8

»—Puedes imaginar el aspecto que ofrecía cuando surgí del tronco del roble. Los druidas habían aguardado a que llamara a la puerta y, con mi voz silenciosa, les había dicho:

»“Abrid. Soy el dios”.

»Mi muerte humana había terminado hacía mucho. Estaba famélico, y, con seguridad, mi rostro no era sino una calavera animada. Sin duda, los ojos me sobresalían de las órbitas y mostraba los dientes desnudos. La túnica blanca me colgaba como si tuviera debajo un esqueleto. No habría podido presentar una prueba más fehaciente de mi divinidad a aquellos druidas, que me contemplaron llenos de asombro y veneración mientras salía del tronco del árbol.

»Pero yo no sólo vi sus rostros, sino también sus corazones. Vi en Mael el alivio de comprobar que el dios del árbol aún había tenido fuerzas suficientes para crearme. Vi en su mente la confirmación de todas sus creencias.

»Y me di cuenta entonces de esa otra visión que nos ha sido dada y que nos permite observar el fondo del espíritu de cada hombre, enterrado profundamente en un crisol de carne y sangre calientes.

»La sed era una pura agonía, y, reuniendo todas mis nuevas fuerzas, dije:

»—Llevadme a los altares. La celebración del Samhain va a empezar.

»Los druidas emitieron unos gritos escalofriantes. Se pusieron a aullar en el bosque. Y a lo lejos, más allá de la arboleda sagrada, se alzó el rugido ensordecedor de la multitud que había estado aguardando aquel alarido.

»Avanzamos rápidamente en procesión hacia el claro, y un número cada vez mayor de aquellos sacerdotes de blancas túnicas salieron a recibirnos y me encontré bajo una lluvia de flores frescas y fragantes por todas partes, de capullos que aplastaba bajo mis pies mientras era saludado con himnos.

»No preciso decirte el aspecto que tenía el mundo para mí con la nueva visión, cómo veía cada matiz de color y cada superficie bajo el fino velo de la oscuridad, cómo asaltaban mis oídos aquellos himnos y cánticos.

»Marius, el hombre, estaba desintegrándose dentro de aquel nuevo ser.

»Las trompetas resonaron en el claro cuando subí los peldaños del altar de piedra y extendí la mirada sobre los miles de mortales reunidos allí sobre el mar de rostros expectantes, sobre las gigantescas figuras de madera con sus víctimas condenadas agitándose y gritando todavía en su interior.

»Ante el altar había dispuesto un gran caldero de plata con agua, y, bajo el cántico de los sacerdotes, una cuerda de presos era conducida hacia el caldero con los brazos atados a la espalda.

»Las voces cantaban a coro en torno a mí mientras los sacerdotes me echaban flores sobre el cabello y los hombros y a mis pies.

»—Hermoso y poderoso, dios de los bosques y los campos, bebe ahora los sacrificios que te ofrecemos para que, como tus miembros marchitos se llenan de vida, también la tierra se renueve. Bebe y perdónanos por segar la espiga que nos da la cosecha, y bendice la semilla que sembramos.

»Y vi ante mí a los escogidos para ser mis víctimas, tres hombres recios, atados como los demás pero limpios y vestidos también con túnicas blancas, y flores en el cabello y los hombros. Eran jóvenes, atractivos e inocentes, y aguardaban sobrecogidos de pavor a que se cumpliera la voluntad del dios.

»El sonido de las trompetas era ensordecedor. El rugido de la multitud era incesante.

»—¡Que empiecen los sacrificios! —exclamé.

»Y mientras el primero de los jóvenes era conducido hasta mí, mientras me disponía a beber por primera vez de esa copa en verdad divina que es la vida humana, mientras sostenía en mis manos la sangre cálida de mi víctima, la sangre dispuesta para mi boca abierta, vi prender las hogueras bajo los gigantes de mimbre y ramas, y vi a los dos primeros prisioneros sumergidos por la fuerza cabeza abajo en el agua del caldero de plata.

»Muerte por fuego, muerte por agua, muerte bajo los dientes penetrantes del hambriento dios.

»En un éxtasis ancestral, los himnos continuaron: dios de la luna creciente y menguante, dios de los bosques y campos, tú que eres la imagen misma de la muerte en tu ayuno, vuélvete fuerte con la sangre de las víctimas, vuélvete hermoso para que la Gran Madre te acoja con ella.

»No sé cuánto duró aquello. Una eternidad: las llamas de los gigantes de madera, el griterío de las víctimas, la larga procesión de los que iban a ser ahogados. Bebí y bebí, no sólo de los tres escogidos sino de una decena más, antes de que los introdujeran en el caldero o los arrojaran a la pira de los gigantes. Los sacerdotes decapitaban a los muertos con grandes espadas ensangrentadas, apilaban las cabezas en pirámides a ambos lados del altar y retiraban los cuerpos.

»Allí donde miraba, veía rostros sudorosos y extasiados; allí donde miraba, oía los cánticos y los gritos. Al fin, el frenesí empezó a decrecer. Los gigantes terminaron de caer en un montón de pavesas humeantes sobre las cuales los hombres arrojaron más brea y más leña menuda.

»Y llegó el momento de los juicios, de que los hombres se presentaran ante mí y expusieran sus intenciones de venganza contra otros, y de que yo viera en sus almas con mis nuevos ojos. La cabeza me daba vueltas. Había bebido demasiada sangre, pero sentía dentro de mí tal poder que podría haber cruzado de un salto el claro del bosque y perderme en su espesura. Me pareció que casi habría podido desplegar unas alas invisibles.

»No obstante, llevé a cabo mi “destino”, como Mael lo había denominado. Encontré a uno justo, a otro errado, a éste inocente; a aquél, merecedor de la muerte.

»No sé cuánto tiempo se prolongó aquello, pues mi cuerpo ya no medía el tiempo en términos de cansancio. Pero finalmente terminó y me di cuenta de que había llegado el momento de la acción.

»De algún modo, tenía que hacer lo que el viejo dios me había ordenado, y que era escapar a la prisión del roble. Y tenía muy poco tiempo para hacerlo, apenas una hora antes de que amaneciera.

»Respecto a lo que me aguardara en Egipto, todavía no había tomado una decisión, pero sabía que, si dejaba que los druidas me volvieran a encerrar en el árbol sagrado, permanecería allí famélico hasta la pequeña ofrenda de la siguiente luna llena. Y todas mis noches hasta entonces serían de sed y de tortura y de lo que el viejo había llamado los sueños de los dioses, en los que aprendería los secretos del árbol y de las hierbas que crecían y de la silenciosa Madre.

»Pero tales secretos no eran para mí.

»Los druidas me rodearon entonces y nos dirigimos de nuevo al árbol sagrado. Los himnos se apagaron, convirtiéndose en una letanía que me conminaba a permanecer en el interior del roble para santificar el bosque, a ser su guardián y a contestar bondadosamente a través del árbol a los sacerdotes que, de vez en cuando, acudieran a pedirme guía y consejo.

»Me detuve antes de llegar al roble. En medio de la arboleda ardía una gran hoguera cuya luz espectral iluminaba los rostros tallados en la madera y los montones de cráneos humanos. El resto de los sacerdotes estaba en torno a la pira, esperando. Un escalofrío de terror me recorrió con toda la nueva intensidad que tienen para nosotros tales sensaciones.

»Empecé a hablar apresuradamente. Con voz autoritaria, les dije que quería que todos abandonaran la arboleda. Que me encerraría en el roble al alba con el viejo dios. Sin embargo, pude percatarme de que no daba resultado. Los druidas seguían observándome fríamente e intercambiaban miradas entre ellos, con los ojos inexpresivos como cuentas de cristal.

»—¡Mael! —insistí—. Haz lo que te ordeno. Di a los sacerdotes que abandonen la arboleda.

»De pronto, sin el menor aviso, la mitad de la asamblea de druidas corrió hacia el árbol mientras la otra mitad me sujetaba por los brazos.

»Grité a Mael, quien dirigía el asalto al árbol, que se detuviera. Traté de liberarme, pero una docena de sacerdotes me tenían sujeto ya por brazos y piernas.

»Si hubiera tenido idea de la magnitud de mi poder, me habría desembarazado de ellos sin dificultad. Pero desconocía mis fuerzas. Aún estaba casi ebrio tras el festín, y demasiado horrorizado por lo que sabía que iba a suceder a continuación. Mientras me debatía tratando de liberar los brazos y lanzando patadas a los que me agarraban, el viejo dios, aquel ser desnudo y negro, fue sacado del árbol y arrojado al fuego.

»Sólo alcancé a verle un instante, y lo único que percibí en él fue resignación. Ni una sola vez alzó los brazos para resistirse. Llevaba los ojos cerrados y no me miró, ni a mí ni a nadie, y en ese instante recordé lo que me había dicho acerca de su agonía, y me puse a llorar.

»Mientras le quemaban, yo fui presa de violentos temblores. Pero del centro mismo de las llamas me llegó su voz: “Cumple lo que te he ordenado, Marius. Tú eres nuestra esperanza”. Y aquello significaba que debía salir de allí inmediatamente.

»Me hice pequeño y abatido bajo las manos de quienes me sujetaban. Sollocé y sollocé y me comporté como si fuera la triste víctima de toda aquella magia, el pobre dios bueno que debía llorar a su padre que acababa de desaparecer en las llamas. Y cuando noté que su presión se relajaba, cuando vi que todos y cada uno de ellos estaban mirando hacia la pira, giré sobre mí mismo con todas mis fuerzas, soltándome de sus manos, y eché a correr hacia los árboles lo más rápido que pude.

»En aquella carrera inicial, supe por primera vez qué eran mis poderes. Cubrí los cientos de metros en un instante, sin que mis pies rozaran apenas el suelo.

»Pero muy pronto se alzó el griterío: “EL DIOS HA HUIDO” y, en cuestión de segundos, la multitud del claro elevaba un rugido y miles y miles de mortales se lanzaron hacia los árboles.

»Me pregunté, mientras corría, cómo había podido suceder todo aquello. ¡De pronto, me había convertido en un dios, lleno de sangre humana, que huía de miles de bárbaros celtas a través de un bosque endemoniado!

»Ni siquiera me detuve a despojarme de la túnica blanca, sino que me la arranqué a pedazos sin dejar de correr, y luego salté a las ramas de los árboles y avancé aún más deprisa pasando de copa en copa de los robles.

»En cuestión de minutos, estaba tan lejos de mis perseguidores que ni siquiera me llegaban sus voces. Sin embargo, continué corriendo, saltando de rama en rama, hasta que no tuve nada que temer salvo el sol de la mañana.

»Y aprendí entonces lo que Gabrielle descubrió tan pronto en vuestras correrías: que podía sepultarme con facilidad bajo la tierra para protegerme de la luz.

»Cuando desperté, la intensidad de la sed me desconcertó. No podía imaginar cómo había hecho el viejo dios para soportar el ayuno ritual. Sólo podía pensar en sangre humana.

»Pero los druidas habían tenido el día para perseguirme. Tenía que avanzar con cautela.

»Y esa noche ayuné mientras corría por el bosque, sin calmar la sed hasta avanzada la madrugada, cuando topé con una banda de salteadores que me proporcionó la sangre de un malhechor y una buena indumentaria.

»En esas horas previas al alba, hice un repaso de la situación. Había aprendido mucho acerca de mis poderes, y descubriría mucho más. Y viajaría a las entrañas de Egipto, no por los dioses o por sus adoradores, sino para descubrir qué significaba todo aquello.

»Y así puedes ver, Lestat, que ya entonces, hace más de diecisiete siglos, nos hacíamos preguntas y rechazábamos las explicaciones que nos daban, que amábamos la magia y el poder por sí mismos.

»En la tercera noche de mi nueva vida, me introduje en mi vieja casa de Massilia y encontré allí mi biblioteca, la mesa de escribir y los libros. Y a mis fieles esclavos, felices de verme. ¿Qué sentido tenía todo aquello para mí? ¿Qué significaba que hubiera escrito aquella historia, que hubiese dormido en aquel lecho?

»Supe que no podía seguir siendo Marius, el romano. Pero aprovecharía lo que pudiera de él. Envié a mis amados esclavos de vuelta a casa. Escribí a mi padre diciéndole que una grave enfermedad me obligaba a pasar el resto de mis días en el clima caluroso y seco de Egipto. Envié el resto de mi historia a las personas de Roma que la leerían y publicarían y, finalmente, zarpé para Alejandría con oro en los bolsillos, mis viejos documentos de viaje y dos esclavos de aspecto torvo que nunca hacían comentarios sobre el hecho de que sólo apareciera de noche.

»Y un mes después de la gran festividad de Samhain en las Galias, estaba deambulando por las oscuras callejas serpenteantes de la noche de Alejandría, buscando a los viejos dioses con mi voz silenciosa.

»Estaba loco, pero sabía que la locura pasaría. Era preciso que encontrara a los viejos dioses. Y tú sabes por qué tenía que encontrarlos. No era sólo la amenaza de la calamidad, el sol buscándome en la oscuridad de mi sueño diurno, o visitándome con un fuego arrasador bajo la completa negrura de la noche.

»Tenía que encontrar a los viejos dioses porque no podía soportar mi vida solitaria entre los hombres. Todo el horror de mi vida me pesaba encima y, aunque sólo mataba al asesino, al malhechor, mi conciencia estaba demasiado despierta como para engañarse a sí misma. No podía soportar la idea de que yo, Marius, que había conocido y disfrutado de tanto amor en mi vida, fuera ahora el incansable portador de la muerte.

9

»Alejandría no era una ciudad muy antigua. Apenas tenía poco más de tres siglos de existencia, pero poseía un gran puerto y albergaba la biblioteca más grande del mundo romano, a la que acudían a investigar estudiosos de todo el Imperio. Yo mismo había sido uno de ellos en otra vida, y allí volvía a encontrarme ahora.

»Si el dios no me hubiera dicho que viajara a la ciudad, habría preferido adentrarme más en Egipto, descender a sus entrañas, por usar la frase de Mael, pues sospechaba que la respuesta a todos los acertijos se hallaba en los templos más antiguos.

»Pero una curiosa sensación me asaltó en Alejandría. Supe que los dioses estaban allí. Supe que ellos guiaban mis pasos cuando buscaba los callejones de las casas de prostitución y los tugurios de los ladrones, los lugares donde iban los hombres a perder sus almas.

»Por la noche, acostado en el lecho de mi casita romana, llamaba a los dioses. Luchaba con mi locura. Buscaba, como tú has buscado, una respuesta a los interrogantes sobre la fuerza, los poderes y las arrasadoras emociones que ahora poseía. Y una noche, poco antes de amanecer, cuando sólo la luz de una lámpara brillaba tras los finos velos del lecho, volví los ojos hacia la puerta del jardín y vi una figura negra y quieta bajo el dintel.

»Por un momento, me pareció un sueño, pues la figura no despedía ningún olor, no parecía respirar y no hacía el menor sonido. Entonces supe que era uno de los dioses. Pero ya se había desvanecido y permanecí sentado en el lecho, con la vista fija en la puerta, tratando de recordar lo que había visto: una figura negra y desnuda de cabeza calva y penetrantes ojos encarnados, un ser que parecía perdido en su propio silencio, extrañamente tímido, sólo concentrado en moverse en el último momento antes de quedar completamente al descubierto.

»La noche siguiente, en las callejuelas de la ciudad, escuché una voz que me invitaba a seguirla. Pero era una voz menos inteligible que la que había oído surgir del árbol, y se limitaba a indicarme que la puerta estaba cerca. Finalmente, llegó el momento en que, silencioso y tranquilo, me encontré ante la puerta.

»Fue un dios quien la abrió. Fue un dios quien me indicó que entrara.

»Sentí miedo mientras descendía la inevitable escalera y recorría un túnel en pronunciada pendiente. Prendí la vela que había llevado conmigo y advertí que estaba penetrando en un templo subterráneo, un lugar más antiguo que la ciudad de Alejandría, un santuario construido tal vez en tiempos de los antiguos faraones, con los muros cubiertos de pequeñas escenas coloreadas que describían la vida en el antiguo Egipto.

»Y vi entonces la escritura, los espléndidos jeroglíficos con sus pequeñas momias y aves y brazos sin cuerpo abrazando objetos, y serpientes enroscadas.

»Continué avanzando y llegué a un inmenso recinto de columnas cuadradas y techo altísimo. Hasta la última piedra de aquel lugar estaba decorada con imágenes idénticas a las anteriores.

»Entonces vi, por el rabillo del ojo, algo que al principio me pareció una estatua. Era una figura negra, de pie junto a una de las columnas, con la mano levantada y apoyada en la piedra. Pero supe que no era una estatua. Ningún dios egipcio hecho de diorita aparecía jamás en aquella postura ni llevaba una falda de tela auténtica cubriéndole las piernas.

»Me volví lentamente, preparándome para soportar la primera visión directa de aquel ser, y descubrí la misma carne quemada que ya conocía, el mismo cabello largo, aunque negro azabache, los mismos ojos amarillentos. Sus labios marchitos dejaban al descubierto los dientes y las encías, y el aliento que salía de su garganta estaba lleno de dolor.

»—¿Cómo y cuándo has venido? —me preguntó en griego.

»Me vi a mí mismo como él me percibía, fuerte y luminoso, con mis ojos azules como un circunstancial misterio más, y vi mi indumentaria romana, mi túnica de lino sujeta a los hombros con hebillas de oro y mi capa roja. Con la larga melena rubia, mi aspecto debía de ser el de un vagabundo de los bosques del norte, civilizado sólo en la superficie; y quizá tal cosa era cierta, ahora.

»Pero en aquel instante era él quien me interesaba. Le vi con más claridad, la carne lacerada, quemada en la caja torácica y enmohecida en las clavículas y los huesos que sobresalían de sus caderas. Aquel ser no estaba famélico, sino que había bebido sangre humana recientemente. Sin embargo, su agonía era como si despidiera calor, como si el fuego aún le estuviera cociendo por dentro, como si su figura fuera un infierno encerrado en sí mismo.

»—¿Cómo has escapado al fuego? —me preguntó—. ¿Qué te ha salvado? ¡Responde!

»—Nada me ha salvado —respondí, también en griego.

»Me acerqué a él y aparté la vela a un lado cuando advertí que el ser rehuía la pequeña llama. En su vida había sido enjuto, ancho de espaldas como los viejos faraones, y llevaba su largo cabello en un flequillo recto sobre la frente, al estilo antiguo.

»—Cuando sucedió esa calamidad, yo no había sido creado —le expliqué—. Fui hecho inmortal después, por el dios del bosque sagrado de las Galias.

»—¡Ah!, entonces no ha sido afectado, ese creador tuyo.

»—Al contrario. Estaba quemado como tú, pero aún conservaba las fuerzas suficientes para hacerlo. Una y otra vez me dio y me quitó la sangre. Me dijo que viniera a Egipto y descubriera por qué ha sucedido esta catástrofe. Me dijo que los dioses de los bosques habían estallado en llamas, unos mientras dormían y otros mientras estaban despiertos. Me dijo que así había sucedido por todo el norte.

»—Sí. —El ser movió la cabeza y emitió una carcajada seca y ronca que estremeció todo su cuerpo—. Y sólo el anciano tuvo las fuerzas suficientes para sobrevivir, para heredar la agonía que sólo la inmortalidad puede mantener. Y por eso sufrimos. Pero ahora tú has sido creado y has venido. Harás más como nosotros. Pero ¿es justo que los crees? ¿Acaso el Padre y la Madre habrían permitido que nos sucediera esto si no hubiera llegado la hora?

»—¿Quiénes son el Padre y la Madre? —quise saber, consciente de que no se refería a la Tierra cuando decía Madre.

»—Los primeros de nosotros —respondió el ser—. Aquellos de quienes descendemos todos nosotros.

»Intenté penetrar en sus pensamientos, hurgar en la veracidad de lo que me decía, pero él advirtió lo que estaba haciendo y su mente se cerró como una flor al atardecer.

»—Ven conmigo —dijo, y echó a andar con pasos pesados.

»Dejamos atrás el gran recinto y seguimos un largo corredor, decorado igual que la cámara.

»Aprecié que estábamos en un lugar aún más antiguo, construido con anterioridad al templo que acabábamos de dejar atrás. Ignoro cómo supe que así era. Allí no existía ese aire helado que has podido sentir en la escalera aquí, en la isla. En Egipto, uno no nota esas cosas. Nota otra. Uno nota la presencia de algo vivo en el propio aire.

»Con todo, al continuar caminando, aparecieron otras pruebas más tangibles de esa antigüedad. Las pinturas de aquellos muros eran más antiguas, los colores eran más apagados y, aquí y allá, había partes dañadas donde el estuco de color se había desprendido y había caído. El estilo de las imágenes había cambiado. El cabello negro de las figurillas era más largo y más abundante y el conjunto parecía más hermoso y encantador, más lleno de luz y de complejos dibujos.

»A lo lejos se oía el goteo del agua sobre la piedra. El sonido producía un eco melodioso en el corredor. Las paredes parecían haber captado la esencia de la vida en aquellas figuras delicadas y pintadas con amor; daba la impresión de que la magia invocada una y otra vez por los antiguos pintores religiosos emitía un leve efluvio de mortecino poder. Escuché susurros de vida donde no los había. Percibí la gran continuidad de la historia aunque no hubiera nadie que tuviese conciencia de ella.

»La figura oscura que avanzaba a mi lado se detuvo mientras yo contemplaba las paredes. Hizo un vago gesto de que le siguiera por una puerta y entramos en una larga cámara rectangular cubierta por entero con aquellos artísticos jeroglíficos. Era como estar encerrado en un manuscrito. Y vi allí dos sarcófagos egipcios, de la misma época que la sala, colocados cabeza con cabeza contra la pared.

»Eran dos piezas de piedra talladas con la forma de las momias para las que habían sido realizadas, y perfectamente modeladas y pintadas para representar a los difuntos, con los rostros de oro batido y los ojos de lapislázuli.

»Sostuve en alto la vela y, con gran esfuerzo, mi guía abrió la tapa de los sarcófagos y la retiró para que pudiera ver el interior.

»Descubrí lo que, a primera vista, me parecieron dos cuerpos. Sin embargo, al acercarme un poco más, comprobé que eran montones de cenizas con forma humana. No quedaba de ellos tejido alguno, salvo algún colmillo muy blanco y algún que otro fragmento de hueso.

»—Ahora ya no hay sangre que pueda devolverles la vida —murmuró mi guía—. No hay para ellos esperanza de resurrección. Los vasos sanguíneos han desaparecido. Los que han podido levantarse, lo han hecho. Y pasarán siglos antes de que curemos, de que conozcamos el final de nuestro dolor.

»Antes de cerrar los sarcófagos de las momias, vi que el interior estaba ennegrecido por el fuego que había inmolado a los dos seres. No lamenté que las tapas volvieran a su sitio.

»El guía dio media vuelta y se dirigió de nuevo hacia la puerta. Le seguí con la vela, pero hizo una pausa y echó otra mirada a los sarcófagos pintados.

»—Cuando las cenizas sean esparcidas —declaró—, sus almas serán libres.

»—Entonces, ¿por qué no las esparces? —dije yo, tratando de que mi voz no sonara tan desesperada, tan perturbada.

