Cuando desperté, me hallaba a bordo de un barco. Me llegó el crujido de las cuadernas, el olor salobre del mar. Capté el olor de la sangre de los tripulantes y supe que estaba en una galera, porque escuché el batir rítmico de los remos bajo el sordo rumor de las enormes velas.
No podía abrir los ojos ni mover las extremidades, pero me sentía en calma. No tenía sed. De hecho, experimentaba una extraordinaria sensación de paz. Tenía el cuerpo caliente como si acabara de saciarme y me resultaba agradable permanecer allí tendido, soñando despierto y acunado dulcemente por el mar.
Al rato, mi mente empezó a despejarse.
Noté que estábamos deslizándonos muy deprisa por aguas bastante tranquilas. Y que el sol acababa de ponerse. El cielo crepuscular empezaba a oscurecer y el viento estaba amainando. El sonido de los remos alzándose y cayendo resultaba tan nítido como sedante.
Ahora, tenía los ojos abiertos.
Ya no estaba en el sarcófago. Acababa de salir del camarote de popa del largo navío y me hallaba en cubierta.
Aspiré el fragante aire salado y contemplé el delicioso azul incandescente del cielo tras el ocaso y la multitud de estrellas brillantes que empezaban a lucir. Desde tierra firme, las estrellas nunca se ven así. Nunca parecen tan cercanas.
A ambos costados de la nave había oscuras islas montañosas, acantilados salpicados de pequeñas luces vacilantes. El aire estaba impregnado del aroma de las plantas, de las flores, de la propia tierra.
Y la esbelta nave avanzaba a buena marcha hacia un estrecho paso entre los acantilados.
Me sentía inusualmente fuerte y despejado. Por un instante, sentí la tentación de intentar averiguar cómo había llegado hasta allí, si me hallaba en el Egeo o incluso en el Mediterráneo, de saber cuándo había dejado Egipto y si los hechos que recordaba habían tenido lugar realmente.
Pero las preguntas me resbalaron en muda aceptación de lo que estaba sucediendo.
Marius estaba arriba, en el puente, delante del palo mayor. Me acerqué al pie del puente, me detuve allí, y alcé la vista hacia su rostro.
Llevaba la larga capa de terciopelo rojo que le había visto en El Cairo, y el viento agitaba sus abundantes cabellos rubios, casi blancos. Tenía los ojos fijos en el paso que se abría ante nosotros, en los peligrosos escollos que sobresalían de los bajíos, y su mano izquierda asía la pasarela de la pequeña cubierta.
Me embargó una irresistible atracción hacia él, y la sensación de paz aumentó en mi interior.
No había la menor grandeza ominosa en su rostro ni en su postura, ni una altivez que me causara miedo o humillación. Sólo le envolvía una serena nobleza, con los ojos muy abiertos y fijos al frente y un gesto en la boca que sugería de nuevo una actitud de excepcional dulzura.
Un rostro demasiado liso, sí. Era demasiado fino: tenía el lustre de la piel de una cicatriz y, en una calle a oscuras, habría sobresaltado, o incluso asustado, a cualquiera. Despedía una ligera luz. Pero la expresión era demasiado cálida, demasiado humana en su bondad para sugerir otra cosa que una invitación.
Armand me hubiera tal vez parecido un dios sacado de Caravaggio; y Gabrielle, un arcángel de mármol en el pórtico de una iglesia.
Pero la figura que tenía ante mí era la de un hombre inmortal. Y el hombre inmortal, con la mano derecha extendida ante sí, pilotaba silenciosa pero inconfundiblemente aquella nave entre las rocas que orlaban el estrecho.
Las aguas brillaban como metal fundido, con destellos azules, plateados y negros. Al batir las rocas, las veloces olas levantaban nubes de espuma.
Me acerqué más y, con el menor ruido posible, subí la escalerilla hasta el puente.
Marius no apartó la vista de las aguas un solo instante, pero extendió la mano izquierda y asió la mía, que tenía al costado.
Calor. Una presión moderada. Pero aquél no era momento para hablar e incluso me sorprendió que hubiera advertido mi presencia.
Frunció el entrecejo, y entrecerró ligeramente los ojos y, como si obedecieran a sus mudas órdenes, los remeros aminoraron el ritmo de las paladas.
Me sentí fascinado por lo que veía, y advertí, al aumentar mi concentración, que podía apreciar el poder que emanaba de él, un latido grave que surgía acompasado con el de su corazón.
También pude oír a unos mortales en los acantilados y en las estrechas playas que se extendían a babor y a estribor. Los vi congregados en los promontorios o corriendo hacia la orilla con antorchas en las manos. Mientras los veía allí, de pie en la semioscuridad del anochecer con la vista fija en los faroles de nuestro barco, me llegaron sus pensamientos tan nítidamente como si fueran voces. El idioma era griego, desconocido para mí, pero el mensaje era claro:
Está pasando el señor. Bajad a ver: está pasando el señor. Y la palabra «señor» incorporaba en su significado una vaga sugerencia de algo sobrenatural. Y una oleada de veneración, mezclada de excitación, se alzaba de las orillas como un coro de susurros superpuestos.
¡Escuchar aquello cortaba la respiración! Pensé en el mortal al que había aterrorizado en El Cairo y en la antigua debacle en el escenario del teatro. Pero, salvo esos dos humillantes incidentes, había vagado invisible por el mundo durante diez años, y aquellos mortales, aquellos campesinos de ropas pardas congregados para contemplar el paso del barco, sabían quién era Marius. O, al menos, sabían algo de lo que en realidad era. Aunque no utilizaban el término griego para referirse a los vampiros, uno de los pocos que había aprendido.
Y pronto dejamos atrás las playas. Los acantilados se cerraron a ambos lados. El barco se deslizó con los remos sobre las olas. Los elevados farallones de roca reducían la luz del cielo.
En unos instantes, vi abrirse ante nosotros una gran bahía plateada y un muro de roca cortado a pico al frente, mientras a ambos lados unas laderas más practicables cerraban las aguas. El muro era tan alto y vertical, que no logré distinguir nada en la cima.
Al aproximarnos, los remeros redujeron la velocidad. El barco viraba ligeramente a un lado, y, cuando derivamos hacia el acantilado, vi la confusa forma de un viejo embarcadero de piedra cubierto de brillante musgo. Los remeros habían levantado sus palas hacia el cielo.
Marius continuaba inmóvil como antes, ejerciendo una leve presión sobre mi mano con una de las suyas, mientras con la otra señalaba el embarcadero y el muro de roca que se alzaba como la noche misma, en el cual se reflejaba, difusa, la luz de nuestros fanales.
Cuando estábamos a apenas un par de metros del embarcadero —peligrosamente cerca para un barco del tamaño y tonelaje que parecía tener éste—, noté que nos deteníamos.
A continuación, Marius me tomó de la mano y cruzamos juntos la cubierta. Montamos sobre la borda del barco. Un criado de cabello oscuro se acercó y depositó una bolsa en la mano de Marius. Luego, los dos juntos saltamos al embarcadero de piedra, salvando sin el menor sonido la distancia sobre las aguas.
Volví la vista y contemplé la nave, que se mecía ligeramente. Los remeros empezaban a bajar otra vez las palas. Instantes después, el barco se dirigía hacia las luces lejanas de una pequeña población al otro lado de la bahía.
Marius y yo nos quedamos solos en la oscuridad, y, cuando la embarcación no fue más que un punto oscuro en las aguas brillantes, le vi señalar una angosta escalera tallada en la roca.
—Ve delante de mí, Lestat —me indicó.
La subida me sentó bien. Me gustó escalar con rapidez la cuesta, seguir los peldaños bastamente tallados y los tramos en zigzag, notar cómo arreciaba el viento y ver el agua cada vez más lejana y quieta, como si el movimiento de las olas hubiera cesado.
Marius sólo estaba unos pasos detrás de mí, y, nuevamente, pude notar y escuchar aquel latido de poder. Era como una vibración que me calaba los huesos.
Los peldaños tallados en la piedra desaparecían antes de llegar a la mitad del acantilado y pronto me encontré siguiendo un sendero por el que no pasaría ni una cabra montés. Aquí y allá, un peñasco o un afloramiento de rocas ponía un margen entre nosotros y una posible caída a las aguas, pero, la mayor parte del tiempo, el sendero mismo era lo único que sobresalía del acantilado y, conforme subíamos y subíamos, incluso a mí me entró miedo de mirar hacia abajo.
Una vez, con la mano en torno a la rama de un árbol, lo hice y vi a Marius avanzando pausadamente hacia mí con la bolsa colgada al hombro y la mano derecha libre. La bahía, el pueblo distante y el puerto parecían de juguete, un diorama montado por un niño con un espejo, arena y unos pedazos de madera. Mi vista alcanzaba incluso más allá del paso a aguas abiertas, hasta las siluetas en sombras de otras islas que surgían del mar inmóvil. Marius sonrió y aguardó. Después, con gran suavidad, susurró:
—Continúa.
Como si estuviera hechizado, reanudé la subida y no me detuve hasta llegar a la cima. Salvé gateando un último saliente de rocas y maleza y me puse en pie sobre una hierba mullida.
Ante mí se alzaban nuevas rocas y farallones y, como si hubiera surgido de su seno, una inmensa casa fortificada con luces en sus ventanas y en sus torres.
Marius me pasó el brazo por los hombros y nos dirigimos a la entrada.
Noté que aflojaba el abrazo, al tiempo que se detenía ante un enorme portalón. En seguida, oí correr el pestillo desde el interior. La puerta se abrió y Marius volvió a asirme con fuerza, guiándome hacia el corredor, donde un par de antorchas proporcionaban suficiente luz.
Con cierta sorpresa, advertí que no había allí nadie que pudiera haber corrido el pestillo o abierto la puerta. Marius se volvió, miró hacia la puerta, y ésta se cerró de nuevo.
—Corre ese pestillo —me indicó.
Me pregunté por qué no lo movía como había hecho con todo lo demás, pero le obedecí de inmediato.
—De esta manera es mucho más fácil —comentó, y en su rostro apareció una ligera expresión de burla—. Te acompañaré a la habitación donde podrás dormir tranquilo. Después, ven a verme cuando quieras.
No pude oír a nadie más en la casa. Pero allí habían estado unos mortales, de eso estaba seguro. Podía captar su olor aquí y allá. Y las antorchas llevaban sólo un rato encendidas.
Subimos por una pequeña escalera a la derecha, y, cuando entramos en la estancia que me había sido asignada, me quedé pasmado.
Era una cámara enorme, con toda una pared abierta a una terraza de barandilla de piedra que colgaba sobre el mar.
Volví la cabeza, pero Marius se había ido ya. Había partido con su bolsa, pero, en una mesa de piedra en mitad de la estancia, encontré el violín de Nicolas y mi valija.
Al reconocer el instrumento, me recorrió un escalofrío de tristeza y de alivio, pues ya temía haberlo perdido definitivamente.
En la cámara había bancos de piedra, una lámpara de aceite encendida en un pedestal y, en un rincón, un par de sólidas puertas de madera.
Me acerqué a ellas, las abrí y descubrí un pequeño pasadizo que doblaba bruscamente en ángulo recto. Detrás del recodo había un sarcófago con una tapa sin adornos. Estaba tallado en diorita, una de las piedras más duras de la naturaleza, a mi entender. La tapa resultaba inmensamente pesada, y, cuando examiné el interior, vi que estaba blindada con planchas de hierro y que contenía un pestillo que podía cerrarse desde dentro.
En el fondo del sarcófago había varios objetos brillantes. Al levantarlos, despidieron unos reflejos casi mágicos bajo la luz que se filtraba hasta allí.
Había una máscara dorada de rasgos delicadamente tallados, con los labios cerrados y unas pequeñas aberturas en los ojos, sujeta a una capucha confeccionada con láminas de oro batido dispuestas como pequeñas tejas. La máscara era pesada, pero la capucha resultaba muy ligera y flexible; cada lámina iba atada a las vecinas mediante un hilo de oro. Y también había un par de guantes de piel cubiertos completamente de otras láminas de oro de menor tamaño, como las escamas de un pez. Por último, el sarcófago contenía asimismo una gran manta doblada, de la más suave lana roja, con nuevas láminas de oro, de mayor tamaño, cosidas en una de las caras. Advertí que, si me ponía aquella máscara y aquellos guantes —y si me cubría con la manta—, quedaría perfectamente protegido de la luz si alguien abría el sarcófago durante mi sueño.
Pero era improbable que nadie llegara hasta el sarcófago. Y las puertas de aquellas cámaras en forma de L también estaban forradas de hierro, y tenían otro pestillo de metal para cerrar por dentro.
Pese a ello, aquellos objetos misteriosos poseían un encanto. Me complació tocarlos y me imaginé poniéndomelos para dormir. La máscara me recordó las que simbolizaban en Grecia la comedia y la tragedia.
Todo aquello recordaba la sepultura de un rey.
Dejé los objetos, un poco a regañadientes.
Volví a la estancia de la terraza, me quité la ropa que había llevado durante mis noches bajo tierra en El Cairo y me puse prendas limpias. Me sentí bastante absurdo allí plantado, en aquel lugar intemporal, vestido con una levita azul violácea con botones de perlas y la habitual camisa de encaje, y con unos zapatos de satén con diamantes en las hebillas, pero ésa era la única indumentaria que tenía. Me até el cabello a la nuca con un lazo negro, como un buen gentilhombre del siglo XVIII, y fui en busca del amo de la casa.
Encontré antorchas encendidas por toda la casa. Las puertas estaban abiertas, igual que las ventanas que se asomaban al firmamento y al mar. Y, mientras dejaba atrás la desierta escalera que conducía a la cámara, me di cuenta de que, por primera vez en mi vagar, me hallaba en el seguro refugio de un ser inmortal, con provisiones y con todo lo que un ser inmortal podía desear.
Pude admirar magníficas urnas griegas dispuestas sobre pedestales en los pasillos y grandes estatuas de bronce procedentes de Oriente que me contemplaban desde sus hornacinas. Plantas delicadas florecían en todas las ventanas y terrazas abiertas al cielo. Espléndidas alfombras traídas de la India, de China y de Persia cubrían los suelos de mármol bajo mis pies.
Descubrí enormes animales disecados en actitudes casi naturales: el oso pardo, el león, el tigre, incluso el elefante plantado en una cámara para él solo, lagartos del tamaño de dragones, aves de presa posadas en unas ramas secas dispuestas para que parecieran surgir de un tronco real.
Pero todo ello quedaba dominado por los murales de brillantes colores que cubrían todas las superficies, desde el suelo hasta el techo.
En una cámara había una escena oscura y vibrante del desierto de Arabia quemado por el sol, con una caravana de camellos y mercaderes con turbante exquisitamente detallada avanzando por la arena. En otra estancia, cobró vida a mi alrededor una jungla lujuriante de flores tropicales minuciosamente reproducidas, lianas y hojas de cuidado dibujo.
La perfección del efecto óptico me asombró y me sedujo. Y, cuanto más estudiaba las imágenes, más cosas veía.
Aquella estampa de la jungla estaba repleta de criaturas: insectos, pájaros, gusanos en el suelo… un millón de aspectos de la escena que, finalmente, me produjeron la sensación de que me había deslizado fuera del tiempo y del espacio, de que me había sumergido en algo más que una pintura. Y, sin embargo, todo estaba allí, plano sobre la pared.
Sentí que la cabeza me daba vueltas. Allí donde miraba, las paredes me ofrecían nuevas imágenes. No podría describir en palabras algunos de los tonos y matices de color que vi.
En cuanto al estilo de todas aquellas pinturas, me desconcertó, a la vez que me complacía. La técnica parecía absolutamente realista, con el uso de las proporciones y recursos clásicos que se encuentran en todos los pintores del Renacimiento tardío, Da Vinci, Rafael, Miguel Ángel, así como de artistas de épocas más recientes, como Wateau y Fragonard. El empleo de la luz era espectacular. Bajo mi mirada, las criaturas vivientes parecían respirar.
Pero los detalles… Aquellos detalles no podían ser realistas ni guardar proporción. Sencillamente, había demasiados monos en la selva, demasiados escarabajos en las hojas. En una estampa de un cielo estival aparecían miles de pequeños insectos.
