La sede de la Universidad Internacional Luis de Camoens distaba veinte kilómetros del centro de Madrid. Los que visitaban el campus por primera vez coincidían en que se trataba de un lugar agradable y bastante bien pensado desde el punto de vista arquitectónico. Las aulas se encontraban distribuidas en cuatro bloques de tres alturas que circundaban un patio central —una discutible imitación de un atrio romano—, y detrás del edificio principal, donde estaban el comedor, la cafetería y los despachos de los profesores, se extendían los bien cuidados campos de deporte, el pabellón multiusos y la residencia en la que vivían ciento cincuenta alumnos, aunque se estaba hablando de construir un anexo ante la progresiva demanda de plazas de alojamiento.

Delante de la residencia había un pequeño jardín de inspiración inglesa —árboles frondosos y césped— y en la parte posterior acababa de inaugurarse una piscina climatizada que se calentaba con energía procedente de paneles solares. Eran muchos los chicos que usaban a diario aquellas instalaciones deportivas, construidas de acuerdo a las pautas del «desarrollo sostenible». Así lo habían exigido los representantes de los alumnos: no querían en el campus ningún elemento contaminante listo para lanzar a la atmósfera malignas emisiones de CO2. La piscina funcionaría por medio de energía limpia o no habría piscina, y, aunque el proyecto se encareció bastante, nadie osó oponerse a la conciencia ecológica del alumnado.

Si las zonas deportivas, los jardines, el patio y los edificios circundantes eran un dechado de sobriedad y buen gusto, tampoco la llamada «zona de estudios» se quedaba atrás. Las clases y los seminarios se impartían en tres edificios comunicados entre sí por un sistema de puentes cubiertos —el proyecto inicial era mucho más sofisticado que el que se ejecutó, pero aun así aquellas pasarelas resultaban bastante atractivas—, y el edificio principal se utilizaba para las actividades extraacadémicas y las tutorías. Las aulas eran amplias y luminosas, y estaban todas pintadas de un suave color amarillo cremoso que se renovaba cada año a final de curso. En septiembre, cuando empezaban las clases, los alumnos pasaban un par de días agradablemente mareados por el efecto del olor a pintura plástica. El salón de actos tenía novecientas butacas, y contaba con un sofisticado sistema de sonido y cabinas de traducción simultánea. Había además un seminario de idiomas que ofrecía clases de inglés, francés y alemán impartidas por profesores nativos, una biblioteca con ciento cincuenta mil volúmenes, varias salas de reunión dotadas de equipos audiovisuales, un laboratorio fotográfico y un centro de informática y reprografía atestado de artilugios multimedia, algunos de los cuales permanecían semanas en sus cajas antes de que alguien se decidiese a conectarlos.

La universidad contaba también con una cafetería-restaurante, donde enormes cristaleras ofrecían vistas a los campos de deporte. Allí se servían desayunos nutritivos, menús a precios razonables —uno estándar y otro de régimen— y una cuidada selección de bocadillos, pasteles y bebidas calientes de ocho de la mañana a siete de la tarde. Quienes utilizaban la biblioteca por la noche —estaba abierta las veinticuatro horas del día— disponían de una pequeña habitación con media docena de máquinas expendedoras de refrescos, bollos vulgares y sándwiches de plástico. Un grupo de alumnos había presentado una solicitud para que se ampliase el horario de la cafetería, y que los noctámbulos pudiesen así disfrutar de tentempiés más saludables que las galletas saladas y las chocolatinas Mars, pero la petición fue amable y firmemente rechazada, pues hubiese supuesto un considerable desembolso en pago de horas extra al personal de cocina.

El rector creía que con negativas como ésa —o aquella otra que echó por tierra el proyecto de ofrecer un menú kosher en la cafetería— daba a los alumnos una de cal y otra de arena. Una cosa era ceder en el asunto de la piscina climatizada, y otra armar la de San Quintín para que todos aquellos niños mimados pudiesen comer caliente a las tres de la mañana, no digamos ya para ofrecer alimentos a la medida de las paranoias de un rabino radical. ¿Cuántos judíos estudiaban en su universidad? ¿Uno?, ¿ninguno? En el improbable caso de que se uniese al alumnado o al equipo docente un judío ultraortodoxo, siempre podría comer bocadillos de tortilla francesa y sándwiches vegetales para tranquilizar a la vez su conciencia y su estómago sin necesidad de volver del revés la logística de la cafetería.

Qué difícil era, pensaba a menudo Claudio Saldaña, mantener el complicado equilibrio con aquella caterva de sabihondos hijos de papá, de cerebritos con muchos apellidos y el riñón cubierto, que se paseaban por el campus convencidos de pertenecer a una élite privilegiada, al club de los elegidos por la buena fortuna. Las circunstancias vitales de aquellos jovenzuelos eran idénticas las unas a las otras: todos eran listos, aplicados, ricos, todos eran guapos, por los clavos de Cristo, como si la buena alimentación durante generaciones pudiese traer como consecuencia aquellos perfectos ejemplares de proyecto de adulto. Algunas veces, cuando veía a los alumnos tumbados en el césped, le llamaba la atención la alarmante homogeneidad que presidía aquellos grupitos ociosos, donde no sólo todos vestían igual, sino que reían con la misma risa y hablaban de las mismas cosas con idéntico tono de voz y parecido acento, cómo es posible, se decía el rector, que un chico de Cádiz module las frases igual que uno de Cuenca, que las jovencitas llegadas de La Coruña neutralizasen el musical acento gallego hasta convertirlo en un habla neutra, en la particular coiné de la Luis de Camoens.

Claudio Saldaña se había descubierto alguna vez pensando que aquellos mozalbetes le daban un poco de grima con sus jerséis de firma y sus modales afectados. Un día se asustó al pensar que la LC —como la llamaban los chicos— había generado una nueva raza de monstruos lista para conquistar el mundo, todos correctamente uniformados, con igual sonrisa pintada en el rostro y la misma determinación en la mirada. El rector había llegado a preguntarse si envidiaba a colegas que ejercían su magisterio en otras universidades, donde cada estudiante era de su padre y de su madre, y había chavales con rastas en el pelo, otros que vestían enteramente de negro, y otros que llevaban los pantalones por debajo de las caderas y las camisetas por encima de la barriga, pendientes en las cejas, piercings en la nariz, aretes en los labios y tatuajes en el cuello. En una visita a una facultad de la Complutense había visto a un rapaz feo y lleno de granos que se paseaba con un mono en el hombro, por todos los demonios, un mono pequeñajo y presumiblemente lleno de pulgas, sin que nadie se inmutara ni lo más mínimo. Había tardado días en olvidar la visión del macaco y su dueño, en una versión posmoderna de Marco y el mono Amedio, y la desenvoltura de ambos al andar por el pasillo, como si fuese normal acudir a clase con una mascota enganchada en el cuello. Otra vez presenció los movimientos de un piquete que llamaba a la huelga en defensa de sabe Dios qué derechos de sabe Dios qué minoría. Una veintena de mozalbetes envueltos en pañuelos palestinos, todos con el pelo largo —y, sí, bastante sucio— que agitaban los brazos y coreaban consignas mientras una multitud aplaudía y los profesores fingían no enterarse de nada, bajando la cabeza para no presenciar el espectáculo y tener así un motivo para sentirse, en su indiferencia, cómplices de todo el desmadre.

No, decididamente no. Aquella forma perversa de la diversidad no le interesaba en absoluto. Prefería un millón de veces a sus alumnos, perfectos clones los unos de los otros, que acudían a clase cada mañana impecablemente aseados y con el único propósito de aprender, y que al acabar las lecciones se quedaban por el campus entregados al sano deporte del flirteo, pero sin intención de conspirar contra el sistema, de protestar por esto o por aquello o de colarse en la fotocopiadora para imprimir de matute carteles del No a la Guerra, como sabía que habían hecho en otros centros durante las protestas de 2003.

Y no es que los alumnos de la Luis de Camoens no fueran personas comprometidas, no señor. Muchos de sus chicos eran miembros activos de alguna ONG, colaboraban con Médicos del Mundo, Payasos sin Fronteras o Intermon Oxfam, y solían menear la cabeza ante los desastres de la civilización occidental diciendo en un tono de pesadumbre: «Lo que quiero decir es que no nos implicamos lo suficiente, ¿me entiendes?, quiero decir que no hacemos todo lo que está en nuestra mano, y, por eso, esto está fatal, no sé si me comprendes, pero tenemos que hacer algo, y tenemos que hacerlo ya, o un buen día, cuando sea demasiado tarde, nos daremos cuenta de que hemos perdido la oportunidad de hacer algo importante, algo capaz de cambiar el curso de la Historia, no sé si me entiendes», y cosas por el estilo. Su línea de compromiso era felizmente heterogénea. Todos estaban preocupados por el hambre en el mundo, la guerra de Darfur —antes incluso de que George Clooney apareciera por allí—, la prostitución infantil, el cambio climático —el rector recordaba todavía el desembolso que habían supuesto las putas placas solares de la piscina— todos estaban a favor de flexibilizar las políticas de inmigración —aunque los únicos inmigrantes que tenían verdaderamente cerca eran los ecuatorianos del servicio doméstico—, y todos creían en el intercambio, el mestizaje y el rollo multirracial, a pesar de que ninguno sabía exactamente qué significaba eso. Los alumnos de la LC eran una pandilla de niñatos de existencia regalada, pero también estaban convencidos de que tenían un compromiso con el mundo… aunque sólo fuese de boquilla. Porque una cosa es predicar y otra dar trigo, se decía el rector, y a la hora de la verdad nadie, o casi nadie, es verdaderamente magnánimo con el prójimo desfavorecido.

Habían tenido buena prueba de ello dos años atrás, durante aquel enojoso incidente en el curso de Escritura Creativa I que impartía el profesor Menkell los miércoles por la tarde. Un día se presentó un desconocido y se sentó en la última fila del aula. El rector Saldaña no había llegado a verlo, pero le dijeron que era un tipo normal y corriente, un cincuentón mal vestido —en una universidad donde todo el mundo cuidaba su atuendo—, de piel cetrina y espeso pelo negro cortado a cepillo. Los chicos decidieron enseguida que era latinoamericano, aunque al parecer jamás abrió la boca para poder calibrar su procedencia por medio del acento. Se limitó a atender a la clase, tomar notas en un cuaderno sin duda adquirido en el «todo a cien» —nada que ver con las Moleskine que llevaban los chicos cuando no cogían apuntes en sus respectivos portátiles— y a marcharse sobre el sonido del timbre.

Lo lógico —sí, lo lógico, lo justo, lo normal— era que el profesor hubiese preguntado al alumno misterioso qué puñetas hacía allí, en el aula de una universidad privada cuya puerta, con la ley en la mano, ni siquiera tenía derecho a franquear. Pero Menkell no lo hizo. Actuó como si el tipo en cuestión no estuviera presente. Y lo mismo hizo cuando volvió al miércoles siguiente, y al otro, y al otro. Ignorar aquella presencia extraña y discordante, la de un polizón que se había colado en un curso que costaba tres mil euros adicionales a la matrícula, la de un desconocido que ocupa un lugar que no le corresponde en una de las universidades más caras del país, que considera factible el fagocitar conocimientos a los que no tiene derecho. En clase del profesor Menkell había un parásito intelectual, pero el muy cretino ni siquiera había abierto el pico para recordar a aquella sanguijuela que, simplemente, no podía estar allí.

Tampoco los alumnos dijeron nada, pero eso tenía su razón de ser. Eran jóvenes, presuntamente modernos, tolerantes, progresistas, de mente abierta y corazón generoso. Por eso aceptaron, o fingieron aceptar, la estancia en clase de un hombre de piel oscura que usaba un pobre cuaderno de cuadrícula, uno de esos cuadernos anillados que se desbarajustan en cuanto uno los cierra y los abre media docena de veces.

Es justo decir que también el rector se hizo el loco durante algún tiempo. Al principio pensó que la historia del alumno gorrón que se había colado entre las exquisitas paredes de la Luis de Camoens era una suerte de leyenda universitaria, como aquella que hablaba de un profesor expulsado fulminantemente tras haber sido sorprendido magreándose con una alumna de primero en la biblioteca del centro, o la que aseguraba que un ordenanza había estado viviendo durante tres meses en el gimnasio sin que nadie se diera cuenta. Por supuesto, aquéllas eran anécdotas sin fundamento que alguien hacía circular con el simple propósito de sorprender a los novatos. Pero la historia del tío que se colaba en la clase de Escritura Creativa I era cierta, y mucha gente estaba en condiciones de corroborarla.

En cuanto empezaron las llamadas de los padres, el rector Saldaña decidió tomar cartas en el asunto y convocó a su despacho al profesor Menkell. Hubiese podido dejar la cuestión en manos del decano de Humanidades, pues al fin y al cabo Menkell estaba bajo su jurisdicción. Pero Saldaña no pertenecía a la clase de personas que prefieren escurrir el bulto. Y, además, hacía tiempo que le tenía ganas a Mario Menkell. Por nada en concreto, como se atrevía a reconocer ante sí mismo. A lo mejor porque era un tipo delgado y poca cosa, de esos que se ve a la legua que no tienen ni media bofetada, o porque llevaba unas horrendas gafas de culo de vaso cuya montura parecía haber sido diseñada en la época de Maricastaña. O quizá por su tono de voz, un punto más bajo que el del resto de los mortales, o por la perenne vulgaridad de su atuendo. Si de él hubiese dependido, Mario Menkell llevaría siglos buscándose la vida para enseñar sus gilipolleces —Escritura Creativa I y II, Técnicas de Narración, El Ensayo como Género y seminarios sobre Cuento Contemporáneo— en otra universidad, si es que había alguien tan cretino como para contratarle —a veces, el rector Saldaña olvidaba que Menkell había entrado de su propia mano en la Luis de Camoens— o estaría en su casa exprimiéndose las cuatro neuronas que tenía intentando escribir una nueva novela.

