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La última vez que vi a Armand en el siglo XVIII, él estaba con Eleni, Nicolas y los otros vampiros actores frente a la puerta del teatro de Renaud. Observaba cómo nuestro carruaje se abría paso en el tráfico del bulevar.

Le había encontrado un rato antes, encerrado con Nicolas en mi viejo camerino y enfrascado en una extraña conversación que dominaba el sarcasmo de Nicolas y su peculiar entusiasmo. Cubierto por una peluca y envuelto en una sombría levita roja, me pareció que ya había adquirido una nueva opacidad, como si cada momento transcurrido desde la disolución de la vieja asamblea le estuviera dando más solidez y más fuerza.

Nicolas y yo no tuvimos palabras para el otro en esos embarazosos últimos instantes; Armand, en cambio, aceptó educadamente las llaves de la torre y una gran suma de dinero, con la promesa de que Roget le facilitaría más cuando él quisiera.

Su mente siguió cerrada para mí, pero me aseguró de nuevo que no causaría el menor daño a Nicolas. Mientras terminábamos de despedirnos, pensé que Nicolas y el pequeño grupo de vampiros tenían todas las posibilidades de sobrevivir y que Armand y yo quedábamos amigos.

Al término de aquella primera noche, Gabrielle y yo estábamos lejos de París, como habíamos prometido. Durante los meses siguientes, viajamos a Lyon, Turín y Viena, y luego fuimos a Praga, Leipzig y San Petersburgo; luego volvimos al sur, a Italia, donde nos instalamos largos años.

Y, en todos estos lugares, fui dejando mensajes a Marius escritos en las paredes.

A veces no eran más que unas palabras garabateadas apresuradamente con la punta de la navaja. En otras ocasiones, pasaba horas cincelando mis reflexiones en la piedra. Pero siempre, estuviera donde estuviese, escribía mi nombre, la fecha y mi futuro destino, junto a mi invitación: «Marius, date a conocer».

En cuanto a las antiguas asambleas de vampiros, fuimos encontrándolas en un puñado de lugares dispersos, pero, desde el primer momento, quedó claro que las viejas costumbres estaban desmoronándose por todas partes. Rara vez eran más de tres o cuatro las criaturas que mantenían los viejos ritos, y, cuando se daban cuenta de que no queríamos participar en ellos ni nos interesaba su existencia, nos dejaban en paz.

Infinitamente más interesantes resultaban los espectros que identificábamos esporádicamente en medio de los humanos, aquellos vampiros solitarios y sigilosos que se fingían mortales con la misma habilidad con que lo hacíamos Gabrielle y yo. Sin embargo, nunca nos acercamos a estas criaturas. Huían de nosotros como debían de hacerlo de las viejas asambleas y, como no veía en sus ojos otra cosa que el miedo, nunca sentí la tentación de perseguirlas.

En cambio, me produjo una extraña satisfacción saber que no había sido el primer espectro aristocrático en moverse por los salones de baile del mundo a la busca de víctimas, con el disfraz de mortífero caballero que pronto se convertiría en epítome de nuestra tribu en relatos, poemas y horribles novelas por entregas. Continuamente aparecían otros.

No obstante, en nuestro deambular íbamos a descubrir criaturas de las tinieblas aún más extrañas. En Grecia topamos con unos demonios que no sabían ni cómo habían sido creados y, en ocasiones, incluso encontramos unas criaturas desquiciadas, sin razón ni lenguaje, que nos atacaban como si fuéramos mortales y que escapaban corriendo de las plegarias que pronunciábamos para ahuyentarlas.

Los vampiros de Estambul vivían en auténticas casas, a salvo tras grandes muros y verjas, con las tumbas en los jardines, y vestían las mismas túnicas vaporosas que todos los humanos de esa parte del mundo, para cazar por las calles nocturnas.

Pero también ellos se mostraron horrorizados de verme vivir entre los franceses y venecianos, montar en carruajes y asistir a reuniones en casas de europeos y en embajadas. Nos amenazaban, gritando encantamientos contra nosotros, y luego huían llenos de pánico cuando nos volvíamos contra ellos, para volver a acosarnos de nuevo poco después.

Los fantasmas que rondaban las tumbas de los mamelucos en El Cairo eran espectros abominables, sometidos a las leyes antiguas por unos amos de ojos hundidos que habitaban en las ruinas de un monasterio copto, cuyos ritos estaban llenos de magia oriental y evocaban a numerosos demonios y espíritus malignos de extraños nombres. Todos ellos se mantenían a distancia de nosotros pese a sus ácidas amenazas, pero conocían nuestros nombres.

En el transcurso de los años, nunca tuvimos más noticias de todas aquellas criaturas; naturalmente, ello no constituyó una gran sorpresa para mí.

Y, aunque eran muchos los vampiros de otros lugares que habían oído hablar de las leyendas de Marius y de otros antiguos, ninguno de ellos había visto con sus propios ojos a uno de tales seres. Incluso Armand se había convertido en una leyenda para ellos y era habitual oírles preguntarnos: «¿De veras habéis visto al vampiro Armand?». No obstante, jamás encontré a un auténtico vampiro antiguo. Jamás encontré a un vampiro que estuviera cargado de algún tipo de magnetismo, a un ser de gran sabiduría o de especial talento, un ser fuera de lo normal en quien el Don Oscuro hubiera obrado una transformación alquímica perceptible que pudiera interesarme.

Comparado con aquellos seres, Armand era un dios sombrío. Y lo mismo cabía decir de Gabrielle y de mí. Pero estoy adelantándome demasiado en mi narración.

Al principio de nuestro vagar, cuando visitamos Italia por primera vez, conseguimos hacernos una idea más cabal y plena de los ritos y ceremonias antiguos. En Roma, la asamblea salió a recibirnos con los brazos abiertos. «Venid al aquelarre —nos dijeron—. Acompañadnos a las catacumbas y participad en nuestros cantos e himnos».

Aquellos vampiros romanos sabían que habíamos destruido la asamblea de París y que habíamos vencido al gran Armand, el dominador de los secretos oscuros. Sin embargo, no nos despreciaban por ello. Al contrario, no lograban entender los motivos de Armand para renunciar a su poder. ¿Por qué no había cambiado la asamblea con el transcurso del tiempo?

En efecto, incluso allí, donde las ceremonias eran tan complicadas y sensuales que me quitaban la respiración, los vampiros, lejos de evitar el contacto con los humanos, no tenían ningún reparo en hacerse pasar por uno de ellos cuando convenía a sus intereses. Lo mismo sucedía con los dos vampiros que habíamos conocido en Venecia y con el puñado de ellos que encontraríamos más adelante en Florencia.

Envueltos en capas negras, se mezclaban con el público de la ópera, deambulaban por los pasillos sombríos de las grandes mansiones durante bailes y banquetes, e incluso, en ocasiones, se sentaban entre el populacho en las tabernas de baja estofa, estudiando muy de cerca a los humanos que les rodeaban. En Roma, más que en ninguna otra parte, esas criaturas tenían por costumbre vestir con la indumentaria de la época de su nacimiento, y, a menudo, iban engalanadas con las joyas y las prendas más espléndidas, regias e imponentes, que lucían majestuosamente cuando querían.

No obstante, pese a todo ello, seguían retirándose a sus hediondos cementerios para pasar el día y seguían huyendo entre alaridos de cualquier símbolo del poder celestial, además de volcarse con feroz abandono en sus espectaculares y aterradores aquelarres.

En comparación con éstos, los vampiros de París habían sido primitivos, bastos e infantiles; sin embargo, terminé por entender que había sido el propio carácter sofisticado y mundano de París lo que había impulsado a Armand y a su grey a apartarse del contacto con los mortales.

Con la secularización de la capital francesa, los vampiros se habían asido a los viejos ritos mágicos; en cambio, los espectros italianos vivían entre humanos de profunda religiosidad cuyas vidas estaban impregnadas del ceremonial católico, de hombres y mujeres que respetaban el mal tanto como respetaban a la Iglesia. En resumen, los ritos antiguos de los vampiros no eran muy distintos a las viejas ceremonias de los italianos mortales, de modo que los espectros se desenvolvían en ambos mundos.

Al preguntarles si creían realmente en los ritos antiguos, se encogían de hombros. El aquelarre constituía para ellos un gran placer. ¿Acaso no lo habíamos disfrutado Gabrielle y yo? ¿Acaso no nos habíamos sumado finalmente a la danza?

«Volved siempre que lo deseéis», nos dijeron los vampiros de Roma.

Respecto a lo del Teatro de los Vampiros de París, a aquel gran escándalo que estaba conmocionando a los de nuestra raza por todo el mundo… En fin, eso tendrían que verlo con sus propios ojos para creerlo. Vampiros actuando en un escenario, desconcertando con trucos y mímica a un público de mortales… ¡Todo aquello les parecía terriblemente parisiense!, exclamaban entre risas.

Por supuesto, yo tenía en todo instante noticias más directas y concretas sobre el funcionamiento del teatro. Ya antes de llegar a San Petersburgo, Roget me había remitido allí un largo testimonio de la «destreza» de la nueva troupe:

Se disfrazan de marionetas de madera a tamaño natural. De las vigas descienden unas cuerdas doradas atadas a sus tobillos, sus muñecas y la parte superior del cráneo, con las que parecen ser manipulados en las danzas más encantadoras. Llevan dos círculos perfectos de carmín en sus blancas mejillas y tienen los ojos muy abiertos, como piezas de cristal. Es increíble la perfección con que simulan ser objetos inanimados.

Pero la orquesta es otra maravilla. Con las caras pálidas y pintadas en el mismo estilo que los actores, los músicos imitan artilugios mecánicos, como si fueran muñecos articulados que, dándoles cuerda, pasaran el arco por sus pequeños instrumentos o soplaran sus pequeñas boquillas produciendo música de verdad.

El espectáculo es tan cautivador que las damas y los caballeros que acuden a él discuten entre ellos sobre si actores y músicos son muñecos o personas de carne y hueso. Los hay que aseguran que todos ellos son de madera y que las voces que surgen de sus bocas son obra de ventrílocuos.

En cuanto a las obras en sí, resultarían terriblemente inquietantes de no estar representadas con tanta belleza y habilidad.

Uno de sus espectáculos más populares presenta al espectro de un vampiro surgiendo de la tumba a través de una plataforma del escenario. La criatura resulta aterradora, con sus harapos, sus cabellos revueltos y sus colmillos. Pero ¡ay!, el vampiro se enamora enseguida de una mujer marioneta sin darse cuenta de que no está viva. Pero al no encontrar en el cuello de su amada sangre alguna que beber, el pobre vampiro no tarda en morir, en cuyo momento la marioneta revela que sí está viva, pese a ser de madera. Y entonces, con una pérfida sonrisa, lleva a cabo una danza triunfal sobre el cuerpo del vampiro derrotado.

Le aseguro que ver la obra le hiela a uno la sangre. Y, a pesar de ello, el público aplaude y aclama la representación.

En otra breve escena, las marionetas danzantes forman un círculo en torno a una muchacha humana y la engatusan para que se deje atar también con las cuerdas doradas como si fuera otra marioneta. El lamentable resultado es que las cuerdas la obligan a bailar hasta que pierde la vida. La muchacha suplica con gestos elocuentes que la liberen, pero las marionetas de verdad se limitan a reír y a hacer cabriolas mientras ella expira.

La música es sobrenatural. Trae a la memoria las tonadas de los zíngaros en las ferias de pueblo. El director es monsieur Lenfent, y suele ser el sonido de su violín el que abre la sesión nocturna.

Como abogado de usted, le recomiendo que reclame parte de los beneficios que está consiguiendo esta destacada compañía. Las colas para cada función ocupan un trecho considerable del bulevar.

Las cartas de Roget siempre me inquietaban. Me dejaban con el corazón desbocado. ¿Qué había esperado que haría aquella compañía de extraños actores? ¿Por qué me sorprendía su osadía y su inventiva? Los vampiros teníamos el poder para llevar a cabo todo aquello, pero no podía evitar hacerme aquellas preguntas.

Cuando decidí instalarme en Venecia, donde pasé largo tiempo buscando en vano los cuadros de Marius, recibía ya noticias directas de Eleni, cuyas cartas venían escritas con una exquisita habilidad vampírica.

