto. El rector Saldaña se ofendió bastante cuando supo que Pedro Roig, el decano de Humanidades, había adoptado a dos hermanas chinas, y pensó que bien había podido comentar con sus compañeros —y en particular con él mismo— que estaba inmerso en uno de esos largos procesos de acogida internacional, y nadie entendió que Moncho Pardo anunciase su boda sólo una semana antes de celebrarla, cuando todos sus compañeros ignoraban que se había comprometido, incluso que tuviera pareja. Sin embargo, todos agradecieron que Simón Balmes hablase de su homosexualidad al segundo día de firmar su contrato como profesor de estadística y que Lena Ferrara, que daba clase de italiano en el laboratorio de idiomas, explicase que un aneurisma había convertido a su padre en un vegetal.
Ocultar ciertos detalles se consideraba una suerte de traición a la ejemplar comunidad de la Universidad Luis de Camoens, donde no debían existir secretos ni misterios. Y si el interesado no estaba por la labor de participar de esa particular política de glasnost, siempre habría alguien dispuesto a hacer de correveidile: husmear en las vidas de los otros era, más que una costumbre, una especie de derecho universal en el mundo cerrado de la LC. Proporcionar información que los demás ocultaban había acabado por convertirse en una forma de contribuir a la armonía transparente que tanto preocupaba al rector.
—Es bueno que todos sepamos lo que preocupa a los demás. Somos colegas, trabajamos juntos. Si alguien tiene un problema, es preferible que nadie lo ignore para estar en condiciones de echar una mano. Eso es hacer labor de equipo.
Mario Menkell sospechaba que, en realidad, semejantes discursos eran sólo una forma de enmascarar la necesidad patológica que tenía Saldaña de estar al tanto de la vida y milagros de sus subordinados. Había algo morboso en el afán del rector por saberlo todo. Secretamente, Mario pensaba que aquel hombre hubiese hecho casi cualquier cosa por colocar cámaras ocultas en los domicilios de cada uno de los profesores de la LC, incluso en los de algunos alumnos, para así poder ser testigo de todos sus movimientos y, sobre todo, de las pequeñas miserias diarias que a la fuerza jalonan la vida de un ser humano. Era difícil establecer de dónde provenía la obsesión de Claudio Saldaña por controlarlo todo, pero lo cierto es que había acabado por contagiar con ella a toda la comunidad académica, convirtiéndola en una vulgar corrala de vecindonas donde no había misterios, ni secretos, a veces ni siquiera la más elemental privacidad.
A Beatriz Millares no se le escapaba que informar al rector del cambio producido en su estado civil era una buena forma de ahorrarse problemas: Saldaña se había extrañado cuando solicitó de forma intempestiva aquellas cortas vacaciones sin sueldo, y a buen seguro estaría con la mosca detrás de la oreja. Así que al día siguiente, antes de empezar las lecciones, llamó a la puerta de su despacho y le contó lo ocurrido, sin entrar en detalles y procurando eludir todo apasionamiento. Él intentó obtener un poco más de información de la que ella quería brindarle, pero no insistió demasiado: conocía demasiado bien a la profesora Millares como para saber que sólo iba a contar lo necesario: se había separado de su marido, y no había más que saber. Beatriz se estaba despidiendo cuando el rector pareció recordar algo.
—Profesora… ¿va usted a conservar su misma dirección? Necesito saberlo a efectos del envío de la… la correspondencia de la universidad.
Ahí la había pillado.
—No… es decir, estoy viviendo en casa de mi hermana, pero… pero he encontrado un piso y voy a trasladarme enseguida.
—Muy bien. Pues no olvide pasar sus nuevas señas a la secretaria. Y si hay alguna cosa que personal o profesionalmente pueda hacer para ayudarla en su situación…
Pero Beatriz Millares ya estaba abriendo la puerta, y se limitó a sacudir la cabeza y mascullar un «muchas gracias» a modo de despedida.
Cuando se cerró la puerta, Saldaña se dijo que la profesora Millares le estaba ocultando algo, o, al menos, reservándose una parte de la información. Llevaba tantos años husmeando en las vidas de los demás que había acabado por tener algo parecido a un radar para los secretos ajenos. En otras circunstancias, el rector Saldaña hubiese dedicado más tiempo a sonsacar información a Beatriz, pero aquella mañana había recibido una noticia inesperada y agradabilísima: el embajador francés acababa de llamar para comunicarle que le había sido concedida la Legión de Honor. La sorpresa había sido tan grande que ni siquiera había estado muy efusivo con él, aunque por supuesto le había dado las gracias y pedido que transmitiese su satisfacción al presidente de la república.
La Legión de Honor. Vaya. Al parecer, el trabajo realizado durante todos aquellos años empezaba a dar sus frutos. Los últimos meses había recibido dos o tres distinciones honoríficas —la medalla de oro de una fundación, un doctorado honoris causa por una universidad americana que participaba en el programa de estudios mixtos y el nombramiento de hijo predilecto de su pueblo natal— además de una oferta para integrar el consejo de administración de una empresa de telecomunicaciones. Y, ahora, el mismísimo Nicolás Sarkozy demostraba saber de su existencia. Se arrellanó en el sillón, notando cómo su alma… sí, incluso su cuerpo… se inundaban de la grata sensación de plenitud generada por el éxito. Lo había conseguido. Quince años antes nadie apostaba un céntimo por él, pero lo había conseguido.