Pero las cosas eran como eran, Menkell pertenecía a la primera hornada de docentes de la LC y la Junta había sido muy clara al respecto: sobre todo, que no se vayan de la lengua. Así que tenía las manos atadas con respecto a él. La idea de poder abroncarlo por algo, no digamos ya de ponerlo en un brete, suponía un pequeño consuelo, una victoria pírrica sobre un hombre cuyo comportamiento como docente era del todo intachable: jamás llegaba tarde, jamás entregaba las actas fuera de plazo, jamás se tomaba días libres y jamás se ausentaba en las horas de tutoría de alumnos. No pedía nada, no se quejaba de nada. Y encima los chicos estaban contentos con él: Menkell ponía notas altas y demostraba una paciencia franciscana. Además, las asignaturas que impartía eran completamente inútiles desde el punto de vista práctico. Estaban encuadradas dentro de lo que los planes de estudio de la LC denominaban «enseñanzas complementarias», junto con materias como Arquitectura Civil en la Europa del Siglo XIX o Historia de la Moda: de Paul Poiret a Custo Dalmau.

La gente se acogía a esas materias para obtener un puñado de créditos casi sin dar golpe y, de paso, aprender tres o cuatro cosas inútiles que uno siempre puede deslizar con efecto epatante en una conversación: ¿Sabes que Hemingway escribía de pie? ¿Sabes que Stendhal redactó La cartuja de Parma en tres semanas? ¿Sabes que Scott Fitzgerald trabajó como guionista en Lo que el viento se llevó? En consecuencia, las asignaturas de Menkell eran de las más demandadas, y a ninguno de los chicos se le ocurría pensar que quizá había mejores maestros para impartirlas. Uno necesita buenos docentes para aprender Contabilidad, Derecho Penal o Estadística, pero para hacer una lista de escritores víctimas de la sífilis vale cualquiera.

Así que el rector Saldaña tenía que contentarse con detestar en secreto a Mario Menkell y hacerle de vez en cuando lo que él llamaba «putadillas»: cambiarle los horarios de dos clases dejándole en medio una inútil hora libre, privarle de la plaza de aparcamiento, asignarle el despacho más pequeño y el aula más incómoda para impartir sus lecciones. Pero Menkell parecía impermeable a las estrategias desmoralizadoras. Aprovechaba la hora muerta para corregir ejercicios, se trasladaba en el mismo autobús que usaban los conserjes y las limpiadoras (y los pocos alumnos que no tenían coche) y mantenía en su despacho un orden riguroso que convertía la pieza en un lugar hasta cierto punto agradable. En los últimos tiempos, y en vista del éxito, Saldaña se había cansado de la operación de acoso y derribo al profesor Menkell. Además, las denuncias por abuso laboral habían empezado a hacerse populares, y, aunque no le parecía muy posible que el memo de Menkell se atreviese a ir a los tribunales por tan poca cosa, era preferible tomar ciertas precauciones. Ese tipo de incidentes pueden macular cualquier carrera, incluso una tan intachable como la suya.

Y entonces, milagrosamente, sucedió lo del alumno infiltrado, las llamadas de los padres y todo lo demás, y el rector supo que el destino colocaba ante sí una excelente oportunidad de poner a Menkell en un verdadero aprieto, sí, señor, la ocasión perfecta para cogerlo por los huevos y hacerle sudar tinta. Una sonrisa beatífica se dibujó en los labios del rector, justo cuando Angélica, su secretaria, entraba en el despacho. «¿Y qué le pasa hoy a éste?», se preguntó, diciéndose que Saldaña tenía toda la pinta de haber estado hojeando revistas de porno blando.

—¿Necesita algo, don Claudio?

—Sí. Llame al profesor Menkell y dígale que venga a verme enseguida.

La secretaria consultó la agenda que llevaba encima.

—Don Mario no tiene clase hasta las cuatro de la tarde. ¿Le digo que pase a las cinco y cuarto?

El rector frunció el ceño, y se disipó por completo la expresión de tibia felicidad que había estado exhibiendo.

—Le he dicho enseguida, Angélica. Quiero a Menkell en mi despacho antes de que acabe la mañana.

Mario Menkell no se hizo esperar. Estaba de camino a la biblioteca cuando recibió la llamada en su móvil, y con las mismas tomó un taxi en el paseo de Recoletos y se presentó en el despacho del rector acompañado de sus gafas de diez dioptrías y la expresión asustadiza habitual.

—Me ha dicho su secretaria que quería verme.

—Pues sí, Menkell. Y no me diga que no sabe de qué quiero hablar con usted, porque no me lo creo. No, no, no me interrumpa. Hace semanas que se produce en este centro una… digamos, una situación irregular… y creo que estará de acuerdo conmigo en que deberíamos solventarla cuanto antes.

La mirada plana de Menkell no dejaba entrever si sabía o no de qué le estaban hablando, y Saldaña se preguntó si realmente podía ser tan estúpido como para estar en la higuera.

—Me refiero, por supuesto, a ese… ese señor que parece haber decidido convertirse en alumno suyo de una forma muy poco ortodoxa…

—Ya… en realidad… bueno, a mí también me sorprendió la primera vez que entró en la clase, pero… pero tiene un comportamiento ejemplar. Quiero decir que no molesta lo más mínimo. Ni siquiera pregunta. Llega, toma notas y se va. Como si fuese mudo…

Como si fuese mudo, dice. Pero ¿con qué clase de chiflados tengo que lidiar todos los días, Señor?

—Mire, Menkell, nadie discute que ese hombre sea un santo, ni un ejemplo de buenos modales. Estoy seguro de que se trata de una persona intachable, pero ésa no es la cuestión. El problema es que no es alumno de esta universidad, y que está asistiendo a un curso muy caro cuya matrícula no ha satisfecho. Eso no es admisible. Así que tiene usted que hablar con ese caballero…

—¿Yo? ¿Por qué?

Pero cuánta paciencia hay que tener con los idiotas. Qué inmensa cantidad de paciencia para no abrirles la cabeza o, al menos, soltarles un buen grito. Saldaña respiró hondo mientras intentaba serenarse.

—Porque el problema se ha generado en su clase de escritura creativa, profesor.

—Pero ¿han protestado los alumnos?

El decano apretó los puños en los bolsillos de su chaqueta de ojo de perdiz. El imbécil de Menkell todavía no se enteraba de dónde leches estaba dando clase. Allí todos los alumnos actuaban movidos por las leyes de la corrección política. ¿Quién se atrevería a quejarse abiertamente de la presencia en la LC de un desdichado sin tierra? No, por supuesto, los alumnos no habían protestado. Aquellos jóvenes cabrones tenían una forma mucho más sutil de hacer las cosas. Hablaban con sus padres y les comentaban lo enriquecedora que resultaba la asistencia a clase de alumnos oyentes, más aún si provenían de otro país y, presumiblemente, de una extracción social que les era ajena. Durante la semana, el rector Saldaña había recibido tres llamadas de teléfono —cuyo tono podía calificarse de vagamente airado— de sendos padres interesándose por la situación. Y la tarde anterior había tenido una conversación casi violenta con Mauricio Blesa, que quería saber si era verdad aquello que contaba su chico de que la universidad Camoens había iniciado un programa con alumnos no matriculados.

—Me cago en la leche, rector, no estoy pagando una matrícula de veinte mil euros para que cualquier muerto de hambre aprenda de gratíbiris lo mismo que le enseñan a mi hijo.

Saldaña había pasado más de media hora intentando explicar al padre ofuscado que se trataba de un error, de un caso excepcional, «señor Blesa, se lo puedo asegurar… no tenemos la mínima intención de iniciar ese tipo de experiencias por lo… lo complicado de su gestión… La universidad Camoens no admite alumnos en calidad de oyentes, y este señor sólo ha asistido a dos o tres lecciones».

Al final, Blesa se había tranquilizado, y hasta había estado cordial en su despedida. Pero Saldaña tenía la suficiente experiencia como para saber que la filípica de Blesa era sólo la punta del iceberg y que, mientras él aplacaba su furia, otra media docena de hijos estarían contando a sus papás la suerte que tenían de acudir a un centro tan abierto y plural donde se impartía enseñanza al primero que entrase en un aula y tomase asiento con una libreta y un bolígrafo comprado en el chino. Y el gilipuertas de Menkell preguntaba si los alumnos se habían quejado…

—Profesor, nuestros chicos no son de esa clase de personas. Sabe perfectamente que nunca elevarían una protesta por… por una cosa así. Tratamos de inculcarles un sentido de la solidaridad que es incompatible con esa clase de actitudes. Pero entenderá que, sobre todo de cara a los padres y al Consejo del centro, ésta es una situación anómala con la que se debería acabar cuanto antes.

—Muy bien —el profesor Menkell necesitaba ganar tiempo—, entonces quiero una orden.

—¿Una orden?

—Sí, bueno, me bastará con una carta suya, firmada y sellada, ¿sabe? Mejor en papel del rectorado. Algo que pueda enseñar a ese pobre tipo cuando le diga que tiene que marcharse del aula. Para dar, ya sabe… cierta oficialidad al asunto.

El decano reflexionó. Su madre le decía que las palabras se las lleva el viento, pero lo que uno pone negro sobre blanco permanece para siempre. En resumidas cuentas, que cualquier cosa que uno escribe tiene un plus de peligrosidad. ¿Y si, no contento con enseñarle la orden al puñetero infiltrado, el imbécil de Menkell dejaba que aquel tipo se la llevase consigo? ¿Y si aquel desgraciado iba a los periódicos con la cartita? Ya estaba viendo los titulares: «El decano [o sea, el rector. C. D.] de la Universidad Luis de Camoens impide a un inmigrante asistir como oyente a un curso de creación literaria». Definitivamente, sería la ruina. El centro acababa de ganar un premio por un proyecto sobre integración preparado por los alumnos de Ciencias Políticas que, casualmente, había dirigido el rector en persona. Si expulsaban formalmente a aquel muerto de hambre, no faltaría quien les acusara de hipócritas. De falsarios. No podrían defenderse de eso, como sí se habían defendido cuando un diario gratuito señaló que los únicos estudiantes no comunitarios de la universidad eran catorce hijos de embajadores destinados en Madrid. Entonces había sido fácil revolverse: «Nunca hemos denegado una plaza a ningún estudiante extranjero», había dicho el rector en una misiva pretendidamente indignada que se publicó en la sección «Cartas de los Lectores», y era la pura verdad: simplemente, los hijos de inmigrantes filipinos, ecuatorianos o senegaleses jamás hubiesen podido pagar la matrícula en una universidad «moderna, liberal y abierta», como definía a la LC el texto firmado por el rector Saldaña. La trifulca murió allí. Pero ahora la cosa podía ponerse seria.

Mierda, pensó el rector, ¿por qué el polizón no podía ser un tipo rubio y con los ojos azules a quien sería legítimo expulsar del campus con banda de música? ¿Por qué no podía ser un guapetón de Toledo, un cachitas de gimnasio de Barcelona o Ciudad Real, o, en su defecto, de Berlín o de Kentucky? Tenía que ser un pobre desgraciado con la tez de los panchitos, el pelo de mocho y las espaldas mojadas. A lo mejor ni siquiera tenía papeles. No, desde luego, no sería el rector Saldaña quien arreglase ese asunto. Que otro le colocase el cascabel al gato. Y si ese otro, el autor de la puñalada, tenía que ser el cretino de Menkell, pues tanto mejor. Si el asunto se salía de madre y llegaba a los periódicos, que él cargase con el muerto del clasismo y el desprecio a las minorías.

—Yo no pienso firmar nada —dijo, tajante—. Ése no es mi cometido, profesor. Usted tiene la obligación de mantener la disciplina en su aula, y parte de esa disciplina es impedir que los alumnos no matriculados sigan los cursos…

Se felicitó a sí mismo por lo inspirado de la última frase.

—… así que, le guste o no, tiene que decirle a ese… a ese señor… que no puede volver a entrar en sus clases. Y le sugiero que tome medidas cuanto antes o… o serán otros quienes lo hagan.

Era una velada amenaza que Menkell no supo desentrañar, pero, para ser francos, tampoco el propio Saldaña tenía muy claro qué había querido decir. En cualquier caso, el profesor Menkell se encogió de hombros en un ademán que indicaba más resignación que indiferencia, y se fue a su clase decidido a coger el toro por los cuernos. Pero no hizo falta. Aquella tarde, el misterioso gorrón de sabiduría ni siquiera apareció por el aula, ni tampoco se presentó al miércoles siguiente. Fue como si se lo hubiese tragado la tierra, o como si hubiese decidido volatilizarse para no causar problemas. Saldaña fue inmediatamente informado del giro de los acontecimientos por el propio Menkell, que dijo algo así como «Bien está lo que bien acaba», y el rector pensó que allí había una nueva muestra de la estupidez congénita del profesor: otro cualquiera hubiese dejado que sus superiores atribuyesen a su concurso la puesta en fuga del alumno ilegal, pero Mario Menkell no quería apuntarse éxitos que no le correspondían. Por eso había perdido el culo por llegar al rectorado para informar de la desintegración del misterioso chupóptero del conocimiento. Éste no tiene remedio, reflexionó Saldaña, no lo tiene, no, señor.

Menkell se dijo que, en el fondo, hubiese sido interesante saber algo más de aquel tipo tan raro que llegaba antes de la hora, se sentaba al final de la clase, tomaba notas con un interés febril y se marchaba tan silenciosamente como había llegado. Pero, por otro lado, era lógico reconocer que se había quitado un peso de encima con su inesperada desaparición. Las lecciones siguieron su curso, pasó el tiempo y Mario Menkell olvidó el único incidente destacable que había tenido en catorce años de vida académica. Saldaña, sin embargo, recordaba con demasiada frecuencia que había perdido la oportunidad de hacer pasar un rato verdaderamente malo al pardillo del profesor Menkell.

Los que lo conocían, incluso los que lo trataban, sabían que el rector Saldaña era uno de esos hombres que disfrutan poniendo en aprietos a sus semejantes, en especial a aquellos que gozan de un puesto inferior en las jerarquías laborales o sociales. El rector, que no se ocultaba a sí mismo ésa —a su juicio— pequeña debilidad, pensaba que era una ventaja a la hora de ejercer tareas de responsabilidad como la suya. Es posible que no esté bien gozar con los apuros del prójimo, pero… ¿no es mucho peor dejarse ablandar por ellos? La lástima, la capacidad para la ternura, la compasión o la empatía no son más que incómodas piedras en el camino de quien tiene bajo su jurisdicción a muchas personas, cada una con su historia, su pequeño drama personal a cuestas. No, no hay sitio en la cima para individuos así. Precisamente por eso era un gran negociador: porque podía enredarse en pleitos eternos sin tener en cuenta nada más que la conveniencia empresarial —que no académica— de las decisiones a adoptar.