Según me contaba, la compañía era el espectáculo más popular de la noche parisiense. De toda Europa habían llegado «actores» para sumarse a ella, y la troupe había crecido hasta la veintena de componentes, número que ni siquiera una metrópoli como aquélla podía mantener.

«Únicamente son admitidos los artistas más hábiles e inteligentes, aquellos que poseen un talento realmente excepcional, pues lo que valoramos por encima de todo es la discreción. Como bien puedes suponer, no nos gusta el escándalo».

Respecto a su «Querido Violinista», Eleni escribía sobre él con afecto, afirmando que era la mayor fuente de inspiración para todos, que escribía las obras más ingeniosas y que tomaba éstas de relatos que había leído.

«Pero cuando no está enfrascado en el trabajo, puede ser absolutamente imposible. Hay que vigilarle en todo instante para que no aumente el número de vampiros. Sus apetitos alimenticios son terriblemente desordenados, y, de vez en cuando, le cuenta a un desconocido las cosas más asombrosas, aunque, por fortuna, todo el mundo es demasiado razonable como para no tomar por cierto lo que oye».

En otras palabras, Nicolas trataba de hacer más vampiros y no guardaba ninguna precaución en sus salidas de caza.

En general, es nuestro Amigo Más Viejo [Armand, obviamente] el encargado de refrenarle, cosa que hace por medio de las amenazas más cáusticas, aunque debo decir que éstas no tienen un efecto duradero sobre nuestro violinista, pues suelen referirse a viejas costumbres religiosas, a fuegos rituales o al paso a nuevos estados del ser.

No puedo decir que no le amemos. Por ti, cuidaríamos de él aunque no fuera así, pero le queremos. Y nuestro Amigo Más Viejo, en particular, le tiene un gran afecto. No obstante, debo hacerte notar que, en los viejos tiempos, personas así no habrían durado mucho entre nosotros.

Por lo que respecta a nuestro Amigo Más Viejo, dudo de que le reconocieras ahora. Ha construido una gran mansión al pie de la torre y vive allí entre libros y grabados como un caballero erudito, sin prestar atención apenas al mundo real.

No obstante, cada noche llega a la puerta del teatro en su carruaje negro y sigue la representación desde su palco protegido por cortinas.

Y acude después a resolver todas las disputas entre nosotros, a gobernar como siempre ha hecho, a amenazar a nuestro Divino Violinista, pero nunca jamás consiente en salir al escenario para actuar. Es él quien acepta a los nuevos miembros, que, como ya te he contado, vienen de todas partes. No tenemos que solicitar su presencia, sino que vienen directamente a llamar a nuestra puerta…

Vuelve con nosotros [escribía Eleni para terminar]. Nos encontrarás más interesantes que cuando nos dejaste. Hay mil maravillas oscuras que no puedo exponer por escrito. Somos una estrella brillante en la historia de nuestra raza. No podríamos haber elegido un momento más perfecto en la historia de esta gran ciudad para nuestra pequeña maquinación. Y todo esto, esta espléndida existencia que llevamos, es obra tuya. ¿Por qué nos dejaste? ¡Vuelve con los tuyos!

Guardé todas estas cartas. Las conservé con el mismo cuidado con que guardé la misiva de mis hermanos de la Auvernia. Con la imaginación, vi perfectamente las marionetas. Escuché el lamento del violín de Nicolas. Vi también a Armand, llegando en su oscuro carruaje y ocupando su asiento en el palco. Incluso describí todo aquello en términos vagos y extravagantes en mis largos mensajes a Marius, aplicándome de vez en cuando con el buril, presa de un pequeño frenesí, en alguna oscura calleja mientras los mortales dormían.

Sin embargo, para mí, volver a París estaba fuera de cuestión por muy solo que pudiera llegar a sentirme. El mundo que me rodeaba se había convertido en mi amante y mi maestro. Estaba embelesado con las catedrales y los castillos, con los museos y palacios que veía. En todos los lugares que visitaba, me introducía en el centro de la sociedad, me impregnaba de sus entretenimientos y chismorreos, de su literatura y de su música, de su arquitectura y de todo su arte.

Podría llenar volúmenes con las cosas que estudié, que pugné por comprender. Me sentía tan cautivado por los violinistas zíngaros callejeros y por los titiriteros ambulantes como por los grandes castrati en los lujosos teatros de la ópera y por los coros de las catedrales. Rondé los burdeles y los garitos de juego y los lugares donde los marineros bebían y se peleaban. Leí los periódicos de todas las ciudades y frecuenté las tabernas, pidiendo a veces, por el mero hecho de tenerlo delante, algún plato de comida que nunca tocaba. En esos lugares, conversé sin cesar con los mortales, invitando a muchos de ellos a incontables vasos de vino, oliendo las pipas y los habanos que fumaban y dejando que aquellos olores mortales impregnaran mi ropa y mis cabellos.

Y, cuando no estaba fuera merodeando de ese modo, viajaba por el reino de los libros que había pertenecido tan exclusivamente a Gabrielle a lo largo de todos aquellos horribles años mortales en mi casa natal.

Antes incluso de trasladarnos a Italia, ya dominaba lo suficiente el latín como para estudiar a los clásicos, y reuní una biblioteca en el viejo palazzo veneciano que era mi guarida, donde a menudo pasaba la noche entera leyendo.

Y, por supuesto, era la leyenda de Osiris lo que más me subyugaba, evocándome el recuerdo de la narración de Armand y las enigmáticas palabras de Marius. Al adentrarme en todas aquellas viejas versiones de la historia, me sentí calladamente sobrecogido por lo que leía.

Hete aquí a un antiguo rey, Osiris, hombre de extraordinaria bondad que aparta a los egipcios del canibalismo y les enseña el arte de la agricultura y de la elaboración del vino. ¿Y cómo es asesinado por su hermano Tifón? Mediante una treta, éste hace acostarse a Osiris en una caja del tamaño exacto de su cuerpo y aprovecha para cerrar la tapa con clavos. Tifón arroja entonces la caja al río y, cuando la fiel Isis encuentra el cuerpo del rey, éste sufre un nuevo ataque de Tifón, que le descuartiza.

Finalmente, todas las partes de su cuerpo son encontradas, salvo una.

Y bien, ¿por qué habría Marius de hacer referencia a un mito como éste? ¿Y cómo no habría yo de asociarlo al hecho de que todos los vampiros dormidos en ataúdes, que son cajas del tamaño exacto de los cuerpos (incluso la miserable multitud de la asamblea de Les Innocents dormía en sus sepulcros)? Magnus me había dicho: «Debes dormir siempre en ese féretro o en un sitio similar». En cuanto a la parte del cuerpo que se perdió, la que Isis no encontró, ¿no existía una parte de nosotros que el Don Oscuro no hacía revivir? Los vampiros podemos hablar, ver, gustar, respirar o movernos como los humanos, pero no podemos procrear. Y tampoco Osiris podía, por lo que se convirtió en Señor de los Muertos.

¿Era aquél un dios vampiro?

Pero aún había algo más que me tenía desconcertado y atormentado. Aquel dios Osiris era el dios del vino entre los egipcios, que más tarde se convertiría en Dioniso para los griegos. Y Dioniso era el «dios oscuro» del teatro, el dios maléfico que Nicolas me había descrito en el pueblo, cuando éramos dos muchachos. Y ahora teníamos el teatro lleno de vampiros en París. ¡Ah, era demasiado espléndido!

Estaba impaciente por contarle todo aquello a Gabrielle, pero, cuando lo hice, ella reaccionó con indiferencia diciendo que había cientos de viejas leyendas parecidas.

—Osiris era el dios del trigo —replicó—. Era un buen dios para los egipcios. ¿Qué podría tener que ver eso con nosotros? —Tras echar una ojeada a los libros que estaba estudiando, añadió—: Tienes mucho que aprender, hijo mío. Muchos dioses antiguos fueron descuartizados y llorados por sus diosas. Lee los mitos de Acteón y de Adonis. A los antiguos les encantaban esos relatos.

Y, tras esto, se marchó y me dejó a solas en la biblioteca, a la luz de las velas, hincado de codos entre todos aquellos libros.

Medité sobre el sueño de Armand del santuario de Los Que Deben Ser Guardados, en las montañas. ¿Se trataba de un rito mágico que se remontaba a tiempos de los egipcios? ¿Cómo habían olvidado tales cosas los Hijos de las Tinieblas? Quizás aquella mención a Tifón, el asesino de su hermano, sólo había sido una referencia poética del maestro veneciano, nada más.

Salí de nuevo a las calles nocturnas y tallé mis preguntas a Marius en piedras que eran más viejas que cualquiera de los dos. Marius se había hecho tan real que ya conversábamos igual que en otro tiempo habíamos hecho Nicolas y yo. Había pasado a ser el confidente que recibía mi excitación, mi entusiasmo, mi sublime perplejidad ante todas las maravillas y misterios del mundo.

Pero conforme profundicé en mis estudios y amplié mis conocimientos, empecé a captar los primeros indicios pavorosos de lo que podía ser la eternidad. Estaba solo entre mortales, y mis escritos a Marius no lograban impedir que reconociera mi propia monstruosidad como había sucedido en aquellas primeras noches parisienses, tanto tiempo atrás. Al fin y al cabo, Marius no estaba allí en realidad. Y tampoco Gabrielle.

Casi desde el primer momento, las predicciones de Armand se habían demostrado ciertas.

2

Ya antes de salir de Francia, Gabrielle empezó a interrumpir el viaje para desaparecer durante varias noches seguidas. En Viena, solía ausentarse más de una quincena y, para cuando me instalé en el palazzo de Venecia, sus ausencias se prolongaban durante meses. En mi primera visita a Roma, desapareció durante medio año. Y, después de dejarme en Nápoles, regresé a Venecia sin ella, abandonándola para que regresara al Véneto por sus propios medios, cosa que hizo.

Naturalmente, se trataba de la atracción que ejercía sobre ella el campo abierto, los bosques y los montes, o las islas en las que no vivían seres humanos.

Y tras aquellas ausencias regresaba en un estado tan lamentable (los zapatos rotos, la ropa hecha trizas, el cabello enmarañado) que su aspecto resultaba punto por punto tan espeluznante como el de los harapientos miembros de la asamblea parisiense bajo Les Innocents. Entonces, deambulaba por mis estancias con sus ropas sucias y descuidadas, contemplando las grietas del yeso o la luz captada en las distorsiones de los cristales de las ventanas.

Entonces me preguntaba por qué debía un inmortal repasar los periódicos, habitar en palacios, llevar oro en los bolsillos o escribir cartas a la familia mortal que había dejado atrás.

Con aquel murmullo rápido y espectral hablaba de los acantilados que había escalado, de las ventiscas bajo las que había avanzado, de las cavernas llenas de marcas misteriosas y antiguos fósiles que había descubierto.

Después, se marchaba de nuevo tan silenciosa como había llegado, y yo me quedaba esperándola, pendiente de su regreso, irritado con ella y amargado, para mostrarme ofendido con ella cuando por fin reaparecía.

Una noche, durante nuestra primera visita a Verona, una pregunta suya me sobresaltó en una calleja oscura:

—¿Sigue vivo tu padre?

En esa ocasión, había estado ausente dos meses. Yo la había añorado amargamente y ahora me preguntaba por la familia como si ésta tuviera alguna importancia. Aun así, contesté:

—Sí, y muy enfermo.

Pero ella no pareció prestarme atención. Traté de contarle que en Francia las cosas estaban muy mal y que, sin duda, habría una revolución. Gabrielle movió la cabeza e hizo un gesto de indiferencia.

—No pienses más en ellos —dijo—. Olvídalos.

Y se marchó una vez más.

Lo cierto era que no quería olvidarlos. Nunca dejaba de escribir a Roget preguntándole por mi familia. Le escribía con más frecuencia al abogado que a Eleni, al teatro. Le pedí unos retratos de mis sobrinos y mandé a Francia regalos de todos los lugares donde me detenía. Y me preocupé ante la revolución, como cualquier francés mortal.

Y por último, cuando las ausencias de Gabrielle se hicieron más largas, y nuestros momentos juntos se volvieron más llenos de tensión e incertidumbre, empecé a discutir estos asuntos con ella.

—El tiempo se llevará a nuestra familia —le decía—. El tiempo se llevará la Francia que hemos conocido. Entonces, ¿por qué renunciar a los nuestros ahora que aún podemos tenerlos? Yo necesito estas cosas, te lo aseguro. ¡Esto es la vida para mí!

