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Así llego al final de La educación juvenil y las aventuras del Vampiro Lestat, la narración que me disponía a contaros. Ahora conocéis esta historia de magia y misterio del Viejo Mundo que he decidido revelar pese a todas las prohibiciones y requerimientos de silencio.

Pero mi relato no termina aquí, por muy reacio a proseguirlo que sea. Y debo hacer mención, aunque sea brevemente, de los dolorosos acontecimientos que me llevaron a tomar la decisión de desaparecer bajo tierra en 1929.

Eso fue ciento cuarenta años después de que dejara la isla de Marius. Y nunca volví a ver a éste. También Gabrielle permaneció absolutamente perdida para mí. Se había desvanecido aquella noche en El Cairo y nunca volví a tener noticia de ella por boca de nadie, mortal o inmortal.

Y cuando me enterré en el siglo XX, estaba solo, cansado y malherido de cuerpo y alma.

Había vivido «una existencia completa» como Marius me había aconsejado, pero no podía echarle a él la culpa de cómo la viví, de los terribles errores que cometí.

La fuerza de voluntad había modelado mi experiencia más que cualquier otra característica humana, Y, pese a todos los consejos y predicciones, me expuse a la tragedia y al desastre como siempre he hecho. Con todo, no puedo negarlo, tuve mis recompensas. Durante casi setenta años tuve a mis criaturas vampíricas, Louis y Claudia, dos de los inmortales más espléndidos que han caminado jamás sobre la Tierra, y me relacioné estrechamente con ellas.

Poco después de llegar a la colonia caí enamorado sin remedio de un joven burgués de cabello oscuro, Louis, un hacendado de hablar elegante y modales remilgados que, por su cinismo y afán autodestructivo, me pareció el hermano gemelo de Nicolas.

Tenía la misma torva intensidad de Nicolas, su rebeldía, su torturada capacidad para creer y no creer hasta caer, finalmente, en la desesperanza.

Sin embargo, Louis ejerció sobre mí un influjo mucho más poderoso que el de Nicolas. Incluso en sus momentos de mayor crueldad, Louis sabía tocar mi punto de ternura, sabía seducirme con su tambaleante dependencia, con su embeleso ante cada uno de mis gestos y mis palabras.

Y siempre me conquistaba su ingenuidad, su extraña fe burguesa en que Dios seguía siendo Dios aunque nos volviera la espalda, que la condenación y la salvación establecían los límites de un mundo reducido y desesperado.

Louis era un sufridor, un ser que amaba a los mortales aún más que yo. Y a veces me he preguntado si no escogería a Louis para castigarme por lo sucedido con Nicolas, si no le habría creado para ser mi conciencia y para seguir sufriendo año tras año la condena que creía merecer.

Pero yo amaba a Louis, simple y llanamente. Y fue la desesperación por retenerle, por tenerle más cerca de mí en los momentos más precarios de mi vida, lo que me llevó a cometer el acto más egoísta e impulsivo de toda mi existencia entre los muertos vivientes. El crimen que iba a significar mi ruina: la creación —con Louis y para Louis— de Claudia, una niña vampiro de asombrosa belleza.

Su cuerpo no tenía más de seis años cuando lo tomé y, aunque la niña habría muerto si no lo hubiera hecho (igual que habría muerto Louis de no haberle tomado también), mi acción fue un desafío a los dioses por el que tanto yo como Claudia habríamos de pagar.

Pero ésa es la historia que Louis ya contó en Entrevista con el vampiro, que, pese a todas sus contradicciones y terribles malentendidos, consigue captar la atmósfera en la que Claudia, Louis y yo nos reunimos y permanecimos juntos durante sesenta y cinco años.

En el transcurso de ese tiempo, no hubo quien se nos pareciera entre nuestra raza: un trío de mortíferos cazadores vestidos de seda y terciopelo, exaltados en nuestro secreto y medrando en la próspera ciudad de Nueva Orleans, que nos acogía entre lujos y nos suministraba una fuente inagotable de nuevas víctimas.

Y, aunque Louis lo ignoraba cuando escribió su crónica, sesenta y cinco años son un período de tiempo excepcionalmente largo para mantener un vínculo en nuestro mundo.

En cuanto a las mentiras que cuenta, a los errores y falsedades que comete, debo perdonarle su exceso de imaginación, su amargura y su vanidad que, al fin y al cabo, nunca fue muy grande. Jamás le di a conocer ni la mitad de mis poderes, y con razón, pues él rehuía usar incluso la mitad de los suyos, por un sentimiento de culpa y de aversión hacia sí mismo.

Incluso su hermosura fuera de lo común y su infalible encanto fueron una especie de secreto para él. Cuando leáis su afirmación de que le convertí en vampiro porque codiciaba su plantación y su casa, supongo que podéis atribuir sus palabras a la modestia, más que a la estupidez.

En cuanto a su creencia de que yo era un campesino, su actitud resulta comprensible. Al fin y al cabo, él era un muchacho de clase media lleno de inhibiciones y prejuicios que aspiraba, como todos los plantadores coloniales, a ser un auténtico aristócrata sin haber conocido jamás ninguno, mientras que yo procedía de una larga línea de señores feudales que se chupaban los dedos y arrojaban los huesos a los perros durante las comidas.

Cuando dice que yo jugaba con inocentes desconocidos, trabando amistad con ellos para luego matarlos, ¿cómo iba él a saber que escogía mis víctimas casi exclusivamente entre los tahúres, ladrones y asesinos, que acabaría por ser más fiel de lo que nunca había pensado a mi tácito juramento de sólo hacer mis presas entre los malhechores? (El joven Freniere, por ejemplo, un plantador al que Louis idealiza de forma indecible en su texto, era en realidad un asesino perverso y un tramposo con las cartas, y estaba a punto de firmar un pagaré sobre la plantación familiar por deudas de juego cuando acabé con él. Las prostitutas con las que sacié mi sed delante de Louis en cierta ocasión, para fastidiarle, habían drogado y robado a muchos marineros de los que no había vuelto a tenerse noticia).

Pero tales menudencias no importaban, en realidad, pues Louis explicó su versión tal como creía que habían sucedido las cosas.

Y, claramente, Louis fue siempre la suma de sus imperfecciones, el espectro más engañosamente humano que he conocido nunca. Ni siquiera Marius habría podido imaginar una criatura tan compasiva y contemplativa, siempre caballeroso y refinado, hasta el punto de enseñar a Claudia a utilizar correctamente los cubiertos cuando ella, bendito sea su negro corazoncito, no tenía la menor necesidad de tocar siquiera un cuchillo o un tenedor.