Más de una vez los profesores habían planteado la posibilidad de hacer algunas mejoras en las instalaciones a ellos destinadas. Porque si las infraestructuras que disfrutaban los alumnos de la LC podían calificarse de envidiables, los lugares asignados a los profesores merecían una clasificación bien distinta. Los despachos eran pequeños, y la gran mayoría no tenían ni siquiera una ventana; las sedes de los departamentos resultaban incómodas y no se habían renovado desde la apertura de la universidad, y ni siquiera había una cafetería para los profesores, que tenían que compartir con los alumnos las colas y las mesas del bar. Eso provocaba que entre alumnos y maestros se crease una indeseable promiscuidad alimenticia, donde los chicos observaban a sus maestros devorar bocadillos grasientos, mojar churros en el café o pedir el menú de régimen. Los profesores estaban de acuerdo en que eso no era bueno. Ningún alumno debería ver que el tipo que va a hacerle un examen tiene la boca llena de espaguetis, ni tampoco compartir mesa con el jefe de un área departamental. Los profesores deben pertenecer a otra galaxia, y cuando un alumno contempla cómo los suyos se llenan el buche de las mismas grasas saturadas que él, las dos galaxias se mezclan hasta hacerse una sola. Y luego estaban las conversaciones: es inevitable que en el momento de la comida los profesores aprovechen para intercambiar impresiones, datos y consejos acerca de las clases… ¿Quién se siente cómodo hablando de calificaciones y de exámenes cuando está codo con codo con los protagonistas de las historias que se cuentan?

La reivindicación de una cafetería para los profesores había sido tomada casi a broma por el rector: si no querían que los chicos les viesen comer, ahí estaba la sala común, donde no podían entrar alumnos salvo en casos muy excepcionales.

Cuando el rector hablaba de ella parecía otra cosa, pero en realidad la sala de profesores de la LC era el perfecto ejemplo de la estética de la desidia: media docena de sillones de escay rojo y un par de sofás de color incalificable —eran de un tono crudo cuando se compraron, pero el tiempo y el uso se habían encargado de convertir el tapizado en una infeliz mixtura de ocres y verdes—, además de una mesa larga alrededor de la cual estaban colocadas unas cuantas sillas de oficina. En un lateral había un pequeño mueble con una cafetera que fabricaba un brebaje oscuro de propiedades posiblemente tóxicas. Sólo los novatos se atrevían a probar el líquido que manaba de aquel matraz de veneno, y era una experiencia realmente divertida ver a un pobre incauto acercarse al mueble, abrir la bolsa de café molido y prácticamente fosilizado, depositarlo en el filtro y darle al botón para que, en una extraña sucesión de chisporroteos y petardazos, surgiese de las entrañas de la bestia una especie de magma de olor sospechoso. La mueca que aparecía en el rostro del recién llegado —seguida a veces de expresiones como «joder», «pero… qué cojones…» o, en el caso de los particularmente prudentes, «qué demonios es esto»— compensaba los segundos dedicados a vigilar subrepticiamente aquel proceso alquímico y sus posteriores consecuencias.

Dando por perdida la batalla de la cafetería privada, un representante del claustro de profesores intentó —con éxito nulo— que la sala común se sometiese a un ligero proceso de reforma. Pero el rector se cerró en banda otra vez: acababa de acometerse una obra importante en los campos de deporte y la piscina, y los fondos para infraestructuras se habían quedado tiritando.

—Pero no hablamos de infraestructuras. Sólo de cambiar los sofás y pintar las paredes… bueno, y quizá quitar la moqueta. Sureda es asmático, ¿sabe? Y hace meses que no puede entrar en la sala sin ponerse a morir. Nuestro suelo es un nido de ácaros…

Dijo aquella frase en un tono tan lastimero que el rector Saldaña se sintió incluso conmovido: Enrique Diez parecía un pobre huerfanito solicitando que se cambiasen los colchones raídos del dormitorio del hospicio. Aun así, lo único que obtuvo de él fueron unas cuantas palabras de solidaridad, y la vaga promesa de que estudiarían el asunto «en la próxima Junta». Cuando Diez volvió a entrar en la sala de profesores, se hizo el firme propósito de congraciarse con aquellos muebles cutres y con las paredes mugrientas, pues su sentido común le hacía presentir que iban a convivir con ellos durante mucho, mucho tiempo. Eso sí, al día siguiente recibió una nota del rector en la que se le informaba de que se había autorizado la compra de una cafetera nueva. Por unos segundos pensó que se trataba de una broma, de un pellizco de pitorreo en las carnes de sus justas demandas, pero luego pensó que menos es nada y, con un ademán teatral, arrancó —literalmente— de la pared la cafetera antigua y la arrojó sin miramientos al cubo de los desperdicios.

Aquella mañana, Mario Menkell ni siquiera tuvo tiempo de hacer una visita fugaz a la nueva cafetera: estuvo a punto de llegar tarde a clase por primera vez en su vida, y también por primera vez sus alumnos notaron que el profesor estaba distraído y casi ausente, mientras Berta Olalde leía uno de aquellos aburridos y larguísimos cuentos que eran, pensaba ella, el billete de partida hacia una esplendorosa carrera literaria. Cualquier otro profesor no hubiese tardado ni dos días en citar en privado a la señorita Olalde para explicarle, con más o menos tacto, que su talento para la narrativa era bastante escaso. Después, y en atención a la cuantía de la matrícula satisfecha por el padre de la señorita Olalde, quizá hubiese desplegado ante ella todo un abanico de actividades sucedáneas de la labor creativa: ¿crítica literaria?, ¿periodismo de opinión?, ¿trabajo editorial?, ¿guion cinematográfico? Eso, claro está, en el mejor de los casos. Incluso en los centros privados existen maestros encantados de someter a sus alumnos a pruebas de pública humillación, y ese tipo de individuos hubiesen gozado de la experiencia de catalogar como «excremento» cualquier relato escrito por Berta Olalde en presencia del resto de la clase, para atemperar después la afirmación de que no todo el mundo tiene talento para escribir ficción y que existen muchas alternativas para dar rienda suelta a la creatividad: ¿crítica literaria?, ¿periodismo de opinión?, ¿trabajo editorial?, ¿guion cinematográfico?

Por suerte para Berta, Menkell pertenecía a ese raro ejemplo de seres que prefieren no calificar como tales los desastres de los que son testigos, y por eso solía limitarse a escuchar sus lecturas frunciendo el ceño, algo que la autora interpretaba como un gesto de suprema atención que sólo podía explicarse desde el efecto epatante que provocaban sus textos entre los entendidos. El profesor Menkell se decía que, antes de fin de curso, tenía que explicar a Berta que existían salidas para canalizar su afición por la escritura: «Puedes dedicarte a hacer crítica en alguna revista especializada, o artículos de fondo… y también están los guiones… ¿Sabes que un guionista de televisión gana muchísimo más que la mayoría de los escritores?».

Pero aquella mañana Menkell no pensaba precisamente en cómo enfrentar a una alumna con la dura realidad de la falta de talento, sino en Fernando Montalvo. Y mientras Berta acababa un cuento incomprensible sobre la amistad entre una octogenaria ciega y un exconvicto por violación, y modulaba la voz para representar a la anciana y al pervertido —la chica tenía vis cómica y se le daba muy bien dramatizar los textos—, Menkell ni siquiera se dio cuenta de que, como pasaba cada vez que Olalde compartía con los otros alumnos su pasión por contar historias, habían empezado entre ellos las risitas y choteos que el profesor solía atajar con una mirada de súplica que parecía decir «por favor, no me hagan esto, no me obliguen a llamarles la atención por reírse del trabajo de una compañera». Por fortuna, el cuento terminó justo al sonar el timbre de la clase, así que el cachondeo no pasó a mayores y Menkell tuvo tiempo de salir de su ensoñación.

—Bien, Olalde… gracias por su… por su trabajo…

—¿Qué le ha parecido?

—Un planteamiento interesante, por lo escasamente convencional… pero hay que pulir algunas cosas… Insista un poco más, ¿de acuerdo?

—Pero ¿le ha gustado?

Menkell volvió al oportuno gesto del ceño fruncido.

—Señorita, aquí estamos haciendo literatura… estamos creando… y la creación no puede simplificarse con preguntas del tipo «¿me gusta o no me gusta?». Tenemos que ir mucho más allá, ¿entiende?

Berta Olalde asintió. Hubiese querido preguntar a dónde había que ir exactamente, pues ella estaba dispuesta a trasladarse a cualquier parte si eso iba a ayudarla a convertirse en escritora. Pero un sexto sentido le dijo que, al menos por el momento, sería preferible dejar la cuestión. El profesor parecía estar de malas pulgas aquella mañana.

Mario Menkell esperó a que todos salieran para recoger sus papeles y marcharse. Era consciente de que no había estado muy fino al dar la clase. Antes de someter al grupo a la tortura colectiva del relato de Olalde, les había hablado de la etapa como columnista de Gabriel García Márquez y leído algunos de sus escritos de aquella época, la mayoría francamente malos. Menkell quería que sus alumnos entendiesen que un buen novelista necesita de práctica y oficio, y que también los grandes escritores podían escribir textos mediocres en algún momento de sus carreras. Demasiado tarde se dio cuenta de que, tras semejante explicación, había sido una estupidez dar permiso a Olalde para leer su cuento. Era como decir a la clase: «Cuidado con lo que hacéis. Esta chica podría ser premio Nobel de Literatura dentro de cuarenta años». En fin, el mal ya estaba hecho. Y, después de todo, ninguno de los chicos se tomaba muy en serio las batallitas de escritores con las que solía comenzar las clases.

Antes de almorzar, Menkell dio otro seminario en el que trató de explicar el proceso de creación del personaje protagonista a quince alumnos distraídos por la inminencia de un examen de una de las asignaturas consideradas «serias», y luego se dirigió a la cafetería sin haber podido quitarse de la cabeza ni un minuto a su inquilino muerto. Le hubiese gustado encontrar a Beatriz Millares para comentar con ella lo que había ocurrido y preguntarse en su presencia por qué le afectaba tanto el suicidio de un hombre a quien, durante años, se había negado tozudamente a conocer en persona. Pero Beatriz no estaba. Llevaba dos días sin aparecer por la universidad y tenía el teléfono desconectado: la noche anterior, tras muchas dudas, Mario se había atrevido a llamarla, y no obtuvo ni siquiera el premio de consolación del salto del contestador.

Reconocía que estaba un poco inquieto. Alguien distinto a Menkell hubiese preguntado en secretaría por las razones de la ausencia de la profesora Millares, pero él jamás se hubiese atrevido a dar motivos para que alguien pudiese desarrollar sospechas acerca de lo que él sentía por una compañera de trabajo. Así que, doblemente angustiado por la muerte de Montalvo y por el paradero de Beatriz, Menkell buscó una mesa solitaria para dar cuenta del menú del día: sopa de verduras, merluza rebozada y un flan de color sospechoso.

—¿Estás solo? ¿Puedo sentarme?

Era Frade, un profesor asociado del departamento de Humanidades que, a pesar de no pertenecer a la llamada «vieja guardia», no parecía tener problemas a la hora de relacionarse con sus miembros. A Menkell le caía bien, pero se ponía un poco nervioso en su presencia: Frade era joven, alto y corpulento, y a pesar de que a todas luces lo intentaba, no conseguía controlar del todo su justa arrogancia: había sido premio Nacional de Ensayo con treinta y dos años, y dirigía una fundación privada que manejaba un presupuesto anual de quince millones de euros. La LC lo había fichado para impartir un par de asignaturas cuatrimestrales cuyo título Menkell nunca conseguía recordar, lo que le hacía sentirse bastante estúpido. Hizo un ostensible gesto de invitación, y Frade se acomodó en la silla vecina. En la bandeja llevaba el menú de régimen: ensalada verde, merluza hervida y una naranja. No había acabado de sentarse cuando apareció Gerardo Auder —menú ordinario con doble de postre— y ocupó otro sitio en la mesa. Menkell se tensó: tenía catalogado a Frade como un buen tipo, pero Auder era harina de otro costal. Había sido uno de los últimos en incorporarse a la LC, pero, dado su dominio del territorio, quien ignorase ese detalle habría podido tomarlo por cualquiera de los fundadores. Era magistrado del Tribunal Supremo y daba clase de Derecho Penal tres días por semana. Decían que era buen profesor, que preparaba exámenes terribles y que no tenía piedad a la hora de calificar. Había saltado a la leyenda negra de la LC gracias al suspenso otorgado a un alumno al que calificó con un 4,99 en un examen de una sola pregunta.

Al contrario que Frade, Gerardo Auder acostumbraba a ignorar a los profesores como Menkell, y éste se dijo que de haber sabido que iba a sentarse con ellos se hubiese llevado la bandeja a la sala de profesores para comer en compañía de los ácaros. Auder le dedicó una mirada desdeñosa y luego, demostrando que estaba dispuesto a despreciar su presencia durante el resto del almuerzo, se dirigió a Frade.

—Pensé que los miércoles no tenías clase.

—Y no tengo. Pero Beatriz Millares me llamó el domingo para pedirme que la sustituyera esta semana. Me dijo que necesitaba tomarse unos días.

—Debe de ser por la gripe o algo así. —Auder no se había dado cuenta, pero se le había caído en la corbata una gota grasienta de sopa de verdura—. Yo hace años que no me la cojo. Desde que me vacuno. Vacunarse contra la gripe debería ser obligatorio. Y gratuito. A mí me lo cubre el seguro privado, pero mi mujer tuvo que comprar la puta inyección para que se la pusieran en el centro de salud. Dicen que sólo vacunan gratis a los grupos de riesgo: viejos y enfermos crónicos. Así se hacen las cosas en este país: los medicamentos se regalan a quien ya está hecho una mierda. Menuda inversión.

Menkell apuró la merluza —ya se había comido la sopa abrasándose la lengua en su afán por acabar cuanto antes— y tomó dos cucharadas de flan, más para disimular que para corroborar su tesis primigenia: el postre estaba tan malo como parecía a simple vista. Dejó el dulce a medias y se puso de pie. De ninguna manera quería quedarse allí a escuchar como convidado de piedra las tesis disparatadas de Auder sobre la gestión presupuestaria de los medicamentos.