Pero aquello sólo era la verdad a medias. Yo no poseía a Gabrielle más de lo que poseía a cualquier otro. Ella debió de entender lo que le estaba diciendo en realidad. Debió de oír la recriminación que había tras mis palabras.

Los diálogos como éste la entristecían. Hacían surgir de ella la ternura. Entonces me permitía traerle ropas limpias, peinarle el cabello… Y luego salíamos juntos a cazar y charlar. Tal vez incluso acudía a los casinos conmigo, o a la ópera. Durante un breve lapso de tiempo, se convertía en una espléndida gran dama.

Y esos momentos nos mantenían unidos todavía, perpetuaban nuestra creencia en que todavía éramos una pequeña asamblea, un par de amantes triunfantes frente al mundo mortal.

Juntos ante el fuego en alguna mansión rural, cabalgando juntos en el asiento del cochero con las riendas en mis manos, caminando juntos por el bosque a medianoche, seguíamos cambiando nuestras opiniones discrepantes de vez en cuando.

Incluso íbamos juntos en busca de casas encantadas, un pasatiempo reciente que nos llenaba de excitación. De hecho, Gabrielle regresaba a veces de un viaje precisamente porque había oído hablar de una presencia fantasmal y quería que la acompañara a ver qué descubríamos.

Naturalmente, la mayoría de las veces no encontrábamos nada en los edificios vacíos donde se decía que aparecían los espíritus. Y los desdichados a quienes se tachaba de poseídos por el demonio no eran, las más de las ocasiones, sino enfermos mentales corrientes.

No obstante, hubo veces en que presenciamos fugaces apariciones y sucesos misteriosos para los cuales no encontramos explicación: objetos que volaban, voces que surgían como rugidos de la boca de niños poseídos, corrientes de aire heladas que apagaban las velas en una habitación cerrada…

Nunca sacamos nada en claro, sin embargo, de todo aquello. No vimos más de lo que un centenar de estudios mortales había descrito ya.

Finalmente, el asunto se convirtió para nosotros en un mero juego, y, cuando hoy vuelvo la vista atrás, me doy cuenta de que continuábamos con él porque nos mantenía juntos, porque nos proporcionaba unos momentos de convivencia que, de otro modo, no habríamos tenido.

Pero las ausencias de Gabrielle no eran lo único que destruía nuestro afecto por los demás con el transcurso de los años.

Era también su actitud cuando estaba conmigo, las ideas que expresaba.

Aún conservaba aquella costumbre suya de decir exactamente lo que pensaba y poco más.

Una noche, en nuestra casita de la vía Ghibellina, de Florencia, Gabrielle apareció tras una ausencia de un mes y empezó a hablar.

—Ya sabes que las criaturas de la noche están maduras para acoger a un gran líder. No a un supersticioso murmurador de viejos ritos, sino un gran monarca oscuro que nos galvanice siguiendo unos nuevos principios.

—¿Qué principios? —pregunté.

Haciendo caso omiso de mi réplica, ella continuó:

—Imagina algo más que este clandestino y repulsivo alimentarse de mortales, algo grande y magnífico como lo era la Torre de Babel antes de que la cólera divina la derribara. Hablo de un líder instalado en un palacio satánico que envía a sus seguidores a volverse hermano contra hermano, a hacer que las madres maten a sus hijos, a arrojar a la hoguera todos los grandes logros de la humanidad, a agostar la tierra para que todos, inocentes y culpables, mueran de hambre. Crear el caos y el sufrimiento allí donde vayas y derrotar a las fuerzas del bien para desesperación de los hombres. Eso sí que es algo merecedor de ser llamado maldad. Ésa sí que es la obra de un verdadero demonio. Tú y yo no somos nada más que flores exóticas del Jardín Salvaje, como tú me dijiste. Y el mundo de los hombres no es ahora ni más ni menos de lo que ya vi en mis libros hace años, en la Auvernia.

La conversación me disgustó. Pero me alegró tener a Gabrielle junto a mí en la estancia, poder hablar con alguien que no fuera un pobre mortal engañado. No estar solo con mis cartas de casa.

—¿Pero qué hay, entonces, de tus cuestiones estéticas? —pregunté—. ¿Qué hay de eso que le explicaste a Armand acerca de que querías saber por qué existía la belleza y por qué razón continúa afectándonos?

Gabrielle se encogió de hombros.

—Cuando el mundo del hombre se hunda en ruinas, la belleza se impondrá. Volverán a crecer los árboles donde había calles; las flores cubrirán de nuevo el prado que hoy es un rancio tenderete de barracas. Éste será el propósito del amo satánico: ver crecer las hierbas silvestres y ver cómo el bosque tupido cubre todo rastro de las ciudades que un día fueron enormes hasta que nada quede de ellas.

—¿Y por qué llamas a todo eso satánico? —quise saber—. ¿Por qué no llamarlo caos? Eso es lo que sería.

—Porque así es como lo llamarían los humanos. Fueron ellos quienes inventaron a Satán, ¿no es así? Satánico no es más que el calificativo que dieron al comportamiento de aquellos que perturbaban el orden en el que querían vivir los hombres.

—No lo entiendo.

—Pues utiliza tu mente sobrenatural, hijo mío de ojos azules y de cabellos de oro, mi hermoso «matalobos». Es muy posible que Dios hiciera el mundo como dijo Armand.

—¿Es esto lo que has descubierto en los bosques? ¿Te lo han revelado las hojas de los árboles?

Gabrielle se echó a reír.

—Desde luego, Dios no es necesariamente antropomórfico —respondió a continuación—. Ni lo que, en nuestro colosal egoísmo y sentimentalismo, llamaríamos «una persona decente». Pero probablemente existe un Dios. Satán, en cambio, fue una invención humana, un modo de denominar a la fuerza que busca derribar el orden civilizado de las cosas. El primer hombre que elaboró unas leyes (fuera Moisés o algún antiguo rey Osiris egipcio), ese legislador creó al diablo. El diablo es el que tienta al hombre a quebrantar las leyes, y nosotros somos realmente satánicos por cuanto no seguimos ninguna ley para la protección del hombre. Entonces, ¿por qué no saltárnoslas todas? ¿Por qué no provocar un incendio que consuma todas las civilizaciones de la Tierra?

Me sentía demasiado asombrado para responder.

—No te preocupes —añadió Gabrielle con una carcajada—, yo no pienso hacerlo. Pero creo que sucederá en las décadas futuras. ¿No crees que alguien lo hará?

—¡Espero que no! —contesté—. O, mejor, deja que lo exprese de este modo: si uno de nosotros lo intenta, habrá guerra.

—¿Por qué? Todo el mundo seguirá a ese líder.

—Yo no. Yo combatiré contra él.

—¡Ah, eres muy divertido, Lestat! —exclamó ella.

—Es ridículo…

—¡Ridículo! —Gabrielle había apartado la mirada en dirección al patio, pero pronto la volvió de nuevo hacia mí, y el color surgió en sus mejillas—. ¿Ridículo echar por tierra todas las ciudades? Entendí que denominaras ridículo al Teatro de los Vampiros, pero ahora te estás contradiciendo.

—Es ridículo destruir cualquier cosa por el mero hecho de destruirla, ¿no crees?

—Eres imposible —replicó ella—. Algún día, en el futuro lejano, habrá un líder así. Él reducirá al hombre al temor y a la desnudez de la que proviene. Y nos alimentaremos del hombre, sin esfuerzo, como siempre hemos hecho, y el Jardín Salvaje, como tú lo llamas, cubrirá el mundo.

—Casi deseo que alguien lo intente —declaré—, pues yo me alzaría contra él y haría cuanto pudiera por derrotarle. Y posiblemente podría salvarme, podría volver a ser bueno a mis propios ojos, por el hecho de disponerme a salvar de todo eso al hombre.

Muy enfadado, me incorporé de mi asiento y salí al patio.

Ella vino detrás de mí.

—Acabas de expresar el argumento más antiguo del Cristianismo para la existencia del mal —señaló—. Que está ahí para que podamos combatirlo y obrar el bien.

—Qué triste y qué estúpido —asentí.

—Esto es lo que no entiendo muy bien de ti —continuó ella—. Te aferras a tu vieja fe en la bondad con una tenacidad prácticamente inconmovible. ¡Y, en cambio, resultas magnífico en lo que constituye tu naturaleza! Cazas a tus presas como un ángel oscuro. Matas despiadadamente y, cuando lo decides, pasas la noche saciándote de víctimas.

—¿Y bien? —Le dirigí una fría mirada—. No sé ser malo haciendo el mal.

Ella se rio.

—De muchacho era un buen tirador —añadí—. Y un buen actor en el escenario. Ahora soy un buen vampiro. Así es como entendemos la palabra «bondad».

Cuando Gabrielle se hubo ido, me tendí de espaldas en las losas del patio y contemplé las estrellas pensando en todos los cuadros y esculturas que había visto en la ciudad de Florencia. Me di cuenta de que me desagradaban los lugares donde sólo había grandes árboles, y de que el sonido de las voces humanas era, para mí, la música más dulce y más suave. Pero ¿qué importaba, en realidad, lo que yo sintiera o pensara?

Bien es cierto que Gabrielle no siempre me aturdía con extrañas filosofías. De vez en cuando, en sus apariciones, me hablaba de cosas prácticas que había descubierto. Era, sin duda, más valerosa y aventurera que yo. Y me enseñaba cosas. Gabrielle ya había comprobado, antes incluso de que abandonáramos Francia, que los vampiros podíamos dormir en la tierra. No eran precisos ataúdes ni catafalcos. Y se descubría alzándose espontáneamente de entre la tierra al ponerse el sol, antes incluso de terminar de despertarse.

Los mortales que nos encontraban durante las horas diurnas, estaban perdidos, a no ser que nos expusieran a los rayos del sol inmediatamente. Por ejemplo, cerca de Palermo, Gabrielle se había echado a dormir en el sótano de una casa abandonada y, al despertar, había notado que el rostro y los ojos le ardían como si la hubieran escaldado, y en su mano derecha tenía agarrado a un mortal, ya cadáver, que al parecer había intentado perturbar su descanso.

—Le había estrangulado —me contó— y aún tenía mi mano cerrada sobre su garganta. Y la escasa luz que se filtraba por la puerta entreabierta me había quemado el rostro.

—¿Qué habría sucedido de ser varios los mortales? —quise saber, vagamente fascinado con ella.

Gabrielle movió la cabeza en gesto de negativa y se encogió de hombros. Desde entonces, dormía siempre enterrada, no en sótanos o ataúdes. Nadie volvería a perturbar su descanso. A ella no le importaba.

Aunque no lo declaré en voz alta, yo estaba convencido de que dormir en la cripta tenía su gracia. Había cierto encanto novelesco en el hecho de alzarse de la tumba. En realidad, yo me encontraba en el extremo opuesto a la solución de Gabrielle, pues me hacía construir ataúdes especiales en cada lugar donde nos quedábamos un tiempo. Y no dormía en el cementerio o en la iglesia, como era nuestra costumbre más corriente, sino en escondrijos dentro de la casa.

No puedo decir que Gabrielle no me escuchaba con paciencia en ocasiones, cuando le contaba cosas así. Me prestaba atención cuando le describía las grandes obras de arte que había visto en el museo Vaticano, los coros que había escuchado en la catedral, los sueños que parecían provocados por los pensamientos de los mortales que pasaban sobre mi guarida. Sin embargo, tal vez Gabrielle se limitaba a contemplar el movimiento de mis labios; ¿quién podría decirlo con seguridad? Y, a continuación, volvía a desaparecer sin explicaciones y volvía a deambular a solas por las calles, haciendo comentarios en voz alta a Marius o escribiéndole unos mensajes larguísimos que, en ocasiones, me llevaba toda la noche completar.

¿Qué deseaba yo de ella? ¿Que fuera más humana, que fuera como yo? Las predicciones de Armand me obsesionaban. ¿Y cómo podría Gabrielle dejar de pensar en ellas? Tenía que haberse dado cuenta de lo que sucedía, de que estábamos alejándonos cada vez más, que se me rompía el corazón pero tenía demasiado orgullo para decírselo.

«¡Gabrielle, por favor, no puedo soportar esta soledad! ¡Quédate conmigo!».

