1

No pude ver otra cosa que la lluvia, pero capté las voces de las criaturas a mi alrededor. Y a su líder dando la orden.

—Esos dos no tienen ningún gran poder —les decía con unos pensamientos que resultaban de una curiosa simplicidad, como si fueran dirigidos a niños vagabundos—. Cogedles prisioneros.

—Lestat —dijo Gabrielle—, no te resistas. Es inútil tratar de prolongar esto.

Comprendí que tenía razón, pero yo jamás me había rendido a nadie y, arrastrándola conmigo frente al Hôtel Dieu, me dirigí al puente.

Nos abrimos paso entre la multitud de capas húmedas y carruajes salpicados de barro, pero las criaturas ganaban terreno detrás de nosotros. Corrían tan deprisa que resultaban casi invisibles para los mortales y apenas mostraban ahora el menor temor a nuestra presencia.

La cacería terminó en las calles oscuras de la Rive Gauche.

Los blancos rostros aparecieron delante y detrás de nosotros como diabólicos querubines, y, cuando traté de desenvainar la espada, noté sus manos en mis brazos.

—Acabemos ya —escuché decir a Gabrielle.

Conseguí agarrar con fuerza la espada, pero no pude impedir que las criaturas me levantaran del suelo. Lo mismo hicieron con Gabrielle.

Y, en un torbellino ardiente de imágenes espantosas, supe adónde nos conducían. A les Innocents, distante muy poco de allí. Ya podía distinguir el resplandor de las hogueras que ardían cada noche entre las hediondas fosas comunes, de las llamas de las que se creía que dispersaban los efluvios.

Cerré el brazo en torno al cuello de Gabrielle y grité que no podía soportar aquel hedor, pero las criaturas nos condujeron rápidamente a través de la oscuridad, cruzando las verjas y pasando ante las blancas criptas de mármol.

—Seguro que vosotros tampoco podéis soportarlo —dije, pugnando por desasirme—. ¿Por qué, pues, vivís entre los muertos cuando estáis hechos para alimentaros de los vivos?

Me entró tal repulsión, que no pude continuar mis esfuerzos por hablar ni por liberarme. A nuestro alrededor había cuerpos en diversos estados de putrefacción, e incluso de los sepulcros más ricos surgía aquel hedor.

Y, al internarnos en la parte más oscura del cementerio y penetrar en un enorme sepulcro, me di cuenta de que también a las criaturas les repugnaba el olor tanto como a mí. Percibí su desagrado, y, pese a ello, vi que abrían la boca y ensanchaban los pulmones como si lo quisieran devorar. Gabrielle, a mi lado, estaba temblando con los dedos hundidos en mi cuello.

Atravesamos otra puerta, y luego, a la mortecina luz de una antorcha, descendimos por unos peldaños de tierra.

El hedor creció en intensidad. Parecía rezumar de las paredes de barro. Incliné la cabeza hacia delante y vomité un hilillo de sangre reluciente en los escalones excavados a mis pies. La sangre desapareció mientras continuábamos adelante con rapidez.

—¡Vivís entre las tumbas! —exclamé, furioso—. Decidme, ¿por qué sufrís ya el infierno por propia voluntad?

—¡Silencio! —cuchicheó muy cerca de mí una de las criaturas, una hembra de ojos oscuros con pelos de bruja—. ¡Blasfemo! ¡Profanador maldito!

—No muestres tanto aprecio por el demonio, querida —repliqué en tono burlón. Estábamos frente a frente—. ¡A menos que te ofrezca una visión más digna de contemplar que la del Altísimo!

La criatura se echó a reír. O más bien empezó a hacerlo, pero se detuvo como si la risa no le estuviera permitida. ¡Qué reunión más alegre e interesante iba a ser aquélla!

Continuamos bajando y bajando a las entrañas de la tierra. La luz vacilante, el ruido de los pies desnudos sobre el suelo, los sucios harapos rozándome la cara. Por un instante vi una calavera sonriente, luego otra, y, tras ésta, un montón de cráneos que llenaban un nicho en la pared.

Intenté desasirme y mi pie golpeó otro montón de huesos, que cayeron con estruendo escaleras abajo. Los vampiros me sujetaron con más fuerza y trataron de sostenernos a los dos más en alto. Pasamos ante el repugnante espectáculo de unos cadáveres putrefactos sujetos a las paredes como estatuas, con los huesos cubiertos de telas también podridas.

—¡Esto es demasiado repulsivo! —mascullé con los dientes apretados.

Habíamos llegado al pie de las escaleras y nos conducían por una gran catacumba. Llegó a mis oídos el grave y rápido batir de unos timbales.

Delante de nosotros ardían unas teas, y, por encima del coro de lastimeros gemidos, me llegaron otros gritos, lejanos pero llenos de dolor. Y entonces, algo ajeno a aquellos lamentos misteriosos atrajo mi atención.

Entre toda aquella fetidez, aprecié la proximidad de un mortal. Era Nicolas y estaba vivo, y pude percibir la vulnerable corriente de sus pensamientos mezclada con su olor. Y en sus pensamientos había algo terriblemente extraño. Era un caos.

No tuve modo de saber si Gabrielle lo había captado.

De pronto, las criaturas nos arrojaron juntos al suelo y se apartaron de nosotros.

Me puse en pie y ayudé a Gabrielle a incorporarse. Vi que estábamos en una gran cámara abovedada, apenas iluminada por tres antorchas que sostenían otros tantos vampiros, dispuestas en un triángulo cuyo centro ocupábamos.

Había algo grande y oscuro al fondo de la cámara: olía a madera y brea, a humedad, a ropa enmohecida, a mortal vivo. Nicolas estaba allí.

A Gabrielle se le había soltado por completo el lazo del cabello y éste le caía sobre los hombros mientras seguía clavando sus dedos en mí y miraba a nuestro alrededor con ojos que parecían tranquilos y cautos.

De todas partes se alzaban lamentos, pero las súplicas más desgarradoras procedían de los otros seres que habíamos oído antes, de unas criaturas encerradas en lo más profundo de la tierra.

Y comprendí entonces que eran vampiros sepultados que gritaban, que lanzaban alaridos suplicando sangre, suplicando perdón y la libertad, suplicando incluso el fuego del infierno. El griterío era tan insoportable como el olor. No me llegaron verdaderos pensamientos de Nicolas, sólo el tenue brillo informe de su mente. ¿Estaría soñando? ¿Se habría vuelto loco?

El retumbar de los timbales sonaba muy fuerte y muy próximo; pese a ello, los gritos superaban a veces su estruendo, una y otra vez, sin ritmo ni aviso. Los gemidos de los más próximos a nosotros cesaron, pero los timbales continuaron batiendo y su sonido surgió de pronto del interior de mi cabeza.

Tratando desesperadamente de no llevarme las manos a los oídos, miré a mi alrededor.

Se había formado un gran círculo y ante nosotros estaba una decena, al menos, de aquellas criaturas. Vi jóvenes, viejos, hombres y mujeres, un muchacho… y todos ellos vestían restos de ropas humanas. Estaba la mujer a la que había hablado en la escalera, con su cuerpo bien formado cubierto por una túnica asquerosa y sus vivaces ojos negros brillando como gemas en el fango mientras nos estudiaban. Y detrás de ellos, de aquella avanzada, había un par en las sombras golpeando los timbales.

Elevé una muda súplica pidiendo fuerzas. Traté de oír a Nicolas sin pensar realmente en él. Hice un voto solemne: «Os sacaré a todos de aquí aunque de momento no sé exactamente cómo».

El ritmo de los timbales se hizo más lento hasta convertirse en una desagradable cadencia que convirtió mi extraña sensación de miedo en una garra que me atenazaba la garganta. Uno de los que portaban antorchas se acercó a nosotros.

Aprecié la expectación de los demás, una patente excitación mientras las llamas se acercaban a mi rostro.

Arranqué la tea de manos de la criatura, retorciéndole la derecha hasta que hincó las rodillas. Con una seca patada, la envié rodando por el suelo y, cuando los demás se lanzaron contra mí, moví la antorcha en un amplio arco obligándoles a retroceder.

Luego, desafiante, arrojé la antorcha al suelo.