Y, ahora, ¿qué iba a pasar? Tiempo atrás hubiese pensado que el dulce momento que estaba viviendo señalaba la llegada a la meta. Pero el rector Saldaña empezaba a pensar que, en realidad, aquello podía ser el principio. Los consejos de administración. Los reconocimientos de otras universidades. La chapita que iban a regalarle los franceses… ¿no era señal inequívoca de que podía aspirar a destinos más elevados? Acababa de cumplir cincuenta y siete años. Era doctor en Económicas y había publicado tres libros —cuyos títulos, por cierto, ya casi ni recordaba— y pronunciado algunas conferencias (además de incontables clases en la LC). El mundo académico empezaba a demostrar una notable consideración hacia él, después de haberle condenado al ostracismo durante los años oscuros de la Luis de Camoens. Socialmente era, no había duda, una figura destacada: los muchos alumnos y exalumnos de la universidad —y sus distinguidos y adinerados padres— le hacían objeto de innumerables atenciones, invitándole a cenas privadas, fiestas, jornadas de caza y celebraciones de distinto pelaje. Además, la tan cacareada neutralidad política de Claudio Saldaña le había ayudado a llevarse bien con unos y con otros. La universidad había pasado por cuatro gobiernos distintos, y siempre había habido algún ministro en la ceremonia de apertura de curso o en los actos con los que se celebraban las graduaciones. Su currículum era más que bueno. Su fama, intachable. Su vida personal, un ejemplo: llevaba treinta y dos años casado con la misma mujer —que trabajaba como abogada en un grupo de empresas— y tenía tres hijos guapos, bien educados y poseedores de sendas licenciaturas en universidades distintas a la Luis de Camoens, para que ninguna sospecha de favoritismo pudiera cernirse sobre las brillantes calificaciones que habían obtenido.
Así las cosas… ¿por qué no esperar lo mejor? ¿Por qué no tomar en serio a aquel exalumno con el que coincidió en una recepción y que le dijo que acabaría siendo ministro? Se había reído, claro. ¡Qué iba a hacer, delante de tanta gente! Pero ahora, tras hablar con el embajador de Francia y repasar lo que había sido su vida en los últimos quince años, se preguntaba ¿por qué no? Cualquier partido político estaría encantado de ofrecer un sitio en sus filas a un hombre como él, que no sólo presentaba un inmaculado historial, sino que además tenía una extraordinaria agenda de contactos con antiguos alumnos que ya ocupaban puestos de relevancia en las principales empresas del país. Si a ello se unía su condición de intelectual y el hecho de que había construido su biografía desde un origen humilde —era huérfano de padre, y su madre había vendido fruta en un mercado—, todo le hacía preguntarse ¿por qué no? Otros con menos méritos que él habían paseado por el mundo la cartera de Educación… e incluso la de Cultura. ¿Por qué no?
Lo cierto es que en la apabullante trayectoria del rector Saldaña había un solo punto oscuro, tan pequeño y tan lejano en el tiempo que prefería no pensar en él, y a fuerza de no darle vueltas había conseguido olvidarlo o, por lo menos, situarlo en una particular nebulosa, en esa frontera difusa de las cosas que recordamos malamente, hasta el punto de que a veces no sabemos si de verdad las hemos vivido o son parte de la experiencia de otros.
Había sucedido durante los años oscuros. Puede que fuese durante el curso 96-97, aunque ya ni siquiera estaba seguro de ello. Entonces él aún daba clase cinco días a la semana. No había dinero para contratar profesores, ni tampoco muchos profesores que quisieran ser contratados, así que el propio rector impartía dos asignaturas en la Facultad de Económicas. Laura Morales era una de sus alumnas. Ni siquiera sabía por qué se había fijado en ella. No era más guapa, ni más inteligente, ni siquiera más simpática que el resto de las chicas que acudían a sus clases. Pero había algo en Laura… algo que nunca había logrado descifrar… que la diferenciaba de los cientos de alumnas que Claudio Saldaña había tenido en más de veinte años de docencia.
No podía decir cómo había empezado la cosa, sería capaz de jurarlo ante el mismo Dios. No había habido coqueteos previos, ni citas para tentar la suerte. Una tarde, al acabar las clases, ella había ido a su despacho para revisar un examen, y media hora después estaban retozando sobre el sillón de cuero falso. Nunca, en toda su vida, le había pasado algo así. ¡Acostarse con una alumna! ¡En el recinto sagrado de la universidad! ¡En su propio despacho, por todos los santos! ¿Cómo había sido capaz de una imprudencia semejante? Y ¿cómo fue capaz de prolongar durante meses aquella situación demencial? Porque aquella tarde no fue la última, no, señor. Él y Laura Morales habían seguido follando —porque eso era lo que hacían, follar, con todas las letras— durante prácticamente todo el curso, siempre en la universidad, siempre en horas lectivas, y casi siempre en su despacho —excepto una vez que lo habían hecho en un vestuario del gimnasio y otra sobre los escaños del aula magna—, siempre rezando para que los jadeos de ambos no alertasen a alguien que pudiese sorprenderlos en plena faena. Pero tuvieron suerte, o al menos eso pensaba el rector, que estaba convencido de que algo más allá de lo entendible velaba por él y lo protegía, a pesar de su condición de miserable pecador, de débil criatura sometida a las tentaciones de la carne.
De la misma forma que Claudio Saldaña no acertaba a explicarse cómo había comenzado aquella relación inconveniente, tampoco era capaz de determinar en qué momento decidió que aquello debía acabarse. Tenía que hablar con la chica. Lo malo era que no sabía ni por dónde empezar. Como jamás había hecho una cosa así, ignoraba los códigos de conducta para casos semejantes e incluso los protocolos de las rupturas: Mercedes, su esposa, había sido su primera y única novia, de forma que nunca había puesto fin a una relación con una mujer. Saldaña decidió entonces tirar por la calle de en medio y aconsejó a Laura Morales que solicitase una beca de estudios en una universidad latinoamericana —ni siquiera recordaba cuál— para rematar su licenciatura en el cono sur.
Para sorpresa del rector, ella no solo no puso objeciones —le aterraba el hecho de que la chica le montase una escena y le dijese que sólo quería librarse de ella— sino que pareció que le encantaba la idea. El único problema, dijo, eran sus notas: no era una alumna precisamente brillante, y además el último año había estado ocupada haciendo otras cosas, eso había dicho aquel súcubo de veintidós años, con los ojos chispeantes y una sonrisa angelical de dama en apuros. Claudio Saldaña se había apresurado a asegurarle que su expediente no sería un problema, que la beca estaba controlada enteramente por la Luis de Camoens y que él mismo presidía el comité de admisión. En lugar de guiarse por las calificaciones, propondría la celebración de una prueba escrita que corregiría personalmente, y podía estar segura de que, hiciese lo que hiciese, sacaría la mejor puntuación de entre todos los presentados.