—Si me perdonáis, tengo que corregir unos ejercicios…

Frade le dirigió una sonrisa de despedida. Gerardo Auder ni siquiera había levantado la vista de la porción de merluza. Si juzgaba que dar vacunas a los ancianos era desperdiciar las medicinas, también debía considerar inútil prodigar buenos modales entre los que consideraba inferiores en la escala intelectual.

Se refugió en su despacho, consciente de haber tenido una comida tan incómoda como rentable: no había disfrutado del almuerzo, pero al menos ya sabía que Beatriz iba a estar fuera toda la semana. Víctima de la gripe, según Auder. Aunque, bien mirado, Frade sólo había dicho que se había pedido unos días, no que estuviera enferma. Pensó que podía telefonearla para interesarse… no habría nada de malo en eso… pero ya la había llamado dos veces el día anterior, y seguro que el móvil lo había registrado. A saber qué pensaría Beatriz si, al encender el teléfono, éste empezaba a escupir pruebas de su persistencia: «Mario Menkell ha hecho diecisiete llamadas»… No, de ninguna manera podía usar el móvil. Siempre estaba el fijo, claro. Los teléfonos fijos no suelen reflejar ese tipo de datos. Pero no tenía el número. La única vez que usó el fijo de casa de Beatriz fue Baldo quien contestó, y lo hizo en un tono tan desabrido que Menkell se dio cuenta de que, para el marido de su amiga, ni siquiera su voz era bien recibida. Entonces, ¿qué? No, lo de llamar otra vez estaba descartado. Tal vez al día siguiente… sí, hacer tres llamadas en tres días es bastante razonable… nadie se extrañaría por recibir tres telefonazos de un compañero de trabajo. Se pasó la mano por la frente.

—Oh, Dios, soy un neurótico…

Lo dijo en un susurro, y luego se sonrió ante aquella muestra de impiedad hacia sí mismo. Porque lo suyo no era neurosis, sino una mezcla aterradora de timidez e inseguridades acumuladas durante cuarenta y siete años. De pronto se dio cuenta de que llevaba casi una hora sin pensar en su inquilino muerto, y al mismo tiempo recordó que había quedado aquella misma tarde con el hombre de la agencia. El corazón volvió a encogérsele, y justo en ese momento escuchó que el reloj central daba las cuatro. Era un reloj grande y ampuloso, colocado en la torre del edificio principal, un reloj con ínfulas oxonienses, que, no obstante su aspecto imponente, adelantaba tres minutos sin que ningún profesional del ramo hubiese sido capaz de ponerlo en hora. Menkell dejó que sonase la postrera de las campanadas, cogió sus papeles, su chaquetón y su maletín, y salió en dirección a su última clase del día, que, por fortuna, iba a consistir en una lectura de ejercicios de los alumnos. Aquello iba a exigir toda su atención. No podía distraerse pensando en cosas raras. Y al decirse eso notó una vaga sensación de alivio, como el soldado de trincheras que sabe de la inminencia de una tregua.

Al terminar las clases, Menkell se dirigió a la agencia para encontrarse de nuevo con Losada, aun reconociendo que había sido una estupidez aceptar aquella segunda cita. No había gran cosa de la que hablar, ni ningún tema importante que tratar. Se dijo que, seguramente, aquel hombre intentaba sólo hacer méritos delante de sus jefes, presentándose ante ellos como el clásico trabajador entregado a su trabajo, que cuida al cliente y le procura un trato cercano y personal. Lo que Losada no podía suponer es que a Menkell esas actitudes le ponían nervioso: el «trato personal» se le antojaba una forma de multiplicar las ocasiones de meter la pata.

Observó a Losada desde las cristaleras que daban a la calle: era un hombre robusto, de poco más de treinta años, cuyo rostro jovial parecía hecho a propósito para convertirlo en agente de ventas. Estaba inclinado sobre el ordenador cuando él entró, y levantó la vista de la pantalla al notar en la cara el aire frío del exterior.

—¡Señor Menkell! Me alegro de verle.

«¿Y por qué se alegra?», hubiese querido preguntarle Mario Menkell, pero se limitó a dirigirle una sonrisa que quería ser agradable.

—Bueno, vamos a lo nuestro. ¿Quiere tomar un café? ¿Un coñac? —Losada utilizaba un tono cariñoso, con el claro propósito de estimular un poco su ánimo visiblemente demediado—. Vamos, le invito. Enfrente hay un bar muy agradable. Todo el barrio está lleno de sitios así. Los gays, ya se sabe…

Entraron en una cafetería llena de plantas, con grandes cristaleras y el techo ganado por gigantescos tubos de acero que daban al lugar el aspecto de un espacio industrial. Estaba atestado de gente, pero consiguieron una mesa junto a la ventana.

—¿Qué le apetece? Hay que pedir en la barra…

Mientras Losada recogía las bebidas, Menkell echó un vistazo al local: era, en efecto, un sitio acogedor… Había muchas estanterías con DVD de alquiler, y las paredes estaban decoradas con carteles de películas antiguas y carátulas ampliadas de CD de moda. Un discreto letrero avisaba de la existencia de conexión wi-fi gratuita. En las mesas vecinas, hombres y mujeres trabajaban en sus portátiles mientras bebían café en vasos de plástico. Tras el mostrador de la barra había una selección de pasteles y sándwiches de aspecto apetitoso, y todos los camareros, jóvenes y sonrientes, vestían vaqueros y camisetas negras con el nombre del local. Miró por la ventana: enfrente había un restaurante de mesas decoradas con ikebanas, una tienda de ropa y una taberna antigua que se le antojó un fósil dócilmente adaptado a un nuevo entorno de sofisticación y modernidad.

Menkell tuvo que reconocer ante sí mismo que Chueca no era la sucursal de Sodoma y Gomorra que había construido en su imaginación a raíz de que empezasen a denominarlo «barrio gay». Cuando escuchó la nueva calificación de la zona, recreó en su mente unas calles salpicadas de antros infectos de los que entraban y salían hombres vestidos de cuero, sórdidos bares de suelo sucio en cuyas barras se acodaban pervertidos de torva mirada, tiendas de objetos eróticos y una manada de tipos de aspecto patibulario deambulando por las aceras en actitud impúdica o amenazante, según el caso. Pero en aquella cafetería había hombres y mujeres, casi todos en la treintena, agradablemente vestidos, de aspecto pacífico y actitud correcta, que charlaban entre ellos o disfrutaban de un café en solitario sin dar la lúgubre impresión de ser víctimas de la incomunicación y el aislamiento: no estaban solos, sino consigo mismos, y esa visión era amable y esperanzadora, porque enviaba señales de la existencia de una vida bien armada como la que a Mario Menkell le hubiese gustado vivir.

Losada llegó con las bebidas en una bandeja: un té con leche para Menkell y una cerveza para él.

—Bueno, pues salud. Y ahora, a trabajar.

—¿Qué quiere decir?

—Que hay que vaciar el piso si quiere volver a alquilarlo.

Menkell, que acababa de abrasarse la lengua con el té casi hirviendo, negó enérgicamente con la cabeza.

—No. Lo he pensado mucho y no quiero alquilar la casa. Ya he tenido bastante con un suicida…

Losada se echó a reír y se atragantó con la cerveza.

—Pero, don Mario, no creerá usted que todos los arrendatarios acaban colgados de una viga… Yo llevo ocho años en la profesión y le puedo asegurar…

—Ya, bueno, prefiero no tentar la suerte. Además, lo de los alquileres es un lío. Con Montalvo era distinto, claro, era inquilino de mi tía desde hace muchos años… y, a pesar de todo, mire usted cómo terminó el asunto…

—Algo tendrá que hacer con la casa…

—Sí, supongo… quizá la venda… Usted podría ayudarme, ¿no?

La mirada de Menkell volvía a ser de tierna súplica.

—Claro, hombre, para eso estamos… Pero, en cualquier caso, antes tendrá que sacar todos esos cacharros.

—¿Yo? Eso es cosa de los parientes de Montalvo.

—Le recuerdo que no tiene familia.

El tonillo ligeramente musical con el que pronunció aquella frase acabó por convencer a Mario Menkell de que Losada encontraba divertidísima aquella situación para él tan abrumadora. Claro que él había tenido que enfrentarse a la policía y al cadáver del ahorcado. Era justo que se entretuviese un poco.

—¿Entonces?

—He consultado al abogado de la inmobiliaria. Ya sabe que nos gusta hacer bien las cosas… En estos casos, el heredero de Fernando Losada es el Estado español… pero, sinceramente, no veo yo al ministro de Economía inventariando los cascos militares ni los barquitos en miniatura.

—Entonces…

—Entonces le toca a usted la china. Vamos, que acaba de heredar un montón de cacharros que no quiere pero que, a todos los efectos, son suyos.

Menkell se pasó la mano por los ojos, y luego pareció rendirse al destino.

—Pues nada, habrá que aguantarse… Lo malo es que no sé ni por dónde empezar.

—Bueno, eso depende de lo que quiera hacer con las cosas…

—¿Las cosas? ¿Se refiere a… las gorras de guardia urbano, los botones y las gramolas? Pues nada. Quiero decir que por mí compraría un bidón de gasolina, rociaría las habitaciones, tiraría una cerilla y volvería después para barrerlo todo.

Losada sonrió al imaginar a Menkell ejecutando semejante operación.

—¿Seguro que no quiere conservar nada? Mire, entiendo que todavía esté usted un poco desconcertado, pero apostaría a que entre tanta porquería puede haber objetos de valor.

—Ya. Pues no me interesan. Mi casa no es muy grande, y no tengo dónde meter todos esos trastos.

—En ese caso, y si está seguro de que quiere deshacerse de todo lo que hay en el piso, puedo darle el contacto de un trapero… Él irá a la casa, clasificará los objetos y se los llevará consigo, y hasta es posible que pueda darle a usted un poco de dinero… Eso sí, le advierto que estos tipos suelen ser bastante chorizos… no espere que le pague lo que valen las cosas.

Menkell volvió a dibujar su gesto de negativa asustada.

—Me trae sin cuidado. Lo único que de verdad me interesa es que alguien se haga cargo de… de ese arsenal de chismes raros. No quiero ni un céntimo. Incluso pagaría para que se lo llevaran todo.

—Si es así, déjelo en mi mano. Pero le advierto que va a perder dinero. La colección de gramolas debe de valer un pico.

—Si la quiere, se la regalo.

El de la agencia abrió mucho los ojos.

—¿Lo dice en serio?

—Completamente. Y si hay algo más que le guste, cójalo sin dudar. Vaya mañana con la llave y llévese lo que le dé la gana.

—No sabe cuánto se lo agradezco.

Parecía ilusionado como un niño ante la perspectiva de llenar su casa de tocadiscos del año del Diluvio. El ánimo de Menkell se aligeró un poco. Sentía que gracias a aquel obsequio había empezado a pagar la deuda pendiente con Losada, el identificador de fiambres. De pronto se notó cómodo, incluso con ganas de charlar.

—¿Le conocía bien? A Montalvo, quiero decir.

—No. Era un tipo educado, que hablaba lo justo… Siempre me dio la impresión de que estaba bastante solo, y ahora sé que tenía razón, si ni siquiera hubo alguien dispuesto a reconocer su cadáver…

A Menkell se le secó la boca sólo de pensar en el cuerpo de un ahorcado bamboleándose entre todas aquellas cosas inútiles. Qué escena más horrible, pensó, intentando inútilmente apartar de su cabeza la imagen de un hombre pendulando entre un casco prusiano, un montón de bailarinas de porcelana y doscientos botones. De pronto se acordó de la pobre mujer de la limpieza: aquella desdichada no sólo se había dado de bruces con el espectáculo de su patrón muerto por las malas, sino que antes se había pasado parte de su vida limpiando todas aquellas zarandajas.

—El sexto sentido, señor Menkell… —Losada seguía a lo suyo, ignorando sus elucubraciones—. Yo sabía que su inquilino era un hombre misterioso. No quiero ir de listo, pero siempre pensé que acabaría haciendo algo raro.

Menkell se dijo que por nada del mundo hubiese minusvalorado las tesis de penetración psicológica de Losada, pero es fácil pensar que alguien capaz de atestar una casa de las cosas más variopintas acabará dando la campanada con algo verdaderamente extraño… Dadas las circunstancias, lo de quitarse la vida era hasta poco original. Había que dar gracias a Montalvo por no haber comprado una recortada para liarse a tiros en una hamburguesería. Lo suyo, desde luego, había sido una forma de actuar verdaderamente pacífica y sin daños colaterales… aparte, claro, del susto morrocotudo de la pobre limpiadora, y las molestias causadas a Losada y al propio Menkell.

—¿Y está seguro de que no tenía familia?

—Eso fue lo que me dijo la policía. Estuvieron investigando, y el hombre estaba solo.

—¿A qué se dedicaba?

—Ni idea. ¿Por qué le interesa tanto?

Mario Menkell dibujó una mueca contrita que sirvió para acentuar su aire de desamparo.

—No sé. Me da lástima, supongo. ¿A usted no?

El otro meneó la cabeza y pareció pensarse un poco la respuesta.

—Mire, Menkell, yo conozco a mucha gente cada día. Les alquilo casas, se las vendo, les busco compradores o inquilinos. Sé que cada persona que entra por la puerta tiene una historia, ¿sabe? Y que algunas de esas historias deben de ser como para echarse a llorar. Una viuda que vende el piso donde ha vivido cuarenta años porque le ha quedado una pensión de mierda que no le llega para vivir. Un ejecutivo recién separado que trabaja catorce horas al día y tiene que trasladarse a un estudio de veinticinco metros porque su mujer se ha quedado con el chalet con piscina de Las Rozas, donde, por cierto, vive con su nuevo ligue. Un boliviano que busca un piso de siete habitaciones, donde van a meterse veinte personas… Si escarbase en las historias de mis clientes, una de cada dos resultaría ser un drama. Por eso prefiero no indagar mucho, ¿sabe? Para no contagiarme de los problemas de otros.

Se quedaron en silencio. Menkell miró muy oportunamente el reloj, y Losada aprovechó para decir que tenía prisa y que le llamaría al día siguiente para darle el teléfono del trapero. Salieron juntos a la calle y se despidieron con un apretón de manos. De pronto, Losada pareció recordar algo.