Llegué a una espaciosa galería, abarrotada a ambos lados por hombres y mujeres pintados en las paredes, y estuve a punto de lanzar un grito. Había allí figuras de todas las épocas: beduinos, egipcios, griegos y romanos, caballeros de armadura y campesinos y reyes y reinas. Había gentes del Renacimiento con casacas y polainas, el Rey Sol con su inmensa peluca rizada, y, finalmente, personas de nuestra época.
Pero, también allí, los detalles me hicieron pensar que en realidad lo estaba imaginando todo: las gotitas de agua condensadas en una capa, el corte en una mejilla, la araña medio aplastada bajo una lustrosa bota de cuero.
Me eché a reír. Pero aquello no era divertido; era, simplemente, delicioso. Me eché a reír sin parar.
Tuve que obligarme a salir de aquella galería, y lo único que me dio la fuerza de voluntad necesaria fue la visión de una biblioteca, radiante de luz.
Muros y muros de libros y manuscritos en rollos, enormes esferas terráqueas refulgentes en sus soportes, bustos de los dioses y diosas de la antigua Grecia, grandes mapas desplegados.
Periódicos en todas las lenguas estaban amontonados sobre unas mesas, y, por todas partes, había profusión de curiosos objetos. Fósiles, manos momificadas, caparazones exóticos, ramilletes de flores secas, figurillas y fragmentos de esculturas antiguas, jarrones de alabastro cubiertos de jeroglíficos egipcios.
Y en el centro de la biblioteca, repartidos entre las mesas y las vitrinas, había cómodos sillones con escabeles, candelabros y lámparas de aceite.
En realidad, la impresión que producía la sala era de relajado desorden, de muchas horas de puro disfrute, de un lugar en extremo humano. Saberes humanos, objetos humanos, sillones en los que podrían sentarse humanos.
Me quedé allí largo rato, echando un vistazo a los títulos latinos y griegos. Me sentía un poco ebrio, como si hubiera topado con un mortal cuya sangre contuviera un exceso de vino.
Pero tenía que encontrar a Marius. Dejé atrás la biblioteca, bajé una corta escalera y crucé otro pasillo cubierto de murales hasta salir a otra sala aún mayor, que también estaba inundada de luz.
Antes ya de entrar en ella, escuché el canto de los pájaros y aprecié el perfume de las flores. Y luego me encontré perdido en una jungla de jaulas. Allí no sólo había aves de todos los tamaños y colores, sino también monos y babuinos, y todos parecían haberse vuelto locos en sus pequeñas prisiones mientras yo deambulaba entre ellas.
Plantas en macetas crecían apretadas contra las jaulas: helechos y plataneras, rosales, margaritas, jazmines y otras flores vespertinas de dulces fragancias. Había orquídeas blancas y púrpuras, plantas carnívoras que atrapaban insectos en su seno y arbolillos rebosantes de melocotones, limones y peras.
Cuando emergí por fin de aquel pequeño edén, me encontré en una sala de esculturas igual a cualquier galería del Museo Vaticano. Y vislumbré otras cámaras anejas rebosantes de pinturas, de muebles y accesorios orientales, de juguetes mecánicos.
Por supuesto, ya no me detenía ante cada objeto o cada nuevo descubrimiento. Apreciar cuanto contenía la casa me habría llevado toda una vida mortal.
Continué adelante. No sabía adónde iba, pero comprendí que se me permitía admirar todas aquellas cosas.
Finalmente, escuché el inconfundible sonido de Marius, aquel potente y rítmico latido del corazón que había oído en El Cairo. Y me dirigí hacia él.
Penetré en un salón dieciochesco brillantemente iluminado. Los muros de piedra estaban recubiertos de refinados paneles de madera de palisandro con espejos enmarcados que se alzaban hasta el techo. Observé los habituales arcones pintados, los sillones tapizados, los cuadros de paisajes oscuros y frondosos, los relojes de porcelana. Vi una pequeña colección de libros en unos armarios de puertas de cristal y un periódico de fecha reciente sobre una mesilla, junto a un sillón con mantelillos de brocado en los brazos.
Unas puertas correderas altas y estrechas daban paso a la terraza de piedra, donde una hilera de azucenas y rosas rojas perfumaban el ambiente.
Y allí, de espaldas a mí y apoyado en la barandilla, había un hombre del siglo XVIII.
Cuando se volvió y me indicó con un gesto que saliera a la terraza, vi que era Marius.
Iba vestido igual que yo. La levita era roja, no violácea, y los encajes eran de Valenciennes, no de Bruselas, pero llevaba el mismo estilo de ropa, el lustroso cabello recogido en la nuca con una cinta oscura como yo, y no parecía en absoluto tan etéreo como Armand, sino que daba el aspecto de una superpresencia, de un ser de blancura y perfección imposibles, que, sin embargo, estaba relacionado con todo el que le rodeaba: con las ropas que llevaba, con la barandilla de piedra donde tenía la mano, incluso con el momento mismo en que una nubecilla pasó ante la brillante media luna.
Saboreé aquel instante, el hecho de que aquel ser y yo nos dispusiéramos a hablar, de estar allí realmente. Mi cabeza aún estaba tan despejada como en el barco. Seguía sin sentir la sed y me di cuenta de que era su sangre corriendo por mis venas lo que me mantenía. Todos los viejos misterios se concentraban en mi interior, despertándome y aguzando mi mente. ¿Estarían en algún rincón de la isla aquellos a quienes se llamaba Los Que Deben Ser Guardados? ¿Conocería por fin la respuesta a aquél y a tantos otros interrogantes?
Avancé hasta la barandilla y me detuve al lado de Marius, con la vista fija en el mar. Sus ojos estaban clavados en una isla a apenas media milla de la costa, a nuestros pies. Estaba escuchando algo que yo no podía oír. Y el costado de su rostro, bañado por la luz que surgía de las puertas abiertas a nuestra espalda, producía la espantosa sensación de ser de piedra.
No obstante, le vi volverse de inmediato hacia mí con una expresión de alegría; su liso rostro adquirió por un instante una vitalidad imposible y, a continuación, me pasó el brazo alrededor de los hombros y me condujo de nuevo al interior del salón.
Caminaba con el mismo ritmo que un mortal, con el paso ligero pero firme y desplazando el cuerpo por el espacio con toda normalidad.
Me guio hasta un par de sillones colocados frente a frente y allí tomamos asiento. Estábamos más o menos en el centro de la estancia. La terraza quedaba a la derecha y contábamos con una clara iluminación gracias a la lámpara del techo y a la decena larga de candelabros y brazos de luz instalados en las paredes forradas de madera.
Todo aquello parecía muy normal, muy civilizado. Y Marius se instaló con evidente comodidad entre los cojines de brocado, curvando los dedos en torno a los brazos del sillón.
Al sonreír, su aspecto se hizo totalmente humano. En su rostro surgieron todas las arrugas, toda la expresividad de un rostro humano, hasta que la sonrisa se desvaneció de nuevo.
Traté de no mirarle, pero no pude evitarlo.
Y en sus facciones apareció un aire malévolo.
El corazón me dio un vuelco.
—¿Qué te sería más fácil —me preguntó en francés—, que yo te dijera por qué te he traído aquí, o que tú me explicaras por qué querías verme?
—Bueno, prefiero lo primero —respondí—. Prefiero que hables tú.
Con una risa blanda y conciliadora, Marius continuó:
—Eres una criatura notable. No esperaba que te metieras bajo tierra tan pronto. La mayoría de nosotros experimenta su primera muerte mucho más tarde: cuando ya tienen un siglo de existencia, incluso dos.
—¿La primera muerte? ¿Quieres decir que es habitual… refugiarse bajo tierra como lo he hecho yo?
—Entre los que sobreviven, es habitual. Morimos. Volvemos a vivir. Los que no se entierran durante ciertos períodos de tiempo, no suelen durar mucho.
La revelación me había asombrado, pero parecía muy coherente. Y me embargó el terrible pensamiento de que si Nicolas se hubiera enterrado en lugar de arrojarse a las llamas… Pero no era el momento para pensar en Nicolas. Si lo hacía, empezaría a lanzar preguntas inútiles a mi interlocutor: ¿estaba Nicolas en alguna parte? ¿Había dejado de existir? ¿Y mis hermanos? ¿Estaban ellos también en alguna parte o, sencillamente, habían cesado de existir?
—Pero no debería haberme sorprendido tanto de que, en tu caso, sucediera cuando ha sucedido —continuó hablando como si no hubiera oído mis pensamientos, o no quisiera aludir a ellos todavía—. Has perdido demasiado de lo que te era más preciado. Habías visto y aprendido muchas cosas muy deprisa.
—¿Cómo sabes lo que me ha sucedido? —quise saber.
Volvió a sonreír. Casi lanzó una carcajada. El calor que emanaba de él, la sensación de proximidad, resultaban desconcertantes. Su manera de hablar era animada y absolutamente normal. Es decir, hablaba como un francés bien educado.
—No te doy miedo, ¿verdad? —preguntó.
—No creo que quieras causármelo —respondí.
—Tienes razón. —Con un gesto informal, prosiguió—: Pero tu aplomo resulta, con todo, bastante sorprendente. Para responder a tu pregunta, sé cosas que le suceden a nuestra raza por todo el mundo. Y, para ser sincero, no siempre entiendo cómo o por qué las sé. Es un poder que, como todos los nuestros, aumenta con la edad, pero sigue siendo inconsistente, difícilmente controlable. Hay momentos en que puedo escuchar lo que les sucede a los de nuestra especie en Roma e incluso en París. Y, cuando alguien me llama como tú lo has hecho, puedo captar su llamada desde distancias asombrosas. Y puedo encontrar el origen de la llamada, como has podido comprobar por ti mismo.
»Pero la información me llega también por otras vías. Sé de los mensajes que me has dejado por las paredes de media Europa, porque los he leído. Y he oído hablar de ti a otros. Y, a veces, hemos estado cerca, más cerca de lo que puedas imaginar, y he oído tus pensamientos. Por supuesto, también en este momento puedo escucharlos, como sin duda podrás advertir, pero prefiero comunicarme por medio de palabras.
—¿Y eso? —quise saber—. Pensaba que los antiguos prescindirían por completo de la palabra oral.
—Los pensamientos son imprecisos —explicó él—. Si te abro mi mente, no puedo controlar realmente lo que puedas leer en ella. Y, si soy yo quien lee en la tuya, es posible que malinterprete lo que vea u oiga. Prefiero utilizar el lenguaje hablado y dejar que mis facultades mentales se expresen a través de él. Me gusta la alarma del sonido para anunciar mis comunicaciones importantes. Me gusta que se reciba mi voz. Y me desagrada penetrar en los pensamientos de otro sin advertencia. Para ser totalmente sincero, creo que el lenguaje es el mayor don que comparten mortales e inmortales.
No supe qué responder a ello. De nuevo, el razonamiento parecía absolutamente coherente. No obstante, me encontré moviendo la cabeza en gesto de negativa.
—Y tus gestos… —dije—. Tú no te mueves como Armand o Magnus, como yo creía que todos los antiguos…
—¿Quieres decir como un fantasma? ¿Por qué iba a hacerlo? —replicó Marius con una nueva risa suave que me hechizó.
Se echó un poco hacia atrás en el sillón y dobló la rodilla hasta apoyar el pie en el cojín del asiento, como haría un hombre en su estudio privado.
—Desde luego, hubo un tiempo en que todo esto era muy interesante para mí —comentó—. Deslizarme sobre el suelo produciendo la impresión de no dar pasos, colocarme en posturas que resultan incómodas o imposibles para los mortales. Volar distancias cortas y posarme en tierra sin el menor sonido. Mover objetos por mera voluntad. En realidad, al final, todo ello resulta basto. Los movimientos humanos poseen elegancia. Hay sabiduría en la carne, en el modo en que hace las cosas el cuerpo humano. Me gusta el ruido de mis pies al tocar el suelo, el tacto de los objetos entre mis dedos. Además, mover las cosas por pura fuerza de voluntad y volar, incluso distancias cortas, resulta extenuante. Como has visto, puedo hacerlo cuando es necesario, pero es mucho más sencillo utilizar las manos para hacer las cosas.
Sus palabras me complacieron y no traté de ocultarlo.
—Un cantante puede hacer añicos un vaso si logra dar el agudo preciso —añadió—, pero la manera más fácil de romper ese vaso es, simplemente, dejarlo caer al suelo.
Esta vez, me reí abiertamente.
Empezaba a acostumbrarme a los cambios que experimentaba su rostro, entre la expresividad y la inmovilidad perfecta como la de una máscara, y a la sostenida vitalidad de su mirada, que unía ambas. La impresión que producía seguía siendo la de equilibrio y franqueza, la de una persona de desconcertantes belleza y percepción.
Pero a lo que no lograba habituarme era a aquella sensación de presencia, de que algo inmensamente poderoso, peligrosamente poderoso, estaba allí, contenido y muy próximo.
De pronto, me sentí un poco agitado, un poco abrumado. Y me entró un inexplicable deseo de llorar.
Marius se inclinó hacia delante y me rozó con los dedos el revés de la mano y me recorrió un estremecimiento. Estábamos conectados por aquel contacto. Y, aunque su piel era sedosa como la de todos los vampiros, era menos flexible. Era como si me tocara una mano de piedra en guante de seda.
—Te he traído aquí porque quiero contarte lo que sé —declaró—. Quiero compartir contigo todos los secretos que poseo. Por varias razones, has atraído mi interés.
Me sentí fascinado y percibí la posibilidad de un amor irresistible.
—Pero te advierto que en ello hay un peligro —continuó—. Yo no poseo las respuestas definitivas. No puedo decirte quién hizo el mundo o por qué existe el hombre. Ni sé decirte la razón de que exista nuestra especie. Lo único que puedo hacer es revelarte más cosas acerca de nosotros de las que nadie te ha explicado hasta ahora. Puedo mostrarte a Los Que Deben Ser Guardados y decirte lo que sé de ellos. Puedo decirte por qué razón, creo, he logrado sobrevivir tanto tiempo. Tal vez este conocimiento te cambie en algo. Supongo que eso es lo que hace siempre, en realidad, cualquier conocimiento…
—Sí…
—Pero cuando te haya dado todo lo que tengo para darte, seguirás estando exactamente como antes: seguirás siendo un ser inmortal que deberá hallar sus propias razones para existir.
—Sí, razones para existir —repetí. Mi voz sonó un poco amarga, pero me gustó oír pronunciar de aquel modo las palabras.
Con todo, al mismo tiempo, tenía la lúgubre sensación de ser una criatura hambrienta y depravada a la que iba muy bien una existencia sin propósitos; de ser un vampiro poderoso que siempre conseguía todo lo que quería, por encima de todos y de todo. Me pregunté si Marius se daba cuenta de lo absolutamente terrible que yo era.
La razón para matar era la sangre.
Aceptado. La sangre y el puro éxtasis de la sangre. Y sin ella, éramos pellejos como yo había sido bajo la tierra egipcia.
—Recuerda bien mi advertencia de que las circunstancias seguirán siendo las mismas después. Sólo tú puede que cambies. Tal vez salgas de aquí más ignorante que cuando has entrado.
—¿Pero por qué has decidido revelarme estas cosas? —le pregunté—. Sin duda, otros vampiros te habrán buscado. Debes saber dónde está Armand, ¿no?
—Como te he dicho, tengo varias razones —contestó—. Y, probablemente, la principal es el modo en que me buscaste. Muy pocos seres buscan de verdad el conocimiento en este mundo. Mortales o inmortales, son escasos los que hacen preguntas. Al contrario, casi todos intentan extraer de lo desconocido las respuestas a las que ya han dado forma en sus propias mentes; justificaciones, confirmaciones, formas de consuelo sin las cuales serían incapaces de continuar adelante. Preguntar de verdad es abrir la puerta al torbellino. La respuesta puede aniquilar a la vez la pregunta y a quien la hace. Pero tú te has estado haciendo preguntas de verdad desde que dejaste París, hace diez años.
Comprendí lo que me decía, pero sólo inconexamente.
—Tienes pocos prejuicios formados —prosiguió—. En realidad, me asombras porque haces las cosas tan extraordinariamente simples. Sólo quieres un objetivo. Sólo buscas amor.
—Cierto —le dije con un leve encogimiento de hombros—. Bastante vulgar, ¿no?
Marius lanzó otra de sus leves risas:
—No. Nada de eso. Es como si los dieciocho siglos de civilización occidental hubieran producido un inocente.