El plan era perfecto: Saldaña volvería a su pacífica existencia, y Laura acabaría su carrera en Argentina, en Chile o… o en Bolivia. Cuando ella le abrazó saltando de alegría ante la perspectiva de cruzar el charco, el rector de la LC sintió una extraña mezcla de alivio y… sí, melancolía, de nostalgia anticipada ante una época que estaba tocando a su fin y que —de eso estaba seguro— era absolutamente irrepetible. Nunca, en ningún caso, volvería a relacionarse con una alumna. La historia de Laura Morales había sido un paréntesis en su vida ordenada, en su existencia de esposo modelo, de padre perfecto, de intachable docente, de gestor ejemplar que rubricó su pecado maniobrando en favor de aquella chiquilla con un expediente mediocre para hacer triunfar su solicitud de beca por encima de otros alumnos cuyo historial académico estaba cuajado de matrículas de honor.
Francisco Peña y María Bravo, que tenían los mejores expedientes de la universidad, jamás entendieron cómo aquella tontaina de Laura Morales había sido capaz de alzarse sobre ellos en un examen tan complicado. Pero nadie se hubiese atrevido a sospechar que pudiese existir algún tejemaneje extraño. Así que Laura salió de Madrid, de la Luis de Camoens y de la vida de Claudio Saldaña. Sólo unas semanas después de su marcha, el rector se preguntaba cómo demonios podía haber caído en algo tan bajo, tan burdo, tener relaciones sexuales con una alumna, por todos los santos, hasta el punto de que al rememorar los encuentros con Laura Morales ya no sentía un cosquilleo en la entrepierna, sino una palpable sensación de vergüenza. Durante algún tiempo, el rector pensó que aquel episodio indigno acabaría teniendo para él consecuencias irreparables, pero pasaron los años y no sucedió nada. La alumna seductora, aquella hurí descarada, no dio señales de vida nunca más, y él dejó de pensar no sólo en ella sino en los acontecimientos de aquel curso del 96 en el que había estado a punto de echar por la borda su carrera y su vida.
Mientras se alejaba en dirección a la primera clase de la mañana, Beatriz reflexionó brevemente acerca de la profunda antipatía que despertaba en ella el rector Saldaña. Aquel hombre alto y bien plantado, de pobladas cejas grises y aspecto supuestamente inteligente le había disgustado desde el primer encuentro, antes de que la universidad se instalase en su particular edad de oro. Claudio Saldaña había recibido su curriculum y quería concertar una entrevista, y ella empezó a detestarle desde el saludo inicial, cuando él le tendió una mano blanda y gelatinosa que dejó casi muerta dentro de la mano de ella. Desde entonces, y a pesar de que aquel primer cambio de impresiones había desembocado en una oferta de trabajo, ella evitaba no ya estrecharle la mano, sino incluso coincidir con él más allá del mínimo imprescindible.
En el primer curso la había invitado a salir un día: Saldaña tenía dos abonos para el Auditorio Nacional, y una orquesta búlgara interpretaba las Variaciones Goldberg. Ni siquiera la posibilidad de pasar una hora y media mecida por la música de Bach servía para atenuar el intenso desagrado que le inspiraba la compañía del rector, pero a pesar de todo Beatriz Saldaña no encontró una razón para rechazar aquella cita: la propuesta de Saldaña la había sorprendido hasta el punto de anular su capacidad de reacción. Así que salió con él, y en las dos horas escasas que duró el encuentro se empleó a fondo para hacer una excelente campaña de desprestigio de sí misma: se presentó con un vestido de colores a sabiendas de que él esperaba de su acompañante un alarde de elegante sobriedad, tosió varias veces durante el concierto, aplaudió a destiempo y hasta se permitió la osadía de levantarse del asiento para ir al cuarto de baño en mitad del segundo movimiento, cosechando —como era de esperar— las subsiguientes miradas furibundas por parte de los otros abonados que tuvieron que ponerse de pie para dejarla pasar a la ida y a la vuelta. Claudio Saldaña la llevó de regreso a casa nada más terminar el concierto y no volvió a invitarla. Beatriz sospechaba que el rector se había dado cuenta de que su comportamiento de colegiala maleducada obedecía a un plan intencionado, pero no quiso pensar en ello.
Años después de aquel sabotaje tan evidente, Beatriz Millares admitía que su conducta había sobrepasado todos los límites de la más elemental madurez, y que si no quería ver a aquel hombre después del trabajo hubiese bastado con rechazar las siguientes invitaciones con disculpas vulgares, como hacen todas las mujeres —y todos los hombres— con aquéllos cuya compañía prefieren no frecuentar. Pero la cuestión no era ésa: no es que no quisiese aceptar más citas con Saldaña. Es que quería ahuyentarlo para siempre. Y, en ese sentido, su recital de malos modos con música de fondo había sido providencial. Además, a qué engañarse, ésa era su manera de hacer las cosas: contundente, expeditiva. Sin dar lugar a dudas ni a dobles interpretaciones. Era así como había dejado a Baldo: después de la última bronca y la primera bofetada, le dijo que se iba y se fue. Esa misma noche durmió fuera de casa. Se marchó con lo puesto y una bolsa que regalaban con una revista femenina en la que embutió un pijama, una muda y el neceser que se llevaba a los viajes. Al día siguiente, mientras Baldo estaba en el trabajo, entró en la casa y… tras un rápido vistazo al armario metió en un par de maletas la ropa y los zapatos que quería llevarse. Las cosas de trabajo —libros, apuntes, fichas de clase— las tenía en su despacho de la universidad, lo mismo que el ordenador portátil y la cámara de fotos digital. Cuando Baldo la llamó para decirle que podía recoger cualquier cosa de las que había en el piso, ella contestó que no quería nada.
