1

Lluvia de primavera. Lluvia de luz que saturaba cada hoja nueva de los árboles de la calle y cada adoquín del pavimento, cortinas de lluvia como hilillos de luz entre la vacía oscuridad.

Y el baile del Palais Royal.

El rey y la reina estaban presentes, bailando con el pueblo. ¿Los rumores de intrigas en las sombras? ¿A quién le importan? Los reinos se alzan y caen. Que no se quemen los cuadros del Louvre, eso es lo importante.

De nuevo, perdido en un mar de mortales; facciones frescas y mejillas sonrosadas. Montículos de cabello empolvado coronando las cabezas femeninas con toda clase de estrambóticos tocados, incluso minúsculas naves de tres palos, arbolillos o pequeñas aves. Paisajes de perlas y cintas. Hombres de amplios torsos como gallos, vestidos con levitas de satén como alas emplumadas. Los diamantes me causaban dolor de ojos.

Las voces rozaban en ocasiones mi piel, las risas eran el eco de una carcajada impía. Coronas de velas cegadoras, la espuma de la música lamiendo las paredes.

Ráfagas de lluvia por las puertas abiertas.

Olores humanos avivando sutilmente mi hambre, mi sed. Hombros blancos, cuellos de marfil, potentes corazones latiendo con ese ritmo eterno, tantos matices en aquellos pequeños cuerpos desnudos ocultos bajo los ricos trajes, salvajes contenidos bajo una faja de panilla, bajo incrustaciones de bordado, con los pies doloridos sobre los altos tacones y mascarillas como costras ante sus ojos.

El aire sale de un cuerpo y es aspirado por otro. La música, ¿no va pasando de oreja a oreja, como dice la vieja expresión? Respiramos la luz, respiramos la música, respiramos el momento en que pasa a través de nosotros.

De vez en cuando, unos ojos se fijaban en mí con un aire de vaga expectación. Mi piel lechosa les detenía por un instante, pero ¿qué era aquello, cuando había quien se sometía a sangrías para conservar tan delicada palidez? (Permitidme sosteneros la jofaina y apurar luego su contenido). Y mis ojos, ¿qué eran en aquel mar de piedras preciosas de imitación?

Con todo, los susurros se deslizaban a mi alrededor. Y aquellos aromas… ¡ah, no había dos iguales! Y con la misma claridad que si lo anunciaran en voz alta, me llegaban aquí y allá la invitación de algún mortal al intuir lo que era, y la lujuria.

En algún antiguo lenguaje, daban la bienvenida a la muerte; ansiaban la muerte mientras ésta deambulaba por la sala. ¿Era posible que supieran el secreto? Naturalmente que no. ¡Y yo tampoco lo sabía! ¡Aquello era lo absolutamente espantoso! ¿Y quién era yo para soportar aquel secreto, para anhelar de aquel modo proclamarlo, para querer tomar aquella mujer esbelta y chuparle la sangre de la carne rolliza de su pecho, macizo y redondeado?

La música, una música humana, continuó sonando. Por un instante, los colores de la sala flamearon como si la escena se fundiera. La sensación de hambre se agudizó. Ya no era sólo una idea. Las venas me latían. Alguien iba a morir. Alguien sería desangrado en un abrir y cerrar de ojos. O en un abrir y cerrar de colmillos. No pude soportar pensar en ello, saber que iba a suceder, ver los dedos en la garganta, palpando la sangre de las venas, notando cómo cedía la carne. ¡Así, dámela! ¿Dónde? Éste es mi cuerpo, ésta es mi sangre.

Lanza tu poder como la lengua de un reptil, Lestat, para capturar el corazón más conveniente con un movimiento rápido y certero.

Brazos rollizos, maduros para ser exprimidos, rostros de hombres cuya barba bien rasurada casi resplandece, músculos debatiéndose bajo mis dedos… ¡No tenéis la menor posibilidad!

Y de pronto, debajo de aquella química divina, de aquella panorámica de la negación de la putrefacción, ¡vi los huesos!

Los cráneos bajo las ridículas pelucas, dos cuencas mirando con disimulo tras un abanico abierto. Una sala de esqueletos bamboleantes que sólo aguardaban al tañido de la campana. Era una visión idéntica a la que había tenido el público del local de Renaud la noche en que puse en práctica esos trucos que tanto pánico produjeron. Ahora, aquel mismo terror podía ser infligido a todos los ocupantes del gran salón.

Tenía que salir de allí. Había cometido un terrible error de cálculo: aquello era la muerte, pero aún podía apartarme de ella si conseguía salir de allí. Sin embargo, me hallaba enmarañado en una red de seres humanos como si aquel monstruoso lugar fuera una trampa para un vampiro. No debía apresurar mis movimientos, o, de lo contrario, provocaría el pánico en el baile. Por ello, me abrí paso con toda la calma posible hacia las puertas principales.

Y allí, apoyado contra la pared más alejada de mí como un telón de fondo de satén y filigrana, como un producto de mi imaginación, distinguí por el rabillo del ojo la presencia de Armand.

Armand.

Si me dirigió alguna llamada sin palabras, no la capté. Si hubo algún saludo, no me apercibí de ello. Armand se limitaba simplemente a mirarme. Su apariencia era la de una criatura radiante de joyas y de encajes bordados con festones. Para mí fue como una Cenicienta descubierta en el baile, como una Bella Durmiente que abriera los ojos bajo un lío de telarañas y las apartara con un gesto de su mano cálida. La intensidad de su belleza hecha carne me hizo soltar un jadeo.

Sí, lucía una indumentaria perfecta de mortal y, no obstante, su aspecto era aún más sobrenatural; su rostro era demasiado deslumbrante, sus ojos oscuros resultaban insondables, y, durante una fracción de segundo, destellaron como si fueran dos ventanas asomadas al fuego del infierno. Y cuando me llegó su voz, ésta era grave y casi burlona, obligándome a concentrarme para entenderla: «Llevas toda la noche buscándome», dijo. «Pues bien, aquí estoy aguardándote. Llevo esperándote toda la velada».

Creo que en aquel instante, paralizado e incapaz de apartar la mirada de él, me di cuenta de que en todos mis años de vagar por esta Tierra no volvería a tener nunca una revelación tan profunda y detallada del verdadero horror que constituía nuestra especie.

En mitad de la muchedumbre, Armand parecía de una inocencia que partía el corazón.

Sin embargo, cuando le miré vi las criptas y escuché el batir de los timbales. Vi campos iluminados con antorchas en los que no había estado jamás, escuché difusos encantamientos y noté en el rostro el calor de voraces fuegos. Y aquellas visiones no surgían de él, sino que las extraía de mí mismo.

Y, pese a todo, mortal o inmortal, nunca había resultado Nicolas tan seductor. Ni siquiera Gabrielle me había cautivado tanto jamás.

Dios mío, aquello era el amor. Aquello era el deseo. Y todos mis amoríos pasados no eran ni siquiera la sombra de éste.

Y me dio la impresión de que Armand, con una especie de murmullo que se abría paso en mi mente, me hacía saber que había sido un estúpido al haber pensado que las cosas pudieran ser de otra manera.

«¿Quién puede querernos tanto, a ti y a mí, como nos queremos nosotros?», me susurró, y sus labios parecieron moverse de verdad.

Otros rostros le miraron. Los vi pasar con absurda lentitud, vi cómo las miradas pasaban sobre él, vi cómo la luz le bañaba en un nuevo ángulo lleno de matices al agachar la cabeza.

Avancé hacia él. Me pareció que alzaba su mano derecha y me hacía una seña, pero luego me pareció que no era así. Armand dio media vuelta y vi ante mí la figura de un muchacho de cintura estrecha, hombros rectos y pantorrillas largas y firmes bajo las medias de seda; un muchacho que, al tiempo que abría una puerta, volvía la cabeza y me hacía una nueva seña.

Me vino a la cabeza una loca idea.

Fui tras él y me pareció como si nada de lo sucedido hasta entonces se hubiera producido. No había ninguna cripta bajo Les Innocents y Armand no era aquel mismo monstruo antiguo y temible. De algún modo, estábamos a salvo.

Éramos la suma de nuestros deseos y esto nos salvaba. El vasto horror de mi propia inmortalidad, aún no experimentado, dejó de extenderse ante mí y nos encontramos surcando mares tranquilos guiados por faros familiares, y fue el momento de echarnos el uno en brazos del otro.

Una sala oscura nos envolvió, privada y fría. El sonido del baile quedaba muy lejano. Armand estaba excitado por la sangre que había bebido, y pude captar el poderoso ímpetu de su corazón. Me indicó con un gesto que me acercara un poco más, y al otro lado de los ventanales destellaron las luces de los carruajes que pasaban con un mortecino e incesante traqueteo que hablaba de confort y de seguridad, y de todo lo que constituía París.

Yo no había muerto. El mundo estaba empezando de nuevo. Extendí los brazos y noté su corazón contra mí y, gritando a mi Nicolas, traté de advertirle, de decirle que todos nosotros estábamos condenados. La vida se alejaba de nosotros centímetro a centímetro y, contemplando los manzanos del huerto bañados en una verde luz solar, creía volverme loco.

—No, no, querido —me susurraba Armand—, no hay más que paz y dulzura y tus brazos en los míos.

—¡Sabes bien que fue el más atroz azar! —musité de pronto—. Soy un diablo involuntario que llora como un chiquillo abandonado. Quiero volver a casa.

«Sí, sí.». Sus labios sabían a sangre, pero no era sangre humana sino aquel elixir que Magnus me había dado. Advertí que me desasía del abrazo. Esta vez podría escapar. Tendría otra oportunidad. La rueda había dado la vuelta completa.

Me encontré gritando que no bebería, que no lo haría. Y en ese instante noté los dos ardientes colmillos que se clavaban con fuerza en mi cuello hasta alcanzarme el alma.

No pude moverme. El rapto, el éxtasis, me embargó como aquella primera noche, mil veces más poderoso que cuando tenía entre mis brazos a un mortal. ¡Entonces me di cuenta de lo que estaba haciendo! ¡Armand estaba alimentándose conmigo! ¡Estaba desangrándome!

Caí de rodillas, pero noté que él me sostenía, mientras la sangre seguía manando de mi cuello con una monstruosa voluntad propia que yo era incapaz de detener.

—¡Demonio! —traté de gritar. Forcé la palabra arriba y arriba hasta que surgió de mis labios y la parálisis liberó mis extremidades—. ¡Demonio! —rugí de nuevo, sorprendiendo a Armand en su arrebatada concentración y enviándole hacia atrás contra el suelo.

En un abrir y cerrar de ojos, le así con mis manos y, haciendo añicos las puertas acristaladas, le arrastré conmigo a la oscuridad de la noche.

Sus tacones se arrastraron sobre la grava del camino y su rostro se había convertido en pura furia. Agarré su brazo derecho y le balanceé de lado a lado de modo que la cabeza le diera sacudidas y no pudiera ver ni calcular dónde estaba, ni asirse a nada. Entonces, con mi puño diestro, lo golpeé una y otra vez hasta que empezó a sangrar por los oídos, los ojos y la nariz.

Lo arrastré entre los árboles, lejos de las luces de palacio. Y, mientras se debatía tratando de recuperarse con un estallido de fuerza, Armand lanzó su amenaza: me mataría, pues ahora tenía mi fuerza. La había absorbido de mi sangre y, unida a la suya propia, le convertiría en un ser invencible.

Enloquecido, le agarré del cuello y empujé su mejilla contra el camino. Le inmovilicé, estrangulándolo, hasta que brotó de su boca la sangre en grandes borbotones.

Armand habría gritado, de haber podido. Hundí las rodillas en su pecho. El cuello se hinchó bajo la presión de mis dedos y la sangre manó y rebosó entre sus labios mientras él volvía la cabeza de un lado a otro, con los ojos cada vez más abiertos pero sin ver nada.

Después, cuando le noté fláccido y exangüe, le solté. Volví a golpearle una y otra vez, sacudiéndole de aquí para allá. Desenvainé la espada para cortarle la cabeza.

Que viviera así, si podía. Que fuera inmortal de aquella manera, si era capaz. Levanté la espada y, cuando bajé la vista hacia él, la lluvia le golpeaba el rostro, y sus ojos me miraban, incapaz de pedir piedad, medio muerto, incapaz de moverse.

Esperé. Esperé a que me suplicara. Quería que me diera aquella voz poderosa llena de astucia y de mentiras, aquella voz que me había hecho sentir, durante un puro y deslumbrante momento, que volvía a estar vivo, libre y en estado de gracia. Una falsedad, una mentira abominable e imperdonable. Una mentira que no olvidaría jamás mientras deambulara por el mundo. Deseé que la rabia me impulsara a cruzar el umbral de su tumba.

Pero no me llegó nada de él.

Y, en aquellos momentos de inmovilidad y dolor, Armand recobró poco a poco su hermosura, tendido como un niño descoyuntado sobre el camino de grava a apenas unos metros del tráfico, del tintineo de las herraduras de los caballos y del ruido sordo de las ruedas de madera.

En aquel niño maltratado había siglos de maldad y de sabiduría, aunque no surgía de él ninguna súplica ignominiosa sino sólo la borrosa y magullada sensación de lo que era. Una vieja, ancestral maldad. Unos ojos que habían visto eras oscuras con las que yo podía sólo soñar.

Le solté, me puse en pie y guardé la espada en la vaina. Me separé unos pasos de Armand y me dejé caer en un húmedo banco de piedra.

A lo lejos, unas siluetas bulliciosas se apiñaban junto a la cristalera rota de palacio, pero entre nosotros y aquellos confusos mortales se extendía la noche, y contemplé a Armand con indiferencia.

Él seguía tendido en el suelo, inmóvil. Tenía el rostro vuelto hacia mí, aunque no a propósito, y el cabello en un amasijo de rizos y sangre. Con los ojos cerrados y la mano abierta a un costado del cuerpo, me pareció el hijo abandonado de un tiempo, el fruto de un accidente sobrenatural, un ser tan desgraciado como yo mismo.

¿Qué había hecho Armand para convertirse en lo que era? ¿Cómo era posible que, tanto tiempo atrás, alguien tan joven hubiera adivinado el sentido de decisión alguna, y mucho menos del voto de convertirse en aquello?

Me incorporé y, acercándome lentamente, me coloqué junto a su cuerpo caído y contemplé la sangre que empapaba su camisa de encaje y bañaba su rostro.

Pareció que exhalaba un suspiro y escuché el paso de su aliento.

Armand continuó con los ojos cerrados y, a la vista de un mortal, tal vez sus facciones mostraran una total inexpresividad, pero yo pude captar el dolor que sentía. Capté la inmensidad de ese pesar y deseé no sentirlo. Por un instante, comprendí el abismo que nos separaba y la distancia que había entre su intento de acabar conmigo y la defensa, bastante simple, que yo había hecho de mi propia persona.

En un intento desesperado, Armand había tratado de imponerse a lo que no comprendía.

Y, en una reacción impulsiva, yo le había dominado y reducido casi sin esfuerzo.

Volvió entonces a mí todo el dolor que sentía por Nicolas y recordé las palabras de Gabrielle y las denuncias de aquél. Mi rabia no era nada comparada con su pesadumbre, con su desesperación.