»—¿Debo hacerlo? —replicó, moviendo la piel quebradiza del contorno de sus ojos—. ¿Crees que debo hacerlo?

»—¡A mí qué me preguntas!

»El ser lanzó otra de sus secas risotadas y me condujo por el corredor hasta una estancia iluminada.

»Se trataba de una biblioteca en la que unas cuantas velas repartidas ponían a la vista las estanterías de madera en forma de rombo donde se amontonaban los rollos de papiro y de pergamino.

»Naturalmente, aquello me complació, pues una biblioteca era algo que me resultaba comprensible. Era el único lugar humano donde aún sentía cierto grado de mi vieja cordura.

»Pero me quedé desconcertado al ver a otro —a otro de nosotros—, sentado a uno de los lados tras un escritorio, con los ojos en el suelo.

»Aquel ser no tenía un solo cabello y, aunque completamente ennegrecida, su piel estaba tersa sobre unos músculos bien modelados, y relucía como si la hubiesen bañado en aceite. Los rasgos de su rostro eran hermosos, la mano que apoyaba en el regazo de su falda de tela blanca estaba entrecerrada en un delicado gesto y todos los músculos de su pecho desnudo se dibujaban con claridad.

»Se volvió y alzó los ojos hacia mí. Y, de inmediato, se produjo algo entre él y yo, algo más silencioso que el silencio, como puede suceder entre nosotros.

»—Éste es el Viejo —dijo el débil ser que me había conducido hasta allí—. Puedes ver por ti mismo que ha resistido al fuego. Pero no habla. Ni ha dicho nada desde que sucedió la calamidad. Sin embargo, sin duda sabe dónde están la Madre y el Padre, y por qué han permitido que esto pasara.

»El Viejo se limitó a mirar de nuevo, pero en su rostro apareció una curiosa expresión, algo sarcástica y levemente divertida, y con un matiz de desdén.

»—Ya antes de la catástrofe —añadió el otro ser—, el Viejo no nos hablaba a menudo. El fuego no le ha cambiado, no le ha hecho más receptivo. Permanece sentado en silencio, cada vez más como la Madre y el Padre. De vez en cuando lee. De vez en cuando deambula por el mundo de arriba. Bebe la Sangre y escucha los cánticos. En ocasiones baila. Habla con mortales por las calles de Alejandría, pero a nosotros no nos dirige la palabra. No habla con nosotros. Pero él conoce… conoce la razón que nos haya sucedido esto.

»—Déjame con él —le indiqué.

»Sentí lo mismo que cualquiera en una situación semejante. Yo haría hablar a aquel ser, le arrancaría alguna palabra. Lograría lo que nadie había sido capaz de hacer. Pero no era la mera vanidad lo que me impulsaba. Tenía la certeza de que aquél era el ser que había acudido al dormitorio de mi casa, el que me había contemplado desde el umbral.

»Y había percibido algo en su mirada. Fuera inteligencia, interés o reconocimiento de algún saber compartido, en ella había algo.

»En ese instante supe que llevaba dentro de mí la posibilidad de un mundo distinto, desconocido para el Dios del Bosque e incluso para aquel ser débil y herido que, a mi lado, contemplaba con desesperación al Viejo.

»El guía se retiró como le había pedido. Me acerqué al escritorio y miré al Viejo.

»—¿Qué debo hacer? —pregunté en griego.

»Él alzó la mirada bruscamente y pude apreciar en su rostro eso que llamo inteligencia.

»—¿Tiene algún objeto que siga haciéndote preguntas? —continué.

»Había escogido con cuidado mi tono de voz. No había en él nada ceremonioso, nada reverencial. Era el más familiar posible.

»—¿Qué es lo que quieres saber? —respondió él, hablándome de pronto en latín.

»Su voz era fría, las comisuras de sus labios estaban curvadas hacia abajo y su actitud era retadora y cargada de brusquedad.

»Para mí, fue un alivio poder expresarme en latín.

»—Ya has oído lo que le he contado al otro —proseguí en el mismo tono informal—, que fui creado por el Dios del Bosque en el país de los celtas y que me ha sido encomendado descubrir por qué los dioses han muerto entre las llamas.

»—¡Tú no vienes de parte de los Dioses del Bosque! —exclamó, tan sardónico como antes.

»No había levantado la cabeza, sino sólo la mirada. Lo cual hacía que sus ojos parecieran más retadores y cargados de desprecio.

»—Sí y no —expliqué—. Si podemos perecer de esta manera, me gustaría saber la razón. Lo que ha sucedido una vez, puede repetirse. Y me gustaría saber si de verdad somos dioses y, en caso afirmativo, cuáles son nuestras obligaciones para con el hombre. ¿Son el Padre y la Madre seres reales, o son un mito? ¿Cómo empezó todo? Sí, me gustaría mucho conocer todo esto.

»—Por accidente —murmuró él.

»—¿Por accidente?

»Me incliné hacia delante. Creí haber entendido mal.

»—Empezó por accidente —repitió con frialdad, ominosamente, con evidentes muestras de considerar absurda la pregunta—. Hace cuatro mil años, por accidente, y desde entonces ha estado envuelto en la magia y la religión.

»—Confío en que me estés diciendo la verdad.

»—¿Por qué no iba a hacerlo? ¿Por qué razón debería protegerte de la verdad? ¿Para qué molestarme en mentirte? Ni siquiera sé quién eres. Ni me importa.

»—Entonces, explícame a qué te refieres con eso de que sucedió por accidente —insistí.

»—No sé. Tal vez lo haga. Tal vez no. He hablado más en estos últimos minutos que en muchos años. La historia del accidente no sea quizá más verdad que las leyendas que tanto placen a los otros. Los otros siempre han escogido las leyendas. Eso es lo que buscas en realidad, ¿no es cierto? —Su voz se alzó, al tiempo que se incorporaba ligeramente en la silla, como si sus palabras irritadas le impulsaran a ponerse en pie—. Una historia de nuestra creación, análoga al Génesis de los hebreos, a las epopeyas de Homero, a los balbuceos de vuestros poetas romanos, Ovidio y Virgilio: una gran confusión de deslumbrantes símbolos de los cuales se supone que ha surgido la vida misma. —Estaba en pie y hablando a gritos, las venas le sobresalían en la negra frente y su mano era un puño sobre el escritorio—. Es el tipo de narración que llena los documentos de estas salas, que emerge en fragmentos de los himnos y de los encantamientos. ¿Quieres oírla? Es tan cierta como cualquier otra.

»—Cuéntame lo que quieras —respondí, tratando de mantener la calma.

»El volumen de su voz me lastimaba los oídos. Y escuché algo que se agitaba en las estancias cercanas. Otras criaturas como aquel ser enjuto y seco que me había conducido allí rondaban por las proximidades.

»—Y puedes empezar —añadí con acritud— confesándome por qué has acudido a mi casa aquí, en Alejandría. Has sido tú quien me ha traído aquí. ¿Por qué? ¿Para burlarte de mí? ¿Para insultarme por haberte preguntado cómo empezó esto?

»—Cálmate.

»—Lo mismo te digo.

»Me miró de arriba abajo parsimoniosamente y sonrió. Abrió las manos como en gesto de saludo o de ofrecimiento, y se encogió de hombros.

»—Quiero que me hables de la calamidad —insistí—. Te suplicaría que me lo contaras, si así pudiera conseguirlo. ¿Qué puedo hacer para convencerte?

»Su rostro experimentó varias transformaciones notables. Pude notar sus pensamientos, pero no oírlos. Noté un estado de ánimo muy exaltado y, cuando habló de nuevo, su voz sonó más espesa, como si estuviera conteniendo la pena. Como si ésta le estuviera estrangulando.

»—Escucha nuestra vieja historia —dijo—. En los tiempos remotos antes de la invención de la escritura, el buen dios Osiris, el primer faraón de Egipto, fue asesinado por hombres malvados. Y cuando Isis, su esposa, juntó de nuevo todas las partes de su cuerpo, Osiris se convirtió en inmortal y, desde ese instante, pasó a gobernar el reino de los muertos, el reino de la Luna y de la noche, y a recibir los sacrificios de sangre para la gran diosa, que él bebía. Pero los sacerdotes intentaron robarle el secreto de la inmortalidad y, por ello, su culto se hizo secreto y sus templos fueron conocidos sólo por aquellos de sus seguidores que le protegían del dios Sol, el cual podía en cualquier momento tratar de destruir a Osiris con sus rayos ardientes. Pero bajo esta leyenda puede adivinarse lo que sucedió en realidad. Ese antiguo rey descubrió algo (o, más bien, fue víctima de algún desagradable suceso) y se convirtió en un ser sobrenatural dotado de un poder que, en manos de quienes le rodeaban, podía ser utilizado para hacer un mal incalculable; por ello, el rey creó en torno a sí un culto con la intención de contener ese mal mediante las ceremonias y los mandamientos, de limitar La Poderosa Sangre a quienes la utilizaran únicamente para magia blanca. Y de ahí salimos.

»—¿Y la Madre y el Padre son Isis y Osiris?

»—Sí y no. La Madre y el Padre son los dos primeros. Isis y Osiris son los nombres que utilizaron en las leyendas que contaron, o que les dio ese viejo culto en el que se injertaron.

»—¿Cuál fue el accidente, entonces? ¿Cómo se descubrió eso?

»El ser me miró largo rato en silencio y se sentó de nuevo, volviendo el rostro a un lado. Su mirada se perdió en el vacío como antes.

»—¿Por qué debería contártelo? —exclamó; esta vez, sin embargo, puso un renovado énfasis en la pregunta, como si realmente se lo estuviera preguntando y tuviera que encontrar una respuesta—. ¿Por qué tendría que hacer nada? Si la Madre y el Padre no se levantan de las arenas para salvarse a sí mismos cuando el Sol asoma por el horizonte, ¿por qué debería yo moverme, o hablar, o continuar con esto?

»—¿Fue eso lo que sucedió, que la Madre y el Padre quedaron expuestos al sol?

»Mi interlocutor alzó de nuevo los ojos hacia mí.

»—Fueron dejados al sol, mi querido Marius —murmuró. El hecho de que conociera mi nombre me desconcertó—. Dejados al sol. La Madre y el Padre no se mueven por propia voluntad, salvo de vez en cuando para cuchichearse cosas entre ellos, para apartar de sí a aquellos de nosotros que acudimos a ellos en busca de su sangre curativa. Ellos podrían curar a todos los que hemos sido quemados, si nos permitieran beber su sangre redentora. El Padre y la Madre han existido durante cuatro mil años y nuestra sangre se hace más fuerte con cada estación que transcurre, con cada nueva víctima. Se hace más fuerte incluso con el ayuno, pues, cuando éste termina, gozamos de un nuevo vigor. Pero el Padre y la Madre no se preocupan por sus hijos. Y ahora parece que tampoco se preocupan por sí mismos. ¡Quizá, después de cuatro mil años de noches, deseaban simplemente ver el sol! Desde la llegada de los griegos a Egipto, desde la perversión del viejo arte, no han vuelto a dirigirnos la palabra. No nos han permitido ver ni un parpadeo de sus ojos. ¡Y qué es hoy Egipto, sino el granero de Roma! Cuando la Madre y el Padre nos golpean para apartarnos de las venas de sus cuellos, son como de hierro y pueden aplastarnos los huesos. Y si ellos ya no se preocupan de nada, ¿por qué debería hacerlo yo?

»Le estudié un largo instante y, por fin, pregunté:

»—¿Y dices que ha sido esto lo que ha causado las quemaduras de los demás? ¿El hecho de que el Padre y la Madre quedaran expuestos al sol?

»Él asintió.

»—Nuestra sangre viene de ellos —dijo—. Es la suya por transmisión directa, y lo que les sucede a ellos repercute en nosotros. Si ellos se queman, nosotros también.

»—¡Estamos vinculados a ellos! —susurré, asombrado.

»—Exacto, mi querido Marius —asintió, mirándome atentamente como si disfrutara con mi temor—. Por eso han permanecido guardados durante mil años; por eso les son ofrecidas víctimas en sacrificio; por eso son adorados. Lo que les sucede a ellos, nos sucede a nosotros.

»—¿Quién lo hizo? ¿Quién los puso al sol?

»El ser se echó a reír sin emitir sonido alguno.

»—El encargado de su custodia —dijo a continuación—. Su guardián, que no pudo soportarlo más, que llevaba demasiado tiempo en su solemne cargo, que no logró convencer a nadie más para que aceptara la carga y finalmente, entre sollozos y estremecimientos, los llevó a los dos a las arenas del desierto y los dejó allí como dos estatuas.

»—Y mi destino está vinculado a esto —murmuré.

»—Sí, pero no creo que el encargado de su custodia conservara su fe en ello. Para él, sólo debía de tratarse de una vieja leyenda. Al fin y al cabo, como te he dicho, la Madre y el Padre eran adorados, venerados por nosotros igual que nosotros lo somos por los mortales, y nadie había osado nunca hacerles daño. Nadie les había acercado una antorcha para comprobar si el resto de nosotros sentía dolor. No, el guardián no creía en eso. Los dejó en el desierto, y esa noche, cuando abrió los ojos en el sarcófago y se encontró convertido en un horror carbonizado e irreconocible, rompió a gritar inconteniblemente.

»—Y tú les volviste a llevar bajo tierra, ¿no es eso?

»—Sí.

»—Y están tan ennegrecidos como tú…

»—No —cortó la frase, moviendo la cabeza—. Su piel adquirió sólo un tono dorado, bronceado, como la carne que da vueltas en el asador. Sólo eso. Y siguen tan hermosos como antes, como si la belleza se hubiera convertido en parte de su herencia, en parte esencial de lo que estamos destinados a ser. Sus miradas siguen fijas al frente como siempre, pero ya no inclinan sus cabezas hacia el otro, ya no emiten murmullos al ritmo de sus secretos diálogos, ya no nos permiten beber su sangre. Y tampoco dan cuenta de las víctimas que les traemos, salvo muy de vez en cuando, y siempre en la soledad de su intimidad. Nadie sabe cuándo van a beber y cuándo no.

»Moví la cabeza de un lado a otro. Me balanceé hacia delante y hacia atrás con la cabeza inclinada y la vela parpadeando en mi mano, sin saber qué decir a todo aquello. Necesitaba tiempo para asimilarlo.

»Él me indicó con un gesto que me acomodara en el sillón al otro lado del escritorio y, sin pensármelo dos veces, obedecí.

»—Pero ¿no estaba escrito que todo esto sucedería, romano? —dijo entonces—. ¿No estaba escrito que encontrarían la muerte en las arenas, silenciosos e inmóviles como estatuas abandonadas después del saqueo de una ciudad por el ejército conquistador? ¿No estaba escrito que todos nosotros muriéramos también? Fíjate en Egipto. ¿Qué es hoy, vuelvo a preguntarte, sino el granero de Roma? ¿No estaba escrito que los dos se quemaran allí día tras día mientras todos nosotros ardíamos como estrellas por todo el mundo?

»—¿Dónde están? —pregunté.

»—¿Por qué quieres saberlo? —replicó en tono de sorna—. ¿Por qué habría de revelarte el secreto? Ya no pueden ser rotos en pedazos; son demasiado fuertes para ello y los cuchillos podrían apenas arañarles la piel. No obstante, hazles un corte y nos cortarás a todos. Quémales y todos arderemos. Pero esas mismas sensaciones que nos causan, ellos las sienten muy amortiguadas, porque su edad les protege. ¡Y, con todo, basta con causarles una ligera molestia para que nos destruyan a todos! ¡Ni siquiera parecen ya necesitar la sangre! Quizá también sus mentes están unidas a las nuestras. Tal vez la pena que sentimos, la lástima y el horror ante el destino del propio mundo, proceden de sus mentes, de lo que sueñan encerrados en sus cámaras. No, no puedo decirte dónde están, ¿no te parece? Hasta que decida de una vez que soy indiferente, que es hora de que desaparezcamos.

»—¿Dónde los tienes? —repetí.

»—¿Por qué no habría de hundirlos en las profundidades del mar —insistió él—, hasta el día en que la tierra misma los levante hacia la luz del sol sobre la cresta de una gran ola?

»No respondí. Me quedé mirándole, asombrado ante su agitación, comprendiendo lo que sentía y, al propio tiempo, presa de un temor reverencial.

»—¿Por qué no habría de enterrarles en las profundidades de la Tierra, en sus entrañas más oscuras, más allá del menor asomo de vida, y dejarles reposar allí en silencio, no importa lo que ellos piensen o sientan?

»¿Qué podía responderle yo? Le observé y esperé a que se calmara un poco. Él me miró y su expresión se volvió apacible, casi confiada.

»—Dime cómo se convirtieron en la Madre y el Padre —insistí.

»—¿Por qué?

»—¡Sabes muy bien por qué! ¡Quiero saberlo! ¿Por qué acudiste a mi dormitorio si no tenías intención de contármelo?

»—¿Y qué si lo hice? —replicó él con acritud—. ¿Qué, si quise ver al romano con mis propios ojos? Nosotros moriremos, y tú con nosotros. Por eso quería ver nuestra magia en una nueva forma. ¿Quién nos adora hoy, al fin y al cabo? ¿Unos guerreros de cabellos rubios en los bosques del norte? ¿Unos antiquísimos egipcios en las criptas secretas bajo la arena? No vivimos en los templos de Grecia o Roma. Nunca lo hemos hecho. Y, sin embargo, en ambos lugares se rinde culto a nuestro mito, a ese único mito. Allí se invocan los nombres de la Madre y del Padre…

»—Nada de eso me importa —declaré—. Y tú lo sabes. Tú y yo somos iguales. ¡No tengo intención de volver a los bosques del norte y crear una raza de dioses para esa gente! ¡He venido aquí para saber y tú debes explicarme!

»—Está bien. Te lo contaré y así entenderás la futilidad de todo esto, así comprenderás el silencio de la Madre y del Padre. Pero ten presente lo que te digo: todavía puedo acabar con todos nosotros. ¡Todavía puedo hacer arder a la Madre y al Padre en el calor de un horno! Pero dejémonos de prolijos preámbulos y de palabras altisonantes. Suprimiremos los mitos que murieron en la arena el día en que el Sol brilló sobre la Madre y el Padre. Te contaré todo lo que revelan esos papiros dejados por el Padre y la Madre. Deja esa vela en la mesa y presta atención.

10

»—Lo que te dirían los papiros, si pudieras descifrarlos —declaró—, es que hubo dos seres humanos, Akasha y Enkil, que habían llegado a Egipto procedentes de otras tierras más antiguas. Esto sucedió mucho antes de la primera escritura, antes de la primera pirámide, cuando los egipcios aún eran caníbales que devoraban los cuerpos de los enemigos.

»”Akasha y Enkil apartaron a esas gentes de tales prácticas. Eran adoradores de la Buena Madre Tierra y enseñaron a los egipcios a sembrar las semillas en la Buena Madre y a domesticar animales para obtener de ellos carne, leche y pieles.

»”Con toda probabilidad, Akasha y Enkil no estaban solos en su tarea de enseñar a los primitivos egipcios, sino que eran más bien los jefes de un pueblo que había llegado con ellos desde otras ciudades aún más antiguas cuyos nombres se han perdido ya bajo las arenas del Líbano y cuyos monumentos han quedado reducidos a polvo.

»”Sea como sea, los dos eran gobernantes benevolentes para los cuales el principal valor era el bienestar de los demás; la Buena Madre era la Madre Nutriente que deseaba que todos los hombres vivieran en paz, y ambos decidían sobre todos los asuntos de administración de justicia en las tierras emergidas.

»”Tal vez habrían entrado en la mitología de una forma más benigna de no haber sido por un trastorno en la casa del mayordomo real, que se inició con las travesuras de un demonio que lanzaba los muebles y objetos de un lado a otro.

»”En realidad, no se trataba más que de un demonio vulgar, de esos cuyas tropelías oye uno comentar en cualquier época y lugar. Uno de esos que trastorna durante un tiempo a los que viven en determinado sitio, que a veces entra en el cuerpo de algún inocente y ruge por boca de éste con voz estentórea, y puede obligar a su víctima a mascullar procacidades y proposiciones carnales a quienes la rodean. ¿Sabes a qué me refiero?

»Asentí. Le dije que siempre se oyen historias así. Se decía que uno de tales demonios había poseído a una virgen vestal en Roma. Esa muchacha empezó a hacer proposiciones obscenas a todos los que la rodeaban, mientras su rostro se volvía morado debido al esfuerzo, y luego se desvaneció. Pero, al despertar, el demonio había desaparecido misteriosamente.

»—Yo pensé —le dije— que la muchacha estaba loca. Que, digámoslo así, no era la persona indicada para ser una virgen vestal…

»—¡Por supuesto! —exclamó mi interlocutor con una voz cargada de ironía—. Yo también lo habría pensado, y casi cualquier hombre inteligente que recorre las calles de Alejandría sobre nuestras cabezas. Pero tales historias surgen y desaparecen. Y, si por algo son notables, es porque no afectan al curso de los acontecimientos humanos. Esos demonios pueden perturbar una familia, alguna persona en concreto, pero luego caen en el olvido y volvemos a estar como al principio.

»—Exactamente.

»—Pero ahora entiende que te estoy hablando de un Egipto remotísimo. Eran tiempos en que el hombre se ocultaba del trueno o comía el cuerpo de los muertos para absorber su espíritu.

»—Entiendo —asentí.

»—Y este buen rey Enkil decidió dirigirse personalmente al demonio que había entrado en casa de su mayordomo. Aquel ser, anunció, estaba privado de armonía. Por supuesto, los magos reales le suplicaron que les permitiera ocuparse de la expulsión del demonio, pero éste era un rey que buscaba el bien para todos. Tenía el ideal de que todo lo existente se uniera en la bondad, de todas las fuerzas confluyendo en el mismo rumbo divino. Él le hablaría a aquel demonio, trataría de reconducir su poder, por así decirlo, para el bien de todos. Y únicamente si no lo conseguía, consentiría en que el demonio fuera expulsado.

»”Y así el rey entró en la casa de su siervo, donde los muebles volaban de una pared a otra, y las jarras se rompían y las puertas batían solas. Y empezó a hablar con aquel demonio y a invitarle a responder. Todos los demás huyeron del lugar.

»”Toda una noche pasó antes de que saliera de la casa embrujada y, cuando lo hizo, explicó cosas sorprendentes:

»”—Estos demonios son infantiles y estúpidos —explicó a sus magos—, pero he estudiado su conducta y he descubierto la razón de que demuestren esa rabia. Están furiosos por no tener cuerpo, por no tener sentidos como los nuestros. Obligan a la inocente víctima a gritar porquerías porque los ritos del amor y de la pasión son cosas que no tienen modo de conocer. Pueden hacer moverse las partes del cuerpo pero no habitan en ellas realmente, y por eso están obsesionados con la carne que no pueden invadir. Y usan sus débiles poderes para hacer volar objetos y para obligar a sus víctimas a retorcerse y dar saltos. Este anhelo de ser carnales es el origen de su furia, la demostración del sufrimiento que es su destino.