Cuando al fin dejamos Italia, yo empezaba ya a practicar mis arriesgados jueguecitos con mortales. De vez en cuando veía a un hombre o a una mujer, a un ser humano que me parecía perfecto espiritualmente, y me dedicaba a seguirlo. Primero, prolongaba este seguimiento una semana, después durante un mes, a veces incluso más tiempo todavía. Me enamoraba de aquel ser.

Imaginaba una amistad, una conversación, una intimidad que jamás podríamos tener. Luego, en algún momento mágico e irreal, le decía: «¿Pero tú ves lo que soy?», y el humano, en un acto supremo de comprensión espiritual, respondía: «Sí, lo veo, lo entiendo…».

Un desatino, verdaderamente. Muy parecido al encuentro de la princesa que entrega su amor desinteresado al príncipe encantado y éste recupera su forma original y deja de ser un monstruo. Sólo que en este lúgubre cuento de hadas yo penetraba hasta lo más profundo de mi amante mortal. Los dos nos hacíamos uno, y yo volvía a ser de carne y hueso.

Una idea deliciosa. Pero pronto empecé a darles más y más vueltas en mis pensamientos a las advertencias de Armand acerca de que volvería a realizar el Rito Oscuro por las mismas razones por las que lo había hecho antes.

Entonces, dejé de practicar el jueguecito y me limité a seguir cazando con toda la crueldad y el espíritu vengativo de siempre, y ya no fueron los malhechores mis únicas presas.

En la ciudad de Atenas, dejé el siguiente mensaje a Marius: «No sé por qué continúo. No busco la verdad. No creo en ella. No espero conocer por ti ningún antiguo secreto, sea el que sea. Pero en algo creo: tal vez sólo sea en la belleza del mundo por el que vago o en la propia voluntad de vivir. Este don me fue entregado demasiado pronto. Y me fue otorgado sin una buena razón. Y, ya a mis treinta años mortales de edad, empiezo a tener una cierta idea de por qué muchos de nuestra raza lo han desperdiciado o han renunciado a él. Yo, en cambio, continúo. Y te busco».

Ignoro cuánto tiempo pude haber vagado por Europa y Asia de aquella manera. Pese a todas mis lamentaciones por la soledad en que me hallaba, estaba acostumbrado a ella. Y siempre había nuevas ciudades igual que había nuevas víctimas, nuevos idiomas y nuevas músicas que escuchar. Por mucho dolor que sintiera, siempre decidía en último término un nuevo destino. Mi deseo era conocer, finalmente, todas las ciudades de la Tierra, incluso las remotas capitales de la India y de China, donde hasta el objeto más sencillo me parecería extraño y donde las mentes que sondeara resultaran tan incomprensibles como las de unos seres procedentes de otros mundos.

Sin embargo, cuando partimos de Estambul en dirección al sur, adentrándonos en el Asia Menor, Gabrielle sintió con más fuerza todavía la llamada de aquella tierra nueva y extraña, de modo que apenas aparecía a mi lado.

Y, en Francia, la situación estaba alcanzando un clímax terrible, no sólo para el mundo mortal por el cual aún me preocupaba, sino también para los vampiros del teatro.

3

Ya antes de dejar Grecia, por boca de viajeros ingleses y franceses, me habían llegado noticias preocupantes de lo que estaba sucediendo en Francia. Y, cuando llegué a la Hostería Europea de Ankara, encontré un gran paquete de cartas esperándome.

Roget había sacado todo mi dinero de Francia y lo había depositado en bancos extranjeros. «No debe usted pensar en volver a París —me escribía—. He aconsejado a su padre y a sus hermanos que se mantengan apartados de cualquier controversia. El ambiente, aquí, no es muy favorable a los monárquicos».

Las cartas de Eleni se referían, en su estilo, a los mismos temas:

El público quiere ver ridiculizada a la aristocracia. Una obrita nuestra, en la que aparece la marioneta de una torpe reina a la que pisa sin piedad un escuadrón de estúpidos títeres soldados que ella intenta mandar, arranca grandes risotadas y exclamaciones de los espectadores.

Los clérigos también son objeto de burlas: en otro pequeño drama que representamos, aparece un sacerdote engreído que acude a castigar a un grupo de marionetas bailarinas, a las que afea su comportamiento indecente. Pero ¡ay!, el maestro de baile de las muchachas, que es en realidad un diablo de cuernos rojos, convierte al desgraciado clérigo en un hombre lobo que termina sus días encerrado en una jaula de oro por las burlonas muchachas.

Todo esto es obra del genio de Nuestro Divino Violinista, pero ahora es preciso estar con él todos los momentos que pasa despierto. Para obligarle a escribir, le atamos a la silla y le ponemos delante papel y tinta. Y, si no basta con ello, le obligamos a dictar las obras mientras nosotros las transcribimos.

Cuando recorría las calles, no hacía más que acercarse a los transeúntes para decirles con voz apasionada que en este mundo hay horrores que no imaginan ni en sueños.

Y te aseguro que, si París no estuviese tan ocupado leyendo los miles de panfletos que denuncian a la reina María Antonieta, nuestro amigo ya habría conseguido que acabaran con todos nosotros.

Por lo que respecta a nuestro Amigo Más Antiguo, cada noche que pasa se muestra más irritado.

Naturalmente, me apresuré a contestar a Eleni rogándole que tuviera paciencia con Nicolas, que tratara de ayudarle durante aquellos primeros años. «Sin duda, habrá algún modo de influir sobre él —escribí. Y, por primera vez, añadí una pregunta—: ¿Estaría en mi mano cambiar las cosas si yo regresara?». Releí las palabras largo rato antes de estampar la firma. Las manos me temblaban. Por fin, sellé la carta y la envié en seguida.

¿Cómo iba a regresar? Por muy solo que me sintiera, la idea de volver a París, de ver de nuevo el pequeño teatro, me resultaba insoportable. ¿Y qué podría hacer por Nicolas cuando estuviera allí? La antigua advertencia de Armand se repetía en mis oídos.

De hecho, daba la impresión de que Armand y Nicolas estaban siempre conmigo, no importaba dónde me hallara. Armand, lleno de siniestras advertencias y predicciones; Nicolas, burlándose de mí con el pequeño milagro del amor convertido en odio.

Jamás había necesitado a Gabrielle como en aquel instante, pero ella hacía mucho que me había tomado la delantera en nuestro viaje. De vez en cuando, evocaba el recuerdo de cómo eran las cosas antes de que dejáramos París, pero ya no esperaba nada de ella.

En Damasco me aguardaba la dura contestación de Eleni:

Él te desprecia con la misma intensidad de siempre. Ante la sugerencia de que quizá deberías acudir a su lado, se echa a reír. No te digo estas cosas para que te obsesiones, sino para que sepas que hacemos cuanto podemos para proteger a este joven que jamás debería haber nacido al Reino de las Tinieblas. Está abrumado por sus poderes, desconcertado y enloquecido ante su visión. Los demás ya hemos visto otras veces todo esto y conocemos el lamentable final que le espera.

A pesar de todo, este mes ha escrito su mejor obra. Las bailarinas marionetas, sin cuerdas en esta ocasión, son segadas por una epidemia en la flor de su juventud y descansan bajo lápidas y coronas de flores. El sacerdote llora sobre las tumbas antes de marcharse. Entonces llega al cementerio un joven violinista mágico y, mediante su música, consigue que las muchachas se levanten. Vestidas de vampiros con túnicas de seda negra con volantes y cintas de negro satén, salen de las tumbas y bailan alegremente mientras siguen al violinista camino de París, representado por una hermosa estampa pintada en el decorado. El público se muestra entusiasmado. Te aseguro que podríamos dar cuenta de nuestras presas mortales en el escenario, y los parisienses no harían otra cosa que aplaudir, creyendo que se trata del último truco que hemos inventado.

También encontré una carta alarmante de Roget.

París estaba dominado por una locura revolucionaria. El rey Luis se había visto forzado a reconocer a la Asamblea Nacional. Todas las clases populares se estaban uniendo contra él como jamás había sucedido. Roget había mandado un mensajero al sur para que viera a mi familia e intentara determinar el ambiente revolucionario en el campo.

Respondí a ambas misivas con la preocupación y la sensación de impotencia que eran de esperar y, mientras enviaba mis pertenencias a El Cairo, tuve el presentimiento de que todo aquello en lo que confiaba estaba en peligro.

Exteriormente, continuaba mi mascarada como noble viajero sin ningún cambio aparente; por dentro, el demonio cazador de las tortuosas callejas urbanas se sentía callada y secretamente extraviado.

Por supuesto, me dije a mí mismo que era importante viajar al sur, a Egipto. Que Egipto era una tierra de antigua grandeza y de maravillas intemporales. Que Egipto me hechizaría y me haría olvidar aquellos sucesos que se producían en París y que no estaba en mi mano cambiar. Pero mi mente establecía una relación más. Egipto, más que cualquier otra tierra del mundo, era un lugar amante de la muerte.

Finalmente, Gabrielle apareció como un espíritu surgido del desierto de Arabia y zarpamos juntos.

Pasó casi un mes hasta que llegamos a El Cairo, y, cuando encontré mis pertenencias esperándome en la residencia para europeos, había entre ellas un extraño paquete.

Reconocí de inmediato la letra de Eleni, pero no pude imaginar por qué me mandaría un bulto como aquél y me quedé contemplándolo un cuarto de hora seguido, con la mente más en blanco que lo que jamás la había tenido en mi vida.

No había mensaje alguno de Roget.

Me pregunté por qué no habría escrito el abogado. ¿Qué habría en el paquete? ¿Por qué estaba allí?

Finalmente, advertí que llevaba una hora sentado en una habitación entre un montón de maletas y baúles y contemplando un paquete, mientras Gabrielle, que no mostraba ganas de esfumarse todavía, se limitaba a observarme.

—¿Vas a marcharte? —susurré.

—Si tú quieres… —respondió.

Era importante abrir aquello, sí, abrirlo y descubrir de qué se trataba. Sin embargo, me pareció igualmente importante echar un vistazo a la destartalada habitación e imaginar que era la de una posada de pueblo en la Auvernia.

—He soñado contigo —dije en voz alta, con la mirada en el paquete—. He soñado que vagábamos juntos por el mundo, tú y yo, y que los dos éramos serenos y fuertes. He soñado que nos cebábamos en los malhechores como hacía Marius, y, al mirar a nuestro alrededor, sentíamos asombro, pavor y pena ante los misterios que presenciábamos. Pero éramos fuertes. Seguíamos siempre adelante. Y hablábamos. «Nuestra conversación» seguía y seguía…

Rasgué el envoltorio y vi la funda del Stradivarius.

Quise decir algo más, sólo para mí mismo, pero se me hizo un nudo en la garganta. Y mi mente no podía transmitir mis palabras por sí sola. Alargué la mano y tomé la carta que se había deslizado a un lado sobre la madera pulida.

Como me temía, las cosas han llegado a lo peor. Nuestro Amigo Más Viejo, enloquecido por los excesos de Nuestro Violinista, le encarceló finalmente en tu antigua residencia. Y, aunque le dejó en la celda su violín, le cortó las manos.

Con todo, debes saber que, entre nosotros, tales apéndices siempre pueden reinstaurarse. Y las manos en cuestión fueron guardadas en lugar seguro por nuestro Amigo Más Viejo, que dejó sin sustento al herido. Durante cinco noches.

Por último, cuando la acción del grupo entero consiguió de nuestro Amigo Más Viejo que soltara a N. y le devolviera todo cuanto era suyo, el asunto se dio por zanjado.

Pero N., enloquecido por el dolor y el ayuno (pues éste puede alterar por completo el temperamento), se sumergió en un silencio impenetrable y así permaneció un tiempo considerable.

Por fin, acudió a nosotros y habló solamente para decirnos, como haría un mortal, que había puesto en orden todos sus asuntos. Teníamos a nuestra disposición un fajo de obras recién escritas, y, a cambio, debíamos convocar y celebrar con él el antiguo aquelarre en algún lugar del campo, con su hoguera de costumbre. Si no lo hacíamos, convertiría el teatro en su pira funeraria.