Aquello les pilló por sorpresa y noté un súbito silencio. La expectación había desaparecido, o más bien se había transformado en algo más paciente y menos volátil.

Los timbales sonaron insistentemente, pero parecía como si aquellos seres no hicieran caso de su retumbar. Tenían la vista puesta en las hebillas de nuestros zapatos, en nuestro cabello y en nuestros rostros, con tal expresión de inquietud que parecían amenazadores y feroces. Y el muchacho, con una mueca atormentada, extendió la mano para tocar a Gabrielle.

—¡Vuelve atrás! —dije con un siseo.

Y el muchacho obedeció, recogiendo la antorcha del suelo mientras lo hacía.

Sin embargo, yo estaba seguro ya de una cosa: estábamos rodeados por la envidia y la curiosidad, y ésa era la mejor ventaja que poseíamos.

Miré uno tras otro a aquellos seres, y, con gestos muy pausados, empecé a limpiarme el polvo y la suciedad de la levita y de los calzones. Alisé la capa y enderecé los hombros. Luego me pasé una mano por el pelo y crucé los brazos sobre el pecho, la imagen misma de la dignidad y la rectitud; y paseé la mirada a mi alrededor.

Gabrielle me dirigió una ligera sonrisa. No había perdido la compostura y tenía la mano en la empuñadura de la espada.

El efecto de todo esto en aquellos seres fue de general asombro. La mujer de ojos oscuros estaba embelesada. Le hice un guiño. Habría quedado encantadora si alguien la hubiese metido bajo una cascada durante media hora y así se lo dije sin palabras. Dio dos pasos atrás y se apretó los harapos sobre los pechos. Interesante. Muy interesante; sí, señor.

—¿Qué explicación tiene todo esto? —inquirí, mirando a aquellos seres uno por uno como si fueran el único.

Gabrielle lanzó de nuevo su leve sonrisa.

—¿Qué representa que sois? —exigí saber—. ¿La imagen de unos fantasmas que arrastran las cadenas por cementerios y antiguos castillos?

Las criaturas se miraron entre ellas con creciente inquietud. Los timbales habían dejado de sonar.

—La niñera que tuve me asustaba muchas veces con cuentos de seres así —dije—. Me decía que podían saltar en cualquier instante de las armaduras del castillo para llevarme con ellos gritando. —Pisé el suelo con energía y avancé hacia las criaturas—. ¿ES ESO LO QUE SOIS?

Todos se encogieron y retrocedieron.

Todos, menos la mujer de ojos negros, que no se movió.

Lancé una risa por lo bajo.

—Y vuestros cuerpos son como los nuestros, ¿no es eso? —pregunté pausadamente—. Finos, sin defectos. Y en vuestros ojos percibo muestras de mis propios poderes. Muy extraño…

Surgía de ellos una gran confusión, y los aullidos procedentes de la tierra parecían más amortiguados, como si los sepultados estuvieran escuchando a pesar de su dolor.

—¿Os divierte mucho vivir entre un hedor y una suciedad como éstos? —pregunté—. ¿Es por eso por lo que lo hacéis?

Temor. De nuevo, envidia. ¿Cómo habíamos podido escapar a su destino?

—Nuestro amo es Satán —dijo la mujer de ojos oscuros con brusquedad. Su voz era cultivada. Seguramente había sido una mujer de buena posición cuando era mortal—. Y servimos a Satán como es nuestro deber.

—¿Por qué? —repliqué con cortesía.

A nuestro alrededor hubo muestras de consternación.

Una ligera imagen de Nicolas. Agitación sin orden ni concierto. ¿Habría oído mi voz?

—Traerás la cólera de Dios sobre todos nosotros con tu actitud desafiante —dijo el muchacho, el más joven de todos, que no debía de tener más de dieciséis años cuando fue convertido en lo que era—. En tu vanidad y tu perversidad, haces caso omiso de las Leyes Oscuras. ¡Vives entre mortales y vas a lugares iluminados!

—¿Y por qué no lo hacéis vosotros? —pregunté—. ¿Acaso vais a subir al cielo con vuestras alitas blancas cuando terminéis este período de penitencia? ¿Es eso lo que os promete Satán? ¿La salvación? Yo, en lugar de vosotros, no confiaría en ello.

—¡Serás arrojado al fondo del infierno por tus pecados! —dijo otro miembro del grupo, una mujeruca menuda con aspecto de bruja—. Perderás el poder para seguir haciendo el mal en la Tierra.

—¿Y cuándo se supone que ha de suceder eso? —repliqué—. ¡Llevo medio año siendo lo que soy y ni Dios ni Satanás me han molestado! ¡Eres tú quien me importuna!

Se quedaron paralizados por un instante. ¿Cómo era posible que no hubiéramos caído fulminados al entrar en las iglesias? ¿Cómo podíamos ser lo que éramos?

Era muy probable que pudiéramos dispersarles y derrotarles en aquel mismo instante, pero ¿qué sería de Nicolas? Si al menos sus pensamientos hubieran sido coherentes, habría podido hacerme una imagen de qué había exactamente bajo el gran lienzo negro enmohecido del fondo.

Clavé la mirada en los vampiros.

Madera, brea… una hoguera, sin duda. Y aquellas malditas antorchas…

La mujer de ojos oscuros se adelantó hacia nosotros. No había malevolencia en ella, sólo fascinación. Pero el muchacho la empujó a un lado, enfureciéndola, y se aproximó tanto que noté su aliento en el rostro.

—¡Bastardo! —exclamó—. Tú eres obra de Magnus, el proscrito, en desafío del pacto y de las Leyes Oscuras. Y, llevado por la precipitación y la vanidad, le has dado el Don Oscuro a esta mujer, igual que te fue dado a ti.

—Si no te castiga Satán —murmuró la mujer—, lo haremos nosotros, como es nuestro deber y nuestro derecho.

El muchacho señaló la hoguera cubierta por el lienzo negro e hizo un gesto a los demás para que se retiraran.

Los timbales volvieron a sonar, rápidos y potentes. El círculo se amplió y los portadores de las antorchas se acercaron al lienzo.

Dos de entre los demás desgarraron la tela casi descompuesta, el gran lienzo de sarga negra del cual se levantó una nube de polvo sofocante.

La pira era tan grande como la que había consumido a Magnus.

Y encima de ella, encerrado en una tosca jaula de madera, estaba Nicolas, arrodillado y caído contra los barrotes. Nos miró sin vernos y no aprecié en su rostro ni en sus pensamientos señal alguna de que nos reconociera.

Los vampiros sostuvieron en alto las teas para que le viéramos bien y noté que la expectación aumentaba de nuevo a nuestro alrededor, como cuando nos habían llevado a aquella cámara.

Gabrielle me advertía con la presión de la mano que mantuviera la calma. Su expresión no había cambiado un ápice.

Noté unas marcas azuladas en el cuello de Nicolas. La pechera de encaje de su camisa estaba tan sucia como los harapos de las criaturas, y en sus calzones podían verse diversos sietes y rozaduras. De hecho, Nicolas estaba cubierto de magulladuras y consumido hasta el borde de la muerte.

El miedo estalló silencioso en mi corazón, pero me di cuenta de que era eso lo que querían ver aquellos seres y sellé las emociones dentro de mí.

La jaula no era nada, me dije. Podía romperla. Y sólo había tres antorchas. La cuestión era saber en qué momento moverse y cómo. No pereceríamos de aquella manera, desde luego que no.

Me descubrí, observé fríamente a Nicolas y estudié con la misma frialdad los haces de leña menuda y los troncos grandes toscamente partidos. Surgió dentro de mí una gran cólera. El rostro de Gabrielle era una perfecta máscara de odio.

El grupo pareció darse cuenta de ello y se apartó ligerísimamente de nosotros, para volver a acercarse luego, lleno de confusión e incertidumbre.

No obstante, algo más estaba sucediendo. El círculo de las criaturas se estrechó aún más a nuestro alrededor.

Gabrielle me tomó el brazo.

—Viene el amo —murmuró.

En algún lugar de la cámara se había abierto una puerta. El sonido de los timbales creció en intensidad; dio la impresión de que los sepultados en la tierra entraban en un paroxismo de súplicas, rogando el perdón y la liberación. Los vampiros que nos rodeaban reanudaron su frenético griterío y tuve que hacer un gran esfuerzo para no llevarme las manos a los oídos.