—¿Inocente? Supongo que no te estarás refiriendo a mí, ¿verdad?
—En este siglo se habla mucho del buen salvaje —me explicó—, de la fuerza corruptora de la civilización y de que debemos encontrar el modo de volver a la inocencia que hemos perdido. Pues bien, todo eso no es, en realidad, más que una serie de tonterías. Los pueblos auténticamente primitivos pueden ser monstruosos en sus creencias y expectativas. No les cabe en la cabeza el concepto de inocencia. Y tampoco a los niños. En cambio, la civilización ha creado, al menos, hombres que se comportan con tal inocencia. Por primera vez, miran a su alrededor y se dicen: «¿Qué diablos es todo esto?».
—Tienes razón, pero yo no soy inocente. Impío, tal vez —repliqué—. Procedo de gentes sin Dios, y me alegro de ello. Pero sé que son el bien y el mal de una manera muy práctica, y soy Tifón, el asesino de su hermano, no el matador de Tifón, como debes saber.
Marius asintió enarcando levemente las cejas. Él ya no tenía que sonreír para parecer humano. Ahora, podía ver en él una expresión de emoción aunque no hubiera una sola arruga en su rostro.
—Pero tampoco buscas ningún sistema de valores para justificarlo —afirmó—. A eso me refiero cuando hablo de inocencia. Eres culpable de matar mortales porque has sido creado como un ser que se alimenta de sangre y de muerte, pero no eres culpable de mentir, de crear grandes esquemas de pensamientos lóbregos y maléficos en tu cabeza.
—Eso es cierto.
—Carecer de dios es, probablemente, el primer paso para la inocencia, para despojarse del sentimiento de culpa y de subordinación, de la falsa pena por las cosas que, supuestamente, se han perdido.
—¿De modo que eso entiendes por inocencia: no la ausencia de experiencia, sino la ausencia de artificios engañosos?
—La ausencia de necesidad de artificios —me corrigió—. El amor y el respeto por lo que tienes delante de los ojos.
Lancé un suspiro. Me eché hacia atrás en el sillón pensando en lo que acababa de oír, en qué tenía que ver aquello con Nicolas y con lo que éste decía de la luz, siempre la luz. ¿Se refería a esto?
Marius también parecía meditabundo. Seguía recostado en el sillón como había permanecido desde el principio de la conversación y tenía la mirada perdida en el cielo nocturno más allá de las puertas abiertas. Tenía los ojos entrecerrados y la boca un poco tensa.
—Pero lo que me ha atraído de ti no ha sido sólo tu espíritu animoso, tu honestidad, si lo prefieres. También ha sido el modo en que pasaste a ser uno de nosotros.
—Entonces, también sabes todo eso…
—Sí, todo —asintió, sin darle importancia—. Has sido hecho vampiro al final de una era, en un momento en que el mundo se enfrenta a unos cambios inimaginables. Lo mismo sucedió en mi caso. Yo nací y crecí entre los hombres en una época en que el mundo antiguo, como hoy lo llamamos, estaba llegando a su final. Las viejas creencias estaban agotadas y un nuevo dios estaba a punto de surgir.
—¿Qué época fue ésa? —inquirí, excitado.
—La de César Augusto, cuando Roma acababa de convertirse en imperio y la fe en los dioses había muerto como expresión de elevados ideales.
Le dejé ver la sorpresa y el placer que inundaban mi rostro. Ni por un instante dudé de sus palabras. Me llevé una mano a la cabeza como para recobrar la serenidad perdida, pero él continuó hablando:
—La gente corriente de esa época creía en la religión como la gente de hoy. Para ellos era una costumbre, una superstición, una magia elemental, el uso de unas ceremonias cuyos orígenes se perdían en la antigüedad, igual que sucede hoy. Pero el mundo de los que creaban ideas, de los que gobernaban y hacían avanzar el curso de la historia, era un lugar sin fe y desesperadamente sofisticado como el de la Europa de los tiempos actuales.
—Así me pareció mientras leía a Cicerón, a Ovidio y a Lucrecio —murmuré.
Él asintió y se encogió de hombros ligeramente.
—La humanidad ha tardado dieciocho siglos en volver al escepticismo, al nivel de sentido práctico de esos tiempos. Pero la historia no se repite en absoluto, esto es lo más sorprendente.
—¿A qué te refieres?
—¡Mira a tu alrededor! En Europa están sucediendo cosas absolutamente nuevas. El valor que se otorga a la vida humana es superior al de cualquier otra época. A la sabiduría y a la filosofía se unen nuevos descubrimientos en las ciencias, nuevos inventos que modificarán completamente el modo de vida de los humanos. Pero ésta es otra historia distinta. Es el futuro. A lo que me quiero referir ahora es a que has nacido en el punto de ruptura del viejo modo de ver las cosas. Igual me sucedió a mí. Has aparecido de una época sin fe y, sin embargo, no eres cínico. Lo mismo pasó conmigo. Los dos hemos surgido de una grieta entre la fe y la desesperación, por llamarlo así.
Y Nicolas, pensé, había caído en aquella grieta y había perecido.
—Ésa es la razón de que tus preguntas sean distintas a las de quienes han nacido a la inmortalidad bajo el Dios cristiano.
Recordé la conversación con Gabrielle en El Cairo. Nuestra última conversación. Yo mismo le había dicho que ésta era mi fuerza.
—Precisamente —asintió él—. Así pues, tú y yo tenemos eso en común. Nos hicimos adultos sin esperar gran cosa de los demás. Y el peso de la conciencia, por terrible que fuese, siempre fue algo privado.
—¿Pero fue bajo el Dios cristiano, en los primeros tiempos de ese Dios cristiano, cuando tú… cuando tú «naciste a la inmortalidad», según tu propia expresión?
—No —replicó Marius con un asomo de disgusto—. Nosotros nunca hemos servido al Dios cristiano. Puedes quitarte desde este momento esa idea de la cabeza.
—Pero ¿y las fuerzas del bien y del mal representadas en los nombres de Cristo y Satán?
—Repito que nada, o muy poco, tienen que ver con nosotros.
—Pero seguro que el concepto de mal, de alguna forma…
—No. Nosotros somos más viejos que todo eso, Lestat. Los hombres que me crearon eran adoradores de dioses, es cierto. Y creían en cosas que yo no podía aceptar. Pero su fe se remontaba a una época muy anterior a los templos de la Roma imperial, un tiempo en que se podía derramar a mares sangre humana inocente en nombre del bien. Y en que el mal era la sequía, la plaga de langosta y las malas cosechas. A mí me hicieron lo que soy esos hombres, en nombre del bien.
Aquello era demasiado seductor, demasiado subyugante.
Y, en un coro de vertiginosa poesía, acudieron a mi mente todos los viejos mitos. Osiris era un buen dios para los egipcios, un dios del trigo. ¿Qué tiene eso que ver con nosotros? Los pensamientos eran un torbellino en mi mente. En una sucesión de imágenes mudas, recordé la noche en que dejé la casa de mi padre en la Auvernia, mientras los aldeanos bailaban en torno a la hoguera de Carnaval y elevaban sus cantos pidiendo que aumentaran las cosechas. Mi madre había tildado de pagana aquella fiesta. Lo mismo había dicho el colérico párroco al que habían echado del pueblo tiempo atrás.
Y todo ello pareció más que nunca la historia del Jardín Salvaje, de bailarines en el Jardín Salvaje, donde no prevalecía ninguna ley salvo la del jardín, que era una ley estética. Que el grano crezca muy alto, que el trigo verdee y luego se vuelva dorado, que luzca el sol. ¡Mirad, fijaos en esa manzana de forma perfecta que ha hecho el árbol! Los campesinos corriendo entre los árboles del huerto, con los tizones ardientes de la hoguera de Carnaval, para hacer que las manzanas crecieran.
—Sí, el Jardín Salvaje —murmuró Marius con una chispa de luz en los ojos—. Y tuve que salir de las ciudades civilizadas del Imperio para encontrarlo. Tuve que acudir a los profundos bosques de las provincias del norte, donde el jardín crecía aún en toda su exuberancia, a las propias tierras de la Galia meridional donde tú naciste. Tuve que caer en manos de los bárbaros que nos dieron a ambos nuestra estatura, nuestros ojos azules y nuestro pelo rubio. Yo los recibí a través de la sangre de mi madre, que procedía de esas gentes, pues era hija de un caudillo celta, casada con un patricio romano. Y tú los has recibido a través de la sangre de tus padres, transmitida directamente desde esos tiempos. Y, por una extraña coincidencia, ambos fuimos escogidos para la inmortalidad (tú por Magnus y yo por mis captores) por idéntica razón: porque éramos el máximo exponente de nuestra sangre y de nuestra raza de ojos azules, porque éramos más altos y bien plantados que otros hombres.
—¡Oh, es preciso que me lo expliques todo! ¡Tienes que contármelo todo! —exclamé.
—Ya lo estoy haciendo —replicó él—. Pero, antes de continuar, creo que es el momento de enseñarte algo que será muy importante más adelante.
Hizo una breve pausa para que sus palabras surtieran efecto en mí. Luego, se incorporó lentamente al modo de los humanos, con las manos en los brazos del sillón. Se quedó de pie, mirándome y esperando.
—¿Los Que Deben Ser Guardados? —pregunté.
La voz se me había vuelto apenas un balbuceo, terriblemente insegura.
Y advertí otra vez en su rostro un leve aire burlón; o, más bien, un toque de aquel tonillo divertido que nunca andaba muy lejos.
—No tengas miedo —dijo con sequedad, tratando de ocultarlo—. Es muy impropio de ti, ¿sabes?
Yo ardía en deseos de verlos, de saber qué eran, pero no me moví. Nunca había pensado de verdad que verlos significaría…
—¿Es… es algo horrible de contemplar? —quise saber.
Marius me sonrió plácida y afectuosamente y posó una mano en mi hombro.
—Si te dijera que sí, ¿acaso eso te detendría?
—No —respondí.
Pero tenía miedo.
—Sólo es terrible con el paso del tiempo —añadió él—. Al principio, es hermoso.
Aguardó un instante, contemplándome y tratando de tener paciencia. Luego, con suavidad, insistió:
—Vamos.
Una escalera al interior de la Tierra
Una escalera que era mucho más vieja que la casa, aunque no podría decir cómo lo sabía. Unos peldaños desgastados, cóncavos en su centro de los pies que los habían hollado, descendiendo en espiral más y más en la roca.
De vez en cuando, una abertura sobre el mar, toscamente tallada; una abertura demasiado estrecha para que pasara un hombre, y un alféizar en el que anidaban las aves y en cuyas grietas crecían las hierbas silvestres.
Y luego el frío, ese frío inexplicable que se siente a veces en los viejos monasterios, en las iglesias en ruinas, en las habitaciones embrujadas.
Me detuve a frotarme los brazos con las manos. El frío subía de los escalones.
—Ellos no lo causan —comentó Marius en voz baja.
Estaba esperándome unos peldaños más abajo.
La semioscuridad descomponía su rostro en suaves contornos de luces y sombras; ello producía la ilusión de una edad mortal que no existía en realidad.
—Ya estaba aquí mucho antes de que los trajera —añadió—. Muchos han acudido a esta isla en peregrinación. Tal vez también ya existía antes de que ellos llegaran.
De nuevo, me invitó a seguir con su característica paciencia. Había compasión en sus ojos.
—No temas —repitió mientras reanudaba la marcha.
Me dio vergüenza no seguirle. Los peldaños continuaban más y más.
Pasamos junto a aberturas más grandes y llegó a nosotros el ruido del mar. Noté salpicaduras de la fría espuma en las manos y en la cara, vi el brillo de la humedad en la roca, pero seguimos descendiendo, y escuchábamos el eco de nuestras pisadas en el techo abovedado, en las paredes toscamente horadadas. La escalera bajaba más allá de cualquier mazmorra; aquello era el hoyo que un niño hace en la tierra cuando alardea ante sus padres de que cavará un túnel hasta el centro mismo de la Tierra.
Finalmente, al llegar a un rellano, vi un estallido de luz. Un par de lámparas ardían ante una puerta de doble hoja.
Grandes recipientes de aceite alimentaban la mecha de las lámparas, y una enorme viga de madera atrancaba la puerta. Para levantarla habrían sido precisos varios hombres y, posiblemente, cuerdas y poleas.
Marius la alzó y la dejó con facilidad a un lado. Tras esto, dio un paso atrás y miró fijamente la puerta. Escuché el sonido de otra viga que se movía en la parte interior. Las hojas de la puerta se abrieron lentamente y advertí que se me detenía la respiración.
No era sólo que Marius lo hubiera hecho sin tocarlas, pues ya había visto aquel truco anteriormente. Lo que me dejó sin habla fue que la estancia que se abría tras ella estaba llena de las mismas flores deliciosas y las mismas lámparas iluminadas que había visto en la casa. Allí, a gran profundidad bajo el suelo, había azucenas blancas y de brillo ceroso, relucientes con las gotitas de humedad, y rosas en todos los tonos, del rojo al rosado más pálido, a punto de caer de sus tallos. Aquella cámara era una capilla, con el suave parpadeo de las lámparas votivas y el perfume de mil ramos de flores.
Los muros estaban pintados al fresco como los de una antigua iglesia italiana, con pan de oro en los dibujos. Sin embargo, las imágenes no eran las de unos santos cristianos.
Palmeras egipcias, el desierto amarillo, las tres pirámides, las aguas azules del Nilo. Y los hombres y mujeres egipcios con sus barcas de gráciles formas surcando el río, los peces multicolores de sus profundidades, los pájaros de alas púrpura en el aire.
Y el oro presente en todo ello, en el sol que brillaba en los cielos, en las pirámides que relucían a lo lejos, en las escamas de los peces y las plumas de las aves, y en los ornamentos de las esbeltas y delicadas figuras egipcias que permanecían inmóviles, mirando al frente, en sus largas y estrechas embarcaciones verdes.
Cerré los ojos un momento. Los abrí lentamente y vi el conjunto de la cámara como un gran santuario.
Hileras de lirios sobre un altar bajo de piedra que sostenía un inmenso sagrario de oro, un tabernáculo labrado de refinados bajorrelieves con los mismos dibujos egipcios. Y una corriente de aire que llegaba entre profundas grietas de la roca, agitando las llamas de las lámparas perpetuas y meciendo las grandes hojas, como palas verdes, de los lirios que se alzaban en sus recipientes de agua, despidiendo su perfume embriagador.
Casi podía escuchar himnos allí dentro. Casi oía los cánticos y las antiguas invocaciones. Y dejé de tener miedo. Aquella belleza era demasiado majestuosa, demasiado confortadora.
Pero miré hacia las puertas doradas del tabernáculo. Era más alto que yo y hacía tres veces mi anchura de hombros.
Marius también estaba mirando en la misma dirección. Noté el poder que surgía de su interior, el leve calor de su fuerza invisible, y escuché abrirse la cerradura interna de las puertas del tabernáculo.
Si me hubiera atrevido, me habría acercado un poco más a él. Casi no respiraba cuando las puertas de oro se abrieron por completo, retirándose hasta dejar a la vista dos espléndidas figuras egipcias, un hombre y una mujer, sentados uno al lado del otro.
La luz bañó sus rostros finos, delicadamente esculpidos, y sus blancas extremidades, decorosamente dispuestas. Y destelló en sus ojos oscuros.
Eran tan hieráticas como todas las estatuas egipcias que había conocido, escasas en detalles, hermosas de contornos, espléndidas en su sencillez: sólo la expresión franca e infantil de los rostros aliviaba la sensación de frialdad y severidad. Sin embargo, a diferencia de cualquier otra, ambas figuras llevaban telas y pelucas de verdad.
Ya había visto santos ataviados de aquella manera en algunas iglesias italianas, terciopelos sobre mármol, y el efecto no siempre era agradable.
Pero éstas habían sido vestidas con gran cuidado.
Las pelucas eran de largos y tupidos rizos negros, con el flequillo muy corto en la frente y coronadas con rodetes de oro. En los brazos desnudos llevaban pulseras y brazaletes como serpientes, y varios anillos en los dedos.
Las ropas eran del lino blanco más fino. El hombre, desnudo hasta la cintura y con una especie de faldilla; y la mujer, con un vestido largo, ajustado y bellamente plisado. Ambos llevaban numerosos collares de oro, algunos de ellos incrustados de piedras preciosas.