Nuestro Amigo Más Viejo accedió solemnemente a sus deseos, y jamás habrás asistido a un aquelarre semejante, pues creo que todos parecíamos aún más infernales con las pelucas y los ropajes finos, con nuestros trajes de baile de vampiros, negros y llenos de volantes, formando el viejo círculo y entonando los viejos cánticos con el desparpajo de unos actores.

«Deberíamos haberlo celebrado en el bulevar —dijo él—. Pero tened; enviad esto a mi creador», y puso en mis manos el violín. Nos pusimos a bailar, todos nosotros, para provocar al habitual frenesí, y creo que jamás nos sentimos más emocionados, más aterrados, más tristes. Y él se lanzó a las llamas.

Sé cuánto te afligirá esta noticia, pero entiende bien que hemos hecho lo posible para que esto no sucediera. Nuestro Amigo Más Viejo estaba amargado y afligido. Y creo que deberías saber que, a nuestro regreso a París, descubrimos que N. había ordenado poner oficialmente al local el nombre de Teatro de los Vampiros, y que estas palabras ya habían sido puestas como un rótulo en la fachada. Como sus mejores obras siempre habían tenido vampiros y hombres lobos y otras criaturas sobrenaturales, el público considera muy divertido este nuevo nombre y nadie ha exigido que se cambiara. En el París de estos días resulta, sencillamente, una buena ocurrencia.

Horas más tarde, cuando por fin bajé la escalera y salí a la calle, vi en las sombras un fantasma pálido y adorable, la imagen de una joven exploradora francesa de sucias ropas blancas y botas de cuero marrones, con un sombrero de paja cubriéndole los ojos.

Reconocí quién era, por supuesto, y que una vez nos habíamos amado, ella y yo. Pero en aquel momento era algo que apenas podía recordar o creer de verdad.

Creo que quise decirle algo mezquino, algo que la hiriera y la impulsara a alejarse de mí. Pero cuando se acercó y dio unos pasos a mi lado, no dije nada. Me limité a dejarle la carta para no tener que cambiar palabra. Y ella la leyó y la guardó, y luego pasó el brazo en torno a mí como solía hacer tanto tiempo atrás, y echamos a andar juntos por las negras calles.

Un olor a muerte y a fuegos de cocinas, a arena y a excrementos de camello. Un olor egipcio. El olor de un lugar que ha permanecido igual durante seis mil años.

—¿Qué puedo hacer por ti, querido mío? —susurró.

—Nada —respondí.

Era yo quien lo había hecho, quien había seducido a Nicolas, quien le había hecho lo que era, quien le había dejado allí. Y era yo quien había trastocado el camino que podría haber seguido su vida. Y así, esa existencia, sumida en la tenebrosa oscuridad y apartada de su curso humano, terminaba en esto.

Más tarde, Gabrielle guardó silencio mientras yo escribía mi mensaje a Marius en la pared de un antiguo templo. Expuse el fin de Nicolas, el violinista del Teatro de los Vampiros, y tallé mis palabras con la misma profundidad con que lo habría hecho un artesano egipcio. Un epitafio para Nicolas, una lápida en el olvido que tal vez nunca leyera o entendiera nadie.

Resultaba extraño tenerla conmigo. Extraño tenerla de pie a mi lado hora tras hora.

—No volverás a Francia, ¿verdad? —me preguntó por último—. No volverás por lo que le hizo, ¿verdad?

—¿Por lo de las manos? —dije yo—. ¿Por lo de amputarle las manos?

Gabrielle me miró, y su rostro se petrificó como si una conmoción le hubiera robado toda expresión. Pero ella había leído la carta. Lo sabía. ¿A qué venía esa conmoción? A mi manera de decirlo, tal vez…

—¿Pensabas que volvería para vengarme?

Ella asintió con un titubeo. No deseaba meterme tal idea en la cabeza.

—¿Cómo iba a hacerlo? —continué—. Sería una hipocresía, ¿no crees?, cuando dejé allí a Nicolas contando con que ellos harían lo que tuviera que hacerse…

Los cambios del rostro de Gabrielle eran demasiado sutiles para ser descritos.

No me gustaba ver tanto sentimiento en sus facciones. No era propio de ella.

—Lo cierto es que el pequeño monstruo intentaba ayudar haciendo eso, ¿no crees?, cortándole las manos. Debió de ser todo un problema para él, en realidad, cuando habría podido quemar a Nicolas con toda facilidad sin ni siquiera pestañear.

Gabrielle asintió, pero advertí su aspecto abatido y, al tiempo, quería la suerte que también hermoso.

—Eso es lo que he pensado —murmuró—, pero no he creído que tú opinaras lo mismo.

—¡Bah!, soy lo bastante monstruo para entenderlo —respondí—. ¿No recuerdas lo que me dijiste hace años, antes de que ninguno de los dos dejara nuestro hogar? Lo dijiste el mismo día en que Nicolas subió a la montaña con los comerciantes para regalarme la capa roja. Me contaste que su padre estaba tan enfadado con él por tocar el violín, que le había amenazado con romperle las manos. ¿Crees que, de algún modo, encontramos nuestro destino suceda lo que suceda? Quiero decir, ¿no crees que, incluso como inmortales, seguimos un camino que ya teníamos marcado cuando estábamos vivos? Imagínalo: el amo de la asamblea le cortó las manos.

Durante las noches siguientes, quedó claro que Gabrielle no quería dejarme solo, y me di cuenta de que se habría quedado conmigo por el asunto de la muerte de Nicolas, no importaba dónde estuviéramos. Con todo, la circunstancia de hallarnos en Egipto no resultaba indiferente. Ayudaba a su decisión el hecho de que amaba aquellas ruinas y monumentos como no había amado nunca nada.

Tal vez la gente tenía que llevar muerta seis mil años para despertar su amor. Pensé en decírselo, en burlarme un poco de ella con el comentario, pero la idea pasó simplemente por mi cabeza y se desvaneció. Aquellos monumentos eran tan viejos como las montañas que ella amaba. El Nilo había corrido por la imaginación del hombre desde el comienzo de los tiempos.

Escalamos las pirámides juntos, subimos a las patas de la Esfinge gigante. Revisamos inscripciones de antiguos fragmentos de losas. Estudiamos momias que se podían comprar por una miseria a los ladrones, fragmentos de cerámica antigua, piezas de joyería y cristales. Dejamos que el agua del río corriera entre nuestros dedos y salimos de caza a dúo por las estrechas callejas de El Cairo, y entramos en los burdeles a reclinarnos en los almohadones y ver bailar a los muchachos y oír a los músicos tocando una música cálida y erótica que, por un momento, ahogaba el lamento del violín que sonaba en mi cabeza en todo instante.

Me descubrí incorporándome y poniéndome a bailar desenfrenadamente aquellas tonadas exóticas, imitando las ondulaciones de los que me animaban a seguir, hasta perder todo sentido del tiempo y de la razón bajo el quejido de los cuernos y el punteo de los laúdes.

Gabrielle permanecía sentada, quieta, sonriente, con el ala de su manchado sombrero de paja blanco cubriéndole los ojos. Ya no nos hablábamos. Ella era sólo una especie de belleza pálida y felina, de mejillas manchadas de barro, que vagaba por la noche eterna a mi lado. Con el gabán ceñido por un grueso cinturón de cuero y el cabello en una trenza a la espalda, caminaba con la prestancia de una reina y la lasitud de un vampiro, la curva de su mejilla luminosa en la oscuridad, su pequeña boca un capullo de rosa roja. Encantadora y, sin duda, destinada a desvanecerse muy pronto de nuevo.

No obstante, continuó conmigo incluso cuando alquilé una lujosa pequeña residencia, en otro tiempo casa de un mameluco, con suelos de espléndidos azulejos y refinados tapices colgando de los techos. Incluso me ayudó a llenar el patio de buganvillas y palmeras y todo tipo de plantas tropicales hasta convertirlo en una pequeña jungla de verdor. Gabrielle se encargó espontáneamente de traer las jaulas con los loros y golondrinas y brillantes canarios. Incluso, de vez en cuando, hacía un gesto de comprensivo asentimiento cuando me oía murmurar que no había cartas de París y me veía frenético ante la ausencia de noticias.

¿Por qué no me escribía Roget? ¿Había estallado París en disturbios y revueltas? Bien, tal cosa no alcanzaría a mis parientes en la alejada Auvernia. ¿O sí? Pero ¿le habría sucedido algo a Roget? ¿Por qué no escribía?

Gabrielle me pidió que fuera río arriba con ella. Yo quería esperar una posible carta, quedarme a preguntar a los viajeros ingleses, pero accedí. Al fin y al cabo, ya era bastante notable que me quisiera por acompañante. A su manera, se estaba ocupando de mí.

Supe que había decidido vestirse una levita y unos pantalones bombachos de fresco lino blanco sólo por complacerme. Que se cepillaba aquellos largos cabellos por mí.

Pero aquello ya no importaba nada. Me estaba hundiendo, lo notaba. Estaba vagando por el mundo como si fuera un sueño.

Parecía muy lógico y natural que a mi alrededor encontrara un paisaje exactamente igual a como había sido miles de años atrás, cuando los artistas lo habían pintado en los muros de las tumbas reales. Parecía natural que las palmeras a la luz de la luna tuvieran el mismo aspecto de entonces, que el campesino sacara del río el agua que necesitaba igual que en ese tiempo remoto se hacía. Hasta las vacas que abrevaban en la orilla eran idénticas.

Visiones del mundo cuando éste era nuevo.

¿Había pisado Marius aquellas arenas alguna vez?

Deambulamos por el enorme templo de Ramsés, hechizados por los millones y millones de pequeñas imágenes talladas en las paredes. No dejaba de pensar en Osiris, pero las figurillas me resultaban desconocidas. Recorrimos las ruinas de Luxor y descansamos juntos en la falúa, bajo las estrellas.

Ya de regreso hacia El Cairo, al aproximarnos a los grandes Colosos de Memnón, Gabrielle me habló en un apasionado susurro de cómo los emperadores romanos habían viajado hasta allí para admirar esas estatuas, igual que ahora hacíamos nosotros.

—Ya eran antiguas en tiempos de los césares —comentó mientras guiábamos nuestros camellos por las frías arenas.

Esa noche, el viento no era tan fuerte como otras veces y pudimos ver con claridad las inmensas figuras de piedra contra el cielo negro azulado. Aunque desgastados, los rostros parecían seguir mirando al frente, testigos mudos del paso del tiempo cuya inmovilidad me producía tristeza y temor.

Sentí el mismo asombro que ya había experimentado ante las pirámides. Dioses antiguos, arcanos misterios… las enormes figuras producían escalofríos y, no obstante, ¿qué eran ahora aquel par de colosos sino centinelas sin rostro, gobernantes de un desierto infinito?

—Marius… —musité para mí—, ¿los has visto tú? ¿Sobrevivirá alguno de nosotros tanto tiempo como ellos?

Pero Gabrielle interrumpió allí mi meditación, expresando el deseo de desmontar y hacer a pie el resto del camino hasta las estatuas. Yo me sentía con ánimos para ello, aunque no sabía qué hacer de aquellos grandes, apestosos y tercos camellos, ni cómo obligarles a doblar las patas para saltar al suelo.

Ella encontró el modo y los dos nos alejamos por la arena, dejando a los camellos atrás.

—Ven conmigo al corazón de África, a la jungla —me propuso con expresión seria y un gesto insólitamente suave.

Permanecí callado por un instante. Noté en ella algo alarmante. O, al menos, algo que hubiera debido causarme alarma.

Que hubiera debido hacerme oír un sonido tan estentóreo como el repique matutino de las Campanas del Infierno.

Yo no quería viajar a las selvas africanas, y Gabrielle lo sabía. En aquellos momentos, estaba esperando con inquietud que Roget me mandara noticias de mi familia, y tenía el propósito de visitar las ciudades de Oriente, recorrer la India y China y pasar a Japón.

—Comprendo la existencia que has escogido —me dijo ella—. Y debes saber que he terminado por admirar la perseverancia con que la llevas a cabo.

—Lo mismo debo decir de ti —respondí con cierta amargura.

Gabrielle se detuvo.

Estábamos, supongo, todo lo cerca de las colosales estatuas que uno podía llegar. Y lo único que impedía que su tamaño me abrumara era que no había en las proximidades nada que nos ofreciera una referencia de sus dimensiones. El cielo era tan inmenso como ellas, y las arenas eran infinitas, y las estrellas incontables y brillantes se alzaban permanentemente sobre nuestras cabezas.