—Pero si ni siquiera te has llevado toda la ropa…
—Me he llevado lo que todavía me pongo. En el armario hay trajes que no uso desde hace años, así que no pienso cargar con ellos.
—¿Y lo demás? Hay discos y libros que sé que te gustan. Y el equipo de música lo compraste tú… ya sabes que puedes coger lo que quieras, incluso aunque no sea tuyo.
Era muy propio de Baldo hacer esos alardes de magnanimidad.
—Qué considerado… Pues mira, gracias, pero no quiero nada de lo que hay en el piso. Ni un puñetero alfiler. Y me importa una mierda lo que hagas con la ropa, los libros o el aparato de música. ¿Sabes lo único que me apetece de verdad? Estar segura de que no voy a volver a verte en toda mi vida.
Colgar el teléfono después de ese pequeño discurso hizo que se sintiese sumamente bien. Y, además, no necesitaba en absoluto nada de lo que hubiese en aquella casa. El equipo de música le había costado un disparate, y también la pantalla de plasma que habían instalado en el salón —y que, aunque Baldo no lo hubiese mencionado, había pagado ella—, pero eran elementos tan prescindibles como reemplazables. Sólo ahora empezaba a arrepentirse de haber estado tan explícita en su renuncia al contenido de la que había sido su casa durante casi cinco años. Le daba vergüenza reconocer que añoraba levemente algunas cosas que le pertenecían en exclusiva: una lámpara que su madre le había regalado, un juego de cubiertos de servir que tenían un bonito mango de asta, un candelabro de plata, la colección de DVD clásicos… sabía que hubiese podido recuperar sin problemas cualquiera de aquellos objetos con sólo insinuar a Baldo su interés por ellos, pero Beatriz estaba convencida de que el desinterés por las cosas es una prueba de fortaleza, y lo contrario revela una innegable debilidad, una fisura en el carácter por la que puede colarse sin problemas el dolor y, lo que es peor, el pánico en cualquiera de sus formas. Así que decidió no ceder y renunciar a todo aquello que, como ahora reconocía, también formaba parte de su pasado. Nunca, hasta entonces, había pensado que las cosas son piezas que completan la historia personal de cada uno. Y mientras se enfrentaba a esa nueva certeza, lamentaba haber perdido para siempre aquella primera edición de Bonjour, tristesse adquirida en una librería de viejo en París, o el precioso galán de noche de caoba que había encontrado en el Rastro y que había devuelto amorosamente a la vida tras lijarlo y darle una capa de barniz.
Estaba claro que había empezado una nueva etapa. Eso no es malo, pensó, todo el mundo sabe que la vida está compuesta de tramos consecutivos. No le importaba subir el siguiente escalón, pero quizá le hubiese sido un poco más fácil de haber podido conservar siquiera una parte ínfima de las cosas que le habían pertenecido, aunque sólo fuese para dar pruebas materiales de que contaba con un pasado.
Beatriz Millares se tenía por una persona práctica y poco o nada materialista. Siendo niña, su historia favorita era la de la camisa del hombre feliz, y su carta a los Reyes Magos era tan prudente y tan equilibrada que sus padres llegaron a inquietarse por su sensatez. Su madre recordaba a menudo que, durante la adolescencia, fue la única de sus tres hijos que nunca la atosigó con demandas de ropa de marca o modelos caros de zapatillas de deporte, y jamás protestaba al heredar vestidos de su hermana mayor. Cuando empezó a ganar dinero, cualquiera hubiese confundido con racanería su juicio a la hora de administrar un sueldo. En los viajes apenas hacía fotos, y era quizá la única persona del mundo que nunca había cedido a la tentación de los souvenirs. Solía deshacerse de la ropa que no se ponía, regalaba los libros que no le interesaban y tenía la costumbre de eliminar periódicamente todos los objetos inútiles que acaban por acumularse en una casa. No quería tener más que lo imprescindible, y se enorgullecía de su buen criterio a la hora de determinar qué lo era y qué no. Pero ahora ya no estaba tan segura. Porque nadie necesita imperiosamente un perchero viejo o un libro de Françoise Sagan, y en las últimas horas había pensado media docena de veces en uno y en otro. A sus cuarenta y cuatro años, Beatriz Millares no poseía nada más que dos maletas llenas de ropa y un puñado de papeles de trabajo, y, desde luego, no se sentía especialmente feliz. Así que aquel tipo que estaba tan contento a pesar de no tener camisa era, definitivamente, un pobre chalado que no sabía de la misa la media.
Afortunadamente, estaba la casa de Mario. Se dijo que, más que un golpe de buena suerte, aquella circunstancia era prácticamente milagrosa: casi la mitad de su sueldo en la LC estaba destinado a pagar la hipoteca del piso que compartía con Baldo —regresó fugazmente a su cabeza el recuerdo de los libros, las películas antiguas o los muebles restaurados con sus propias manos—, y con la otra mitad debía cubrir el crédito del coche, el seguro médico, el gimnasio —al que no iba casi nunca— y todos los gastos diarios, desde la comida a los cartuchos de la impresora. Así que le era imposible asumir el pago de un alquiler que le permitiese empezar otra vez. No parece muy factible iniciar una nueva vida cuando uno está instalado en una casa llena de niños ajenos cuyos padres la miraban con una insoportable mezcla de reproche y conmiseración. Por una parte, ambos debían compadecerla. Por otra, estaba segura de que se preguntaban en secreto si no debería haber esperado un poco más antes de tomar la decisión de separarse. Así que podía decirse que el inquilino de Mario se había suicidado en el momento oportuno, y aunque instantáneamente rechazó aquella idea por su impiedad, tuvo que reconocer ante sí misma que el destino había hecho su trabajo de una forma bastante satisfactoria.