Los dos eran casi de la misma estatura y estaban sentados de manera muy similar, con las manos extendidas sobre los muslos, y los dedos al frente. Y aquella semejanza me desconcertó de algún modo, igual que su austero encanto y el brillo de sus ojos, como gemas.
Nunca, en ninguna escultura, había apreciado una actitud más llena de vida, pero, en realidad, no había la menor vitalidad en las figuras. Tal vez se trataba de un efecto óptico causado por la vestimenta, por el centelleo de las luces en los anillos y collares, de la luz reflejada en sus ojos relucientes.
¿Eran acaso Isis y Osiris? ¿Era una escritura en caracteres minúsculos lo que venía en sus collares, en los rodetes de sus cabellos?
Marius no dijo nada. Sencillamente, estaba mirándoles igual que yo con una expresión inescrutable, de tristeza tal vez.
—¿Puedo acercarme a ellas? —susurré.
—Desde luego —asintió.
Avancé hacia el altar como un niño en una catedral, dando cada nuevo paso con más vacilación. Me detuve a apenas unos palmos de las estatuas y las miré directamente a los ojos. ¡Ah!, eran demasiado perfectas en profundidad y brillo. Demasiado reales.
Cada una de las negras pestañas, cada pelo azabache de sus cejas levemente arqueadas, habían sido colocados con infinito cuidado.
Con infinito cuidado se habían moldeado sus bocas entreabiertas, de modo que se viera el reflejo de sus dientes. Y los rostros y los brazos se habían pulido tanto que ni la menor imperfección perturbaba su lustre. Y, como sucede con todas las estatuas y figuras pintadas que miran directamente al frente, los dos rostros parecían observarme.
Me sentí confuso. Si no eran Isis y Osiris, ¿a quién representaban aquellas estatuas? ¿De qué vieja verdad eran símbolos? ¿Por qué aquel imperativo en el viejo apelativo, Los Que Deben Ser Guardados?
Contemplé las esculturas detenidamente, con la cabeza un poco ladeada.
Los blancos de sus ojos tenían un aspecto húmedo, como si estuvieran cubiertos con la laca más transparente, y admiré las pupilas negras y profundas en el centro de sus ojos, pardos en realidad. Los labios eran dos líneas rosa ceniciento de un tono palidísimo.
—¿Se puede…? —susurré, volviéndome hacia Marius, pero la falta de confianza me hizo dejar la frase a medias.
—Sí, puedes tocarlas —dijo él.
No obstante, me pareció un sacrilegio hacerlo. Contemplé las figuras un momento más, admirando sus manos abiertas sobre los muslos y sus uñas, que guardaban un sorprendente parecido con las nuestras, como si estuvieran hechas de cristal e incrustadas en sus dedos.
Me dije que, si acaso, podría tocar el revés de la mano de la figura masculina sin que ello pareciera tan sacrílego; sin embargo, lo que deseaba hacer realmente era tocar el rostro de la mujer. Por fin, alcé los dedos hasta las mejillas de la estatua femenina. Y con gesto titubeante, dejé que las yemas rozaran la blanca piedra. A continuación, clavé la mirada en sus ojos.
Lo que estaban tocando mis dedos no podía ser piedra. No podía… Más bien tenía el mismo tacto que… Y en los ojos de la mujer había algo… algo que…
Antes de que mi mente pudiera reaccionar, mis pies retrocedieron.
En realidad, me brinqué y aparté de la figura, derribando con mi gesto los jarrones de lirios y yendo a golpear la pared del tabernáculo, junto a la puerta.
Me entró tal temblor, que las piernas apenas me sostenían.
—¡Están vivos! —exclamé—. ¡No son estatuas! ¡Son vampiros como nosotros!
—En efecto —asintió Marius—, aunque ellos no reconocerían esa palabra.
Marius estaba justo delante de mí y seguía contemplando las figuras, con los brazos extendidos a los costados como había permanecido todo el tiempo.
Le vi volverse lentamente; se acercó a mí y me tomó la mano derecha.
La sangre había afluido a mi rostro. Quise decir algo pero no pude. Continué mirando las figuras y luego volví la vista hacia Marius y hacia la blanca mano que me sujetaba.
—No sucede nada —murmuró casi con tristeza—. No creo que les disguste tu contacto.
Por un instante, no le comprendí. Después, supe a qué se refería.
—¿Quieres decir que…? ¿Que no sabes si…? ¿Que ellos están ahí sentados, simplemente, y…? ¡Oh, Dios mío!
Y volvió a mi mente el recuerdo de sus palabras de siglos atrás, incrustadas en la narración de Armand: «Los Que Deben Ser Guardados están en paz, o en silencio. Tal vez nunca sepamos más que eso». Me descubrí temblando de pies a cabeza, incapaz de detener la agitación de mis brazos y de mis piernas.
—Los dos respiran, piensan y viven, igual que nosotros —logré balbucear—. ¿Cuánto tiempo llevan así, cuánto?
—Tranquilízate —dijo Marius, dándome unas palmaditas en la mano.
—¡Oh, Dios mío! —volví a decir, estupefacto. No encontraba más palabras y repetí la exclamación varias veces—. ¿Pero quiénes son? —pregunté por fin, con una voz histéricamente aguda—. ¿Son Isis y Osiris? ¿Son ellos?
—No lo sé.
—Quiero alejarme de ellos. Quiero salir de aquí.
—¿Por qué? —preguntó Marius con calma.
—Porque ellos… ¡Porque están vivos dentro de sus cuerpos y… y no pueden hablar ni moverse!
—¿Cómo sabes que no? —replicó él.
Su voz era grave, apaciguadora como antes.
—Porque no lo hacen. Ésa es la cuestión, que ellos no lo…
—Ven —insistió Marius—, quiero que los mires un poco más. Después te llevaré otra vez arriba y te lo contaré todo, como ya te he dicho que haría.
—No quiero volver a mirarlos, Marius. De veras que no quiero —me resistí, tratando de desasirme de su mano mientras movía la cabeza en señal de negativa. Pero Marius me tenía agarrado con la firmeza de una estatua y no pude evitar pensar cuánto se parecía su piel a la de aquellos dos seres, cómo estaba adquiriendo su mismo lustre inverosímil, cómo su rostro resultaba tan liso como el de ellos.
Marius se estaba haciendo como ellos. Y, en algún momento del gran bostezo de la eternidad, terminaría por convertirse en uno de ellos… si sobrevivía lo suficiente.
—Por favor, Marius… —supliqué. No me quedaba un ápice de coraje ni de vanidad. Lo único que quería era salir de la cámara.
—Espérame pues —dijo él en tono paciente—. Quédate aquí.
Me soltó la mano, dio media vuelta y contempló las flores que había aplastado, el agua que había derramado.
Y, ante mis propios ojos, el estropicio se arregló por sí solo, las flores volvieron a los jarrones y el agua se evaporó del suelo.
Marius se quedó mirando a los dos seres que tenía delante y pude escuchar sus pensamientos. Estaba saludándoles de una manera personal que no requería invocaciones ni títulos. Les estaba explicando por qué se había ausentado las noches anteriores. Había viajado a Egipto y les había traído regalos que no tardarían en llegar. Muy pronto, les dijo, los llevaría fuera para que vieran el mar.
Empecé a tranquilizarme un poco, pero mi mente se puso a repasar detenidamente todo lo que había visto claro en el momento del terrible descubrimiento. Marius se ocupaba de ellos. Los atendía desde siempre. Había embellecido aquella cámara porque ellos la veían y tal vez les importara la belleza de los cuadros y de las flores que él traía.
Pero él no lo sabía. Y me bastó con mirarles de frente otra vez para sentir de nuevo el espanto de saber que estaban vivos y encerrados dentro de sí mismos.
—No puedo soportarlo —murmuré.
Sin que Marius lo dijera, supe la razón de que los guardara. No podía enterrarlos en cualquier parte y olvidarlos, pues estaban conscientes. Tampoco podía quemarlos, porque estaban desvalidos y no podían dar su consentimiento. ¡Oh, Dios, aquello era cada vez más terrible! Por eso los guardaba como los paganos de la Antigüedad guardaban a sus dioses en los templos que eran sus casas. Y por eso les traía flores.
Y entonces le vi encender para ellos un pequeño pan de incienso que había sacado de un pañuelo de seda, mientras les decía mentalmente que se lo había traído de Egipto y lo ponía a quemar en un platillo de bronce.
Me empezaron a lagrimear los ojos y rompí en sollozos.
Cuando alcé de nuevo la vista, Marius estaba de espaldas a los dos seres y pude ver a éstos por encima de su hombro. Marius se asemejaba a ellos espantosamente; era otra estatua vestida con telas. Y pensé que tal vez lo estaba haciendo deliberadamente, manteniendo el rostro inexpresivo.
—Te he decepcionado, ¿verdad? —le susurré.
—No, en absoluto —respondió él con delicadeza—. En absoluto.
—Lamento mucho que…
—No, no es preciso.
Me acerqué un poco más. Sentía que había sido grosero con Los Que Deben Ser Guardados. Que lo había sido con Marius. Él me había revelado aquel secreto y yo había mostrado horror y rechazo. Me sentí decepcionado conmigo mismo.
Me adelanté aún más. Quería corregir lo que había hecho antes. Marius se volvió hacia ellos otra vez y me pasó el brazo por la cintura.
El incienso resultaba embriagador. Los ojos oscuros de los dos seres reflejaban de pleno el movimiento espectral de las llamas de las lámparas.
No se veía el menor abultamiento de venas en la piel blanca; no había el menor pliegue o arruga. Ni siquiera las finas líneas de los labios, que Marius aún conservaba. Sus pechos no se movían en absoluto al ritmo de la respiración.
Y, al escuchar con atención en el silencio, no pude captar ningún pensamiento en sus mentes, ningún latido en sus corazones, ningún movimiento de sangre en sus venas.
—Pero tienen sangre, ¿no es cierto? —cuchicheé a Marius.
—Sí, la tienen.
«¿Y tú…? ¿Tú les traes víctimas?», quise preguntarle.
—Ninguno de los dos bebe ya.
¡Incluso esto resultaba espantoso! Aquellos seres ni siquiera disfrutaban de aquel placer. Y sin embargo, ¡ah!, imaginarlo… imaginar cómo habría sido… Los dos recobrando el movimiento el tiempo suficiente para tomar a sus víctimas antes de volver a caer en la inmovilidad… No. La idea debería haberme reconfortado, pero no fue así.
—Hace mucho tiempo, todavía bebían, aunque apenas una vez al año. Yo les dejaba algunas víctimas en el santuario, malhechores en estado de debilidad y próximos a la muerte. Cuando volvía, encontraba los cuerpos consumidos y, a Los Que Deben Ser Guardados, en la misma posición de siempre. Únicamente el color de la carne era un poco distinto. Y nunca encontraba una sola gota de sangre derramada.
»Esto sucedía siempre con luna llena y, por lo general, en primavera. Las presas que dejaba para ellos en otras ocasiones no eran utilizadas nunca. Y, más adelante, incluso este festín anual cesó. Entonces continué trayéndoles víctimas de vez en cuando. En una ocasión, cuando ya había transcurrido una década así, dieron cuenta de otra. De nuevo, eso sucedió en primavera, en noches de luna llena. Después, no volvieron a probar sangre durante al menos medio siglo. Perdí la cuenta. Entonces pensé que tal vez tenían que ver la Luna, que tenían que percibir el cambio de las estaciones. Pero, como luego se comprobó, tampoco aquello tenía que ver.
»No han vuelto a beber desde antes de que les trasladara a Italia, y de eso hace ya tres siglos. Ni siquiera volvieron a probar una gota en el calor de Egipto.
—Pero, cuando lo hacían, ¿nunca les viste con tus propios ojos en pleno festín?
—No —respondió Marius.
—¿No les has visto nunca moverse?
—No, desde… Desde el principio.
Me descubrí temblando otra vez. Mientras contemplaba a los dos seres, imaginé que los veía respirar, que los veía mover los labios. Sabía que se trataba de una ilusión, pero me estaba volviendo loco. Tenía que salir de allí o me echaría a llorar otra vez.
—A veces —prosiguió Marius—, cuando acudo a verles, encuentro las cosas cambiadas.
—¿Cómo? ¿Cuáles?
—Pequeñas cosas —dijo, contemplando con aire pensativo a la pareja. Extendió la mano y tocó el collar de la mujer—. Éste le gusta. Al parecer, es apropiado para ella. Antes tenía otro que siempre encontraba en el suelo, roto.
—¡Entonces pueden moverse!
—Al principio pensé que el collar se le caía, pero, después de repararlo tres veces, comprendí que era inútil. Ella se lo arrancaba del cuello, o lo hacía caer con su mente.
Solté un pequeño siseo de horror e, inmediatamente, me sentí mortificado de haberlo hecho en presencia de ella. Quise salir de la cámara en aquel mismo instante. Su rostro era un espejo que reflejaba todas mis fantasías. Sus labios se curvaron en una sonrisa, sin curvarse en absoluto.
—Lo mismo ha sucedido a veces con otros ornamentos que, creo, debían de llevar los nombres de unos dioses que no les gustaban. En cierta ocasión, un florero que había traído de una iglesia apareció roto, como si lo hubiesen hecho estallar en pequeños fragmentos con su sola mirada. También ha habido otros cambios sorprendentes.
—Cuéntame.
—A veces he entrado en el santuario y he encontrado a alguno de los dos en pie.
Aquello era demasiado terrible. Quise cogerle de la mano y arrastrarle fuera de aquel lugar.
—Una noche le encontré a él a varios pasos de la silla. Y, otra vez, a la mujer junto a la puerta.
—¿Tratando de salir?
—Quizás —asintió, pensativo—. Pero, entonces, podían salir fácilmente si así lo querían. Cuando hayas oído todo el relato podrás juzgar. Siempre que los he encontrado desplazados, los he devuelto a su lugar y los he colocado exactamente como estaban. Para hacerlo se precisa una fuerza extraordinaria. Son como de piedra flexible, si puedes imaginar algo parecido. Y si yo tengo esa fuerza, imagina la que pueden tener ellos.
—Acabas de decir «entonces». ¿Y si ya no pueden seguir haciendo lo que desean? ¿Y si llegar hasta la puerta era lo máximo que les permitían sus esfuerzos?
—Yo creo que, si ella hubiera querido, habría roto las puertas. Si yo puedo abrir cerrojos con la mente, ¿qué no podrá hacer ella?
Contemplé sus rostros fríos y remotos, sus mejillas finas y hundidas, sus bocas grandes y serenas.
—Pero ¿y si te equivocas? ¿Y si pueden escuchar cada palabra que estamos diciendo y eso les irrita, les enfurece?
—Creo que, en efecto, nos oyen —asintió Marius tratando de tranquilizarme otra vez, con su mano en la mía y una voz apaciguadora—, pero no me parece que les importe. Si les importara, se moverían.
—¿Cómo puedes saberlo?
—Hacen otras cosas que requieren grandes fuerzas. Por ejemplo, hay veces en que cierro el tabernáculo e, inmediatamente, ellos vuelven a correr el cerrojo y a abrir las puertas. Sé que son ellos porque son los únicos que podrían hacerlo. Las puertas se abren de par en par y ahí están. Los llevo fuera a contemplar el mar, y, antes del amanecer, cuando regreso para devolverlos adentro, resultan más pesados, menos flexibles, casi imposibles de mover. Hay ocasiones en que creo que hacen todas estas cosas para atormentarme, para jugar conmigo.
—No. Se esfuerzan en vano.
—No te apresures tanto en tu juicio —respondió Marius—. Como digo, he entrado en su cámara y he encontrado pruebas de cosas muy raras. Y, por supuesto, están las cosas que sucedieron al principio…
Interrumpió la frase. Algo le había distraído.
—¿Te llegan pensamientos de ellos?
Marius estaba estudiándoles. Tuve la intuición de que algo había cambiado. Utilicé hasta el último recurso de mi voluntad para no dar media vuelta y echar a correr. Miré a los dos seres detenidamente. No vi ni escuché ni percibí nada. Si Marius no me explicaba pronto por qué se había quedado mirándoles de aquel modo, empezaría a gritar.