Un poderoso instinto me dijo que no debía mirar al recién llegado, pero no pude resistirme y, lentamente, volví la cabeza hacia él para medir sus poderes.

2

El amo de las criaturas avanzaba hacia el centro del gran círculo, de espaldas a la hoguera, acompañado de una extraña mujer vampiro.

Y cuando lo miré a la luz de las antorchas, sentí la misma conmoción que había experimentado al verle entrar en Notre Dame.

No era sólo su belleza, sino la sorprendente inocencia que reflejaba su rostro juvenil. Se movía con tal rapidez y tal ligereza que era imposible determinar el momento en que sus pies daban un paso. Sus ojos enormes nos miraron sin odio, mientras su pelo, pese a la suciedad, despedía unos leves destellos rojizos.

Traté de leer su mente, de saber qué era aquel ser, por qué una criatura tan sublime mandaba sobre aquellos tristes fantasmas cuando tenía todo el mundo a su disposición. Intenté de nuevo descubrir algo que ya casi había averiguado cuando aquella criatura y yo habíamos estado cara a cara en el altar de la catedral. Si lo descubría, tal vez podría derrotarle, y ésa era mi intención.

Creí verle responder, dirigirme una silenciosa contestación, un destello del paraíso en la misma boca del infierno en su expresión inocente, como si el diablo aún conservase el rostro y la forma del ángel que era antes de la caída.

Pero allí sucedía algo muy raro. El amo no pronunció una sola palabra. Los timbales retumbaron ansiosamente, pero no se produjo una reacción unitaria entre las criaturas. La mujer de ojos oscuros no se unió a los demás en el coro de lamentos, y otros de aquellos seres vampíricos habían enmudecido también.

En ese instante, la mujer que había entrado con el amo, una extraña criatura ataviada como una reina de la antigüedad con una túnica harapienta y un ceñidor bordado en la cintura, se echó a reír.

El aquelarre, o como quiera que llamaran a la reunión, quedó comprensiblemente desconcertado. Uno de los timbales dejó de sonar.

La criatura de aspecto de reina se rio cada vez más fuerte. Su blanca dentadura brillaba tras el sucio velo de sus cabellos enredados.

Había sido una mujer hermosa en su tiempo. Y no era su edad de mortal lo que la había ajado. Más bien tenía el aspecto de una loca: su boca en una mueca horrible mientras sus ojos miraban frenéticamente lo que tenía delante; su cuerpo arqueado súbitamente con las carcajadas, como había hecho Magnus al danzar en torno a su pira funeraria.

—Os lo advertí, ¿verdad? —gritó—. ¿Sí o no?

Al fondo de la cámara, detrás de la mujer, Nicolas se agitó en su jaula. Noté que la risa se escarnecía en él, y noté también que mi camarada me miraba fijamente y que en sus facciones asomaba un destello de razón pese a su mueca distorsionada. El miedo pugnaba con la malevolencia dentro de él, y a esa lucha se unía una maraña de asombro y casi de desesperación.

El joven de cabellos castaños rojizos miró a su acompañante, la reina vampiro, con expresión inescrutable. El muchacho de la antorcha dio un paso adelante y gritó a la mujer que callara de una vez. A pesar de sus andrajos, el porte del muchacho era ahora muy distinguido.

La mujer le volvió la espalda y nos miró cara a cara. Pronunció sus palabras en una especie de cántico, con una voz ronca y asexuada que dio paso a otra risa restallante.

—Mil veces lo he dicho y no habéis querido escucharme —declaró. La túnica vibraba a su alrededor como si estuviera temblando—. Y me habéis llamado loca, víctima de mi tiempo, Casandra errante corrompida por una vigilia demasiado larga en esta Tierra. Pues bien, ya veis que mis predicciones se han cumplido una por una.

El amo no hizo ademán alguno de responder.

—Y ha tenido que llegar esta criatura —prosiguió, acercándose a mí con una horrible mueca cómica en el rostro, igual a la que había visto en Magnus—, este alocado caballero, para demostrároslo de una vez por todas.

Emitió un siseo, hizo una profunda inspiración y se quedó inmóvil, muy erguida. Y en aquel momento de absoluta quietud, se transfiguró en una hermosa mujer. Deseé peinarle el cabello, lavárselo con mis manos, vestirla con ropas modernas y verla en el espejo de mi época. De hecho, mi mente enloqueció por un momento ante la idea de restituirle su belleza y de borrar todo rastro de su nefasto disfraz.

Creo que, por un instante, la noción de eternidad ardió dentro de mí, y supe qué era la inmortalidad. Todo era posible en la eternidad, o, al menos, así me lo pareció en aquel momento.

Ella me observó y captó mis visiones y el encanto de su rostro se hizo aún más intenso, pero el frenesí volvió a crecer y oí gritar al muchacho:

—¡Castiguémosles! ¡Apliquémosles el juicio de Satán! ¡Encendamos la hoguera!

Sin embargo, nadie se movió en la inmensa cámara.

La mujer emitió, con los labios cerrados, una salmodia misteriosa con la cadencia de unos versos. El amo continuó impasible. El muchacho harapiento, en cambio, avanzó hacia nosotros, dejó los colmillos al descubierto y alzó la mano como una zarpa.

Le quité la antorcha de la mano y, con gesto de indiferencia, le di un empujón en el pecho que le envió más allá del círculo de andrajosos, resbalando hasta la leña menuda apilada junto a la hoguera. Apagué la antorcha pisándola contra el suelo.

La reina vampiro soltó una carcajada estridente que pareció llenar de terror a los demás, pero la expresión del amo no varió un ápice.

—¡No pienso quedarme a esperar ningún juicio de Satán! —declaré, pasando la mirada por el círculo de criaturas—. ¡A menos que me traigáis aquí al propio Satán!

—¡Sí, hijo, díselo! ¡Oblígales a responder! —intervino la mujer con voz triunfal.

El muchacho se había incorporado nuevamente.

—Ya conocéis sus faltas —rugió mientras se adelantaba otra vez al círculo.

Se le veía furioso y rezumaba poder, y me di cuenta de que era imposible juzgar a ninguno de aquellos andrajosos por la forma mortal que conservaban. El muchacho, bien podía ser un anciano; la mujeruca, una joven inexperta; y el aniñado líder, el más viejo de todos ellos.

—¡Ved aquí! —continuó, acercándose aún más con un intenso brillo en los ojos al notar la atención de los demás—. Este maldito no ha sido novicio aquí ni en ninguna parte; no ha suplicado ser acogido ni ha hecho votos a Satán. No ha entregado su alma en el lecho de muerte. ¡En realidad, no ha muerto nunca! —Su voz se hizo más sonora y aguda—. ¡No ha sido enterrado ni se ha levantado de la tumba como un Hijo de la Oscuridad! ¡Al contrario, se atreve a deambular por el mundo bajo la apariencia de un ser viviente! ¡Y hace negocios en el propio centro de París como un mortal más!

Unos chillidos respondieron desde las paredes. Los vampiros del círculo, en cambio, permanecieron callados mientras el muchacho les miraba; su mandíbula temblaba.

Alzó los brazos y emitió un alarido. Un par de criaturas le secundó. El rostro se le desfiguró de rabia.

La vieja reina vampiro estalló en otra carcajada, y me miró, mientras su sonrisa aparecía aún más desquiciada. El muchacho, no obstante, no se dio por vencido. Me señaló y dijo:

—Busca el calor del fuego: ¡rigurosamente prohibido! —me acusó a gritos, pateando el suelo y tirándose de la ropa—. ¡Acude a los mismísimos emporios del placer carnal y se relaciona allí con mortales al ritmo de la música! ¡Incluso baila con ellos!

—¡Basta ya de desvaríos! —le interrumpí.

Aunque, en realidad, deseaba seguir escuchándole.

El muchacho se precipitó hacia mí, apuntándome con el dedo muy cerca de mi rostro.