»”Y tras estas piadosas palabras, se dispuso a encerrarse de nuevo en la casa endemoniada para aprender más cosas. Pero esta vez su esposa se interpuso en su camino. No estaba dispuesta a permitir que volviera con los demonios. Le dijo al rey que se mirara en el espejo. En las escasas horas que había pasado a solas en la casa, había envejecido considerablemente. Y, cuando vio que no podría hacerle desistir, se encerró en la casa con él, y todos los que esperaban fuera escucharon el estruendo del interior temerosos de que, en cualquier momento, se oyera también a la pareja soltando alaridos o rugiendo como posesos. El ruido de las estancias interiores resultaba alarmante. Empezaron a aparecer grietas por las paredes.

»”Como la vez anterior, todos huyeron, salvo un reducido grupo de hombres interesados. Estos hombres habían sido enemigos del rey desde el principio del reino. Eran viejos guerreros que habían conducido las expediciones de Egipto en busca de carne humana y que ya estaban hartos de la bondad del rey, de la Buena Madre, de los cultivos y de todo lo demás. Estos hombres vieron en aquella aventura espiritista no sólo una muestra más de la vana necedad del rey, sino una situación que, pese a todo, les proporcionaba una buena oportunidad.

»”Al caer la noche, se introdujeron en la casa. Eran hombres intrépidos, como lo son los ladrones de tumbas que saquean las sepulturas de los faraones. Tenían fe, pero no la suficiente para poner coto a su codicia.

»”Y cuando vieron a Enkil y Akasha juntos en medio de la estancia por la que volaban los objetos, se les arrojaron encima y apuñalaron una y otra vez al rey como vuestros senadores romanos apuñalaron a César. Y también acuchillaron a la reina, la única testigo. Y el rey exclamó al verse herido:

»”—¡No! ¿No comprendéis lo que habéis hecho? ¡Habéis abierto a los espíritus un camino por el que entrar! ¿No lo entendéis?

»”Pero los hombres huyeron, seguros de la muerte del rey y de la reina, que yacía arrodillada y sostenía en sus manos la cabeza de su esposo. Ambos sangraban por más heridas de las que uno podría contar.

»”A continuación, los conspiradores incitaron al pueblo. Que todo el mundo supiera que el rey había sido muerto por los espíritus, anunciaron, añadiendo que hubiera debido dejar los demonios a sus magos, como habría hecho cualquier otro rey. Y, portando antorchas, todos acudieron a la casa endemoniada que, de pronto, había quedado en absoluta calma.

»”Los conspiradores urgieron a los magos a entrar, pero éstos tenían miedo.

»”—Entonces, entraremos nosotros y veremos qué ha sucedido —resolvieron los malvados, y abrieron las puertas.

»”Allí estaban el rey y la reina, contemplando tranquilamente a los conspiradores. Todas sus heridas estaban curadas, sus ojos despedían una luz espectral, su piel tenía un tenue resplandor blanquecino y su cabello poseía un brillo esplendoroso. La pareja salió de la casa mientras los conspiradores huían aterrados, despidió a la multitud y a los sacerdotes y regresó sin acompañantes al palacio.

»”Y, aunque no se lo confiaron a nadie, supieron qué les había sucedido. A través de las heridas, el demonio había penetrado en ellos en el instante en que la vida mortal iba a escapárseles. Pero fue la sangre lo que impregnó aquel demonio en el momento crepuscular en que el corazón casi se detenía. Tal vez era aquélla la sustancia que siempre había buscado en su rabia ciega, la sustancia que había intentado obtener de sus víctimas en sus arrebatos, pero que nunca había conseguido porque no lograba infligir suficientes heridas a su víctima sin que ésta muriese. Pero ahora estaba en la sangre, y ésta no era meramente el demonio, ni tampoco la sangre del rey y de la reina, sino una combinación de lo humano y lo demoníaco que constituía algo completamente distinto.

»”Y lo único que quedó del rey y de la reina fue lo que aquella sangre podía animar, lo que podía impregnar y reclamar para sí. Sus cuerpos estaban muertos a todo lo demás, pero la sangre fluía por sus cerebros y sus corazones y sus pieles y, gracias a ello, la inteligencia del rey y de la reina permaneció viva. Sus almas, si lo prefieres, sobrevivieron, pues las almas residen en esos órganos, aunque no sepamos la razón. Y, aunque la sangre del demonio no tenía voluntad propia, carácter propio que el rey y la reina pudieran percibir, el rojo líquido potenció sus mentes y sus voluntades, fluyendo por los órganos que crean el pensamiento. Y añadió a las voluntades sus propios poderes puramente espirituales, de modo que el rey y la reina podían escuchar los pensamientos de los mortales y percibir y comprender cosas que estaban vedadas a los mortales.

»”En suma, el demonio había dado y había tomado, y el rey y la reina eran Seres Nuevos. Ya no podían comer alimentos, ni crecer, ni morir, ni tener hijos, pero podían sentir con una intensidad que los aterró. Y el demonio obtuvo lo que buscaba: un cuerpo en el cual vivir, una vía para estar por fin en el mundo, un modo de sentir.

»”Pero después llegó otro descubrimiento aún más espantoso: que debía mantener animados aquellos cuerpos muertos, que la sangre debía recibir su alimento. Y lo único que podía asimilar para su uso era la misma sustancia de la que estaba hecha. De sangre. ¡Que penetrara más sangre! ¡Que más sangre recorriera cada rincón de aquellos cuerpos en los que disfrutar de tan maravillosas sensaciones! Su sed de sangre era insaciable.

»”El demonio les tenía sometidos. Los dos reyes eran Bebedores de la Sangre. Nunca sabremos si el demonio supo de ellos, pero el rey y la reina sí se dieron cuenta de que tenían el demonio dentro y no podían librarse de él y de que morirían si lo hacían, pues sus cuerpos estaban muertos. Y supieron al instante que aquellos cuerpos muertos, animados como estaban por aquel fluido demoníaco, no podían soportar el fuego ni la luz del sol. Por una parte, parecían frágiles flores blancas que el calor diurno del desierto podía marchitar y ennegrecer. Por otra, la sangre de su interior parecía ser tan volátil que herviría con el calor, destruyendo así las fibras por las que corría.

»”Se ha dicho que, en esos primeros tiempos, no podían soportar ninguna iluminación brillante, que incluso un fuego cercano podía hacer que su piel humeara.

»”En todo caso, representaban un nuevo orden de seres y sus pensamientos correspondían a su condición, y los reyes trataron de entender las cosas que veían, las situaciones que les afectaban en su nuevo estado.

»”No están registrados todos los acontecimientos. No existe nada en la tradición, tanto escrita como oral, acerca de cuándo escogieron por primera vez transmitir la sangre, o de cómo determinaron el modo en que debe realizarse: vaciando de sangre a la víctima casi hasta el momento crepuscular previo a la muerte, o de lo contrario la sangre demoníaca insuflada en él no podría adueñarse del cuerpo.

»”Sabemos, en cambio, por la tradición no escrita, que el rey y la reina trataron de mantener en secreto lo que les había sucedido, pero su ausencia durante el día despertó sospechas entre el pueblo pues les impedía asistir a las ceremonias religiosas en la tierra.

»”Y así sucedió que, antes de poder llegar a conclusiones más claras, tuvieron que conducir a las masas a un culto a la Buena Madre bajo la luz de la Luna.

»”Con todo, no pudieron protegerse de los conspiradores, que seguían sin entender su recuperación y trataron de deshacerse de ellos nuevamente. El ataque llegó pese a todas las precauciones y la fuerza de los reyes se demostró abrumadora para los conspiradores, en quienes sembró el pánico el hecho de que las heridas que lograban infligirles curaran milagrosamente al instante. Al rey le cercenaron un brazo y se lo volvió a poner en el hombro; el miembro revivió y los conspiradores huyeron.

»”Gracias a estos ataques, a estas batallas, entraron en posesión del secreto no sólo los enemigos del rey, sino también los sacerdotes.

»”Y ya nadie quiso destruir al rey y a la reina; al contrario, quisieron tomarles prisioneros y obtener de ellos el secreto de la inmortalidad. Trataron de tomar su sangre, pero sus primeros intentos fracasaron.

»”Los que bebieron no llegaron al borde de la muerte y por ello se convirtieron en criaturas híbridas, medio dioses y medio hombres, y murieron de terribles maneras. Pero algunos lo lograron. Quizá vaciaron sus venas primero. No hay registros al respecto. Pero en épocas posteriores, éste ha sido siempre un modo de conseguir la sangre.

»”Tal vez la Madre y el Padre decidieron tener compañía de su especie. Quizá por soledad y miedo, decidieron transmitir el secreto a los mortales de temple en quienes pudieran confiar. Tampoco de esto hay constancia. Sea como fuere, pasaron a existir otros Bebedores de la Sangre, y el método para crearlos acabó por conocerse.

»”Los papiros nos cuentan que la Madre y el Padre trataron de triunfar en su adversidad. Trataron de encontrar una razón a lo sucedido y se convencieron de que aquella intensificación de sus sentidos debía ponerse al servicio de algo bueno. Al fin y al cabo, la Buena Madre había permitido que todo aquello sucediera, ¿verdad?

»”Era preciso santificar y contener en el misterio lo sucedido o, de lo contrario, Egipto se convertiría en una raza de demonios Bebedores de Sangre que dividirían el mundo en los que beben la sangre y los que sólo son alimentados para entregarla, una tiranía que, una vez establecida, nunca más podría ser rota con la sola fuerza del hombre mortal.

»”Así, los buenos reyes escogieron el camino del ritual, del mito. Vieron en sí mismos la imagen de la luna creciente y la luna menguante, y en el acto de beber la sangre al dios encarnado que se toma a sí mismo en sacrificio, y utilizaron sus poderes superiores para adivinar, predecir y juzgar. Se vieron a sí mismos aceptando sinceramente la sangre ofrecida al dios, que de otro modo corría por el altar. Envolvieron en el símbolo y el misterio aquello cuya divulgación no podía permitirse y desaparecieron de la vista de los hombres en el interior de los templos, para ser adorados por aquellos que les podían proporcionar sangre. Reclamaron para sí los sacrificios más convenientes, los que se habían hecho siempre por el bien de la Tierra. Inocentes, intrusos, malhechores, bebieron la sangre por la Madre y por el Bien.

»”Dieron vida al mito de Osiris, basado en parte en sus propios y terribles sufrimientos: el ataque de los conspiradores, la recuperación, la necesidad de vivir en el reino de las sombras, el mundo más allá de la vida, la imposibilidad de volver a caminar a la luz del sol. E injertaron el mito en otras historias más antiguas de dioses que se agitan en su amor por la Buena Madre, que ya existían en la Tierra de la que habían llegado.

»”Y así nos llegaron sus historias, esos relatos que han traspasado los límites de los lugares secretos en los que eran adorados la Madre y el Padre, en los que moraban los que ellos habían creado con la sangre.

»”Ya eran viejos cuando el primer faraón construyó una pirámide y los primeros textos ya recogen su existencia de forma fragmentaria y extraña.

»”Un centenar de otros dioses gobernaban Egipto, como sucede en todas las tierras. Pero el culto a la Madre y al Padre se mantuvo secreto y poderoso. Un culto al que los devotos acudían para escuchar la voz silenciosa de los dioses, a compartir sus sueños.

»”No hay noticia de quiénes fueron los primeros a quienes transmitieron la sangre la Madre y el Padre. Sólo sabemos que difundieron la religión a las islas del gran mar y a las tierras de los dos ríos y a los bosques del norte. Que en santuarios de diversos lugares, el dios lunar gobernaba y bebía sus sacrificios de sangre y utilizaba sus poderes para mirar en los corazones de los hombres. Durante los períodos entre sacrificios, en los ayunos, la mente del dios podía abandonar su cuerpo; podía cruzar los cielos y aprender mil cosas. Y los mortales de más pureza de corazón podían acudir al santuario y escuchar la voz del dios, y éste la suya.

»”Pero ya antes de mi tiempo, hace mil años, todo aquello no era más que una leyenda vieja e incoherente. Los dioses de la Luna habían regido Egipto durante tal vez tres mil años. Y la religión había sido atacada muchas veces.

»”Cuando los sacerdotes egipcios se pasaron al dios Sol, Amón Ra, abrieron las criptas del dios de la Luna y dejaron que el Sol le redujera a cenizas. Y muchos de nuestra raza fueron destruidos. Lo mismo sucedió cuando los primeros guerreros bárbaros irrumpieron en Grecia y arrasaron los santuarios y mataron aquello que les resultaba incomprensible.

»”Ahora, el balbuceante oráculo de Delfos gobierna donde en otro tiempo lo hicimos nosotros, y otras estatuas se alzan donde estuvieron nuestros centros de culto. Nuestro último reducto de poder se extiende por los bosques del norte de los que saliste, entre los que todavía bañan nuestros altares con la sangre de los malhechores, y en los pequeños pueblos de Egipto, donde un par de sacerdotes atiende al dios de la cripta y permite a los fieles llevar ante su dios a algún delincuente, pues no pueden llevarse al inocente sin levantar sospechas y, de malhechores y forasteros, siempre hay alguno a disposición. Y en el corazón de las junglas de África, cerca de las ruinas de viejas ciudades que nadie recuerda, también allí somos obedecidos todavía.

»”Pero nuestra historia está salpicada de relatos de herejes: Bebedores de la Sangre que no buscan guía y consejo en la diosa y que siempre utilizan sus poderes como les viene en gana.

»”En Roma, en Atenas, en todas las ciudades del Imperio, viven quienes no acatan las leyes del bien y del mal y emplean sus poderes para sus propios fines.

»”Y también ellos han sufrido una muerte horrible en el calor y las llamas, igual que les ha sucedido a los dioses de los bosques y de los santuarios y, si alguno ha sobrevivido, probablemente no tiene la menor idea de que todos estábamos sometidos a la llama letal, de que la Madre y el Padre han sido expuestos al sol de esta manera.

»El Viejo suspendió su relato en este punto. Estaba estudiando mi reacción. La biblioteca se hallaba en silencio. Si los demás acechaban tras las paredes, no podía percibir su presencia.

»—¡No me creo una sola palabra de eso! —proclamé.

»El Viejo me miró unos instantes con muda estupefacción y luego se echó a reír inconteniblemente.

»En un acceso de rabia, abandoné la biblioteca, crucé las salas del templo y ascendí por el túnel hasta la calle.

11

»Aquello, abandonar un lugar a cajas destempladas, interrumpir bruscamente una conversación y marcharse, era un comportamiento muy inhabitual en mí. Jamás había hecho una cosa semejante cuando era un mortal, pero, como ya he dicho, me hallaba al borde de la locura, de la primera locura que padecemos muchos de nosotros, en especial aquellos que han sido transformados, por la fuerza, en lo que somos.

»Regresé a mi casita, cerca de la gran biblioteca de Alejandría, y me tumbé en el lecho como si realmente pudiera echarme a dormir y escapar de todo aquello.

»“Una estupidez sin sentido”, murmuré para mí.

»Pero cuanto más pensaba en el relato del Viejo, más sentido le encontraba. Tenía sentido que algo contenido en mi sangre me impulsaba a beber más sangre. Tenía sentido que ese algo potenciaba todas mis sensaciones y que mantenía en funcionamiento mi cuerpo —una mera imitación, ahora, de un cuerpo humano—, cuando éste debería haberse colapsado. Y también tenía sentido que aquello carecía de inteligencia propia y, pese a ello, era un poder, una fuerza organizada con un deseo propio de vivir.

»Y, finalmente, tenía sentido que todos estuviésemos conectados con la Madre y el Padre, pues se trataba de algo espiritual y carecía de otros límites físicos que los del cuerpo individual del que se hubiese adueñado. Aquello, aquel “algo”, era la vid y nosotros los racimos, diseminados a grandes distancias pero conectados entre sí por los finos sarmientos que se extendían a lo largo y ancho de todo el mundo.

»Ésta era la razón de que los dioses pudieran oírse tan bien entre ellos, de que yo conociera la presencia de los otros en Alejandría antes incluso de que me llamaran. Ésta era la razón de que hubieran podido acudir a mi encuentro en mi casa y de que me hubieran sabido conducir a la puerta secreta.

»Muy bien, tal vez fuera verdad. Y tal vez, como había dicho el viejo, aquella fusión de una fuerza inefable con un cuerpo y una mente humanos que había dado lugar a los Nuevos Seres había sido realmente un accidente.

»Aun así, no me gustó la idea.

»Me rebelé contra ella porque, si algo era yo, era un individuo, un ser único, con un profundo sentido de mis propios derechos y prerrogativas. No advertía que fuera huésped de un ente extraño. Seguía siendo Marius, no importaba lo que hubieran hecho conmigo.

»Finalmente, sólo me quedó un único pensamiento: si estaba vinculado con aquellos seres, con la Madre y el Padre, tenía que verlos y cerciorarme de que estaban a salvo. No podía vivir con la incertidumbre de saber que podía morir en cualquier momento por culpa de una alquimia que me resultaba incomprensible e imposible de controlar.

»Pero no regresé al templo subterráneo. Pasé las noches siguientes saciándome de sangre hasta que mis abatidos pensamientos quedaron ahogados en ella; luego, de madrugada, deambulaba por la gran biblioteca de Alejandría, devorando libros como siempre había hecho.

»Parte de mi locura se desvaneció. Dejé de sentir añoranza por mi familia mortal. Desapareció mi irritación contra aquel condenado ser del templo bajo tierra y pensé, más bien, en aquella nueva fuerza que poseía. Viviría siglos enteros y conocería la respuesta a interrogantes de todo tipo. ¡Sería la conciencia continua de las cosas con el paso del tiempo! Y, mientras sólo tomara mis presas entre los malhechores, podría soportar mi sed de sangre, deleitarme con ella, de hecho. Y cuando llegara el momento indicado, procedería a crear a mis compañeros, y los crearía bien.

»¿Qué quedaba, entonces? Regresar ante el Viejo y descubrir dónde había ocultado a la Madre y al Padre. Y ver a estos dos seres con mis propios ojos. Y hacer precisamente lo que el Viejo había amenazado con hacer, sepultarlos en la tierra a tal profundidad que ningún mortal pudiera encontrarlos y dejarlos expuestos a la luz.

»Era fácil pensar en ello; era sencillo imaginarles muriendo de aquella forma tan simple.

»Cinco noches después de la conversación con el Viejo, cuando todos estos pensamientos hubieron tenido tiempo de desarrollarse en mi mente, me acosté a descansar en mi alcoba, con las lámparas brillando tras las delicadas cortinas del lecho como aquella otra noche. Bajo una luz dorada y difusa, presté atención a los sonidos de la Alejandría dormida y me perdí en brumosas ensoñaciones. Disgustado conmigo mismo por no haber regresado a verle, me pregunté si el Viejo volvería a visitarme. Y, en el preciso instante en que tal pensamiento aparecía en mi mente, advertí que una silueta inmóvil ocupaba el umbral de la puerta.

»Alguien me estaba observando. Lo noté perfectamente. Para ver de quién se trataba, no tenía más que volver la cabeza. Entonces sería el momento de tomar la voz cantante frente al Viejo. Le diría: “Así que has salido de la soledad y el desencanto y ahora quieres seguir hablando conmigo, ¿no? ¿Por qué no vuelves allí y te sientas en silencio a herir a tus espectrales compañeros, a esa fraternidad de las cenizas?”. Por supuesto, no iba a decirle tales cosas, pero no quise renunciar a pensarlas y a permitir al Viejo —si era él, efectivamente, quien estaba a la puerta de la alcoba— que las escuchara.

»La figura del umbral de la alcoba no se marchó.

»Lentamente, volví los ojos en dirección a la puerta y allí, de pie, descubrí a una mujer. Y no una mujer cualquiera, sino una espléndida egipcia de piel bronceada, ataviada con artísticas joyas y vestida como las antiguas reinas con telas vaporosas y plisadas, cuyo cabello negro le caía hasta los hombros, entretejido de hilos de oro. Emanaba de ella una fuerza inmensa, una invisible e impresionante sensación de su presencia, de su materialización en aquella estancia minúscula e insignificante.

»Me incorporé en el lecho y aparté las cortinas, al tiempo que las lámparas de la alcoba se apagaban. Vi el humo que se elevaba de sus mechas en la oscuridad, volutas grises como serpientes retorciéndose hacia el techo para al fin desaparecer. La mujer seguía allí; la escasa luz restante definió su rostro inexpresivo y sacó brillantes reflejos a las joyas que rodeaban su cuello y a sus grandes ojos almendrados. Y, en silencio, ella dijo:

Marius, sácanos de Egipto.

»Y, acto seguido, desapareció.

»El corazón se me aceleró incontrolablemente. Salí al jardín en su busca. Salté el muro y me encontré solo, escuchando con atención en mitad de la desierta calle sin asfaltar.

»Eché a correr hacia el barrio antiguo donde había encontrado la puerta. Me proponía entrar en el templo subterráneo y encontrar al Viejo para decirle que debía llevarme hasta ella, que la había visto, que se había movido y había hablado. ¡Que había acudido a mí! Estaba delirando de gozo, pero, cuando llegué a la puerta, supe que no debía bajar al templo. Supe que, si dejaba la ciudad y me adentraba en las arenas, la encontraría. Ella me estaba guiando ya hacia el lugar donde se hallaba.

»Durante la hora que siguió, pude evocar la fortaleza y la rapidez que ya había conocido en los bosques de la Galia y que no había vuelto a utilizar desde entonces. Salí de la ciudad al campo abierto, donde la única luz era la que proporcionaban las estrellas, y anduve hasta llegar a un templo en ruinas. Allí, empecé a cavar en la arena. A una banda de mortales le habría llevado varias horas descubrir la trampilla, pero yo lo hice con rapidez y también conseguí levantarla, cosa que no habrían podido hacer los mortales. Los tortuosos pasadizos y escaleras que recorrí no estaban iluminados. Me maldije por no haber llevado una vela, pues el sobresalto que había experimentado ante la visión de la mujer me había impulsado a salir corriendo tras ella como si estuviera enamorado.

»—Ayúdame, Akasha —musité.

»Coloqué las manos delante de mí y traté de no sentir un miedo mortal a aquella negrura en la que era tan ciego como cualquier hombre corriente.

»Mis manos tocaron algo duro. Me apoyé en ello. Recuperé el aliento y traté de recobrar el dominio de mí mismo. Después, las manos recorrieron el objeto y palparon lo que parecía el pecho de una estatua humana, los hombros, los brazos. Pero no se trataba de una estatua; aquello, aquella cosa, estaba hecho de algo más elástico que la piedra. Y cuando mi mano encontró el rostro, noté que los labios eran ligeramente más suaves que el resto y la retiré rápidamente.

»Pude oír los latidos de mi corazón y noté la punzante humillación de la cobardía. No me atreví a pronunciar el nombre de Akasha. Supe que el rostro que acababa de tocar era el de un hombre. El de Enkil.

»Cerré los ojos, tratando de pensar algo, de urdir algún plan de acción que no consistiera en dar media vuelta y echar a correr como un loco. Entonces escuché un sonido seco, un crujido, y advertí fuego tras mis párpados cerrados.

»Al abrir los ojos, vi el brillo de una antorcha en la pared, detrás de la figura; vi su oscuro perfil cerniéndose ante mí, sus ojos animados mirándome sin duda, sus negras pupilas bañadas en una luz grisácea y mortecina. El resto de él parecía sin vida, con las manos caídas a los costados. Iba ataviado con adornos como se me había aparecido ella, y vestía la gloriosa indumentaria de los faraones, con el cabello entretejido también de hilos de oro. Su piel era bronceada como la de ella; realzada, según las palabras del Viejo. En su inmovilidad, con la mirada fija en mí, era la encarnación de la amenaza.