—No seas tan impetuoso, Lestat —dijo por último con una leve sonrisa, con sus ojos fijos aún en la figura del hombre—. De vez en cuando los escucho, en efecto, pero es algo ininteligible. Es sólo el sonido de su presencia… ya sabes a qué me refiero.
—Y entonces les oyes, ¿no es eso?
—Sssí… Tal vez.
—Marius, por favor, salgamos, te lo ruego. ¡Perdóname, pero no puedo soportarlo! Por favor, Marius, vámonos.
—Está bien —aceptó él con paciencia. Me dio un apretón en el hombro y añadió—: Pero antes haz una cosa por mí.
—Lo que me pidas.
—Háblales. No es preciso que lo hagas en voz alta, pero háblales. Diles que los encuentras hermosos.
—Ya lo saben —repliqué—. Saben que los encuentro indescriptiblemente hermosos. —Estaba seguro de que así era, pero Marius se refería a decirlo de manera ceremoniosa, de modo que borré de mi mente todo el miedo y las locas supersticiones y les dije lo que Marius me había sugerido.
—Habla con ellos, simplemente —insistió Marius.
Lo hice. Miré a los ojos al hombre y también a la mujer. Y se adueñó de mí una sensación extrañísima. Una y otra vez, repetí las frases Os encuentro hermosos, os encuentro incomparablemente hermosos hasta que dejaron de parecer auténticas palabras. Me vi rezando como cuando era muy, muy pequeño y me tumbaba en el prado en la ladera de la montaña y le pedía a Dios que, por favor, por favor, me ayudara a escapar de la casa de mi padre.
Así le hablé a la mujer en aquel instante y le dije que estaba agradecido de que me hubiera sido concedido acercarme a ella y a sus antiguos secretos, y este sentimiento se hizo físico. Se difundió por toda la superficie de mi piel y por las raíces de los cabellos. Noté que la tensión abandonaba mi rostro. La noté abandonando mi cuerpo. Yo era todo luz, y el incienso y las flores envolvían mi espíritu mientras miraba las negras pupilas de sus ojos castaños tan profundos.
—Akasha —dije en voz alta.
Escuché el nombre en el mismo instante de decirlo. Y me sonó encantador. Se me erizó el vello de todo el cuerpo. El tabernáculo se convirtió en una frontera llameante en torno a ella y sólo quedó algo borroso donde estaba la figura sentada del hombre. Me acerqué más a ella, no por propia voluntad, y me incliné hacia delante hasta casi besar su boca. Deseé hacerlo. Me incliné aún más. Y al fin noté sus labios.
Deseé que la sangre fluyera a mi boca y pasara a la suya como había hecho aquella vez con Gabrielle mientras yacía en el ataúd.
El hechizo se hacía cada vez más intenso y fijé la mirada en las órbitas insondables de sus ojos.
¡Estoy besando en la boca a la diosa! ¿Qué me está pasando? ¡Estoy loco sólo de pensarlo!
Me aparté. Me encontré de nuevo contra la pared, temblando, con las manos en las sienes. Por lo menos, esta vez no había derribado los lirios; pero estaba llorando de nuevo.
Marius ajustó las puertas del tabernáculo e hizo que el pasador interior se cerrara de nuevo.
Penetramos en el rellano de la escalera y Marius hizo que la viga interior se alzara hasta sus horquillas. Luego, colocó la exterior con sus manos.
—Vamos, joven —me dijo—. Subamos.
Pero cuando apenas habíamos dado unos pasos, escuchamos un seco crujido, seguido de otro. Marius se volvió y miró atrás.
—Lo han hecho otra vez —murmuró.
Y una sombra de inquietud hendió su rostro.
—¿Qué?
Retrocedí contra la pared.
—El tabernáculo, lo han abierto. Vamos. Volveré más tarde y lo cerraré antes de que salga el sol. De momento, volvamos al estudio y te contaré mi relato.
Cuando llegamos a la estancia iluminada, me dejé caer en el sillón con la cabeza entre las manos. Marius permaneció inmóvil, mirándome; me percaté de ello y alcé la vista.
—Te ha dicho su nombre —murmuró.
—¡Akasha! —repetí entonces. Era como rescatar una palabra de un sueño que se desvanecía—. ¡Sí, me lo ha dicho! Ahí abajo he dicho Akasha en voz alta.
Miré a Marius, implorando una respuesta, una explicación a la actitud con la que me miraba.
Creí que iba a perder la razón si aquel rostro no recobraba la expresividad enseguida.
—¿Estás enfadado conmigo?
—Chist. Calla —me ordenó.
No pude captar nada en el silencio. Salvo el mar, tal vez. Y acaso el chasquido de la mecha de alguna lámpara de las paredes. Y el viento, quizá. Ni siquiera los ojos de los dos dioses habían parecido tan carentes de vida como los de Marius en aquel instante.
—Haces que algo se agite en ellos —susurró.
Me puse en pie.
—¿Qué significa eso?
—No lo sé. Nada tal vez. El tabernáculo sigue abierto y están allí sentados como siempre, nada más. ¿Quién sabe…?
Y de pronto percibí todos sus largos años de querer saber. Siglos, diría, pero no puedo imaginar de verdad lo que eso significa. Ni siquiera ahora. Percibí sus años y años de intentar sacar conclusiones de sus menores signos sin conseguir nada, y supe que se estaba preguntando cómo era que yo había obtenido de ella el secreto de su nombre, Akasha. Ya antes habían sucedido cosas, pero eso había sido en tiempos de la antigua Roma. Cosas oscuras. Cosas terribles. Sufrimientos, unos sufrimientos atroces.
Las imágenes desaparecieron. Silencio. Marius estaba inmóvil en mitad de la estancia como un santo descendido de un altar y plantado en el pasillo central de una iglesia.
—¡Marius! —susurré.
Salió de su ensimismamiento; su rostro se animó lentamente y me miró con afecto, casi con admiración.
—Sí, Lestat —respondió, apretándome la mano en un gesto tranquilizador.
Tomó asiento y me indicó con un gesto que hiciera lo mismo. De nuevo, los dos quedamos frente a frente, relajadamente. Incluso la luz uniforme de la estancia resultaba reconfortante. Y era reconfortante ver, tras las ventanas, el cielo nocturno.
Marius estaba recuperando su anterior viveza, aquel destello de humor en los ojos.
—Aún no es medianoche y todo está tranquilo en las islas. Creo que, si nada me interrumpe, es el momento de contarte toda la historia.
La historia de Marius
«Sucedió cuando tenía cuarenta años, una cálida noche de primavera en la ciudad romana de Massilia, en las Galias, mientras me hallaba en una sucia taberna de los muelles garabateando unos párrafos de mi historia del mundo.
»La taberna estaba deliciosamente desvencijada y abigarrada, un reducto para marinos y vagabundos; viajeros como yo, quería imaginar en una especie de vago amor por todos ellos aunque la mayoría de ellos eran pobres y yo no, y eran incapaces de leer mis escritos cuando miraban por encima de mi hombro.
»Había llegado a Massilia tras un largo y provechoso viaje en el cual había podido estudiar las grandes ciudades del Imperio. Había estado en Alejandría, en Pérgamo y en Atenas, observando y escribiendo sobre las gentes, y me disponía a continuar mi recorrido por las ciudades de las Galias romanas.
»Esa noche, no me habría sentido más satisfecho si hubiera estado en mi biblioteca de Roma. En realidad, me encantaban las tabernas. Allí donde llegaba, buscaba lugares parecidos para escribir, instalaba la vela, el tintero y el pergamino, y lograba mi mejor trabajo a primera hora de la noche, cuando el antro estaba más bullicioso.
»Así las cosas, es fácil deducir que pasaba toda la vida en medio de una actividad frenética. Estaba hecho a la idea de que nada me podía afectar adversamente.
»Había crecido como hijo ilegítimo en una rica familia romana, amado, mimado y consentido. Mis hermanos legítimos tenían que preocuparse del matrimonio, la política y la guerra. A los veinte años, me había convertido en el erudito y el cronista, en el que alza la voz en los banquetes regados de vino para aclarar discusiones históricas y militares.
»Cuando viajaba tenía dinero en abundancia y documentos que me abrían puertas en todas partes. Así pues, decir que la vida se portaba bien conmigo sería poco. Era un tipo extraordinariamente feliz. Pero lo realmente importante era que la vida nunca me había aburrido ni derrotado.
»Llevaba en mí una sensación de invencibilidad, de asombro. Y esto me fue, más tarde, tan importante como lo han sido para ti la rabia y la fuerza, como lo puede ser la desesperación o la crueldad para otros.
»Pero continuaré mi narración… Si algo había que echara en falta en aquella vida tan satisfactoria (y tampoco pensaba mucho en ello) era el amor de mi madre celta, haberla conocido. Ella había muerto cuando yo había nacido y sólo sabía de ella que había sido una esclava, hija de un belicoso galo que combatió contra Julio César. De ella había heredado mis cabellos rubios y mis ojos azules. Y su pueblo, al parecer, había sido de gigantes. A una edad muy temprana, ya sobrepasaba en estatura a mi padre y a mis hermanos.
»Sin embargo, era escasa o ninguna la curiosidad que sentía por mis antepasados galos. Había acudido a las Galias como un romano de pies a cabeza, como un hombre educado, y apenas tenía conciencia de mi sangre bárbara; al contrario, compartía las opiniones corrientes en esa época: que César Augusto era un gran gobernante y que, en esa bendita era de la Pax Romana, las viejas supersticiones estaban siendo reemplazadas por la ley y la razón a todo lo largo del Imperio. No había rincón demasiado remoto para las calzadas romanas, ni para los soldados, los estudiosos y los comerciantes que las seguían.
»Esa noche estaba escribiendo como un poseso, esbozando descripciones de los hombres que entraban y salían de la taberna, hijos de todas las razas cuyas voces hablaban en una decena de lenguas distintas.
»Y, sin ninguna razón aparente, me vi poseído de una extraña idea acerca de la vida, una extraña preocupación que casi se convertía en una agradable obsesión. Recuerdo que fue esa noche porque el hecho pareció guardar relación, de algún modo, con lo que sucedió más tarde. Sin embargo, tal relación no existía. Esa idea ya me había rondado la cabeza anteriormente. Que volviera a hacerse presente en esas últimas horas de mi vida como ciudadano romano libre sólo fue una coincidencia.
»La idea era, simplemente, que existía alguien que lo sabía todo, que lo había visto todo. No me refería con ello a la existencia de un Ser Supremo, sino más bien a que había en la Tierra una inteligencia continuada, una conciencia permanente. Y le di vueltas a aquel pensamiento en unos términos prácticos que me excitaron y, a la vez, me relajaron. En algún lugar había una conciencia de todas las cosas que había visto en mis viajes, una conciencia de cómo había sido Massilia seis siglos antes, cuando habían llegado los primeros mercaderes griegos; una conciencia de cómo era Egipto cuando Keops construyó su pirámide. Existía alguien que sabía cómo estaba el cielo la tarde del día en que Troya había caído ante los griegos, y alguien o algo sabía qué se habían dicho los campesinos en la pequeña casa de campo a las afueras de Atenas momentos antes de que los espartanos derribaran las murallas.
»No tenía sino una idea muy vaga de quién o qué podía ser, pero hallé consuelo en la idea de que no se había perdido nada espiritual (y el conocimiento lo era). De que existía un conocimiento perpetuo…
»Y, mientras tomaba otro trago de vino y pensaba y escribía acerca de ello, me di cuenta de que aquello era, más que una creencia personal, una constatación. Sencillamente, sentí que existía una conciencia continuada.
»La historia que estaba escribiendo era una imitación de ésta. Traté de unificar todas las cosas que había visto en mi historia, enlazando mis observaciones de tierras y gentes con todos los comentarios escritos que me habían llegado de los griegos —de Jenofonte, Herodoto y Posidonio— para elaborar una conciencia continuada del mundo en mi tiempo. Era un reflejo pálido, una obra limitada, en comparación con la auténtica conciencia. Sin embargo, me sentí estupendamente mientras continuaba escribiendo en el rincón de la taberna.
»Con todo, a medianoche, empecé a sentirme algo cansado y, cuando levanté la cabeza casualmente tras un largo rato de abstraída concentración, advertí que algo había cambiado en el establecimiento.
»Estaba inexplicablemente silencioso. De hecho, estaba casi vacío. Y, frente a mí, apenas iluminado por la luz vacilante de la vela y dando la espalda al local, estaba sentado un hombre alto de cabello rubio que me observaba en silencio. No me sorprendió tanto su modo de mirarme (aunque esto ya era desconcertante de por sí) como la constatación de que el hombre llevaba allí algún rato, cerca de mí, observándome, sin que yo hubiera advertido su presencia.
»Era un galo, gigantesco como la mayoría de ellos, aún más alto que yo, que tenía un rostro largo y delgado con una mandíbula extremadamente recia y una nariz aquilina, y unos ojos que brillaban bajo sus cejas rubias y tupidas con un aire de diáfana inteligencia. Quiero decir con ello que parecía extremadamente listo, pero también muy joven e inocente. Y, sin embargo, no era joven. El efecto era desconcertante.
»Contribuía aún más a ello el hecho de que no llevaba cortados sus rubios cabellos, ásperos y abundantes, al estilo popular romano —muy cortos—, sino que lucía una melena hasta los hombros. Y, en lugar de la túnica y la capa que eran por esa época la indumentaria habitual en todo el Imperio, lucía el antiguo chaquetón de cuero ceñido con un cinturón que había constituido la prenda habitual entre los bárbaros antes de la llegada de Julio César.
»El individuo parecía recién salido de los bosques. Me miraba taladrándome con sus ardientes ojos grises y sentí un vago placer ante su presencia. Anoté apresuradamente los detalles de su vestimenta, confiando en que el hombre no sabría latín.
»Sin embargo, la inmovilidad y el silencio en que permanecía me ponían algo nervioso. Sus ojos eran anormalmente grandes, y los labios le temblaban ligeramente, como si el mero hecho de verme le excitara. Su mano blanca, limpia y delicada, que tenía apoyada en la mesa con gesto relajado, parecía ajena al resto de su cuerpo.
»Una rápida mirada a mi alrededor me indicó que mis esclavos no estaban en la taberna. Seguramente, me dije, estarían jugando a las cartas en la puerta de al lado, o arriba con un par de mujeres. En cualquier momento aparecerían.
»Dirigí una breve sonrisa forzada a mi extraño y silencioso amigo y volví a mi quehacer. Sin embargo, él empezó a hablarme sin preámbulos.
»—Tú eres un hombre instruido, ¿verdad? —me preguntó.
»Hablaba el latín vulgar del Imperio, aunque con un marcado acento, y pronunciaba cada palabra con un cuidado que resultaba casi musical.
»Le contesté que, en efecto, tenía la fortuna de haber recibido una educación; tras esto, me puse a escribir otra vez confiando en que mi respuesta lo desanimaría. Al fin y al cabo, el sujeto bien merecía una mirada, pero yo no tenía ningún interés, realmente, en hablar con él.
»—Y escribes tanto en latín como en griego, ¿verdad? —insistió, volviendo la vista a la obra terminada que tenía ante mí.
»Le expliqué cortésmente que las palabras que había escrito en griego en el pergamino eran una cita de otro texto, y que las mías eran las latinas. Tras esto, continué trabajando.
»—Pero tú eres un keltoi, ¿verdad? —preguntó esta vez, citando la palabra griega equivalente a “celta”.
»—Te equivocas. Soy romano —respondí.
»—Tu aspecto es el de uno de nosotros, los keltoi —insistió—. Tienes nuestra estatura y caminas como nosotros.
»Aquella afirmación resultaba desconcertante. Yo llevaba horas allí, sin hacer otra cosa que dar sorbos al vino. No me había puesto en pie ni había dado un paso. No obstante, le expliqué que mi madre era celta, pero que no la había conocido. Mi padre era un senador romano.
»—¿Y qué es eso que escribes en latín y en griego? —quiso saber—. ¿Qué es eso que despierta tu pasión?
»No respondí enseguida. El individuo empezaba a intrigarme, aunque, con mis cuarenta años a cuestas, sabía por experiencia que la mayoría de la gente que uno conoce en una taberna resulta interesante durante los primeros minutos y luego empieza a producir un aburrimiento insoportable.
»—Tus esclavos dicen que estás escribiendo una gran historia —anunció con voz grave.