—¡Ningún ritual puede purificarle! Ya es demasiado tarde para los Juramentos Oscuros, para las Bendiciones Oscuras…

—¿Juramentos Oscuros? ¿Bendiciones Oscuras? —Me volví hacia la vieja reina—. ¿Qué dices tú a todo esto? Tú eres tan vieja como Magnus cuando se arrojó a la hoguera… ¿Por qué padeces y toleras que esto continúe?

Los ojos se movieron de pronto en su cabeza como si únicamente ellos tuvieran vida, y, de nuevo, empezó a surgir de su garganta aquella risa loca.

—Nunca te causaré daño, joven mío —respondió al fin—. A ninguno de los dos —añadió, a la vez que lanzaba una dulce mirada a Gabrielle—. Has tomado la Senda del Diablo hacia una gran aventura. ¿Qué derecho tengo yo a intervenir en lo que te tienen reservado los siglos futuros?

La Senda del Diablo. Era la primera frase de alguno de aquellos seres que sonaba como un clarín en lo más profundo de mi ser. Se adueñó de mí una rara euforia con sólo contemplar a la mujer. A su modo, parecía la hermana melliza de Magnus.

—¡Oh, sí, soy de la misma edad que tu progenitor! —Al sonreír, sus blancos colmillos rozaron apenas el labio inferior para desaparecer a continuación. Dirigió una mirada al amo, que la observó sin el menor interés ni emoción—. Ya estaba aquí —prosiguió—, en este aquelarre, cuando Magnus, el alquimista, el astuto Magnus, nos robó nuestros secretos… cuando bebió la sangre que le daría la vida eterna de un modo como el Mundo de las Tinieblas no había conocido jamás. Y ahora han transcurrido tres siglos, y Magnus te ha concedido a ti, bello joven, su Don Oscuro, puro y concentrado.

Su rostro se convirtió de nuevo en aquella máscara cómica, sonriente y burlona, que tanto se parecía a la de Magnus.

—Muéstramelo, hijo —añadió—, muéstrame la fuerza que él te dio. ¿Sabes qué significa ser convertido en vampiro por alguien tan poderoso y que nunca había otorgado a nadie el Don Oscuro hasta ese instante? ¡Aquí está prohibido, hijo, que alguien de su edad transmita su poder! Pues, de hacerlo, el neófito nacido de él podría vencer fácilmente a este hermoso amo y a todo su grupo.

—¡Basta ya de desvaríos mal concebidos! —interrumpió el muchacho.

Sin embargo, todo el mundo estaba atento a las palabras de la vieja reina vampiro. La mujer de ojos oscuros se nos había aproximado para ver mejor a la anciana, olvidando por completo cualquier temor o resentimiento hacia nosotros.

—Hace cien años, ya habrías dicho suficiente —rugió el muchacho a la vieja reina, levantando la mano para exigirle silencio—. Estás loca como todos los viejos. Ésa es la muerte que sufres. Os repito que este proscrito debe ser castigado. Cuando él y la mujer que ha creado sean destruidos delante de todos nosotros, el orden quedará restaurado.

Con furia renovada, se volvió hacia las otras criaturas.

—Yo os digo que vagáis por esta tierra como todos los engendros malignos, por la voluntad de Dios, para hacer sufrir a los mortales por su Divina Gloria. Y la voluntad de Dios puede destruiros si blasfemáis, y puede arrojaros a las calderas del infierno en este mismo instante, pues sois almas condenadas y vuestra inmortalidad sólo os es concedida al precio del sufrimiento y el tormento.

Un coro de gemidos se alzó entre el grupo, sin mucha convicción.

—Aquí está por fin —intervine entonces—. Aquí tenemos toda vuestra filosofía… ¡y toda ella está fundada en una mentira! ¿Así que os acobardáis como campesinos, sumidos ya en el infierno por vuestra propia voluntad, atados con cadenas más fuertes que las de cualquier mortal, y ahora queréis castigarnos porque no obramos igual? ¡Precisamente por eso, seguid nuestro ejemplo!

Parte de los vampiros nos contemplaba en silencio, mientras otros se volcaban en nerviosas conversaciones que surgían a nuestro alrededor. Una y otra vez, miraban a su amo y a la vieja reina. Pero su amo no decía nada. El muchacho pidió orden a gritos:

—Y no le basta con profanar lugares sagrados o con vivir como un mortal. Esta misma noche, en un pueblo de las afueras, ha aterrorizado a todos los fieles de una iglesia. París entero comenta este horror, habla de fantasmas que salen de las tumbas de debajo del altar. ¡Son él y esa mujer vampiro en la que ha obrado el Rito Oscuro sin consentimiento ni ceremonia, del mismo modo en que él fue creado!

Se oyeron jadeos y nuevos murmullos, pero la vieja reina lanzó un grito de placer.

—¡Son faltas muy graves! —continuó el muchacho—. Insisto en que no pueden quedar sin castigo. ¿Y quién de vosotros no ha oído hablar de sus burlas en el escenario de ese teatro del bulevar, del cual es propietario como lo sería un mortal? ¡Allí mismo ha hecho ostentación de sus poderes como Hijo de las Tinieblas ante un millar de parisinos! ¡Así es como el secreto que hemos protegido durante siglos ha sido violado para diversión suya y de una masa de gente vulgar!

La vieja reina se frotó las manos y ladeó la cabeza mientras me miraba.

—¿Es verdad todo eso, hijo? ¿Has ocupado un palco de la Opéra? ¿Has estado ante las luces del proscenio del Théâtre Française? ¿Has bailado con los reyes en el palacio de las Tullerías, llevando por pareja a esta hermosura que has creado con tanta perfección? ¿Es cierto que has recorrido los bulevares en una carroza dorada?

Continuó riéndose sin cesar mientras sus ojos observaban de vez en cuando a las otras criaturas, dominándolas y subyugándolas como si emitiera un rayo de luz cálida.

—¡Ah, qué clase y qué dignidad! —continuó—. ¿Qué sucedió en la gran catedral cuando entraste? ¡Cuéntamelo!

—¡Absolutamente nada, señora! —declaré.

—¡Faltas gravísimas! —rugió el muchacho vampiro, ultrajado—. Alarmas como éstas bastan para levantar contra nosotros a toda una ciudad, e incluso un reino. Durante siglos hemos cazado víctimas con todo sigilo en esta metrópoli, sin dar lugar más que a vaguísimos rumores sobre nuestro gran poder. ¡Somos fantasmas, criaturas de la noche destinadas a alimentar los temores de los hombres, y no demonios delirantes!

—¡Ah, esto es realmente sublime! —entonó la vieja reina mientras alzaba los ojos al techo abovedado—. Desde mi lecho de piedra, he tenido sueños sobre el mundo mortal de ahí arriba. He oído sus voces, sus nuevas músicas como canciones de cuna acompañándome en mi tumba. He imaginado sus fantásticos descubrimientos y he conocido su valentía en lo más recóndito de mi mente. Y, aunque ese mundo me excluye con sus formas deslumbrantes, añoro la existencia de alguien con la fuerza suficiente como para deambular por él sin miedo, para recorrer la Senda del Diablo en su propio seno.

El muchacho de ojos grises estaba ya a mi lado.

—Prescindamos del juicio —propuso, lanzando una agria mirada a su amo—. Encendamos la hoguera ahora.

La reina se apartó de mi camino con un gesto exagerado, al tiempo que el muchacho alargaba el brazo para tomar la antorcha más próxima; salté sobre él, le arranqué la tea de la mano y le levanté del suelo como un guiñapo, mandándole de un empujón hasta una de las paredes de la cámara. Luego, apagué la antorcha a pisotones.

Sólo quedaba, pues, una tea encendida. La asamblea fue presa de un absoluto desorden: varias criaturas corrieron a ayudar al muchacho, mientras otros hacían comentarios en voz baja, pero su amo permaneció absolutamente inmóvil, como sumido en un sueño.

Y, mientras duraba la confusión, me lancé hacia delante, escalé la pira y abrí la puerta de la jaula de madera.

Nicolas tenía el aspecto de un cadáver viviente, con los ojos soñolientos y la boca retorcida como si me sonriera, lleno de odio, desde el otro lado de la tumba. Le saqué a rastras de la jaula y le bajé al suelo de tierra. Se hallaba en un estado febril y, aunque no lo tuve en cuenta y lo habría ocultado de haber podido, me apartó de un empujón mientras mascullaba unas maldiciones por lo bajo.