Su ceguera a los motivos o padecimientos de los demás era tan parte de su encanto como su suave cabello negro descuidado o la expresión eternamente preocupada de sus ojos verdes.

¿Por qué habría de molestarme en hablar de todas esas ocasiones en que acudía a mí, presa de la congoja, suplicándome que no le dejara nunca, o de las veces en que paseamos y charlamos juntos, de cuando representábamos a Shakespeare a dúo para diversión de Claudia o de cuando, codo con codo, salíamos de caza por las tabernas del puerto o íbamos a bailar con las bellezas de piel oscura de los celebrados bailes de mulatos?

Leed entre líneas.

Le traicioné cuando le creé, eso es lo importante. Igual que traicioné a Claudia. Y le perdono las tonterías que escribió, porque dijo la verdad sobre la monstruosa satisfacción que él, Claudia y yo compartimos, sin tener derecho a hacerlo, durante esas largas décadas del siglo XIX en las que desaparecieron los colores deslumbrantes del ancien régime y la música deliciosa de Mozart y Haydn dio paso al tono ampuloso de Beethoven, que a veces podía sonar demasiado parecido al tañido de mis imaginarias Campanas del Infierno.

Así tuve lo que quería, lo que siempre había querido. Los tuve a ellos y, desde entonces, pude olvidar de vez en cuando a Gabrielle y a Nicolas, e incluso a Marius. Y pude dejar de pensar en el rostro pétreo e inexpresivo de Akasha, en el tacto helado de su mano y en el calor de su sangre.

Pero yo siempre había deseado muchas cosas. ¿Qué explicación tenía la duración de la vida que describía en Entrevista con el vampiro? ¿Por qué nuestra existencia era tan duradera?

A lo largo del siglo XIX, los vampiros fueron «descubiertos» por los escritores europeos. Lord Ruthven, la creación del doctor Polidori, dio paso a sir Francis Varney y a sus novelas baratas de crímenes; luego llegó la espléndida y sensual condesa Carmilla Karnstein, de Sheridan Le Fanu, y, finalmente, el más famoso de los vampiros de la literatura, el hirsuto conde Drácula eslavo que, pese a ser capaz de convertirse en murciélago o desmaterializarse a voluntad, desciende los muros de su castillo reptando por las piedras como un lagarto (por pura diversión, al parecer). Todas estas creaciones, junto a muchas otras similares, alimentaron el apetito insaciable de las gentes por las «narraciones fantásticas y de terror».

Y nosotros fuimos la esencia de esa personificación del vampiro propia del siglo: aristocráticamente distantes, siempre elegantes, invariablemente despiadados y unidos entre nosotros en una tierra abonada para otros de nuestra raza, aunque ninguno más la habitaba.

Quizás habíamos encontrado el momento perfecto de la historia, el equilibrio perfecto entre lo monstruoso y lo humano, la época en que aquel «romanticismo vampírico», nacido en mi imaginación entre los vistosos brocados del antiguo régimen, debía encontrar su mayor realce en la holgada capa negra, la chistera negra y los rizos luminosos de la pequeña desparramándose desde el lazo violeta hasta las mangas abombadas de su diáfano vestido de seda.

Con todo, nunca dejé de pensar en lo que le había hecho a Claudia y en cuándo llegaría el momento en que tendría que pagar por ello. ¿Cuánto tiempo debió contentarse ella con ser el misterio que nos unía con tanta intensidad a Louis y a mí, con ser la musa de nuestras horas a la luz de la luna, el único objeto de devoción común a los dos?

¿Fue inevitable que ella, que nunca llegaría a poseer formas de mujer, se alzara contra el padre demonio que la había condenado a tener eternamente el cuerpo de una muñequita de porcelana?

Debería haber prestado atención a las advertencias de Marius. Debería haberme detenido un momento a reflexionar sobre sus palabras, antes de llevar adelante aquel magnífico y embriagador experimento de convertir en vampiro a «los más jóvenes de los mortales». Sí, debería habérmelo pensado mejor.

Pero en ese momento me sentí como cuando estaba tocando el violín para Akasha, ¿comprendéis? Deseaba hacerlo. Quería ver qué sucedía con una hermosa chiquilla como aquélla.

¡Ah, Lestat, te mereces todo lo que te ha sucedido! Será mejor que no mueras nunca, o irás de cabeza al infierno.

¿Cómo pudo ser que, por unas razones puramente egoístas, no hiciera caso de algunos de los consejos que había recibido? ¿Por qué no aprendí de ellos: de Gabrielle, de Armand, de Marius…? Aunque lo cierto es que jamás he hecho caso de nadie. Por una u otra causa, jamás he podido.

Y ni siquiera hoy puedo afirmar que me arrepienta de haber creado a Claudia, que desee no haberla visto nunca, no haberla tenido en mis brazos, no haberle cuchicheado secretos al oído ni haber escuchado el eco de sus risas por las lóbregas estancias de la casa, absolutamente humana, en la que nos movíamos como haría un grupo de mortales, entre los muebles lacados, las lámparas de gas, los oscuros cuadros al óleo y los maceteros de cobre. Claudia era mi hija de las tinieblas, mi amor, el mal de mi maldad. Claudia me rompía el corazón.

Hasta que, una noche calurosa y húmeda de la primavera de 1860, la pequeña se sintió con fuerzas para ajustar cuentas. Me engatusó, me hizo caer en su trampa y hundió el puñal una y otra vez en mi cuerpo drogado y emponzoñado; y así perdí casi hasta la última gota de mi sangre vampírica antes de que transcurrieran los escasos y preciosos segundos que tardaron en curar las heridas.

No la culpo. Fue el tipo de acción que yo mismo habría intentado.

Jamás olvidaré esos momentos delirantes, jamás los relegaré a algún compartimiento inexplorado de mi mente. Fueron su astucia y su decisión, tanto como la hoja que me cercenó la garganta y me partió el corazón, lo que acabó conmigo. Continuaré pensando en esos momentos cada noche mientras exista, y recordaré el abismo que se abrió bajo mis pies, la caída hacia la muerte mortal que casi fue mía. Claudia me proporcionó esa experiencia.