»—¿Eso dicen? —repliqué, un poco tenso—. Por cierto, ¿dónde están mis esclavos?
»Eché otro vistazo a la taberna. No vi a nadie. Después, asentí a mi interlocutor y reconocí que, efectivamente, lo que estaba escribiendo era una historia.
»—Y has estado en Egipto —añadió él, al tiempo que extendía la mano y la aplastaba contra la mesa.
»Guardé silencio y volví a mirarle detenidamente. Había en él, en su modo de sentarse, de utilizar aquella mano para gesticular, algo que no era de este mundo. Era ese recato que suelen tener los pueblos primitivos y que les hace parecer depositarios de una inmensa sabiduría cuando, en realidad, lo único que poseen es una inmensa convicción.
»—Sí —respondí con cierta cautela—. He estado en Egipto.
»Su alegría al escuchar mis palabras fue patente. Los ojos se le abrieron un poco más, para entrecerrarse luego, y aprecié en sus labios un leve movimiento, como si estuviera hablando consigo mismo.
»—¿Y conoces la lengua y la escritura de Egipto? —preguntó en un tono serio, frunciendo las cejas—. ¿Conoces las ciudades de Egipto?
»—Sí, conozco la lengua como se habla hoy, pero, si por escribir te refieres a los viejos jeroglíficos, la respuesta es negativa. No puedo interpretarlos ni conozco a nadie que pueda. Según he oído decir, ni siquiera los sacerdotes del antiguo Egipto sabían leerlos. La mitad de los textos que copiaban eran indescifrables para ellos.
»Entonces, se echó a reír de la manera más extraña. No supe si era a causa de mi respuesta o a que sabía algo que yo ignoraba. Pareció que hacía una profunda inspiración, dilatando ligeramente las aletas de la nariz, y a continuación serenó la expresión. La apariencia de aquel hombre era realmente espléndida.
»—Los dioses pueden leerlos —susurró.
»—¡Pues ojalá me lo enseñasen! —comenté en son de chanza.
»—¿De veras? —exclamó él con un jadeo de asombro. Se inclinó sobre la mesa y añadió—: ¡Dilo otra vez!
»—Era una broma —respondí—. Quería decir que me gustaría entender los antiguos jeroglíficos egipcios, nada más. Si pudiera interpretarlos, tendría datos veraces acerca del pueblo egipcio, en lugar de todas esas tonterías escritas por los historiadores griegos. Egipto es una tierra incomprendida…
»Me detuve a media frase. ¿Por qué estaba hablando de Egipto con aquel hombre?
»—En Egipto existen aún dioses verdaderos —afirmó con gesto grave—. Dioses que han estado allí desde siempre. ¿Has descendido a las entrañas de Egipto?
»Era una manera curiosa de expresarse. Le dije que había remontado el Nilo durante un largo trecho, y que había visto muchas maravillas.
»—Pero en cuanto a que existan dioses verdaderos, difícilmente puedo aceptar la verosimilitud de unos dioses con cabezas de animales…
»El galo movió la cabeza casi con cierta tristeza.
»—Los dioses verdaderos no precisan que se les erijan estatuas —declaró el hombre—. Tienen la cabeza humana y aparecen cuando ellos quieren, y están vivos como lo está la semilla que brota de la tierra, como lo están todas las cosas que existen bajo el cielo, incluso las piedras y la propia Luna, que divide el tiempo en el gran silencio de sus ciclos inmutables.
»—Es muy probable —asentí en un susurro, no queriendo contradecirle.
»Así pues, era fervor aquella mezcla de inteligencia y juventud que había percibido en él. Debería haberlo sabido. Y mi memoria evocó algo de los escritos de Julio César sobre los galos, sobre si aquellos celtas procedían de Dis Pater, el dios de la noche. ¿Acaso aquel extraño individuo era un seguidor de tales creencias?
»—En Egipto hay viejos dioses —continuó en voz baja— y también aquí están esos viejos dioses para quienes buscan adorarlos. No me refiero a vuestros templos, en torno a los cuales los mercaderes venden los animales a sacrificar y los carniceros venden la carne que queda. Hablo de la verdadera adoración, del auténtico sacrificio al dios, del único sacrificio al que atiende.
»—Te refieres a sacrificios humanos, ¿no es eso? —dije sin alzar la voz.
»César había descrito con bastante precisión tales prácticas entre los celtas y, al pensar en ello, casi se me heló la sangre. Por supuesto, había presenciado muertes espantosas en la arena del circo en Roma, y en los lugares de ejecuciones públicas, pero los sacrificios humanos a los dioses, si alguna vez habían existido, hacía siglos que no se realizaban.
»Y en ese instante me di cuenta de quién era en realidad aquel hombre extraordinario. Era un druida, un miembro de la antigua casta sacerdotal de los celtas que César había descrito también, una hermandad tan poderosa como no había otra, que yo supiera, en todo el Imperio. Sin embargo, se suponía que ya no existían restos de ella en las Galias romanas.
»Por supuesto, todas las descripciones de los druidas decían que vestían largas túnicas, recorrían los bosques y recolectaban muérdago de los robles con unas hoces ceremoniales, mientras que aquel hombre más parecía un labriego, o un soldado. Pero ¿qué druida se atrevería a llevar sus ropas blancas en una taberna del puerto? Además, las leyes no permitían a los druidas seguir realizando sus prácticas.
»—¿De veras crees en esa vieja religión? —le pregunté, inclinándome hacia delante—. ¿Has descendido tú, acaso, a las entrañas de Egipto?
»Si estaba ante un auténtico druida vivo, me dije, había hecho un descubrimiento maravilloso. Podía hacer que aquel hombre me contara cosas de los celtas que nadie conocía. Pero ¿qué relación podía tener Egipto con aquello?
»—No —respondió—. No he estado en Egipto, aunque de allí nos llegaron nuestros dioses. Ni es mi destino acudir allí. No es mi destino aprender a interpretar el antiguo lenguaje. El idioma que hablo es suficiente para los dioses. Prestan oído a mis palabras.
»—¿Y qué idioma es ése?
»—La lengua de los celtas, naturalmente —declaró—. No era preciso que lo preguntaras.
»—Y cuando hablas con tus dioses, ¿cómo sabes que te escuchan?
»Sus ojos se agrandaron de nuevo y su boca se abrió en una inconfundible mueca de triunfo.
»—¡Mis dioses me responden! —afirmó sin alzar la voz.
»Sin duda, era un druida. De pronto, un débil resplandor pareció cubrirle y lo vislumbré con su túnica blanca. Aunque en aquel instante se hubiera producido un terremoto en Massilia, dudo que me habría dado cuenta de ello.
»—Entonces, tú les has oído —dije.
»—He puesto mi mirada en los dioses —asintió—. Y ellos me han hablado, tanto con las palabras como en silencio.
»—¿Y qué es lo que dicen? ¿Qué es lo que les hace distintos de nuestros dioses? Aparte del carácter de los sacrificios, me refiero…
»Su voz adoptó el tono melodioso y reverencial de una canción al responder.
»—Hacen lo que siempre han hecho los dioses; separar el bien del mal. Conceden bendiciones a todos sus adoradores. Conducen a los fieles a la armonía con todos los cielos del universo, con los cielos de la Luna, como ya he dicho. Los dioses hacen que la tierra dé frutos. Todo lo bueno procede de ellos.
»“Sí —pensé—, es la vieja religión en su forma más simple, y todavía posee una gran influencia entre las gentes del imperio”.
»—Mis dioses me han enviado aquí —dijo entonces—. A buscarte.
»—¿A mí? —pregunté, desconcertado.
»—Ya entenderás todas estas cosas —respondió—. Igual que conocerás la verdadera devoción del antiguo Egipto. Los dioses te enseñarán.
»—¿Por qué harían tal cosa?
»—La respuesta es muy sencilla: porque vas a convertirte en uno de ellos.
»Me disponía a replicar cuando noté un golpe seco en la nuca y el dolor se desparramó por mi cráneo en todas direcciones como si fuera agua. Me di cuenta de que perdía el sentido. Vi que la mesa se me venía encima y vi el techo sobre mí. Creo que quise decir que, si era un rescate lo que buscaba, me llevara a mi casa, con mi criado.
»Pero ya en aquel instante comprendí que las reglas de mi mundo no tenían absolutamente nada que ver con ello.
»Cuando desperté, era de día y me encontraba en un gran carromato que avanzaba a buena marcha por una carretera sin pavimentar, a través de un inmenso bosque. Estaba atado de pies y manos y me habían echado encima una lona suelta. Miré a derecha e izquierda entre los mimbres de los costados del carro y, cabalgando junto a éste, vi al hombre que había hablado conmigo. Había otros con él. Todos iban vestidos con los calzones y los chaquetones de cuero con cinturón, y llevaban espadas de hierro y brazaletes del mismo metal. Tenían el cabello casi blanco bajo las luces y sombras del bosque y no intercambiaban una sola palabra mientras cabalgaban agrupados en torno al carromato.
»El bosque parecía hecho a la escala de los propios Titanes. Los robles eran antiguos y enormes, con las ramas tan entrecruzadas que impedían casi por completo el paso de la luz, y avanzamos horas y horas por un mundo de hojas húmedas de intenso verdor y entre profundas sombras.
»No recuerdo que viera ciudades. Ni pueblos. Sólo recuerdo una tosca fortaleza. Una vez dentro de sus puertas, observé dos hileras de casas de techos de paja, y por todas partes, a aquellos bárbaros vestidos de cuero. Y cuando fui conducido a una de las casas, un lugar oscuro y de poca altura, y me dejaron a solas en él, apenas pude incorporarme debido a los calambres en las piernas. Me sentía tan furioso como precavido.
»Me di cuenta de que estaba en un enclave ignoto de los antiguos keltoi, los mismos guerreros que habían saqueado el gran templo de Delfos hacía apenas unos siglos, y la propia Roma no mucho después. Los mismos seres belicosos que se lanzaron a la batalla contra César completamente desnudos sobre sus caballos, haciendo resonar las trompetas y lanzando sus poderosos gritos, que causaban espanto en los disciplinados soldados de Roma.
»En otras palabras, estaba lejos de cualquier posible ayuda y, si aquellas palabras acerca de convertirme en uno de los dioses significaban que iba a ser sacrificado sobre un altar bañado en sangre en mitad del bosque de robles, sería mejor que intentara escapar de allí inmediatamente.
»Cuando mi captor apareció de nuevo, vestía la mítica túnica blanca, llevaba la áspera cabellera rubia cepillada y ofrecía un aspecto inmaculado, impresionante y solemne. Otros hombres altos con túnicas blancas, unos viejos y otros jóvenes, pero todos con el mismo cabello rubio resplandeciente, penetraron detrás de él en la pequeña estancia en sombras.
»Me rodearon en un círculo silencioso y, tras una prolongada espera, se elevó de sus labios un rumor de murmullos.
»—Eres perfecto para el dios —dijo el más anciano, y advertí la muda complacencia del que me había llevado a aquel lugar—. Eres lo que el dios había pedido —continuó el anciano—. Permanecerás con nosotros hasta la gran fiesta de Samhain; luego serás conducido al bosque sagrado y allí beberás la Sangre Divina y te convertirás en padre de dioses, en restaurador de toda la magia que, misteriosamente, nos ha sido arrebatada.
»—¿Y morirá mi cuerpo cuando eso suceda? —quise saber.
»Admiré sus rostros finos y angulosos, sus ojos inquisitivos, la sombría gracia con que me rodeaban. Qué terror debía de provocar esa raza cuando sus guerreros irrumpían entre los pueblos mediterráneos. No era extraño que se hubiera escrito tanto sobre su intrepidez. Pero aquéllos no eran guerreros. Eran sacerdotes, jueces y maestros. Eran instructores de los jóvenes, guardianes de la poesía y de unas leyes que jamás habían sido escritas en lengua alguna.
»—Sólo la parte mortal de ti morirá —dijo el que se había dirigido a mí hasta entonces.
»—Mala suerte —respondí—. Pues eso es todo lo que soy.
»—No —replicó él—. Tu forma permanecerá y será glorificada. Ya lo verás. No temas. Además, nada puedes hacer por cambiar estas cosas. Hasta la fiesta de Samhain, te dejarás crecer el cabello y aprenderás nuestra lengua, nuestros himnos y nuestras leyes. Nos ocuparemos de ti. Mi nombre es Mael y yo mismo me encargaré de enseñarte.
»—Pero yo no quiero convertirme en dios —protesté—. Seguro que los dioses no quieren a alguien que no desea serlo.
»—El viejo dios decidirá —sentenció Mael—. Pero sé que cuando bebas la Sangre Divina te convertirás en el dios y todo quedará claro para ti.
»La huida era imposible.
»Me tenían custodiado noche y día. No me permitían tener ningún cuchillo con el que cortarme el cabello o causarme algún daño. Buena parte del tiempo lo pasaba en la estancia oscura y vacía, ebrio de cerveza de trigo y ahíto de las deliciosas carnes asadas que me ofrecían. No tenía nada con que escribir y eso me torturaba.
»Por puro aburrimiento, escuchaba a Mael cuando éste acudía a instruirme. Dejaba que me cantara himnos y me recitara viejos poemas y me hablara de aquellas leyes, sin burlarme de él más que de vez en cuando con el hecho obvio de que un dios no tenía por qué ser aleccionado de aquel modo.
»Mael asentía a esto último, pero ¿qué podía hacer él sino tratar de hacerme comprender lo que iba a sucederme?
»—Puedes ayudarme a escapar de aquí. Puedes venir conmigo a Roma —le proponía—. Tengo una villa en los acantilados sobre la bahía de Nápoles. Nunca verás un lugar más hermoso, y te dejaré vivir allí toda la vida si me ayudas, a cambio solamente de que repitas estos cánticos y plegarias y leyes para que pueda tomar nota de ellos.
»—¿Por qué intentas corromperme? —decía él, pero me daba cuenta de que el mundo del que yo procedía le tentaba.
»Me confesó que había pasado semanas buscando la ciudad griega de Massilia antes de mi llegada y que le gustaba el vino romano y las grandes naves que había visto en el puerto, y los manjares exóticos que había probado.
»—No intento corromperte —replicaba yo—. No comparto tus creencias y me habéis hecho vuestro prisionero.
»No obstante, continué prestando atención a sus plegarias, por aburrimiento y curiosidad, y por el vago temor ante lo que me reservaba el futuro.
»Empecé a aguardar su llegada, a esperar que su figura pálida y espectral iluminara la estancia desnuda como una luz blanca, a que su voz serena y mesurada continuara vertiendo aquellas viejas palabras melodiosas y sin sentido.
»Pronto advertí que sus versos no desarrollaban las historias de los dioses como las conocíamos en las mitologías griega y romana. No obstante, la identidad y las características de los dioses empezaron a cobrar forma en las innumerables estrofas. Deidades de todo tipo formaban parte de la tribu celestial.
»Pero el dios en el que me iba a convertir ejercía un supremo poder sobre Mael y sus acólitos. Aquel dios no tenía nombre, aunque le daban numerosos títulos, el más frecuente de ellos el de Bebedor de la Sangre. También era El Blanco, el Dios de la Noche, el Dios del Roble y el Amante de la Madre.
»Aquel dios recibía sacrificios cruentos cada luna llena, pero, en Samhain, en la noche de los Difuntos, aceptaba la mayor cantidad de tales sacrificios ante la tribu entera para aumentar las cosechas, además de anunciar toda clase de predicciones y juicios.
»Y aquel dios era un servidor de la Gran Madre, la que no tenía forma visible pero estaba presente en todas las cosas, la Madre de todas las cosas, de la tierra, de los árboles, del cielo, de todos los hombres, del propio Bebedor de la Sangre que anda por su jardín.
»Mi interés fue aumentando, pero también mi temor. El culto a la Gran Madre no me resultaba desconocido, ciertamente. La Madre Tierra y la Madre de Todas las Cosas eran adoradas bajo una decena de advocaciones distintas de un confín a otro del Imperio, igual que su hijo y amante, su Dios Agonizante, el que sólo alcanzaba la madurez como las cosechas, para ver segada su vida como ellas, mientras la Madre permanece eterna. Era el antiguo y dulce mito de las estaciones.