—Lestat —musitó ella lentamente, midiendo las palabras—. Te suplico que, por una sola vez, trates de moverte por el mundo como lo hago yo.

La Luna la iluminó de lleno, pero el sombrero dejó en sombras su rostro menudo, blanco y anguloso.

—Olvida la casa de El Cairo —insistió de pronto. Había bajado la voz como en actitud de respeto ante la importancia de lo que acababa de decir—. Abandona tus objetos de valor, tus ropas, las cosas que te atan a la civilización. Ven al sur conmigo, remontemos el río hasta el corazón de África. Viaja como lo hago yo.

Seguí sin responder. El corazón me latía con violencia.

Gabrielle musitó en voz muy baja que podríamos ver las tribus desconocidas del África, ni siquiera sospechadas por el resto del mundo. Que lucharíamos con las manos desnudas contra el cocodrilo y el león. Que tal vez podríamos descubrir las propias fuentes del Nilo.

Me puse a temblar de la cabeza a los pies. Era como si la noche se hubiera llenado de vientos aulladores. Y no había ningún sitio donde ir.

«Me estás diciendo que me abandonarás para siempre si no te acompaño, ¿no es eso?».

Alcé la mirada a aquellas estatuas espantosas y creo que dije:

—En pocas palabras, así es.

Aquélla era la razón de que se hubiera quedado a mi lado, de que hubiera hecho tantas pequeñas cosas para agradarme, de que estuviéramos juntos en aquel instante. No tenía nada que ver con el hecho de que Nicolas hubiera entrado en la eternidad. Era otra despedida lo que la preocupaba realmente.

Gabrielle movió la cabeza de un lado a otro, como si discutiera consigo misma qué más decir. Con la voz en un susurro, me describió el calor de las noches del trópico, un calor más húmedo y dulzón que el de Egipto.

—Ven conmigo, Lestat —insistió—. De día, duermo en la arena. De noche me muevo casi como si pudiera volar de verdad. No necesito ningún nombre, ni dejo huellas de mi paso. Quiero seguir hacia el sur hasta el mismo extremo del continente. Seré una diosa para aquellos que mate.

Se acercó y me pasó el brazo por los hombros, y apretó sus labios contra mi mejilla y observé el intenso brillo de sus ojos bajo el ala de su sombrero. Y el claro de luna helándole los labios.

Escuché mi propio suspiro y sacudí la cabeza en gesto de negativa.

—No puedo, y tú lo sabes —dije—. Me resulta imposible, lo mismo que a ti quedarte conmigo.

Durante el regreso a El Cairo, no dejé de darle vueltas a algo que me había venido a la cabeza en aquellos dolorosos instantes, algo que había comprendido pero me había callado mientras hablábamos frente a las estatuas de los Colosos de Memnón.

Había perdido totalmente a Gabrielle. Ya hacía años que la había perdido. Y me había dado cuenta de ello en el momento de descender los peldaños de la habitación donde había estado llorando por Nicolas, cuando la había encontrado esperándome.

De una forma u otra, todo había quedado dicho en la cripta bajo la torre, años antes. Gabrielle no podía darme lo que quería de ella. Nada podía hacer por convertirla en algo que ella no sería jamás. Y lo más terrible era aquello: ¡que Gabrielle, realmente, no quería nada de mí!

Si me pedía que fuera con ella, era sólo porque se sentía obligada a ello. La tristeza, la lástima… quizá también fueran razones que la impulsaban, pero lo que Gabrielle quería de verdad era ser libre.

Continuó conmigo mientras nos acercábamos a la ciudad. No dijo ni hizo nada más.

Y yo me hundía cada vez más, callado y aturdido, sabedor de que pronto recibiría otro golpe demoledor. Me embargaban la certeza y el horror. Gabrielle me diría el adiós definitivo y yo no podía evitarlo. ¿Cuándo empezaría a perder el control? ¿Cuándo rompería a llorar sin poderlo remediar?

Todavía no.

Cuando encendimos las luces de la casita, los colores me asaltaron: las alfombras persas cubiertas de delicadas flores, los tapices con un millón de espejuelos cosidos, el brillante plumaje de los pájaros en su aleteo…

Busqué algún envío de Roget, pero no había ninguno y, de pronto, me sentí furioso. Sin duda, ya debería haber recibido noticias suyas. ¡Tenía que enterarme de lo que estaba sucediendo en París! A continuación, me entró miedo.

—¿Qué diablos está pasando en Francia? —murmuré—. Tendré que ir a ver a otros europeos. A los británicos. Ellos siempre tienen información. Allá donde van, siempre llevan consigo su maldito té indio y su Times de Londres.

Me enfureció ver a Gabrielle allí plantada, tan quieta. Era como si en la sala estuviera sucediendo algo; la misma sensación sofocante de tensión y expectación que había experimentado en la cripta antes de que Armand nos contara su largo relato.

Pero no sucedía nada, salvo que Gabrielle se disponía a dejarme para siempre. Que estaba a punto de esfumarse en el tiempo para siempre. ¡Y cómo podríamos volver a encontrarnos alguna vez!

—Maldición —exclamé—. Esperaba una carta.

No había criados en la casa, pues no habíamos avisado de nuestro regreso. Me apetecía enviar a alguien a contratar a unos músicos. Acababa de saciarme y sentía calor en el cuerpo y me decía a mí mismo que me apetecía bailar.

Gabrielle rompió de improviso su inmovilidad y dio unos pasos muy medidos. Con una extraña decisión, salió al patio.

La vi arrodillarse junto al estanque. Después levantó dos adoquines del pavimento, sacó un paquete y, tras limpiarlo de tierra y arena, me lo trajo.

Antes incluso de que lo expusiera a la luz, vi que lo enviaba Roget. Aquel paquete había llegado antes de iniciar nuestro viaje Nilo arriba, ¡y ella me lo había ocultado!

—¿Por qué has hecho eso? —exclamé, hecho una furia.

Le arranqué el paquete de las manos y lo puse sobre el escritorio.

La miré fijamente y sentí odio por ella, más odio que nunca. ¡Ni siquiera en el egoísmo de la infancia la había odiado como en aquel momento!

—¿Por qué me has ocultado ese paquete? —insistí.

—Porque quería una oportunidad —susurró ella. Vi un temblor en su mentón y en su labio inferior, y unas lágrimas de sangre—. Pero tú ya habías tomado una decisión —añadió—, incluso sin esto.

Extendí la mano y desgarré el envoltorio. Cayó de él una carta, acompañada de varios recortes doblados de un periódico inglés.

Abrí el sobre de la carta con manos temblorosas y empecé a leer:

Monsieur:

Como ya debe de saber, el 14 de julio, las turbas de París atacaron la Bastilla. La ciudad es presa del caos. Ha habido revueltas por toda Francia. Durante meses he tratado en vano de ponerme en contacto con su familia y de sacarla del país sana y salva, si era posible.

Sin embargo, el lunes pasado he recibido la noticia de que los campesinos y arrendatarios de tierras se habían alzado contra la casa de su padre. Sus hermanos, junto con sus esposas, hijos y todos los que intentaron defender el castillo, fueron asesinados y la casa, saqueada. Únicamente su padre logró escapar.

Unos criados fieles consiguieron esconderle durante el asedio, y, más tarde, trasladarle a la costa. En el día de hoy, se encuentra en la ciudad de Nueva Orleans, en la antigua colonia francesa de la Luisiana. Le ruega a usted que vaya en su ayuda. Está abrumado de dolor y rodeado de extraños. Le suplica que acuda.

Había más. Disculpas, seguridades, detalles… Todo ello dejó de tener sentido.

Guardé la carta en el escritorio y me quedé mirando la madera de éste y el charco de luz que producía la lámpara.

—No vayas a su lado —dijo Gabrielle.

Su voz resultaba pequeña e insignificante en el silencio. Pero el silencio era como un inmenso grito.

—No vayas a su lado —repitió.

Las lágrimas, dos largos regueros rojos que brotaban de sus ojos, surcaban sus mejillas como si fueran el maquillaje de un payaso.

—Vete —susurré. La palabra flotó en el aire y, de improviso, mi voz se elevó de nuevo.

—¡Vete! —volví a decir.

Y, nuevamente, mi voz no se detuvo sino que continuó elevándose hasta que me encontré gritando con extrema violencia:

—¡¡VETE!!

4

Soñé con mi familia. En el sueño, estábamos todos abrazados unos a otros. Incluso Gabrielle se hallaba presente, con un vestido de terciopelo. El castillo estaba ennegrecido, quemado por todas partes. Los tesoros que había depositado allí se habían fundido o convertido en ceniza. Todo vuelve siempre a convertirse en cenizas. Aunque… ¿cómo es realmente la vieja cita: «cenizas a las cenizas» o «polvo al polvo»?

No importaba. Yo había regresado y les había convertido a todos en vampiros y allí estábamos, la Casa de Lioncourt al completo, todos muy pálidos y hermosos, incluso aquel bebé chupador de sangre que yacía en la cuna y aquella madre que se inclinaba sobre él para acercarle la gorda rata de larga cola que se debatía entre sus dedos, y de la que había de alimentarse el pequeño.

Besándonos y abrazándonos entre risas, todos avanzábamos entre las cenizas: mis pálidos hermanos, sus pálidas esposas, los niños fantasmagóricos parloteando sobre sus presas y mi padre ciego, que, como una figura bíblica, se había puesto en pie exclamando:

—¡PUEDO VER!

Mi hermano mayor me pasaba el brazo por los hombros. Con unas buenas ropas, tenía un aspecto espléndido. Nunca le había visto así y la sangre vampírica le daba un aire muy reservado y espiritual.

—¿Sabes? Ha sido magnífico que vinieras con estos Dones Oscuros —me decía con una alegre carcajada.

—Con el Rito Oscuro, querido, con el Rito Oscuro —le corregía su esposa.

—Porque, si no lo hubieras hecho —continuaba mi hermano en el sueño—, ¡entonces estaríamos todos muertos!

5

La casa estaba vacía. Los baúles ya estaban en camino. El barco zarparía de Alejandría dos noches después. Sólo llevaría conmigo una pequeña valija. A bordo, el hijo de un marqués debería cambiarse de ropa de vez en cuando. Y, por supuesto, el violín.

Gabrielle me miraba junto al arco de entrada al jardín, alta y esbelta, hermosamente flaca bajo sus blancas ropas de algodón, con el sombrero puesto, como siempre, y el cabello suelto.

¿Tal vez era para mí, aquella melena al viento?

La pesadumbre continuaba creciendo en mí como una marea que abarcaba todos los deudos, los muertos y los no muertos.

Pero la pena pasó y volvió la sensación de hundimiento, de habitar en un sueño donde navegábamos con voluntad o sin ella.

Comprendí que la mejor descripción de su cabello sería la de una lluvia de oro, que la poesía de siempre cobra sentido cuando uno contempla a la persona a la que se ha amado. Adorables eran los ángulos de su cara, su boca pequeña e implacable.

—Dime qué necesitas de mí, madre —murmuré en voz baja.

La estancia, pulcra. El escritorio. La lámpara. Una silla. Todos mis pájaros de brillantes colores enviados, probablemente, a su venta en el bazar. Loros grises africanos que viven tanto como un hombre. Nicolas había llegado sólo a los treinta.

—¿Precisas dinero de mí?

Un gran y hermoso sonrojo en sus mejillas, los ojos en un destello de luz en movimiento, azul y violácea. Por un instante, casi pareció humana. Habríamos podido estar en su habitación de nuestro hogar. Libros, paredes húmedas, el fuego… ¿Había sido humana entonces?

El ala del sombrero le cubrió completamente las facciones por un instante al inclinar la cabeza. Inexplicablemente, me preguntó:

—Pero ¿adónde irás?

—A una casita en la rue Dumaine, en la ciudad francesa de Nueva Orleans —respondí con frialdad y precisión—. Y cuando él haya muerto y descanse en paz, no tengo ni la más ligera idea de qué haré.

—No puedes hablar en serio.

—Tengo pasaje para el próximo barco que zarpa de Alejandría. Iré a Nápoles, y, de allí, a Barcelona. Después, embarcaré en Lisboa rumbo al Nuevo Mundo.