—Menkell… lo que le acabo de decir de los problemas de los demás… No soy una mala persona, ni nada de eso. Lo que pasa es que prefiero no meterme en la vida de los otros. Bastante tengo ya con la mía.

Mario Menkell asintió con una vaga sonrisa. Cuántas veces había deseado decir lo mismo que Losada: «Bastante tengo con mi vida». Eso era lo malo. Que, a pesar de haber aprendido a resignarse, él nunca había tenido bastante con la suya.

Tal como había prometido, Losada llamó a Menkell a media mañana del día siguiente para facilitarle el teléfono de un tal Salgado, que regentaba una trapería en el barrio de Lavapiés y estaba dispuesto a hacerse cargo de todo el contenido del piso.

—Es eso lo que quería, ¿no?

—Por supuesto.

—Allá usted, don Mario. Pero le recuerdo que no es un buen trato. En fin, ahora ya está. Llámele cuanto antes, me dijo que tenía mucho trabajo, pero yo creo que sólo está intentando darse pisto. Por cierto, a mediodía iré a recoger las gramolas.

Menkell recordó fugazmente la visión de aquellos artefactos de tocar música atestando el dormitorio. La idea de que alguien los considerase valiosos le resultaba vagamente reconfortante.

—Ya me contará cómo queda la cosa. Llámeme en cuanto el piso esté vacío y empezaremos a enseñarlo. No es el mejor momento para vender, ya se lo anticipo…

Menkell no tenía ganas ni tiempo de discutir cuestiones inmobiliarias. Se despidió de Losada dándole las gracias por su gestión, y nada más colgar telefoneó al trapero y se citó con él aquella misma tarde para enseñarle el piso.

—Le advierto de que hay muchas cosas.

—Ya me lo dijo Losada. Por eso me interesa. Nos vemos a las siete y haré un primer inventario.

El resto del día pasó de una forma relativamente tranquila. Menkell tenía sólo dos clases, pues los alumnos acababan de empezar los parciales de febrero, y no era raro que negociasen la supresión de alguno de sus seminarios para poder dedicarse al estudio de alguna asignatura «seria». Como, de cualquier forma, el reglamento de la universidad le exigía permanecer en el centro durante las horas oficialmente lectivas, Menkell empleó la mañana y parte de la tarde a corregir algunos ejercicios.

Beatriz Millares no había dado señales de vida, y él tampoco había vuelto a llamarla. Seguía estando inquieto por ella, pero la conmoción del descubrimiento de aquella cueva de Alí Babá que era el piso de Fernando Montalvo había acabado por desplazar otros motivos de inquietud. De todas formas, si Beatriz había avisado de su ausencia para ser sustituida, no podía haberle ocurrido nada verdaderamente grave. A lo mejor estaba haciendo obras en su casa. O, como apuntaba Gerardo García, quizá tuviese la gripe. Para eliminar el último resquicio de inquietud, recordó la teoría de la navaja de Occam, y en ese momento, animado por no se sabe qué extraña punzada de euforia, tomó el móvil y marcó el número de Beatriz. Cuando el teléfono dio señal, sintió un vuelco en el estómago y estuvo a punto de colgar, pero justo en ese momento escuchó la voz de Beatriz —aquella voz correctamente modulada que tan bien conocía— y todo en su interior volvió a su sitio.

—Diga.

Había contestado en un tono neutro que hacía imposible identificar cualquier estado de ánimo. A Menkell le pareció que detrás de ella se escuchaba el llanto de un niño.

—¿Beatriz? —Intentó que su voz tuviese un matiz despreocupado, casi festivo—. Soy yo, Mario.

—Ah, Mario… Vi tus llamadas.

Puñeteros móviles delatores…

—¿Qué tal la gripe?

Hubo unos segundos de silencio.

—Bien, bien, mejor…

—Oh… me alegro… mucho. —Buscó algo inteligente que añadir, pero no se le ocurrió nada—. Sólo quería saber cómo estabas.

—Ya. Pues estoy prácticamente recuperada. El lunes me incorporo.

Era jueves. Menkell se dijo que faltaban sólo cuatro días para que toda su vida se reorganizase definitivamente. Beatriz volvería, el trapero se llevaría todos los trastos de Montalvo, Losada vendería el piso y aquellos días de raro desasosiego acabarían por convertirse en un triste recuerdo, quizás ni siquiera eso. Una sensación de optimismo le recorrió toda la espina dorsal. En ese momento volvió a escuchar unos lloros infantiles. Estaba seguro de que se trataba de eso, de un crío en mitad de una rabieta, pero no quiso preguntar.

—Pues nada, cuídate durante el fin de semana, y el lunes nos vemos por aquí.

—Sí, hasta el lunes… Gracias por llamarme.

Estaba a punto de colgar cuando oyó la voz de Beatriz diciendo su nombre.

—Mario…

—¿Sí?

—Oye… que no tengo la gripe.

—Pero entonces…

—No te preocupes. El lunes vuelvo y te lo cuento todo.

Y colgó. Un segundo antes, Menkell pudo escuchar cómo arreciaban los llantos del bebé.

Por la tarde, tras terminar la jornada en la universidad, volvió a la casa de Chueca para encontrarse con Salgado. Tuvo que ser él quien se identificara, porque Menkell jamás hubiese reconocido al trapero en aquel hombre joven, alto y delgado, vestido con un pantalón vaquero, un jersey de cuello vuelto y una bonita americana de lana negra, de esas que Menkell jamás encontraba cuando iba a comprarse ropa. No sabía por qué, había imaginado que Salgado sería un tipo desgarbado y feo, incluso algo contrahecho, que tendría la piel cuarteada y las manos amarillas, y los ojos apagados después de pasar demasiado tiempo en húmedos sótanos sin luz saqueando los despojos de las vidas ajenas. Pensó que iría envuelto en un guardapolvo lleno de lamparones, que calzaría zapatos viejos y anticuados, y que luciría la expresión de siniestra codicia de los usureros de los cuentos infantiles. Sin embargo, Salgado tenía una limpia mirada azul, y un gesto de normalidad despreocupada. Pensó en cuánto había cambiado un mundo en el que los chamarileros parecen directores de una oficina bancaria.

Subieron juntos al piso, y Menkell abrió la puerta antes de franquearle el paso.

—Bueno, pues ya estamos aquí. Mire usted todo lo que quiera. Le llevará su tiempo, esto está lleno de chismes raros.

Salgado le dedicó una tibia sonrisa profesional, sacó de un bolsillo un cuaderno de pastas de cuero y un bolígrafo de aspecto caro, y durante media hora se paseó por la casa tomando notas aquí y allá, parándose a veces a examinar alguna de las colecciones de Fernando Montalvo —pareció interesarse especialmente por el conjunto de cascos militares— y supervisando el estado de conservación de las cosas, que, por su expresión, debía encontrar plenamente satisfactorio. Mientras, Menkell tuvo tiempo de comprobar que Losada había recogido las gramolas —sintió una punzada de curiosidad por saber cómo se las había apañado para trasladarlas— y también una de las huchas del Domund que decoraban la entrada. No parecía faltar nada más. Ojalá se hubiese llevado más cosas, pensó Menkell. El empleado de la agencia había llegado a caerle bien. No es que Menkell tuviese un ojo especialmente bueno para clasificar a las personas —contaba en su haber con varios sonoros fracasos en lo tocante a conocimiento humano—, pero Losada parecía un buen hombre. Otro en su lugar se hubiese escaqueado del asunto del cadáver —decididamente, la identificación de cuerpos anónimos no es trabajo de un agente inmobiliario—, y de ninguna forma habría estado tan solícito a la hora de ayudarle en lo de encontrar a alguien que vaciase el piso. En eso pensaba cuando Salgado regresó de su breve paseo de prospección.

—Ya está. He hecho una pequeña lista de las cosas, sobre todo para calcular cuánta gente necesito en la operación. Los objetos delicados dan bastante trabajo, porque hay que envolverlos con cuidado y no pueden amontonarse. Oiga —carraspeó un poco—, Losada me dijo que no quiere nada de lo que hay aquí…

—Nada en absoluto.

—¿Está seguro?

—Completamente. Puede llevárselo todo. Y cuanto antes, mejor.

Salgado cerró la libreta y la guardó en el bolsillo interior de la americana. Menkell pensó que había algo teatral en sus gestos, como si hubiese coreografiado cada uno de sus movimientos.

—Señor Menkell, no le oculto que aquí hay objetos de cierto valor. Nada importante, desde luego. En condiciones normales, le ofrecería un tanto alzado por todo el lote y luego, con tiempo, vendría a hacer un inventario y me llevaría sólo aquello que me pudiese servir. Pero Losada me ha contado que lo que usted quiere es vaciar el piso completamente, y que además le corre prisa. En ese caso, le ofrezco hacer las tareas de inmediato y sin coste alguno para usted, pero no pagaré nada por ninguna de las cosas. ¿Le parece bien?

Mario Menkell se alegró al pensar que los dos iban a hacer un buen trato.

—Creo que es perfecto. ¿Cuándo puede empezar?

—El lunes por la tarde. Por mí comenzaría mañana mismo, pero necesito a cuatro o cinco personas y tengo a todo el mundo ocupado. Eso sí, lo haremos de un tirón, el embalaje y el transporte en la misma jornada. De modo que, si no hay contratiempos, cuando entre aquí el martes por la mañana sólo se encontrará usted las cuatro paredes de la casa.

Eran exactamente las palabras que Mario Menkell quería escuchar.

—Llegaremos a las cuatro y media. Tendrá que venir a abrirnos la puerta.

Menkell dudó.

—Tengo clase hasta las cuatro. —Era mentira, pero prefería no volver al piso hasta que estuviese vacío—. Voy a ir un poco ajustado. Pero, si puede pasarse por la agencia, Losada tiene un juego de llaves.

—Perfecto. En ese caso, no hay nada más que hablar.

Salgado le tendió la mano.

—A partir de ahora, déjelo todo de mi cuenta.

Solventado ya el enojoso problema de las cosas de Montalvo, Mario Menkell se dispuso a pasar un tranquilo fin de semana de invierno. Haría lo de siempre: terminadas las clases del viernes, iría al cine a la sesión de las ocho, luego alquilaría un par de DVD clásicos en el videoclub de la esquina —donde, por cierto, todo el mundo le tenía ya catalogado como un majara que solía llevarse a casa títulos del pleistoceno, como Roma, ciudad abierta, Más dura será la caída o Jezabel— y el sábado vería las películas, leería algún libro de los que tenía pendientes y haría la compra semanal en el supermercado. El domingo por la mañana solía ir a alguna exposición o a visitar un museo, y por la tarde, si no se quedaba en casa leyendo, asistía a una función de teatro o a algún concierto y aprovechaba para devolver las películas al videoclub. Después de preparar la agenda de la semana —clases, seminarios y entrevistas con alumnos— tomaba una cena ligera y se acostaba pronto.

La casa de Menkell era un lugar bastante acogedor, aunque él a veces lamentaba no vivir en un piso un poco más pequeño: le sobraba espacio por todas partes. Tenía dos habitaciones vacías y una que había convertido en despacho, dos cuartos de baño y una cocina algo anticuada que —se repetía de vez en cuando— debería modernizar. El salón daba a la calle, y era espacioso y alegre: perfecto para pasar una tarde de lluvia. Menkell había comprado una butaca comodísima y una manta de lana escocesa con la que se cubría las piernas incluso cuando no hacía frío. Tenía un buen equipo de música, un DVD de última generación y una pantalla de plasma de cuarenta y dos pulgadas que ofrecía una imagen de mejor calidad que muchas salas de cine, y encima no existía el peligro de que alguien reventase la función masticando palomitas o emitiendo en voz alta comentarios idiotas. Por eso cada vez le daba más pereza salir de casa para ver películas, y —para desconcierto de los de la tienda de alquileres— había empezado a llevarse algunas cintas de estreno además de las obras maestras de William Wyler o Roberto Rossellini.

A Menkell no le molestaba la soledad, y hasta había aprendido a disfrutar de ella. A pesar de todo, reconocía ante sí mismo que, de haber podido elegir, habría preferido no pasar tanto tiempo solo. No se atrevía a soñar con tener una familia, ni siquiera una pareja —eso hubiese sido pedir demasiado—, pero siempre pensaba que sería agradable contar con un grupo con el que compartir el tiempo libre. Pero el tiempo de hacer amigos se le había pasado en unas circunstancias no demasiado favorables a la socialización, y ahora, al filo de los cincuenta, sabía que era más difícil conectar con la gente. Como no se tenía por buen conversador, ni tampoco por una persona excesivamente divertida ni particularmente brillante, comprendía a la perfección que ninguno de sus conocidos quisiese dar un paso más en busca de hermandad o de simple camaradería. ¿Qué podía aportar él a otra persona? No era muy listo, ni muy divertido, ni muy ocurrente, aunque sí atento, servicial, generoso y comprensivo, cualidades todas que cualquiera es capaz de apreciar. Pero nada más que eso: cuando se llega a cierta edad, hace falta algo distinto que nos estimule a buscar relaciones más profundas. A los cuarenta años todo el mundo tiene ya más o menos cubiertas sus necesidades afectivas, y para hacer nuevas incorporaciones a la lista de íntimos nos hace falta descubrir en el otro alguna aportación extraordinaria que enriquezca nuestra vida.

Siempre había lamentado no tener alguna afición: el golf, el gimnasio, la pintura al óleo… o, en su defecto, las construcciones con cerillas o el macramé. El deporte y los trabajos manuales son un buen elemento de socialización. Una vez, tras ver un anuncio, quiso unirse a un club de papiroflexias, pero después de un par de sesiones se dio cuenta de que aquello tampoco era lo suyo: mientras de las manos de los demás surgían, como un milagro, flores delicadas y gráciles pájaros que parecían a punto de emprender el vuelo, Mario Menkell sólo era capaz de hacer dobleces sin ton ni son hasta convertir los papeles en gurruños informes. Le daban tanta vergüenza aquellos bultos arrugados que salían de sus manos que decidió dejar las clases antes de que el monitor pusiese de relieve ante los otros alumnos su torpeza manifiesta.