»Ella estaba sentada en una grada de piedra de la cámara desnuda que se abría tras Enkil. Tenía la cabeza ladeada y los brazos fláccidos como si fuera un cuerpo sin vida arrojado allí. Su túnica estaba manchada de arena, igual que sus pies calzados con sandalias, y su mirada era vacía y ausente. La perfecta apariencia de la muerte.

»Y él, como un centinela de piedra de una tumba real, me impedía el paso.

»No pude captar ningún pensamiento de ellos, igual que tú tampoco los has captado cuando te he llevado a la cámara subterránea aquí, en la isla. Y te aseguro, Lestat, que creí morirme de miedo allí mismo. Pero había visto la arena de sus pies y de su túnica. ¡Ella había acudido a mí! ¡Lo había hecho!

»Advertí entonces que alguien había penetrado en el pasadizo tras mis pasos. Alguien avanzaba trabajosamente por el corredor y, al volver la cabeza, vi a uno de los quemados, casi un mero esqueleto que tenía al descubierto las negras encías y cuyos colmillos se hincaban en la piel brillante de su labio inferior, oscura y arrugada como la de una pasa.

»Reprimí un jadeo al verle, al observar sus miembros huesudos, sus pies dislocados, el bamboleo de sus brazos a cada paso. Venía hacia nosotros, pero no pareció reparar en mi presencia. Levantó las manos y empujó a Enkil.

»—¡No, no, vuelve a la cámara! —susurró en una voz baja y frágil—. ¡No, no!

»Y cada sílaba parecía llevarse todo lo que tenía. Sus brazos secos y arrugados empujaron de nuevo la figura, sin lograr moverla.

»—¡Ayúdame! —me dijo—. Se han movido. ¿Por qué? Hazles volver. Cuanto más se mueven, más difícil es devolverlos a su lugar.

»Miré a Enkil y sentí el mismo horror que tú has experimentado al ver esa estatua dotada de vida, aparentemente incapaz de moverse o reacia a hacerlo. Bajo mi mirada, el espectáculo se hizo aún más horrible porque aquella piltrafa ennegrecida se había puesto a gritar y a clavar sus uñas en Enkil, impotente. Y la visión de aquel ser que debería estar muerto, consumiéndose de aquella manera, y de aquel otro ser de aspecto tan perfectamente divino y majestuoso, allí plantado, fue más de lo que podía soportar.

»—¡Ayúdame! —insistió la criatura—. Ayúdame a meterle en la cámara. Ayúdame a colocarles donde deben estar.

»¿Cómo pretendía que yo hiciera tal cosa? ¿Cómo iba a poner mis manos en aquel ser? ¿Cómo iba a osar llevarle a empujones donde él no quería ir?

»—Si me ayudas, no les sucederá nada —insistió la criatura requemada—. Estarán juntos y en paz. Empújale. ¡Hazlo! ¡Empuja! ¡Oh, mira a la mujer! ¿Qué le ha sucedido? ¡Mira!

»—¡Está bien, maldita sea! —mascullé y, abrumado de vergüenza, lo intenté.

»Puse mis manos de nuevo en Enkil y le empujé, pero resultó imposible moverlo. Mi fuerza era insignificante ante él y los inútiles gritos y empellones de la criatura quemada me resultaban exasperantes.

»Pero, de improviso, la criatura soltó un jadeo y levantó sus brazos esqueléticos, retrocediendo con pasos tambaleantes.

»—¿Qué sucede? —pregunté, reprimiendo el impulso de echarme a gritar y a correr.

»Pero pronto vi de qué se trataba. Akasha había hecho acto de presencia detrás de Enkil. Estaba justo a su espalda y me miraba por encima del hombro de éste, y vi cómo las yemas de sus dedos se cerraban en torno a los musculosos brazos del hombre. Sus ojos seguían tan vacíos en su vidriosa belleza como lo habían estado antes. Pero estaba haciendo moverse a Enkil, y presencié entonces el espectáculo de aquellos dos seres caminando por su propia voluntad, él retrocediendo lentamente sin apenas levantar los pies del suelo y ella escudada tras él de modo que sólo veía sus manos y la parte superior de su cabeza hasta los ojos.

»Parpadeé, tratando de recobrar la calma. Los dos estaban sentados de nuevo en la grada, juntos, en la misma postura en que les has visto esta noche en la cámara de ahí abajo, en la isla.

»La criatura quemada estaba próxima al colapso. Había caído de rodillas y no fue necesario que me explicara la razón. Ya antes había encontrado a los dioses en diferentes posturas, pero nunca había sido testigo de sus movimientos. Y nunca la había visto a ella como había sido antes.

»Me sentí exaltante al comprender por qué había aparecido como era antes. Había acudido a mí. Pero llegó un punto en el que el orgullo y la exaltación que sentía dieron paso a otras emociones más acordes con la situación: un abrumador temor reverencial y, finalmente, aflicción. Rompí a llorar. Rompí a llorar inconteniblemente, como no lo hacía desde que estuviera con el viejo Dios del Bosque y se produjera mi muerte, y aquella maldición, aquella luminosa y poderosa y magnífica maldición, cayera sobre mí. Lloré como lo has hecho tú al verlos por primera vez. Lloré por su inmovilidad y su aislamiento, por aquel pequeño lugar donde permanecían con la mirada perdida o sentados en la oscuridad mientras Egipto moría sobre ellos.

»La diosa, la madre, el ser o lo que fuera, la despreocupada y silenciosa o impotente progenitora me estaba mirando. Con seguridad, no se trataba de una ilusión. Sus grandes ojos brillantes, con la negra orla de sus pestañas, estaban fijos en mí. Y entonces, volví a escuchar su voz, pero ésta no conservaba nada de su antiguo poder: era sencillamente el pensamiento, mucho más allá del lenguaje, dentro de mi cabeza.

»Sácanos de Egipto, Marius. El Viejo intenta destruirnos. Protégenos, Marius, o pereceremos aquí.

»—¿Quieren sangre? —gritó la criatura quemada—. ¿Se han movido porque quieren sacrificios? —preguntó en tono suplicante.

»—Tráeles un sacrificio —le dije.

»—Ahora, no puedo. No tengo la fuerza suficiente. Y ellos dos no quieren darme la sangre curativa. Si me permitieran probar aunque fuera unas gotas, mi carne quemada se recuperaría, la sangre de mi cuerpo recobraría su vigor y podría traerles gloriosos sacrificios…

»Pero en aquel breve diálogo había un elemento de falsedad, pues los dos dioses ya no deseaban recibir tales gloriosos sacrificios.

»—Prueba otra vez a beber su sangre —le propuse, en una muestra de terrible egoísmo por mi parte.

»Sólo quería ver qué sucedía. Pero, para humillación mía, la criatura se acercó efectivamente a ellos, se inclinó en una reverencia y, entre sollozos, les suplicó que le dieran su poderosa sangre, su vieja sangre, con la que sus quemaduras curarían antes. Le oí repetir que él era inocente, que no había sido él, sino el Viejo, quien los había puesto en la arena. Le oí rogar por favor, por favor, que le permitieran beber de la fuente original.

»Y, a continuación, le consumió un hambre voraz y, entre convulsiones, descubrió sus colmillos como haría una cobra y se lanzó hacia delante con sus chamuscadas manos abiertas como zarpas, buscando el cuello de Enkil.

»El brazo de éste se alzó, como había dicho el Viejo que haría, y arrojó a la criatura quemada al otro extremo de la cámara, donde cayó de espaldas. Luego el brazo volvió a su posición habitual.

»La criatura quemada estaba sollozando y yo me sentí aún más avergonzado. Aquella criatura estaba demasiado débil para cazar presas o traerlas allí. Y yo le había incitado a hacer aquello para verlo. La luz mortecina de aquel lugar, la arena crujiente del suelo, la desnudez de las paredes, el hedor de la antorcha y la visión repugnante de la criatura quemada retorciéndose y gimiendo… todo resultaba indeciblemente desalentador.

»—Entonces, bebe de mí —murmuré, estremeciéndome al verle con los colmillos descubiertos de nuevo y las manos alzadas hacia mí; era lo menos que podía hacer por él.

12

»Cuando hube terminado con aquella criatura, le ordené que no permitiera a nadie la entrada en la cripta. No pude imaginar cómo diablos iba a poder impedirlo, pero se lo dije con tremenda autoridad y me marché rápidamente.

»Volví a Alejandría, me colé en una tienda que vendía objetos antiguos y robé dos bellos ataúdes de momias, pintados y enchapados de oro. También conseguí una buena cantidad de tela para sudarios y regresé a la cripta del desierto.

»Mi valor y mi miedo alcanzaron su punto álgido.

»Como suele suceder cuando damos nuestra sangre a otro de nuestra raza, o cuando la tomamos de ellos, mientras la criatura quemada tenía sus dientes en mi cuello yo había tenido visiones, una especie de ensoñaciones. Y lo que había visto y soñado tenía relación con Egipto, con la edad de Egipto, con el hecho de que aquella tierra había conocido pocos cambios en el idioma, la religión y el arte, a lo largo de cuatro mil años. Por primera vez, todo ello me resultó comprensible y me hizo sentir una profunda simpatía por la Madre y el Padre como reliquias de aquel país, igual que reliquias eran las pirámides. Aquello incrementó mi curiosidad y la convirtió en algo más parecido a una devoción.

»Aunque, para ser sincero, habría robado igual a la Madre y al Padre por mi mera supervivencia.

»Esta nueva certeza, esta nueva obsesión, me inspiraba cuando me acerqué a Akasha y a Enkil para colocarles en las cajas de momias de madera, sabiendo perfectamente que Akasha me permitiría hacerlo y que Enkil, si quería, podía aplastarme el cráneo fácilmente.

»Pero Enkil cedió, igual que Akasha. Me permitieron envolverlos en tela, convertirlos en momias y colocarlos en los hermosos ataúdes de madera que llevaban pintados los rostros de otros, junto a las interminables instrucciones en jeroglíficos para los muertos, y llevarles conmigo a Alejandría, cosa que hice.

»Cuando me marché arrastrando un ataúd con cada mano, dejé a la criatura espectral en un terrible estado de agitación.

»Al llegar a la ciudad, considerando que debía ser discreto, contraté unos hombres para que condujeran los ataúdes a mi casa como era debido; después, enterré a la pareja en el jardín, sin dejar de explicarles a ambos, en voz alta, que su estancia bajo tierra no se prolongaría mucho.

»La noche siguiente, me aterró la idea de dejarles solos. Cacé y maté a pocos metros de la propia verja del jardín. Y luego envié a mis esclavos a comprar caballos y un carro y les mandé hacer los preparativos para un viaje por la costa hasta Antioquía, junto al río Orontes, ciudad que conocía y amaba, y en la que creía que estaría a salvo.

»Como me temía, el Viejo no tardó en aparecer. De hecho, yo le estaba esperando en la sombría alcoba, reclinado en el lecho al modo romano, con una lámpara a un lado y un viejo ejemplar de un poema latino en la mano. Me dije que tal vez el Viejo pudiera percibir el paradero de Akasha y Enkil y urdí deliberadamente una falsa pista: que les había encerrado en la gran pirámide.

»Aún soñaba con aquellas imágenes de Egipto que me habían llegado de la criatura quemada: una tierra en la que leyes y creencias habían permanecido sin cambios durante más tiempo del que podíamos imaginar, una tierra que había conocido la escritura jeroglífica y las pirámides y los mitos de Osiris e Isis cuando Grecia aún estaba en las tinieblas y Roma no existía. Vi el río Nilo desbordándose de su cauce y las montañas que creaban el valle a ambos lados. Vi el tiempo con un concepto completamente distinto. Y no era sólo el sueño del ser quemado; era todo lo que yo había visto y conocido en Egipto, la sensación de lugar de inicio de todas las cosas que había aprendido de los libros mucho antes de convertirme en hijo de la Madre y el Padre, a los que ahora me disponía a llevar conmigo.

»—¿Qué te hace pensar que te los confiaríamos? —dijo el Viejo tan pronto como apareció en la puerta.

»Cuando dio unos pasos por la estancia, ataviado únicamente con la falda corta de lino, me pareció inmenso. La luz de la lámpara brillaba en su cabeza calva, en su cara redonda, en sus ojos saltones.

»—¡Cómo te atreves a llevarte a la Madre y al Padre! ¿Qué has hecho de ellos?

»—Fuiste tú quien les puso al sol —repliqué—. Tú quien trató de destruirles. Eres tú ese que no creyó cierta la vieja leyenda, ese guardián de la Madre y del Padre del que me hablaste, y me mentiste. Tú has causado la muerte de nuestra raza de un extremo a otro del mundo. Has sido tú, y me has mentido.

»El Viejo quedó desconcertado. Me consideraba indeciblemente orgulloso e insoportable. Igual pensaba yo, pero ¿qué más daba? Él tendría el poder de reducirme a cenizas, si conseguía dejar de nuevo al sol a la Madre y al Padre. ¡Y ella había acudido a mí! ¡A mí!

»—¡Yo no sabía lo que iba a suceder! —replicó a esto, con los puños apretados y las venas sobresaliéndole en la frente. Tenía el aspecto de un gran nubio calvo mientras trataba de intimidarme—. Te juro por lo más sagrado que no lo sabía. Y tú no puedes imaginar lo que significa guardarlos, ocuparse de ellos año tras año, década tras década, siglo tras siglo, y saber que pueden hablar, que pueden moverse, y no quieren hacerlo.

»No sentí la menor conmiseración por él ni por lo que decía. No era más que una figura enigmática en el centro de la pequeña estancia de Alejandría, lamentándose en mi presencia de unos sufrimientos inimaginables. ¿Qué compasión podía sentir por él?

»—Yo los recibí en herencia —declaró—. ¡Me fueron entregados! ¿Qué iba a hacer? Y hube de pugnar con su ominoso silencio, con su negativa a conducir a la tribu que habían soltado en el mundo. ¿Y por qué se produjo ese silencio? Por venganza, tenlo por seguro. Para vengarse de nosotros. Pero ¿por qué? ¿Quién existe hoy que pueda acordarse de hace mil años? Nadie. ¿Quién entiende todas estas cosas? Los viejos dioses salen al sol, se arrojan al fuego o encuentran la extinción a través de la violencia, o se entierran en lo más profundo de la tierra para no volver a surgir nunca más. La Madre y el Padre, en cambio, permanecen siempre, y no hablan. ¿Por qué no se entierran donde no pueda alcanzarles ningún mal? ¿Por qué se limitan a mirar y escuchar y se niegan a hablar? Enkil sólo se mueve cuando alguien trata de apartar de su lado a Akasha: sólo entonces descarga golpes y aplasta a sus enemigos como un coloso de piedra que hubiese cobrado vida. ¡Te aseguro que, cuando los coloqué en la arena, no trataron de salvarse a sí mismos! ¡Se quedaron mirando el río mientras yo huía!

»—¡Lo hiciste para ver qué sucedía, para ver si eso les haría moverse!

»—¡Fue para liberarme! Para decir: “Ya no os seguiré guardando. Moveos, hablad”. Para ver si era cierta la vieja historia y, en caso afirmativo, si las llamas nos consumían a todos.

»Con esto, el Viejo pareció quedar exhausto. Con voz débil, añadió finalmente:

»—No puedes llevarte a la Madre y al Padre. ¡Cómo has podido pensar que te permitiría hacerlo! A ti, que quizá no alcances el siglo, que has huido de las obligaciones del bosque. Tú ignoras en realidad quiénes son la Madre y el Padre. Has oído más de una mentira de mis labios.

»—Tengo que decirte una cosa —le interrumpí—. Ahora eres libre. Sabes que no somos dioses, y tampoco hombres. No servimos a la Madre Tierra porque no comemos sus frutos y no descendemos normalmente a su seno. No pertenecemos a ella. Y yo dejo Egipto sin ninguna otra consideración contigo, y los llevo conmigo porque es lo que me han pedido que hiciera y porque no consentiré que ni ellos ni yo seamos destruidos.

»De nuevo, pareció desconcertado. ¿Cómo me lo habían pedido? Sin embargo, no le salieron las palabras; de pronto, se mostró enfurecido, lleno de odio y de lóbregos secretos que yo no podía ni siquiera imaginar. El Viejo tenía una mente tan instruida como la mía, pero conocía cosas sobre nuestros poderes que yo no podía sospechar. En mi vida mortal no había matado nunca a nadie. No sabía cómo dar muerte a un ser vivo, salvo bajo el impulso de mi reciente y despiadada necesidad de sangre.

»Él, en cambio, sabía utilizar su fuerza sobrenatural. Cerró los ojos hasta que sólo fueron dos rendijas y su cuerpo se puso en tensión, irradiando una sensación de peligrosidad.

»Se acercó a mí y sus intenciones le precedieron; en un instante, me incorporé del lecho y me encontré tratando de protegerme de sus golpes. El Viejo me agarró por el cuello y me arrojó contra la pared de piedra, aplastándome los huesos del hombro y del brazo derecho. En un instante de exquisito dolor, supe que iba a estallarme la cabeza contra la piedra y a quebrarme todos los miembros, y que luego me vertería el aceite de la lámpara y me prendería fuego. Así lograría hacerme desaparecer de su eternidad privada, como si yo nunca hubiera conocido aquellos secretos ni me hubiera atrevido a entrometerme.

»Me defendí luchando como no lo había hecho nunca, pero mi brazo lesionado era un ascua de dolor y mis fuerzas eran tan inferiores a las del Viejo como las tuyas en comparación con las mías. Sin embargo, en lugar de agarrarme a sus manos mientras éstas se cerraban en torno a mi cuello, en lugar de seguir el impulso instintivo de intentar desasirme, lo que hice fue alzar las manos y hundirle los pulgares en los ojos. Aunque el brazo me ardía de dolor, puse todas mis fuerzas en hundirle los ojos contra el fondo de la órbita.

»El Viejo me soltó con un alarido. La sangre le corrió por el rostro. Me desembaracé de él y corrí hacia la puerta del jardín. Seguía sin poder respirar debido a la presión que había ejercido sobre mi garganta y, mientras me sujetaba el brazo inútil, vi por el rabillo del ojo algo que me dejó confuso: era un gran remolino de polvo y tierra que se elevaba del jardín, llenando el aire de una especie de humo. Tropecé con el dintel de la puerta, perdiendo el equilibrio, como si una ráfaga de viento me hubiese impulsado; cuando volví la cabeza, advertí que el Viejo venía tras de mí, con los ojos brillando todavía, aunque ahora lo hacían desde el fondo de sus cuencas. Me estaba maldiciendo en egipcio. Estaba amenazándome con llevarme al inframundo, en compañía de los demonios, sin que nadie me llorara.

»Pero, acto seguido, su rostro se convirtió en una helada máscara de miedo. Se detuvo instantáneamente y su expresión de alarma resultó casi cómica.

»Y entonces descubrí qué estaba viendo mi adversario. Era la figura de Akasha, que pasó junto a mí por mi derecha. El sudario de tela aparecía desgarrado en la parte de la cabeza y también había liberado los brazos, y estaba cubierta de la tierra arenosa del jardín. Sus ojos mantenían la misma mirada inexpresiva de siempre y Akasha los clavó lentamente en el Viejo, acercándosele aún más porque él no podía moverse para ponerse a salvo.

»El Viejo cayó de rodillas, balbuciendo algo en egipcio, primero en un tono de desconcierto y luego presa de un miedo incoherente. Y Akasha continuó avanzando, dejando tras de sí un reguero de arena y de retales de tela, pues, con cada lento paso que daba, el improvisado sudario se desgarraba. El viejo apartó la mirada y cayó de bruces; se apoyó en las manos y empezó a andar a gatas, como si la figura de la mujer le impidiera, mediante alguna fuerza invisible, volver a ponerse en pie. Sin duda, eso era precisamente lo que estaba haciendo Akasha, pues el Viejo terminó por yacer en el suelo boca abajo, con los codos apuntando hacia el techo e incapaz de moverse.

»Lenta y pausadamente, Akasha le pisó la parte posterior de la rodilla derecha, aplastándola bajo su poderoso pie hasta que la sangre asomó debajo de su talón. Y con el siguiente paso le aplastó la pelvis mientras él lanzaba un rugido como una fiera, y la sangre brotó a borbotones de la zona destrozada. El pie de Akasha descendió después sobre su hombro y, por último, sobre su cabeza, que estalló bajo su peso como si fuera una bellota. La sangre manó de lo que quedaba del Viejo, cuyos restos seguían retorciéndose.

»Akasha se volvió y no advertí en ella el menor cambio de expresión, como si no diera la menor importancia a lo que había hecho con él. Parecía indiferente incluso a aquel solitario y aterrado testigo de lo sucedido, encogido de miedo contra la pared. La vi caminar arriba y abajo sobre los restos del Viejo con el mismo paso lento y fácil aplastándolos hasta convertirlos en un absoluto amasijo.

»Lo que quedaba de él no era ni siquiera una forma humana, sino una mera masa sanguinolenta sobre el suelo, pero ésta seguía palpitando y burbujeando, seguía hinchándose y contrayéndose como si aún hubiera vida en ella.

»Me quedé petrificado al comprender que, efectivamente, aquellos restos aún seguían vivos y que era aquello lo que podía significar la inmortalidad.

»Pero Akasha había dejado de pisar los restos y se volvió hacia la izquierda con la misma lentitud con que lo haría una estatua sobre un torno. Levantó una mano y la lámpara que tenía junto al lecho se alzó, voló por los aires y cayó sobre la masa sanguinolenta. La llama prendió rápidamente el aceite en la caída.

»Los restos del Viejo se encendieron como si fueran grasa. Las llamas danzaban de un extremo a otro de la masa oscura, la sangre parecía alimentar el fuego, y el humo era acre, aunque sólo despedía el olor del aceite.

»Yo estaba de rodillas, con la cabeza contra el costado del umbral de la puerta, más cerca de perder el conocimiento de puro espanto que en ningún momento de mi vida. Contemplé cómo el Viejo ardía hasta quedar reducido a nada. Y vi a Akasha en pie, al otro lado de las llamas, sin mostrar en su rostro el más leve rastro de inteligencia, de triunfo o de voluntad.

»Contuve la respiración, esperando que sus ojos se volvieran hacia mí. Pero no lo hicieron. Y, mientras el momento se prolongaba y el fuego empezaba a morir, me di cuenta de que Akasha había dejado de moverse. Había regresado al estado de absoluto silencio y quietud que todos los demás habían considerado natural en ella.

»La estancia había quedado a oscuras. El fuego se había consumido. El olor del aceite quemado me produjo náuseas. Con el sudario desgarrado, Akasha parecía un fantasma egipcio, inmóvil ante las brasas resplandecientes. El mobiliario dorado que brillaba a la luz del cielo guardaba, pese a su aire romano, cierto parecido a los delicados objetos de una cámara mortuoria para reyes.

»Me puse en pie y noté el dolor lacerante en el hombro y el brazo. Me di cuenta de que la sangre corría ya a curar la herida, pero ésta era considerable. No supe cuánto tiempo tardaría en sanar.

»Sí sabía, en cambio, que, si bebía de ella, la curación sería mucho más rápida, casi instantánea, y podríamos emprender viaje y dejar Alejandría aquella misma noche. Yo me encargaría de llevarla muy lejos de Egipto.