»Pero la celebración no era ni había sido, en ningún tiempo ni lugar, en absoluto apacible. Pues la Madre Divina también era la Muerte, la tierra que se traga los restos de ese joven amante, la tierra que nos engulle a todos. Y, en consonancia con esta antigua verdad, tan vieja como el acto mismo de plantar la semilla, surgía en un millar de sangrientos rituales.
»La diosa era adorada bajo el nombre de Cibeles en Roma, y yo había visto a sus sacerdotes locos castrarse a sí mismos en el torbellino de su devoto frenesí. Y los dioses de la mitología tenían finales aún más violentos: Attis, también castrado: Dioniso, descuartizado miembro a miembro; el antiguo Osiris egipcio, desmembrado antes de que la Gran Madre Isis lo reviviera.
»Y ahora iba a convertirme en el Dios de las Cosas que Crecen, el dios de la vida, el dios del cereal, el dios de los árboles. Y me daba cuenta de que, sucediera lo que sucediese, sería algo asombroso.
»Y no tenía otra cosa que hacer más que emborracharme y murmurar aquellos himnos con Mael, al cual, en ocasiones, se le llenaban los ojos de lágrimas al mirarme.
»—Sácame de aquí, desgraciado —le dije una vez, de pura exasperación—. ¿Por qué diablos no te conviertes tú en el Dios de los Árboles? ¿Por qué he de ser yo quien reciba ese honor?
»—Ya te he dicho que el dios me confió sus deseos. No me escogió a mí.
»—¿Y lo hubieras hecho, si hubieras sido el elegido? —inquirí.
»—Tendría miedo, pero aceptaría —respondió en un susurro—. ¿Sabes lo que considero terrible de tu destino? El hecho de que tu alma quede encadenada a tu cuerpo para siempre. No tendrás la posibilidad de la muerte natural para migrar a otro cuerpo o a otra vida. No; a través de los tiempos, tu alma seguirá siendo el alma del dios. El ciclo de la muerte y el renacimiento se cerrará en ti.
»A pesar de mí mismo y de mi desprecio general por su creencia en la reencarnación, sus palabras me hicieron enmudecer. Noté el peso misterioso de su convicción, percibí su tristeza.
»El cabello me creció más largo y abundante. El cálido sol estival dio paso a los días de otoño, más fríos, y fue acercándose la fecha de la gran festividad anual del Samhain.
»Yo no dejaba de hacer preguntas.
»—¿A cuántos has traído para que sean dioses de esta manera? ¿Qué tenía yo para que decidieras escogerme?
»—Jamás he traído a nadie para que se convirtiera en dios —respondió Mael—. Pero el dios es antiguo. Le han privado de su magia. Una terrible calamidad ha caído sobre él y no puedo hablar de esas cosas. Él ha elegido a su sucesor.
»Parecía asustado. Estaba contándome demasiado. Algo despertaba en él sus temores más profundos.
»—¿Y cómo sabes que él me querrá? ¿Tienes tal vez a sesenta candidatos más guardados en esta fortaleza?
»Mael sacudió la cabeza y, en un atisbo de inhabitual rudeza, dijo:
»—Marius, si no bebes la sangre, si no te conviertes en padre de una nueva raza de dioses, ¿qué será de nosotros?
»—Eso no es de mi incumbencia, amigo mío… —respondí.
»—¡Ah, calamidad! —exclamó él en un cuchicheo, al que siguió un prolongado y apenas murmurado comentario sobre el auge de Roma, las terribles invasiones de Julio César, el declive de un pueblo que había vivido en aquellos montes y bosques desde el principio de los tiempos, despreciando las ciudades de los griegos, etruscos y romanos, en favor de las honorables fortalezas de poderosos jefes tribales.
»—Las civilizaciones tienen su auge y su decadencia, amigo mío —insistí—. Los antiguos dioses dan paso a otros nuevos.
»—No lo entiendes, Marius. Nuestro dios no ha sido derrotado por vuestros ídolos y por quienes narran sus frívolas y lascivas historias. Nuestro dios era tan hermoso como si la propia Luna le hubiera adornado con su luz, y hablaba en una voz pura como la luz y nos conducía a esa gran unión con todas las cosas que es el único alivio para la desesperación y la soledad. Pero el dios ha sido víctima de una terrible calamidad y a lo largo de todo el país del norte otros dioses han perecido completamente. Ha sido la venganza del dios Sol sobre él, pero nadie, ni él ni nosotros, sabemos cómo pudo entrar el sol en su interior durante las horas de sueño y oscuridad. Tú eres nuestra salvación, Marius. Tú eres el Mortal Que Sabe, el Que Está Instruido y Puede Aprender, el Que Puede Descender a las Entrañas de Egipto.
»Di vueltas en la cabeza a sus palabras. Pensé en el antiguo culto de Isis y Osiris, en sus adoradores, que decían que ella era la Madre Tierra y él la espiga de trigo, y Tifón el asesino de Osiris, era el fuego del Sol.
»Y, ahora, aquel devoto en comunicación con el dios me estaba diciendo que el sol había encontrado a su dios de la noche y había causado una gran catástrofe.
»Finalmente, mi razón se dio por vencida.
»Eran demasiados días los que había pasado en el alcohol y la soledad.
»Me tendí en la oscuridad y canturreé para mí los himnos de la Gran Madre. Sin embargo, para mí no era una diosa. No era la Diana de Éfeso con sus flechas y sus hileras de pechos rebosantes de leche, ni la terrible Cibeles, ni tan siquiera la gentil Deméter, cuyo luto por Perséfone en la tierra de los muertos había inspirado los sagrados misterios de Eleusis. Era la buena tierra cuyo aroma me llegaba por las pequeñas ventanas con barrotes de mi prisión. Era el viento que traía el olor húmedo y dulzón del gran bosque verde. Era las flores de los prados y la hierba mecida por la brisa, el agua que de vez en cuando oía saltar como si manara a borbotones de un manantial entre peñas. Era todas las cosas que aún me quedaban en aquella rudimentaria habitación de madera donde me habían despojado de todo lo demás. Y sólo descubrí lo que todo el mundo sabe, que el ciclo del invierno y la primavera y todas las cosas que crecen posee en sí mismo una verdad sublime que se renueva sin necesidad de mitos ni idiomas.
»Contemplé las estrellas de lo alto a través de los barrotes y me pareció que estaba muriéndome de la manera más absurda y estúpida, entre gentes que no admiraba y costumbres que hubiera abolido. Y, al mismo tiempo, la aparente santidad de todo aquello me contagiaba. Me forzaba a dramatizar, a soñar y a rendirme, a verme como el centro de algo que poseía su propia y exaltada belleza.
»Una mañana me incorporé y me toqué el cabello, advirtiendo que lo tenía muy tupido y largo hasta los hombros.
»Y durante los días que siguieron, hubo en la fortaleza un estruendo y una agitación sin límites. De todas direcciones llegaban carromatos hasta sus puertas. Miles de pies pasaban a su interior. A todas horas se oía el rumor de gente avanzando, acudiendo al lugar.
»Finalmente, Mael y ocho de los druidas vinieron a verme. Sus túnicas blancas y limpias olían al agua de la fuente en la que habían sido lavadas y al sol bajo el que se habían secado. Sus cabelleras estaban cepilladas y lustrosas.
»Con gran cuidado, me afeitaron por completo la barba y el bigote. Me cortaron las uñas. Me peinaron y me vistieron con otra túnica blanca. Y luego, ocultándome por todas partes con unos velos blancos, me condujeron de la casa a un carromato cubierto, también blanco.
»Distinguí brevemente a otros hombres con túnicas que mantenían a distancia a una enorme multitud y, por primera vez, me di cuenta de que sólo un selecto grupo de druidas había tenido acceso a mí.
»Cuando Mael y yo estuvimos bajo la lona del carro, todos los faldones de ésta fueron bajados y quedamos completamente ocultos. Cuando el carro se puso en marcha, nos sentamos en unos bastos bancos y así viajamos varias horas, sin pronunciar palabra.
»De vez en cuando, un rayo de sol taladraba la blanca lona de la cubierta y, cuando acercaba mi rostro a ella, podía ver el bosque, más cerrado y profundo de lo que recordaba. Y detrás de nosotros venía una caravana interminable de grandes carros con jaulas, llenos de hombres que asían los barrotes de madera y suplicaban que les dejaran libres, en una confusión de voces como un horrible coro.
»—¿Quiénes son? ¿Por qué gritan así? —pregunté por último, sin poder soportar por más tiempo la tensión.
»Mael reaccionó como si despertara de un sueño.
»—¡Ah! Son malhechores, ladrones, asesinos, todos ellos justamente condenados, y ahora perecerán en el sagrado sacrificio.
»—¡Qué repugnante! —musité.
»Pero ¿lo era? Nosotros, en Roma, condenábamos a nuestros criminales a morir en la cruz, a ser quemados en la hoguera, a sufrir crueldades de toda clase. ¿Nos hacía más civilizados el hecho de que no denomináramos aquello un “sacrificio religioso”? Tal vez los keltoi fueran más sabios que nosotros al no desperdiciar tales muertes.
»Pero todo aquello carecía de significado. Me sentí aturdido. El carro continuaba su lenta marcha. Escuché el ruido de los que nos adelantaban a pie y a caballo. Todos iban a la festividad del Samhain. Pronto iba a morir y no quería hacerlo en el fuego. Mael parecía pálido y asustado. Y el lamento de los hombres en los carromatos-prisiones me estaba poniendo al borde de la locura.
»¿Qué pensaría cuando prendieran el fuego? ¿Qué pensaría cuando notara que mi cuerpo empezaba a arder? Aquello era insoportable.
»—¿Qué vais a hacer conmigo? —exclamé de improviso.
»Tuve el impulso de estrangular a Mael. Éste alzó la vista y sus cejas se fruncieron levísimamente.
»—Y si el dios ha muerto ya… —musitó él.
»—¡Entonces, nos vamos a Roma, tú y yo, y nos emborrachamos de buen vino italiano! —repliqué en el mismo tono de voz.
»Caía ya la tarde cuando el carro se detuvo al fin. El bullicio parecía alzarse como el vapor a nuestro entorno.
»Cuando me asomé a mirar, Mael no me lo impidió. Vi que habíamos llegado a un inmenso claro rodeado, en todas direcciones, por aquellos robles gigantes. Todos los carromatos, incluido el nuestro, fueron retirados bajo los árboles y, en el centro del claro, cientos de brazos se entregaron a una tarea que tenía relación con innumerables fardos de leña, millas de cuerda y cientos de grandes troncos apenas desbastados.
»Cuatro troncos gruesos y altos como no los había visto en mi vida fueron izados hasta formar un par de gigantescas aspas.
»El bosque pululaba de espectadores. El claro no daba cabida a aquella multitud. Y, pese a ello, más y más carros se abrían paso entre la muchedumbre hasta encontrar un lugar en el lindero del bosque.
»Casi anochecía ya cuando Mael alzó una esquina de la cubierta del carro y me indicó que mirara. Horrorizado, vi dos enormes figuras de mimbre —un hombre y una mujer, a juzgar por la masa de hierbas y zarzas que pretendía sugerir el cabello y las ropas— construidas por entero a base de troncos, mimbres y cuerdas, y llenas de arriba abajo con los cuerpos amarrados de los condenados, que se debatían y lanzaban gritos de súplica.
»Me quedé mudo contemplando aquellos dos gigantes monstruosos. Era incontable el número de cuerpos humanos amarrados a ellos; las víctimas estaban encerradas en el interior hueco de las piernas enormes, en los torsos, en los brazos e incluso en sus manos; hasta en sus inmensas cabezas sin rostro y en forma de jaula, coronadas de flores y hojas de hiedra. Las dos figuras vibraban como si fueran a caerse en cualquier momento, pero yo sabía que estaban firmemente sostenidas por aquellas sólidas aspas. Parecían asomarse sobre el bosque lejano y, en torno a sus pies, se amontonaban los hatos de leña menuda y de grandes ramas empapadas en brea que pronto servirían para prenderles fuego.
»—¿Y quieres hacerme creer que todos esos que deben morir son culpables de algún delito grave? —pregunté a Mael, quien asintió con su habitual solemnidad.
»Aquello no le preocupaba.
»—Han esperado meses, algunos incluso años, a ser sacrificados —respondió casi con indiferencia—. Han llegado de toda la Tierra y no pueden cambiar su destino más que nosotros el nuestro. Y el suyo es perecer dentro de las formas de la Gran Madre y de su Amante.
»Mi desesperación crecía a cada momento. Tenía que hacer algo para escapar, pero, incluso entonces, una veintena de druidas rodeaba el carro y, tras ellos, había apostada una legión de guerreros. Y la multitud se extendía tan lejos bajo los árboles que no alcanzaba a ver dónde terminaba.
»La noche caía con rapidez y por todas partes empezaban a encenderse antorchas.
»Percibí el rugido de todas aquellas voces excitadas. Los gritos de los condenados se hicieron aún más desgarradores y suplicantes.
»Permanecí quieto, tratando de ahuyentar el pánico de mi mente. Si no podía escapar, al menos afrontaría aquellas extrañas ceremonias con cierto grado de calma, y, cuando quedara de manifiesto su falsedad, procedería a declarar con toda dignidad y claridad lo que pensaba del asunto, en voz lo bastante alta como para que mis palabras se oyeran. Aquél sería mi último acto, el acto del dios, y debería hacerlo con autoridad o, de lo contrario, no tendría ningún efecto en el desarrollo de las cosas.
»El carro empezó a avanzar. Se oyó un gran estruendo, un griterío; Mael se incorporó, me tomó del brazo y me sostuvo. Cuando la lona fue abierta, nos habíamos detenido en mitad del bosque a una buena distancia del claro. Volví la vista hacia la silueta espeluznante de las inmensas figuras a la luz de las antorchas, que se reflejaba en el hormigueo de patéticos movimientos de su interior. Aquellas figuras parecían animadas, como si en cualquier momento fueran a ponerse en movimiento aplastándonos a todos. El juego de luces y sombras sobre los encerrados en las enormes cabezas producía una falsa impresión de rostros espantosos.
»No conseguía apartar mi vista de aquello y de la multitud congregada alrededor, pero Mael me apretó el brazo con más fuerza mientras decía que ahora debíamos acudir al santuario del dios con los sacerdotes más escogidos.
»Nuestros acompañantes me rodearon, en un evidente intento de ocultarme a las miradas. Me di cuenta de que la multitud ignoraba lo que estaba sucediendo. Probablemente, sólo sabían que los sacrificios se iniciarían muy pronto y que los druidas transmitirían alguna manifestación del dios.
»Del grupo, sólo uno portaba una antorcha. Abrió la marcha y nos adentramos en la oscuridad nocturna del bosque. Mael iba a mi lado y las demás figuras de blancas túnicas avanzaban delante de nosotros, a los flancos y detrás.
»Humedad. Silencio. Y los árboles elevándose a tal vertiginosa altura contra el agonizante resplandor del cielo lejano que parecían crecer ante mi propia mirada.
»Podía echar a correr en aquel instante, me dije, pero ¿cuánto tardaría toda aquella raza feroz en lanzarse a perseguirme?
»Por fin habíamos llegado a una arboleda y, a la débil luz de la llama, vi unos rostros espantosos tallados en la corteza de los árboles, y cráneos humanos sonriendo en las sombras desde lo alto de unas estacas. En unos troncos tallados había más calaveras, apiladas una sobre otra en hileras. El lugar era, de hecho, un osario, y el silencio que nos envolvía parecía dar vida a aquellas cosas horribles, parecía hacerlas hablar repentinamente.
»Traté de sacarme de encima aquella fantasía, aquella sensación de que las hileras de cráneos nos estaban observando.
»Allí no había nadie mirando, me dije; no existía ninguna conciencia continuada de nada.
»Pero nos habíamos detenido ante un nudoso roble de tan enormes dimensiones que dudé de mis propios sentidos. No lograba hacerme una idea de la edad que debía de tener aquel árbol para haber alcanzado semejante circunferencia. Pero cuando alcé la vista, comprobé que sus elevadas ramas aún estaban vivas, cubiertas de verde follaje, y que el muérdago lo adornaba por todas partes.
»Los druidas se habían apartado a derecha e izquierda. Sólo Mael permanecía cerca de mí. Y me quedé contemplando el roble, con Mael algo retirado a mi derecha, y vi los cientos de ramos de flores depositados al pie del árbol, cuyos pequeños capullos apenas tenían ya color alguno bajo las sombras.