Así que Menkell tenía vecinos, colegas, compañeros y homólogos, pero nada más que eso. En los últimos años, la única persona con la que había iniciado un conato de intimidad había sido Beatriz Millares, que le contaba algunas cosas, le pedía opinión y hablaba con él de novedades literarias y cine clásico. Incluso un par de veces habían ido juntos a ver una película o una exposición. Pero luego apareció el dichoso Baldo, y Mario Menkell decidió difuminarse en las horas libres. Quizá las cosas habrían sido distintas si Baldo fuese otro tipo de persona. Pero no lo era. Desde el primer momento había dejado claro que Menkell no le gustaba, así que prefirió retirarse por las buenas antes de ser invitado a hacerlo de forma algo menos honrosa.

En esas circunstancias, Menkell había aprendido a disfrutar del solitario placer de la lectura, el visionado de películas y la audición de conciertos, cada vez más a menudo teniendo como escenario su propio salón. Eso no le hacía desdichado: había aprendido a conformarse, y no perdía el tiempo lamentando su suerte ni envidiando la de otros. Mario Menkell no ignoraba que al otro lado de la puerta, sólo a unos cuantos pasos de su sala de estar, había un mundo distinto que le era ajeno. Un mundo poblado por seres diferentes, que se buscaban los unos a los otros, que se emparejaban, que se agrupaban, que compartían la felicidad y la desdicha, las decepciones, los anhelos, las frustraciones, las expectativas cumplidas o no. La vida, en fin.

Después de un fin de semana casi primaveral, el lunes amaneció desapacible y frío. Menkell se levantó con el ánimo en alto: Beatriz regresaba, Salgado empezaría a vaciar el piso aquella misma tarde y todo volvía a estar en el mismo sitio que siete días antes, cuando recibió la noticia del suicidio de Montalvo. Estuvo a punto de pensar en él una vez más, de volver a preguntarse por las causas de su muerte, pero decidió no consentírselo: había que pasar página y olvidar aquella historia que a punto había estado de desestabilizarlo muy seriamente.

Llegó a la facultad en el autobús que partía de Plaza de Castilla, compartiendo el trayecto con dos secretarias, un conserje y cuatro limpiadoras, además de media docena de alumnos cuyos padres estaban decididos a educarlos en la sobriedad y la renuncia a lo superfluo, y por eso se negaban a comprarles un coche. Por supuesto, los aprendices de Personas-Sensatas-y-Conscientes estaban muy lejos de apreciar el esfuerzo educacional de sus bienintencionados padres, e iban camino de convertirse en seres rencorosos y resentidos. No valoraban en absoluto la iniciativa paterna de hacerlos entrar en contacto con la vida real —«Qué vida real ni qué cojones, si voy a una universidad donde la matrícula de un curso es más alta que el salario mínimo», había dicho con cierta razón uno de los damnificados por el celo social de sus progenitores— y todos se sentían como bichos raros, como mártires del siglo XXI obligados a compartir a diario un minibús pintado de azul —color corporativo de la LC— con el personal subordinado y el gilipollas del profesor de escritura creativa.

Sin llegar a penetrar más profundamente en la idea, Menkell intuía que aquellos chicos que viajaban en el autobús no lo hacían de muy buen grado, mientras que las limpiadoras y los demás —incluido él mismo— estaban encantados de tener transporte diario y gratuito al centro de trabajo. Es curioso, se decía siempre, cómo la misma situación puede servir para hacer felices a unos y molestar a otros. El conserje, las señoras de la limpieza, las secretarias, pensaban que aquel autobús era uno de los alicientes del trabajo en la Luis de Camoens, mientras los chicos lo consideraban el culpable definitivo de que sus padres se mantuviesen firmes en la idea de no comprarles un coche.

Llegaron, como siempre, con el tiempo justo para empezar las clases en hora. Mario Menkell esperaba tener ocasión de cruzarse con Beatriz en algún momento de la mañana, pero no coincidió con ella en los pasillos, y en la pausa del café un alumno insistió en revisar con él un ejercicio de redacción.

—¿No podemos verlo en la tutoría de los jueves?

—No, señor. Me ha puesto usted un suspenso y quiero que me explique por qué.

Menkell no ignoraba que, por lo general, los chicos se dirigían con bastante poco respeto a los profesores de asignaturas complementarias, y trató de imaginarse la reacción de Gerardo Auder si un chico intentase hablar con él fuera de las horas oficialmente dedicadas a las reuniones con los alumnos. Pero él no era Gerardo Auder, ni magistrado del Tribunal Supremo, ni impartía la asignatura de Derecho Penal, ni suspendía a la mitad de la clase, así que se resignó.

—Está bien. Siéntese, haga el favor. Voy a buscar su texto.

—No quiero ir de listo, profesor, pero lo que he escrito está bien. Los otros lo leyeron y me dijeron que era muy bueno. Que parecía de David Foster Wallace.

Mario Menkell suspiró. Era el tipo de frases que les encantaba decir a los chicos desde la suprema ignorancia, «qué pasada, tío, escribes como Foster Wallace». En su época, cuando se quería alabar el estilo de alguien, se ponía como ejemplo a Georges Perec o a Raymond Queneau, pero, al margen de eso, pocas cosas habían cambiado.

—Ya. Aquí lo tengo. El curioso incidente del joven a medianoche. ¿Hace falta que le diga que ya hay un libro que se titula de una forma muy similar?

—Sí. No. Pero el otro era un perro y el mío es un chaval joven. Además, la historia no tiene nada que ver. Y en cuanto al título, no es un plagio. Es un… un homenaje.

Buen intento, pensó Menkell, que leyó para sí la mitad del texto antes de levantar la vista para encontrarse con la mirada inquisitiva, casi feroz, de Víctor Fuentes.

—Señor Fuentes… obviando el asunto del título y del homenaje a Haddon, cuya oportunidad no vamos a discutir ahora, su texto no merece ni el cuatro que le he puesto.

—Los otros dijeron…

Menkell respiró, tratando de no recordar que, mientras él perdía el tiempo con aquel chico, Beatriz Millares debía de estar en la sala de profesores o en la cafetería, quizá preguntando por él.

—No me importa lo que dijeran los otros, Fuentes. Y no me vuelva a hablar de David Foster Wallace… porque no creo que él sea capaz de colocar treinta y siete faltas de ortografía en un texto de cuatro folios y medio.

La expresión de Víctor Fuentes había pasado de ser inquisidora a reflejar la más sincera sorpresa.

—¿Faltas? Bueno, puede ser, mi corrector de Word está estropeado. Me ha entrado un virus o algo así… pero no creo que tenga tanta importancia. Porque yo soy de económicas, ¿sabe? Por eso no me interesa mucho la lengua española, y no me sé todas las reglas… No creo que por cuatro acentos o algo así…

Aquel zoquete que escribía «bravucón» con dos bes le estaba haciendo perder toda la pausa del café… no podría encontrarse con Beatriz hasta la hora de la comida. Recordó que, según su ficha, Fuentes había sacado un ocho y medio en el examen de selectividad. Un ocho y medio… pero ¿quién demonios califica esas pruebas y pasa por alto las haches o la ausencia de ellas?

—No son cuatro acentos o algo así. Son treinta y siete patadas al diccionario de la Real Academia, todas ellas indignas de un universitario, y me da igual si usted estudia económicas o… o —trató de pensar en alguna disciplina donde la ortografía fuese pecata minuta— ingeniería molecular. Incluso un astronauta debe saber poner en su sitio las bes y las uves. Tiene usted un cuatro. Y si se lleva mal con la corrección del idioma, le sugiero que se busque otra asignatura complementaria donde sus… sus carencias puedan pasar desapercibidas.

Era el parlamento más largo que Mario Menkell había pronunciado ante un alumno fuera de horas lectivas desde su llegada a la universidad. Guardó el ejercicio de Víctor Fuentes en su maletín desgastado, y salió de la clase dejando al chico boquiabierto, no tanto por el escaso éxito de su reclamación, sino porque era la primera vez que el bobalicón de Menkell daba muestras de tener algo de sangre en las venas. Alguien había dicho que llevaba unos días la mar de raro. Por eso se había puesto como una fiera. Treinta y siete faltas no son tantas. Y los otros tenían razón: escribía como Foster Wallace, y eso era lo importante. Aunque tenía que arreglar cuanto antes el corrector de Word.

La pausa del café había terminado, y Menkell no había visto a Beatriz. Él no tenía clase los lunes por la tarde, así que solía comer en casa —librándose así de las grasas saturadas o el menú de régimen insípido de la universidad—, y pasaba luego la tarde leyendo en la biblioteca. Por razones obvias, aquel lunes decidió hacer una excepción, así que al acabar su seminario se dirigió a la cafetería, pero Beatriz no estaba allí. Se comió un plato de macarrones con tomate y un filete de pollo a la plancha, sin apartar los ojos de la puerta por si ella aparecía. No lo hizo, y Menkell, invadido de una inexplicable sensación de derrota, se dijo que iba a dar a la suerte la última oportunidad: pasaría un cuarto de hora —ni un minuto más— en la sala de profesores, y si Beatriz no llegaba se iría a casa, pondría música de Mahler en el CD y vería por séptima vez en los últimos tres meses La muerte en Venecia, a lo mejor porque necesitaba encontrar en el desdichado Von Aschenbach a un personaje más ridículo que él mismo, con tantas idas y venidas y tantas ansiedades por una mujer con la que no tenía más contacto que el proporcionado por los encuentros casuales en los pasillos y en una cafetería ruidosa y atestada de gente.

La sala de profesores estaba vacía cuando Menkell entró. Se acercó lleno de desconfianza a la nueva cafetera —todavía no acababa de creerse que aquel artilugio fuese capaz de producir un café decente— y se sirvió una taza, que olió sin disimulo antes de llevársela a la boca.

—¿Me pones uno?

Al volverse, Mario Menkell derramó unas gotas de café sobre sus zapatos, pero él ni siquiera se dio cuenta de que el ante —bastante avejentado, eso sí— estaba absorbiendo con fruición aquella lluvia inesperada. Era Beatriz Millares, una semana después de su misteriosa desaparición. De su supuesta y falsa gripe. Beatriz Millares, más pálida, más delgada y más ojerosa que la última vez que la había visto. Beatriz Millares, tras una más que evidente crisis personal. Menkell decidió hacer como si se hubieran visto el día anterior.

—Claro. Pero no está muy caliente.

A ella no pareció importarle.

—No he pegado ojo en toda la noche —dijo, y se bebió el vaso de café sin respirar. Bajó la vista, y a Menkell le pareció que había cogido aire.

—¿Estás… bien?

—Me he separado de Baldo. Hace ocho días.

Beatriz dibujaba una sonrisa triste, y Mario Menkell se preguntó qué debía decirse en un caso como ése.

—Las cosas iban mal desde hace tiempo, ¿sabes? Ya sé que el matrimonio nunca es como uno se lo espera, pero tampoco creo que todas las parejas sean tan infelices como Baldo y yo.

Mario nunca había pensado que el de Beatriz pudiera ser un matrimonio infeliz, y aquella confesión le dejó perplejo. A raíz de su escasa experiencia, su punto de vista sobre la convivencia marital tenía mucho que ver con la que ofrecen los cuentos de hadas, y, si le costaba aceptar que dos personas que compartían su vida pudiesen ser desdichadas, el que lo fuese Beatriz Millares producía en él un profundo desconcierto. Nunca le había comentado nada al respecto, ni tampoco había encontrado algo sospechoso en su comportamiento. Mario Menkell se hizo la pregunta inevitable acerca de si conocemos de verdad a aquéllos a quienes queremos, pero fue sólo un desliz instantáneo, pues enseguida volvió a poner los cinco sentidos en lo que le estaba contando Beatriz.

—Hace una semana estábamos discutiendo y me dio una bofetada. —Los ojos se le llenaron de lágrimas—. No muy fuerte. Con la mano del revés.

Menkell se avergonzó al recordar en aquel momento la celebérrima escena de Gilda, y agitó la cabeza como para borrar de su mente la imagen de la melena pelirroja de Rita Hayworth volteada a la fuerza por la violencia de Glenn Ford.

—Baldo jamás había hecho una cosa así. Me pidió perdón enseguida. Me abrazó y empezó a decir que no entendía qué le había pasado, que le perdonase, y yo no hacía más que pensar que, después de todo, no me había hecho mucho daño, que nunca hasta entonces me había pegado, que aquello no iba a repetirse. Y entonces me asusté, ¿sabes? Porque me di cuenta de que eso mismo debieron de pensar después de recibir la primera bofetada esas mujeres cuyos maridos acaban matándolas de una paliza: no es para tanto, si casi ni me ha rozado, se ha puesto nervioso, no volverá a ocurrir, Baldo no es de ésos. Y decidí que no iba a quedarme a comprobar qué clase de tipo es en realidad el hombre con el que me casé. Me dio una bofetada, y nadie tiene la culpa de llevarse la primera, pero hay que hacer las cosas de forma que sea la última.

—¿Vas… vas a denunciarlo?

Beatriz se sirvió otro café.

—No. Ya sé que, tal y como están ahora las cosas, posiblemente lo detendrían, y se pasaría un par de días en el calabozo antes de que lo pusiesen delante del juez de guardia… No voy a decir que esa idea no me tiente… pero… a ver cómo te lo explico… Yo ya he tomado la decisión de dejar a Baldo, así que en este caso una denuncia sólo valdría para complicarle la vida. Y no quiero eso. No quiero una indemnización, no quiero una pensión, no quiero que pague una multa ni que tenga antecedentes… sólo quiero no volver a verlo en mi vida. La próxima vez que me cruce con él será para firmar los papeles del divorcio.

—Y… y Baldo, ¿qué dice?

—A mí, nada, porque ni le cojo el teléfono. Creo que hace tiempo que se está tirando a otra, pero eso tampoco es asunto mío. Quiero olvidarme de cada día que he pasado con él. Incluso le he dejado el piso hasta que lo vendamos. He cogido una maleta con ropa, y el resto se lo puede comer. No quiero ni una puta fuente de horno.

Sonrió débilmente, y a Mario le pareció que sus ojos cobraban algo de vida.

—¿Dónde vas a vivir ahora?

—De momento estoy en casa de mi hermana. Te acuerdas de Sandra, ¿verdad?

—Claro. La que está casada con un danés. ¿Tienen hijos?

—Cuatro.

—Vaya —se dio cuenta de que no era la expresión más apropiada y la corrigió sobre la marcha—, quiero decir, qué bien.