Quizá fue ésta la razón que me impulsó a agacharme y ayudarle a incorporarse. Y tal vez lo hice también porque vi a Armand tan perdido y tan exquisitamente atractivo. Y porque, al fin y al cabo, los dos pertenecíamos a la misma raza.

Era bastante lógico, ¿no os parece?, que uno de los suyos se lo llevara de aquel lugar donde, tarde o temprano, los mortales se habrían acercado a él y le habrían obligado a huir a trompicones.

No me ofreció la menor resistencia. En unos instantes, se puso en pie y echó a andar a mi lado con aire adormilado.

Le pasé un brazo por los hombros, sosteniéndole y ayudándole hasta que empezamos a alejarnos del Palais Royal en dirección a la rue St. Honoré.

Apenas eché un vistazo a las siluetas que pasaban junto a nosotros hasta que reconocí bajo los árboles una figura familiar de la que no surgía el menor aroma a mortal. Entonces comprendí que Gabrielle llevaba algún tiempo allí.

La vi acercarse titubeante y en silencio, con expresión alarmada cuando vio la camisa de encaje manchada de sangre y las huellas de los golpes en la piel lechosa de Armand. De inmediato, extendió los brazos como si quisiera ayudarme a sostener la carga que éste representaba, aunque dio la impresión de no saber cómo hacerlo.

A lo lejos, en algún rincón de los jardines en sombras, acechaban las demás criaturas. Oí su presencia mucho antes de verlas. Nicolas formaba también parte del grupo.

Las criaturas y su nuevo compañero habían acudido desde muchos kilómetros de distancia siguiendo el mismo impulso que Gabrielle, atraídos por el tumulto o por algún vago mensaje que yo era incapaz de imaginar, y ahora se limitaban a esperar y observar mientras nosotros continuábamos nuestro camino.

2

Gabrielle y yo condujimos a Armand a las caballerizas, y allí le ayudé a montar en mi yegua, pero me dio la impresión de que podía caerse en cualquier momento y decidí montar detrás de él. De este modo, los tres iniciamos nuestra cabalgada.

Mientras cruzábamos los campos al galope, medité sobre lo que me disponía a hacer. Me pregunté qué representaría llevar a Armand a mi guarida. Gabrielle no formuló la menor protesta y se limitó a dirigirle una mirada de vez en cuando. No capté ninguna reacción por su parte, y, allí sentado delante de mí, le vi menudo y reservado, liviano como un chiquillo pero en absoluto infantil.

Sin duda, Armand había sabido siempre el paradero de la torre; ¿le habían impedido el paso los barrotes y las verjas? Y ahora, yo mismo me proponía franquearle la entrada. ¿Por qué no me decía algo Gabrielle? Aquél era el encuentro que habíamos deseado, el momento que habíamos estado aguardando, pero ella conocía sin duda lo que Armand acababa de intentar.

Cuando por fin desmontamos, él se adelantó unos pasos y esperó luego a que yo alcanzara la verja. Cuando hube puesto la llave en la cerradura, me volví a observarle preguntándome qué promesas podía uno exigir de un monstruo como aquél antes de abrirle la puerta. ¿Tenían algún significado para las criaturas de la noche las antiguas leyes de la hospitalidad?

Sus grandes ojos castaños tenían un aire derrotado, casi somnoliento. Me miró en silencio durante un instante y luego extendió el brazo izquierdo y cerró los dedos en torno al barrote de hierro del centro de la verja. Contemplé impotente cómo ésta empezaba a soltarse de la piedra con un profundo sonido rechinante. Sin embargo, Armand se detuvo en ese momento y se contentó con doblar un poco el barrote. La incógnita estaba despejada: nuestro congénere podría haber entrado en la torre en cuanto lo hubiera deseado.

Examiné la barra de hierro que acababa de doblar. Yo había derrotado a Armand. ¿Sería capaz también de repetir lo que él acababa de hacer? Lo ignoraba. Y, si era incapaz de calcular mis propios poderes, ¿cómo podría nunca calcular los suyos?

—Vamos —dijo Gabrielle con cierta impaciencia, y abrió la marcha escaleras abajo hacia la cripta de las mazmorras.

En la estancia hacía el mismo frío de siempre, pues el vigorizante aire primaveral no llegaba nunca hasta allí. Gabrielle preparó un buen fuego en la vieja chimenea mientras yo encendía las velas. Armand tomó asiento en el banco de piedra, observándonos, y pude apreciar el efecto que le producía el calor, el modo en que su cuerpo parecía hacerse un poco más grande, la manera como aspiraba el calor y se llenaba de él.

Cuando miró a su alrededor, fue como si procediera a absorber la luz de la estancia. Su mirada era muy clara.

El efecto que producía el calor y la luz en los vampiros era indescriptible, extraordinario. Y, pese a ello, la vieja asamblea de aquellos seres había renunciado a ambas cosas.

Tomé asiento entre los bancos de piedra y dejé que mi mirada, como la de él, vagara por la amplia cámara de techo bajo.

Gabrielle había permanecido en pie hasta aquel momento y, llegados a ese punto, se acercó a Armand. Había extraído un pañuelo del bolsillo y le rozó la cara con él.

Armand la miró igual que observaba el fuego y las velas y las sombras que se agitaban en el curvo techo. Su presencia pareció interesarle tan poco como todo lo demás.

Entonces, con un escalofrío, descubrí que las heridas de su rostro habían casi desaparecido ya. Los huesos volvían a estar soldados, la forma del rostro era la misma de siempre, y sólo se le veía un poco demacrado debido a la sangre que había perdido.

El corazón se me expandió ligeramente, en contra de mi voluntad, como ya me había sucedido en las almenas de la torre al escuchar su voz.

Pensé en el dolor que había padecido hacía apenas media hora, en el Palais Royal, cuando la punzada de sus colmillos en mi cuello había puesto de relieve su falsedad.

Sentí odio hacia él.

Pero no pude dejar de mirarle. Gabrielle le peinó, tomó sus manos y las limpió de sangre. Y, mientras ella lo hacía, Armand ofreció un aspecto desvalido e impotente. En cambio, el rostro de Gabrielle no era el de un ángel auxiliador; su expresión era más bien de una gran curiosidad, de un intenso deseo de estar cerca de él y de tocarle y de examinarle. Ambos quedaron mirándose fijamente bajo la luz trémula de la estancia.

Armand se encorvó ligeramente hacia delante y volvió de nuevo la mirada, sombría y llena de expresión ahora, hacia el fuego del hogar. De no ser por la sangre de su pechera de encaje, tal vez podría haber pasado por humano. Tal vez…

—¿Qué vas a hacer? —le pregunté, para que Gabrielle fuera testigo de su respuesta—. ¿Te quedarás en París y dejarás que Eleni y los demás continúen su existencia?

No obtuve respuesta. Sus ojos me repasaban, estudiaban los bancos de piedra, los sarcófagos. Los tres sarcófagos.

—Sin duda, debes de saber qué andan haciendo —insistí—. ¿Abandonarás París o seguirás en la ciudad?

Me dio la impresión de que trataba de hablarme otra vez sobre la importancia y la enormidad de lo que les había hecho a él y a los componentes de la asamblea, pero tal impresión se desvaneció. Por un instante, su cara fue una mueca de dolor y pesar. Una mueca de derrota, llena de humana infelicidad. Me pregunté qué edad tendría, cuánto tiempo haría que había sido un humano con aquella apariencia juvenil.

Armand captó mi pregunta, pero no respondió. Miró a Gabrielle, que estaba de pie junto al fuego, y volvió luego la vista hacia mí. Entonces, en silencio, le oí decir: «Ámame. Lo has destruido todo, pero, si me amas, podrá ser restaurado bajo una nueva forma. ¡Ámame!».

Aquella muda súplica poseía, no obstante, una elocuencia imposible de expresar en palabras.

—¿Qué puedo hacer para que me quieras? —añadió en un susurro—. ¿Qué puedo ofrecerte? ¿El conocimiento de todo lo que he presenciado, los secretos de nuestros poderes, el misterio de lo que soy?

Replicarle me pareció una blasfemia, y, como ya sucediera junto a las almenas, me descubrí al borde de las lágrimas. Pese a la nitidez de sus silenciosas comunicaciones, la voz de Armand puso un eco enternecedor a sus sentimientos al hacerse audible.

Igual que en Notre Dame, se me ocurrió que hablaba como lo harían los ángeles, si existían.

Sin embargo, pronto aparté de mi cabeza aquel pensamiento irrelevante, aquella distracción. Armand se hallaba ahora justo a mi lado y me pasaba el brazo por la cintura mientras apoyaba la frente en mi mejilla. Volvió a lanzarme su invitación, no el seductor requerimiento, exuberante y profundo, de nuestro encuentro en el Palais Royal, sino aquella voz que me cantaba desde la distancia. Y me dijo que había cosas que él y yo conoceríamos y que los mortales nunca sabrían. Me dijo que si me abría a él y le entregaba mi fuerza y mis secretos, él me entregaría los suyos. Me aseguró que había sido empujado a intentar destruirme, y que me amaba tanto que no podía hacerlo.

Era una confesión tentadora, pero presentí un peligro. La palabra que acudió espontáneamente a mi cabeza fue «cuidado». Ignoro qué vio u oyó Gabrielle. Tampoco sé qué sintió.

Instintivamente, evité la mirada de Armand. En aquel instante, fue como si no hubiera nada en el mundo que deseara tanto como mirarle de frente y comprenderle, pero, de algún modo, supiera que no debía hacerlo. Volví a ver los huesos bajo Les Innocents, el parpadeo de los fuegos infernales que había imaginado en el Palais Royal. Y ni todo el encaje y el terciopelo dieciochescos lograron darle un rostro humano.

No pude ocultarle lo que sentía y me dolió no poder explicárselo a Gabrielle. Y el terrible silencio entre ella y yo resultó, en aquellos momentos, casi insoportable.

Con él, en cambio, podía hablar; sí, con él podía vivir sueños. Un sentimiento de temor y respeto me impulsó a abrir los brazos para estrecharle entre ellos y así lo hice, debatiéndome entre la confusión y el deseo.

—Deja París, sí —me susurró—. Pero llévame contigo. Ahora ya no sé cómo existir en la ciudad. Voy dando tumbos por un carnaval de horrores. Por favor…

—¡No! —me oí decir, como si me lo dijera exclusivamente a mí mismo.

—¿Es que no tengo ningún valor para ti? —quiso saber él.

Se volvió hacia Gabrielle, y ésta le miró con una expresión angustiada, sin pronunciar palabra. No tuve modo de saber qué decía su corazón y, para mi pesar, advertí que Armand estaba hablando con ella y me mantenía al margen de la conversación. ¿Qué le respondería Gabrielle?

Pero, en ese momento, Armand se puso a implorarnos a ambos.

—¿Acaso no existe nada, fuera de vosotros mismos, que os merezca respeto?

—Esta misma noche podría haberte destruido —le recordé—. Si no lo he hecho, ha sido precisamente por respeto.

—No —replicó, sacudiendo la cabeza de una manera pasmosamente humana—. Tú jamás habrías podido hacer tal cosa.

Sonreí. Probablemente estaba en lo cierto, pero Gabrielle y yo le estábamos destruyendo por completo de otra manera.

—Sí, es cierto, me estáis destruyendo —reconoció Armand, y, con un susurro, añadió—: Ayudadme, concededme unos años más, unos pocos años de todos los que tenéis ante vosotros. Os lo ruego. Es lo único que os pido.

—¡No! —repetí.

Armand estaba a apenas un palmo de mí, en el banco de piedra. Me estaba mirando y presencié de nuevo el horrible espectáculo de su rostro frunciéndose, haciéndose más y más sombrío y hundiéndose en sí mismo, presa de la rabia. Era como si estuviera formado de materia real. Sólo su voluntad le mantenía fuerte y hermoso. Y, cuando el flujo de su voluntad se interrumpía, su figura se fundía como una muñeca de cera.

Con todo, como antes sucediera, se recuperó casi instantáneamente. La «alucinación» había pasado.

Se puso en pie y se apartó de mí hasta quedar frente al fuego.

La fuerza de voluntad que surgía de él era palpable. Sus ojos parecían algo ajeno a él, y a cualquier cosa terrenal. El fuego que refulgía detrás de él formaba una aureola espectral en torno a su cabeza.

—¡Yo te maldigo! —musitó.

Noté como una vaharada de miedo.

—Yo te maldigo —repitió de nuevo, acercándose aún más—. Ama a los mortales, pues, y sigue viviendo como lo has hecho, temerariamente, con apetencia por todo y amor a todo, pero llegará un momento en que sólo podrá salvarte el amor de los que son de tu estirpe. —Dirigió una mirada a Gabrielle y añadió—: ¡Y no me refiero a criaturas como ésa!

Sus palabras eran tan fuertes que no pude ocultar el efecto que me producían. Me descubrí levantándome del banco y alejándome de él hacia Gabrielle.

—No vengo a ti con las manos vacías —insistió, dulcificando la voz deliberadamente—. No vengo a suplicarte sin nada que ofrecer a cambio. Mírame. Dime que no necesitas lo que ves en mí, que no necesitas a alguien con la fuerza suficiente para ayudarte a superar las penalidades que te aguardan.

Sus ojos lanzaron una mirada centelleante a Gabrielle y, por un instante, se mantuvieron fijos en ella. Noté cómo se ponía en tensión y empezaba a temblar.

—¡Déjala en paz! —exclamé.

—No sabes qué le estoy diciendo —contestó fríamente—. No pretendo hacerle daño. ¿Pero no ves lo que has hecho ya, con tu amor a los mortales?

Si no le detenía a tiempo, Armand diría algo terrible, algo que nos haría daño a mí o a Gabrielle. Él sabía todo lo sucedido con Nicolas. Tuve la certeza de que así era. Y comprendí que, si en algún recóndito rincón de mi alma deseaba el fin de Nicolas, Armand lo sabría también. ¿Por qué le había dejado entrar en mí? ¿Por qué había pasado por alto lo que podía hacerme?

—¡Ah!, pero si siempre es una parodia, ¿no lo ves? —continuó con el mismo hablar reposado—. En cada ocasión, la muerte y el despertar devastarán el espíritu mortal. Uno te odiará por haberle quitado la vida, otro se lanzará a excesos que tú desprecias. Un tercero surgirá loco furioso y otro será un monstruo que no podrás controlar. Uno sentirá celos de tu superioridad y otro te cerrará sus pensamientos. —Al decir esto último, lanzó de nuevo su mirada a Gabrielle con una media sonrisa—. Y el velo siempre caerá entre vosotros. ¡Crea una legión y seguirás estando siempre solo! ¡Eternamente!

—No quiero escucharte más. Todo esto no tiene sentido —afirmé.

La cara de Gabrielle había experimentado un cambio amenazador. Tuve la certeza de que, en aquel momento, le estaba mirando con odio.

Armand emitió un áspero ruido que quería ser una risa.

—¡Amantes con rostro humano! —me dijo, burlón—. ¿No ves lo equivocado que estás? Ese otro siente por ti un odio más allá de toda razón y ella… bien, la roja sangre la ha hecho aún más fría, ¿no es cierto? Pero incluso a ella, pese a su fortaleza, le asaltarán momentos en los que ser inmortal le dé miedo. ¿A quién culpará entonces por haberle hecho lo que es?