Definitivamente, Mario le había hecho el favor de su vida. Era un tipo estupendo, Mario Menkell, con sus poco favorecedoras gafas de doscientas dioptrías, y esos trajes tan mal elegidos que pedían a gritos un urgente proceso de renovación. Quizá era la miopía o su muy escaso gusto para la ropa lo que le convertía a ojos de los demás en un personaje inofensivo… y, sí, hasta cierto punto entrañable. Beatriz se preguntaba si alguien más aparte de ella había visto en Menkell a una persona inteligente, tranquila y afable, dotada de un prodigioso sentido de la prudencia y de la rectitud. Mucho se temía que, para la mayoría de los profesores de la LC, Mario Menkell era sólo un cegato mal vestido, estúpidamente tímido y carente de gracia. Un triste, como lo definió una vez el cretino de Gerardo Auder, que era capaz de aburrir a las ovejas con sus constantes observaciones y comía dejando la boca medio abierta, ofreciendo el consiguiente espectáculo de comida a medio masticar yendo y viniendo al compás de su conversación estúpida. Mario Menkell no era un triste. Un poco tímido sí, desde luego, como si siempre tuviese la sensación de estar de más en todos los sitios, como temiendo que cualquier cosa que hiciera pudiese molestar o herir a alguien. Mira que se había puesto pesado con el asunto de la morralla que atiborraba el piso que le iba a prestar. Como si estuviese en situación de mostrarse muy tiquismiquis. Sí, claro que había muchas cosas. No todo el mundo andaba por la vida como ella, presumiendo de no necesitar nada. Es posible que el hombre de la casa, el suicida, ese tal Montalvo, se hubiese pasado de la rosca en su manía de acumular objetos… pero cada cual tiene sus costumbres. Y siempre es mejor coleccionar coches de lata y tapones de gaseosa que historias ajenas, como hacía Claudio Saldaña.
Se preguntó si debería haberle dicho al rector que un compañero iba a prestarle la casa en la que pensaba instalarse, pero enseguida se respondió «¿y por qué diantres iba a hacerlo?». Una cosa es ocultar una variación en el estado civil, o un embarazo, que antes o después acabará descubriéndose, y otra muy distinta ofrecer gratuitamente detalles personales que a nadie importan. Y, sobre todo, que no debían importar a Claudio Saldaña. Sonrió al pensar en lo mucho que disfrutaría el rector con un comadreo tan jugoso: la profesora Millares iba a vivir de gorra en un piso propiedad de otro docente de la LC… cuyo antiguo propietario, por cierto, se había suicidado. Un caramelo demasiado apetecible como para ponerlo graciosamente al alcance del señor Mano Blanda, que ya sabía demasiadas cosas de ella.
Doce años antes había sido operada de un tumor en el pecho. Se lo habían descubierto en una revisión rutinaria justo cuando acababa de volver de Estados Unidos, y superada la sensación de cataclismo que supuso la revelación del oncólogo —«Sufre usted un carcinoma maligno intraductal en grado uno»—, aceptó que su vida iba a sufrir un largo paréntesis de intervenciones quirúrgicas, tratamientos y procesos de recuperación más o menos lentos. Todos los médicos coincidieron en que la enfermedad podía darse por superada cuando hubiesen transcurrido cinco años desde la eliminación del tumor. Beatriz se dijo que para conseguir la tan ansiada curación —el alta definitiva, tan distinta de la libertad condicional de las revisiones periódicas y pasadas con éxito— necesitaba considerarse a sí misma como único centro del universo, y organizar su vida con el propósito exclusivo de eliminar no sólo el cáncer, sino la posibilidad de recaída. Así que, además de seguir escrupulosamente las indicaciones de los doctores, se puso en contacto con varios centros oncológicos americanos que le dieron unas pautas de conducta capaces de multiplicar sus posibilidades en la batalla final contra los marcadores tumorales alterados.
Cambió sus hábitos alimenticios, renunció para siempre a las carnes rojas, los ahumados y las grasas animales, no digamos ya a la bollería industrial a la que se había aficionado en Estados Unidos. Durante su estancia en Berkeley sustituía comidas enteras por una bandeja de donuts glaseados acompañados de un capuchino —eso sí, con leche descremada— y desayunaba tocino, huevos y patatas casi todos los días. Por suerte no había engordado: hacía mucho deporte —como el noventa por ciento de los estudiantes— y además estaba dotada de un metabolismo prodigioso que le permitía comerse un plato de alubias o una pieza de cordero justo antes de irse a la cama. Claro que eso había sido antes de que sus cenas se vieran reducidas a tímidos festines de rúcula, lechuga baby, brécol hervido y, con un poco de suerte, un puñado de espárragos o una lata de atún. El resto de su dieta estaba compuesta por pollo a la plancha, pescados variados, leche de soja y té verde. Llegó a acostumbrarse a las hamburguesas de tofu, a los insípidos cereales del desayuno y a las meriendas a base de nueces, y hasta empezó a olvidar que había habido un tiempo en el que era capaz de tomarse tres salchichas con huevos y panceta antes de las nueve de la mañana.
La mudanza en las costumbres culinarias no había sido el único cambio que el cáncer había traído a la vida de Beatriz Millares. También estaba el yoga, y las infusiones de rooibos, y las carísimas cápsulas de hongo reishi que se hacía traer desde Japón. Pero, sobre todo, estaba la fase de abstinencia amatoria. No se trataba sólo de renunciar temporalmente al sexo —cosa que, víctima de los estragos de la quimioterapia, tampoco le había parecido tan terrible—, sino de mantenerse a salvo de la tentación sentimental: se había propuesto construir para sí un mundo en calma, sin altibajos ni sorpresas. No quería colocarse en el punto de mira de disgustos provocados por infidelidades, mentiras, indecisiones varias y la nutrida legión de inquietudes que traen de la mano todas las historias amorosas, así que, durante casi cinco años, Beatriz Millares huyó como de la peste de cualquier implicación emocional.