Pero, mientras la sangre manaba de mí llevándose con ella todas mis fuerzas, dejándome sin visión, sin audición y, finalmente, sin capacidad para moverme, mis pensamientos retrocedieron más y más en el tiempo, mucho más allá de la creación de aquella familia vampírica predestinada a la destrucción que habitaba en su paraíso de papel pintado y cortinas de encaje, hasta arboledas apenas entrevistas de las tierras míticas donde el antiguo dios dionisíaco de los bosques había visto cómo su sangre era derramada y su carne era desgarrada una y otra vez.

Si no había un sentido último de las cosas, al menos existía el fulgor de la congruencia, la sorprendente repetición de aquel mismo viejo tema.

Y el dios muere. Y el dios resucita. Pero, esta vez, nadie es redimido.

Gracias a la sangre de Akasha, me había dicho Marius, sobrevivirás a desastres que destruirían a otros de tu raza.

Más tarde, abandonado en el hedor y la oscuridad de los pantanos, fue la sed lo que definió mis dimensiones, fue la sed lo que me impulsó, y noté mis mandíbulas abiertas en las aguas hediondas y mis colmillos buscaron los animales de sangre caliente a los que pude echar mano en el largo camino de vuelta a la vida.

Y tres noches más tarde, cuando volví a ser derrotado y mis criaturas me abandonaron definitivamente en el infierno flameante de nuestra mansión, fue la sangre de los antiguos, de Magnus y de Marius y de Akasha, lo que me sostuvo mientras huía arrastrándome de las voraces llamas.

Pero sin una nueva dosis de aquella sangre curativa, sin una nueva infusión, quedé a merced de que el tiempo terminara por curar mis heridas.

Pero hay algo que Louis no pudo describir en su historia, y es lo que me sucedió a partir de entonces, cómo aceché a mis víctimas durante años, marginado de la sociedad humana, convertido en un monstruo horrible y lisiado que sólo era capaz de atacar a los muy jóvenes o a los enfermos. Corriendo un peligro constante ante mis víctimas, pasé a ser la antítesis misma del demonio romántico, más provocador de espanto que de asombro. Mi aspecto no era mejor que el de los miembros de la vieja asamblea bajo Les Innocents, con sus harapos y su suciedad.

Las heridas que había sufrido afectaron a mi propio espíritu, a mi capacidad de razonar. Y lo que vi en el espejo cada vez que me atreví a mirar no hizo sino encoger aún más mi ánimo.

Pero, a pesar de todo, ni una sola vez en todo este tiempo llamé a Marius ni traté de ponerme en contacto con él a través de la distancia. No podía suplicarle que me diera su sangre regeneradora. Prefería un siglo de sufrimientos en el purgatorio a la condena de Marius. Prefería padecer la soledad más espantosa, la angustia más terrible, a descubrir que él sabía todo cuanto yo había hecho y que me había vuelto la espalda hacía mucho tiempo.

En cuanto a Gabrielle, que me lo habría perdonado todo y cuya sangre era, al menos, lo bastante poderosa como para acelerar mi recuperación, no supe ni por dónde empezar a buscarla.

Cuando me hube recuperado lo suficiente para efectuar la larga travesía a Europa, volví en busca del único al que podía recurrir: Armand. Armand, que aún vivía en la tierra que yo le había dado, en la misma torre donde Magnus me había creado; Armand, que seguía dirigiendo la floreciente asamblea del Teatro de los Vampiros, todavía de mi propiedad, en el Boulevard du Temple. A fin de cuentas, no le debía a Armand ninguna explicación. ¿Y acaso no era él quien tenía una deuda conmigo?

Cuando acudió a atender la llamada a su puerta, me sorprendí al verle. Llevaba cortados todos sus rizos renacentistas y, ataviado con su levita negra, tétrica aunque elegante, tenía el aspecto de un muchacho salido de las novelas de Dickens. Su rostro eternamente juvenil llevaba estampada la inocencia de un David Copperfield y el orgullo de un Steerforth; cualquier cosa, menos la verdadera naturaleza del espíritu que lo animaba.

Por un segundo, una luz brillante apareció en sus ojos al mirarme. Luego se fijó detenidamente en las cicatrices que cubrían mi rostro y mis manos y, con voz suave y casi compasiva, murmuró:

—Entra, Lestat.

Me tomó de la mano y recorrimos juntos la casa que había construido al pie de la torre de Magnus, un lugar lúgubre y horrible muy adecuado para los horrores, propios de un Byron, de aquella época extraña.

—¿Sabes?, corría el rumor de que habías encontrado el fin en Egipto, o en el Lejano Oriente —me dijo rápidamente en francés coloquial, con una animación que no había visto nunca en él. Armand había adquirido mucha práctica en hacerse pasar por un humano mortal—. Desapareciste con el siglo y nadie había vuelto a oír hablar de ti.

—¿Y Gabrielle? —le pregunté inmediatamente, asombrándome de no haberlo hecho a la puerta misma de la casa.

—Nadie la ha visto ni ha tenido noticias de ella desde que os fuisteis de París —me informó.

De nuevo, sus ojos me repasaron como una caricia y noté en él una excitación apenas contenida, una fiebre que podía percibir como el calor del fuego cercano. Comprendí que estaba tratando de leer mis pensamientos.

—¿Qué fue de ti? —inquirió.

Mis cicatrices le tenían desconcertado. Eran demasiado numerosas, demasiado intrincadas, consecuencia de un ataque que debería haberme producido la muerte. De pronto, sentí pánico de que mi estado de confusión me llevara a revelárselo todo, a descubrirle las cosas que, tanto tiempo atrás, Marius me había prohibido contar. Pero fue la historia de Louis y Claudia lo que surgió de mí, entre balbuceos y medias verdades, salvo un hecho destacable: que Claudia no era más que una niña…

Le hablé brevemente de los años en Louisiana, de cómo mis criaturas se habían alzado finalmente contra mí, tal como él había predicho que sucedería. Lo reconocí todo ante él, sin engaños ni orgullo. Y le expliqué que era su sangre lo que necesitaba ahora. Dolor, dolor y dolor, estar en sus manos, notar cómo pensaba su respuesta. Decir sí, sí, tenías razón: no todo es así, pero, en lo fundamental, tenías razón.

¿Fue tristeza lo que vi entonces en su rostro? Desde luego, no era una expresión de triunfo. Con discreción, observó mis manos temblorosas mientras gesticulaba. Cuando tartamudeé, cuando me faltaron las palabras, Armand esperó pacientemente.