—Estás loco —masculló Gabrielle.

—Al violinista, trataste de protegerle —continuó—. Pero a ella… A ella no intentaste protegerla en ningún momento.

—No digas nada más —repliqué—. Haces que te odie. ¿Es eso lo que quieres?

—Sea como sea, digo la verdad y tú lo sabes. Pero lo que nunca sabréis, ninguno de los dos, es toda la profundidad de vuestro odio y resentimiento mutuos. O de los sufrimientos. O del amor.

Hizo una pausa y fui incapaz de decir nada. Armand estaba haciendo exactamente lo que yo temía y yo no encontraba el modo de defenderme.

—Si me dejas ahora con ésta —prosiguió—, volverás a hacerlo. A Nicolas no le has poseído nunca. Y ella ya está preguntándose cómo podrá librarse de ti. Y, al contrario que ella, tú no soportas estar solo.

No pude responder. Los ojos de Gabrielle se empequeñecieron y el rictus de su boca se hizo un poco más cruel.

—Y así llegará el momento en que busques a otros mortales con la renovada esperanza de que el Rito Oscuro te proporcione el amor que anhelas. Y con estas criaturas recién mutiladas e impredecibles intentarás moldear tus ciudadelas contra el tiempo. Pues bien, verás cómo se transforman en prisiones si duran más de medio siglo. Te lo advierto: sólo con la ayuda de los que son tan poderosos y sabios como tú podrá alzarse la verdadera ciudadela contra el tiempo.

La ciudadela contra el tiempo… Incluso en mi ignorancia, las palabras tenían su fuerza. El miedo que había en mí estalló, se expandió hasta abarcar otras mil causas.

Por un segundo, Armand pareció distante, indescriptiblemente hermoso a la luz del fuego. Los mechones oscuros de su cabello castaño rozaban apenas su fina frente y tenía los labios abiertos en una sonrisa beatífica.

—Ya que no podemos tener el viejo orden, ¿por qué no tenernos el uno al otro? —preguntó de pronto, y su voz volvió a ser una seductora invitación—. ¿Quién más puede entender tus sufrimientos? ¿Quién más sabe qué pasó por tu mente esa noche en que saliste al escenario de tu pequeño teatro y aterrorizaste a todos aquellos a quienes habías amado?

—No hables de eso —murmuré.

Pero sentía que me iba ablandando, arrastrado por sus ojos y su voz. Estaba muy cerca del éxtasis que me había embargado aquella noche en las almenas. Usando toda mi fuerza de voluntad, extendí los brazos para asirme a Gabrielle.

—¿Quién entiende lo que pasó por tu cabeza cuando mis renegados seguidores, recreándose con la música de tu preciado violinista, imaginaron su espantosa empresa en el bulevar?

No repliqué.

—¡El Teatro de los Vampiros! —Sus labios se estiraron en la más triste de las sonrisas—. ¿Comprende ella la ironía, la crueldad que encierra? ¿Sabe ella lo que sentías cuando salías a aquel escenario como galán joven y escuchabas al público vitoreándote? ¿Cuando el tiempo era tu amigo, y no tu enemigo como ahora? ¿Cuando entre bambalinas abrías los brazos y tus amantes mortales acudían a ti, tu pequeña familia, apretándose contra ti…?

—Basta, por favor. Te pido que pares.

—¿Alguien más conoce el tamaño de tu alma?

Brujería. ¿Había sido utilizada alguna vez con más habilidad? ¿Y qué era lo que nos estaba diciendo en realidad bajo aquel líquido fluir de palabras hermosas?: «Venid a mí y seré el sol en torno al cual giréis en órbita, y mis rayos dejarán al descubierto los secretos que os ocultáis el uno al otro, y así yo, que poseo hechizos y poderes de los que no tenéis la menor idea, os controlaré y os poseeré y os destruiré».

—Ya te lo he preguntado antes —dije—. ¿Qué quieres? ¿Qué es lo que quieres de verdad?

—¡A ti! —respondió—. ¡A ti y a ella! ¡Quiero que nos convirtamos en terceto en esta encrucijada!

«¿No que nos rindamos a ti?».

Sacudí la cabeza en gesto de negativa. Y advertí la misma alarma y repulsión en Gabrielle.

Armand no mostró enfado; ahora no había malevolencia en él. Y, sin embargo, volvió a decir en el mismo tono de voz seductor:

—Te maldigo. —Fue como si lo recitara—. Me ofrecí a ti en el momento en que me venciste —continuó Armand—. Recuérdalo cuando tus hijos tenebrosos arremetan contra ti, cuando se levanten frente a ti. Recuérdame.

Me sentí abrumado, más perturbado incluso que tras el triste y horrible adiós a Nicolas en el local de Renaud. Durante nuestro encuentro en la cripta bajo Les Innocents, no había sabido qué era el miedo. En cambio, había empezado a tenerlo desde el momento en que habíamos entrado en la cámara donde ahora estábamos.

Y Armand fue presa de un nuevo acceso de cólera, tan terrible que fue incapaz de controlarlo.

Bajó la cabeza y desvió la mirada de mí. Se hizo pequeño, liviano, y permaneció plantado ante el fuego con los brazos apretados contra el cuerpo. Su mente empezó a lanzar amenazas contra mí y pude captarlas nítidamente, aunque Armand las silenció antes de que surgieran de sus labios.

No obstante, algo perturbó mi visión durante una fracción de segundo. Quizá fue una gota de cera cayendo de una vela, o tal vez el parpadeo de mis ojos. Fuera lo que fuese, Armand desapareció de mi vista. O trató de hacerlo, pero le vi alejarse del fuego a grandes saltos, como un relámpago oscuro.

—¡No! —grité.

Y, lanzándome contra algo que no podía ver siquiera, le agarré entre mis manos, sólido y material otra vez. Armand se había movido muy deprisa y, pese a ello, yo había sido más rápido. Nos quedamos frente a frente junto a la puerta de la cámara y, de nuevo, repetí mi escueta negativa sin dejar de sujetarle.

—No podemos separarnos así. No podemos decirnos adiós con este rencor, no y no.

Y mi voluntad se desmoronó de pronto mientras abrazaba a Armand y me apretaba contra él para que no pudiera desasirse o tan siquiera moverse.

No me importaba lo que Armand era, ni lo que había hecho en el maldito momento de mentirme, o incluso de intentar dominarme; no me importaba haber perdido mi condición de mortal y no poder recuperarla nunca más.

Mi único deseo era que Armand se quedara allí. Quería estar con él, quería ser lo que él era y quería que todas las cosas que había dicho fueran ciertas. No obstante, nunca podrían ser como él las deseaba. Nunca podría tener aquel poder sobre nosotros. Nunca podría apartar de mi lado a Gabrielle.

Con todo, me pregunté si Armand se daba perfecta cuenta de lo que nos pedía. ¿Era posible que creyera de verdad hasta en las palabras más inocentes que salían de sus labios?

Sin una palabra, sin pedirle permiso, le conduje de nuevo al banco junto al fuego. Volví a presentir peligro, un terrible peligro, pero eso ya no tenía importancia, en realidad. Ahora, Armand tenía que quedarse allí con nosotros.

Gabrielle murmuraba algo para sí mientras deambulaba de un extremo a otro de la cámara con la capa colgada de un hombro. Casi parecía haberse olvidado por completo de nuestra presencia.

Armand la observaba con atención; Gabrielle, inesperada y bruscamente, se volvió hacia él y le dijo en voz alta:

—Tú te acercas a él y le dices «llévame contigo». Le dices «ámame», y haces alusiones a unos secretos, a unos conocimientos superiores, pero no nos ofreces nada, salvo un puñado de mentiras.

—Os he mostrado mi capacidad para comprender —respondió él con un leve murmullo.

—No, lo que has hecho son triquiñuelas —replicó ella—. Has creado imágenes. E imágenes bastante infantiles. Has atraído a Lestat al Palais Royal mediante los más elaborados engaños con el único propósito de atacarle. Y ahora, cuando se produce un momento de pausa en la lucha, no se te ocurre sino intentar sembrar disensiones entre nosotros…

—Sí, es cierto, antes trataba de engañaros —reconoció Armand—. Pero las cosas que he dicho aquí son ciertas. Tú misma desprecias ya a tu hijo por su amor a los mortales, por su necesidad de estar cerca de ellos en todo instante, por su complacencia con el violinista. Tú sabías que el Don Oscuro enloquecería a éste, y sabes que finalmente le destruirá. Y ansías verte libre de todos los Hijos de las Tinieblas. No puedes ocultarme ese pensamiento.

—¡Ah, qué ingenuo eres! —exclamó Gabrielle—. Ves las cosas, pero no las entiendes. ¿Cuántos años duró tu vida mortal? ¿Recuerdas algo de esos años? Lo que has percibido en mí no es la suma total de la pasión que siento por mi hijo. Le he amado como nunca he querido a nada ni a nadie. En mi soledad, mi hijo lo es todo para mí. ¿Cómo es posible que no sepas interpretar lo que ves?

—Eres tú quien se equivoca —contestó él con la misma voz dulce—. Si alguna vez hubieras querido de verdad a otro, sabrías que lo que sientes por tu hijo no es nada en absoluto.

—Todo esto no lleva a ninguna parte —intervine.

Gabrielle, sin el más ligero titubeo, replicó de inmediato a Armand.

—No. Mi hijo y yo somos de la misma sangre en más de un sentido. En cincuenta años de vida, no he conocido nunca a nadie más fuerte que yo, salvo mi hijo. Y siempre podemos corregir lo que nos espera. ¿Cómo vamos a hacerte uno de nosotros si utilizas estas cosas para echar leña al fuego? Pero quiero que entiendas bien lo que te planteo: ¿qué tienes para dar de ti mismo que nosotros pudiéramos querer?

—Mi guía y mi consejo, eso es lo que necesitáis. Apenas habéis iniciado vuestra aventura y carecéis de unas creencias que os sostengan. No podréis vivir sin un credo, sin un rumbo…

—Millones de humanos viven sin guía ni credo. Eres tú quien no puede pasarse sin ellos —protestó Gabrielle.

Una oleada de dolor, de sufrimiento, surgió de Armand. Pero Gabrielle continuó hablando con una voz tan monocorde y carente de inflexiones que casi era un monólogo.

—Yo también me hago preguntas —dijo—. Hay cosas que deseo conocer. No puedo vivir sin regirme por una filosofía, pero ésta no tiene nada que ver con viejas creencias en dioses o diablos. —Empezó a deambular de nuevo por la estancia, sin dejar de mirarle mientras hablaba—. Quiero saber, por ejemplo, por qué existe la belleza, por qué la naturaleza sigue creándola y cuál es el vínculo entre la vida de una tormenta de relámpagos y las sensaciones que nos inspira. Si Dios no existe, si estas cosas no están unificadas en un gran sistema metafórico, ¿por qué conservan aún tal poder simbólico sobre nosotros? Lestat lo denomina el Jardín Salvaje, pero a mí no me basta. Y debo confesar que esto, esta curiosidad desquiciada o como quieras llamarlo, me aleja de mis víctimas humanas. Me conduce a campo abierto, lejos de las obras humanas. Y tal vez me aparte de mi hijo, que está bajo el embrujo de todo lo humano y mortal.

Se acercó a Armand y entrecerró los ojos, mirándole cara a cara. En aquel momento, nada en sus gestos delataba que era una mujer. Continuó hablando.

—Sea como sea, ésta es la linterna con la que ilumino la Senda del Diablo. ¿Con cuál la has recorrido tú? ¿Qué más has aprendido, aparte de supersticiones y creencias en el diablo? ¿Qué sabes de nuestra especie y de cómo empezó a existir? Respóndenos a eso y quizá valga para algo. Aunque, por otra parte, puede que tampoco eso sirva para nada.

Armand estaba estupefacto, sin recursos para ocultar su asombro. Miró a Gabrielle con aire de confusa candidez. Luego se puso en pie y retrocedió, tratando obviamente de escapar de ella. Su mirada perdida en el vacío era la de un ser abatido, vencido.

Se hizo el silencio, y, por un instante, sentí por Armand un extraño impulso protector. Gabrielle había expresado la verdad desnuda de las cosas que le interesaban, como era su costumbre desde que yo recordaba, y, como siempre, lo había hecho con su hiriente indiferencia. Había hablado de lo que le interesaba a ella sin prestar la menor atención a lo que él sintiera. Ven a un plano distinto, al mío, le había dicho. Y él se había bloqueado, se había empequeñecido. Su grado de importancia estaba resultando alarmante y no daba muestras de recuperarse del ataque de Gabrielle.

Dio media vuelta y avanzó de nuevo hacia el banco como si fuera a sentarse; luego se dirigió a los sarcófagos y, finalmente, hacia la pared. Era como si aquellas superficies sólidas le repelieran, como si su mente chocara con un campo invisible que le rechazaba antes de alcanzarlas.

Salió de la cámara, adentrándose en la estrecha escalera de piedra, y luego dio la vuelta y regresó.

Su mente estaba cerrada ahora, o, peor aún, no había en ella pensamiento alguno. Sólo pude captar las imágenes desordenadas de lo que veía ante sí, simples objetos materiales que brillaban bajo su mirada, la puerta tachonada de clavos de hierro, las velas, el fuego del hogar. Vi una detallada evocación de las calles de París, de los vendedores y de los pregoneros de periódicos, de los cabriolés, del sonido armonioso de una orquesta, de un horrible estruendo de palabras y frases de los libros que había leído tan recientemente.

Todo aquello me resultaba insoportable, pero Gabrielle, con un gesto firme me indicó que me quedara donde estaba.

Algo estaba impregnando la cripta. Algo estaba sucediéndole al aire mismo de la estancia.

Algo cambió, aunque las velas seguían ardiendo y el fuego seguía crepitando y lamiendo las piedras ennegrecidas del fondo del hogar, y las ratas seguían corriendo por las mazmorras de los muertos, debajo de nosotros.

Armand se detuvo bajo el dintel en arco de la puerta y pareció que transcurrían horas, aunque no era así; Gabrielle estaba lejos de mí, en un rincón de la cámara, con una expresión fría en su rostro concentrado y unos ojos tan radiantes como pequeños eran.

Armand se disponía a hablarnos; pero lo que iba a ofrecernos no era ninguna explicación. Las cosas que diría ni siquiera seguirían un orden. Era como si le hubiéramos abierto en canal y las imágenes que salían de él fueran de su sangre.

Su figura era apenas la de un joven con los brazos cruzados sobre el umbral de la estancia. Entonces comprendí qué era aquella sensación. Era una monstruosa intimidad con otro ser, comparada con la cual hasta el extasiante momento de dar muerte a una víctima resultaba aburrido y controlado. Armand estaba abierto a nosotros y no podía contener por más tiempo el deslumbrante torrente de imágenes que hacía que su vieja voz silenciosa pareciera fina, lírica y afectada.

¿Era aquél el peligro que había intuido yo todo el rato? ¿Era aquello lo que había desatado mi miedo? En el mismo instante de darme cuenta de ello, el miedo empezó a ceder. Parecía que todas las grandes lecciones de mi vida las había aprendido a través de la renuncia al miedo. Una vez más, se rompía la cáscara de miedo que me envolvía para que otra cosa surgiera a la vida.