Había empezado a dar clase en la LC justo cuando se cumplían diez meses desde que finalizara el tratamiento de quimioterapia. El cabello había vuelto a crecerle —aunque, para sorpresa suya, se obstinaba en hacerlo en forma de rizos a lo Shirley Temple— y gracias a la alimentación equilibrada y el ejercicio no tenía aspecto de persona convaleciente, pero por una razón de coherencia decidió no ocultar a su posible empleador que no hacía ni un año había sufrido un tratamiento médico complicado. Luego se arrepintió, pensando que quizá el que supiese que había estado tan enferma podría ir en su contra. «Si puedes optar entre una persona enferma y una sana… ¿por qué vas a elegir a la que está enferma?», se dijo, y ya estaba maldiciendo su inoportuno ataque de sinceridad cuando recibió una llamada del rector de la Luis de Camoens que la confirmaba como profesora titular. Ahora —cuando aquello había dejado de importarle— se daba cuenta de que en realidad la confesión de su estado de convalecencia había obrado en su favor con Claudio Saldaña. Dada su naturaleza, al rector se le habría hecho la boca agua —una mujer de treinta y tantos años víctima de una enfermedad grave ha de ser por fuerza una fuente inagotable de novedades y anécdotas—, y seguro que aquella circunstancia le había animado a contratarla.
También le había hablado de su cáncer a Mario Menkell, pero fue por razones bien distintas: tuvo que pedirle ayuda para llevar al aula una pila de ejercicios corregidos —le habían extirpado ganglios en la axila y debía tener cuidado al coger peso— y se sintió obligada a dar cuenta de su situación de convaleciente y de las indicaciones de los médicos. Mario la escuchó, y al terminar sólo dijo «bueno, me alegro de que ya estés bien». Para Beatriz, aquella frase tuvo un efecto casi relajante. Estaba acostumbrada a que, al saber de su enfermedad, todo el mundo le pidiese más detalles de los proporcionados. —¿Te operaron en la pública o en la privada? ¿Dónde te dieron la quimioterapia? ¿Perdiste mucho pelo? ¿No pensaste en volver a Estados Unidos para tratarte allí? Y a veces, incluso, ¿qué posibilidades tienes de recaer?— o, en el mejor de los casos, que sus interlocutores se enredasen en ejemplos supuestamente optimistas sobre una prima que llevaba veinte años operada de lo mismo y estaba perfectamente, o una cuñada a la que le habían amputado los dos pechos y la matriz y se encontraba como una rosa.
Después de escuchar el más variado repertorio de sandeces y ejemplos que no venían al caso y de responder preguntas impertinentes sin echar mano del ¿y a ti qué te importa? que se le venía a la cabeza, Beatriz había acabado por hacer oídos sordos a las imprudencias de los demás, sobre todo porque la mayoría de ellas venían dictadas por la buena intención. Pero apreció lo indecible que Mario Menkell hubiese tenido la sensibilidad suficiente como para colocar por su cuenta una línea divisoria entre su etapa como enferma —el pasado— y el momento presente. Aquella frase, «me alegro de que ya estés bien», supuso para ella una reconfortante salpicadura de optimismo, y también la confirmación de algo que ya sospechaba: a su manera, Menkell era una persona muy poco corriente.
Beatriz recordaba que, cuando fueron presentados, Mario Menkell había causado en ella una notable decepción, lo cual hizo que reflexionara sobre lo absurdo de crearse expectativas sobre personas que uno conoce a través del trabajo que desarrollan. Igual que otras cuarenta mil personas, Beatriz había leído Lo que me contó Bernard M., y encontrado la novela tan fascinante como sus otros lectores. Por eso elaboró en su cabeza una complicada fantasía sobre la personalidad del escritor: para haber elaborado aquella historia —«tan excitante como sólidamente trabada, tan trepidante como conmovedora», había dicho un crítico que no solía ser demasiado amable con los autores noveles—, Mario Menkell debía de ser un hombre excepcional… o, cuanto menos, más brillante que la mayoría. Había mirado el retrato de la solapa media docena de veces —una foto borrosa en blanco y negro, antigua y vagamente desenfocada—, pero aquella imagen no le había revelado gran cosa, excepto que en la editorial cuidaban bastante poco algunos detalles. Beatriz no sabía que los editores de Menkell habían intentado en vano ponerlo en manos de un fotógrafo profesional que pudiese obtener de él un retrato en condiciones, pero el autor se había empecinado en entregarles una foto suya del año catapún, que tuvieron que tratar con Photoshop hasta darle un aspecto que quisieron considerar vagamente misterioso… y que libreros y lectores calificaron de chapucero.
Por eso se sorprendió doblemente al conocer a Menkell: era más delgado, más bajo y más miope de lo que ella había creído —aunque, claro, cualquier conclusión era factible con aquella mierda de foto—, y además no parecía lo que se dice una persona desenvuelta. La segunda vez que lo vio tuvo que rendirse a la evidencia: el autor de Lo que me contó Bernard M. era un hombre adocenado y común, y por si fuera poco parecía absurdamente tímido, como si siempre estuviese a punto de desvanecerse.