Beatriz le dedicó una sonrisa desmayada.

—No dirías eso si supieses cómo viven. Asfixiados por las facturas, desquiciados por los horarios de los niños y angustiados porque siempre hay alguno que está enfermo. Eso sí, los críos son muy ricos. Y están bien educados. Pero no voy a decir que me entusiasme la idea de compartir habitación con mis dos sobrinitas, que están flipadas por dormir con una tía que se pasa las noches llorando. Voy a empezar a buscar algo… cualquier cosa, un apartamento, un estudio… con que tenga una cama y una ducha me basta. Si sigo viviendo en esa casa mucho más tiempo acabaré haciendo alguna idiotez.

Y, en ese preciso momento, una luz se encendió en el cerebro de Mario Menkell. No tuvo ninguna duda de que aquel fogonazo tenía un origen divino —¿no había robado Prometeo el fuego de los dioses?— o quizá era una chispa que había vivido con él los últimos cuarenta y siete años, esperando el mejor momento para hacerse visible. Sea como fuere, la llama se abrió paso por aquella zona del cerebro —la que regula las reacciones de agudeza—, que por lo general no estaba en activo en la cabeza de Mario, y se escuchó a sí mismo diciendo la frase que iba a cambiarle la vida.

—¿Ah, sí? Pues creo que es tu día de suerte.

No era una expresión propia de Mario Menkell. Era tan informal, tan desenfadada, que resultaba casi milagroso que hubiese podido pronunciarla, menos aún con aquel tono, cuando su corazón latía de un modo desaforado, tanto que tuvo verdadero pánico a que se le saliese por la boca y se alejase dando saltitos gelatinosos en dirección a cualquier parte. Beatriz le miró enarcando una ceja —tenía unas preciosas cejas marrones y pobladas— y Mario sintió que el dominio de sí mismo del que había dado muestras había sido sólo una ilusión pasajera.

—Es que tengo un piso libre. ¿Te acuerdas de la casa que heredé de mi tía, ésa a la que apenas trataba? Bueno, pues el inquilino se ha… se ha marchado… —Intuyó que no era bueno mezclar las palabras «día de suerte» y «suicidio» en la misma conversación— y, si esperas a que lo vacíe, puedes instalarte en él.

Los ojos de Beatriz se agrandaron.

—Estaría muy bien. —Pareció recordar algo, y su entusiasmo inicial se refrenó—: Pero… bueno, tengo que saber de cuánto es la renta. Es por la hipoteca de la casa. Todavía la estoy pagando a medias con Baldo. Vamos a vender, por supuesto, y entonces será otra cosa, pero de momento no estoy en condiciones…

La sola idea de recibir dinero de manos de Beatriz Millares hizo que a Menkell se le pusiese el estómago del revés.

—Oh, no, no, no me entiendes… En realidad —volvió a percibir aquella luz, oh, aquella luz bendita que llevaba ideas a esa parte dormida de su cerebro—, ya no quiero alquilar la casa… los inquilinos dan… dan problemas… El hombre, Fernando Montalvo…

—El que se ha marchado…

Qué piadosa y amable forma de hablar de alguien que ha muerto, pensó él, de alguien que acaba de suicidarse.

—Sí. Ese hombre había alquilado la casa a mi tía, y no me pareció bien echarle cuando ella murió. Además, fue un inquilino estupendo. —Sentía la necesidad de dejar claro que Montalvo era un tipo único entre mil, de subrayar su buena voluntad, su excelente disposición—. Pero ahora que… que se ha ido, no pienso buscar a nadie más… no tengo ganas de llevarme disgustos ni de discutir… Primero es la subida de la renta, luego las reparaciones… ya sabes que yo no valgo para eso… para llevar la contraria, y esas cosas… lo paso fatal… prefiero que me tomen el pelo, que me estafen incluso, antes que pelear con nadie. Soy así, he sido así toda la vida, y con la edad que tengo no voy a cambiar.

Se estaba enredando en explicaciones innecesarias y, de paso, autorretratándose como un imbécil sin carácter delante de Beatriz. ¿Por qué le estaba contando todas esas cosas absurdas? Mario Menkell rogó al cielo que le enviase otra ración de luz. Una luz pequeñita que le permitiese salir del atolladero en el que se había metido.

—Beatriz —la luz, la luz llegada directamente del Olimpo—, lo que quiero decir es que estoy pensando en vender la casa. Pero no ahora, claro. Mi… mi asesor… —estaba seguro de que Donald Trump se refería con mucho menos aplomo a su equipo de consejeros— mi asesor dice que no es un buen momento para la venta. El mercado pasa por una fase muy rara, hay incertidumbre y todo está prácticamente estancado. Por eso me sugiere esperar un poco. Un año, como mínimo. Tal vez más. Así que había pensado en aprovechar el tiempo para… no sé, hacer alguna reforma o algo así, y revalorizar un poco la casa.

La luz de los dioses le ayudaba a emplear el vocabulario de un perfecto tiburón de las finanzas.

—Ah.

Le pareció que Beatriz estaba incluso impresionada, y eso le animó a seguir.

—Así que me vendría bien encontrar a alguien dispuesto a instalarse allí durante un tiempo. Los pisos vacíos se deterioran enseguida.

—Eso sí que es verdad. Empiezan a salir humedades, se obturan las cañerías…

—Se ahogan los radiadores y se atascan las ventanas… vamos, que me haces un favor si accedes a quedarte. Además, si hago alguna obra, tú podrías… no sé, supervisar un poco… vamos, si no es molestia… Aunque tampoco es necesario, si no puedes, no…

No quería agobiarla con obligaciones, ni que se sintiese empujada a devolver el favor que le hacía, pero el rostro de Beatriz volvió a iluminarse, como si acabase de encontrar un pequeño papel en la apetecible función que Menkell ponía delante de sus narices.

—Claro que sí —dijo—. Abrir la casa cuando lleguen los obreros, controlar que las cosas se hagan a tiempo…

—Exactamente. —Él hizo un gesto definitivo en el aire, como diciendo «no hay nada más que hablar»—. Ahora sólo hay que vaciar el piso de las cosas del inquilino, y puedes trasladarte.

—¿Las cosas del inquilino?

—Sí. El tipo dejó la casa llena de trastos cuando… cuando se fue, y me tengo que ocupar yo de todo.

—Qué cara.

—Ya ves. Hay gente para todo.

—Oye —Beatriz estaba visiblemente más contenta—, puedo ayudarte en eso. A vaciar el piso, quiero decir. Los dos juntos tardaríamos mucho menos.

«Oh, no te preocupes —iba a decir Menkell—, ya se lo he encargado todo a una empresa, de lo contrario llevaría semanas acabar el trabajo». Pero entonces la luz, esa luz, volvió a aparecer en su cabeza, esta vez como una gloriosa aurora boreal, mientras resonaba en sus oídos la frase «los dos juntos», «los dos juntos», y se dio cuenta de que, por primera vez en toda su vida, el destino estaba haciéndole un guiño, tendiéndole una mano amiga.

—Pues… si para ti no es una molestia, me vendría estupendamente que me ayudases. Es que no sabes todo lo que hay allí guardado. Parece… parece un bazar indio, o algo así.

Menkell no había estado en un bazar indio en toda su vida, pero eso no tenía importancia, y de todos modos Beatriz no había escuchado la última frase. Parecía sólo pendiente de su propio entusiasmo ante sus posibilidades de redención: dejar de ser una sin techo en casa de su hermana y abandonar para siempre la habitación que compartía con dos chiquillas de siete años.

—¿Quieres que empecemos hoy mismo? Si tengo que dormir muchas más noches con mis sobrinas me dará un ataque… —Beatriz parecía dotada de una nueva energía—: Tengo una clase a las cinco y otra a las seis… A partir de las siete podemos ver el piso. Por lo que dices, debe de ser incluso un lugar interesante. A lo mejor es que estoy desesperada por tener una casa para mí sola, pero hasta me parece divertido revolver entre las cosas de alguien a quien ni siquiera conozco.

Él asintió intentando controlar una sonrisa radiante —la que nace de la dicha en estado puro— que amenazaba con escaparse de su boca, delatando así el estado de beatitud que había empezado a expandirse por todas las terminaciones nerviosas de su cuerpo de cuarenta y siete años.

—Muy bien.

Fue entonces cuando recordó algo: miró su reloj con un ansia evidente y recordó, horrorizado, que faltaban veinte minutos para que los empleados de la empresa contratada entrasen en el piso y desencadenasen una razia sin piedad destinada a eliminar hasta el último recuerdo del paso por la tierra de Fernando Montalvo. La luz volvió a encenderse, brillando como el fanal ambiguo de un faro.

—Beatriz… acabo de recordar que… tengo algo urgente que hacer. Me voy… te llamo luego, ¿de acuerdo?

Y, sin esperar respuesta, sin volverse siquiera en demanda de una última sonrisa, Mario Menkell salió a toda prisa del edificio de la facultad, cruzó la ciudad en un taxi tras inducir al suicidio al conductor con la promesa de una propina de veinte euros si era capaz de cubrir una distancia considerable en menos de quince minutos, y llegó a la casa justo cuando los operarios empezaban su tarea.

—¡Soy el propietario del piso! ¡Déjenlo todo en su sitio! ¡No se les ocurra tocar nada!

Y, ante la mirada incrédula de los obreros, moderó de nuevo el tono de voz y recuperó el aire apocado de un candidato al timo mientras se enfrentaba a cinco pares de ojos.

—He… he cambiado de opinión.

—Pero ¿de qué cojones va esto?

Salgado —a quien los obreros habían llamado con carácter de urgencia— vestía aquella tarde un jersey marrón sobre una camiseta, vaqueros gastados y una cazadora impermeable, bonita y cómoda, de un tono de azul que Menkell no supo clasificar. Aunque en realidad poco importaba si el chubasquero de Salgado era color cobalto o cian. Lo verdaderamente esencial es que el trapero estaba hecho una verdadera furia.

—¿Qué leches pasa aquí? ¿Es una broma? ¿Quiere usted quedarse con nosotros, pedazo de gilipollas? Porque si es así le juro que…

—A ver, Esteban, vamos a relajarnos un poco. —Menkell había llamado a Losada cuando estaba de camino para suplicarle que acudiese en su ayuda—. Don Mario, ¿qué es lo que ha pasado? Creí que quería usted vaciar el piso cuanto antes.

Menkell sintió una opresión en el pecho que quiso identificar con un infarto. Tal vez eso sería lo mejor, pensó, caer fulminado allí mismo. Pero el dolor desapareció para dejar paso a un profundo desasosiego.

—Conteste de una vez, pedazo de mamón, ¿a qué viene este numerito?

—Ya se lo he dicho. —La voz le salía en un hilo finísimo—. Lo he pensado mejor y quiero quedarme con las cosas de Fernando Montalvo.

—¿Que lo ha pensado mejor? ¿Y ya está? He movilizado a cinco de mis hombres, tío cretino. Yo mismo vine a ver su puta casa y todas sus putas mierdas. Podría estar visitando otros sitios. Mi gente podría estar vaciando otros pisos de gente menos imbécil que usted. Y ahora me dice que se lo ha pensado mejor… ¿sabe cuánto me va a costar esto, joder?

Menkell se relajó un poco. Así que era sólo cosa de dinero…

—Ya comprendo que… que habrá tenido usted unos gastos… unas pérdidas… con mucho gusto le compensaré…

Salgado miró al cielo como buscando un motivo para no partir la cara de Mario Menkell.

—Le compensaré, le compensaré… Qué compensación ni qué carajo de la vela. Yo no quiero que usted me compense. Quiero las cosas que he venido a buscar. Los cascos militares, la colección de llaveros, las miniaturas de metal…

En otras circunstancias, Menkell hubiera cedido al ataque de ira de Salgado, aún sabiendo que era extremo y desproporcionado y que, en último caso, éste no tenía ningún derecho a exigir que se le entregase algo que no era suyo. En otras circunstancias, Menkell se hubiese acobardado ante aquel flagrante abuso de malas maneras exhibido por el de la trapería, se hubiese tragado los insultos, habría pedido disculpas y se hubiera marchado de la casa para dejar a Salgado y a los suyos continuar la tarea interrumpida de forma tan abrupta. Pero es que las circunstancias de Menkell eran muy especiales, y tenían todas que ver con Beatriz. Así que no estaba dispuesto a transigir ni aunque llegasen veinte tipos como Salgado y empezasen a chillarle todos al mismo tiempo.

—Señor Menkell, ¿qué ha ocurrido? —El tono de Losada era más de curiosidad que de reproche. Tanto, que Menkell hubiese querido poder decirle la verdad. Pero, cuando ya estaba a punto de repetir el estribillo del «he cambiado de opinión» (lo que redoblaría, seguro, las iras del trapero), una nueva luz se encendió en su cerebro. Era el chispazo de la razón, del sentido común, de las verdades como puños, y Menkell pudo sentir cómo alguien (¿quién?) se acercaba a su oído para susurrarle las palabras mágicas que iban a ponerle a salvo y a apuntalar su intervención.

—Es… es un asunto legal. Tiene que ver con los herederos de Montalvo.

—¿Qué coño de herederos? —Salgado se volvió hacia Losada—: Me habías dicho que ese pirado no tenía familia.

—Y así es. —Menkell se sorprendió de la firmeza que había en su voz—. Pero eso no quiere decir que no haya podido legar sus cosas a una persona… o a una institución. Hay que pedir una declaración de herederos, por si el señor Montalvo hubiera hecho testamento —recordó aquellos trámites que había ejecutado tras la muerte de su madre—, y es posible que tarde meses en llegar. Mientras tanto, no puedo deshacerme de las cosas. Si alguien las reclama, tendría un problema legal. Un problema grave. Y yo no quiero problemas.

—Pero, señor Menkell… ¿Quién va a preguntar por un montón de chapas de gaseosa o cien animalitos de madera? —como mediador, Losada se sentía en la obligación de intervenir.

Mario Menkell se encogió de hombros.

—A Montalvo le gustaban esas cosas. Quizá le interesen a alguien más. Así que, sintiéndolo mucho, no puedo dejar que toquen nada de lo que hay en el piso. —Miró a Salgado—: Ya sé que tendría que haberlo pensado antes, y de verdad que lamento haberle molestado. Si quiere usted pasarme una factura por los gastos que haya podido tener, se la pagaré de inmediato. Pero no voy a dejar que se lleve ninguna de estas cosas.