Nunca jamás en toda mi existencia, tanto mortal como inmortal, me había visto amenazado con una intimidad semejante.

3

La Historia de Armand

La cámara había desaparecido. Las paredes se habían desvanecido. Llegaban unos jinetes. Una nube de polvo creciendo en el horizonte. A continuación, unos gritos de terror y un chiquillo de cabello castaño oscuro, vestido con bastas ropas de campesino, corriendo sin cesar mientras los jinetes se desataban en una horda. Y el chiquillo debatiéndose a puñetazos y a patadas tras ser atrapado y arrojado sobre la silla de montar por uno de los jinetes, que se lo llevaba más allá de los confines del mundo.

Aquel chiquillo era Armand y el escenario de los hechos, aunque Armand lo ignorara, las estepas meridionales de Rusia. El chiquillo conocía otras palabras como Madre, Padre, Iglesia, Dios y Satanás, pero no sabía el nombre de su patria ni del idioma que hablaba, ni que los jinetes que le habían raptado eran tártaros y que nunca volvería a ver nada de lo que conocía o amaba.

Oscuridad, el tumultuoso movimiento del barco y el interminable mareo y, emergiendo del miedo y de la desesperación, la enorme y deslumbrante jungla de edificios imposibles que formaba la Constantinopla de los últimos días del Imperio Bizantino, con sus fantásticas multitudes y sus tarimas para la subasta de esclavos. El balbuceo amenazador de unos idiomas extraños, amenazas efectuadas en el lenguaje universal de los gestos y, en torno al chiquillo, los enemigos que no podía distinguir ni calmar, y de los que no podía escapar.

Pasarían años y años, más de una existencia mortal, antes de que Armand volviera la vista atrás hasta aquel espantoso momento y le diera nombres e historias a todo aquello: los funcionarios de la Corte bizantina que le habrían castrado y los guardianes de los harenes del Islam que habrían hecho otro tanto, y los orgullosos guerreros mamelucos venidos de Egipto que se lo habrían llevado con ellos a El Cairo de haber sido más rubio y más fuerte, y los radiantes venecianos de hablar dulce con sus polainas y con sus chalecos de terciopelo, las criaturas más deslumbrantes de todas, cristianos igual que él, y, sin embargo, intercambiando ligeras risas entre ellos mientras le examinaban, y él allí, mudo, incapaz de responder, de suplicar, incluso de mantener esperanzas.

Vi los mares que se abrían ante él, el gran vaivén azul del Egeo y el Adriático y, de nuevo, el mareo en la bodega y el solemne juramento de no seguir viviendo.

Y luego los grandes palacios moros de Venecia alzándose de la reluciente superficie de la laguna, y la casa a la que le llevaban, con decenas y decenas de cámaras secretas, y la luz del cielo apenas entrevista a través de los barrotes de las ventanas, y los otros chicos hablándole en aquel idioma veneciano tan suave y extraño, y las amenazas y las lisonjas mientras se convencían, contra todos sus miedos y supersticiones, de los pecados que debía cometer con el interminable desfile de extraños en aquel ambiente de mármol y luces de antorchas donde cada cámara se abría a una nueva escena de ternura que se entregaba al mismo deseo ritual, inexplicable y, por último, cruel.

Y al fin, una noche, después de días y días de negarse a obedecer, hambriento y dolorido y privado de hablar con nadie, fue obligado a cruzar de nuevo una de aquellas puertas tal como estaba, sucio y cegado por la luz tras el encierro en la oscura y lóbrega celda. Y el ser que le estaba esperando allí, el hombre alto, de rostro enjuto y casi luminoso, vestido de terciopelo rojo, le tocó con sus fríos dedos tan suavemente que, medio adormilado, el muchacho no lloró al ver cambiar de manos las monedas. Pero era una cantidad importante. Demasiado importante. Estaba siendo vendido. Y la cara del hombre… era demasiado lisa; más bien parecía una máscara.

En el último instante, el muchacho se puso a gritar, juró que sería obediente, que no se pelearía más. Que alguien le dijera dónde le llevaban; no volvería a desobedecer, por favor, por favor. Pero, en el mismo instante en que era arrastrado escaleras abajo hacia el fétido olor de las cloacas, volvió a notar el contacto de los dedos firmes y delicados de su nuevo amo y, en el cuello, el roce de unos labios fríos y tiernos que nunca jamás le harían daño, y aquel mortal e irresistible primer beso.

Amor y amor y amor en el beso del vampiro. Un amor que bañó a Armand, que le limpió, esto es todo, mientras era transportado a la góndola y ésta avanzaba como un gran escarabajo siniestro por el estrecho canal hasta las alcantarillas bajo otra casa.

Ebrio de placer. Ebrio de las manos blancas y sedosas que alisaban su cabello y de la voz que le llamaba hermoso; ebrio del rostro que, en instantes de emoción, se llenaba de expresividad para hacerse luego más sereno y deslumbrante que si fuera de alabastro y joyas. Un rostro como un remanso de agua bajo el claro de luna: un roce, aunque sea con las yemas de los dedos, y toda su vida sale a la superficie, para, a continuación, desvanecerse de nuevo en la quietud.

Ebrio a la luz de la mañana con el recuerdo de esos besos, cuando, a solas, abría una puerta tras otra y descubría libros, mapas y estatuas de granito y de mármol, cuando los otros aprendices le localizaban y le conducían pacientemente a su trabajo para enseñarle a mezclar los colores puros con la yema de huevo y a extender la laca de la yema de huevo sobre los paneles, y para guiarle por el andamio mientras los artistas aplicaban cuidadosas pinceladas en el borde mismo de la enorme escena de sol y nubes, mostrándole aquellos grandes rostros y manos y alas angelicales que sólo podía tocar el pincel del Maestro.

Ebrio cuando se sentaba a la larga mesa con ellos y se atiborraba de deliciosos platos que no había probado hasta entonces y de vino que nunca se agotaba.

Y cayendo dormido finalmente, para despertar en ese momento del crepúsculo en que el Maestro se presentaba junto a la enorme cama, espléndido como un producto de la imaginación con su ropa de terciopelo rojo, su tupida cabellera blanca brillando a la luz de la lámpara y la felicidad más natural e ingenua en sus brillantes ojos azules cobalto. Y el beso mortal.

—Ah, sí, no separarme nunca de ti, sí… sin miedo.

—Pronto, querido mío, pronto estaremos unidos de verdad.

Antorchas encendidas por toda la casa. El Maestro en lo alto del andamio con el pincel en la mano: «Quédate aquí, a la luz; no te muevas», y horas y horas inmóvil en la misma posición hasta ver, poco antes del amanecer, sus propias facciones en el lienzo, las facciones del ángel. Y el amo sonriéndole mientras avanzaba por el interminable corredor…

—No, Maestro, no me dejes. Permite que me quede contigo, no te vayas…

Nuevamente, la luz del día. Y dinero en los bolsillos, oro de ley, y el fasto de Venecia con sus canales de aguas verdes oscuras entre los muros de los palacios, y los otros aprendices caminando del brazo con él, y el aire fresco y el cielo azul sobre la plaza de San Marcos como algo que sólo hubiera soñado en la infancia. Y, al atardecer, de nuevo el palazzo y la entrada del Maestro, el Maestro inclinado con el pincel sobre la pequeña tabla, trabajando cada vez más deprisa bajo la mirada de los aprendices, entre horrorizada y fascinada, y el Maestro levantando la vista hacia él y dejando a un lado el pincel y llevándoselo del enorme estudio mientras los demás seguían trabajando hasta la medianoche, y su rostro entre las manos del Maestro para recibir, de nuevo a solas en la alcoba, aquel secreto (nunca contárselo a nadie) beso.

¿Dos años? ¿Tres? Imposible recrear o abarcar con palabras el esplendor de esa época: las flotas que zarpaban del puerto hacia la guerra, los himnos que se entonaban ante los altares bizantinos, las representaciones de la Pasión y de los milagros que se celebraban en los estrados de las iglesias y en las plazas, con su boca del infierno y sus demonios retozones, y los deslumbrantes mosaicos que cubrían los muros de San Marcos y de San Zanipolo y del Palazzo Ducale, y los pintores que trabajaban en esas calles, Giambono, Uccello, el Vivarini y el Bellini, y los continuos días de fiesta y de procesiones. Y siempre de madrugada, en las enormes estancias del palazzo iluminadas con antorchas, él a solas con el Maestro mientras los demás dormían encerrados bajo llave en sus alcobas. El pincel del Maestro moviéndose vertiginosamente sobre la tabla colocada ante él, como si estuviera descubriendo el cuadro en lugar de crearlo… el sol y el cielo y el mar extendiéndose bajo el dosel que formaban las alas del ángel.

Y esos momentos horribles e inevitables en que el Maestro se ponía en pie gritando, arrojando los botes de pintura en todas direcciones, y se llevaba las manos a los ojos como si quisiera arrancárselos de las cuencas.

—¿Por qué no puedo ver? ¿Por qué no veo mejor que los mortales?

El muchacho apretado contra su maestro. Esperando el éxtasis del beso. Un secreto oscuro, no revelado. El Maestro saliendo por la puerta sin ser visto, un rato antes del amanecer.

—Déjame ir contigo, Maestro.

—Pronto, querido mío, mi amor, mi pequeño, cuando seas lo bastante fuerte y alto y haya desaparecido de ti toda imperfección. Ve ahora y disfruta de todos los placeres que te aguardan, goza del amor de una mujer durante las próximas noches, y goza también del amor de un hombre. Olvida las penas que conociste en el burdel y saborea esas cosas mientras te quede tiempo.

Y rara era la noche que terminaba sin que la figura del Maestro volviera, justo antes de salir el sol, y le acompañaría muchas veces durante las horas de luz, hasta que, con el crepúsculo, llegara de nuevo el beso mortal.

Aprendió a leer y a escribir. Se encargaba de llevar las pinturas a sus destinos finales en las iglesias y las capillas de los grandes palacios, de cobrar las obras entregadas y de comprar los óleos y pigmentos. Reñía a los criados cuando las camas se quedaban por hacer y las comidas no estaban a tiempo. Y, adorado por los aprendices, éstos se despedían llorando cuando, terminado el aprendizaje, los enviaba a su nuevo servicio. Le leía poesía al Maestro mientras éste pintaba, y aprendió a tocar el laúd y a cantar tonadas.

Y en las tristes ocasiones en que el Maestro abandonaba Venecia durante muchas noches seguidas, era él quien gobernaba la casa en su ausencia, ocultando su zozobra a los demás y sabiendo que ésta sólo terminaría cuando regresara el Maestro.

Y una noche, por fin, en las horas de la madrugada en que hasta Venecia duerme:

—Ha llegado el momento, hermoso mío, de que vengas a mí y te conviertas en lo que soy. ¿Es éste tu deseo?

—Sí.

—Te alimentarás siempre en secreto con la sangre de los malhechores, como yo hago, y guardarás este secreto hasta el fin de los tiempos.

—Hago la promesa, me entrego, lo deseo… deseo estar contigo, Maestro mío, para siempre. Tú eres el creador de todo lo que soy. Nunca ha existido un deseo tan intenso.

El pincel del Maestro señalaba la pintura que se alzaba hasta el techo, por encima de las hileras de andamios.

—Este es el único sol que volverás a ver siempre. Pero dispondrás de un milenio de noches para ver la luz como ningún mortal la ha visto nunca, para arrancar de las lejanas estrellas, como si fueras otro Prometeo, una iluminación eterna con la cual comprender todas las cosas.

¿Cuántos meses transcurridos tras esto? ¿Cuántos meses de vagar sin rumbo bajo el dominio del Don Oscuro?

Toda una vida nocturna de deambular juntos por las callejas y los canales —indiferente al peligro de la oscuridad y ya sin miedo alguno—, y el antiquísimo éxtasis de la muerte, y nunca, jamás, un alma inocente. No, siempre la de un malhechor, y la mente conmovida hasta topar con Tifón, el asesino de su hermano, y luego el acto de apurar la maldad de la víctima humana y de transmutarla en éxtasis. El Maestro, marcando el camino; el festín, compartido.

Y luego la pintura, las horas solitarias con el milagro de su nueva habilidad, el pincel moviéndose a veces sobre la superficie esmaltada como dotado de voluntad propia, y los dos juntos pintando con furia sobre el tríptico, y los aprendices mortales dormidos entre los botes de pintura y las botellas de vino. Y solamente un misterio que perturba la felicidad, el misterio de que, como en el pasado, el Maestro debía abandonar Venecia de vez en cuando para emprender un viaje que parecía interminable a quienes quedaban dolidos por su ausencia.

Una separación aún más terrible, ahora. Cazar solo sin el Maestro, yacer a solas en el profundo sótano después de la caza, esperando. No escuchar el timbre de la risa del Maestro ni el latido de su corazón.

—¿Pero adónde vas? ¿Por qué no puedo ir contigo? —suplicó Armand.

¿No compartían el secreto? ¿Por qué, entonces, no le explicaba aquel misterio?

—No, querido mío, todavía no estás preparado para esta carga. De momento ha de seguir siendo sólo mía, como lo ha sido durante más de mil años. Algún día me ayudarás en lo que constituye mi deber, pero eso sólo será cuando estés preparado para recibir el conocimiento, cuando hayas demostrado querer conocerlo de verdad y cuando seas lo bastante poderoso como para que nadie pueda arrancarte ese conocimiento en contra de tu voluntad. Quiero que entiendas que, hasta entonces, no tengo otra opción que dejarte al margen. Mi viaje es para atender a Los Que Deben Ser Guardados, como siempre he hecho.

Los Que Deben Ser Guardados.

Armand les daba vueltas en la cabeza a aquellas palabras, que le producían miedo. No obstante, lo peor era que apartaban de él al Maestro. Y sólo aprendió a superar ese miedo cuando comprobó que el Maestro volvía a él una y otra vez tras estas ausencias.

—Los Que Deben Ser Guardados están en paz, o en silencio —decía el Maestro, al tiempo que se quitaba de los hombros la capa de terciopelo roja—. Puede que nunca lleguemos a saber nada más del tema.

Y, de nuevo, Armand y el Maestro volcados en el festín, en la sigilosa persecución de los malhechores por las callejas venecianas.

¿Cuánto tiempo podría haber continuado aquello? ¿Lo que dura una vida mortal? ¿Lo que duran cien?

Y había transcurrido aproximadamente medio año de esta tenebrosa felicidad, cuando una noche, tras el crepúsculo, el Maestro se incorporó de su ataúd en el profundo sótano justo por encima del agua y anunció:

—¡Levántate, Armand, tenemos que marcharnos! ¡Ellos están aquí!

—¿Ellos, Maestro? ¿Quiénes? ¿Los Que Deben Ser Guardados?

—No, querido mío. Los otros. ¡Vamos, debemos darnos prisa!

—Pero ¿cómo pueden hacernos daño? ¿Por qué tenemos que marcharnos?

Los rostros blancos tras las ventanas, los golpes a las puertas. El ruido de los cristales rotos. El Maestro volviendo la vista a un lado y a otro para contemplar los cuadros. El olor a humo. El olor a brea ardiendo. Los misteriosos asaltantes subían del sótano, y también bajaban del piso superior.

—¡Corre! ¡No hay tiempo para poner nada a salvo!