»Entonces advertí que era ella quien me estaba diciendo tales cosas. Sus palabras, lejanísimas, llegaban hasta mí y yo las absorbía sensualmente.

»Y respondí a su propuesta: He viajado por todo el mundo y te llevaré a lugares seguros. Pero una vez más pensé que tal vez aquel diálogo era sólo producto de mi imaginación y que me estaba volviendo completamente loco, consciente de que aquella pesadilla no terminaría nunca jamás, si no era en fuegos como aquél, consciente de que ni la vejez ni la muerte natural acallarían nunca mis temores ni calmarían mis dolores, como un día había esperado que sucedería.

»Pero también eso dejó de importar. Lo importante era que estaba a solas con ella y que, en aquella oscuridad, Akasha hubiera podido ser una mujer mortal, una joven diosa humana llena de vitalidad y de deliciosas palabras, ideas y sueños.

»Me acerqué más a ella y me pareció entonces que era, en efecto, esa criatura dócil y complaciente. Y una voz interior me dijo que sabía algo de ella, algo que esperaba ser recordado, ser disfrutado. Pero tuve miedo. Akasha podía hacerme lo mismo que al Viejo. No: era absurdo. No lo haría. Ahora, yo era su guardián y ella jamás consentiría que nadie me hiciera daño. No. Debía tenerlo presente. Y me aproximé más y más, hasta que mis labios casi rozaron su cuello bronceado, y todo quedó decidido cuando noté la presión firme y fría de su mano en mi nuca.

13

»No intentaré describir el éxtasis que sentí, pues ya lo conoces. Lo experimentaste al tomar la sangre de Magnus. Y volviste a conocerlo cuando te di la sangre en El Cairo. Lo experimentas cada vez que matas, y entenderás a qué me refiero si te digo que era esa misma sensación, pero mil veces más intensa.

»No vi ni oí ni sentí nada salvo una felicidad completa, una satisfacción absoluta.

»Me encontré en otros lugares, en otros salones de hace mucho tiempo, y se oían voces y se estaban perdiendo batallas. Alguien lanzaba gritos agónicos. Alguien gritaba palabras que reconocí y no reconocí: No comprendo. No comprendo. Se abrió un gran pozo de oscuridad y llegó la invitación a caer y caer, y ella suspiró y dijo: No puedo seguir luchando.

»Entonces desperté, y me encontré acostado en el lecho. Akasha seguía en el centro de la alcoba, inmóvil como antes; la noche estaba ya avanzada, y la ciudad de Alejandría, dormida, murmuraba a nuestro alrededor.

»Y conocí multitud de cosas más.

»Conocí tantas cosas que, si me hubiesen sido confiadas en palabras mortales, habría necesitado horas, si no días, para escucharlas. Y no tenía la menor idea del tiempo que había transcurrido.

»Supe que miles de años antes había habido grandes disputas entre los Bebedores de la Sangre y que, desde su primera creación, muchos de ellos se habían convertido en crueles e irreverentes portadores de muerte. Al contrario que los benignos amantes de la Buena Madre que ayunaban y luego bebían los sacrificios destinados a ella, esos otros eran ángeles de la muerte que podían caer sobre cualquier víctima en cualquier momento, exultantes en el convencimiento de ser parte del ritmo de todas las cosas en el cual ninguna vida humana individual tiene importancia, en el cual la vida y la muerte son iguales… y de estar en su derecho de causar muertes y sufrimientos como les viniera en gana.

»Y esos dioses terribles contaban con sus devotos adoradores entre los hombres, con esclavos humanos que les proveían de víctimas y temblaban de pavor en el momento en que ellos mismos caían bajo el capricho del dios.

»Dioses de ese género habían reinado en la antigua Babilonia y en Asiria, y en ciudades olvidadas desde hacía mucho tiempo, y en la India remota y en países cuyos nombres no entendí.

»Y entonces, allí tendido en el lecho y desconcertado por las imágenes, comprendí que tales dioses habían entrado a formar parte de aquel mundo de Oriente que era ajeno al orbe romano en el que yo había nacido. Eran parte del mundo de los persas, cuyos hombres eran abyectos esclavos de su rey, en tanto que los griegos que les habían combatido eran hombres libres.

»Pese a todas las crueldades y excesos, incluso el campesino más humilde tenía un valor para los romanos. La vida tenía un valor entre nosotros. Y la muerte no era más que el fin de la vida, un hecho que debía afrontarse con valentía cuando el honor no dejaba otra opción. Para nosotros, no había grandeza en la muerte. De hecho, no creo que la muerte fuera nada especial para un romano. Desde luego, no era un estado preferible a la vida.

»Y aunque Akasha me había revelado la existencia de tales dioses en todo su esplendor y misterio, los encontré repulsivos. Ni entonces ni nunca podría aceptarlos y tuve la certeza de que las filosofías que procedían de ellos o les justificaban, jamás serían la excusa de las muertes que yo causara, ni me proporcionarían consuelo como Bebedor de la Sangre. Mortal o inmortal, yo pertenecía a Occidente y me gustaban las ideas de Occidente. Y debería sentirme siempre culpable de mis actos.

»Con todo, fui testigo del poder de esos dioses, de su incomparable atractivo. Gozaban de una libertad que yo no conocería nunca. Y vi su desprecio hacia todos los que les retaran. Y los vi llevar sus radiantes coronas en el panteón de otros países.

»Los vi acudir a Egipto para robar la sangre original y todopoderosa del Padre y de la Madre, y para cerciorarse de que el Padre y la Madre no se quemaban a sí mismos para poner fin al reinado de aquellos dioses oscuros y terribles cuyo objetivo era acabar con todos los dioses benéficos.

»Y vi a la Madre y al Padre hechos prisioneros, encerrados en una cripta subterránea, incrustados en unos bloques de diorita y granito comprimidos contra sus cuerpos que sólo dejaban al descubierto sus rostros y sus cuellos. De esta manera, los dioses siniestros pudieron introducir en la Madre y el Padre la sangre humana que éstos no podían soportar y, contra la voluntad de ambos, tomar de sus cuellos la poderosa sangre. Y todos los dioses oscuros del mundo acudieron a beber de aquélla, la más antigua de las fuentes.

»El Padre y la Madre lanzaban gritos de sufrimiento y suplicaban que les liberasen, pero nada de ello afectaba a los dioses oscuros, que se regocijaban ante aquella agonía y la disfrutaban como si bebieran sangre humana. Los dioses oscuros llevaban cráneos humanos colgados de la cintura, y sus ropas estaban teñidas de sangre humana. La Madre y el Padre rechazaron los sacrificios, pero eso sólo hizo que aumentara su impotencia. Se negaron a ingerir la misma sustancia que les habría proporcionado la fuerza suficiente para mover las piedras y para desplazar los objetos con el simple pensamiento.

»No obstante, pese a todo, su fuerza aumentó.

»Transcurrieron años y años de aquel tormento, de guerras entre los dioses, de combates entre sectas de adeptos a la vida y de partidarios de la muerte. Incontables años hasta que, finalmente, la Madre y el Padre cayeron en el silencio y no quedó nadie en la Tierra que recordara haberles visto suplicar, resistirse o hablar. Llegó un tiempo en que nadie guardaba ya recuerdo de quién había aprisionado a la Madre y al Padre, ni de la razón por la que la pareja no debía ser liberada jamás. Algunos no creían siquiera que la Madre y el Padre fueran los verdaderos, o que su inmolación pudiera perjudicar a nadie más. Eso era sólo una vieja leyenda.

»Y durante todo ese tiempo, Egipto fue Egipto, y su religión, preservada del contacto con otras, evolucionó finalmente hacia la fe en la conciencia y en el juicio después de la muerte de todos los seres, ricos y pobres, y en la existencia del bien en la Tierra y de la vida después de la muerte.

»Entonces, llegó la noche en que la Madre y el Padre fueron encontrados libres de su prisión, y sus cuidadores comprendieron que únicamente ellos habían podido mover las piedras. En silencio, la fuerza de ellos había aumentado por encima de cualquier medida. Sin embargo, permanecían como estatuas, abrazados en medio de la cámara sucia y oscura donde habían permanecido guardados durante siglos. Ambos estaban desnudos y envueltos en un leve resplandor, pues todas sus ropas se habían podrido hacía mucho tiempo.

»Cuando bebían —si lo hacían— la sangre de las víctimas ofrecidas, se movían con la pereza de un reptil en invierno, como si el tiempo hubiera cobrado un sentido absolutamente distinto y, para ellos, un año fuera una noche y un siglo fuera un año.

»Y la antigua religión, ajena tanto a Oriente como a Occidente, siguió tan firme como siempre. Los Bebedores de la Sangre continuaron siendo símbolos benéficos, la imagen luminosa de la vida en el otro mundo que incluso el alma egipcia más humilde podía llegar a disfrutar.

»En esos últimos tiempos, los únicos sacrificios debían ser de malhechores. De este modo, los dioses arrancaron el mal de las gentes y las protegieron, y la voz silenciosa del dios consolaba a los débiles y les contaba las verdades aprendidas por él durante su ayuno: que el mundo estaba lleno de una constante belleza y que ningún alma está realmente sola en él.

»La Madre y el Padre fueron guardados en el más bello de todos los santuarios, y los dioses acudieron a ellos y, con su consentimiento, tomaron de ellos unas gotas de su preciosa sangre.

»Pero, por esa época, empezó a suceder lo imposible. Egipto estaba llegando a su fin. Todo lo que se había creído inmutable estaba a punto de ser cambiado por completo. Alejandro Magno había llegado, los Ptolomeos eran los gobernantes, Julio César y Marco Antonio… Todos ellos fueron rudos y extraños protagonistas de aquel drama que era, sencillamente, El Final de Todo Aquello.

»Y, finalmente, llegó el siniestro y cínico Viejo, el inicuo, el frustrado, que había dejado al sol a la Madre y al Padre.

»Me incorporé del lecho y permanecí de pie en mitad de aquella alcoba de Alejandría contemplando la figura de Akasha, inmóvil y de mirada fija, y la tela manchada de tierra que la cubría me pareció un insulto. Y la cabeza me dio vueltas con la vieja poesía. Me sentí rebosante de amor.

»Ya no sentía en mi cuerpo ningún dolor tras la lucha con el Viejo. Los huesos se habían recuperado. Hinqué la rodilla y besé los dedos de la mano derecha de Akasha, que le colgaba al costado. Alcé la mirada y la vi observándome, con la cabeza ladeada, y en su rostro se formó por un instante la expresión más extraña; una expresión que parecía tan pura en su sufrimiento como la felicidad que yo acababa de experimentar. Luego, con gran lentitud, con inhumana lentitud, la cabeza recuperó su posición habitual, mirando al frente, y en aquel instante comprendí que había visto y conocido cosas que el Viejo no había descubierto jamás.

»Mientras envolvía en un nuevo sudario su cuerpo, me sentí en trance. Sentí más que nunca la obligación de cuidar de ella y de Enkil, y el horror de la muerte del Viejo siguió asaltando mi mente a cada instante, y la sangre que me había dado Akasha había acrecentado no sólo mi fuerza física, sino también mi euforia.

»Durante los preparativos para abandonar Alejandría, supongo que acaricié la idea de ver despertar a Enkil y Akasha, de que en los años futuros lograrían recobrar toda la vitalidad de la que fueron privados entonces y nos conoceríamos de forma tan íntima y pasmosa que todos aquellos sueños de conocimiento y experiencia que me proporcionaba la sangre palidecerían a su lado.

»Mis esclavos habían regresado hacía rato con los caballos y los carros para el viaje, los sarcófagos de piedra y las cadenas y candados que les había ordenado traer. Les hice aguardar fuera de la casa, coloqué en el interior de los sarcófagos de piedra los ataúdes con forma de momia que contenían a la Madre y al Padre, los subí al carro, uno junto a otro, y los cubrí con cadenas y candados y gruesas mantas. Después, emprendimos la marcha en dirección a la puerta del templo subterráneo de los dioses, camino de las puertas de la ciudad.

»Cuando llegamos al templo, dejé a mis esclavos con órdenes terminantes de dar la alarma a gritos si alguien se acercaba y, con un saco de cuero en la mano, me adentré en el templo hasta la biblioteca del Viejo. Una vez allí, metí en el saco todos los rollos de papiro que encontré. Cogí hasta el último fragmento de escrito transportable que contenía el lugar, deseando poder llevarme también los grabados de las paredes.

»Percibí la presencia de otros en las cámaras, pero estaban demasiado asustados para salir a la vista. Por supuesto, todos ellos sabían que había robado a la Madre y al Padre. Y, probablemente, conocían la muerte del Viejo.

»No me importaba. Iba a abandonar el viejo Egipto y llevaba conmigo la fuente de nuestro poder. Y era joven, alocado y ardiente.

»Cuando finalmente alcancé Antioquía, la gran y maravillosa ciudad a orillas del Orontes que rivalizaba con Roma en población y belleza, leí todos aquellos papiros y hablaban de todo aquello que Akasha me había revelado.

»Y ella y Enkil tuvieron el primero de los muchos santuarios que iba a construirles a lo largo de toda Asia y Europa, y ellos supieron que yo les cuidaría siempre, y yo supe que ellos no permitirían que me sucediera ningún mal.

»Muchos siglos más tarde, cuando el grupo de los Hijos de las Tinieblas me prendió fuego en Venecia, estaba demasiado lejos de Akasha para que me rescatara, o, de lo contrario, habría acudido en mi ayuda. Y cuando al fin llegué al santuario, conociendo perfectamente la agonía que habían padecido los dioses expuestos al sol, bebí de su sangre hasta que estuve curado.

»Pero, al término del primer siglo que pasé con ellos en Antioquía, ya desesperaba de que alguna vez “volvieran a la vida”. Su inmovilidad y su silencio eran casi tan permanentes como lo son hoy. Sólo la piel cambió visiblemente con el paso de los años, desapareciendo de ella el daño producido por el sol hasta que recuperó su aspecto de alabastro.

»Pero, para cuando me di cuenta de todo esto, ya estaba profundamente dedicado a observar el acontecer de la ciudad y el cambio de los tiempos. Estaba locamente enamorado de una hermosa cortesana griega de cabellos castaños, llamada Pandora, que poseía los brazos más deliciosos que he visto nunca en un ser humano; ella supo qué era yo desde el momento en que puso sus ojos en mí y me dedicó su tiempo, seduciéndome y deslumbrándome hasta conseguir de mí que la incorporara a la magia, momento en el cual se le permitió beber la sangre de Akasha y convertirse en una de las criaturas sobrenaturales más poderosas que he conocido nunca. Doscientos años pasé con Pandora, amándonos y peleándonos. Pero ésta es otra historia.

»Tengo un millón de historias que podría contarte sobre los siglos que he vivido desde entonces, sobre mis viajes de Antioquía a Constantinopla, de vuelta a Alejandría y a la India, y de allí otra vez a Italia, y de Venecia a las frías tierras altas de Escocia y luego a esta isla del Egeo donde estamos ahora.

»Podría hablarte de los ligeros cambios experimentados por Akasha y Enkil a lo largo de los años, de las cosas desconcertantes que hacen y de los misterios que dejan sin resolver.

»Tal vez una noche del remoto futuro, cuando vuelvas a mí, te hable de los otros inmortales que he conocido, de los que fueron hechos como yo por los últimos de los dioses que sobrevivieron en varias tierras, algunos de ellos servidores de la Madre y otros entre aquellos dioses terribles del Oriente.

»Te hablaré entonces de cómo Mael, mi pobre sacerdote druida, logró beber finalmente la sangre de un dios herido y en ese instante perdió toda su fe en la antigua religión, pasando a convertirse en un inmortal vagabundo, perdurable y peligroso, como cualquiera de nosotros. Te contaré cómo se difundieron por el mundo las leyendas de Los Que Deben Ser Guardados. Y de las veces que otros inmortales han tratado de quitármelos por orgullo o por puro afán de destrucción, en un intento por acabar con todos nosotros.

»Sabrás de mi soledad, de los otros que creé, y del fin que tuvieron. De cómo me refugié en el seno de la tierra con Los Que Deben Ser Guardados y resurgí de ella gracias a su sangre, para seguir viviendo durante varias existencias mortales antes de volver a enterrarme. Te hablaré de los otros verdaderamente eternos a los que sólo veo de vez en cuando, de la última vez que vi a Pandora en la ciudad de Dresde, en compañía de un poderoso y depravado vampiro de la India, y de cómo se pelearon y se separaron, y de cómo encontré demasiado tarde una carta suya en la que me rogaba que acudiera a verla en Moscú, un frágil pedazo de papel que había caído al fondo de una bolsa de viaje repleta de cosas. Demasiadas cosas, demasiadas historias, historias con moraleja y sin ella…

»Pero ya te he contado las más importantes: cómo entré en posesión de Los Que Deben Ser Guardados, y quiénes somos realmente.

»Y, ahora, lo fundamental es que comprendas bien esto:

»Cuando el Imperio Romano llegó a su fin, todos los viejos dioses del mundo pagano fueron considerados demonios por el Cristianismo dominante. Con el paso de los siglos, fue inútil decirles que su Cristo no era más que otro Dios de los Bosques, que moría y resucitaba igual que habían hecho Dioniso y Osiris antes que él, y que la Virgen María era, en realidad, una advocación más de la Buena Madre. La suya era una nueva era de fe y convicción y en ella nos convertimos en demonios, fuimos apartados de sus creencias igual que el antiguo conocimiento fue olvidado o mal interpretado.

»Pero así había de suceder. Los sacrificios humanos habían horrorizado a los griegos y romanos. Yo mismo, como te he contado, había considerado espantoso que los celtas quemaran sus malhechores al dios en los colosos de madera. Lo mismo pensaron los cristianos. Entonces, ¿cómo podíamos ser considerados buenos nosotros, dioses que nos alimentábamos de sangre humana?

»Pero la auténtica corrupción de nuestra naturaleza llegó cuando los Hijos de las Tinieblas se convencieron de que, efectivamente, servían a ese demonio cristiano y, al igual que los dioses terribles de Oriente, trataron de dar valor al mal, de creer en su poder en el desarrollo de las cosas, y quisieron concederle un lugar adecuado en el mundo.

»Atiende bien a lo que te digo: Nunca ha existido un lugar adecuado para el mal en el mundo de Occidente. Jamás ha existido una aceptación fácil de la muerte.

»Por violentos que hayan sido los siglos desde la caída de Roma, por terribles que hayan sido las guerras, las persecuciones y las injusticias, el valor otorgado a la vida humana no ha hecho sino aumentar.

»Incluso la Iglesia ha erigido estatuas y cuadros de su Cristo ensangrentado y de sus mártires torturados, manteniendo la creencia de que tales muertes, tan bien usadas por los fieles, sólo podían haber venido de manos de enemigos, y no de los propios sacerdotes divinos.

»Es la creencia en el valor de la vida humana lo que ha causado que la cámara de torturas y la hoguera y los métodos de ejecución más horrendos hayan sido abandonados en toda Europa en la época actual. Y es esa fe en el valor de la vida humana lo que arranca hoy al hombre de la monarquía para proclamar la república en América del Norte y en Francia.

»Y, así, estamos de nuevo en el punto álgido de una era atea, una era en que la fe cristiana está perdiendo su dominio, como el paganismo perdió un día el suyo, sólo para seguir desarrollando el viejo rito en una nueva forma. Quizá surja ahora una nueva religión. Tal vez el hombre, sin ella, se hunda en el cinismo y el egoísmo porque tiene verdadera necesidad de sus dioses.

»Pero tal vez suceda algo más maravilloso: que el mundo avance de verdad, que deje atrás todos los dioses y diosas, todos los ángeles y demonios. En un mundo así, Lestat, nos quedará menos sitio del que hemos tenido nunca.

»Todas las historias que te he contado son, finalmente, tan inútiles como ese antiguo conocimiento lo es para el hombre y para nosotros mismos. Sus imágenes y su poesía pueden ser hermosas. Puede causarnos escalofríos con la constancia de cosas que siempre habíamos sospechado o sentido. Puede remontarse a tiempos en que la Tierra era nueva para el hombre, y llena de prodigios. Pero siempre volvemos a cómo es la Tierra ahora.

»Y, en este mundo, el vampiro sólo es un Dios Oscuro. Es un Hijo de las Tinieblas. No puede ser otra cosa. Y si ejerce algún poder de seducción sobre la mente de los hombres, se debe sólo a que la imaginación humana es un lugar secreto de recuerdos primitivos y deseos inconfesados. La mente de cada hombre es un Jardín Salvaje, por usar tus palabras, en el que surge y desaparece todo tipo de criaturas, en el que se cantan himnos y se imaginan cosas que, finalmente, deben ser condenadas y reprobadas.

»Pero los hombres nos aman cuando llegan a conocernos. Nos aman incluso hoy. A las gentes parisienses les encanta lo que ven en el escenario del Teatro de los Vampiros. Y los que han visto tu figura caminando por las salas de bailes del mundo, el pálido y mortal señor de la capa de terciopelo, te han adorado a su manera.

»Se estremecen de emoción ante la posibilidad de la inmortalidad, ante la posibilidad de que un ser hermoso y espléndido pueda ser absolutamente perverso, pueda percibir y conocer todas las cosas y, pese a ello, escoger voluntariamente dar satisfacción a su oscuro apetito. Tal vez desean poder ser esa criatura exquisitamente maléfica. Qué sencillo parece todo. Y es esa sencillez lo que buscan.

»Pero concédeles el Don Oscuro y sólo uno entre una multitud no se sentirá tan desdichado como tú.

»¿Qué puedo decir, finalmente, que no confirme tus peores temores? He vivido más de dieciocho siglos y te aseguro que la vida no nos necesita. Nunca he tenido un verdadero objetivo. No existe ningún lugar para nosotros.

14

Marius hizo una pausa.

Apartó la vista de mí por primera vez y la volvió hacia el cielo, más allá de las ventanas, como si escuchara unas voces en la isla que yo no podía oír.

—Tengo algunas cosas más que decirte —anunció—, cosas importantes, aunque no son más que cuestiones prácticas… —Se distrajo unos momentos—. Y están las promesas que debo exigir… —añadió por último.

Tras esto, quedó en silencio, con una expresión en el rostro muy similar a la de Akasha y Enkil.

Había mil preguntas que quería hacerle. Pero, más importante tal vez, había mil frases pronunciadas por él que quería repetir, como si tuviera que decirlas en voz alta para entenderlas del todo. Si decía algo, seguro que serían incoherencias.

Apoyé la espalda en el frío brocado del sillón, con las manos juntas y los dedos apuntando hacia arriba, y fijé la vista delante de mí, como si su narración estuviera desplegada allí para permitirme releerla. Pensé en la veracidad de sus afirmaciones sobre el bien y el mal, y en lo que me habría horrorizado y disgustado que intentara convencerme de que la filosofía de aquellos dioses terribles de Oriente era legítima, de que podíamos, de algún modo, vanagloriarnos de lo que hacíamos.

Yo también era hijo de Occidente y toda mi breve existencia había luchado con la incapacidad occidental para aceptar el mal y la muerte.