Pero Beatriz tuvo también que corregir esa impresión: en sólo unos días fue testigo de algunos mínimos detalles que le sirvieron para apuntalar la figura difusa de Mario Menkell. Un mediodía, cuando estaban comiendo con el conferenciante que había acudido a pronunciar la sesión inaugural de aquel curso, la chica que servía la mesa derramó sobre Menkell la mitad del contenido de un plato que rebosaba una salsa espesa y amarilla. Menkell ni siquiera se movió y le dijo a la atribulada camarera que no había sido nada, a pesar de los lamparones que pasaron a decorar su chaqueta, como galones bochornosos. Sólo cuando la muchacha desapareció dentro de la cocina se marchó discretamente al baño para arreglar —con poco éxito— el grasiento desaguisado. Luego sucedió lo de Rosana, la torpe auxiliar de secretaría, que perdió en el universo atrabiliario del ordenador un fichero supuestamente esencial para el funcionamiento de la Facultad de Comunicación y Humanidades. El rector Saldaña se había puesto como loco: al parecer, en el dichoso documento había listas de alumnos, horarios de clases, datos bancarios que autentificaban el pago de las matrículas, incluso fechas de exámenes —«maldita sea, semanas enteras de trabajo desperdiciado por culpa de su incompetencia, sabía que esto iba a pasar, lo sabía desde que usted entró aquí, sólo llevamos diez días de curso y ya ha saboteado la labor de varias personas»—, y mientras la infeliz secretaria gimoteaba en presencia de todo el claustro —reunido en la sala de profesores en triste remedo de un gabinete de crisis—, el rector juraba en arameo y aseguraba que provocaría su despido aunque fuese la última cosa que hiciera en este mundo, «es usted una inútil, explíqueme por qué no está impresa toda la información contenida en esos archivos, por qué demonios se empeñan en guardar todo en el ordenador. Que sea la última vez, ¿me entiende? La última vez que no imprime cada documento parido por esta institución, y eso va para todos. Quiero archivos como los de antes, por todos los santos, archivos de papel que no puedan perderse al darle a una cochina tecla. Quiero las cosas por escrito. Guardadas y protegidas de despistes y de exhibiciones de estupidez como la suya. ¿Es tan difícil de entender que las cosas importan, por el amor de Dios?».
Los profesores asistían boquiabiertos a aquel espectáculo lamentable sin saber muy bien qué hacer ni qué decir. En realidad, ni siquiera sabían cuál era su papel en aquella reunión cuyo único propósito parecía ser machacar en público a la pobre Rosana, una joven cejijunta y poco agraciada que intentaba compensar con una amabilidad extrema los fallos de su trabajo como administrativa.
Una vez hubo cesado el torrente de insultos, el rector Saldaña salió de la sala tras pegar un portazo, y todos entendieron que el gesto daba a entender que la reunión había terminado. Todos menos Rosana, que, mientras los demás se preparaban para hacer mutis, se quedó donde estaba, roja como un pimiento, agitada por los sollozos y repitiendo entre dientes «no lo entiendo, es que no lo entiendo, no sé qué ha podido pasar». Beatriz recordaba que los más discretos bajaron la mirada para fingir que no habían sido testigos de aquella diatriba humillante, pero hubo más de uno que fijó la vista en la joven, meneando la cabeza como el que dice «esto ya me lo veía yo venir». Sólo Mario Menkell se acercó a Rosana y, tras tenderle un arrugado paquete de clínex, habló con ella durante unos instantes. La chica pareció calmarse un poco, y luego salió de la sala seguida de cerca por el profesor Menkell. Cuando, minutos después, Beatriz abandonó el edificio, pudo ver a través de los ventanales de secretaría cómo Mario Menkell se inclinaba sobre el ordenador principal siguiendo, supuestamente, las desordenadas pistas que Rosana debía estar proporcionándole para enfrentar una búsqueda con muy escasas posibilidades de éxito. Al día siguiente, fue el propio rector quien le contó que los documentos habían aparecido.
—Se ve que la chica se puso las pilas. Para esta gente no hay nada como una buena bronca: les pegas cuatro gritos y espabilan de lo lindo.
Pero Beatriz sabía que no se trataba de eso. La pobre Rosana era una muchacha apocada y servicial, que no necesitaba de amenazas para intentar hacer su trabajo lo mejor posible. En realidad, apostaba a que la secretaria pertenecía a ese tipo de personas a quienes los chillidos y las riñas sólo provocan un efecto perverso de aturullamiento y confusión. A pesar de que no le dijo nada al decano —intuía que era mejor guardar silencio para evitar remover el asunto— estaba segura de que la intervención de Menkell había tenido mucho que ver en la sorprendente reaparición de los archivos perdidos. Aquella misma mañana se encontró con él en la sala de profesores y, siguiendo los dictados de una repentina inspiración, le comunicó la noticia:
—¿Sabes que han encontrado los documentos? Los que extravió Rosana…
—¿Ah, sí? Qué bien… bueno, esas cosas ocurren constantemente. Se pierde un archivo, aparece…
Beatriz no añadió nada más, pero se dijo que, para ella, Menkell acababa de pasar la prueba del nueve. Unos días después la ayudó a llevar los ejercicios corregidos y cuando, tras hablarle de la enfermedad que había padecido, se limitó a celebrar su recuperación sin miradas compasivas ni expresiones de lástima, sin añadir estupideces del tipo «admiro tu valor» o «tienes mucho mérito» —como si reconocer un cáncer fuese cruzar descalza el Polo Norte—, el desgarbado profesor de Escritura Creativa se consagró definitivamente ante sus ojos como alguien a quien merece la pena conocer mejor.
Beatriz no se equivocaba al pensar que nadie más en la universidad compartía su opinión. Al principio, el claustro de la LC estaba formado por un escueto número de profesores mediocres que se relacionaban los unos con los otros en función de las posibilidades de medrar que sospechasen que podía ofrecer el interlocutor, y estaba claro que Mario Menkell tenía pocas opciones de catapultar la carrera de alguien. Luego, cuando llegó la edad de oro, las nuevas incorporaciones al claustro resultaron ser una pandilla de esnobs que consideraban a casi todos sus compañeros veteranos escoria académica, de modo que tampoco nadie se tomó interés en intimar con Menkell. Así las cosas, sólo quedaba ella. Y, para sorpresa de toda la comunidad de la LC, Beatriz Millares y Mario Menkell se hicieron amigos. O algo parecido. Porque Mario era un hombre educado, afectuoso y atento, pero parecía incapaz de sacudirse la capa de prevención que marcaba sus relaciones con los demás… o, al menos, sus relaciones con ella. De buena gana hubiese compartido con Menkell algo más que charlas sobre cine y libros, y tres o cuatro visitas organizadas a exposiciones imprescindibles. Pero Mario siempre parecía acobardado y nervioso, como si tuviese ganas de marcharse de todas partes. Así que se conformó con lo que él parecía querer —conversaciones vagamente intelectuales y encuentros circunscritos al ámbito académico— y lo dejó en paz con sus manías.