La vieja reina presenció con fascinación la escena. Miré a Gabrielle, que lo observaba todo sin un ápice de temor.

Saqué el rosario de perlas del chaleco y, dejando colgar el crucifijo, coloqué el rosario en torno al cuello de Nicolas. Éste miró con estupor la crucecita y luego rompió a reír. En su carcajada, grave y metálica, eran patentes el desprecio y la malevolencia. Era un sonido totalmente opuesto al que emitían los vampiros. Se apreciaba en él la sangre humana, la consistencia humana, rebotando con el eco en las paredes. De pronto, Nicolas, el único mortal entre los presentes, parecía rubicundo, caliente y extrañamente impoluto, como un niño arrojado entre muñecas de porcelana.

La asamblea estaba más revuelta que nunca. Las dos antorchas, apagadas, seguían en el suelo.

—Ahora, según vuestras leyes, no le podéis hacer daño —proclamé—. Y, sin embargo, ha sido un vampiro quien le ha colocado esa protección sobrenatural. Decidme, ¿cómo se entiende eso?

Ayudé a Nicolas a avanzar y Gabrielle extendió enseguida los brazos para sostenerle entre ellos.

Nicolas aceptó el gesto, aunque miró a Gabrielle como si no la reconociera. Incluso alzó los dedos para tocarle el rostro. Ella le apartó la mano como habría hecho con la manita de un bebé, y mantuvo la vista fija en el líder y en mí.

—Si vuestro amo no tiene nada que deciros, yo sí —continué entonces—. Id a lavaros en las aguas del Sena y a vestiros como humanos si aún recordáis cómo se hace, y haced presas entre los hombres como es vuestro evidente destino.

El derrotado muchacho vampiro volvió al círculo dando trompicones y apartando con aspereza a los que le habían ayudado a incorporarse.

—¡Armand! —imploró al silencioso amo de cabellos castaño rojizos—. ¡Pon orden en la asamblea! ¡Armand, sálvanos!

Mi exclamación silenció las suyas:

—¿Para qué, por todos los infiernos, os concedió el diablo belleza, agilidad, ojos que ven visiones, mentes que pueden hacer hechizos?

Los ojos de todas las criaturas estaban fijos en mí. El muchacho gritó de nuevo el nombre de Armand, pero fue en vano.

—¡Desperdiciáis vuestros dones! —insistí—. ¡Pero aún desperdiciáis vuestra inmortalidad! No existe en el mundo nada más contradictorio y carente de sentido, salvo los propios mortales que viven dominados por las supersticiones del pasado.

Se hizo un absoluto silencio. Pude oír la lenta respiración de Nicolas. Noté su calor.

Aprecié su aturdida fascinación, luchando con la propia muerte.

—¿No tenéis astucia? —pregunté a los presentes, con voz atronadora en el silencio—. ¿No tenéis habilidad? ¿Cómo he podido yo, un huérfano, tropezar con tantas posibilidades cuando vosotros, nutridos como estáis por esos maléficos padres —hice una breve pausa para mirar al amo y al furioso muchacho—, vais a tientas como seres ciegos, recluidos bajo tierra?

—¡El poder de Satán te arrastrará al infierno! —le gritó el muchacho con todas las fuerzas que le quedaban.

—¡No haces más que repetir eso! —repliqué—. ¡Y, como todos pueden ver, sigue sin suceder!

¡Audibles murmullos de asentimiento!

—Si realmente pensaras que eso pudiera suceder —añadí—, no os habríais molestado en traerme aquí.

Voces más altas mostrando su acuerdo.

Eché una mirada a la pequeña figura solitaria del joven a quien llamaban amo. Todos los ojos se volvieron de mí a él. Incluso la desquiciada reina vampiro le miró.

Y, en el silencio, le oí susurrar:

—La asamblea ha terminado.

Hasta los atormentados seres encerrados tras las paredes callaron.

Y el amo habló de nuevo.

—Idos todos. Id ahora. La reunión ha terminado.

—¡Armand, no! —suplicó el muchacho.

Pero los demás retrocedían ya, oculto el rostro tras las manos y murmurando. Los timbales fueron dejados a un lado, y la única antorcha encendida fue colgada en la pared.

Observé al líder de las criaturas, convencido de que sus órdenes no estaban destinadas a dejarnos en libertad. Y después de obligar en silencio al muchacho a marcharse con los demás, cuando sólo quedó a su lado la vieja reina, volvió una vez más la mirada hacia mí.

3

Vacía e iluminada por el débil y lóbrego resplandor de la única antorcha, la gran cámara bajo la inmensa cúpula parecía aún más sobrenatural, ocupada sólo por los dos vampiros que nos miraban.

En silencio, estudié la situación: ¿abandonarían el cementerio aquellas criaturas, o aguardarían en lo alto de las escaleras? ¿Me permitirían sacar con vida a Nicolas de aquel lugar? El muchacho no se alejaría, pero era un ser débil. La vieja reina no nos haría nada. El único obstáculo real era, pues, el llamado «amo». Sin embargo, ahora tenía que contenerme y no ser impulsivo.

Mi oponente seguía mirándome sin decir nada.

—¿Armand? —dije en tono respetuoso—. ¿Puedo dirigirme a ti por ese nombre? —Me acerqué un poco más, buscando el menor cambio en su expresión—. Evidentemente, tú eres el líder de estas gentes y quien puede explicarnos todo esto.

No obstante, las palabras no lograron enmascarar mis sentimientos. Le estaba apelando, le estaba pidiendo que me explicara cómo había conducido a las pobres criaturas a todo aquello. Precisamente él, que parecía tan anciano como la vieja reina y dotado de una profundidad que las criaturas no alcanzaban a entender. Le recordé plantado ante el altar de Notre Dame con aquella expresión etérea en el rostro. Y me descubrí perfectamente reflejado en él, en la posibilidad que representaba, en aquel anciano que había permanecido en silencio durante toda la escena.

Creo que en ese instante busqué en él, por un segundo, un hálito de sentimientos humanos. Era aquello lo que pensaba que el conocimiento me revelaría; y el mortal que había en mí, el ser vulnerable que había gritado en la posada ante la visión del caos, preguntó:

—Armand, ¿qué significa todo esto?

Pareció que sus ojos pardos vacilaban, pero, a continuación, su rostro se transformó sutilmente en una expresión de rabia y retrocedí unos pasos.

No podía aceptar lo que me decían mis sentidos. Los súbitos cambios que el ser había sufrido en Notre Dame no eran nada en comparación con éstos. Y yo jamás había conocido una encarnación tan absoluta de la malevolencia. Incluso Gabrielle se apartó de él y levantó un brazo para proteger a Nicolas. Volví atrás hasta que estuve a su lado, y nuestros brazos se rozaron.

Pero, de modo igualmente milagroso, la expresión de odio se borró de su rostro, y éste volvió a ser el de un tierno y lozano joven mortal.

La vieja reina vampiro lanzó una sonrisa casi lánguida y se mesó los cabellos con sus blancas zarpas.

—¿Es que recurres a mí en busca de explicaciones? —le preguntó.

Dirigió una mirada a Gabrielle y a la ofuscada figura de Nicolas, apoyado sobre su hombro, y volvió a concentrarse en mí.

—Podría hablar hasta el fin de los tiempos —murmuró— y no me bastaría para explicarte lo que acabas de destruir aquí.

Me pareció que la vieja reina emitía alguna risita burlona, pero estaba demasiado concentrado en él, en su suavidad al hablar y en la gran rabia que se agitaba tras las palabras.

—Estos misterios han existido desde que el mundo es mundo. —Armand parecía empequeñecido en la inmensa cámara; la voz surgía de su boca sin esfuerzo y los brazos le colgaban a los costados—. Desde los tiempos más remotos, nuestra especie ha vivido rondando las ciudades de los hombres, haciendo nuestras víctimas entre ellos durante la noche, como Dios y el diablo nos ordenaron hacer. Somos elegidos de Satán, y los admitidos en nuestras filas han de someterse a prueba primero, a través de un centenar de crímenes, para que se les conceda el Don Oscuro de la inmortalidad.