»Mael había inclinado la cabeza. Tenía los ojos cerrados y me pareció ver que los demás estaban en idéntica actitud, con los cuerpos temblorosos. Noté la fresca brisa acariciando la hierba. Escuché a nuestro alrededor las hojas transportadas por la brisa en un sonoro y prolongado suspiro que murió como había surgido en el bosque.
»Y entonces, con toda claridad, escuché en la oscuridad unas palabras sin sonido.
»Procedían, sin la menor duda, del interior del propio árbol, y preguntaban si el que iba a beber la Sangre Divina aquella noche cumplía todos los requisitos.
»Por un instante, creí estar volviéndome loco. Me habían dado alguna pócima. ¡Pero no había bebido nada desde la mañana! Tenía la cabeza despejada, dolorosamente despejada, y volví a escuchar el pulso silencioso de aquel personaje que preguntaba ahora:
»“¿Es un hombre instruido?”.
»La esbelta figura de Mael pareció brillar tenuemente mientras, sin duda, expresaba su respuesta. Y los rostros de los demás parecían extasiados, con los ojos fijos en el gran roble. El único movimiento era el parpadeo de la antorcha.
»“¿Puede descender a las Entrañas?”.
»Vi asentir a Mael. Sus ojos se llenaron de lágrimas y su pálida nuez se movió como si tragara algo.
»“Sí, mi fiel servidor, estoy vivo y te estoy hablando. Has obrado bien y voy a hacer el nuevo dios. Envíale a mí”.
»El asombro no me dejaba hablar, y tampoco tenía nada que decir. Todo había cambiado. De repente, todas mis creencias, todas las cosas en las que confiaba, habían sido puestas en cuestión. No sentía el menor miedo, sólo una confusión que me tenía paralizado. Mael me tomó del brazo. Los demás druidas acudieron a ayudarle y fui conducido en torno al árbol, limpio de las flores amontonadas en sus raíces, hasta quedar en la parte posterior del tronco, frente a un gran montón de rocas apilado contra éste.
»La arboleda también mostraba por aquel lado sus imágenes talladas, sus colecciones de calaveras y las pálidas figuras de unos druidas a los que no había visto antes. Y fueron éstos, algunos de ellos con largas barbas blancas, quienes se adelantaron para poner sus manos sobre las piedras y empezar a apartarlas.
»Mael y los demás les ayudaron, levantando en silencio aquellas grandes rocas, algunas de ellas tan pesadas que eran precisos tres hombres para moverlas, y colocarlas a un lado.
»Y, finalmente, quedó al descubierto en la base del roble una recia puerta de hierro con unos enormes cerrojos. Mael sacó una llave de hierro y pronunció unas largas palabras en el idioma de los keltoi, a las cuales respondieron los demás. A Mael le temblaba la mano, pero no tardó en abrir la puerta. El portador de la antorcha encendió otra tea y me la puso en las manos mientras Mael decía:
»—Entra ahora, Marius.
»Bajo la luz vacilante de las llamas, nos miramos. El druida parecía una criatura desvalida, incapaz de mover los miembros, aunque su corazón rebosaba de alegría al contemplarme. Vislumbré en ese instante un levísimo atisbo del prodigio que le había acontecido e inflamado, y me sentí totalmente abrumado y confundido por sus orígenes.
»Pero del interior del árbol, de la oscuridad que se abría tras aquella puerta bastante tallada, surgió de nuevo la voz silenciosa:
»“No temas, Marius. Te espero. Toma la luz y ven a mí”.
»Cuando hube cruzado la puerta, los druidas cerraron ésta. Advertí que me hallaba en lo alto de una larga escalera de piedra. Era una construcción que iba a ver una y otra vez a lo largo de los siglos siguientes, y que tú ya has visto dos veces y volverás a ver: son los peldaños que descienden a la Madre Tierra, a las cámaras donde siempre se ocultan los Bebedores de la Sangre.
»El interior del roble contenía una cámara de techo bajo, sin pulimentar, y la luz de la antorcha se reflejaba en las bastas marcas dejadas por los cinceles en la madera. Sin embargo, la cosa que me llamaba estaba en el fondo de la escalera. Y, de nuevo, me decía que no debía tener miedo.
»No estaba asustado. Me sentía estimulado como en mis sueños más turbulentos. No iba a morir tan sencillamente como había imaginado. Estaba descendiendo a un misterio que resultaba infinitamente más interesante de lo que había previsto.
»Pero cuando llegué al pie de los estrechos escalones y me encontré en la pequeña cámara de piedra, sentí terror ante lo que vi. Terror y repulsión. Una repugnancia y un miedo tan intuitivos que noté un nudo en la garganta que amenazaba con ahogarme o con hacerme vomitar incontrolablemente.
»Una criatura ocupaba un banco de piedra frente al pie de la escalera y, a la luz de la antorcha, vi que tenía los brazos y las piernas de un hombre. Su cuerpo estaba negro y quemado, horriblemente quemado todo él, reducido a la piel chamuscada y los huesos. En realidad, tenía el aspecto de un esqueleto de ojos amarillentos cubierto de brea. Únicamente su larga melena de cabellos blancos permanecía intacta. El ser abrió la boca para hablar y vi sus blancos dientes, sus colmillos, y así la antorcha con fuerza tratando de no ponerme a gritar como un loco.
»—No te acerques tanto a mí —dijo el ser—. Quédate donde pueda verte, no como ellos te ven, sino como mis ojos pueden ver todavía.
»Tragué saliva e intenté respirar profundamente. Ningún ser humano podría quemarse de aquel modo y sobrevivir. Y, en cambio, aquel ser estaba vivo: desnudo, encogido y negro. Y su voz era grave y hermosa. Se incorporó de su asiento y cruzó la estancia con pasos lentos.
»Me apuntó con el dedo y sus ojos amarillos se abrieron ligeramente, revelando a la luz de la antorcha un leve tono rojo sangre.
»—¿Qué quieres de mí? —murmuré sin poder contenerme—. ¿Por qué he sido traído aquí?
»—La causa es esta calamidad —respondió con idéntica voz, embargada de auténtico pesar. No se parecía en nada al sonido quejumbroso que había esperado oír de una criatura así—. Te daré mi poder, Marius. Te haré un dios y serás inmortal. Pero tienes que salir de aquí cuando hayamos terminado. Tienes que encontrar el modo de escapar a tus fieles adoradores, y tienes que descender a las entrañas de Egipto para descubrir por qué me ha acontecido esta… esta desgracia…
»—El ser parecía flotar en la oscuridad; su cabello era una mata de blanca paja en torno a la cabeza y, al hablar, sus mandíbulas extendían la piel coriácea y ennegrecida adherida a su cráneo.
»—Nosotros —continuó— somos enemigos de la luz, somos dioses de las tinieblas que servimos a la Madre Santa y vivimos y nos regimos únicamente por la luz de la Luna. Pero el Sol, nuestro enemigo, ha escapado de su curso natural y nos ha buscado en la oscuridad. Por todo el país del norte donde éramos adorados, en los bosques sagrados de las tierras de la nieve y el hielo, hasta este país de frutos abundantes y hasta el este, el sol ha encontrado el modo de penetrar en el santuario durante el día o en el mundo de la noche y ha quemado vivos a los dioses. Los más jóvenes de entre éstos han perecido sin remedio, algunos estallando como cometas delante de sus fieles. Otros han muerto presas de un calor tal que el árbol sagrado se ha convertido en una pira funeraria. Sólo los más viejos, los que han servido largo tiempo a la Gran Madre, han continuado moviéndose y hablando como yo, pero sumidos en dolores agónicos y atemorizando a sus fieles adoradores al aparecer ante ellos. Es preciso que haya un nuevo dios, Marius, fuerte y hermoso como era yo, el amante de la Gran Madre, pero sobre todo debe ser un dios lo bastante fuerte para escapar de sus adoradores, salir del roble por alguna vía, descender a las entrañas de Egipto en busca de los viejos dioses y descubrir por qué se ha producido esta calamidad. Tienes que ir a Egipto, Marius; debes viajar a Alejandría y a las viejas ciudades y debes invocar a los dioses con la voz silenciosa que tendrás cuando te haya creado. Y debes descubrir quién vive y camina todavía, y la razón de que haya sucedido esta desgracia.
»El ser cerró los ojos y permaneció donde estaba; su ligera figura vibraba incontroladamente como si estuviera hecha de papel negro; y de pronto, inexplicablemente, me asaltó un aluvión de imágenes violentas de aquellos dioses del bosque estallando en llamas. Escuché sus gritos. Mi mente, romana y racional, se resistió a aquellas imágenes. Traté de grabarlas en mi memoria y de mantenerlas a raya, en lugar de rendirme a ellas, pero el creador de tales imágenes, aquel ser, se mostró paciente y las escenas continuaron. Vi un país que sólo podía ser Egipto, con ese amarillo tostado de todas las cosas, la arena que lo cubre todo y lo empaña y lo vuelve del mismo color. Y vi más escaleras excavadas en la tierra, y santuarios…
»—Encuéntrales —insistió la voz—. Descubre cómo y por qué ha llegado a suceder esto. Ocúpate de que no vuelva a pasar nunca más. Utiliza tus poderes en las calles de Alejandría hasta que encuentres a los antiguos. Y ojalá los antiguos estén allí igual que yo estoy aquí todavía.
»Me sentí demasiado anonadado para responder, demasiado empequeñecido ante aquel misterio. Y tal vez incluso hubo un instante en que acepté mi destino, en que lo acepté por completo. Pero no estoy seguro de ello.
»—Lo sé —dijo entonces aquel ser—. No puedes ocultarme ningún secreto, Marius. Sé que no deseas ser el Dios del Bosque y que pretendes escapar, pero debes saber que esta catástrofe te alcanzará donde vayas, a menos que descubras su causa y el modo de prevenirla. Por eso sé que descenderás a las entrañas de Egipto, pues, de lo contrario, también tú acabarás quemado por ese sol sobrenatural, incluso al amparo de la noche o en el seno de la oscura tierra.
»Se me acercó un poco, arrastrando sus secos pies sobre el suelo de piedra.
»—Toma buena nota de lo que te digo: debes escapar esta misma noche. Diré a los devotos que tienes que viajar a las entrañas de Egipto por la salvación de todos nosotros, pero, al contar con un dios nuevo y poderoso, se mostrarán reacios a separarse de él. Con todo, es preciso que viajes allí. Y no debes permitir que te aprisionen en el roble después de la fiesta. Debes escapar y alejarte deprisa. Y antes del alba, sepultarte en la Madre Tierra para escapar a la luz. Ella te protegerá. Ahora, ven a mí. Te daré La Sangre. Ojalá me quede todavía la energía necesaria para transmitirte mi antigua fuerza. Será un proceso lento. Emplearemos mucho tiempo. Te tomaré y te daré varias veces, pero es preciso que lo haga, y es preciso que tú te conviertas en dios, y es preciso que hagas lo que te he dicho.
»Sin esperar a mi asentimiento, el ser se abalanzó de improviso sobre mí, atenazándome con sus dedos requemados. La antorcha me cayó de la mano y retrocedí un paso hacia la escalera, pero sus dientes ya se hundían en mi garganta.
»Tú sabes bien lo que sucedió entonces, Lestat; conoces bien qué se siente cuando te desangras, cuando empieza el mareo. Durante esos momentos, vi las tumbas y los templos de Egipto. Vi dos figuras resplandecientes sentadas una junto a otra como en un trono. Vi y oí otras voces que me hablaban en otros idiomas. Y, por debajo de todo aquello, me llegaba la misma orden; servir a la Madre, aceptar la sangre del sacrificio, presidir este culto que es el único, el culto eterno de los árboles.
»Yo me debatía como lo hace uno en sueños, incapaz de gritar y de escapar. Y cuando advertí que estaba libre y no aplastado contra el suelo, volví a ver al dios, igual de negro que antes pero ahora mucho más robusto, como si el fuego le hubiera tostado sólo por fuera y todavía conservara todo su vigor. Su rostro poseía nitidez, belleza incluso, con unas facciones bien formadas bajo la agrietada envoltura de cuero requemado que era su piel. Los ojos amarillos mostraban ahora en torno a las órbitas los pliegues naturales de piel y carne, que daban el aspecto de pórticos de un alma. No obstante, el ser aún seguía lisiado, abrumado de sufrimientos, casi incapaz de moverse.
»—Levántate, Marius —murmuró—. Tienes sed y voy a darte de beber. Levántate y ven a mí.
»Y ya conoces el éxtasis que sentí entonces, cuando su sangre pasó a mí, cuando se abrió camino por cada vaso, por cada órgano.
»Pero el terrible péndulo sólo había empezado a moverse.
»Pasé horas en el roble mientras él me sorbía la sangre y me la devolvía una y otra vez. Cuando me vaciaba, yo yacía en el suelo, y, sollozando, me miraba las manos, convertidas en puro hueso. Vacío, me marchitaba como él lo había estado. Y entonces el ser volvía a darme a beber la sangre y despertaba en mí un frenesí de deliciosas sensaciones, para privarme de ellas nuevamente poco después.
»Con cada intercambio me llegaban nuevas enseñanzas: que era inmortal, que sólo el sol y el fuego podían matarme, que debería pasar el día durmiendo bajo tierra y que nunca conocería la enfermedad ni la muerte natural. Que mi alma nunca transmigraría a otra forma, que era el servidor de la Madre y que la Luna me daría fuerza.
»Que me saciaría con la sangre de los malhechores e incluso de los inocentes sacrificados a la Madre, que debería permanecer en ayuno entre los sacrificios para que mi cuerpo quedara seco y vacío como el trigo muere sobre los campos en invierno, y que volvería a llenarme con la sangre del sacrificio y recobraría entonces la plenitud y la hermosura como las plantas brotan en primavera.
»En mi sufrimiento y mi éxtasis se reproduciría el ciclo de las estaciones. Y los poderes de mi mente, la capacidad de leer los pensamientos y las intenciones de los demás, los debería usar para hacer los juicios entre mis adoradores, para guiarles en su justicia y en sus leyes. Jamás debía beber otra sangre que la del sacrificio. Jamás debía tratar de emplear mis poderes en mi propio provecho.
»Todas estas cosas aprendí. Todo esto comprendí. Pero lo que realmente conocí durante esas horas fue lo que todos descubrimos en el momento de Beber la Sangre: que ya no era un hombre mortal; que había dejado atrás todo cuanto conocía y me había convertido en algo tan poderoso que las viejas enseñanzas apenas podían concebirlo o explicarlo; que mi destino, por utilizar las palabras de Mael, estaba más allá de los conocimientos que cualquiera —mortal o inmortal— pudiera poseer.
»Finalmente, el dios me preparó para salir del árbol. Me extrajo tanta sangre que apenas logré sostenerme en pie. Ahora, era un espectro. Lloraba de sed, veía y olía sangre y, de haber tenido las fuerzas necesarias, me habría lanzado sobre él, le habría inmovilizado y le habría sorbido hasta la última gota. Pero las fuerzas, por supuesto, las tenía él.
»—Estás vacío, como lo estarás siempre al inicio de la celebración —me dijo—, para que puedas saciarte con la sangre del sacrificio. Pero recuerda lo que te he dicho. Después de presidir la ceremonia, debes encontrar un modo de escapar. En cuanto a mí, trata de salvarme. Diles que debo ser mantenido a tu lado. Aunque, con toda probabilidad, mi tiempo ha llegado a su fin.
»—¿Cómo? ¿A qué te refieres? —inquirí.
»—Ya lo verás. Aquí basta con que haya un dios, un dios bueno —declaró—. Si pudiera ir contigo a Egipto, podría beber la sangre de los antiguos y me curaría. Tal como estoy, tardaría siglos en sanar y no se me concederá tanto tiempo. Pero recuerda, desciende a las entrañas de Egipto. Haz todo lo que te he dicho.
»El ser me dio la vuelta y me empujó hacia la escalera. La antorcha ardía aún en un rincón y, cuando la ascensión me llevó cerca de la puerta del tronco, capté el olor de la sangre de los druidas que me aguardaban y estuve a punto de romper a llorar.
»—Ellos te proporcionarán toda la sangre que puedas beber —dijo el ser detrás de mí—. Ponte en sus manos.