Su rostro pareció adelgazar, haciendo más acusadas sus facciones. Movió ligeramente los labios pero no dijo nada. Y luego vi aparecer en sus ojos las lágrimas y percibí su emoción como si surgiera de ella para tocarme. Aparté la vista, revolví algo sobre el escritorio y luego, sencillamente, dejé las manos muy quietas para que no me temblaran. Me alegraba de que Nicolas se hubiera llevado sus manos a la hoguera consigo, pues de lo contrario, me dije, habría tenido que volver a París y recuperarlas antes de continuar viaje.

—¡Pero no puedes ir a vivir con él! —susurró Gabrielle.

¿Él? ¡Ah, sí! Mi padre.

—¿Qué importa? ¡Me voy! —repliqué.

Ella hizo un leve gesto de negativa con la cabeza. Se acercó al escritorio. Su paso era más ligero que el de Armand.

—¿Ha hecho esa travesía alguno de nuestra raza? —preguntó con un hilo de voz.

—Que yo sepa, no. En Roma me dijeron que no.

—Quizás ese viaje no pueda hacerse.

—Puede hacerse. Lo sabes muy bien —respondí. Los dos habíamos surcado ya los mares en nuestros sarcófagos forrados de corcho. Y ay del leviatán que me molestara.

Gabrielle se acercó todavía más y me miró. Y su rostro no pudo ocultar por más tiempo el dolor que sentía. Estaba arrebatadora. ¿Por qué la había vestido siempre con trajes de gala, sombreros de plumas y perlas?

—Ya sabes cómo ponerte en contacto conmigo —le dije, pero la aspereza de mi voz carecía de convicción—. La dirección de mis bancos en Londres y Roma. Estos bancos han vivido tanto tiempo o más que un vampiro y seguirán siempre donde están. Pero ya sabes todo esto, siempre lo has sabido…

—Basta —replicó ella en un siseo—. No me digas esas cosas.

Todo aquello era una gran mentira, una parodia. Era precisamente el tipo de conversación que ella siempre había detestado, el tipo de conversación que era incapaz de mantener. Ni en mis pensamientos más desatados había esperado nunca que las cosas fueran así, que fuera yo quien hablara con frialdad y ella quien llorara. Había pensado que yo me echaría a sollozar cuando Gabrielle me dijera que se marchaba. Había pensado que me arrojaría a sus pies.

Nos miramos durante un largo instante. Sus ojos estaban teñidos de rojo y casi le temblaba la boca.

Y entonces perdí el control.

Me levanté y fui hacia ella y estreché entre mis manos sus hombros menudos y delicados. Estaba dispuesto a no dejarla marcharse, por mucho que se resistiera. Pero no se debatió, y los dos continuamos llorando casi en silencio como si no pudiéramos parar. Y, sin embargo, no se entregó a mí. No se fundió en mi abrazo.

A continuación, se echó hacia atrás. Me acarició el cabello con ambas manos, se inclinó hacia delante y me besó en los labios, y luego se apartó con gesto ligero y sin el menor ruido.

—Entonces, está bien, querido mío —musitó.

Moví la cabeza. Palabras y palabras y palabras sin decir. Para ella no tenían utilidad, y nunca la habían tenido.

Volvió a la puerta del jardín con su andar lento y lánguido, moviendo las caderas cadenciosamente, y alzó la mirada al cielo nocturno antes de volverla de nuevo hacia mí.

—Tienes que prometerme una cosa —dijo por último.

Era el atrevido joven francés que se movía con la gracia de un árabe por rincones de un centenar de ciudades donde sólo un gato callejero podría pasar sin riesgos.

—Desde luego —asentí.

Sin embargo, mi espíritu estaba ya tan quebrantado que no quería seguir hablando. Los colores se difuminaron. La noche no era cálida ni fría. Yo quería que Gabrielle se marchara sin más, pero me aterraba el momento en que tal cosa sucediera, cuando ya no podría hacerla volver.

—Prométeme —dijo— que no buscarás poner fin a todo sin antes estar conmigo, sin que volvamos a reunirnos.

Por un instante, la sorpresa me impidió responder. Luego afirmé:

—No pienso ponerle fin jamás. —Mi tono fue casi desdeñoso—. Por lo tanto, tienes mi promesa. No me cuesta nada dártela. ¿Qué te parece, ahora, si tú me haces otra a mí? Que me harás saber dónde irás, dónde puedo localizarte; prométeme que no te desvanecerás como si fueras algo que sólo he imaginado…

Me detuve. Había notado en mi voz un tono de urgencia, con atisbos de histeria. No podía imaginarla escribiendo una carta o mandándola al correo o haciendo ninguna de las cosas que los mortales hacían habitualmente. Era como si no nos hubiera unido, ni entonces ni nunca, una naturaleza común.

—Espero que aciertes en esa valoración de ti mismo —comentó.

—Yo no creo en nada, madre —respondí—. Hace mucho tiempo le dijiste a Armand que creías que hallarías respuestas en los bosques y las grandes junglas, que las estrellas te revelarán algún día una gran verdad. Yo, en cambio, no creo en nada y eso me hace más fuerte de lo que piensas.

—Entonces ¿por qué tengo tanto miedo por ti? —insistió.

Su voz era apenas un jadeo. Creo que tuve que seguir el movimiento de sus labios para oír lo que decía.

—Tú percibes mi soledad —contesté—, mi amargura al quedar al margen de la vida. Mi amargura de ser el mal, de no merecer ser amado y, a pesar de todo, necesitar desesperadamente el amor. Mi horror de no poder mostrarme nunca a los mortales. Pero estas cosas no me detienen, madre. Soy demasiado fuerte para que me detengan. Como una vez dijiste, soy muy bueno en ser lo que soy. Estos temas, simplemente, me hacen sufrir de vez en cuando, eso es todo.

—Te quiero, hijo mío.

Quise añadir algo acerca de su promesa, de los agentes en Roma, de que escribiera. Quise decirle…

—Recuerda tu promesa —murmuró.

Y, de pronto, supe que aquél era nuestro último momento juntos. Lo supe y me di cuenta de que no podía hacer nada por cambiarlo.

—¡Gabrielle! —musité.

Pero ya se había marchado. La sala, el jardín exterior, la noche misma, estaban en calma y en silencio.

En algún momento antes del amanecer, abrí los ojos. Estaba tendido en el suelo de la casa, donde me había derrumbado llorando hasta caer dormido.

Recordé que debía partir hacia Alejandría, avanzar cuanto pudiera, y luego enterrarme bajo la arena cuando saliera el sol. Sería magnífico dormir en el suelo arenoso. También recordé que la puerta del jardín había quedado abierta. Y que ninguna de las puertas estaba cerrada con llave.

Pero no conseguí moverme. De una manera fría y muda, me imaginé buscándola por El Cairo, llamándola, diciéndole que volviera. Por un momento, casi me pareció que lo había hecho, que había corrido tras ella completamente humillado y que había tratado de hablarle otra vez del destino que me conducía a perderla igual que a Nicolas le había llevado a perder las manos. De algún modo, teníamos que trastocar el destino. El triunfo final debía ser nuestro.

Una idea sin sentido. Y tampoco había corrido tras ella. Había salido de caza y había vuelto. Para entonces, ella ya estaría lejos de El Cairo, tan perdida de mí como un leve grano de arena en el aire.

Finalmente, largo rato después, volví la cabeza. Un cielo carmesí sobre el jardín, una luz carmesí resbalando por el otro lado del tejado. La llegada del sol… y la llegada del calor y el despertar de mil y una voces por las tortuosas callejas de El Cairo y un sonido que parecía surgir de la arena y de los árboles y de los campos sembrados.

Y, muy lentamente, mientras escuchaba estos sonidos y entreveía el fulgor luminoso agitándose en el tejado, advertí la proximidad de un mortal.

Estaba en el umbral de la puerta del jardín, contemplando mi silueta inmóvil en el interior de la casa. Era un joven europeo de cabellos rubios vestido de árabe. Bastante guapo. Y, con las primeras luces del día, me distinguió allí: un europeo como él, tendido en el suelo de baldosas de una casa abandonada.

Me quedé mirándole mientras se adentraba en el jardín desierto; la luminosidad del cielo me calentaba los ojos y empezaba a quemarme la suave piel en torno a ellos. Con su túnica y su limpio turbante, era como un fantasma cubierto por una sábana blanca.

Me di cuenta de que debía escapar. Tenía que huir lejos inmediatamente, y esconderme del sol naciente. Ya no tenía tiempo de llegar a la cripta. El mortal estaba en mi guarida. No me quedaba tiempo ni para matarle y librarme de él, pobre mortal infortunado.

Pero no me moví. Y él se acercó aún más. Todo el cielo fluctuaba detrás de él mientras su silueta se definía y formaba una sombra.

—¡Monsieur!

El susurro solícito, como el de la mujer de Notre Dame que, tantos años atrás, había intentado ayudarme antes de que la convirtiera en mi presa junto a su inocente pequeño.

—¿Qué le sucede, monsieur? ¿Puedo ayudarle en algo?

Un rostro tostado por el sol bajo los pliegues del blanco turbante, unas cejas doradas destellantes, unos ojos grises como los míos.

Me di cuenta de que estaba poniéndome en pie, pero no lo hice por propia voluntad. Me di cuenta de que mis labios dejaban los dientes al descubierto. Y entonces oí un rugido que surgía de mí y advertí la sorpresa en su rostro.

—¡Mira! —dije en un susurro, apoyando los colmillos en el labio inferior—. ¡Mira bien!

Y, corriendo hacia él, le así por la muñeca y le obligué a poner la mano abierta sobre mi rostro.

—¿Has creído que era humano? —grité. Y luego le levanté, manteniendo a distancia sus pies mientras él los sacudía y se debatía inútilmente—. ¿Has pensado que era tu hermano?

El muchacho abrió la boca con un gemido seco, un carraspeo y, luego, un grito.

Le lancé por los aires y le vi volar sobre el jardín con el cuerpo girando y los brazos y las piernas extendidos, hasta desaparecer por encima del tejado deslumbrante.

El cielo era un fuego cegador.

Salí corriendo por la puerta del jardín y me interné en el callejón. Corrí bajo pequeñas arcadas y crucé calles extrañas. Probé puertas y verjas y aparté de mi camino a algunos mortales. Atravesé incluso paredes que surgían ante mí y de las que se alzaban nubes de polvo de yeso que amenazaban con sofocarme, para salir de nuevo a una calleja embarrada de olor rancio. Y la luz continuó detrás de mí como si se tratara de una cacería a pie.

Y cuando finalmente encontré una casa quemada con las celosías en ruinas, irrumpí en ella y me enterré en el jardín.

Cavé más y más hondo, hasta que no pude ya seguir moviendo los brazos ni las manos.

Estaba refugiado en el frío y la oscuridad.

Me hallaba a salvo.

6

Me estaba muriendo. O eso pensé. Era incapaz de contar las noches que habían transcurrido. Tenía que levantarme e ir a Alejandría. Tenía que cruzar el océano. Pero eso significaba moverse, abrirse paso en la tierra, rendirse a la sed.

No cedería a ella.

La sed llegó. La sed pasó. Fue el tormento y el fuego, y mi mente padeció la sed igual que la sufría mi corazón, y éste se hizo más y más grande, su latir más y más sonoro. Pero, a pesar de todo, seguí sin ceder.

Tal vez los mortales, encima de mí, pudieran oír mi corazón. De vez en cuando, les vi como breves llamaradas en la oscuridad y escuché sus voces parloteando en una lengua extranjera. Sin embargo, la mayor parte del tiempo sólo vi la oscuridad. Sólo escuché las tinieblas.

Finalmente, fui la sed misma yaciendo bajo tierra, envuelto en sueños rojos, y la paulatina certeza de que estaba demasiado débil para abrirme paso entre la blanda tierra arenosa, para poder poner la rueda en marcha otra vez.

Exacto. No podía levantarme de allí aunque quisiera. No podía moverme en absoluto. Respiraba. Seguía respirando. Pero no de la manera en que lo hacían los mortales. El latido del corazón me retumbaba en los oídos.

Pero no morí. Sólo me consumí. Igual que aquellos seres torturados tras los muros de la cripta bajo Les Innocents, metáforas desamparadas del sufrimiento universal que pasa desapercibido, que no deja constancia, que es ignorado.