Se acercó un poco más a mí y vi brillar la luz de la antorcha en sus pupilas.

—Todos ellos han aparentado morir delante de sus seres queridos —continuó—, y sólo gracias a una pequeña infusión de nuestra sangre han podido soportar el terror del ataúd mientras aguardaban nuestra llegada. Entonces, y sólo entonces, han recibido el Don Oscuro, para volver a ser sellados en la tumba inmediatamente, hasta que la sed les da la fuerza necesaria para escapar de su angosta caja mortuoria y revivir.

Su voz se hizo un poco más potente, incluso más resonante.

—Lo que conocían esas criaturas en sus cámaras tenebrosas era la muerte. La muerte y el poder del mal; eso es lo que más claro tenían en la cabeza cuando se alzaban, cuando rompían el ataúd y las puertas de hierro que mantenían cerradas sus cámaras. Y ay del débil, del que no podía salir de su tumba, de esos cuyos lamentos atraían mortales al día siguiente… pues nadie respondía por la noche. Con ellos no mostrábamos piedad.

»Pero los que se alzaban… ¡Ah!, ésos eran los vampiros que recorrían la Tierra, sometidos a prueba y purificados, Hijos de las Tinieblas nacidos de la sangre de un novicio, nunca del gran poder de un anciano maestro, con el objeto de que el tiempo proporcionara a cada uno la sabiduría necesaria para utilizar los Dones Oscuros antes de que éstos se desarrollen por completo. Y sobre estos Hijos de las Tinieblas se establecieron las Leyes de la Oscuridad: vivir entre los muertos, pues somos cosas muertas, regresar cada noche a la propia tumba o a una muy próxima, huir de los lugares iluminados, atraer a las víctimas lejos de la compañía de otros para darles muerte en lugares hechizados y profanos. Y honrar siempre el poder de Dios, el crucifijo en el cuello y los sacramentos. Y nunca jamás entrar en la Casa de Dios, so pena de que Él le prive a uno de sus poderes y le envíe al infierno y ponga fin entre ardientes tormentos a su reinado en la Tierra.

Hizo una pausa. Miró por primera vez a la vieja reina y dio la impresión, aunque no pude cerciorarme por completo, de que la visión de su rostro le ponía furioso:

—Tú te burlas de estas cosas —le dijo—. ¡Magnus también se burlaba! —Se puso a temblar y continuó—: ¡Una actitud propia de su locura, como lo es de la tuya, pero te aseguro que no entiendes estos misterios! ¡Los haces añicos como si fueran de cristal, pero no tienes ninguna fuerza, ningún poder, salvo la ignorancia! ¡Los quebrantas, y eso es todo!

Apartó los ojos de ella, vacilando como si quisiera añadir algo, y paseando la mirada por la inmensa cripta.

Escuché una levísima cantinela en los labios de la vieja reina.

Estaba canturreando algo para sí y empezó a mecerse adelante y atrás con la cabeza ladeada y los ojos soñadores. Una vez más, parecía hermosa.

—Para mis hijos, es el final —susurró el amo—. Todo está hecho y terminado, pues ahora saben que pueden desobedecer cualquier mandato; acabó todo lo que nos unía, todo lo que nos daba fuerzas para soportar la existencia como seres malditos, terminaron todos los misterios que nos protegían aquí.

Me miró una vez más.

—¡Y tú me pides explicaciones como si fuera algo inexplicable! ¡Tú, para quien la ejecución del Rito Oscuro es un acto de insolente codicia! ¡Tú, que lo has efectuado con el mismo vientre que te llevó! ¿Por qué no también a éste, al violinista del diablo, a quien adoras de lejos cada noche?

—¿No te lo había dicho? —cantó la reina vampiro—. ¿No lo habíamos sabido siempre? No hay nada que temer de la señal de la Cruz, ni del agua bendita, ni de la mismísima Hostia… —Repitió las palabras cambiando la melodía que susurraba, y añadió a continuación—: Y los viejos ritos, y el incienso, el fuego, los juramentos pronunciados, cuando creíamos ver al Maligno en la oscuridad, susurrando…

—¡Silencio! —la interrumpió el amo, bajando la voz y llevándose casi las manos a los oídos en un gesto extrañamente humano.

Tenía el aspecto de un chiquillo, casi perdido. ¡Oh, Señor, que nuestros cuerpos inmortales pudieran ser prisiones tan diversas para nosotros, que nuestros rostros inmortales fueran tales máscaras de nuestras verdaderas almas…!

Cuando volvió a fijar sus ojos en mí, pensé por un instante en que iba a producirse otra de aquellas espantosas transformaciones o en que estallaría en otro incontrolable episodio de violencia, y me preparé.

Pero advertí que estaba implorándome en silencio.

¿Por qué se había producido aquello? Se esforzaba en que su voz saliera de su garganta al repetirlo en voz alta, mientras intentaba dominar la ira.

—¡Explícamelo tú! ¿Por qué tú, con la fuerza de diez vampiros y la osadía de un infierno lleno de diablos, abriéndote paso por el mundo con tu camisa de brocado y tus botas de cuero? ¡Lelio, el actor de la Casa de Tespis, representándose sobre el escenario en el bulevar! ¡Dímelo tú! ¡Dime por qué!

—Fue la fuerza de Magnus, su genio —cantó la vieja mujer vampiro con la sonrisa más melancólica.

—¡No! —replicó su compañero sacudiendo la cabeza—. Te digo que va más allá de cuanto se pueda decir. No conoce límites y, por tanto, carece de ellos. Pero ¿por qué?

Se acercó un poco más a mí. No pareció andar, sino que aparentó quedar enfocado con más claridad, como sucedería con una aparición.

—¿Por qué tú —preguntó—, con tu osadía al recorrer sus calles, al forzar sus cerraduras, al llamarles por el nombre? ¡Vistes como ellos, te peinas como ellos! ¡Hasta juegas en sus mesas! Vives engañándoles, abrazándoles, bebiéndoles la sangre apenas unos metros de donde otros mortales ríen y bailan. ¡Tú, que rehúyes los cementerios y apareces en las criptas de las iglesias! ¿Por qué tú? Irreflexivo, arrogante, ignorante y desdeñoso… ¡Dame tú la explicación! ¡Respóndeme!

El corazón me latía a toda prisa. Tenía el rostro ardiendo, latiéndome con la sangre. Ahora no le tenía ningún miedo, pero sentía una rabia incomparable con la de cualquier mortal y no entendí muy bien la razón.

Su mente… había deseado romperle en pedazos la mente… y ahora oía, surgiendo de él, aquella superstición, aquel absurdo. El amo no era ningún espíritu sublime que comprendiera lo que sus seguidores eran incapaces de entender. No se trataba de creer, sino de algo mil veces peor: ¡Él había confiado en que las cosas fueran así!

Y entonces me di perfecta cuenta de qué era aquel ser: no era un ángel ni un demonio, sino una entidad forjada en una época oscura, cuando los primigenios planetas del Sol recorrían la bóveda celeste, y las estrellas no eran más que pequeñas linternas que representaban dioses y diosas en la noche cerrada. Una época en que el hombre era el centro de este gran mundo en el que deambulamos, un tiempo en que para cada pregunta había habido una respuesta. Eso era aquel ser, un hijo de tiempos antiguos en que las brujas bailaban a la luz de la luna y los caballeros combatían contra los dragones.

Ah, pobre niño perdido, merodeando en las catacumbas bajo la gran ciudad en un siglo incomprensible. Tal vez su forma mortal era más adecuada de lo que había supuesto.

Pero no había tiempo de lamentarse por él, por hermoso que fuera. Los enclaustrados tras las paredes sufrían por orden suya. Y en cualquier momento podía hacer volver a los que había ordenado abandonar la cámara.

Yo tenía que pensar una respuesta que él pudiera aceptar. No bastaba con la verdad. Tenía que presentar ésta poéticamente, como lo habrían hecho los pensadores de la antigüedad, de una época anterior al advenimiento de la era de la razón.

