Mario Menkell llegó antes que Losada al portal del edificio. Tuvo que mirar el papel donde había anotado la dirección, porque era la primera vez que estaba allí. No pudo evitar preguntarse si, a pesar de que el de la agencia había asegurado lo contrario, habría en la vivienda pruebas de la muerte de Fernando Montalvo. ¿Estaría la soga aún colgada de la viga correspondiente? ¿Permanecería en el suelo la marca de tiza que señala la presencia de un cuerpo muerto, y que tan popular han hecho las películas? ¿Quedarían restos del polvillo utilizado por los policías para localizar huellas dactilares? ¿Del precinto de seguridad que manda colocar el juez? Hizo lo posible por alejar de su cabeza aquellas escenas, dignas de aparecer en el mejor episodio de CSI. Tenía que relajarse. Pero es que todo aquello era inquietante por muchas razones, empezando por la certeza de estar enfrentándose a un territorio desconocido. Por tercera o cuarta vez en aquel día se repitió que su actitud con respecto a Montalvo y a aquella casa no había tenido ni pies ni cabeza. ¿Qué le hubiese costado pasar por allí, saludar a su inquilino, echar un vistazo al piso, a las zonas comunes? Por puro instinto, pegó la nariz a la puerta para inspeccionar el portal, que estaba pintado de un feo color mostaza y medio iluminado por dos apliques que esparcían avaramente una luz amarilla y débil.
—¿Qué es lo que quiere? Esto es propiedad privada. Voy a llamar a la policía…
Era una mujer bajita y delgada, con el pelo cortado en forma de casco y un gato atigrado en los brazos. Menkell iba a ofrecer las explicaciones pertinentes cuando llegó Losada.
—No se preocupe, doña Solé, es el dueño del segundo A…
La mujer abrió mucho los ojos.
—Perdone usted. Es que por este barrio hay mucho pervertido. Bueno, hay pervertidos en todos los sitios, pero aquí, últimamente… usted ya me entiende.
Menkell no entendía, por supuesto, así que se limitó a sonreír. Losada le estrechó la mano con cierta solemnidad.
—Señor Menkell… encantado… le he reconocido enseguida, este negocio te desarrolla un sexto sentido. En fin, vamos a lo nuestro. Tendremos que ir por la escalera, no hay ascensor.
—Sí, que, por cierto —doña Solé acariciaba a su mascota—, no saben el número que fue lo de sacar el cuerpo del señor Montalvo, con los de la funeraria tropezando en todos los escalones y la gente saliendo a la escalera a ver el espectáculo… Bueno, y la casa llena de policías, que eso a mí me impresiona muchísimo.
Menkell dio un respingo. No quería detalles, no quería imaginar cosas raras, así que sin esperar al fin del relato echó a andar escalera arriba, perseguido por Losada y por la imagen mental de un cadáver envuelto en una sábana y transportado a hombros por unos probos operarios que maldecían su trabajo de manipuladores de muertos. Cuando llegó al segundo estaba sin resuello, pero llevaba al de la agencia varios cuerpos de ventaja.
—Está usted en forma, ¿eh? —Losada sacó unas llaves y abrió la puerta—. Adelante, adelante.
A Menkell no le pasó inadvertido que Losada estaba observándolo en espera de su reacción. Entró con cautela. En el vestíbulo no había nada anormal, salvo una boiserie de madera oscura coronada por una lámpara cuyo pie era un respetable buda de alabastro, y tres huchas antiguas del Domund en forma de cabeza de chinito. Por lo demás, las paredes estaban ocupadas por una estantería hecha a medida y llena de libros.
—Así que Montalvo era aficionado a la literatura…
Losada asintió con la cabeza.
—Entre otras cosas…
Mario Menkell supo que aquella frase tenía un sentido último que iba a serle revelado de inmediato. Fue entonces cuando entró en el salón, encendió la luz y empezó a comprender: la pieza, de unos treinta metros cuadrados, estaba misteriosamente empequeñecida por la acumulación de muebles: un sofá, tres butacas de cuero, una mesa auxiliar de cristal, una mesa de comedor rodeada por cuatro sillas de marquetería, dos aparadores con vitrina, un biombo Coromandel con sus primorosos acabados en marfil y nácar, dos lámparas de pie y cinco lámparas pequeñas de pantalla entelada, un reluciente samovar de plata envejecida, un dispensador de whisky, un diminuto mueble bar con los correspondientes licores, un armario de comedor de madera oscura con tiradores de bronce, un taburete artesano con las patas labradas en forma de garras de león, una tríada de mesitas indias con sus dibujos de mosaico… El suelo estaba cubierto por tres alfombras, y los escasos huecos libres de las paredes habían sido ganados por estanterías atiborradas de los objetos más variopintos. Con los ojos vidriosos, Menkell se acercó para examinar alguno de ellos. Había dos baldas ocupadas por una colección de cochecitos de lata, y otras tres por una veintena de cabinas de teléfono en miniatura. Otras contenían maquetas de casas alpinas, de trenes antiguos, de catedrales góticas. La superficie de la cómoda estaba cubierta de animalitos de madera, y bajo el cristal de la mesa había un montón de cajas diminutas forradas de seda. Sin poder evitarlo, Menkell se derrumbó en un sillón, y miró a Losada con los ojos empañados y una expresión de súplica, como si necesitase desesperadamente la solidaridad de un ser humano.