Una pequeña dosis de su sangre aceleraría mi curación, le susurré. Una pequeña infusión me despejaría la cabeza. Procuré no parecer altivo o prepotente cuando le recordé que yo le había entregado aquella torre y el oro que había empleado en la construcción de la casa, que aún era el dueño del Teatro de los Vampiros y que, sin duda, podría corresponderme ahora con aquel pequeño favor, aquel íntimo favor. Confuso como estaba, débil y sediento y atemorizado, las palabras que le dirigía resultaban repulsivas en su ingenuidad. El resplandor del fuego me ponía inquieto. La luz hacía aparecer y desaparecer rostros imaginarios en la fibra rugosa y oscura de la madera que forraba las recargadas habitaciones.

—No quiero quedarme en París —continué—. No quiero molestarte a ti ni a la asamblea del teatro. Sólo te pido este pequeño favor. Sólo te pido…

Me había quedado sin valor y sin palabras. Transcurrió un largo instante.

—Háblame de ese Louis —dijo al fin.

Los ojos se me llenaron de lágrimas de vergüenza. Repetí unas frases estúpidas acerca de la indestructible humanidad de Louis, de cómo entendía cosas que otros inmortales no podían concebir. Descuidadamente, murmuré cosas con el corazón. No era Louis quien me había atacado, sino la mujer, Claudia…

Vi despertarse algo en Armand. Un leve rubor tiñó sus mejillas.

—Les han visto a los dos aquí, en París —dijo sin alzar la voz—. Y esa criatura tuya no es una mujer. Es una niña vampiro.

No recuerdo bien qué sucedió a continuación. Quizás intenté explicar el gran error que había cometido. Quizás acepté de inmediato que no había excusa para lo que había hecho. Quizás insistí de nuevo en el propósito de mi visita, en lo que necesitaba, en lo que era preciso que me diera. Lo que recuerdo es la absoluta humillación que sentí cuando él me condujo fuera de la casa, me hizo subir al carruaje que esperaba y me dijo que debía acompañarle al Teatro de los Vampiros.

—No lo entiendes —protesté—. No puedo ir allí. No permitiré que los demás me vean así. Tienes que detener el carruaje. Tienes que hacer lo que te digo.

—No. Más bien todo lo contrario… —respondió con su voz más tierna.

Estábamos ya en las abigarradas calles de París, pero no reconocí la ciudad que recordaba. Aquélla era una metrópoli de pesadilla, de rugientes trenes de vapor y gigantescos bulevares de cemento. En ninguna parte me habían parecido tan horribles el humo y la suciedad de la era industrial como allí, en la Ciudad Luz.

Apenas recuerdo cuando me obligó a descender del carruaje y avanzar dando tumbos por las amplias aceras hacia la entrada del teatro. ¿Qué era aquel lugar, aquel edificio enorme? ¿Era esto el Boulevard du Temple? Y, luego, el descenso al horrible sótano repleto de feas copias de los cuadros más crudos de Goya, Brueghel y el Bosco.

Y, finalmente, el ayuno, tirado en el suelo de una celda de muros de ladrillo, incapaz hasta de lanzarle imprecaciones, en una oscuridad llena de las vibraciones de los tranvías tirados por caballos, atravesado una y otra vez por el chirrido distante de las ruedas de acero.

En un momento dado, descubrí en la oscuridad una víctima mortal, pero estaba muerta. Sangre fría, nauseabunda. La peor clase de alimento, allí tendido sobre el cadáver húmedo y frío, chupando lo que quedaba.

Y, luego, allí estaba Armand, inmóvil en las sombras, inmaculado en su lino blanco y su lana negra. En un murmullo, dijo algo acerca de Louis y Claudia, que se celebraría un juicio o algo parecido. Vino a hincar la rodilla a mi lado, olvidando por un momento comportarse como un humano; era el joven caballero arrodillado en aquel rincón húmedo y sucio.

—Declararás ante los demás que fue ella quien lo hizo —me dijo.

Y los demás, los nuevos, se asomaron por la puerta uno tras otro para verme.

—Traedle ropas —ordenó Armand, con la mano posada en mi hombro—. Nuestro señor perdido tiene que ofrecer un aspecto presentable —añadió—. Ésta fue siempre su norma.

Los demás se echaron a reír cuando les supliqué que hablaran con Eleni, con Félix o con Laurent. No conocían a nadie con tales nombres. ¿Gabrielle…? No significaba nada para ellos.

¿Y dónde estaba Marius? ¿Cuántos países, ríos y montañas se extendían entre nosotros? ¿Podía él ver y oír lo que estaba sucediendo?

Encima de nosotros, en el teatro, un público de mortales, conducido como ovejas al redil, producía un ruido atronador al pisar las escaleras y los suelos de madera.

Soñé que escapaba de allí, que volvía a Louisiana y dejaba que el tiempo hiciera su trabajo inevitable. Soñé de nuevo con la tierra, con sus frías entrañas que había conocido tan brevemente en El Cairo. Soñé con Louis y Claudia y que estábamos juntos. Claudia se había convertido milagrosamente en una hermosa mujer y me decía entre risas: «Ya ves, esto es lo que he venido a descubrir a Europa, ¡cómo conseguir esto!».

Y tuve miedo de que no me dejaran salir de allí nunca más, de estar enclaustrado como aquellos famélicos seres enterrados bajo Les Innocents. Temí haber cometido un error fatal. Me puse a tartamudear y a llorar y traté de hablar con Armand. Y entonces me di cuenta de que Armand ni siquiera estaba allí. Si había llegado a estar, se había ido con la misma rapidez con que se había presentado. Estaba delirando.

Y la víctima, la víctima caliente… «¡Dámela, te lo suplico!». Y la voz de Armand: «Les dirás lo que te he ordenado decir».

Era un tribunal de monstruos, una turba de demonios pálidos lanzando acusaciones a gritos, Louis suplicando desesperadamente, Claudia mirándome en silencio y yo diciendo «sí, sí, fue ella quien lo hizo, sí», y luego lanzando maldiciones a Armand mientras él me empujaba de nuevo a las sombras, con una expresión más radiante que nunca en su rostro inocente.

«Pero lo has hecho bien, Lestat. Lo has hecho bien».