—¿Quieres una respuesta? —dije en un susurro. Mientras ponía orden en mis pensamientos, casi pude percibir una advertencia de Gabrielle y el temor de Nicolas—. No soy experto en misterios ni dado a filosofías, pero es bastante evidente qué ha sucedido aquí.

Me estudió con franca extrañeza.

—Si tanto temes el poder de Dios —continué—, no te serán desconocidas las enseñanzas de la Iglesia. Debes saber que las formas de la bondad cambian con las eras y que en el cielo hay santos de todas las épocas.

Vi que prestaba manifiesta atención a mis palabras, animado por los términos que yo estaba usando.

—En la antigüedad —proseguí—, había mártires que apagaban las llamas que pretendían quemarles, místicos que levitaban por los aires mientras escuchaban la voz de Dios. Pero el mundo ha cambiado, igual que cambian los santos. ¿Qué santos hay ahora, salvo obedientes curas y monjas? Construyen hospitales y orfanatos, pero no invocan a los ángeles para que arrasen al enemigo o domen a la bestia feroz.

No advertí el menor cambio en él, pero continué mi argumentación.

—Lo mismo sucede con el mal, evidentemente. Cambia de forma. ¿Cuántos hombres de esta época creen en la Cruz que tanto asusta a tus seguidores? ¿Crees que los mortales de la superficie hablan entre ellos del cielo y del infierno? ¡Sus conversaciones son sobre filosofía y sobre ciencia! ¿Qué les importa a ellos si los fantasmas rondan un cementerio cuando cae la oscuridad? ¿Qué importa un puñado más de muertes en una retahíla de asesinatos? ¿Qué interés puede tener eso para Dios, para el demonio o para el propio hombre?

Escuché de nuevo la risa de la reina vampiro.

Armand, en cambio, permaneció callado e inmóvil.

—Incluso vuestro territorio está a punto de seros arrebatado —proseguí—. El cementerio en el que os ocultáis va a ser eliminado de las calles de París. Ni siquiera los huesos de vuestros ancestros han perdido su carácter sagrado de esta época secularizada.

De pronto, el rostro de Armand perdió su hieratismo, incapaz de ocultar su desconcierto…

—¿Les Innocents destruido? —susurró—. ¡Estás mintiendo…!

—Jamás miento —respondí sin pensarlo mucho—. Al menos, no le miento a la gente que no quiero. Los parisienses no desean seguir soportando el hedor de los camposantos en sus proximidades. Los símbolos de los muertos no les importan tanto como a vosotros. En unos cuantos años, mercados, calles y viviendas ocuparán este terreno. Comercio. Sentido práctico. Así es el mundo del siglo XVIII.

—¡Basta! —susurró él—. ¡Les Innocents llevan existiendo tanto tiempo como yo!

En sus facciones juveniles se reflejaba la tensión. La vieja reina parecía inalterada.

—¿No te das cuenta? —dije con voz tranquila—. Estamos en una nueva era que requiere una nueva maldad. Y yo soy esa nueva maldad. —Hice una pausa observándole—. Yo soy el vampiro adecuado a esta época.

Armand no había previsto un argumento semejante y, por primera vez, vi en él un destello de terrible comprensión. Era el primer asomo de verdadero miedo.

Efectué un leve gesto de aceptación y continué mi exposición, midiendo muy bien las palabras.

—Comparto tu opinión de que el incidente de anoche en la iglesia del pueblo fue más bien vulgar. Y peores aún fueron mis acciones en el escenario. Pero todo eso fueron desatinos causados por la ignorancia, y sabes muy bien que no son el origen de tu rencor. Olvídalos por un momento y trata de hacerte una idea de mi belleza y de mi poder. Intenta verme como el ser maléfico que soy. Recorro el mundo al acecho con mi disfraz de mortal y soy el peor de los enemigos, el monstruo que tiene el mismo aspecto que cualquier hombre corriente.

La mujer emitió una larga risotada y percibí una cálida emanación de amor procedente de ella. De Armand sólo me llegó una sensación de dolor.

—Piensa en eso, Armand —insistí con cautela—. ¿Por qué debería la Muerte acechar siempre en las sombras? ¿Por qué debería la Muerte aguardar al otro lado de la verja? No existe alcoba o salón de baile en los que no pueda entrar. Soy la Muerte junto al fuego del hogar, la Muerte de puntillas por el corredor, eso es lo que soy. Háblame de los Dones Oscuros, pues los estoy utilizando. Soy el Caballero de la Muerte vestido con sedas y encajes, llegado para apagar las velas. Soy el cancro en el seno de la rosa.

Nicolas emitió un leve gemido.

Creo que oí suspirar a Armand.

—No hay rincón donde puedan ocultarse de mí —afirmé— esos hombres descreídos e ineptos que se proponen destruir Les Innocents. No existe ninguna cerradura que pueda impedirme el paso.

Armand me miró en silencio, con aspecto triste y calmado. Sus ojos se habían oscurecido un poco, pero no estaban nublados por la rabia o la malevolencia. Permaneció un instante sin hablar, y al fin murmuró:

—Una espléndida misión: acosarles sin piedad mientras vives entre ellos. Pero sigues siendo tú quien no lo entiende.

—¿A qué te refieres? —quise saber.

—No podrás soportar el mundo, la vida entre los hombres mortales. No conseguirás sobrevivir mucho tiempo.

—Claro que sí —repliqué—. Los viejos misterios han dado paso a un nuevo estilo. ¿Quién sabe qué vendrá a continuación? No existe ningún romanticismo en lo que tú eres. ¡En cambio, cuánto hay de romántico en mi modo de vida!

—Es imposible que seas tan fuerte —dijo él—. No sabes lo que estás diciendo. Acabas de nacer a esta nueva existencia y eres aún muy joven.

—A pesar de ello —terció la vieja reina—, este hijo nuestro es muy fuerte, como también lo es su hermosa acompañante recién renacida. Son dos seres diabólicos con grandes aspiraciones y posibilidades.

—¡Pero no pueden vivir entre los mortales! —insistió Armand.

Su rostro enrojeció por un instante. Sin embargo, ahora no era mi oponente, sino más bien un anciano dubitativo y curioso que pugnaba por comunicarme alguna verdad fundamental. Y, al mismo tiempo, parecía un niño que me implorara. Y en esa lucha radicaba su esencia, padre e hijo, suplicándome que atendiera a lo que tenía que decirme.

—¿Por qué no? Repito que mi lugar está entre los hombres. Es su sangre lo que me hace inmortal.

—¡Ah, sí, inmortal! Lo eres, pero todavía no has empezado a comprender qué significa eso —comentó—. No es más que una palabra. Estudia el destino de tu creador. ¿Por que se arrojó Magnus a las llamas? Se trata de una verdad ancestral entre nosotros, y tú ni siquiera la has intuido. Vive entre los hombres, y el transcurso de los años te conducirá a la locura. Ver a los demás envejecer y morir, ver el ascenso y la decadencia de los reinos, perder todo lo que uno entiende y aprecia… ¿quién puede soportar todo eso? El tiempo te conducirá a una desquiciada desesperación, a una furia sin sentido. ¿No lo entiendes? Tu protección, tu salvación, está entre tu propia raza inmortal, en el comportamiento de siempre, que permanece inmutable.

Hizo un alto, sorprendido de haber utilizado aquella palabra, «salvación», que reverberó en la estancia, modulada de nuevo por sus labios.

—Armand —intervino la vieja reina con su suave cantinela—, la locura puede afectar a los ancianos que conocemos, tanto si siguen las viejas costumbres como si las abandonan. —Hizo un gesto como si fuera a atacarle con sus blancas zarpas y emitió una risotada chillona mientras él la contemplaba fríamente—. Yo me he regido por las viejas costumbres el mismo tiempo que tú y estoy loca, ¿no es así? ¡Tal vez sea por eso por lo que las he observado tan escrupulosamente!

Armand sacudió la cabeza en un airado gesto de protesta.

¿No era él la prueba viviente de que las cosas no tenían que terminar necesariamente como ella decía?

Pero la vieja reina se acercó a mí y me asió por el brazo, haciéndome volver el rostro para mirarla.

—¿Es que Magnus no te contó nada, hijo? —me preguntó.

Noté que surgía de ella un inmenso poder.