Escaleras arriba hasta el techo. Unas figuras oscuras y encapuchadas blandiendo antorchas a través del umbral, el fuego rugiendo en las habitaciones de la planta baja, haciendo estallar las ventanas y envolviendo en llamas la escalera. Todos los cuadros destruidos.

—¡Al tejado, Armand, vamos!

¡Criaturas como nosotros con aquellas siniestras indumentarias! Otros seres como nosotros. El Maestro dispersándolas en todas direcciones mientras corría escaleras arriba; los huesos de las criaturas quebrándose al golpearse contra el techo y las paredes.

—¡Blasfemo, hereje! —gritaron las voces.

Los brazos agarraron a Armand y no le soltaron. Y arriba, en lo alto de la escalera, el Maestro se volvió hacia él y gritó:

—¡Armand! ¡Confía en tus fuerzas y ven!

Pero las criaturas se apelotonaban en persecución del Maestro, le rodeaban. Por cada una que él estrellaba contra la pared encalada, aparecían otras tres, hasta que más de cincuenta antorchas envolvieron las ropas de terciopelo del Maestro, sus largas mangas rojas y su cabello blanco. El fuego se alzó hasta el techo con un rugido mientras le consumía, transformado en una antorcha viviente; y, con todo, incluso envuelto en llamas, el Maestro se defendía quemando a sus atacantes mientras éstos arrojaban las teas a sus pies como si fueran astillas de leña.

Armand, mientras tanto, fue conducido abajo y sacado de la casa en llamas junto con los aprendices mortales, que chillaban de terror. Y fue llevado lejos de Venecia, surcando las aguas, entre gritos y sollozos, en las entrañas de un buque tan aterrador como la nave de los esclavos, hasta salir a mar abierto bajo el cielo de la noche.

—¡Blasfemo, blasfemo! —La fogata cada vez mayor, y el círculo de figuras encapuchadas a su alrededor, y el cántico más y más estentóreo—: ¡Al fuego!

Y mientras Armand contemplaba la escena, petrificado, vio cómo los aprendices mortales, sus hermanos, sus únicos hermanos, lanzaban alaridos de pánico mientras eran arrojados por el aire hasta caer en el seno de las llamas.

—¡No, basta, deteneos…! ¡Ellos son inocentes! ¡Por el amor de Dios, basta! ¡Son inocentes…!

Armand gritaba y gritaba, pero había llegado su turno. Pese a su resistencia, le estaban levantando del suelo con la intención de lanzarle hacia lo alto para que fuera a caer en la pira.

—¡Maestro, ayúdame! —exclamó.

Tras esto, las palabras dieron paso a un único y prolongado grito lastimero.

Furioso, se debatió enérgicamente entre los gritos y patadas.

Pero advirtió que le habían arrastrado lejos del fuego, que le habían rescatado y devuelto a la vida. Y se encontró tendido en el suelo contemplando el cielo. Las llamas parecían lamer las estrellas, pero estaban lejos de él y ya no podía ni sentir su calor. Armand apreció el olor de sus ropas quemadas y de su cabello chamuscado. Lo peor era el dolor que sentía en el rostro y en las manos; la sangre seguía rezumando de él y apenas era capaz de mover los labios.

—… Todas las vanas obras del Maestro, destruidas. ¡Todas las vanas creaciones que había hecho entre los mortales con sus Poderes Oscuros, imágenes de ángeles y santos y mortales vivientes! ¿Quieres que te destruyamos a ti también? ¿O prefieres entrar al servicio de Satán? Toma una decisión. Ya has probado el fuego y éste te aguarda, hambriento de ti. El infierno te espera. ¿Vas a tomar la decisión…?

—… Sí…

—… ¿Vas a servir a Satán como debe hacerse?

—Sí…

—… ¿Aceptas que todas las cosas del mundo son pura vanidad y te comprometes a que nunca utilizarás tus Poderes Oscuros para satisfacer ninguna vanidad mortal, ni para pintar, crear música, bailar o recitar para diversión de los mortales, sino para permanecer eternamente al exclusivo servicio de Satán? ¿Te comprometes a emplear tus Poderes Oscuros para seducir y aterrorizar y destruir, sólo destruir…?

—Sí…

—… ¿A consagrarte a tu único amo, Satán, siempre y eternamente Satán? ¿A servir a tu verdadero amo y maestro en la oscuridad y el dolor y el sufrimiento? ¿A entregarle tu mente y tu corazón?

—Sí.

—¿Y a no ocultar secreto alguno a tus hermanos en Satán, a proporcionarles los conocimientos que poseas del blasfemo y de su carga…?

Silencio.

—¡A explicar todo lo que conozcas sobre su carga! —insistieron las criaturas—. ¡Vamos, apresúrate, las llamas esperan!

—No os entiendo…

—¡Hablamos de Los Que Deben Ser Guardados! ¡Cuéntanos lo que sepas!

—¿Contaros qué? No sé nada, salvo que no quiero sufrir. Estoy muy asustado.

—Dinos la verdad, Hijo de las Tinieblas. ¿Dónde están? ¿Dónde se encuentran Los Que Deben Ser Guardados?

—No lo sé. Leed mi mente, si tenéis ese poder. Comprobaréis que no contiene nada que os pueda decir.

—¿Pero qué son? ¿No te lo ha contado nunca tu maestro? ¿Qué son Los Que Deben Ser Guardados?

Así pues, tampoco aquellas criaturas sabían a qué se refería el Maestro. El nombre no tenía más significado para ellas que para el propio Armand. «Cuando seas lo bastante poderoso como para que nadie pueda arrancarte ese conocimiento en contra de tu voluntad». El Maestro había sido muy previsor.

—¿Qué significa ese nombre? ¿Dónde están? ¡Es preciso que nos des la respuesta!

—Os juro que no la tengo. Os lo juro por mi miedo, que es lo único que poseo ahora. ¡No lo sé!

Rostros lechosos apareciendo encima de él, uno tras otro. Los labios insípidos depositando besos dulces e intensos, las manos acariciándole y las relucientes gotitas de sangre rezumando de las muñecas de las criaturas. Éstas querían descubrir la verdad en la sangre, pero ¿qué importaba eso? La sangre era la sangre.

—Ahora eres el hijo del diablo.

—Sí.

—No llores por Marius, tu maestro. Marius está en el infierno, donde pertenece. ¡Bebe ahora la sangre curativa y levántate y baila con los de tu estirpe para gloria de Satán! ¡Bebe y la inmortalidad será tuya de verdad!

—Sí… —La sangre quemándole la lengua al levantar la cabeza; la sangre llenándole con tortuosa lentitud—. ¡Oh, por favor!

En torno a él, frases en latín y el pausado batir de unos tambores. Las criaturas se daban por satisfechas, sabían que había dicho la verdad. No le matarían y el éxtasis borró cualquier otra reflexión. El dolor de sus manos y de su rostro se había disuelto en el éxtasis…

—Levántate, joven, y únete a los Hijos de la Oscuridad.

—Sí.

Manos blancas tendidas hacia las suyas. Cornos y laúdes aullando sobre el batir de los tambores, arpas pulsadas en un rasgueo hipnótico mientras el círculo empezaba a moverse. Figuras encapuchadas vestidas de negro con túnicas de mendicante que ondulaban cuando alzaban las rodillas y doblaban el espinazo. Y, soltándose las manos, dieron vueltas y saltaron y cayeron de nuevo, girando y girando, y una tonada se alzó en un murmullo cada vez más potente tras los labios cerrados.

El círculo siguió girando más deprisa. El murmullo era una gran vibración melancólica sin forma ni continuidad y, sin embargo, parecía una especie de lenguaje, el propio eco del pensamiento. Cada vez más potente, se alzó como un gemido que no lograra quebrarse en un grito. Él hacía el mismo sonido, al unísono con los demás, y luego giraba y, mareado de dar vueltas, saltaba al aire, muy alto. Las manos le asían, los labios le besaban y él daba vueltas y más vueltas impulsado por los demás, alguien gritando en latín, otro respondiendo, otra voz gritando más fuerte, seguida de una nueva respuesta.

Estaba volando, rotas las ataduras con la tierra y con el terrible dolor de la muerte de su Maestro y de la destrucción de los cuadros y de la muerte de los mortales que había amado. El viento sopló de frente, y el calor le estalló en el rostro y en los ojos, pero la tonada era tan hermosa que no importaba que ignorara las palabras, que no pudiera rezarle a Satán o que no supiera creer ni rezar una oración como aquélla, pues nadie se daba cuenta de su ignorancia. Todos los demás, formando un coro, continuaron lanzando gemidos y lamentos y dando vueltas y saltando de nuevo; y luego, balanceándose hacia delante y hacia atrás, echaron la cabeza hacia atrás, cegados por las llamas que les lamían, y alguien gritó «¡Sí, Sí!».

Y la música se alzó como una oleada. Tambores y panderetas desencadenaron un ritmo bárbaro en torno a Armand, mientras las voces se lanzaban por fin a una extravagante y acelerada melodía. Los vampiros alzaron los brazos entre aullidos y sus siluetas pasaron revoloteando ante él, presas de agitadas contorsiones, con las espaldas arqueadas y un taconeo nervioso. Era el júbilo de los diablillos en el infierno. La escena horrorizó a Armand, y, al mismo tiempo, le atrajo. Y cuando las manos le asieron y le hicieron dar vueltas sobre sí mismo, el joven se puso a taconear, a girar y a bailar como los demás, dejando que el dolor le atravesase, doblando las extremidades y dando la alarma a sus gritos.

Y, antes de que amaneciera, Armand se encontró delirando, rodeado por una decena de hermanos que le acariciaban y le tranquilizaban y le conducían peldaños abajo por una escalera que habían abierto en las entrañas de la Tierra.

Durante los meses que siguieron, Armand creyó soñar que su Maestro no había muerto entre las llamas. Soñó que su Maestro había caído del tejado, como un cometa flamante, a las aguas salvadoras del canal que corría debajo. Y que sobrevivía en lo más profundo de las montañas del norte de Italia. Y que le llamaba a su lado. El Maestro se hallaba en el santuario de Los Que Deben Ser Guardados.

A veces, en sus sueños, el Maestro aparecía poderoso y radiante como siempre le había visto; la belleza parecía ser su vestimenta. Otras veces, se presentaba en el suelo como una criatura ennegrecida y consumida, como un ascua dotada de vida, con los ojos enormes y amarillos. Únicamente su cabello blanco aparecía tan abundante y lustroso como Armand lo recordaba. El Maestro se arrastraba por el suelo, sin fuerzas, suplicándole ayuda. Y, detrás de él, una luz cálida surgía del santuario de Los Que Deben Ser Guardados; y, con la luz, llegaba el olor de incienso. Parecía haber allí una promesa de antigua magia, una promesa de belleza fría y exótica más allá de todo bien y de todo mal.

Pero todo aquello eran vanas imaginaciones. El Maestro le había dicho que el fuego y la luz del Sol podían destruirles y él mismo había visto al Maestro envuelto en llamas. Tener sueños de aquel tipo era como desear la vuelta a la vida mortal.

Y cuando Armand abría los ojos y contemplaba la Luna y las estrellas y el tranquilo espejo del mar que tenía ante él, se daba cuenta de que no había esperanzas ni penas ni alegrías. Todas estas emociones habían procedido del Maestro y éste ya no existía.

«Soy el hijo del diablo». Aquello era poesía. Desapareció de él toda la fuerza de voluntad y no quedó nada, salvo la confraternidad de las tinieblas. Y su impulso cazador pasó a cebarse no sólo en los malhechores, sino también en los inocentes. La caza se transformó, por encima de todo, en un acto de crueldad.

En Roma, en la gran asamblea reunida en las catacumbas, saludó con una reverencia a Santino, el líder del grupo, quien descendió una escalinata de piedra para recibirle con los brazos abiertos. Aquel poderoso Maestro había nacido a las Tinieblas en tiempos de la peste negra y le contó a Armand la visión que le había asaltado en el año 1349, cuando la epidemia estaba en pleno furor, respecto a que nuestra raza era como la propia peste negra: una plaga sin explicación, destinada a hacer dudar al hombre, a hacerle dudar de la bondad y de la intervención divinas.

Santino condujo a Armand al santuario cubierto de cráneos humanos y le contó la historia de los vampiros.

Éstos, igual que los lobos, habían existido en todas las épocas como un flagelo de la humanidad mortal. Y en la asamblea de Roma, sombra oscura de la Iglesia Católica, radicaba su perfección final.

Armand ya estaba al corriente de los rituales y de las prohibiciones más comunes. Ahora debía aprender las grandes leyes:

UNA: Que cada asamblea debe tener su líder y que sólo éste puede ordenar que se efectúe el Rito Oscuro sobre un mortal, además de ocuparse de que se observen como es debido las ceremonias.

DOS: Que no debe realizarse nunca el Rito Oscuro con un inválido, un tullido, un niño o un inmortal incapaz de, incluso con los Poderes Oscuros, sobrevivir por su cuenta. Se entiende también que todos los mortales que reciban los Dones Oscuros deben ser hermosos, para que el insulto a Dios sea más grande cuando se efectúe sobre ellos el Rito Oscuro.

TRES: Que los vampiros viejos no deben realizar nunca este rito mágico para que la sangre de los novicios no sea demasiado fuerte, pues el poder de los vampiros crece con el tiempo de forma natural y los viejos tienen demasiado para transmitirlo. Las heridas, las quemaduras y otras catástrofes semejantes, si no logran destruir al Hijo de Satán, no hacen otra cosa que incrementar sus poderes una vez curado. Con todo, Satán protege a su rebaño del poder de los viejos vampiros, pues todos éstos, sin excepción, se vuelven locos.

A este respecto, Santino hizo observar a Armand que en aquel momento no había ningún vampiro vivo que tuviera más de trescientos años. Ninguno de los que aún vivían guardaba recuerdos de la fundación de la primera asamblea en Roma. El diablo llamaba a los vampiros a su lado con bastante frecuencia.

También hizo hincapié en que el efecto del Rito Oscuro era impredecible, aunque fuera realizado por un vampiro novicio y con todo el cuidado debido. Por razones que nadie conocía, algunos mortales se hacían fuertes como titanes cuando renacían como Hijos de las Tinieblas, mientras otros apenas pasaban de cadáveres ambulantes. Por eso debía escogerse con mucho cuidado a los mortales, y debía evitarse tanto a los que poseían un gran apasionamiento y una voluntad indomable como a los que carecían por completo de ambas cosas.

CUATRO: Que ningún vampiro puede destruir jamás a otro, salvo el amo de la asamblea, quien posee poder sobre la vida y la muerte de toda su grey, y, además, tiene la obligación de conducir al fuego a los viejos y a los locos cuando ya no pueden seguir sirviendo a Satán como es debido. Ese líder de la asamblea tiene la obligación de destruir a todos los vampiros que no han sido creados como es debido, y a aquellos que están tan malheridos que no podrían sobrevivir por sí solos. Y, por último, tiene también la obligación de procurar la destrucción de todos los proscritos y de quienes hayan quebrantado las leyes.