Pero ¿qué había hecho? ¿Atestiguar contra ellos que habían quebrantado las viejas normas? ¿Que se habían levantado contra el amo de la asamblea? ¿Qué sabían ellos de las antiguas normas? Me vi gritando por Louis. Y luego me vi bebiendo sangre en la oscuridad, carne viva de otra víctima, pero no era la sangre curativa, sino sólo sangre corriente.

Volvíamos a estar en el carruaje y estaba lloviendo. Avanzábamos por el campo. Y luego subimos y subimos por la vieja torre hasta la azotea. Yo tenía en las manos el vestido amarillo de Claudia, ensangrentado. Había visto a la niña en un lugar estrecho y húmedo donde el sol la había quemado. «Esparcid las cenizas», había dicho. Pero nadie se había movido para hacerlo. El vestido amarillo, rasgado y ensangrentado, estaba tirado en el suelo del sótano. Y ahora lo tenía en las manos.

—Esparcirán sus cenizas, ¿verdad? —pregunté.

—¿No querías justicia? —preguntó Armand con la capa negra de lana ceñida en torno a sí contra el viento y una expresión sombría con la fuerza de una muerte reciente.

¿Qué tenía que ver aquello con la justicia? ¿Por qué tenía en las manos aquello, aquel pequeño vestido?

Miré desde las almenas de Magnus y vi que la ciudad había venido a cogerme. Había extendido sus largos brazos para envolver la torre y el aire hedía a humo de fábrica.

Armand permaneció inmóvil junto a la baranda de piedra, observándome. De pronto, me pareció tan joven como había sido Claudia. Y asegúrate de que hayan vivido algún tiempo antes de crearlos: y nunca jamás crees a nadie tan joven como Armand. Al morir, ella no había dicho nada. Sólo había mirado a quienes la rodeaban como si fueran gigantes farfullando en una lengua extraña.

Armand tenía los ojos encarnados.

—¿Y Louis… dónde está? —quise saber—. No le han matado. Le vi salir bajo la lluvia y…

—Han ido tras él —me respondió—. Ya está destruido.

Pura falsedad, bajo el rostro de un niño del coro.

—¡Detenles! ¡Tienes que hacerlo! Si aún queda tiempo…

Armand movió la cabeza en gesto de negativa.

—¿Por qué no puedes detenerles? ¿Por qué hiciste el juicio y todo eso? ¿Qué te importa a ti lo que me hicieron?

—Ya está destruido.

Bajo el ulular del viento se oyó el grito de un silbato de vapor. Estaba perdiendo el hilo de mis pensamientos. Estaba perdiendo… Y no querían volver. ¡Louis, regresa!

—Y tú no tienes intención de ayudarme, ¿verdad?

Desesperación.

Él se inclinó hacia delante y su rostro se transformó como lo había hecho tantos años atrás, como si la rabia estuviera desvaneciéndose de su interior.

—Tú, que nos destruiste a todos, que te lo llevaste todo. ¿Qué te hizo pensar que te ayudaría? —Se acercó más a mí. Su rostro casi se hundió en sí mismo—. ¡Tú, que nos colocaste en los extravagantes carteles del Boulevard du Temple, que nos convertiste en tema de novelas baratas y charlas de salón!

—Pero no es cierto. Sabes que yo… Te juro que… ¡No fui yo!

—¡Tú, que sacaste nuestros secretos a la luz de los focos, el tipo elegante, el marqués con sus guantes blancos, el espectro de la capa de terciopelo!

—Estás loco si me echas toda la culpa a mí. No tienes derecho —insistí, pero la voz me temblaba tanto que no podía entender mis propias palabras.

Y la voz surgió de él como la lengua de una serpiente.

—Teníamos nuestro Edén bajo aquel antiguo cementerio —dijo en un siseo—. Teníamos nuestra fe y nuestro objetivo, y fuiste tú quien nos expulsó de él con una espada flameante. ¿Qué tenemos ahora? Respóndeme. Nada, salvo el amor que nos profesamos, ¿y qué puede significar eso para criaturas como nosotros?

—No, no es cierto. Todo eso estaba sucediendo ya. No has entendido nada. Nunca has entendido nada.

Pero Armand no me escuchaba. Y tampoco importaba si lo hacía o no.

Se acercaba a mí y, en un destello oscuro, sus manos me empujaron y mi cabeza cayó hacia atrás y vi del revés el cielo y la ciudad de París.

Estaba cayendo por los aires.

Y seguí cayendo ante las ventanas de la torre hasta que el sendero de piedra se alzó para cogerme y hasta el último hueso de mi cuerpo se rompió dentro de su envoltura de piel preternatural.

2

Pasaron dos años hasta sentirme lo bastante recuperado como para abordar un barco con destino a Louisiana. Aún estaba terriblemente tullido y lleno de cicatrices, pero tenía que abandonar Europa, donde no me había llegado la menor noticia sobre mi perdida Gabrielle ni sobre el grande y poderoso Marius, quien seguramente había emitido su juicio sobre mí.

Tenía que volver a casa. Y la casa era Nueva Orleans, donde había calor, donde las flores no dejaban de florecer, donde todavía poseía —gracias a mi suministro inagotable de «moneda del reino»— una decena de viejas mansiones vacías de blancas columnas echadas a perder y porches hundidos por las que aún podía vagar.

Así pasé los últimos años del siglo XIX en completo retiro en el viejo Garden District, a una calle del cementerio Lafayette, en la mejor de mis casas, dormitando bajo los robles inmensos.

A la luz de las velas o de las lámparas de aceite, leí cuantos libros pude procurarme. Podría haber sido la propia Gabrielle atrapada en su alcoba del castillo, salvo que aquí no había mobiliario, y la pila de libros alcanzó el techo de una habitación tras otra conforme fui leyéndolos. De vez en cuando, reunía la fuerza y el valor suficientes para irrumpir en una biblioteca o en una vieja librería para adquirir nuevos volúmenes pero cada vez salía menos. Dejé de interesarme por las publicaciones periódicas y me dediqué a acumular velas, botellas y latas de aceite.

No recuerdo cuándo llegó el siglo XX: sólo sé que todo era más feo y oscuro, y que la belleza que había conocido en mis tiempos dieciochescos parecía, más que nunca, una idea fantasiosa. La burguesía gobernaba ahora el mundo siguiendo principios rígidos y con una marcada desconfianza hacia la sensualidad y los excesos que tanto había apreciado el antiguo régimen.