Mis manos se hicieron garras y mi cuerpo quedó reducido a piel y huesos y los ojos me saltaban de las órbitas. Es interesante que nosotros, los vampiros, podamos permanecer en ese estado para siempre, que sigamos existiendo incluso si no bebemos, si no nos entregamos a ese placer exquisito y fatal. Sería interesante, si no fuera porque cada latido del corazón significaba tal agonía. Y si pudiera detener mis pensamientos:

Nicolas de Lenfent ha dejado de existir. Mis hermanos han muerto. El sabor apagado del vino, el sonido de los aplausos. «¿Pero no crees que sea bueno lo que hacemos aquí, dar felicidad a la gente?».

«¿Bueno? ¿De qué estás hablando? ¿Bueno?».

«¡Es algo bueno, produce algún bien, hay bondad en ello! Dios santo, incluso si este mundo carece de sentido, sin duda puede seguir existiendo en él la bondad. Es bueno comer, beber, reír… estar juntos…».

Risas. Aquella música desquiciada. Aquella estridencia, aquella disonancia, aquella interminable expresión chillona y penetrante del vacío y la ausencia de sentido…

¿Estoy despierto? ¿Estoy dormido? De una cosa estoy seguro. De que soy un monstruo. Y, gracias a que yazgo atormentado bajo tierra, algunos seres humanos pueden atravesar el estrecho desfiladero de la vida sin sobresaltos.

Gabrielle ya debe de estar en las junglas de África.

En algún impreciso momento, penetraron unos mortales en la casa quemada bajo cuyo jardín me hallaba, unos ladrones que buscaban refugio. Demasiado parloteo en un idioma extranjero. Pero lo único que tenía que hacer era hundirme todavía más dentro de mí mismo, aislarme hasta de la fría arena que me envolvía, para no escucharles.

¿Estoy realmente aprisionado?

El olor de la sangre ahí arriba…

Tal vez esos dos hombres que descansan en el descuidado jardín sean la última esperanza de que la sangre me haga levantarme de la tierra, de que me haga revolverme y extender esas horribles (tienen que serlo) y monstruosas zarpas.

Los mataré de miedo antes incluso de beber. Es una lástima. Siempre he sido un vampiro bello y refinado. Pero ya no.

De vez en cuando, me parece que Nicolas y yo revivimos nuestras mejores conversaciones. «Estoy más allá de todo dolor y de todo pecado», me dice. «Pero ¿tú sientes algo?», le pregunto yo. «¿Es eso lo que significa verse libre de este estado? ¿Que uno deja de sentir?». ¿Que desaparecen la pesadumbre, la sed, el éxtasis? En esos momentos, me resulta interesante que nuestro concepto del paraíso sea el de un éxtasis. Las bienaventuranzas del cielo. Y que nuestra imagen del averno sea la de un dolor. El fuego del infierno. Así pues, no nos parece demasiado bien no sentir nada, ¿verdad?

¿Vas a rendirte, Lestat? ¿O no es cierto, más bien, que antes prefieres combatir la sed con este tormento infernal que morir y dejar de sentir? Al menos, sientes el deseo de la sangre, de una sangre cálida y deliciosa llenando todo tu ser… Sangre…

¿Cuánto tiempo van a quedarse esos humanos aquí, encima de mí, en mi jardín destrozado? ¿Una noche? ¿Dos? Recuerdo que dejé el violín en la casa donde vivía. Tengo que recuperarlo y entregarlo a algún joven músico mortal, alguien que…

Bendito silencio. Salvo el sonido del violín. Y los blancos dedos de Nicolas pulsando las cuerdas, y el arco moviéndose veloz bajo el foco, y los rostros de las marionetas inmortales, entre fascinadas y divertidas. Cien años atrás, los parisienses le habrían capturado. No habría tenido que arrojarse a la hoguera él mismo. Y también me habrían capturado a mí. Pero lo dudo.

No, jamás habría existido un lugar de las brujas para mí.

Ahora, Nicolas vive en mi recuerdo. Una piadosa frase mortal. ¿Y qué clase de vida es ésta? Si a mí no me gusta vivir aquí, ¿qué significará vivir en el recuerdo de otro? Nada, me parece. No estás realmente ahí, ¿verdad?

Gatos en el jardín. Olor a sangre gatuna.

Gracias, pero prefiero sufrir. Prefiero secarme como un pellejo con dientes.

7

Surgió un sonido en la noche. ¿Cómo era?

El poderoso timbal gigante que retumbaba pausadamente por las calles del pueblo de mi infancia mientras los actores italianos anunciaban la representación que tendría lugar en el pequeño escenario de la parte trasera de su pintarrajeado carromato. El gran timbal que yo mismo había tocado por las calles de la ciudad durante aquellos días preciosos en que, fugado de casa, había sido uno de ellos.

Pero el sonido era aún más fuerte. ¿El estallido de un cañón transportado por el eco a través de valles y pasos de montaña? Lo noté en los huesos. Abrí los ojos en la oscuridad y supe que se acercaba.

Tenía el ritmo de las pisadas. ¿O era el de un corazón latiendo? El mundo se llenó de aquel sonido.

Era un estruendo siniestro, que se acercaba más y más. Y, sin embargo, una parte de mí supo que no era ningún sonido real, nada que pudiera captar un oído mortal, nada que hiciera vibrar la porcelana de los estantes o el cristal de las ventanas. O que hiciera encaramarse a lo alto de la tapia a los gatos.

Egipto yace en silencio. El silencio cubre el desierto a ambas orillas del poderoso río. No se oye ni el balido de una oveja. Ni el mugido de una vaca. Ni el llanto de una mujer en algún rincón.

Y, en cambio, el sonido es ensordecedor.

Por un instante, tuve miedo. Me estiré en la tierra, forcé los dedos hacia la superficie. Sin visión, sin peso, flotaba en la tierra arenosa y, de pronto, no pude respirar, no pude gritar, y me pareció que, si hubiera podido hacerlo, habría gritado tan fuerte que habría roto todos los cristales en kilómetros a la redonda. Las ventanas se habrían hecho añicos y las copas de cristal fino habrían estallado.

El sonido era más fuerte. Se acercaba. Traté de rodar sobre mí mismo y alcanzar el aire, pero no pude.

Y entonces me pareció ver la cosa, la figura aproximándose. Un leve fulgor rojo en la oscuridad.

Quizá sea la Muerte, me dije.

Quizá, por algún sublime milagro, la Muerte está viva y nos toma en sus brazos, y esa figura que se acerca no es un vampiro, sino la personificación misma del paraíso y sus bienaventuranzas.

Y con ella nos alzamos más y más, hacia las estrellas. Dejamos atrás los ángeles y los santos, dejamos atrás la luz misma y penetramos en la divina oscuridad, en el vacío, al tiempo que dejamos atrás la existencia. Y todos nuestros actos son perdonados y disueltos en el olvido.

La destrucción de Nicolas se convierte en un débil punto de luz que se desvanece. La muerte de mis hermanos se desintegra en la gran paz de lo inevitable.

Traté de empujar la tierra, de hacer fuerza con los pies, pero yo estaba demasiado débil. Noté en la boca un gusto a tierra arenosa. Sabía que debía levantarme, y el sonido estaba diciéndome que lo hiciera.

Lo volví a sentir como una descarga de artillería: el rugido de un cañón.

Y me di perfecta cuenta de que aquel sonido estaba buscándome, que estaba acudiendo a mí. Me buscaba como un haz de luz. No podía quedarme allí. Tenía que responder.

Envié hacia él el más caluroso sentimiento de bienvenida. Le dije que estaba allí y escuché mis propios penosos jadeos mientras pugnaba por mover los labios. Y el sonido alcanzó tal potencia que hizo vibrar hasta la última fibra de mi ser. En torno a mí, la tierra se movía bajo su efecto.

Fuera lo que fuese, había penetrado en la casa quemada y en ruinas.

La puerta había saltado reventada como si sus goznes, en lugar de anclados en hierro, lo hubieran estado en simple yeso. Vi todas esas imágenes sobre la pantalla de mis párpados cerrados. Y vi aquello moviéndose bajo los olivos. Estaba en el jardín.

Presa de un renovado frenesí, quise abrirme paso hacia el aire. Pero el ruido sordo y corriente que escuchaba ahora era el de algo excavando la tierra encima de mí.

Noté algo suave como el terciopelo que me rozaba el rostro. Y vi encima de mí la luz tenue del cielo a oscuras y la capa de nubes como un velo que tapaba las estrellas, y nunca como en aquel momento me parecieron tan bienaventurados los cielos en toda su sencillez.

El aire llenó mis pulmones.

Emití un sonoro gemido de placer al notarlo. Pero todas aquellas sensaciones estaban más allá del placer. Respirar o ver la luz eran milagros. Y el sonido del timbal, aquel ruido ensordecedor, parecía el acompañamiento perfecto.

Y la figura, aquel ser que había venido a buscarme, aquél de quien procedía el sonido, estaba delante de mí.

El sonido se desvaneció; se difuminó hasta que no fue sino el eco de una nota de violín. Y empecé a salir de la tierra como si alguien me levantara, aunque el ser continuó donde estaba, con las manos a los costados.

Por fin, adelantó los brazos para sostenerme, y el rostro que vi parecía surgido del reino de lo imposible. ¿Cómo podía tener un aspecto así uno de nosotros? ¿Qué sabíamos nosotros de paciencia, de supuesta bondad, de compasión? No, aquel ser no era uno de nosotros. Era imposible. Y, pese a todo, lo era. Sangre y huesos sobrenaturales, como yo. Ojos irisados que captaban la luz de todas direcciones, pestañas cortas como trazos dorados de la pluma más fina.

Y esa criatura, ese vampiro poderoso, me sostenía erguido y me miraba a los ojos. Y creo que dije algo descabellado, que expresé algún pensamiento desesperado: afirmé que conocía el secreto de la eternidad.

—Entonces, dímelo —musitó el ser con una sonrisa.

Era la más pura imagen del amor humano.

—¡Oh, Dios, ayúdame! ¡Condéname al pozo del infierno! —Estaba escuchando mi propia voz—. No puedo seguir contemplando esta belleza.

Vi mis brazos como huesos, mis manos como garras de ave. Es imposible, me dije, seguir viviendo como el espectro que ahora soy. Me miré las piernas. Eran dos palos. Las ropas se me caían a pedazos. Era incapaz de moverme y de mantenerme en pie. De pronto, me asaltó el recuerdo de la sensación de la sangre fluyendo en mi boca. Vi ante mí, como una mortecina llamarada, sus ropajes de terciopelo rojo, la capa que le cubría hasta el suelo, las manos enguantadas de rojo intenso que me sostenían. Los mechones de su tupido cabello, rubios y canos, dibujaban ondas que caían en desorden sobre su amplia frente y enmarcaban su rostro. Y los ojos azules podrían haber parecido meditabundos bajo las pobladas cejas doradas, de no ser por su gran tamaño y por haber estado tan dulcificados por el sentimiento expresado en su voz.

Un hombre en la flor de la vida en el momento de recibir el don inmortal. Y en su rostro cuadrado, con las mejillas ligeramente hundidas y la boca grande y carnosa, la expresión de dulzura y de paz.

—Bebe —me dijo, alzando un poco las cejas y modelando la palabra en sus labios lenta y detenidamente, como si de un beso se tratara.

Como hiciera Magnus aquella noche mortal tanto tiempo atrás, el vampiro abrió la mano y apartó la ropa de su garganta. La vena, púrpura oscuro bajo la piel translúcida sobrenatural, quedó expuesta. Y de nuevo empezó el ruido, aquel sonido apabullante, y el ser terminó de sacarme de la tierra y me atrajo hacia sí.

Una sangre como la luz misma, fuego líquido. Nuestra sangre. Y mis brazos cobrando un vigor incalculable, rodeando sus hombros. Y mi rostro apretado contra su carne blanca y fría. Y la sangre impregnando mi interior, esparciendo el fuego hasta el último capilar. ¿Cuántos siglos habían purificado aquella sangre, destilando su poder?

Bajo el rugido del rojo líquido al manar, me pareció que decía algo. Le oí repetir:

—Bebe, joven mío, herido mío.

Noté que su corazón se expandía, que su cuerpo vibraba y que estábamos apretados el uno contra el otro. Creo que me oí a mí mismo diciendo:

—Marius…

Y que él respondía:

—Sí.