—Le… le gustaban las miniaturas…
Losada se dio cuenta de que Menkell quería que le dijese que la cosa acababa ahí. Que todas las sorpresas de la casa empezaban y terminaban en aquel salón atestado de cientos, miles de chismes pequeñajos, de animales enanos y cajas de lata en las que nada cabía, de casas canijas y coches con los que ningún niño podía jugar.
—Las miniaturas… sí, claro. —Miró a Menkell con cierta piedad—. Venga conmigo. Le queda mucho por ver.
Menkell se pasó un pañuelo por la cara —un gesto mecánico, pues en realidad no estaba sudando— y se puso resignadamente en pie. Con la misma docilidad con que hacía todas las cosas, siguió a Losada en un pequeño recorrido por el resto de la casa. Primero recorrieron el pasillo, que parecía decorado con varios cuadros enormes y de idéntico tamaño, y que eran en realidad paneles de corcho donde estaban cosidos centenares de botones, una plancha de madera en la que había colgado un sinnúmero de llaveros, y otra similar protegida por un cristal que exhibía una llamativa colección de vitolas de habanos. En la primera habitación en la que entraron (había cuatro piezas, y todas daban al pasillo), Menkell pudo distinguir un ejército de soldados de plomo, una flota entera de barcos de metal, teléfonos antiguos, cascos de diferentes cuerpos militares de todas las épocas y una pléyade de bebés de porcelana con sus inquietantes ojos duros. Había más cosas, pero Losada cerró la puerta sin permitirle completar aquella desconcertante enumeración de objetos raros. En el otro cuarto acertó a ver latas de coca-cola de distintos países, borlas de cortina, cocteleras, molinillos de café, pomos de puerta, cajas metálicas de galletas inglesas y cuatro paragüeros atestados de bastones con cabezas bellamente trabajadas: Menkell pudo ver un caballo, un perro, un unicornio y un elefante con la trompa hacia abajo, que entendió como una inequívoca muestra de mal fario. En la última de las habitaciones, que era de todas la más grande y la más diáfana, había una cama de plaza y media junto a una mesilla de noche, y veintitantas gramolas —alguna de ellas incluso con el correspondiente disco de piedra— y un panel de madera que tenía pegada toda una miríada de chapas de refresco. En la última habitación, situada al final de la casa, no había nada sorprendente: muebles de despacho y ningún adorno, como si aquel cuarto fuese una especie de territorio acotado para aquella demencial acumulación de todas las cosas del mundo.
Mario Menkell observó, en un sentimiento sucedáneo del alivio, que entre todos aquellos objetos reinaba un orden absoluto y una escrupulosa limpieza. No había ni una mota de polvo, y todas las piezas, incluso las más antiguas, parecían recién sacadas de una tienda, tan bueno era su estado de conservación. Losada se quedó mirando a Menkell en espera de su primer comentario.
—¡Qué barbaridad! —dijo después de unos segundos.
—Debería haberle advertido de lo que se iba a encontrar —contestó el agente—, pero pensé que sería mejor que lo descubriese usted mismo.
«Y así, de paso, me veía la cara de susto», pensó Menkell, aunque reconoció que ni todas las advertencias del mundo hubiesen podido prepararle para lo que acababa de descubrir.
—No entiendo nada… ¿qué es todo esto?
—Señor Menkell, Fernando Montalvo era coleccionista. Coleccionista de cosas. Todo le interesaba y a todo le sacaba partido. Se entretenía así, buscando nuevas piezas y llenando la casa de chismes raros.
Menkell asintió con la cabeza, como intentando comprender la particular afición de su inquilino muerto. Él nunca coleccionaba nada, aunque, por supuesto, conocía a gente aficionada a los sellos de correos, las monedas antiguas, los cromos infantiles… sí, incluso a los posavasos. Una vez conoció a un hombre que coleccionaba sobrecitos de azúcar. Pero lo de Fernando Montalvo no tenía nada que ver con aquellos entretenimientos que servían para alegrar las tardes de lluvia. No quería ser cruel con alguien que acababa de quitarse la vida, pero para él estaba muy claro que Montalvo era un completo majara, víctima de una variante civilizada y pulcra del síndrome de Diógenes: hay gente que recoge bolsas de basura, desperdicios varios y periódicos viejos, y Fernando Montalvo se hacía con muñecos de porcelana, barquitos de metal y maquetas de catedrales que servían para atestar su casa de chirimbolos inútiles.
—Bueno, creo que ya ha visto bastante por hoy.
Menkell se preguntó si eso quería decir que le quedaba algo más por descubrir, pero no se sintió capaz de abordar la cuestión y se limitó a menear la cabeza en señal de asentimiento.
—Si me acompaña a la agencia… hay algunos asuntos de los que deberíamos hablar.
—Lo siento, yo… —miró su reloj, y luego a Losada— tengo que dar una clase dentro de un rato… voy mal de tiempo, ¿sabe?
—Muy bien. Pues pase a verme esta tarde. Es necesario que arreglemos las cosas cuanto antes.
Visto lo visto, Mario Menkell no pensaba que pudiera haber gran cosa que arreglar: era propietario de un piso lleno de los objetos más variopintos donde, por si fuera poco, un hombre acababa de suicidarse. A pesar de todo, prometió acudir a la agencia al acabar las clases. Lo único que deseaba en aquel momento era salir pitando de aquella casa que, por suerte o por desgracia, le pertenecía con todo lo que tenía dentro.