CINCO: Que ningún vampiro debe revelar jamás su verdadera naturaleza a un humano y permitir que éste siga viviendo. Ningún vampiro debe contar la historia de los vampiros a un mortal y dejarle seguir viviendo. Ningún vampiro debe contar por escrito la historia de los vampiros ni revelar ninguna información verídica sobre los mismos, para que los mortales no puedan descubrir tal historia y tomarla por cierta. Y ningún mortal debe enterarse nunca del nombre de un vampiro, salvo el de su lápida sepulcral, del mismo modo que ningún vampiro debe revelar a los mortales la ubicación de su guarida ni la de ningún otro vampiro.

Éstas eran, pues, las grandes órdenes que debían obedecer todos los vampiros y que regían la existencia entre los no muertos.

No obstante, Armand debía conocer que siempre habían corrido historias sobre viejos vampiros heréticos, poseedores de poderes terribles, que no se sometían a autoridad alguna, ni siquiera del diablo. Eran vampiros que habían sobrevivido mil años (Hijos de los Milenios, eran llamados a veces). En el norte de Europa estaban los relatos acerca de Mael, que vivía en los bosques de Inglaterra y Escocia. En el Asia Menor corría la leyenda de Pandora, y, en Egipto, la antigua historia del vampiro Ramsés, a quien se había vuelto a ver en los tiempos presentes.

Relatos semejantes podían encontrarse en todas partes del mundo y eran fáciles de descalificar como meras fantasías, salvo por un detalle. Marius, el viejo hereje, había sido descubierto en Venecia, y allí mismo había sido castigado por los Hijos de las Tinieblas. Lo que se contaba de Marius había sido cierto. Pero Marius ya no existía.

Armand no dijo nada tras estos últimos comentarios. No le contó a Santino los sueños que había tenido. Lo cierto era que los sueños se habían hecho vagos y confusos en su cabeza, igual que los colores de los cuadros de Marius. Ya no estaban recogidos en la mente de Armand ni en su corazón para que los descubriera quien escuchara sus pensamientos.

Cuando Santino habló de Los Que Deben Ser Guardados, Armand volvió a confesar que no sabía qué significaba esa frase. Tampoco lo sabía Santino, ni ningún vampiro que éste hubiera conocido nunca.

El secreto seguía oculto. Marius había muerto y, con él, el viejo e inútil misterio quedaba reducido al silencio. Satán es nuestro Señor y nuestro Maestro. En Satán, todo se conoce y todo se entiende.

Armand complació a Santino. Aprendió de memoria las leyes, perfeccionó su dominio de los encantamientos ceremoniales, de los rituales y de las plegarias. Fue testigo de los aquelarres más grandes que iba a presenciar jamás y tomó enseñanzas de los vampiros más poderosos, expertos y hermosos que conocería en toda su existencia. Aprendió tanto, que se convirtió en un misionero encargado de reunir en asambleas a los Hijos de las Tinieblas que vagaban perdidos y de conducir a otros en la celebración del aquelarre y en la realización del Rito Oscuro cuando el mundo, el demonio y la carne llamaban a hacerlo.

Enseñó las Bendiciones Oscuras y las Ceremonias Oscuras en España, Francia y Alemania, y conoció Hijos de las Tinieblas salvajes y tenaces cuya compañía hacía arder dentro de él una llamita mortecina cuando la asamblea le rodeaba, consolada por su presencia y obteniendo la unidad gracias a su fuerza.

Armand perfeccionó el arte de la cacería de mortales hasta superar a todos los Hijos de las Tinieblas que conocía. Aprendió a convocar a los humanos que realmente deseaban morir. Le bastaba con acercarse a las viviendas de los mortales y llamar en silencio a sus víctimas para verlas aparecer.

Jóvenes, viejos, miserables, enfermos, feos y hermosos… no importaba, porque no escogía… Les lanzaba visiones por si querían captarlas, pero ni una sola vez se acercó a sus víctimas o tan siquiera pasó los brazos en torno a ellas… Atraídos inexorablemente hacia él, eran sus presas mortales quienes le abrazaban. Y cuando sus carnes cálidas y vivas le tocaban, cuando abría los labios y sentía derramarse la sangre, Armand conocía el único placer que podía aliviar sus penas.

En el punto álgido de esos momentos, pese al éxtasis carnal de la caza, le parecía que su camino era profundamente espiritual, sin contaminar por los apetitos y confusiones que confortaban el mundo.

En aquel acto sangriento se unían lo espiritual y lo carnal, y Armand estaba convencido de que era lo primero lo que sobrevivía. Para él era una Santa Eucaristía, y la Sangre de los Hijos de Cristo sólo servía para hacerle comprender la esencia misma de la vida durante la fracción de segundo en que se producía la muerte. Únicamente los grandes santos de Dios le igualaban en aquella espiritualidad, en aquella confrontación con el misterio, en aquella existencia de renuncia y meditación.

No obstante, Armand fue viendo desaparecer a los más poderosos de sus camaradas. Vio cómo se volvían locos y hacían caer la destrucción sobre ellos mismos. Fue testigo de la inevitable disolución de muchas asambleas, de cómo la inmortalidad derrotaba a los Hijos de las Tinieblas más perfectamente creados. Y, en ocasiones, le pareció un castigo terrible que esa inmortalidad no tuviera el menor efecto sobre él.

¿Acaso estaba destinado a ser uno de los vampiros viejos, de los Hijos de los Milenios? ¿Eran creíbles aquellas historias que persistían todavía?

De vez en cuando, un vampiro errabundo hablaba de si la fabulosa Pandora había sido vista por un instante en la ciudad de Moscú, en la lejana Rusia, o comentaba rumores sobre si Mael estaba instalado en las yermas costas inglesas. Los viajeros hablaban incluso de Marius, de que había sido visto de nuevo en Egipto, o en Grecia. No obstante, ninguno de aquellos narradores había visto con sus propios ojos a los vampiros legendarios. En realidad, no sabían nada y sólo repetían rumores conocidos de oídas.

Nada de todo ello distraía ni divertía al obediente siervo de Satán. Cumpliendo con ciega fidelidad las Leyes Oscuras, Armand continuó su servicio.

Con todo, a lo largo de esos siglos de obediencia, Armand guardó siempre para sí dos secretos. Dos secretos que eran más suyos que el mismo ataúd en el que se encerraba durante el día, y que los escasos amuletos que llevaba.

El primero de ellos era que, por grande que fuera su soledad y por mucho que se prolongara la búsqueda de hermanos y hermanas de raza en quienes poder buscar cierto descanso, jamás había llevado a cabo el Rito Oscuro por sí mismo. No estaba dispuesto a ofrecer a Satán ningún Hijo de las Tinieblas creado por él.

Y el otro secreto, que mantenía oculto a sus seguidores por el propio bien de éstos, era sencillamente su grado de desesperación, cada vez más profundo.

Era el hecho de no anhelar nada, de no apreciar nada, de no creer en nada; de no disfrutar un ápice en el ejercicio de sus poderes, asombrosos y siempre crecientes; de vivir todos los momentos en un vacío roto una vez cada noche de su vida eterna con el acto de la caza.

Mientras los demás le habían necesitado, Armand les había ocultado celosamente aquel secreto que le había permitido guiarles, pues su miedo les habría hecho sentirlo también.

Pero todo había terminado.

Un gran ciclo había finalizado y, ya años atrás, Armand había notado que se cerraba sin comprender siquiera que se trataba de tal ciclo.

Le llegaron de Roma los relatos maliciosamente confusos de los viajeros, ya no actuales cuando le eran contados, respecto a que el líder, Santino, había abandonado a su grey. Algunos decían que se había vuelto loco y se había retirado al campo; otros afirmaban que se había arrojado al fuego, y unos terceros declaraban que «el mundo» se lo había tragado, que se lo había llevado un grupo de mortales en un carruaje negro y que no se le había vuelto a ver.

«O nos arrojamos al fuego o entramos en la leyenda», había comentado el narrador de la historia.

Luego llegaron noticias de que el caos reinaba en Roma, de que decenas de líderes se ponían la capucha y la túnica negras para presidir la asamblea. Y, más tarde, pareció que no quedaba ninguno de aquellos líderes.

A partir de 1700, no había vuelto a tener noticias de Italia. Durante más de medio siglo, Armand no había sido capaz de fiarse de su pasión ni de la de quienes le rodeaban para crear el frenesí del auténtico aquelarre. Y, durante este tiempo, había vuelto a soñar con Marius, su viejo Maestro, con sus ricas vestimentas de terciopelo rojo, y había visto el palazzo lleno de vibrantes pinturas. Y había sentido miedo.

Entonces había llegado otro.

Sus hijos habían corrido a los subterráneos bajo Les Innocents para describirle a aquel nuevo vampiro que llevaba una capa de terciopelo rojo forrada de piel y podía profanar las iglesias y asaltar a los portadores de cruces y deambular por los lugares de luz. Terciopelo rojo. Sólo era una coincidencia, y, sin embargo, el detalle le enfureció y le pareció un insulto, un dolor gratuito que su alma no podía soportar.

Y, seguidamente, el nuevo vampiro había creado a la mujer, a aquella mujer de cabellera leonina y nombre de ángel, tan bella y poderosa como su hijo.

Y Armand había subido los peldaños que le conducían fuera de las catacumbas conduciendo a su grupo contra nosotros, igual que los encapuchados se habían lanzado a destruirles a él y a su Maestro siglos antes, en Venecia.

Y había fracasado.

Armand se vio en pie, vestido con aquellas extrañas ropas de brocados y encajes. Llevaba unas monedas en los bolsillos. Su mente se inundó de imágenes procedentes de los miles de libros que había leído. Y se sintió conmovido por todo lo que había presenciado en los lugares de luz de aquella gran ciudad llamada París, y fue como si escuchara a su viejo Maestro susurrándole al oído:

«Pero dispondrás de un milenio de noches para ver la luz como ningún mortal la ha visto nunca, para arrancar de las lejanas estrellas, como si fueras otro Prometeo, una iluminación eterna con la cual comprender todas las cosas».

—Todas las cosas han escapado a mi comprensión —declaró—. Me veo como alguien a quien la tierra haya devuelto, y vosotros, Lestat y Gabrielle, sois como las imágenes pintadas por mi viejo Maestro en tonos cerúleos, carmines y dorados.

Permaneció inmóvil en el umbral de la cámara con las manos ocultas bajo los brazos cruzados, mirándonos y preguntando en silencio:

«¿Qué hay que conocer? ¿Qué hay que dar? Somos los abandonados de Dios. Y delante de mí no se extiende ninguna Senda del Diablo, ni suena en mis oídos ninguna campana del infierno».

4

Transcurrió una hora, quizás algo más. Armand se había sentado junto al fuego. Ya no quedaba en su rostro marca alguna de la pelea, olvidada hacía mucho tiempo. Inmóvil y callado, parecía más frágil que una concha vacía.

Gabrielle tomó asiento frente a él y contempló también en silencio las llamas, con rostro apenado y, aparentemente, lleno de compasión. Me resultaba doloroso no poder conocer sus pensamientos.

Pensé en Marius. Marius… El vampiro que había pintado cuadros del y en el mundo real. Trípticos, retratos, frescos en los muros de su palazzo.

Y el mundo real nunca había sospechado de él ni le había perseguido ni le había expulsado. Había sido aquella banda de espectros encapuchados la que había acudido a quemar los cuadros, la que había compartido con él el Don Oscuro (¿lo habría llamado así alguna vez el propio Marius?). Habían sido ellos quienes habían decidido que Marius no podía vivir y crear entre los mortales. Habían sido ellos. No los mortales.

Vi el pequeño escenario del local de Renaud y me oí a mí mismo cantando, y la canción se convirtió en un rugido. «Es espléndido —dijo Nicolas—. No vale nada», repliqué. Y fue como si hubiera golpeado a Nicolas. En mi imaginación, le oí decir lo que se había callado esa noche: «Déjame tener algo en lo que creer. Tú nunca harías eso».

Los trípticos de Marius estaban en iglesias y capillas de conventos, tal vez en las paredes de las grandes casas de Venecia y de Padua. Los vampiros no habrían penetrado en lugares sacros para quitarlos. Así pues, tenían que estar en alguna parte, tal vez con una firma elaborada en el detalle, las creaciones de aquel vampiro que se rodeaba de aprendices mortales, que mantenía a un amante mortal de quien tomaba un poco de la secreta bebida y que salía de caza en solitario.

Pensé en la noche en la posada, cuando había percibido el sinsentido de la vida, y la difusa e insondable desesperación de la historia de Armand me pareció un océano en el que podía ahogarme. Esto era peor que la costa yerma en la mente de Nicolas. Esto, esta oscuridad, esta nada, duraba tres siglos.

El radiante joven de cabello castaño sentado junto al fuego podía abrir de nuevo la boca y de ella saldría una negrura como tinta china que cubriría el mundo.

Es decir, de no haber existido aquel protagonista, aquel maestro veneciano que había cometido el acto herético de dar sentido a las imágenes de los paneles que pintaba —tenía que ser eso, darles sentido—, y al que nuestra propia estirpe, los elegidos de Satán, había convertido en una antorcha viviente.

¿Había visto Gabrielle aquellas pinturas del relato igual que yo las había visto? ¿Habían ardido ante los ojos de su mente igual que habían hecho ante los míos?

Marius estaba recorriendo algún camino hacia mi alma que le permitiría vagar por ella para siempre, junto a los espectros encapuchados que habían devuelto las pinturas al caos.

Con una especie de pena sorda, pensé en los comentarios de los viajeros sobre si Marius estaba vivo, si le habían visto en Egipto o en Grecia…

Quise preguntarle a Armand si tal cosa no era posible. Marius debía de haber sido tan fuerte… No obstante, me pareció poco respetuoso preguntárselo.

—Es una vieja leyenda —susurró él. Su voz sonó tan precisa como aquella otra voz interior. Sin apresurarse y sin apartar la vista del fuego un solo instante, añadió—: Una leyenda de los tiempos antiguos, de antes de que nos destruyeran a ambos.

—Tal vez no —respondí. Me llegó un eco de las visiones, de las pinturas en las paredes—. Tal vez Marius está vivo.

—Somos milagros o espantos —comentó él sin alzar la voz—, depende de lo que se quiera ver en nosotros. Y cuando uno tiene la primera noticia de nuestra existencia, sea a través de la sangre oscura o a través de promesas o visitas, uno cree posible cualquier cosa. Pero no es así. Muy pronto, el mundo se cierra con fuerza en torno a este milagro y deja de esperarse ninguno más. Es decir, uno se acostumbra a los nuevos límites, y éstos vuelven a definirlo todo una vez más. Por eso dicen que Marius pervive. Todos ellos perviven en alguna parte, ¿no es eso lo que deseas creer? En la asamblea de Roma ya no queda uno solo de los que me enseñaron el ceremonial durante aquellas noches. Tal vez la asamblea misma haya dejado de existir allí. Han transcurrido años y años desde que tuvimos las últimas noticias de ella. No obstante, todos ellos deben existir en alguna parte, ¿verdad? Al fin y al cabo, no pueden morir… —Tras un suspiro, añadió—: No importa.

Lo que importaba era algo mayor y más terrible: que aquella desesperación podía aplastar a Armand bajo su peso. Que, a pesar de la sed que ahora tenía, de la sangre perdida durante nuestra pelea y del silencioso horno que era su cuerpo sanando de los golpes y de la carne desgarrada, no era capaz de decidirse a salir al mundo superior a cazar. Antes sufriría la sed y el calor del silencioso horno. Antes se quedaría allí, con nosotros.