Pero, por debajo de todas estas consideraciones, subsistía el hecho abrumador de que Marius podía aniquilarnos a todos destruyendo a Akasha y a Enkil. Marius podía quemar a todos y cada uno de los vampiros que existíamos si exponía al fuego a Akasha y a Enkil, y con ello libraría al mundo de una vieja, decrépita e inútil forma de maldad. O así parecía.

Y estaba el horror de los propios Akasha y Enkil… ¿Qué podía decir a esto?, sino que también yo había notado el primer destello de aquello que una vez había sentido Marius: que podría despertarles, que podría hacerles hablar otra vez, que conseguiría hacerles moverse. O, más exactamente, al verles había tenido la sensación de que alguien debía y podía hacerlo. Alguien podía acabar con su sueño de ojos abiertos.

¿Y qué serían, si alguna vez volvían a caminar y a hablar? Una pareja de antiguos monstruos egipcios. ¿Qué harían?

—De pronto, vi seductoras ambas posibilidades: despertarlos o destruirlos. Ambas ideas eran tentadoras. Deseé penetrar y comunicarme con ellos, pero comprendí la irresistible locura de querer destruirlos. De salir con ellos a una luz cegadora que se llevara consigo a toda nuestra raza condenada.

Ambas opciones tenían que ver con el poder. Y con el triunfo sobre el paso del tiempo.

—¿No sientes nunca tentaciones de hacerlo? —pregunté, y en mi voz había dolor. Me pregunté si me escucharían desde su profunda cripta.

Marius volvió en sí de su atenta escucha, me miró y movió la cabeza. No.

—¿Aunque sepas mejor que nadie que no hay lugar para nosotros?

De nuevo, sacudió la cabeza. No.

—Soy inmortal —declaró—, verdaderamente inmortal. Para ser completamente sincero, si existe algo que pueda matarme ahora, no sé qué pueda ser. Pero no se trata de eso. Yo deseo continuar. Ni siquiera pienso en lo contrario. Soy una conciencia continuada en mí mismo, la inteligencia que añoré durante tantos años cuando era mortal, y sigo tan amante como siempre del gran progreso de la humanidad. Quiero ver qué sucede ahora que el mundo ha vuelto a cuestionarse sus dioses. ¡Bah!, no me dejaría convencer para cerrar los ojos en esta época por ninguna razón.

Asentí, comprensivo.

—Pero no sufro lo que tú —continuó—. Incluso en ese bosque de las Galias donde fui convertido en esto, yo no era joven. Desde entonces he estado solo, he conocido casi la locura, y una angustia indescriptible, pero jamás he sido inmortal y joven a un tiempo. He hecho una y otra vez lo que a ti aún te queda por hacer… lo que deberá apartarte de mí muy pronto.

—¿Apartarme? Pero yo no quiero…

—Tendrás que irte, Lestat —insistió él—. Y muy pronto, como he dicho. No estás preparado para quedarte aquí conmigo. Ésta es una de las cosas más importantes que me quedaban por decirte y tienes que prestarle la misma atención que cuando escuchabas el resto del relato.

—Marius, no puedo imaginar dejarte ahora. Ni siquiera…

De pronto, sentí cólera. ¿Por qué me había llevado allí, para echarme ahora? Recordé las advertencias de Armand, de que sólo encontrábamos comunión con los antiguos, no con los creados por nosotros. Y yo había encontrado a Marius. Pero esto eran meras palabras que no alcanzaban a tocar mis sentimientos más profundos, el súbito abatimiento y el temor a la separación.

—Escúchame —dijo él con suavidad—. Antes de que los galos me raptaran, yo había gozado de una buena vida, más larga que la de muchos hombres por aquellos tiempos. Y, después de llevarme de Egipto a Los Que Deben Ser Guardados, volví a llevar en Antioquía, durante muchos años, la existencia propia de un estudioso romano. Tuve una casa, esclavos y el amor de Pandora. Teníamos una vida en la ciudad y éramos espectadores de cuanto sucedía. Y, gracias a haber desarrollado esa vida, tuve la fuerza necesaria para vivir otras a continuación. Tuve las energías precisas para convertirme en parte del mundo veneciano, como bien sabes. Y para gobernar esta isla como lo hago. Tú, como tantos que terminan en el fuego o expuestos al sol en poco tiempo, has carecido de una auténtica vida en tus años de mortal.

»Como joven mortal, apenas saboreaste la vida real durante seis meses en París. Como vampiro has sido un merodeador, un intruso que hechizaba casas y otras vidas en tu vagar de sitio en sitio.

»Si quieres sobrevivir, es preciso que vivas una existencia completa lo antes posible. No hacerlo podría representar perderlo todo, caer en la desesperación, enterrarse de nuevo y no volver a salir nunca más. O, peor aún…

—Lo comprendo. Lo deseo —le interrumpí—. Y, sin embargo, en París me ofrecieron esa existencia, cuando me propusieron que me quedara en el teatro, no pude aceptarla.

—No era el lugar adecuado para ti. Además, el Teatro de los Vampiros es un aquelarre, una reunión de vampiros. No es el mundo real, como tampoco lo es esta isla donde me refugio. Además, allí te habían sucedido demasiados horrores.

»En cambio, en este desconocido Nuevo Mundo al que te diriges, en esa pequeña ciudad bárbara llamada Nueva Orleans, podrás incorporarte al mundo mejor que en ninguna parte. Podrás establecerte como un mortal, igual que tantas veces has intentado hacer en tus andanzas con Gabrielle. Allí no habrá viejas asambleas que te molesten, ni vampiros clandestinos que traten de eliminarte por puro miedo. Y cuando crees a otros, cosa que harás, movido por tu soledad, créalos y consérvalos lo más humanos que puedas. Mantenlos cerca de ti como miembros de una familia, no como miembros de una de estas asambleas, y comprende la época en que vives, el transcurso de las décadas. Fíjate en el estilo de las prendas que adornen tu cuerpo, en la decoración de la morada donde pases tus horas de ocio, en el lugar donde buscas tus presas. ¡Ten siempre presente qué significa percibir el paso del tiempo!

—Sí, y sentir el dolor de ver morir las cosas… —añadí.

Era todo aquello contra lo que me había prevenido Armand.

—Desde luego. Estás hecho para triunfar sobre el tiempo, no para huir de él. Y sufrirás en tu corazón por tener que guardar el secreto de tu condición de monstruo y por tu obligación de dar muerte. Quizá trates de alimentarte sólo de malhechores para aplacar tu conciencia, y tal vez lo consigas, o tal vez no, pero puedes llegar muy cerca de la vida, a condición, solamente, de que mantengas el secreto de lo que eres. Estás creado para rondar cerca de los mortales, como tú mismo dijiste una vez a los miembros de la vieja asamblea de vampiros de París. Estás hecho a imitación del hombre.

—Lo deseo. Lo quiero de verdad…

—Entonces, sigue mis consejos. Y ten presente una cosa más: la eternidad no es otra cosa, en realidad, que el desarrollo de una vida humana detrás de otra. Por supuesto, puede haber largos períodos de retiro, períodos de adormecimiento o de mera contemplación. Pero una y otra vez nos lanzamos a la corriente y nadamos en ella todo el tiempo que podemos, hasta que el tiempo o la tragedia nos hunde como hace con los mortales.

—¿Volverás a hacerlo tú? ¿Dejarás algún día este retiro y te lanzarás a la corriente?

—Rotundamente, sí. Cuando se presente el momento oportuno. Cuando el mundo vuelva a ser tan interesante que me resulte irresistible. Entonces recorreré las calles de las ciudades. Tomaré un nombre. Haré cosas.

—¡Entonces, ven ahora, conmigo!

¡Ah!, el eco doloroso de las palabras de Armand. Y de la vana súplica de Gabrielle, diez años después.

—Es una invitación más tentadora de lo que supones —respondió Marius—, pero te causaría un gran perjuicio si te acompañara. Me interpondría entre el mundo y tú. No podría evitar hacerlo.

Moví la cabeza y aparté la vista, lleno de amargura.

—¿Quieres continuar adelante? —preguntó él entonces—. ¿O prefieres que se cumplan las predicciones de Gabrielle?

—Quiero continuar —declaré.

—Entonces, debes irte. Dentro de un siglo, tal vez menos, nos encontraremos de nuevo. Yo no estaré en esta isla. Me habré llevado a Los Que Deben Ser Guardados a otra parte, pero, dondequiera que estemos los dos, te encontraré. Y entonces seré yo quien no querrá alejarse de ti. Seré yo quien te suplique que te quedes. Me deleitará tu compañía, tu conversación, el simple hecho de verte, tu resistencia y tu arrojo, y tu ausencia de fe en nada… todas las cosas de ti que ya amo con demasiada intensidad.

Apenas pude escuchar todo aquello sin que mis emociones se desbordaran. Quise suplicarle que me permitiera quedarme.

—¿No puede ser ahora? ¿Es absolutamente imposible? —inquirí—. ¿No puedo prescindir de vivir esa existencia?

—No. Es totalmente imposible —respondió—. Podría contarte historias eternamente, pero no son un sustituto para la vida. Ya lo he intentado con otros, créeme, pero nunca lo he conseguido. No puedo enseñar lo que se aprende en una vida. No debería haber tomado a Armand siendo tan joven, y sus siglos de locura y sufrimiento son, aun hoy, una penitencia para mí. Le hiciste un favor enviándole al París de este siglo, pero me temo que ya sea demasiado tarde para él. Créeme, Lestat, cuando te digo que así han de ser las cosas. Tienes que vivir esa existencia porque quienes se ven privados de ella dan vueltas sin encontrar satisfacción hasta que, finalmente, han de vivirla en cualquier parte o ser destruidos.

—¿Y Gabrielle?

—Gabrielle tuvo su vida; hasta tuvo su muerte, casi… Posee la fuerza suficiente para regresar al mundo cuando quiera, o para vivir indefinidamente al margen de él.

—¿Y tú crees que regresará alguna vez?

—Lo ignoro —contestó Marius—. Gabrielle desafía mi comprensión. No mi experiencia, pues es demasiado parecida a Pandora… Pero tampoco comprendí nunca a Pandora. Lo cierto es que la mayoría de las mujeres son débiles, sean mortales o inmortales. Pero cuando son fuertes, resultan absolutamente impredecibles.

Sacudí la cabeza y cerré los ojos un instante. No quería pensar en ella. Gabrielle se había ido, no importaba lo que habláramos allí.

Y, con todo, aún no podía aceptar la necesidad de irme. Aquello me parecía un Edén. Sin embargo, no insistí. Sabía que Marius había tomado una resolución y también sabía que no me obligaría por la fuerza. Me permitiría empezar preocupándome de mi padre mortal y acudir a él a decirle que debía marcharme. Me quedaban unas cuantas noches.

—Sí —respondió con suavidad—. Y aún hay algunas cosas que puedo decirte.

Abrí los ojos de nuevo. Marius me miraba, paciente y afectuoso. Noté el dolor del amor con la misma fuerza que lo había sentido por Gabrielle. Advertí las lágrimas inevitables e hice cuanto pude por contenerlas.

—Has aprendido mucho de Armand —dijo con voz serena, como para ayudarme en aquella pequeña lucha silenciosa—. Y has aprendido mucho más por ti mismo. Pero aún quedan algunas cosas que puedo enseñarte.

—Sí, por favor —dije.

—Bien, es cierto que tus poderes son extraordinarios, pero no esperes que los que tú crees en los próximos cincuenta años serán tan espléndidos como tú o como Gabrielle. Tu segunda criatura no posee la mitad de las fuerzas que Gabrielle, y los que vayas creando poseerán aún menos. La sangre que yo te he dado marcará cierta diferencia. Y si bebes… si bebes de Akasha y de Enkil, cosa que puedes decidir no hacer… eso también marcará cierta diferencia. Pero no importa, porque uno de nosotros puede sólo crear tal número de criaturas en un siglo. Y tu nueva descendencia será débil, aunque tal cosa no es necesariamente mala. La regla de las antiguas asambleas acertaba al proclamar que la fuerza llegaría con el tiempo. Y también es cierta esa otra vieja verdad: tanto puedes crear titanes como imbéciles, nadie sabe por qué ni cómo.

»Sucederá lo que deba suceder, pero escoge a tus compañeros con cuidado. Escógeles porque te guste mirarles, y oír el sonido de su voz, y porque posean profundos secretos que desees conocer. En otras palabras, escógeles porque les ames. De lo contrario, no podrás soportar su compañía durante mucho tiempo.

—Comprendido —dije—. Crearlos con amor.

—Exacto, crearlos con amor. Y asegurarse de que han vivido bastante tiempo, antes de crearlos; y nunca jamás crear a nadie tan joven como Armand. Éste es el peor crimen que he cometido nunca contra mi propia especie, la creación de ese joven Armand.

—¡Pero tú no sabías que los Hijos de las Tinieblas aparecerían cuando lo hicieron, y te separarían de él!

—Es cierto, pero, aun así, debería haber esperado. Fue la soledad lo que me impulsó a hacerlo. Y el desamparo de Armand, el hecho de que su vida mortal estuviera en mis manos de manera tan absoluta. Recuerda, guárdate de ese poder y del que tienes sobre los que están agonizando. La soledad que llevamos dentro, junto a esta sensación de poder, pueden ser tan fuertes como la sed de sangre. Si no hubiera un Enkil, no habría una Akasha; si no existiera una Akasha, no existiría un Enkil.

—Sí. Y, por lo que has contado, parece que Enkil envidia a Akasha. Que es Akasha quien, de vez en cuando…

—Sí, es cierto. —De repente, su expresión se hizo muy sombría y en sus ojos apareció un aire de confidencialidad como si estuviéramos hablándonos en susurros y temiéramos que alguien nos oyera. Marius esperó un momento como si buscara qué decir—. ¿Quién sabe qué podría hacer Akasha si no tuviera a Enkil para contenerla? —murmuró—. ¿Y por qué finjo creer que él no puede oír lo que digo desde el mismo instante en que lo pienso? ¿Por qué estoy hablando en susurros? Él puede destruirme en el momento en que lo desee. Tal vez Akasha es lo único que le reprime de hacerlo. Pero, al mismo tiempo, ¿qué sería de ellos si Enkil se deshiciera de mí?

—¿Por qué se dejaron quemar por el sol? —quise saber.

—¿Cómo podemos saberlo? Tal vez sabían que no les haría daño, que sólo dañaría a quienes les habían hecho aquello. Quizás, en el estado en que viven, tardan más tiempo en percibir lo que sucede fuera de ellos y no tuvieron tiempo de juntar fuerzas, de despertar de sus sueños y ponerse a salvo. Quizá sus movimientos después de lo sucedido, los movimientos de Akasha que yo presencié, sólo fueron posibles porque el sol les había despertado. Y ahora vuelven a dormir con los ojos abiertos. Y vuelven a soñar. Y ya no beben más.

—¿Qué has querido decir con eso de… de si decido beber su sangre? ¿Cómo podría escoger otra cosa?

—Es algo que debemos pensar más detenidamente, los dos juntos —me dijo—. Y siempre existe la posibilidad de que no te permitan beber de ellos.

Me estremecí al pensar en uno de aquellos brazos golpeándome y mandándome a diez metros de distancia en medio de la cripta, o incluso aplastándome contra el suelo de piedra.

—Ella ha pronunciado tu nombre, Lestat —continuó Marius—. Creo que te dejará beber. Pero si tomas su sangre, serás aún más fuerte de lo que eres ahora. Unas cuantas gotas te darán vigor, pero, si ella te da más que eso, si te da una medida entera, apenas habrá en la Tierra fuerza que pueda destruirte. Tienes que estar seguro de lo que quieres.

—¿Por qué no iba a quererla? —insistí.

—¿Quieres ser reducido a cenizas y seguir viviendo en perpetua agonía? ¿Quieres ser atravesado por mil cuchillos, recibir disparo tras disparo, y continuar viviendo como un pellejo hecho trizas que no puede valerse por sí mismo? Créeme, Lestat, puede ser algo terrible. Incluso puedes quedar expuesto al sol y seguir viviendo, quemado e irreconocible, deseando, como los antiguos dioses en Egipto, poder estar muerto.

—Pero ¿no curaré más deprisa?

—No necesariamente. No sin otra infusión de la sangre de Akasha cuando te halles en ese estado. El tiempo con su constante medida de víctimas humanas, o la sangre de los antiguos: éstos son los únicos remedios. Pero puedes llegar a desear haber muerto. Piénsatelo con calma.

—¿Qué harías tú en mi lugar?

—Bebería de Los Que Deben Ser Guardados, por supuesto. Bebería para ser más fuerte, para estar más cerca de la inmortalidad. Suplicaría de rodillas a Akasha que me lo permitiera y luego me entregaría en sus brazos. Pero es fácil decir estas cosas. Ella nunca me ha rechazado. Nunca me lo ha prohibido, y yo estoy seguro de querer vivir para siempre. Soportaría el fuego otra vez. Soportaría el sol y cualquier clase de sufrimiento con tal de continuar existiendo. Acaso tú no estés tan seguro de desear realmente esa eternidad.

—La quiero —respondí—. Puedo aparentar que me lo pienso, puedo fingirme astuto y sabio mientras lo sopeso, pero ¡qué diablos!, no te iba a engañar, ¿verdad? Hace mucho que sabes cuál sería mi respuesta.

Marius sonrió.

—Entonces, antes de irte, bajaremos a la cripta y allí se lo pediremos humildemente, y veremos qué responde.

—Y, de momento, ¿podrías responderme a algunas cosas más? —le pedí.

Con un gesto, me indicó que preguntara.

—He visto fantasmas —dije—. He visto esos demonios malignos que has descrito. Los he visto poseer mortales y edificios.

—No sé más que tú al respecto. La mayor parte de los fantasmas parecen ser meras apariciones sin conciencia de que están siendo observadas. Jamás le he hablado a un fantasma ni ninguno se ha dirigido a mí. En cuanto a los demonios malignos, no puedo añadir nada a las antiguas explicaciones de Enkil respecto a que están furiosos porque no tienen cuerpo. Pero existen otros inmortales que son más interesantes.

—¿Quiénes son?

—Existen al menos dos en Europa que no han bebido nunca sangre. Pueden caminar tanto de noche como a plena luz del día, tienen cuerpo y son muy fuertes. Tienen el aspecto exacto de los hombres. Hubo uno en el antiguo Egipto, conocido en la Corte como Ramsés el Maldito, aunque no era tan maldito, por lo que sé de él. Su nombre fue borrado de todos los monumentos reales cuando desapareció. Ya sabes que los egipcios solían hacer tales cosas, borrar el nombre igual que daban muerte a la persona. Y no sé qué fue de él. Los viejos papiros no lo dicen.

—Armand me habló de él —intervine—. Armand me dijo que, según las leyendas, Ramsés era un vampiro antiguo.

—No lo es. Pero yo no creí lo que había leído sobre él hasta que vi a los otros con mis propios ojos. Pero tampoco de estos seres conozco nada más. Sólo alcancé a verlos, y mi presencia les llenó de terror y huyeron de mí. Me dan miedo porque caminan bajo el sol. Son seres poderosos y carecen de sangre. ¿Quién sabe lo que pueden hacer? De todos modos, puedes vivir siglos sin encontrarte nunca con ellos.

—Pero ¿qué edad tienen? ¿Cuánto tiempo llevan existiendo?

—Son muy viejos, probablemente tanto como yo, no sé precisarlo. Viven como hombres ricos y poderosos. Es posible que sean más; tal vez tengan un modo de propagarse, no estoy seguro. Una vez, Pandora dijo que también había una mujer; pero, en esa ocasión, Pandora y yo no conseguimos ponernos de acuerdo en nada acerca de ellos. Ella decía que esos seres habían sido como nosotros, que eran antiguos y habían dejado de beber igual que la Madre y el Padre. Yo no creo que fueran nunca como nosotros. Son otra cosa, sin sangre. No reflejan la luz como nosotros, sino que la absorben. Son un poco más oscuros que los mortales. Y son densos, y fuertes. Puede que nunca los veas, pero te advierto de su existencia. No debes permitir jamás que sepan dónde duermes. Pueden ser más peligrosos que los humanos.

—Pero ¿realmente son peligrosos los humanos? Les he encontrado muy fáciles de engañar.

—¡Claro que son peligrosos! Los humanos podrían borrarnos de la faz de la Tierra si alguna vez nos conocieran de verdad. Podrían darnos caza de día. No subestimes nunca esa sola ventaja. También en esto, las leyes de la vieja asamblea tienen su razón. Nunca jamás hables de nosotros a los mortales. Nunca le digas a un mortal dónde duermes tú u otro vampiro. Es una auténtica insensatez pensar que puedes controlar a los mortales.

Asentí, aunque me resultaba muy difícil tener miedo a los mortales. Nunca lo había tenido.

—Ni siquiera el Teatro de los Vampiros de París —me advirtió— expone la menor verdad acerca de nosotros. Sólo juega con los estereotipos populares y el ilusionismo. El público queda completamente engañado.

Me di cuenta de que tenía razón y de que, incluso en las cartas que Eleni me escribía, siempre me obligaba a leer entre líneas y nunca utilizaba nuestros nombres completos.

Y, por alguna razón, aquel secretismo me causaba la misma opresión que siempre me había producido.

Pero me estaba estrujando el cerebro en un intento por descubrir si alguna vez había visto a aquellos seres sin sangre… Lo cierto era que, en tal caso, quizá los habría tomado por vampiros errabundos.

—Hay una cosa más que debo decirte acerca de los seres sobrenaturales —me indicó Marius.

—¿De qué se trata?

—No estoy seguro de ello, pero te diré lo que pienso. Sospecho que cuando nos consumimos, cuando quedamos totalmente destruidos, podemos regresar bajo otra forma. No me refiero ahora al hombre, a una reencarnación humana; no sé nada del destino de las almas humanas. En cambio, nosotros vivimos para siempre, y creo que regresamos.

—¿Qué te lleva a decir tal cosa?

No pude evitar el recuerdo de Nicolas.

—Lo mismo que lleva a los mortales a hablar de reencarnación. Hay algunos que afirman recordar otras vidas. Vienen a nosotros como mortales, afirmando saberlo todo de nuestra raza, haber sido uno de nosotros, y pidiendo recibir de nuevo el Don Oscuro. Pandora fue una de ellos. Sabía muchas cosas y no había explicación para sus conocimientos, salvo tal vez que los imaginaba o los extraía, sin darse cuenta, de mi propia mente. Es una posibilidad real, la de que existan simples mortales con un oído que les permita captar nuestros pensamientos no conscientes.

En cualquier caso, no existen muchos de ellos. Si fueron vampiros, sin duda son sólo algunos de los que han sido destruidos, de modo que los demás tal vez no tienen la fuerza necesaria para regresar, o deciden no hacerlo, ¿quién puede saberlo? Pandora estaba convencida de haber muerto cuando la Madre y el Padre fueron expuestos al sol.

—Dios santo, ¿renacen como mortales y quieren volver a ser vampiros?

—Eres joven, Lestat, y te contradices a ti mismo —replicó Marius con una sonrisa—. ¿Qué te parecería, de verdad, volver a ser un mortal? Piensa en ello cuando acudas a ver a tu padre mortal.

En silencio, reconocí que estaba en lo cierto. Aun así, no quise renunciar a la idea que me había hecho de la mortalidad en mi imaginación. Quise seguir lamentándome de mi mortalidad perdida. Y supe que mi amor a los mortales estaba ligado al hecho de que no me producían ningún miedo.