Salgado volvió a mirarle, pero Menkell se dio cuenta de que su mirada había perdido parte de la fiereza inicial, y supo que había ganado. Sacó de algún lugar la libreta de pastas de cuero, y pareció hacer algunos cálculos mientras los otros le observaban en silencio.

—Muy bien. Pues me debe usted mil doscientos euros. Por el inventario, el desplazamiento y los honorarios de cinco transportistas, las cajas vacías y el camión de mudanzas que viene para aquí. Y dé gracias a que no le cobro los perjuicios por todo el tiempo que he perdido y los… los daños morales.

Hay que joderse, pensó Losada.

—Muy agradecido —Menkell extrajo de su cartera una libreta de cheques y extendió uno por la cantidad reclamada.

—Muy bien. —Se volvió hacia los operarios, que habían presenciado la discusión en un silencio entre alucinado y respetuoso—: Vámonos. Aquí no hay nada más que hacer. Y una cosa, Menkell: cuando, dentro de tres meses, o de tres años, se dé cuenta de que no hay nadie que quiera todas esas mierdas, a mí no me llame, o vendré a partirle la cara.

—Lo tendré en cuenta, no se preocupe —dicho por otro, la respuesta hubiese sonado a desafío, pero en boca de Menkell tenía el soniquete de un acto de contrición.

Él y Losada se quedaron solos, rodeados de cajas vacías, mirándose mientras los pasos de Salgado y sus hombres se perdían por las escaleras. Losada esperó un poco antes de hablar.

—Menkell… ¿de verdad cree que alguien va a reclamar alguna de estas cosas?

—Eso nunca se sabe. El caso es que no son mías y no puedo disponer de ellas, así que tendré que guardarlas… al menos durante una temporada.

Losada lo miró con el ceño fruncido, como si estuviese calculando algo. Luego paseó la mirada por la habitación. Vio los animales de madera, los barcos de metal, las raquíticas cajas de seda, los autitos de lata, las catedrales diminutas. Recordó las colecciones enmarcadas de posavasos y de vitolas de puros, los llaveros, las gorras de guardia urbano, los muñecos de porcelana, y compadeció a Mario Menkell.

—¿Qué va a hacer con las cosas?

—Empaquetarlas, supongo.

—Al menos, Salgado le ha dejado las cajas.

—Es un detalle. Así tendré dónde guardarlo todo. Luego habrá que sacarlo de aquí. A ver dónde lo meto, esto en mi casa no cabe.

—Hay trasteros de alquiler. Puedo enterarme, si quiere.

Mario Menkell dedicó a Losada una mirada de gratitud infinita, que él devolvió con expresión misteriosa y reconcentrada. Mario supo que estaba poniendo en marcha su tan cacareado sexto sentido.

—Menkell, dígame la verdad… hay algo más, ¿a que sí? Algo que no tiene que ver con historias legales ni nada de eso.

Él asintió con una sonrisa desarmada.

—Lo sabía —dijo, triunfante—. En fin, sea lo que sea, le deseo mucha suerte. Usted me cae bien, ¿sabe? Investigaré lo del trastero y le llamaré. Ahora tengo que irme. Llevo más de una hora fuera y en la agencia deben estar cabreados. Hasta la próxima.

Se estrecharon la mano. De pronto, Losada recordó algo.

—Oiga, ¿qué pasa con las gramolas? Me las llevé esta mañana… Puedo traerlas de vuelta, si quiere.

Mario Menkell sonrió otra vez. Parecía más relajado de lo que hubiera estado nunca.

—No se preocupe por eso. Si alguien pregunta, ya me arreglaré yo.

—Pasa. La luz está a la izquierda, creo…

Beatriz había subido sin mucho esfuerzo los dos pisos de escaleras, y ahora franqueaba la puerta de entrada. Mario estaba nervioso: ¿qué pasaría cuando descubriese todos los chismes que había en el piso? Es cierto que él se había esforzado en prepararla para lo que se iba a encontrar, pero temía no haber sido lo suficientemente explícito. Había hablado de muchas cosas, desde luego… pero no había dicho qué cosas. ¿Cómo contar a Beatriz que la casa en la que iba a vivir había sido tomada por latas de coca-cola, soldaditos de plomo, teléfonos antiguos y botones de colores?

Encendió la lámpara del vestíbulo, y en un instante la luz —o al menos eso le pareció a Mario Menkell— se derramó sobre las huchas del Domund en forma de cabeza de chinito.

—Bueno, pues este es el piso. No te asustes, está lleno de… de porquerías que no valen para nada. Pero nos desharemos de todo enseguida. He traído unas cuantas cajas para ir metiendo las cosas. Y voy a alquilar un trastero, ya me lo están buscando en la agencia…

Beatriz apenas le escuchaba. Había entrado en el salón, y estaba examinando el biombo Coromandel y las alfombras que cubrían el suelo. Encendió una de las lámparas de pie —un modelo Tiffany que repartió su exigua ración de luz de varios colores— y acarició el lomo de cuero del butacón más grande. Sólo después paseó la vista por las catedrales góticas en miniatura, las cajas de seda, los coches diminutos —reconoció entre ellos un modelo de Gordini idéntico al que tenía su abuelo— y echó un vistazo rápido y desinteresado a las otras alacenas. Luego avanzó por el pasillo, notando que en la casa flotaba un olor levemente picante. Examinó los techos de casi cuatro metros de altura, y también los remates de escayola de las puertas —unos conjuntos alambicados de falso estilo art nouveau— y el rodapiés de madera, de unos veinte centímetros. El parquet del suelo, de madera oscura, estaba tan impecable como si acabasen de darle cera. Los tres dormitorios eran grandes y parecían luminosos, aunque habría que verlos con la luz del sol. El despacho resultaba algo lóbrego. La cocina, de azulejos blancos, era enorme y anticuada, lo mismo que uno de los cuartos de baño. El otro, sin embargo, había sido remozado recientemente, y tenía incluso una ducha con mampara y un bonito juego de grifos de latón. Abrió el del agua caliente, que salió enseguida con una presión alentadora. Había radiadores eléctricos en todas las habitaciones, y también en el pasillo, aunque estaban apagados. Regresó a la cocina, y descubrió que a pesar de la ligera decrepitud del conjunto —el suelo estaba cubierto por un linóleo de feo color naranja, y los azulejos grandes y blancos daban a la pieza un triste aire de hospital— era un lugar cómodo, incluso vagamente apacible: la gran encimera de mármol parecía haberse concebido para amasar pasteles, y los quemadores, que funcionaban con electricidad, estaban tiernamente usados, como si allí se hubiesen concebido decenas y decenas de guisos sabrosos y asados caseros. El pasillo era estrecho y oscuro, y se demoró en él para contemplar las vitolas de puros enmarcadas y los botones protegidos por una limpia superficie de cristal. Pensó que uno de aquellos botones era exactamente igual que aquel que había buscado, sin éxito, para coser a una gabardina. Concluido el examen, Beatriz regresó a la sala.

—¿Qué…?

—Es estupendo. Un sitio fantástico. No puedo creer que vaya a vivir aquí… Y grandísimo. ¿Cuánto dices que mide?

—Pero… las cosas…

—Ah, sí, eso. Ya me lo habías dicho. Ese inquilino tuyo debe ser bastante raro. Todos esos muñecos, y los soldados de plomo… Nunca había visto nada parecido.

—Y… y ¿no te importa?

—¿El qué? ¿Tener que quitar unos cuantos trastos antes de instalarme?

Mario dibujó la sonrisa débil de siempre.

—Beatriz, no son unos cuantos trastos. Tardaremos semanas en vaciar el piso. —Se sentía en la obligación de ser sincero. De que Beatriz supiese que, manteniendo el trato inicial, iba a pasar en su compañía mucho más tiempo del que seguramente había previsto—: Ni siquiera sé exactamente lo que hay en las habitaciones. Sólo he echado un vistazo general. Me temo que en cuanto empecemos a abrir cajones nos llevaremos alguna que otra sorpresa.

Pero Beatriz no parecía inmutarse.

—Bueno, pues así será más interesante. ¿Sabes algo? Cuando era pequeña, deseaba vivir en una casa con desván… una de esas casas que aparecen en las películas en la que hay una habitación llena de objetos raros donde uno nunca sabe lo que puede encontrar. Bueno, pues este piso es como esa habitación que yo quería tener. Y encima no hay telarañas, ni tampoco ratones. En las películas, los trasteros siempre están llenos de animales asquerosos. Pero este piso está como una patena. Hasta en eso he tenido suerte. —Pasó un dedo por la mesa central, como para aseverar su afirmación—: Mira, ni una mota de polvo. Ese hombre… ¿cómo dijiste que se llamaba?

—Montalvo.

—Eso. Pues Montalvo era un completo chiflado, pero un chiflado muy escrupuloso. ¿Te has fijado en que todo está en orden? Quiero decir que no ha mezclado nada: los cascos por un lado, las cabinas de teléfono por el otro, los bastones separados de los paraguas… yo lo hubiese puesto todo junto para ahorrar sitio.

—¿Hay paraguas?

—Ajá. Unos veinte, por lo menos. Todos nuevecitos. Apuesto a que nunca los usó.

—La leche…

Beatriz se echó a reír. No parecía desbordada, pensó Menkell, ni siquiera levemente acobardada. Incluso… sí, incluso hubiera podido decirse que había encontrado motivos para ilusionarse ante la visión de las cosas. Los cientos, quizá los miles de cosas que Fernando Montalvo había dejado tras de sí antes de renunciar al mundo de los vivos. Beatriz se reía. Menkell hubiera querido reírse con ella, para componer una escena propia de comedia romántica, pero llevaba muchos años sin tener ocasión de carcajearse, así que podía decirse que había perdido la práctica.

—Me alegro de que te lo tomes así.

—¿Y cómo voy a tomármelo? He dejado a mi marido, vivo con una hermana y con un tipo de Copenhague con quien me llevo regular, y duermo con dos niñas de siete años que ayer me metieron en la cama una culebra de plástico para gastarme una broma.

—Recuerdo esas culebras. Yo tenía una. Y un cocodrilo. Estaban muy bien hechos. Pensé que ya no los vendían, hace siglos que no veo ninguno.

Beatriz le dio en el brazo un breve golpe amistoso que hizo que Mario Menkell se estremeciera.

—Pues apuesto cualquier cosa a que el tal Montalvo tiene toda una selección de bichos de pega metidos en algún cajón. —Se echó hacia atrás el pelo, y pareció volverse mucho más joven—. Oye, ¿podemos ir a tomar un café a alguna parte? Me estoy quedando helada.

Mario recordó la cafetería en la que había estado con Losada la semana anterior, y llevó a Beatriz hasta allí. El ambiente era idéntico al del otro día: gente agradable, atractiva, alguna incluso sofisticada, sosteniendo vasos de cartón con bebidas calientes, picoteando porciones de bizcocho y gruesas galletas con trocitos de chocolate, unos hablando cordialmente, otros leyendo revistas o enfrascados en la pantalla del ordenador. Había media docena de personas que no pertenecían a la raza mayoritaria, en lo que a Menkell le pareció un modesto remedo del tan cacareado melting pot. Una chica ciega —delatada por el blanco bastón y el perro lazarillo mansamente sentado a su lado— conversaba con un hombre de mediana edad, y en un sofá un chico y su novio hacían manitas sin ostentación ni disimulo… aquella cafetería era, desde luego, la epítome del mundo civilizado y respetuoso con la diversidad que tantas veces había imaginado. Complacido, Mario Menkell se dio cuenta de que Beatriz miraba a su alrededor con satisfacción más que evidente: ella también había sido seducida por aquella inesperada muestra de cordialidad colectiva, de paz plural, como si acabase de aterrizar en un mundo perfecto. La dejó instalada en una mesa, y fue a la barra a buscar los cafés.

—Me encanta la cafetería. Me encanta el piso —le dijo ella cuando volvió—. Todo el barrio me encanta. No sé cómo darte las gracias.

—No hay nada que agradecer. Me alegro de que vayas a quedarte.

Ella disolvió el azúcar en el café, y lo revolvió, pensativa.

—Oye, ese Montalvo… ¿por qué se fue así, dejando todas sus cosas?

Mario se dio cuenta de que tenía sólo unos segundos para elegir entre contar la verdad o enredarse en un embuste de final incierto. Optó por lo primero: no sabía mentir y, además, estaba convencido de que hay cosas que tarde o temprano se terminan revelando en toda su extensión.

—Beatriz, Fernando Montalvo se… suicidó. —Ella abrió mucho los ojos, por supuesto, ¿qué iba a hacer si no?—. Siento no habértelo dicho antes, no sabía ni cómo hacerlo… El hombre no tiene… no tenía familia, así que no hay nadie que se haga cargo de sus pertenencias.

—Vaya. Bueno, eso sí que no me lo esperaba. Lo del suicidio, quiero decir. ¿Por qué crees que lo hizo?

—¿Matarse? Ni idea. Yo ni siquiera lo conocía…

Sobre el murmullo de las conversaciones podían escucharse unas notas de música de jazz. A Menkell le pareció que Beatriz estaba siguiendo el ritmo con la cabeza, y eso le pareció tranquilizador: no parecía demasiado impresionada con lo que acababa de contarle. Estuvo así unos segundos, con la mirada perdida, cabeceando al compás de la canción.

—He visto que una de las habitaciones está casi vacía —dijo de pronto, y Menkell recordó las gramolas desaparecidas por obra y gracia del bueno de Losada—. Había pensado que… bueno, que si no te molesta, podría comprar mañana mismo un colchón y colocarlo allí. Hay… hay un somier. Y el agua caliente funciona. No necesito nada más, y, de todas formas, tampoco tengo gran cosa. Una maleta con ropa, unos cuantos papeles de trabajo y el ordenador portátil. El resto se ha quedado en mi antigua casa.

Menkell pensó que de pronto Beatriz se había convertido en una persona desamparada y triste, como si el reconocer la escasez de sus posesiones materiales pudiese volverla vulnerable.

—Pues claro que sí. ¿Para qué vas a esperar? Si no te molesta compartir piso con todos esos cacharros…

—Ella negó con la cabeza.

—Mañana me instalo.