Pero Armand ya conocía la respuesta: que no podría quedarse con nosotros.

Gabrielle y yo no tuvimos que hablar para hacérselo saber. Ni siquiera tuvimos que aclarar la cuestión mentalmente. Armand lo supo igual que Dios puede conocer el futuro, porque Él es el poseedor de todos los hechos.

Una angustia insoportable. Y la expresión de Gabrielle, muy triste y abatida.

—Sabes que desearía de todo corazón llevarte con nosotros —dije al fin. Me sentí sorprendido de mi propia emoción—, pero eso sería una catástrofe para todos.

No hubo ningún cambio en él. Armand lo sabía. Gabrielle no hizo la menor protesta.

—No puedo dejar de pensar en Marius —confesé.

«Lo sé. En cambio, no piensas en Los Que Deben Ser Guardados, lo cual es muy extraño».

—Sencillamente, es un misterio más —respondí—. Y existe un millar de misterios como éste. En quien pienso es en Marius, y soy demasiado esclavo de mis propias obsesiones y de mi propia fascinación. Es terrible darle tantas vueltas a la figura de Marius, separar a ese radiante personaje del resto del relato.

«No importa. Si te place, tómalo. No pierdo lo que doy».

—Cuando alguien pone de manifiesto su dolor de forma tan torrencial, uno queda obligado a respetar el conjunto de la tragedia. Uno tiene que intentar comprender. Y esta impotencia, esta desesperación, me resulta casi incomprensible. Por eso pienso en Marius. A él lo entiendo. A ti, no.

«¿Por qué?».

Silencio.

¿No se merecía Armand la verdad?

—Siempre he sido un rebelde —declaré—. Tú, en cambio, has sido esclavo de todo lo que ha ejercido poder sobre ti.

—¡Yo era el líder de mi asamblea!

—No. Eras esclavo de Marius, y luego lo fuiste de los Hijos de las Tinieblas. Caíste bajo el hechizo de aquél, y, seguidamente, de los otros. Lo que padeces ahora es la ausencia de tales hechizos. Me estremece pensar que, por unos instantes, me forzaras a entenderlo, a conocerlo como si fuera un ser distinto del que soy.

—No importa —replicó él, con la vista fija aún en el fuego—. Piensas demasiado en términos de decisiones y acciones. Mi relato no es ninguna explicación y no soy alguien que requiera un tratamiento respetuoso en tus pensamientos ni en tus palabras. Y todos sabemos que la respuesta que has dado es demasiado inmensa para ser proclamada. Y los tres sabemos que es definitiva. Lo que no entiendo es la razón. ¿Así que soy una criatura muy distinta a vosotros y no podéis entenderme? ¿Por qué no puedo acompañaros? Si me lleváis, haré todo lo que queráis. Caeré bajo vuestro hechizo.

Pensé en Marius con su pincel y sus botes de pintura al huevo.

—¿Cómo pudiste seguir creyendo nada de cuanto te decían después de que quemaran esos cuadros? —exclamé—. ¿Cómo pudiste entregarte a ellos?

Agitación, cólera creciente.

Cautela, pero no miedo, en el rostro de Gabrielle.

—Y tú, cuando saliste al escenario y viste al público gritando para salir del teatro… (¿cuáles fueron las palabras que usaron mis seguidores para describir la escena, el vampiro aterrorizando a la multitud y la multitud saliendo atropelladamente al Boulevard du Temple?)… ¿Qué creías entonces? Que no pertenecías al mundo de los mortales, eso es lo que creías. Sabías muy bien que no. Y no había ninguna banda de espectros encapuchados y con túnicas que te lo dijeran. Lo sabías. Y tampoco Marius pertenecía al mundo de los mortales. Ni yo.

—Ah, pero eso es distinto.

—No, no lo es. Por eso menosprecias el Teatro de los Vampiros que en este mismo instante está representando sus obritas para conseguir el oro de los paseantes del bulevar. Tú no quieres engañar, a diferencia de Marius. Y eso te separa todavía más de la humanidad. Quieres aparentar que eres mortal, pero engañar te irrita y te hace matar.

—En esa aparición en el escenario —repliqué—, me manifesté yo mismo. Hice todo lo contrario a engañar. Al poner de manifiesto mi condición monstruosa, buscaba de algún modo sentirme unido de nuevo a mis congéneres humanos. Prefería que huyeran de mí a que no me vieran. Prefería que supieran que era algo monstruoso a escurrirme por el mundo sin ser reconocido por aquellos de los que me alimentaba.

—Pero no mejoró las cosas.

—No. Lo que hizo Marius fue lo mejor. No engañó a nadie.

—Claro que sí. ¡Le tomó el pelo a todo el mundo!

—No. Encontró un modo de imitar la vida mortal. De ser uno con los mortales. Sólo mataba malhechores, y pintaba como los mortales. Ángeles puros y cielos azules, nubes, éstas son las cosas que me has hecho ver mientras hablabas. Creó cosas buenas. Y veo en él sabiduría y ausencia de vanidad. No necesitaba ponerse al descubierto. Había vivido mil años y creía más en las vistas del paraíso que pintaba que en sí mismo.

Confusión.

«Ahora no importa, diablos que pintan ángeles».

—Eso sólo son metáforas —afirmé—. ¡Y sí que importa! ¡Importa mucho, si has de renacer, si has de retomar la Senda del Diablo alguna vez! Existen maneras de que podamos existir. Si pudiera imitar la vida, encontrar un modo de…

—Dices cosas que no significan nada para mí. Somos los abandonados de Dios.

Gabrielle le miró de improviso y preguntó:

—¿Tú crees en Dios?

—Sí, siempre —respondió él—. Es Satán, nuestro amo, quien ha resultado ficción, y ésta es la ficción que me ha traicionado.

—Oh, pues entonces estás condenado sin remedio —exclamé—. Y sabes muy bien que tu retiro a la fraternidad de los Hijos de las Tinieblas fue apartarse de un pecado que no era tal.

Cólera.

—Tu corazón se rompe por algo que nunca conseguirás —replicó, alzando la voz repentinamente—. Has traído a Gabrielle y a Nicolas a este lado de la barrera, pero tú no puedes volver al otro lado.

—¿Por qué no prestas atención a tu propia historia? —pregunté—. ¿Se trata acaso de que no le has perdonado nunca a Marius que no te advirtiera acerca de ellos, que te dejara caer en sus manos? Yo no soy Marius, pero te diré que, desde que puse el pie en la Senda del Diablo, sólo he oído hablar de un antiguo que pudiera enseñarme algo, y ése es Marius, tu maestro veneciano. Ahora, Marius me está hablando. Me está diciendo algo sobre un camino para ser inmortal.

—Te estás burlando.

—¡No! ¡De ninguna manera! Y es a ti a quien se le rompe el corazón por lo que nunca conseguirás: otra fe que abrazar, otro hechizo.

No hubo respuesta.

—Nosotros no podemos ser Marius para ti —insistí—, ni el señor oscuro, Santino. No somos artistas con una gran visión que te pueda impulsar, ni somos amos de asambleas maléficas decididos a condenar a la perdición a una legión. Y es este dominio, este glorioso mandato, lo que debes tener.

Sin proponérmelo, me había puesto en pie. Me acerqué al fuego y bajé la vista a Armand. Y, por el rabillo del ojo, advertí el sutil gesto aprobatorio de Gabrielle y la manera en que cerraba los ojos por un instante, como si se permitiera un suspiro de alivio.

Armand permaneció absolutamente inmóvil.

—Tienes que pasar por el sufrimiento de este vacío —le dije— y encontrar lo que te impulse a continuar. Si vienes con nosotros, te fallaremos y nos destruirás.

—¿Cómo puedo pasar ese trance? —Alzó los ojos hacia mí y frunció el entrecejo con la expresión más conmovedora—. ¿Por dónde empezar? Tú te mueves como la mano derecha de Dios, pero, para mí, el mundo, ese mundo real en el cual vivía Marius, está fuera de mi alcance. Nunca viví en él. Me aplasto contra el cristal, pero ¿cómo entrar?

—No puedo decírtelo —respondí.

—Tienes que estudiar esta época —intervino Gabrielle con voz calmada pero imperiosa.

Armand se volvió hacia ella mientras mi compañera añadía:

—Tienes que comprender esta época a través de su literatura, su música y su arte. Acabar de surgir de la tierra, como antes has dicho tú mismo. Ahora, vive en el mundo.

No hubo respuesta alguna de Armand. Una breve imagen del piso devastado de Nicolas con todos los libros por el suelo. Civilización occidental amontonada.

—¿Y qué lugar hay mejor que el centro de las cosas, el bulevar y el teatro? —preguntó Gabrielle.

Armand frunció el entrecejo de nuevo y volvió la cabeza en actitud de rechazo, pero ella insistió:

—Tienes dotes para liderar la asamblea, y ésta todavía existe.

Él emitió un sonido grave, desesperado.

—Nicolas es un novicio inexperto —continuó Gabrielle—. Puede enseñarles cosas del mundo exterior, pero no puede conducirles de verdad. Y la mujer, Eleni, tiene una inteligencia sorprendente, pero te cederá el paso.

—¿Qué valor tienen para mí sus juegos? —musitó Armand.

—Son una manera de existir. Y, en este momento, eso es lo único que importa para ti.

—¡El Teatro de los Vampiros! Antes prefiero el fuego.

—Piénsatelo —insistió ella—. Hay en él una perfección que no puedes negar. Nosotros somos apariencias engañosas de lo mortal, y el escenario es una ilusión de lo real.

—Es una abominación —replicó él—. ¿Cómo lo llamó Lestat? ¿Ridículo?

—Eso era para Nicolas, porque Nicolas construiría filosofías fantásticas sobre ello —explicó Gabrielle—. Ahora debes vivir sin esas filosofías fantásticas, igual que hiciste cuando eras aprendiz de Marius. Dedícate a conocer la época. Otra cosa: Lestat no cree en el valor del mal, pero yo sí. Y sé que tú también.

—Yo soy el mal —respondió él con una media sonrisa. Casi se echó a reír—. No es cuestión de creencia, ¿verdad? ¿Pero tú piensas que podría pasar del sendero espiritual que he seguido durante tres siglos a la voluptuosidad y la sensualidad como si tal cosa? Nosotros éramos santos del mal —protestó—. No seré el mal vulgar. No, señor.

—Pues no lo seas —replicó ella, impacientándose—. Si eres el mal, ¿cómo pueden ser tus enemigos la voluptuosidad y la sensualidad? ¿No conspiran contra el hombre por un igual el mundo, el demonio y la carne?

Armand movió la cabeza como para decir que no le importaba.

—Te preocupa más lo espiritual que el mal, ¿no es así? —intervine, mirándole fijamente.

—Sí —respondió de inmediato.

—Pero no comprendes que el color del vino en una copa de cristal puede ser espiritual —continué—. Una mirada en un rostro, la música de un violín. Un teatro de París puede estar imbuido de lo espiritual pese a toda su solidez. No existe en él nada que no haya sido moldeado por la fuerza de quienes poseían visiones espirituales de lo que podría ser.

Algo se aceleró dentro de él, pero hizo caso omiso.

—Seduce al público con tu voluptuosidad —le instó Gabrielle—. Por el amor de Dios, y del diablo, utiliza el poder del teatro a tu voluntad.

—¿Acaso no eran espirituales los cuadros de tu viejo maestro? —inquirí. Noté en mi interior una sensación cálida al pensar en ello—. ¿Puede alguien contemplar las grandes obras de esa época y no llamarlas espirituales?

—Yo mismo me he hecho esta pregunta muchas veces —dijo Armand—. ¿Era espiritualidad o voluptuosidad? Esos ángeles pintados en el tríptico, ¿estaban captados en la materia o eran esa materia transformada?

—Lo único que sé es que, no importa lo que te hicieran después los demás, nunca dudaste de la belleza y del valor de la obra de Marius. Y eran la materia transformada. Sus imágenes dejaron de ser pinturas y se convirtieron en magia igual que, al matar a nuestras víctimas, la sangre deja de ser sangre y se convierte en vida.

Se le nublaron los ojos, pero no surgió de él imagen alguna. Fuera cual fuese la senda que estaba recorriendo en sus recuerdos, viajaba por ella en solitario.

—Lo carnal y lo espiritual se unen en el teatro igual que en la pintura —dijo Gabrielle—. Somos espectros sensuales por nuestra propia naturaleza. Tómalo como una clave para tu vida.

Armand cerró los ojos por un instante como si quisiera aislarse de nosotros.

—Ve a verles y escucha la música que hace Nicolas —le propuso ella—. Haz arte con ellos en el Teatro de los Vampiros. Tienes que pasar de lo que te ha fallado a lo que pueda mantenerte. De lo contrario, no hay esperanza…

Me habría gustado que no lo dijera con tanta brusquedad, que no fuese al grano con tan pocos rodeos. No obstante, Armand asintió y sus labios se apretaron en una sonrisa amarga.

—Lo único importante de verdad para ti —añadió ella lentamente— es que vayas a un extremo.

Armand la miró con perplejidad. De ningún modo podía entender a qué se refería Gabrielle con esas palabras. Por otra parte, a mí me pareció una verdad demasiado atroz para pregonarla. Sin embargo, Armand no la rechazó. Una vez más, su rostro adquirió un aire pensativo, sereno e infantil.

Permaneció un largo rato con la vista fija en las llamas. Por fin, rompió el silencio:

—¿Qué necesidad tenéis de iros? —preguntó—. Nadie está en guerra con vosotros. Nadie tiene la intención de expulsaros. ¿Por qué no colaboráis conmigo en la construcción de esta pequeña empresa?

¿Significaba aquello que aceptaba, que iría a unirse a los demás y a formar parte del teatro del bulevar?

Armand no me contradijo. Sólo volvió a preguntar mentalmente qué me impedía crear la imitación de vida mortal —si era así como quería denominarla— allí, en el mismo bulevar.

Sin embargo, advertí que también en esto se daba por vencido. Armand sabía que la visión del teatro o del propio Nicolas me resultaría insoportable. Ni siquiera me sentía capaz de insistir de verdad en que él lo hiciera. Gabrielle se había encargado de ello. Y Armand era consciente de que ya era demasiado tarde para persuadirnos.

Finalmente, Gabrielle declaró:

—Nosotros no podemos vivir entre los de nuestra propia especie, Armand.

Y yo pensé: «Sí, ésta es la verdad más sincera, y no sé por qué no puedo decirla en voz alta».

—Lo que queremos es recorrer la Senda del Diablo —continuó ella—. Y de momento nos bastamos el uno al otro. Tal vez en el futuro, dentro de muchos años, cuando hayamos estado en mil lugares y hayamos visto un millar de cosas, tal vez entonces regresemos y volvamos a hablar como esta noche.

Las palabras no produjeron ningún efecto visible en él, pero era imposible saber qué pensaba.

Nadie dijo nada durante un largo rato. No sé cuánto tiempo permanecimos juntos y en silencio en la cámara.

Traté de no pensar más en Marius ni en Nicolas. Había desaparecido ya cualquier sensación de peligro, pero tuve miedo de la despedida, de la tristeza del adiós, de la sensación de haber obtenido aquel asombroso relato de la desdichada criatura a cambio de muy poco.