Marius apartó la vista, distraído una vez más. Repitió aquel patente gesto de estar escuchando algo. Después, su rostro volvió a concentrarse en mí.

—Lestat, no deben de quedarnos más de dos o tres noches —dijo con voz entristecida.

—¡Marius! —susurré yo, conteniendo las palabras que pugnaban por salir de mí.

Mi único consuelo fue la expresión de su rostro, que ahora daba la impresión de no haber parecido inhumano en ningún momento.

—No sabes cuánto deseo que te quedes junto a mí —dijo—, pero la vida está ahí fuera, no aquí. Cuando volvamos a encontrarnos te contaré más cosas, pero, de momento, ya sabes todo lo necesario. Tienes que ir a Luisiana y cuidar de tu padre hasta el final de su vida, y aprender de ello lo que puedas. Yo he visto envejecer y morir a una legión de mortales, y tú a ninguno. Pero créeme, mi joven amigo: deseo desesperadamente que te quedes conmigo. No sabes cuánto lo deseo. Te prometo que, cuando llegue el momento, te encontraré.

—Pero ¿por qué no puedo yo volver a ti? ¿Por qué tienes que dejar este lugar?

—Ya es tiempo de hacerlo —explicó Marius—. Ya he gobernado demasiado tiempo sobre estas gentes. Empiezo a despertar sospechas y, además, los europeos ya están rondando estas aguas. Antes de venir aquí me ocultaba en la ciudad sepultada de Pompeya, bajo el Vesubio, pero los mortales me echaron de allí cuando empezaron a husmear y excavar los restos. Ahora empieza a suceder lo mismo aquí. Tengo que buscar otro refugio, algo más remoto y con más posibilidades de seguir así. Y con franqueza, no te habría traído aquí si no tuviera pensando abandonar este lugar.

—¿Por qué no?

—Lo sabes muy bien. No puedo permitir que ni tú ni nadie conozca la ubicación de Los Que Deben Ser Guardados. Y eso nos lleva a algo muy importante: las promesas que debo exigirte.

—Las que quieras —asentí—. Pero no sé qué puedes querer de mí que yo pueda darte.

—Una cosa solamente: Que jamás le cuentes a nadie las cosas que te he revelado. Que nunca menciones a Los Que Deben Ser Guardados. No cuentes nunca las leyendas de los viejos dioses. No digas nunca a nadie que me has visto.

Moví la cabeza en un gesto solemne de asentimiento. Ya había esperado algo parecido, pero supe, sin pensarlo siquiera, que iba a ser una promesa muy difícil de cumplir.

—Si cuentas aunque sea una parte —añadió Marius—, seguirá otra y, con cada nueva palabra sobre el secreto de Los Que Deben Ser Guardados, aumentarás el riesgo de que se descubra su emplazamiento.

—Es cierto —reconocí—. Pero las leyendas, nuestros orígenes… ¿Qué me dices de las criaturas que yo creé? ¿No puedo revelarles…?

—No. Como acabo de decirte, si cuentas una parte terminarás por contarlo todo. Además, si esas criaturas tuyas son hijas del dios cristiano, si están emponzoñadas con el concepto cristiano del pecado original, como sucede con Nicolas, estas antiguas leyendas no harán más que enfurecerlas y disgustarlas. Para ellas, la verdad sería un horror inaceptable. Accidentes, dioses paganos en los cuales no creen, costumbres que no pueden comprender… Uno ha de estar preparado para recibir tal conocimiento, por escaso que sea. Es preferible que escuches atentamente sus preguntas y les respondas lo que te parezca más conveniente para dejarlas satisfechas. Y si te encuentras en el caso de que no puedes engañarlas, no les digas nada en absoluto. Procura hacerlas tan fuertes como los hombres sin dios de esta época, pero no olvides mis palabras: las antiguas leyendas, jamás. Yo, y solamente yo, soy quien puede contarlas.

—¿Qué me harás si las difundo? —inquirí.

La pregunta le desconcertó. Perdió el aplomo durante un segundo completo y luego se echó a reír.

—Eres el ser más increíble, Lestat —murmuró—. Pues bien, si las revelas a alguien, puedo hacerte cualquier cosa. Estoy seguro de que lo sabes. Puedo aplastarte bajo mis pies como Akasha hizo con el Viejo. Puedo hacerte arder con el poder de mi mente. Pero no quiero proferir tales amenazas. Quiero que vuelvas a mí, pero no toleraré que estos secretos se conozcan. No quiero que vuelva a caer sobre mí un grupo de inmortales, como sucedió en Venecia. No quiero que nuestra raza me conozca. Nunca jamás, ni deliberada ni accidentalmente, debes enviar a nadie en busca de Los Que Deben Ser Guardados, ni de Marius. No debes mencionar mi nombre a nadie.

—Entendido —asentí.

—¿De veras lo has entendido? —insistió él—. ¿O tendré que amenazarte, después de todo? ¿Tendré que advertirte que mi venganza podría ser terrible y que alcanzaría, además de a ti, a todos los que conocieran esos secretos de tu boca? Ya he destruido a otros de nuestra raza que han venido a buscarme, Lestat. Les he destruido por el mero hecho de conocer las antiguas leyendas y el nombre de Marius, y porque jamás habrían cesado en su búsqueda.

—No puedo soportar lo que dices —murmuré—. Nunca lo revelaré a nadie, te lo juro. Pero tengo miedo de lo que otros puedan leer en mi mente, por supuesto. Tengo miedo de que descubran las imágenes de mi cerebro. Armand podía hacerlo. ¿Qué sucedería si…?

—Tú puedes ocultar esas imágenes. Ya sabes cómo se hace. Puedes pensar otras imágenes que les confundan. Puedes cerrar tu mente. Es una habilidad que ya dominas. Pero dejémonos de amenazas y admoniciones. Siento amor por ti.

Tardé un instante en responder. Mi mente desbocada imaginaba ya todo tipo de posibilidades prohibidas. Finalmente, expresé mis sentimientos en palabras:

—¿No sientes nunca el deseo de contárselo a todos, Marius? Me refiero a si no te tienta dar a conocer la historia a cuantos forman nuestra raza, y conseguir unirlos.

—¡Por Dios no, Lestat! ¿Por qué habría de desear tal cosa?

Marius pareció genuinamente desconcertado.

—Para que pudiéramos tener nuestras propias leyendas; para poder al menos meditar sobre los misterios de nuestra historia, como hacen los hombres. Para contarnos nuestras mutuas existencias y compartir nuestro poder…

—¿Y unirnos para utilizarlo contra el hombre, como han hecho los Hijos de las Tinieblas?

—No… Así, no…

—En la eternidad, Lestat, las asambleas, grupos y aquelarres son poco comunes. La mayoría de los vampiros son seres solitarios y desconfiados y no les gustan los demás. No tienen más que un par de escogidos compañeros de vez en cuando y protegen sus territorios de caza y su intimidad igual que yo la mía. No querrían unirse y, si lograran vencer la malignidad y la suspicacia que les divide, su encuentro terminaría en terribles luchas por la supremacía como las que, según me reveló Akasha, sucedieron hace miles de años. En esencia, somos seres maléficos. Somos asesinos. Es mejor que sean los mortales quienes se unan en la Tierra, y que lo hagan para obrar el bien.

Reconocí que tenía razón y me avergoncé de la excitación que sentía, de mi debilidad y de mi carácter impulsivo. Sin embargo, otro abanico de posibilidades empezaba ya a obsesionarme.

—¿Qué hay de los mortales, Marius? ¿No has deseado nunca manifestarte ante ellos y contarles toda la verdad?

De nuevo, pareció absolutamente anonadado ante tal pensamiento.

—¿No has querido alguna vez que el mundo nos conociera, para bien o para mal? ¿Siempre te ha parecido preferible vivir en el secreto? —insistí.

Marius bajó los ojos un momento y apoyó la barbilla contra el puño apretado. Por primera vez, percibí una comunicación en imágenes surgiendo de él y noté que me había permitido verlas porque no estaba seguro de la respuesta.

Marius estaba recordando, y sus evocaciones poseían tal intensidad que mis poderes parecían frágiles, en comparación. Los recuerdos eran de sus primeros días, de cuando Roma dominaba el mundo y él aún no había vivido más tiempo que el de una existencia humana mortal.

—Sé que recuerdas haber querido que se supiera —dije—. Que se hiciera público el monstruoso secreto.

—Tal vez, al principio —reconoció él—, sentí una cierta pasión desesperada por comunicarlo.

—Sí, comunicarlo —repetí, paladeando la palabra.

Y recordé aquella lejana noche en el escenario, cuando había causado el espanto del público parisiense.

—Pero eso fue en la confusión del principio —continuó Marius en voz baja, hablando para sí mismo. Sus ojos entrecerrados y ausentes parecían mirar a través de los siglos—. Sería una estupidez, una locura. Si la humanidad se convenciera realmente de nuestra existencia, nos destruiría. Y yo no quiero ser destruido. Esos peligros y calamidades no me interesan.

No respondí.

—Tú tampoco sientes la necesidad de revelar estas cosas —añadió en un tono casi tranquilizador.

«Sí que la siento», pensé. Noté sus dedos en el revés de mi mano. No le estaba viendo a él, sino que mis ojos repasaban mi breve pasado: el teatro, mis fantasías de cuentos de hadas. Me sentí paralizado de tristeza.

—Lo que notas es la soledad y la condición de monstruo —apuntó Marius—. Y eres impulsivo y desafiante.

—Tienes razón.

—Pero, dime: ¿de qué serviría revelarle esto a alguien? No hay nadie que pueda otorgar el perdón, la redención. Pensar lo contrario es una fantasía infantil. Date a conocer y serás destruido. ¿Qué conseguirás con ello? El Jardín Salvaje engullirá tus restos en silencio y con toda la fuerza de la vida. ¿Dónde quedan, entonces, la justicia o la comprensión?

Asentí con la cabeza.

Noté que su mano se cerraba sobre la mía. Se puso en pie lentamente y yo le imité, a regañadientes pero obediente.

—Es tarde —dijo con voz suave y los ojos llenos de compasión—. Ya hemos hablado bastante por ahora. Además, debo bajar a ver a mis gentes. Hay problemas en el pueblo cercano, como temía que sucedería. El asunto me llevará todo lo que queda hasta el alba, y parte de mañana por la noche. Es posible que no podamos continuar conversando hasta pasada la medianoche…

Una vez más, se distrajo y, bajando la cabeza, se concentró en la escucha.

—Sí, tengo que marcharme —dijo a continuación, y nos dimos un ligero y relajado abrazo.

Y aunque deseé acompañarle y ver qué sucedía en el pueblo, cómo llevaba a cabo sus asuntos allí, también tuve ganas de buscar mi habitación, contemplar un rato el mar y, finalmente, dormir.

—Cuando despiertes estarás hambriento —me dijo Marius—. Tendré una víctima para ti. Hasta que regrese, ten paciencia.

—Sí, desde luego…

—Y mañana, mientras me esperas, haz lo que tú quieras en la casa. Los viejos papiros están en las vitrinas de la biblioteca. Puedes consultarlos. Recorre las estancias. El único sitio al que no debes acercarte es el santuario de Los Que Deben Ser Guardados. No debes bajar a la cripta a solas.

Asentí.

Quise hacerle una pregunta más. ¿Cuándo cazaba? ¿Cuándo bebía? Su sangre me había mantenido durante dos noches, tal vez más, pero ¿cuál le mantenía a él? ¿Había hecho alguna víctima antes de ofrecerme su sangre? ¿Se propondría ahora ir de caza? Tuve la creciente sospecha de que Marius ya no necesitaba la sangre tanto como yo, de que había empezado, igual que Los Que Deben Ser Guardados, a beber cada vez menos el rojo líquido. Y deseé con desesperación saber si tal cosa era cierta.

Pero Marius se iba. La llamada de la gente del pueblo era imperiosa. Le vi salir a la terraza y, de pronto, desapareció. Por un momento pensé que se había desviado a la derecha o a la izquierda detrás de las puertas. Avancé hasta ellas y comprobé que la terraza estaba vacía. Llegué a la barandilla, miré hacia abajo y vi la mota de color de su levita entre las rocas, muy abajo.

«Así que esto es lo que nos espera —pensé—, dejar de sentir la necesidad de la sangre, que nuestros rostros pierdan gradualmente toda expresión humana, poder desplazar objetos con la fuerza de nuestra mente, ser casi capaces de volar. Terminar alguna noche, dentro de miles de años, sentados en absoluto silencio como lo están hoy Los Que Deben Ser Guardados». ¿Cuántas veces, aquella noche, Marius había tenido el mismo aspecto que ellos? ¿Cuánto tiempo pasaría allí sentado, inmóvil, cuando nadie rondaba el refugio?

¿Y qué representaría para él medio siglo, el tiempo durante el cual me disponía a vivir esa existencia de mortal al otro lado del océano?

Di media vuelta, regresé al interior de la casa y acudí a la alcoba que me había indicado Marius. Me senté mirando al mar y al cielo hasta que empezó a llegar la luz. Cuando abrí el pequeño escondite del sarcófago, había en él flores recientes. Me puse el tocado y la máscara de oro, así como los guantes, y me introduje en el sepulcro… Cuando cerré los ojos, aún percibía el olor a flores.

El temible momento estaba llegando. La pérdida de conciencia. Y, al borde de un sueño, oí una risa de mujer. Una risa ligera y sostenida como si la mujer estuviera muy contenta y en mitad de una conversación. Y, justo antes de caer en la inconsciencia, la vi echando la cabeza hacia atrás y dejando al descubierto su blanquísima garganta.

15

Cuando abrí los ojos, tuve una idea. Me llegó de pronto e, inmediatamente, me obsesionó hasta el punto de que apenas me di cuenta de la sed, de la comezón que sentía en las venas.

«Vanidad», musité para mí. Pero la idea tenía una belleza seductora.

No; mejor olvidarlo. Marius había dicho que me mantuviera lejos del santuario y, además, volvería a medianoche y entonces podría plantearle la idea. ¿Y él, podría…? ¿Podría qué? Mover la cabeza con gesto de tristeza.

Salí de la cámara y, deambulando por la casa, vi que todo seguía como la noche anterior; velas encendidas y ventanas abiertas al suave espectáculo de la luz agonizante. Parecía imposible que pronto tuviera que irme de allí. Y que no fuera a volver nunca, que Marius pensara evacuar aquel lugar extraordinario.

Me sentí apesadumbrado y abatido. Y entonces me llegó la idea.

No hacerlo en presencia de Marius, sino en silencio y en secreto para no sentirme un estúpido. Bajar yo solo.

No. No debía hacerlo. Al fin y al cabo, no serviría de nada. No sucedería nada cuando lo hiciera.

Pero si así había de ser, ¿por qué no probarlo? ¿Por qué no hacerlo enseguida?

Hice una nueva ronda por la biblioteca y los pasadizos y la sala llena de aves y monos, para continuar luego por otras estancias que aún no había visto.

Pero la idea continuó rondándome la cabeza. Y la sed me irritó, volviéndome un poco más impulsivo, un poco más inquieto, un poco menos capaz de reflexionar sobre todas las cosas que Marius me había contado y lo que significarían con el transcurso del tiempo.

De una cosa estuve seguro: Marius no estaba en la casa. Al final, había husmeado en todas las habitaciones, aunque seguía siendo un secreto el lugar donde dormía. También comprendí que debía de haber varias puertas de entrada y salida a la casa que Marius conservaba en secreto.

No me costó volver a encontrar la puerta de la escalera que llevaba hasta Los Que Deben Ser Guardados. Y no estaba cerrada.

Volví al salón de paredes empapeladas y bello mobiliario. Consulté el reloj. Eran sólo las siete; quedaban cinco horas para la medianoche. Cinco horas con aquella sed ardiente. Y la idea… la idea…

En realidad, no tomé la decisión de hacerlo. Simplemente, volví la espalda al reloj y regresé a mi habitación. Sabía que otros cientos de seres debían de haber tenido la misma idea antes que yo. Y Marius había descrito perfectamente el orgullo que había sentido al pensar que él podría despertarlos. Que podría hacerles moverse.

«No —me dije—. Quiero hacerlo aunque no suceda nada, que es precisamente lo que sucederá. Quiero bajar ahí a solas y hacerlo. Tal vez tiene algo que ver con Nicolas, no lo sé. ¡No lo sé!».

Entré en mi cámara y, a la luz que se alzaba del mar, abrí la funda del violín y contemplé el Stradivarius.

Naturalmente, no sabía tocar el instrumento, pero los vampiros somos grandes imitadores. Como me había dicho Marius, poseemos una concentración y unas facultades superiores. Y yo había visto tocar a Nicolas muchas veces.

Tensé el arco y froté las cuerdas con un poco de resina, como le había visto hacer.

Sólo un par de noches antes, no habría soportado la idea de tocar aquel objeto. Oírlo habría sido un puro dolor.

Lo saqué de la funda y lo llevé por toda la casa igual que se lo había llevado a Nicolas entre los bastidores del Teatro de los Vampiros. Y, sin pensar siquiera en vanidades, corrí más y más deprisa hacia la puerta de la escalera secreta.

Era como si estuvieran atrayéndome hacia ellos, como si no tuviera voluntad propia. Ahora, Marius no importaba. Nada importaba gran cosa, salvo bajar los peldaños estrechos y húmedos lo más deprisa posible, dejando atrás las ventanas llenas de espuma marina y de luces crepusculares.

De hecho, mi estado de exaltación estaba alcanzando tal intensidad que me detuve de pronto, dudando de que su origen estuviera en mí mismo. Pero debía dejarme de tonterías. ¿Quién podría haberme puesto tal cosa en la cabeza? ¿Los Que Deben Ser Guardados? Esto sí que era auténtica vanidad y, además, ¿acaso sabían aquellas criaturas qué era aquel extraño y delicado instrumento de madera?

El violín emitió un sonido —fue el violín, ¿no?— que nadie en el mundo antiguo había oído; un sonido tan humano y lleno de tan profunda emoción que llevaba a los hombres a considerar aquel instrumento obra del diablo y acusar a sus mejores intérpretes de estar poseídos por él.

Me sentía ligeramente mareado, confuso.

¿Cómo había podido descender tantos peldaños sin recordar que la puerta inferior estaba cerrada por dentro?. En quinientos años más, tal vez tendría las fuerzas necesarias para abrir la tranca, pero ahora…

Y, no obstante, continué bajando. Aquellos pensamientos estallaban y se desvanecían con la misma rapidez con que me asaltaban. Volví a estar ardiendo y la sed contribuía a empeorar las cosas, aunque la sed no tenía nada que ver con ello.

Y cuando doblé el último recodo, descubrí que las puertas de la capilla estaban abiertas de par en par. La luz de las lámparas se desparramaba por el hueco de la escalera. El aroma de las flores y del incienso se hizo súbitamente abrumador y noté un nudo en la garganta.

Me acerqué un poco más sosteniendo el violín contra el pecho con ambas manos, aunque no supe por qué. Y vi que las puertas del tabernáculo también estaban abiertas, y allí estaban sentados los dos.

Alguien les había traído flores y había colocado los panes de incienso sobre unos platillos dorados.

Penetré en la capilla, contemplé sus rostros y, como la otra vez, me pareció que me miraban directamente.

Blancos, tanto que no fui capaz de imaginármelos bronceados, y con aspecto de ser más duros que las piedras preciosas que lucían. Un brazalete en forma de serpiente en el brazo de la mujer. Varios collares superpuestos sobre su pecho. Un levísimo atisbo de carne en el pecho del hombre, rebosando sobre el borde de la limpia blusa de lino que llevaba puesta.

El rostro de ella era más fino que el del hombre, y su nariz era un poco más larga. Él tenía los ojos más grandes, y los pliegues de la piel los definían con un poco más de precisión. El cabello de ambos, largo y negro, era muy similar.

Yo estaba jadeando, inquieto. De pronto me sentí débil y dejé que el aroma de las flores y del incienso impregnara mis pulmones. La luz de las lámparas brillaba en un millar de reflejos dorados en los murales.

Bajé la vista al violín y traté de recordar mi idea; pasé los dedos por la madera y me pregunté qué les parecería el instrumento.

En un susurro, les expliqué qué era, les dije que quería que lo oyeran sonar, que en realidad no sabía tocarlo pero que iba a intentarlo. Hablaba en una voz tan baja que ni yo mismo podía oírme pero tenía la certeza de que ellos me entenderían, si decidían prestarme atención.

Y me llevé el violín al hombro, lo sujeté bajo la barbilla y levanté el arco. Cerré los ojos y recordé la música, aquella música de Nicolas, la manera en que su cuerpo se movía con ella y sus dedos pisaban las cuerdas con la fuerza de tenazas y el modo en que dejaba que el mensaje se transmitiera desde su alma hasta sus dedos.

Me sumergí en la interpretación; bajo mis yemas, la música subía hasta el aullido para volver a bajar y convertirse en un murmullo. Era una canción; sí, era capaz de crear una canción. Los tonos eran puros y exquisitos y se repetían en las paredes con un estruendo resonante hasta crear ese lamento suplicante que sólo puede producir un violín. Continué tocando furiosamente, moviéndome adelante y atrás, olvidándome de Nicolas, olvidándolo todo menos la sensación de los dedos al caer sobre la caja armónica y la constatación de que era yo quien estaba haciendo aquello, de que estaba saliendo de mí, y que el sonido se alzaba y descendía y rebosaba, cada vez más intenso, mientras yo me volcaba sobre el instrumento con el frenético rasgueo del arco.

Y, al tiempo que tocaba, me descubrí cantando. Tarareando al principio, y luego cantando en voz alta, y todo el oro del pequeño tabernáculo se hizo una mancha confusa. De pronto, me pareció que mi voz se hacía más potente, inexplicablemente fina, y emitía una nota aguda purísima que, me di perfecta cuenta, mi garganta no podía alcanzar. Y, a pesar de ello, allí estaba aquella nota maravillosa, sostenida e inalterable y subiendo todavía más, hasta causarme dolor de oídos. Toqué más fuerte, más frenéticamente, y escuché mis propios jadeos y, de pronto, ¡supe que no era yo quien estaba emitiendo aquella extraña nota aguda!

Si la nota no cesaba, iba a salirme sangre por los oídos. ¡Y no era yo quien la daba! Sin detener la música, sin ceder al dolor que me estaba partiendo en dos la cabeza, miré hacia delante y vi que Akasha se había levantado y tenía los ojos muy abiertos y la boca en una O perfecta. El sonido procedía de ella, era obra suya, y la vi avanzar por los escalones del tabernáculo hacia mí, con los brazos extendidos y la nota lacerándome los tímpanos como una navaja acerada.

Se me nubló la visión. Oí que el violín caía al suelo de piedra. Noté las manos en los costados de la cabeza. Grité y grité, pero la nota apagaba mi voz.

—¡Basta! ¡Basta! —exclamaba rugiendo, pero toda la luz había vuelto y Akasha estaba delante de mí con los brazos extendidos al frente.

—¡Oh, Dios, Marius!

Di media vuelta y corrí hacia las puertas, pero éstas se cerraron al instante en mis narices, golpeándome la cabeza con tal fuerza que caí de rodillas. Me puse a sollozar bajo el agudísimo chillido continuo de aquella nota.