Pero mi visión y mis pensamientos se iban haciendo cada vez más confusos. Ya no cazaba víctimas humanas y los vampiros no pueden prosperar sin la sangre humana, sin la muerte humana. Sobrevivía acechando a los animales domésticos del viejo barrio, perros y gatos bien alimentados. Y cuando resultaba difícil dar con ellos, bien, siempre quedaba esa plaga de las ratas de cloaca, gordas y de largas colas, a las que podía atraer como si fuera un flautista de Hamelin.

Una noche, me obligué a emprender la larga travesía por las calles tranquilas hasta un desvencijado teatrillo llamado La Hora Feliz, cerca de los barrios pobres de la zona del puerto. Quería ver aquella novedad del cinematógrafo. Acudí envuelto en un gabán y una bufanda que ocultaba mis facciones demacradas. También llevaba guantes para esconder mis manos esqueléticas. La mera visión del cielo diurno en aquella película muda bastó para aterrorizarme, pero aun así, los tonos tristes del blanco y negro resultaban perfectos para una época desprovista de color.

No volví a pensar en otros inmortales, pero, de vez en cuando, aparecía ante mí algún vampiro: algún joven desvalido y huérfano que tropezaba por casualidad con mi guarida o algún vagabundo llegado en busca del legendario Lestat para suplicarme que le concediera poder o le revelara secretos. Y todas esas intrusiones me resultaban terribles.

Incluso el timbre de las voces sobrenaturales me destrozaba los nervios y me llevaba a acurrucarme en el rincón más apartado. Sin embargo, por grande que fuera mi dolor, no dejaba de escuchar cada nueva mente que llegaba, para ver si sabía algo de Gabrielle. Nunca descubrí nada. Y, una vez sondeados sus pensamientos, no me quedaba sino hacer caso omiso de las pobres víctimas humanas que el espectro de turno me traía con la vana esperanza de contribuir a mi recuperación.

No obstante, tales encuentros resultaban bastante breves. Atemorizado, ofendido y gritando maldiciones, el intruso no tardaba en marcharse dejándome en mi bendito silencio.

Refugiado allí, en la oscuridad, me fui apartando de las cosas cada vez más.

Ni siquiera leía mucho, ya. Y cuando lo hacía, eran las páginas de la revista Black Mask. Leía los relatos de aquellos terribles hombres del siglo XX cargados de nihilismo —los estafadores vestidos de gris, los asaltantes de bancos y los detectives— y trataba de recordar cosas. Pero me sentía muy débil, muy cansado.

Y entonces, una tarde, cuando apenas acababa de anochecer, se presentó Armand.

Al principio pensé que era una alucinación. Le vi en el salón, de pie e inmóvil, con un aspecto más juvenil que nunca. Llevaba su cabello castaño rojizo muy corto, siguiendo la moda del siglo XX, y vestía un traje corto entallado de un tejido oscuro.

Tenía que ser una ilusión de mi mente, aquella figura aparecida en el salón que me contemplaba mientras yo seguía tendido de espaldas en el suelo junto a la puerta corredera atascada, leyendo las aventuras de Sam Spade a la luz de la luna. Sí, tenía que ser una alucinación, salvo por un detalle: si mi mente hubiera querido invocar a un visitante imaginario, desde luego no habría escogido a Armand.

Le miré y me embargó una vaga vergüenza de que me viera tan horrible, de no ser más que un esqueleto de ojos saltones yaciendo en un rincón. Después, volví la vista de nuevo a las páginas de El halcón maltés y seguí los diálogos de Sam Spade moviendo los labios.

Cuando alcé de nuevo los ojos, Armand seguía allí. Para mí, tanto podía ser esa misma noche como la siguiente.

Y Armand me estaba hablando de Louis. Llevaba haciéndolo un rato al parecer.

Y comprendí que me había mentido acerca de Louis en nuestro último encuentro en París. Louis había permanecido con Armand todos aquellos años. Y me había estado buscando. Louis había recorrido el centro de la ciudad vieja, buscándome cerca de la casa donde los dos habíamos vivido tanto tiempo, hasta que, finalmente, había dado con mi guarida. Incluso me había visto a través de las ventanas.

Traté de imaginármelo. Louis, vivo. Louis allí, muy cerca, y sin yo saberlo.

Creo que solté una breve risilla. No lograba hacerme a la idea de que Louis no hubiera sido quemado. Sin embargo, que continuara vivo era una noticia realmente espléndida. Era maravilloso que aún existiera aquel rostro agraciado, aquella expresión llena de intensidad, aquella voz tierna y algo implorante. Mi hermoso Louis aún existía, en lugar de estar muerto y desaparecido como Claudia y Nicolas.

Pero, en realidad, aún era posible que hubiera sido destruido. ¿Por qué había de dar por buenas las palabras de Armand? Me sumí de nuevo en la lectura a la luz de la luna, deseando que las plantas del jardín no estuvieran tan crecidas. Ya que era tan fuerte, dije a Armand, un favor que podía hacerme era salir allí y arrancar parte de aquellas zarzas y enredaderas. Los dondiegos y las enredaderas de glicinas rebosaban de los porches del piso superior e impedían el paso de la luz de la luna, y también estaban los viejos robles americanos que ya estaban allí cuando la zona no era más que un pantano.

No, no creo que le dijera tal cosa a Armand.

Y sólo tengo un recuerdo muy vago de que Armand me dijera que Louis le iba a abandonar y que él, Armand, no quería seguir existiendo. Su voz era hueca. Seca. Sin embargo, la luz de la luna brillaba en él mientras me hablaba. Y su voz aún conservaba aquella vieja resonancia, aquel matiz de puro dolor.

Pobre Armand. ¡Y tú me dijiste que Louis estaba muerto! ¡Ve a hacerte un sitio en la tierra bajo el cementerio Lafayette! Está ahí mismo, calle arriba.

No pronuncié una palabra. No emití ninguna risa audible; sólo experimenté el secreto placer de la risa en mi interior. Recuerdo una imagen clara de Armand, solo y desamparado en mitad de la estancia sucia y vacía, contemplando las paredes forradas de pilas de libros. La lluvia se había filtrado gota a gota por las grietas del tejado hasta convertir los volúmenes en una especie de ladrillos compactos de cartón piedra. Y me percaté claramente de ello cuando le vi allí plantado, delante de aquel telón de fondo. Y recordé que todas las estancias de la casa estaban forradas de libros como aquélla. No había reparado en ello hasta el momento en que Armand había empezado a fijarse. Llevaba años sin entrar en las demás habitaciones.