A Baldo lo conoció dos meses después de recibir el alta definitiva, justo cuando empezaba a añorar las relaciones sentimentales tanto como los desayunos con tocino y los bollos rellenos. No cedió a la tentación de las grasas animales, pero sí a la posibilidad de iniciar una historia amorosa, con todo lo que eso conlleva: anhelos, ansias colmadas o no y una buena ración de ansiedad y altibajos. Para su sorpresa, cuando Baldo y ella empezaron a salir no hubo nada de eso: sólo citas amables, intereses compartidos y sexo a su debido tiempo, ni antes ni después. Aunque no se atrevió a comentárselo a nadie, Beatriz se sentía desconcertada por la marcha de las cosas. Fue como recibir una analítica perfecta cuando uno ha pasado un mes entero alimentándose de palmeras de chocolate, patatas fritas y perritos calientes: un alivio… y cierta decepción morbosa. Porque la comida basura engorda y hace aumentar el colesterol. Y el amor tiene que doler, o al menos tiene que doler un poco. Aquella pacífica travesía por un mar en calma no era la aventura de la que había estado escapando durante casi cinco años. De todas formas, las cosas nunca suceden como las habíamos planeado. Y cuando Baldo habló de casarse, ella se dijo ¿por qué no? Al fin y al cabo, era el colofón más predecible para una historia como la suya.
La decepción llegó al mismo tiempo que la inercia, cuando ya ella se había acomodado a una nueva vida que no había llegado a decidir si le gustaba o no: era la que le había tocado en el sorteo. En los últimos años, lo único que realmente le había importado era sobrevivir al cáncer. Logrado esto, todo lo demás pasaba a un tercer o cuarto plano. Porque, en el fondo, aunque jamás lo hubiese reconocido delante de terceros, Beatriz consideraba una proeza haber superado una enfermedad grave, la amputación y reconstrucción de un pecho, las dosis de veneno pautado de la quimioterapia, el adelanto de la menopausia con su indeseable cohorte de daños colaterales —de los sofocos a la descalcificación ósea, pasando por la constante retención de líquidos y el deterioro de la piel y su antes espléndido cabello—, la certeza de la esterilidad y la amenaza de una recaída que la había rondado durante cinco años. Lo demás era una especie de juego de niños. Si, tiempo después de haberse casado, descubría que su marido era un imbécil y su matrimonio una verdadera mierda, la cosa tampoco tenía tanta importancia.
Si Baldo no le hubiese cruzado la cara, hubiese seguido con él. Como la propia Beatriz explicó a su hermana, es la ventaja —o el problema— de haberlas pasado verdaderamente canutas: que aprendes a quitar hierro a casi todo, da igual que sea una carrera en la media o un matrimonio infeliz. Pero lo de llevarse una bofetada era harina de otro costal. Aquel golpe había venido a sacarla del limbo en el que se había instalado. Por eso lloraba por las noches, con la almohada en la boca para que no pudiesen oírla sus sobrinas: no por lo que le había pasado, sino por haber dejado que el tiempo transcurriera consintiendo que no pasase nada.
Así que allí estaba, con cuarenta y cuatro años recién cumplidos, a punto de trasladarse a una casa atiborrada de sabe Dios cuántos cachivaches. Empezaba otra etapa, se dijo mientras empujaba la puerta de la clase y se enfrentaba a veinte pares de ojos.
—Buenos días.
Veinte voces contestaron en un bien modulado murmullo. Beatriz reconoció que era un alivio no pasar diez minutos diarios intentando poner orden en un aula antes de empezar las lecciones, como les ocurría a sus colegas de otras universidades. En general, el comportamiento de los alumnos de la LC era satisfactorio —entre otras cosas, porque las manifestaciones de indisciplina se castigaban con la expulsión fulminante— y ésa era una de las razones que animaban a los profesores a solicitar una plaza en el cuerpo docente: muchos de ellos provenían de centros públicos —donde habían recibido una buena ración de realidad educativa del siglo XXI— y estaban encantados de entrar en aulas dominadas por el sosiego y no por el ambiente de revolución con el que habían acabado por familiarizarse, hasta el punto de que, los primeros días, confundían el pacífico silencio que reinaba en el aula con la calma que precede a algún desastre, y se preparaban para ser objeto de una gamberrada mayúscula que, por supuesto, nunca se producía. Ese tipo de cosas no pasaban en la LC. Tampoco en Berkeley, ni en Temple University, donde había obtenido su licenciatura y la disciplina imperante era tan férrea como en la propia Luis de Camoens. Secretamente, Beatriz pensaba que el elevado precio de las matrículas fomentaba el buen comportamiento de los alumnos: sabían que cada clase costaba una pequeña fortuna —los padres y los propios profesores se encargaban de recordarlo cada día— y no era cuestión de desperdiciar las horas lectivas haciendo el indio. Por eso no había huelgas. Por eso los chicos no hacían pellas por las buenas ni esgrimían disculpas peregrinas para fumarse las clases. Y hemos aprendido a apreciar sólo aquello que nos cuesta dinero. Quizá por eso, pensaba Beatriz, había absentismo en la universidad pública, y los chicos estaban deseando tener motivos para dejar de ir a clase. En Temple, cuando un profesor faltaba a las lecciones, los propios alumnos le exigían recuperar la hora lectiva. Porque habían pagado por aquella hora —¿cincuenta, sesenta dólares?— y no pensaban perderla sólo porque el profesor en cuestión hubiese tenido una junta de departamento o un ataque de asma.
—Muy bien, vamos a empezar. Ayer estábamos hablando de la época de la caza de brujas en Hollywood. ¿Alguien sabe el nombre del senador que la impulsó?
Nadie. Beatriz suspiró. Si hubiese preguntado por la becaria que hacía felaciones a Bill Clinton, un enjambre de manos se hubiesen agitado para ofrecerse a pronunciar el nombre de Monica Lewinski.