Fue Gabrielle quien rompió finalmente el silencio. Se levantó y se acercó con movimientos gráciles al banco contiguo al de Armand.

—Nos vamos —dijo a éste—. Si las cosas salen según mis planes, estaremos a muchas millas de París antes de la medianoche de mañana.

Armand la miró con calma y aceptación. De nuevo, me fue imposible saber qué pensamiento ocultaba.

—Aunque decidas no ir al teatro —continuó Gabrielle—, acepta las cosas que podemos darte. Mi hijo tiene riquezas suficientes para hacerte muy fácil la entrada en el mundo.

—Puedes quedarte esta torre como refugio —añadí—. Úsala el tiempo que quieras. A Magnus le pareció muy segura.

Un instante después, Armand asintió con cortés gravedad, pero no dijo nada.

—Deja que Lestat te dé el oro necesario para convertirte en un caballero —insistió ella—. Lo único que pedimos a cambio es que dejes en paz a los ex miembros de tu asamblea si decides no ponerte a su frente de nuevo.

Armand estaba vuelto hacia el fuego una vez más, con el rostro sereno, irresistiblemente hermoso. Asintió en silencio. Pero el gesto sólo significaba que la había oído, no que le prometiera nada.

—Si no acudes a ellos —insistí lentamente—, no les hagas daño. No hagas daño a Nicolas.

Y cuando pronuncié estas palabras, su rostro cambió muy sutilmente. Fue casi una sonrisa que se extendió furtivamente por sus facciones. Y sus ojos se volvieron lentamente hacia mí. Y vi en ellos un aire de desprecio.

Aparté la vista, pero la mirada había tenido sobre mí el efecto de un mazazo.

—No quiero que le hagan daño —insistí con un tenso susurro.

—No. Tú quieres verle destruido —replicó él con otro susurro—, para así no tener que sentir más miedo ni pena por él.

Su mirada de desdén se intensificó terriblemente.

Gabrielle se apresuró a intervenir.

—Armand —dijo—, Nicolas no es un peligro para ellos. La mujer es capaz de controlarlo ella sola, y Nicolas tiene muchas cosas que enseñaros sobre la época en que estamos, si le escucháis.

Los dos se miraron en silencio durante un largo instante. De nuevo, la expresión de Armand se hizo dulce, suave y hermosa.

Y, con un gesto extrañamente decoroso, tomó la mano de Gabrielle y la estrechó con fuerza. Permanecieron plantados uno frente a otro hasta que Armand le soltó la mano y se apartó un poco de ella y cuadró los hombros. Después, nos miró a ambos.

—Acudiré a ellos —anunció con la voz más suave posible—. Y aceptaré el oro que me ofrecéis y buscaré refugio en esta torre. Y aprenderé de vuestro apasionado novicio lo que tenga que enseñarme. Pero sólo recurro a estas cosas porque flotan en la superficie del mar de oscuridad en el que me estoy ahogando. No me hundiré sin haber entendido algo más. No te dejaré la eternidad sin… sin una batalla final.

Le estudié con la mirada, pero no me llegó de su mente ningún pensamiento que aclarara sus palabras.

—Quizá, con el paso de los años, volverá a mí el deseo —añadió—. Conoceré de nuevo el apetito, la pasión. Tal vez, cuando nos encontremos en otra época, todo esto será algo más que conceptos abstractos y huidizos. Entonces hablaré con un vigor que iguale el tuyo, en lugar de ser un mero reflejo de éste. Y discutiremos sobre la inmortalidad y la sabiduría. Entonces hablaremos de la venganza y la aceptación. Por ahora, me basta con decir que deseo volver a verte. Deseo que nuestros caminos se crucen en el futuro. Y, sólo por esta razón, haré lo que me pides y no lo que quieres: perdonaré a tu malhadado Nicolas.

Exhalé un audible suspiro de alivio. Sin embargo, su tono de voz estaba tan cambiado, era tan enérgico, que hizo sonar en mi interior una silenciosa llamada a alarma. Allí estaba, sin duda, el amo de la asamblea, aquel ser callado y lleno de fuerza, el que sobreviviría por mucho que llorara y gimiera el huérfano que llevaba dentro.

No obstante, en aquel momento apareció en su rostro una sonrisa calmosa y graciosa y advertí en sus facciones un aire triste y cautivador. Se convirtió de nuevo en el santo de Da Vinci, o, más exactamente, en el diosecillo de Caravaggio. Y, por un instante, no hubo en él nada de malo o de peligroso. Estaba demasiado radiante, demasiado lleno de todo lo que era sabio y bueno.

—Recordad mis advertencias —susurró—. No mis maldiciones.

Gabrielle y yo asentimos.

—Y cuando tengáis necesidad de mí, estaré allí.

Entonces, Gabrielle hizo algo absolutamente sorprendente: lo abrazó y lo besó. Y yo hice lo mismo.

Él se mostró dócil, tierno y amoroso en nuestros brazos. Y nos dio a conocer sin palabras que acudiría al teatro y que podríamos encontrarle allí a la noche siguiente.

Un instante después, había desaparecido, y Gabrielle y yo nos hallábamos a solas, como si él no hubiera estado nunca allí. No escuché sonido alguno en la torre. No escuché nada, salvo el rumor del viento en el bosque, a lo lejos.

Y cuando subí los escalones, encontré abierta la verja y contemplé los campos que se extendían hasta los árboles en completa quietud.

Le quería. Lo supe, aunque la idea me resultaba tan incomprensible como él mismo. Pero me alegré mucho de que todo hubiera acabado. Me alegré de que pudiéramos continuar nuestro camino. Y, sin embargo, permanecí largo rato asido a los barrotes, con la vista puesta en los bosques lejanos y en el resplandor mortecino que producía la luz de la ciudad distante en las nubes bajas.

Y la pena que sentía no era sólo por haberle perdido a él; era por Nicolas, y por París, y por mí.

5

Cuando regresé a la cripta, vi a Gabrielle que avivaba una vez más el fuego con la última leña. Con gestos lentos y cansados, hizo prender la llama, y la luz de ésta bañó de rojo su perfil y sus ojos.

Tomé asiento pausadamente y la observé, admirando la explosión de chispas contra los ladrillos ennegrecidos.

—¿Te ha dado lo que querías? —le pregunté.

—A su manera, sí —respondió Gabrielle. Dejó el atizador y se sentó frente a mí desparramando el cabello sobre los hombros, al tiempo que descansaba las manos en el banco, a ambos costados—. Te aseguro que no me importa si no vuelvo a ver nunca a otro de nuestra especie —afirmó fríamente—. Ya estoy harta de sus leyendas, de sus maldiciones, de sus penas. Y estoy harta de su insufrible humanidad, que puede ser lo más asombroso que han demostrado tener. Estoy a punto para salir al mundo otra vez, Lestat, como lo estuve la noche de mi muerte.

—Pero si Marius… —respondí con excitación—. Madre, hay vampiros antiguos, vampiros que han utilizado la inmortalidad de una manera totalmente distinta…

—¿De veras? —replicó ella—. Lestat, eres demasiado generoso con tu imaginación. El relato de Marius tiene todo el aspecto de un cuento de hadas.

—No, eso no es cierto.

—¿Así que el demonio huérfano afirma descender no de los sucios diablos campesinos a los que se parece, sino de un señor perdido, casi un dios? Te aseguro que cualquier chiquillo de pueblo, soñando despierto junto al fuego de la cocina, puede explicarte historias parecidas.

—Armand no podría haberse inventado a Marius, madre —repliqué—. Quizás yo tenga mucha imaginación, pero él carece prácticamente de ella. Es imposible que creara esas imágenes en su cabeza. Te aseguro que las ha visto de verdad…

—No se me había ocurrido considerar así las cosas precisamente —reconoció ella con una sonrisa—, pero bien pudo tomar prestado a Marius de alguna de las leyendas que ha leído.

—No —insistí—. Hubo un Marius, y existe todavía. Y hay otros como él. Existen Hijos de los Milenios que han sacado más provecho de los dones recibidos que esos Hijos de las Tinieblas.

—Lestat, lo único importante es que nosotros les saquemos provecho —comentó Gabrielle—. En definitiva, lo único que he aprendido de Armand es que los inmortales encuentran la muerte como algo seductor y, en último término, irresistible; que no consiguen vencer en sus mentes a la muerte ni a la humanidad. Ahora quiero tomar este conocimiento y llevarlo como una armadura mientras vago por el mundo. Y, afortunadamente, no me refiero al mundo cambiante que esas criaturas consideran tan peligroso, sino a ese mundo que ha sido el mismo durante eones.

Gabrielle echó hacia atrás su melena mientras volvía la mirada hacia el fuego.

—Mis sueños son de montañas cubiertas de nieve —continuó en voz baja—, de extensiones desiertas, de junglas impenetrables o de los grandes bosques de América del Norte donde dicen que el hombre blanco no ha estado jamás. —Su rostro adquirió un leve color al mirarme—. Piensa en ello. No existe ningún lugar al que no podamos ir. Y si los Hijos de los Milenios existen realmente, tal vez sea allí donde estén: lejos del mundo de los hombres.

—¿Y cómo viven, si es así? —pregunté. Estaba imaginándome mi propio mundo y lo veía lleno de seres mortales y de las cosas que hacían esos mortales—. Son los hombres, precisamente, nuestro alimento.

—En esos bosques laten corazones —respondió ella, como si soñara despierta—. Hay sangre que fluye para quien la toma… Ahora, soy capaz de hacer las cosas que tú hacías antes. Podría luchar a solas con esos lobos… —Dejó la frase sin terminar, sumida de nuevo en sus pensamientos. Tras un prolongado silencio, añadió—: Lo importante es que ahora podemos ir donde queramos, Lestat. Somos libres.

—Yo era libre antes —repliqué—. No me importaba en absoluto lo que Armand tuviera que decir, pero ese Marius… Sé que Marius está vivo. Lo noto. Lo he notado mientras Armand explicaba la historia. Marius sabe cosas… Y no me refiero sólo a cosas sobre nosotros, sobre Los Que Deben Ser Guardados o sobre el viejo misterio, sea el que sea… Marius conoce cosas de la vida misma, de cómo moverse en el tiempo.

—Bien, si lo necesitas, conviértelo en tu santo patrón —dijo ella.

El comentario me enfureció y no añadí nada más. Lo cierto era que sus comentarios sobre junglas y bosques me asustaban. Y todas las cosas que según Armand nos separaban, volvieron a mi recuerdo como había sabido que sucedería desde que él pronunciara sus muy escogidas palabras. Así pues, me dije, también nosotros vivimos con nuestras diferencias, como los mortales, y quizá nuestras diferencias son tan exageradas como nuestras pasiones, como nuestro amor.

—Ha habido un indicio… —murmuró mientras contemplaba el fuego—, una pequeña sospecha de que la historia de Marius tenía algo de verdad.

—¡Ha habido mil indicios! —exclamé.

—Armand ha hablado de que Marius mataba a un malhechor —continuó ella— y ha llamado a ese malhechor Tifón, el asesino de su hermano. ¿Lo recuerdas?

—He creído que se refería a Caín, dando muerte a Abel. Era a Caín a quien he visto en las imágenes, aunque escuchaba ese otro nombre.

—Exacto. Ni siquiera Armand entendía a quién se refería el nombre de Tifón, aunque lo ha mencionado. Pero yo sí sé qué significa.

—Cuéntamelo.

—Procede de la mitología grecorromana: es la vieja historia del dios egipcio Osiris, muerto por su hermano Tifón, que se había convertido en señor del Inframundo, en una especie de, digamos, dios del mal. Por supuesto, cabía la posibilidad de que Armand hubiera leído la historia en la obra de Plutarco, pero lo extraño es que no lo ha hecho.

—¡Ah, ya lo ves pues! Marius existió. Cuando Armand ha dicho que vivió mil años, estaba diciendo la verdad.

—Tal vez, Lestat. Sólo tal vez…

—Madre, vuélveme a contar esa historia egipcia…

—Tienes años para leer tú mismo todos esos viejos cuentos. —Se incorporó y se inclinó para besarme. Percibí entonces la frialdad y la lentitud que siempre se apoderaban de ella al acercarse el amanecer—. En cuanto a mí, estoy harta de libros. Ya leí suficientes cuando no podía hacer otra cosa. —Tomó mis manos entre las suyas y añadió—: Dime que estaremos en camino mañana. Dime que no volveremos a ver las murallas de París hasta que hayamos visto el otro extremo del mundo.

—Haremos lo que tú desees —respondí.

Gabrielle empezó a subir la escalera.

—¿Adónde vas ahora? —pregunté, mientras la seguía.

Gabrielle abrió la puerta y se encaminó hacia los árboles.

—Quiero comprobar si puedo dormir en la propia tierra —explicó, volviendo la cabeza—. Si mañana no me levanto, sabrás que no lo he conseguido.

—¡Pero esto es una locura! —añadí, persiguiéndola.

La mera idea de lo que iba a hacer me causaba repulsión. Ella se adentró en una arboleda de viejos robles y, arrodillándose, se puso a cavar con sus manos entre las hojas muertas y la tierra húmeda. Tenía un aspecto espantoso, como si fuera una hermosa bruja de cabellos rubios escarbando con la rapidez de una fiera.

Luego se incorporó y me lanzó un beso de despedida. Tras hacer acopio de todas sus fuerzas, bajó al hoyo como si la tierra le perteneciera. Y me quedé mirando con incredulidad el vacío donde ella había estado, y las hojas que habían cubierto enseguida el lugar, como si allí no hubiera sucedido nada.

Me alejé del bosque a pie. Tomé rumbo al sur, lejos de la torre. Al tiempo que apresuraba el paso, empecé a entonar en voz baja una cancioncilla, tal vez un fragmento de alguna melodía tocada por los violines horas antes, en el baile del Palais Royal.

Y de nuevo se adueñó de mí la sensación de pesadumbre, la constatación de que nos disponíamos a irnos de verdad, de que todo había terminado entre nosotros y Nicolas, entre nosotros y los Hijos de las Tinieblas y su líder, y de que no volveríamos a ver París, ni nada que me fuera familiar, durante muchos años. Y, a pesar de todos mis deseos de ser libre, tuve ganas de llorar.

No obstante, me dio la impresión de que mi deambular por el mundo tenía algún propósito que no había querido reconocer. Media hora antes del amanecer, aproximadamente, me encontré en el camino de postas, cerca de las ruinas de una antigua posada. El edificio, aquel puesto avanzado de un pueblo abandonado, estaba cayéndose a pedazos y sólo conservaba intactas las paredes, de sólida argamasa.

Y, sacando la daga, empecé a grabar un mensaje en la blanda piedra:

MARIUS, EL ANTIGUO: LESTAT TE ESTÁ

BUSCANDO. ES EL MES DE MAYO DEL AÑO 1780

Y ME DIRIJO AL SUR, DE PARÍS HACIA LYON.

POR FAVOR, DATE A CONOCER.

Cuando me aparté un paso del mensaje, advertí lo arrogante que parecía. Acababa de romper otra de las leyes oscuras, al revelar el nombre de un inmortal y dejarlo grabado por escrito. Pues bien, hacerlo me produjo una sensación maravillosa. Y, al fin y al cabo, nunca había demostrado mucha capacidad para obedecer leyes.