—¡Marius, Marius, Marius!

Y, cuando me volví para ver qué me esperaba, vi cómo el pie de Akasha caía sobre el violín, que reventó y se hizo astillas bajo su talón. Pero la nota que salía de ella iba apagándose. La nota se estaba desvaneciendo.

Y me quedé en silencio, ensordecido, incapaz de oír mis propios gritos a Marius, que continué lanzando sin cesar mientras me ponía en pie torpemente.

Fue un silencio retumbante, un silencio trémulo. Akasha estaba justo delante de mí y sus negras cejas se juntaron delicadamente, sin apenas formar arrugas en su blanquísima piel; sus ojos aparecían atormentados e inquisitivos y sus labios rosa pálido se abrieron para dejar entrever los colmillos.

«Ayúdame, ayúdame, Marius, ayúdame», murmuré sin alcanzar a escucharme más que en la pura abstracción mental de mis intenciones. Y, a continuación, Akasha me tomó entre sus brazos y me atrajo hacia ella, y noté su mano como Marius la había descrito, cogiéndome la cabeza delicadamente, con toda suavidad, hasta que noté mis dientes contra su cuello.

No vacilé. No pensé en los brazos que me estrechaban, que podían estrujarme y acabar conmigo en un instante. Noté los colmillos atravesando la piel como si rompiesen una corteza glacial y la sangre manó humeante a mi boca.

¡Oh, sí, sí…! ¡Oh, sí! Yo le había pasado el brazo por encima de su hombro izquierdo y me agarraba a ella, a mi estatua viviente, y no importaba que fuera más dura que el mármol: era así como debía ser, era perfecta, mi madre, mi amante, mi poderosa, y su sangre penetraba hasta la última partícula pulsante de mi cuerpo con los hilos de su ardiente telaraña. Pero sus labios ya estaban contra mi garganta. Akasha me estaba besando, besaba la arteria por la cual fluía con tal violencia su propia sangre. Sus labios se abrían sobre mi cuello y, mientras yo chupaba su sangre con todas mis fuerzas, mientras los borbotones de rojo líquido pasaban por mi boca antes de extenderse por todo mi ser, noté la inconfundible sensación de sus colmillos hincándose en mi cuello.

Y noté cómo, al mismo tiempo que su sangre pasaba a mí, la mía era aspirada súbitamente de mis venas palpitantes.

Visualicé aquel trémulo circuito y aún lo percibí más divinamente porque todo lo demás dejó de existir y sólo quedaron nuestras bocas apretadas contra la garganta del otro, y el mutuo trasvase de sangre con su inagotable latir. No hubo sueños ni visiones, sólo aquello, aquella sensación maravillosa, ensordecedora y cálida, y no importaba nada más, absolutamente nada más, salvo que aquello no terminara nunca. El mundo de las cosas que tenían peso, que ocupaban espacio y que interrumpían el paso de la luz, había desaparecido.

Y, con todo, un sonido horrible perturbó el éxtasis. Un sonido desagradable, como el de una piedra al cuartearse, como el de una losa arrastrada por el suelo. Debía de ser Marius. No, Marius, no te acerques. Vuelve atrás, no nos toques. No nos separes. Pero aquel sonido terrible, aquella intrusión, aquella repentina perturbación, aquella mano que me agarraba del cabello y me arrancaba de la garganta de Akasha haciendo que la sangre se derramara de mis labios, no eran causados por Marius. Era Enkil. Y sus poderosísimas manos me apretaban con fuerza los costados de la cabeza.

La sangre me corría por el mentón. Miré a Akasha y vi su expresión afligida. Vi que alargaba el brazo hacia su compañero y que en sus ojos ardía una llamarada de patente cólera. Sus brazos blancos y relucientes cobraron animación mientras asían las manos que podían estrujarme la cabeza. Oí surgir de ella una voz que era un grito, un chillido más estentóreo que la nota musical que había emitido antes, mientras un reguero de sangre escapaba por la comisura de sus labios.

El sonido no sólo ahogó cualquier otro ruido, sino también me nubló la vista. Cayó sobre mí un torbellino de oscuridad roto en millones de pequeñas notas brillantes. El cráneo iba a estallarme.

Enkil me estaba obligando a hincar la rodilla. Su gran figura se inclinaba sobre mí y, de pronto, vi su rostro con toda claridad y seguía tan impasible como siempre. La tensión de los músculos de sus brazos era la única evidencia de que era un ser vivo.

Y, aun bajo el sonido arrasador de aquel alarido, advertí que la puerta a mi espalda vibraba con los golpes de Marius, cuyos gritos eran casi tan potentes como el agudo chillido de Akasha.

Un chillido que ya me había hecho sangrar por los oídos. Y empecé a mover los labios.

La presa de piedra que me comprimía la cabeza cesó de hacer fuerza. Me descubrí caído en el suelo. Estaba tendido con los brazos y las piernas abiertos y noté la fría presión de su pie sobre mi pecho. Enkil iba a aplastarme el corazón en unos instantes, y Akasha, cuyos aullidos se hacían por momentos más potentes, más desgarradores, se había colocado detrás de él con el brazo cerrado en torno al cuello de su compañero. Vi sus cejas fruncidas y su negra cabellera suelta.

Pero fue la voz de Marius la que oí dirigiéndose a Enkil desde el otro lado de la puerta, penetrando en el blanco sonido de los chillidos de Akasha.

¡Mátale, Enkil, y te apartaré de ella para siempre! ¡Y ella me ayudará a hacerlo, te lo juro!

De repente, el silencio. De nuevo, la sordera. La cálida sensación de la sangre corriéndome por los costados del cuello.

Akasha se apartó a un lado, volvió la vista hacia las puertas y éstas se abrieron al instante, produciendo un chasquido al chocar con la pared del angosto pasadizo de piedra. En un abrir y cerrar de ojos, Marius estaba a mi lado con las manos en los hombros de Enkil, pero éste parecía inamovible.

El pie de la estatua viviente descendió ligeramente, rozándome el estómago, para retirarse a continuación. Y oí a Marius decir unas palabras que sólo me llegaron en forma de pensamientos. Sal de aquí, Lestat. Huye.

Me incorporé trabajosamente y le vi conducir a ambos hacia el tabernáculo con lentitud. Y advertí que los dos seres no tenían la mirada fija al frente, sino vuelta hacia él. Akasha asía a Enkil por el brazo y volví a ver sus rostros inexpresivos, pero, por primera vez, aquella inexpresividad parecía indiferente. No era ya la máscara de la curiosidad, sino la máscara de la muerte.

—¡Corre, Lestat! —repitió Marius sin volverse.

Y obedecí.

16

Cuando Marius apareció por fin en el salón iluminado, yo me hallaba en el extremo más alejado de la terraza. En mis venas sentía aún un calor que palpitaba como si tuviera vida propia. Distinguí, a lo lejos, la forma borrosa de varias islas y llegó a mis oídos el avance de una nave por una costa remota, pero lo único que me rondó la cabeza en esos instantes fue la idea de que, si Enkil venía de nuevo a por mí, podía escapar de él saltando la barandilla y lanzándome al agua para huir a nado. Aún notaba sus manos en los costados de la cabeza, su pie sobre mi pecho.

Permanecí junto a la baranda de piedra, tembloroso, con las manos aún manchadas de sangre procedente de los rasguños de mi rostro, que ya habían sanado totalmente.

—Lo siento, lamento lo que he hecho —dije a Marius tan pronto como éste apareció—. No sé por qué he obrado así. No debería haberlo hecho. Lo siento, te lo juro, lo siento mucho, Marius. Nunca más volveré a hacer nada que tú me digas que no haga.

Marius se detuvo a la puerta de la terraza con los brazos cruzados y me dirigió una mirada de furia.

—¿Qué te dije ayer, Lestat? —exclamó—. ¡Eres la criatura más extraordinaria!

—Perdóname, Marius. Por favor, perdóname. No creí que fuera a suceder nada. Estaba seguro de que no sucedería nada…

Con un gesto, me indicó que guardara silencio y que bajáramos juntos a las rocas. Tras esto, saltó la barandilla y abrió la marcha. Fui tras él vagamente complacido por lo fácil que resultaba el descenso, pero aún demasiado desconcertado por lo sucedido para preocuparme por detalles como aquél. La presencia de Akasha me envolvía como una fragancia, a pesar de que no había captado aroma alguno en ella, salvo el del incienso y de las flores que parecía haber impregnado su piel blanca y dura. ¡Qué extraña fragilidad me había parecido percibir en ella, pese a tanta dureza!

Bajamos por los peñascos resbaladizos hasta alcanzar la playa de arena blanca, y anduvimos por ella en silencio, contemplando la espuma, blanca como la nieve, que saltaba contra las rocas o se extendía hacia nosotros sobre la arena fina y compacta. El viento rugía en mis oídos y me asaltó la sensación de soledad que siempre despierta en mí ese sonido, ese rugido del viento que ahoga todos los demás sentidos, además del oído.

Y me fui sintiendo cada vez más tranquilo. Y, al mismo tiempo, cada vez más agitado y desdichado.

Marius me había pasado el brazo por la cintura como solía hacer Gabrielle y no presté atención a dónde me conducía. Por ello, me llevé una absoluta sorpresa al ver que habíamos llegado a una caleta donde había anclada una chalupa con un único par de remos.

Cuando nos detuvimos, proseguí con mis exclamaciones:

—¡Lamento mucho lo que he hecho, te lo juro! No creí que…

—No vuelvas a decirme que lo sientes —replicó Marius con voz calmada—. Ahora que estás a salvo, y no aplastado como una cáscara de huevo en el suelo de la capilla, sé que no lamentas en absoluto lo ocurrido, ni haber sido el causante de ello.

—¡Oh, pero no se trata de eso! —exclamé, rompiendo a llorar.

Saqué el pañuelo, gran aditamento en el vestir de un caballero de mi época, y me limpié del rostro las lágrimas de sangre. Volví a sentir el abrazo de Akasha, volví a sentir su sangre, sus manos. Comencé a revivir toda la escena. Si Marius no hubiera llegado a tiempo…

—¿Pero qué sucedió, Marius? ¿Qué has visto?

—Ojalá estuviéramos donde él no pudiera oírnos —comentó Marius con abatimiento—. Decir o tan siquiera pensar cualquier cosa que pudiera perturbarle aún más es una locura. Tengo que hacerle volver al estado de sopor.

Marius pareció verdaderamente furioso y me volvió la espalda.

Pero ¿cómo podía yo no pensar en ello? Ojalá pudiera abrirme la cabeza y arrancar de ella los pensamientos. El recuerdo del momento me recorrería como una exhalación, igual que su sangre. El cuerpo de Akasha aún encerraba una mente, un apetito, un ardiente núcleo espiritual cuyo calor había corrido por mi interior como un rayo líquido. ¡Y, sin la menor duda, Enkil ejercía un dominio mortal sobre ella! Sentí odio hacia él. Deseé destruirle. Y en mi mente se disparó todo tipo de locas ideas, ¡imaginando que había algún modo de destruir a Enkil sin que nuestra raza corriera peligro, en tanto Akasha permaneciera ilesa!

Pero todo aquello no tenía mucho sentido. ¿No habían entrado, primero en él, aquellos demonios? Aunque, ¿y si no fuera así…?

—¡Basta, joven Lestat! —saltó Marius.

Me eché a llorar de nuevo. Me toqué el cuello donde se habían posado sus labios. Lamí los míos y paladeé de nuevo el sabor de su sangre. Contemplé las estrellas del cielo, e incluso aquellos objetos benignos y eternos me resultaron amenazadores e insensibles. Y noté un grito creciendo peligrosamente en mi garganta.

Los efectos de la sangre de Akasha empezaban ya a desvanecerse. La primera visión, tan clara, fue haciéndose borrosa. Los brazos y piernas volvieron a ser los míos. Quizá fueran más fuertes, sí, pero la magia estaba desvaneciéndose. La magia sólo me había dejado algo más fuerte que el recuerdo del circuito de la sangre a través de los dos.

—¿Qué sucedió, Marius? —exclamé, gritando al viento—. No te enfades conmigo, no apartes la cara de mí. No puedo…

—Calla, Lestat —me interrumpió. Se acercó de nuevo y me tomó por el brazo—. No te preocupes por mi enfado. No tiene importancia y no va dirigido contra ti. Dame un poco más de tiempo para recuperar el dominio de mí mismo.

—Pero ¿has visto lo que ha sucedido entre ella y yo?

Marius tenía la mirada fija en el mar. El agua parecía de un negro perfecto, y la espuma, de un blanco perfecto.

—Sí, lo he visto —asintió.

—Cogí el violín y quise tocar para ellos, pensando…

—Sí, claro, claro…

—… que la música tendría efecto sobre ellos, especialmente esa música extraña de sonidos innaturales; ya sabes que un violín…

—Sí…

—Marius, ella me dio… y… y tomó…

—Lo sé.

—¡Y él la retiene ahí! ¡La tiene prisionera!

—Lestat, te suplico…

En su rostro había una sonrisa triste, abatida.

¡Aprisiónale, Marius, como hicieron los sacerdotes, y libérala a ella!

—Estás soñando, hijo mío, estás soñando.

Marius dio media vuelta y se apartó de mí, invitándome con un gesto a dejarle en paz.

Bajó a la playa y dejó que el agua le mojara mientras deambulaba arriba y abajo. Traté de recuperar la calma. Me pareció irreal haber estado nunca en otro sitio que aquella isla, que el mundo de los mortales estuviera allí fuera y que la extraña tragedia y la amenaza de Los Que Deben Ser Guardados fueran desconocidas más allá de aquellos acantilados húmedos y relucientes.

Finalmente, Marius regresó junto a mí.

—Escúchame —dijo—. Al oeste de aquí hay una isla que no está bajo mi protección; en su extremo norte hay una vieja ciudad griega donde las tabernas de marineros permanecen abiertas toda la noche. Ve allí con la chalupa. Sal de caza y olvida lo ocurrido aquí. Estudia los nuevos poderes que puedas haber adquirido de Akasha, pero trata de no pensar en ella ni en Enkil. Por encima de todo, procura no urdir planes contra él. Antes de que amanezca, vuelve a la casa. No te será difícil. Encontrarás una decena de puertas y ventanas abiertas. Y ahora, haz lo que te digo. Hazlo por mí.

Incliné la cabeza en gesto de aceptación. Aquello era lo único en el mundo que podría distraerme, que podía borrar de mi cabeza cualquier pensamiento, noble o enervante: la sangre humana, y la lucha humana y la muerte humana. Sin la menor protesta, pues, di unos pasos chapoteando en el agua de la caleta hasta alcanzar la embarcación.

De madrugada, en una de las posadas del puerto, contemplé mi imagen reflejada en un fragmento de espejo metálico clavado en la pared de la sucia habitación de un marinero. Me vi con la casaca de brocado y encaje blanco y con el rostro acalorado tras la muerte. Y observé el cadáver del marinero caído sobre la mesa, sosteniendo todavía en la mano la navaja con la que había tratado de rebanarme el gaznate. Allí estaba también la botella de vino drogado de la cual me había negado a beber, con cómicas excusas, hasta que el hombre había perdido la calma y había probado el último recurso. Su compinche yacía en la cama, muerto.

Volví a contemplar al joven de aspecto libertino que me miraba desde el espejo.

—¡Vaya!, si es el vampiro Lestat… —musité.

Pero ni toda la sangre del mundo pudo evitar que me asaltara el horror cuando me dispuse a descansar.

No pude dejar de pensar en Akasha, de preguntarme si era su risa lo que había escuchado en mi sueño la noche anterior. Y me sorprendió que no me hubiera dicho nada en la sangre, hasta que cerré los ojos y, por supuesto, volvieron a surgir de improviso en mi mente cosas maravillosas, tan mágicas como incoherentes. Ella y yo íbamos caminando juntos por un pasillo —no allí sino en otro lugar que me resultó conocido; creo que era un palacio alemán donde Haydn había escrito sus obras— y me hablaba relajadamente, como lo había hecho mil veces. Pero háblame de todo esto, en qué cree la gente, qué mueve los engranajes en su interior, qué son estos maravillosos inventos… Llevaba un elegante sombrero negro con una gran pluma blanca en el ala ancha y una gasa blanca rodeando su parte superior y atada bajo la barbilla, y su rostro era simplemente primerizo, simplemente joven.

Cuando abrí los ojos, supe que Marius me estaba esperando. Salí de la cámara y le vi de pie junto a la funda vacía del Stradivarius, de espaldas a la ventana abierta sobre el mar.

—Tienes que irte ahora mismo, mi joven Lestat —me comunicó con pesar—. Esperaba que tuviéramos más tiempo, pero es imposible. El barco espera para emprender viaje.

—Es por lo que he hecho… —murmuré, abatido.

Así que me expulsaba de allí…

—Él ha destruido las cosas de la cripta —explicó Marius, pero su voz pedía tranquilidad. Me puso la mano en el hombro y se hizo cargo de la valija con la otra. Nos dirigimos a la puerta—. Quiero que te vayas enseguida, porque es lo único que le calmará, y quiero que recuerdes, no su cólera, sino todo lo que te he contado, y que tengas confianza en que volveremos a vernos, como te he dicho.

—¿Y tú? ¿No le tienes miedo, Marius?

—¡Oh, no! No te vayas con esa preocupación. Ya ha hecho cosas semejantes en otras ocasiones, de vez en cuando. Estoy convencido de que, en realidad, no sabe lo que hace. Sólo sabe que alguien se ha interpuesto entre él y Akasha. Sólo es preciso tiempo para que caiga de nuevo en el sopor.

Una vez más, aquella palabra: sopor.

—Y ella sigue sentada como si no se hubiera movido nunca, ¿verdad?

—Quiero que te vayas ahora mismo para no provocarle —insistió Marius, conduciéndome fuera de la casa hacia la escalera tallada en el acantilado mientras continuaba hablando—: La facultad que poseemos los de nuestra raza para mover objetos, prenderles fuego o causar daños físicos con la fuerza de la mente no se extiende, en cualquier caso, demasiado lejos del lugar físico donde nos encontramos. Por eso quiero que te vayas de aquí esta noche y emprendas viaje a América. Cuando él ya no esté agitado y ya no recuerde lo ocurrido, te mandaré llamar. Y yo no habré olvidado nada y estaré esperándote.

Vi la galera en el puerto, a mis pies, cuando llegamos al borde del acantilado. La escalera parecía imposible de bajar, pero no lo era. Lo imposible de verdad era que estaba dejando a Marius y aquella isla en aquel mismo instante.

—No es preciso que desciendas conmigo —dije, tomando la valija de su mano y haciendo un esfuerzo por no parecer abatido y amargado. Al fin y al cabo, yo había causado aquello—. Preferiría no llorar en presencia de nadie. Despidámonos aquí.

—Ojalá hubiéramos tenido unas noches más para estudiar con calma lo sucedido —murmuró él—. Pero mi amor va contigo. Y recuerda las cosas que te he dicho. Cuando volvamos a vernos, tendremos tanto de que hablar…

Marius dejó la frase en el aire.

—¿Qué sucede, Marius?

—Dime, con sinceridad —me preguntó—, ¿lamentas que acudiera a buscarte a El Cairo, que te trajera aquí?

—¿Cómo podría lamentarlo? —le repliqué—. Lo único que siento es tener que irme. ¿Qué sucederá si no puedo volver a encontrarte, o tú a mí?

—Cuando llegue el momento indicado, te encontraré —afirmó Marius—. Y recuerda siempre que tienes el poder de llamarme, como ya has hecho una vez. Cuando escucho esta llamada soy capaz de cubrir distancias que, por mí solo, no podría recorrer jamás. Si es el momento oportuno, responderé. Puedes estar seguro de ello.

Asentí. Había demasiadas cosas que decirse y no pronuncié una palabra.

Nos estrechamos en un largo abrazo; luego me volví e inicié lentamente el descenso, consciente de que Marius comprendería que no volviera la vista atrás.

17

No supe cuánto añoraba «el mundo» hasta que el barco remontó por fin el lóbrego Bayou St. Jean rumbo a la ciudad de Nueva Orleans y vi recortarse contra el cielo aún luminoso la línea negra y áspera de los pantanos.

El hecho de que ninguno de nuestra raza hubiera penetrado nunca en aquella espesura me produjo excitación y humildad al mismo tiempo.

Antes de que el sol se alzara la primera mañana, ya me había enamorado de aquellas tierras bajas y húmedas, igual que había amado el seco calor de Egipto. Con el paso del tiempo, llegaría a amar aquel rincón más que cualquier otro lugar del mundo.

Allí, los aromas eran tan intensos que despedían su fragancia las propias hojas, además de los capullos amarillos y rosas. Y el gran río marrón, que pasaba impetuoso junto al miserable rincón de la Place d’Armes con su pequeña catedral, eclipsaba a cualquier otro mítico río que hubiera visto nunca.

Inadvertido y sin competidores, exploré la pequeña colonia destartalada con sus calles embarradas y sus aceras de tablones y los sucios soldados españoles haraganeando en los alrededores de los calabozos. Me perdí por los peligrosos garitos del puerto, llenos de marineros de barcazas fluviales dados al juego y a la bronca, y de encantadoras caribeñas de piel morena; me dediqué a vagar de nuevo para contemplar el silencioso destello del relámpago, para escuchar el amortiguado rugido del trueno, para sentir el calor sedoso de la lluvia estival.

Los techos de aleros bajos de las pequeñas casas de campo brillaban bajo la luna. La luz producía destellos en las verjas de hierro de elegantes mansiones de tipo español de la ciudad y parpadeaba tras las cortinas de encaje legítimo que colgaban tras las puertas acristaladas recién limpiadas. Deambulé entre las casitas toscas que se extendían hasta los baluartes y, asomándome a las ventanas, vi muebles llenos de dorados y objetos lacados, retazos de riqueza y civilización que en aquel lugar bárbaro parecían despreciables, recargados y hasta tristes.

De vez en cuando, entre el fango surgía una visión: un auténtico caballero francés engalanado con una peluca blanca y una levita de gala, en compañía de su esposa con una cestita y de un esclavo negro sosteniendo en alto unos zapatos limpios para sus amos.

Comprendí que había llegado al puesto avanzado más recóndito de mi Jardín Salvaje, que aquélla era mi tierra y que me quedaría en Nueva Orleans, si Nueva Orleans conseguía arraigar allí. Fueran cuales fuesen mis sufrimientos, serían menos intensos en aquel lugar sin ley; cualquier cosa que desease, me daría placer una vez la tuviera en mi poder.

Y esa primera noche en aquel pequeño paraíso fétido, hubo momentos en que recé para que, a pesar de todo mi secreto poder, pudiera sentirme de algún modo igual a cualquier hombre mortal. Tal vez no fuera el exótico marginado que había imaginado ser, sino sólo una difusa magnificación de cualquier alma humana.

Viejas verdades y magias antiguas, revoluciones e inventos, todo conspira para distraernos de la pasión que, de un modo u otro, nos vence a todos.

Y, cansados por fin de esta complejidad, soñamos con el tiempo lejano en que nos sentábamos en el regazo de nuestra madre y cada beso era la consumación perfecta del deseo. ¿Qué podemos hacer sino extender las manos para el abrazo que ahora debe contener a la vez el cielo y el infierno: nuestro destino una y otra vez?