Parece que acudió a verme varias veces más, después de aquélla. No llegué a verle, pero le oí deambular por el jardín de la casa, buscándome con su mente como si ésta fuera un haz de luz.

Louis se había marchado al oeste.

En una ocasión, mientras yo me acurrucaba en la grava bajo los cimientos del edificio, Armand llegó hasta el emparrado y se asomó al interior, aunque no llegué a verle. Y, con una voz siseante, me llamó cazarratas.

Te has vuelto loco. ¡Tú, el que todo lo sabía, el que se burlaba de nosotros! Ahora estás loco y te alimentas de las ratas. ¿Sabes cómo os llamaban a vosotros, los nobles rurales, en la Francia de los viejos tiempos? Os llamaban cazaconejos, porque ibais tras los conejos y las liebres para no agonizar de sed. ¡Mírate tú ahora, encerrado en esta casa y convertido en su espectro harapiento, en un cazador de ratas! ¡Estás más loco que esos viejos que sólo hablan incoherencias y lanzan sus balbuceos al viento! Ya ves, ahora vuelves a la caza de ratas como te corresponde por nacimiento.

Solté una nueva carcajada. Reí y reí sin cesar. Me acordé de los lobos y continué riendo.

—Siempre me has producido risa —le dije—. Me habría reído de ti bajo ese cementerio de París, pero me pareció que no debía hacerlo. Incluso cuando me lanzaste tu maldición y me echaste la culpa de todas las historias que corrían sobre nosotros, el asunto me resultó muy gracioso. Si no hubiera sido porque te disponías a arrojarme de lo alto de la torre, me habría puesto a reír. Siempre me has causado hilaridad.

El odio entre nosotros resultaba delicioso, o así me pareció. Era una excitación muy extraña, tenerle allí para ridiculizarle y mostrarle mi desprecio.

Pero, de pronto, la escena empezó a cambiar a mi alrededor. Ya no estaba tendido en la grava. Estaba caminando por mi casa. Y no llevaba los sucios harapos con que me había cubierto durante años, sino un elegante frac negro y una capa forrada de satén. Y la casa… la casa estaba magnífica, y todos los libros estaban convenientemente ordenados en los estantes. El suelo de parquet brillaba a la luz del candelabro y una música deliciosa se escuchaba por todas partes, el sonido de un vals vienés con su rica armonía de violines. Con cada paso me volvía a sentir poderoso y ligero, maravillosamente ligero. Habría podido subir los peldaños de la escalera de dos en dos con facilidad. Habría podido lanzarme a volar a través de la oscuridad, con la capa abierta como un par de alas negras.

Y luego me encontré subiendo entre las sombras, y Armand y yo estábamos juntos en la azotea de la casa. Armand estaba radiante con la misma ropa de gala pasada de moda y los dos contemplamos el lejano meandro plateado del río, más allá de la jungla de oscuro follaje susurrante, y el firmamento donde las estrellas brillaban a través de las finas nubes de tono gris perla.

Me descubrí llorando por el mero hecho de contemplar aquella vista, por el mero contacto del viento húmedo contra mi rostro. Y Armand permaneció a mi lado, con el brazo en torno a mi cintura. Me hablaba de la pena y el perdón, de la sabiduría y de las cosas que le había enseñado el dolor.

—Te quiero, mi tenebroso hermano —susurró.

Y las palabras fluyeron por mi interior como la propia sangre.

—Yo no buscaba vengarme —continuó con expresión afligida y el corazón desgarrado—. ¡Pero tú acudiste a mí para curarte y me dijiste que no me querías! ¡Llevaba esperándote más de un siglo, y dijiste que no me querías!

Supe entonces, como ya había sabido de algún modo desde el principio, que mi recuperación era un espejismo, que seguía siendo el mismo esqueleto harapiento y que la casa seguía en ruinas. Y aquel ser sobrenatural que me sostenía tenía el poder para devolverme el cielo y el viento.

—Ámame y mi sangre es tuya —le oí decir—. Mi sangre, que jamás he dado a otros.

Noté sus labios rozándome el rostro.

—No puedo engañarte —respondí a su proposición—. No puedo amarte. ¿Qué eres para mí que me obligue a amarte? ¿Un ser muerto que anhela el poder y la pasión que otros poseen? ¿La sed misma, personificada?

Y, en un instante de incalculable energía, fui yo quien le golpeé y le hice retroceder y le empujé al vacío desde lo alto de la azotea. Su figura, disolviéndose en la noche gris, pareció absolutamente ingrávida.

Pero ¿quién fue el vencido? ¿Quién fue el que cayó y cayó de nuevo entre las blandas ramas de los árboles hasta la tierra a la que pertenecía? ¿Quién volvió a los harapos y a la suciedad debajo de la vieja casa? ¿Quién quedó finalmente yaciendo sobre la grava, con las manos y el rostro contra el frío suelo?

Con todo, la memoria juega malas pasadas. Tal vez todo aquello, la postrera invitación de Armand y la angustia que siguió, habían sido imaginaciones mías. El llanto. Sé que, durante los meses siguientes, volvió a merodear por allí. De vez en cuando, le oí mientras recorría aquellas viejas calles del Garden District. Y quise llamarle, explicarle que era mentira lo que había dicho, que le amaba. Que le amaba.

Pero había llegado el momento de quedar en paz con todas las cosas. Era el momento de llegar al ayuno total y descender por fin al seno de la Tierra y, tal vez, compartir los sueños de los dioses. ¿Y cómo podía hablarle a Armand de los sueños de los dioses?

Ya no quedaban velas, ni aceite para las lámparas. En alguna parte había una caja fuerte llena de dinero y joyas y de cartas a mis abogados y banqueros, que continuarían administrando permanentemente las propiedades que aún conservaba, gracias a las sumas que había puesto en sus manos. Entonces, ¿por qué no enterrarme ya bajo el suelo, sabiendo que nunca sería perturbado en aquella vieja ciudad con sus desvencijadas réplicas de otros siglos? En adelante, todo seguiría y seguiría indefinidamente. Bajo la única luz del firmamento nocturno, continué leyendo el relato de Sam Spade y aquel Halcón Maltés. Miré la fecha de la revista y supe que estaba en 1929 y pensé: «Oh, es imposible, ¿no?». Y bebí de las ratas hasta tener las fuerzas necesarias para cavar un túnel muy hondo.

La tierra me acogía. Criaturas vivas se abrían paso entre sus grumos compactos y húmedos y rozaban mis carnes secas. Pensé que si alguna vez resucitaba, si alguna vez volvía a ver el menor fragmento de cielo tachonado de estrellas, nunca jamás cometería actos terribles. Nunca más mataría a un inocente. Aunque tuviera que cazar a los débiles, sólo tomaría a los desahuciados. Me juré que así sería. Y nunca, nunca más, realizaría el Rito Oscuro. Sólo… sólo sería, ¿sabéis?, la «conciencia continuada» sin ningún objetivo, sin el menor propósito.

La sed. El dolor, diáfano como la luz.

Vi a Marius. Le vi tan vívidamente que pensé: «¡No puede ser un sueño!», y el corazón se me aceleró dolorosamente. Qué espléndido aspecto tenía Marius. Llevaba un traje moderno, ajustado y corriente aunque confeccionado con terciopelo negro, y el cabello canoso bastante corto y peinado hacia atrás, dejando su rostro despejado.

Un especial encanto, una gracia de movimientos que sus ropajes antiguos habían ocultado, envolvían a aquel moderno Marius.

Y le vi haciendo las cosas más sorprendentes. Tenía ante él una cámara negra sobre un trípode como patas de arañas y, dándole vueltas a la manivela con la mano derecha, tomaba películas de mortales en un estudio lleno de luz incandescente. Cómo me saltaba el corazón mientras miraba aquello, su manera de hablar con aquellos seres mortales, de decirles cómo debían abrazarse, moverse y bailar. Y un decorado pintado detrás de ellos, sí. Y al otro lado de las ventanas del estudio había altos edificios de ladrillo y el ruido de los vehículos a motor por las calles.

No, no es un sueño, me dije. Está sucediendo de verdad. Él está en ese lugar. Y si pruebo a ver la ciudad más allá de la ventana, sabré dónde está. Si me esfuerzo, entenderé el idioma en el que habla a los jóvenes actores. «¡Marius!», exclamé, pero la tierra que me envolvía engulló mi voz.

La escena cambió.

Marius bajaba a un sótano en la gran caja de un ascensor. Unas puertas metálicas resonaron con un chirrido y su figura penetró en el enorme salón privado de Los Que Deben Ser Guardados. Todo estaba muy cambiado. No había imágenes egipcias, ni perfumes de flores, ni brillo de oro.

Las altas paredes estaban cubiertas con los colores moteados de los impresionistas, que componían en mil y un fragmentos un vibrante mundo del siglo XX. Aviones volando sobre ciudades soleadas, torres que se alzaban tras el arco de un puente de acero, naves de casco metálico surcando mares de plata. Era un universo entero que disolvía las paredes en las que estaba expuesto, envolviendo las figuras inmóviles e inalteradas de Akasha y Enkil.

Marius avanzaba por la capilla. Dejó atrás oscuras esculturas enmarañadas, aparatos telefónicos y máquinas de escribir sobre pedestales de madera, y depositó ante Los Que Deben Ser Guardados un gramófono voluminoso e imponente. Con delicadeza, colocó la fina aguja en el surco del disco. Un agudo y crepitante vals vienés surgió del altavoz metálico.

Me reí al ver aquello, aquel agradable invento, colocado ante la pareja como una ofrenda. ¿Sería el vals una suerte de incienso que impregnaba el aire?

Pero Marius no había terminado su tarea. Había desenrollado una pantalla blanca en la pared, y ahora, desde una tarima elevada situada detrás de los dioses, proyectaba sobre el lienzo imágenes en movimiento de diversos mortales. Los Que Deben Ser Guardados contemplaron las imágenes vacilantes en silencio. Como estatuas en un museo, la luz eléctrica resplandeciendo en su blanca piel.

Y entonces sucedió la cosa más maravillosa. Las figurillas nerviosas de la película se pusieron a hablar. Por encima del agudo sonido del vals en el gramófono, escuché sus voces.

Y mientras miraba, paralizado de excitación, paralizado de alegría ante lo que veía, me invadió de pronto una abrumadora tristeza al comprender la verdad. Todo aquello no era más que un sueño. Porque la realidad era que las figurillas de la película no podían estar hablando.

La cámara y todas sus pequeñas maravillas perdieron consistencia, se volvieron borrosas. ¡Ah, aquella horrible imperfección, aquel odioso pequeño detalle que había traicionado toda la trama! A pesar de todos los fragmentos de realidad, de las películas mudas que había visto en el teatrillo La Hora Feliz, de los gramófonos cuyo sonido había escuchado un centenar de veces desde las sombras, surgiendo de las casas.

Y el vals vienés, ¡ah!, tomado del hechizo que Armand había obrado sobre mí, demasiado desgarrador para recordarlo.

¿Por qué no había sido un poco mas hábil en el intento de engañarme a mí mismo? ¿Por qué no había mantenido la película muda, como debía ser, para poder así seguir creyendo que la visión era auténtica, después de todo? Pero allí estaba la demostración de mi invención de aquel audaz y fantasioso autoengaño: ¡Akasha, mi amada, me estaba hablando!

Akasha estaba a la puerta de la cámara con la mirada puesta en el largo pasadizo subterráneo que conducía al ascensor por el cual Marius había regresado al mundo superior. El cabello negro le colgaba, tupido y pesado, sobre los blancos hombros. Levantó su mano blanca y fría llamándome hacia ella. Tenía la boca roja.

«¡Lestat!», dijo en un susurro. «Ven».

Los pensamientos fluían de ella sin sonido con las palabras que la vieja reina vampiro me había dirigido tantos años atrás, bajo el cementerio de Les Innocents:

Desde mi lecho de piedra, he tenido sueños sobre el mundo mortal de ahí arriba. He oído sus voces, sus nuevas músicas como canciones de cuna acompañándome en mi tumba. He imaginado sus fantásticos descubrimientos y he conocido su valentía en lo más recóndito de mi mente. Y, aunque ese mundo me excluye con sus formas deslumbrantes, añoro la existencia de alguien con la fuerza suficiente para deambular por él sin miedo, para recorrer la Senda del Diablo en su propio seno.

«¡Lestat! —volvió a susurrar, con una expresión trágica en su rostro de mármol—. ¡Ven!».

—¡Ah, amada mía! —exclamé, notando el sabor amargo de la tierra entre mis labios—. ¡Si pudiera…!

Lestat de Lioncourt

En el año de su Resurrección 1984