—Mientras los demás merodeaban por este lugar sagrado —continuó—, yo crucé sola los campos nevados en busca de Magnus. Ahora poseo una fuerza tan extraordinaria que es como si tuviera alas. Subí hasta su ventana para encontrarle en su cámara y paseamos juntos por las almenas, invisibles a todos salvo a las lejanas estrellas.

Se acercó aún más a mí y aumentó la presión de su mano.

—Magnus conocía muchas cosas. Y eso de que la locura es tu enemiga no es cierto, si eres realmente fuerte. El vampiro que abandona su grupo para habitar entre humanos, tiene que hacer frente a un infierno horrible mucho antes de que llegue la locura: ¡poco a poco, inevitablemente, desarrolla un irresistible amor por los seres humanos! ¡Llega a comprenderlo todo por el amor!

—Suéltame —repliqué en un susurro.

Su mirada me sujetaba con la misma firmeza que su mano.

—Con el paso del tiempo, llegas a conocer a los mortales más de lo que éstos puedan conocerse entre ellos —prosiguió ella, impávida, levantando las cejas—, hasta que al fin llega el momento en que no puede soportar seguir quitando vidas, seguir causando sufrimientos, y únicamente la locura o la muerte pueden calmar su dolor. Éste fue el destino de los antiguos de quienes me habló Magnus. ¡Magnus, que padeció todas las aflicciones imaginables en sus últimos tiempos!

Me soltó por fin y se apartó, retrocediendo como si fuera una imagen vista por un catalejo invertido.

—No puedo creer lo que dices —susurré, pero el sonido se pareció más a un siseo—. ¿Magnus? ¿Amor por los mortales?

—Claro que no lo entiendes —dijo ella con su sonrisa esculpida de bufón.

También Armand la observaba como si no la comprendiera.

—Mis palabras no tienen sentido para ti en este momento —añadió—, ¡pero tienes todo el tiempo del mundo para descubrírselo!

La risa, una risa aulladora, arañó el techo de la cripta. Del interior de los muros surgieron nuevos gritos. La vieja reina echó la cabeza hacia atrás sin detener sus risotadas.

Armand la miraba con expresión horrorizada. Era como si viera surgir de ella aquellas risas como un chorro de luz deslumbradora.

—¡No! ¡Todo eso es mentira, es una repugnante simplificación! —repliqué. De pronto, la cabeza había empezado a latirme—. ¡Quiero decir que esa idea de amar es una noción nacida de una moralidad idiota!

Me llevé las manos a las sienes. Dentro de mí estaba creciendo un dolor letal que nublaba mi visión y aguzaba mis recuerdos de la mazmorra de Magnus, de los prisioneros mortales que habían muerto entre los cuerpos putrefactos de los condenados que les habían precedido en la hedionda cripta.

Me dio la impresión de estar torturando a Armand igual que lo hacía la vieja reina con su risa. Una risa que continuó sin pausas, alzándose y descendiendo de volumen. Armand levantó las manos hacia mí, como si quisiera tocarme pero no se atreviera.

Todo el éxtasis y todo el dolor que había conocido en los últimos meses se juntaron dentro de mí. De pronto me sentí a punto de estallar en rugidos como hiciera aquella noche en el escenario del teatro de Renaud. Aquellas sensaciones me llenaron de espanto y me encontré de nuevo murmurando en voz alta balbuceos sin sentido.

—¡Lestat! —me susurró Gabrielle.

—¿Amar a los mortales? —repetí. Miré fijamente el rostro inhumano de la vieja reina, lleno de súbito horror al observar sus negras pestañas, como púas en torno a sus ojos brillantes, y su carne como mármol animado—. ¿Amar a los mortales? ¿Y tú has tardado trescientos años en llegar a ello? —Dirigí una mirada iracunda a Gabrielle y añadí—: Yo les he amado desde la primera noche que pasé cerca de ellos. Mientras bebo su vida, su muerte, siento amor por ellos. Dios santo, ¿no es ésta la esencia misma del Don Oscuro?

Mi voz iba aumentando de volumen como la noche de mi actuación en el teatro.

—¡Ah!, ¿qué sois vosotros para no sentir lo mismo? ¿Qué seres abominables sois para que el compendio de vuestro saber sea la mera capacidad de sentir?

Retrocedí unos pasos apartándome de ellos y contemplé la tumba gigante en que nos hallábamos, la tierra húmeda que formaba la bóveda sobre nuestras cabezas. La cámara estaba transformándose de un lugar material en una alucinación.

—¡Dios! —añadí—, ¿perdéis la razón con el Rito Oscuro, con vuestras ceremonias y con la manía de encerrar a los novicios en sus tumbas, o ya erais monstruos cuando estabais vivos? ¿Cómo es posible que uno solo de nosotros no quiera a los mortales cada vez que respira?

No hubo respuesta, salvo los gritos inconexos de los hambrientos seres enterrados. Ninguna respuesta. Salvo el mortecino latido del corazón de Nicolas.

—Bien, sea lo que sea, escuchadme —dije, señalando con el dedo a Armand, y luego a la vieja reina.

—¡Yo no le he prometido mi alma al diablo para que me hiciera lo que soy! Y cuando creé a ésta, fue para salvarla de los gusanos que devoran los cadáveres en lugares como éste. Si amar a los mortales es el infierno de que hablas, ya estoy en él. He encontrado mi destino. Me he abandonado a él y todas las cuentas están saldadas.

La voz se me había quebrado. Estaba jadeando. Me pasé las manos por los cabellos. Armand pareció brillar tenuemente al acercarse a mí. Su rostro era un milagro de aparente pureza y asombro.

—Seres muertos, cosas muertas… —dije—. No os acerquéis más. ¡Hablar de locura y de amor en este lugar hediondo! Y ese viejo monstruo, Magnus, encerrándoles en la mazmorra. ¿Cómo podía amar a sus cautivos? ¡Igual que quiere un niño a las mariposas mientras les arranca las alas!

—No, hijo, crees que lo entiendes, pero no es así —dijo la vieja reina con su imperturbable cantinela—. Apenas acabas de iniciar ese amor. Sientes lástima por ellos, eso es todo —añadió con una leve risa cadenciosa—. Y también por ti, por no poder ser a la vez humano e inhumano, ¿no es eso?

—¡Es mentira! —repliqué. Me acerqué más a Gabrielle y le pasé el brazo por la cintura.

—Ya lo entenderás todo del amor —continuó la vieja reina— cuando seas un ser depravado y repulsivo. Esto es tu inmortalidad, hijo. Una comprensión cada vez más profunda de su naturaleza.

Y, alzando los brazos hacia el techo, emitió un nuevo aullido.

—¡Malditos seáis! —exclamé. Agarré a Gabrielle y a Nicolas y les conduje hacia la puerta del fondo—. Los dos estáis ya en el infierno y ahora me propongo dejaros en él.

Tomé a Nicolas de brazos de Gabrielle y corrimos por las catacumbas hacia las escaleras.

La vieja reina lanzaba agudas y frenéticas carcajadas a nuestra espalda.

Y, humano como Orfeo tal vez, me detuve y volví la cabeza.

—¡Apresúrate, Lestat! —me cuchicheó Nicolas al oído, mientras Gabrielle gesticulaba desesperadamente para que la siguiera.

Armand no se había movido y la vieja seguía a su lado, sin dejar de reír.

—¡Adiós, hijo valiente! —exclamó—. ¡Recorre con audacia la Senda del Mal! ¡Cabalga por ella todo el tiempo que puedas!

El aquelarre de pálidas criaturas se dispersó como fantasmas asustados bajo la lluvia fría cuando aparecimos de improviso, surgiendo del sepulcro. Y, desconcertados, nos vieron pasar a toda prisa hasta dejar atrás Les Innocents y perdernos por las calles de París.

Al cabo de unos minutos, en un carruaje robado, abandonábamos la ciudad y nos internábamos en el campo.

Conduje el carruaje sin dar un respiro a los caballos, pero me sentía tan mortalmente agotado que mis fuerzas sobrenaturales parecían una mera entelequia. Tras cada arboleda y cada recodo del nuevo camino esperaba encontrar a los repulsivos demonios rodeándonos de nuevo.

De algún modo, conseguí en una posada la comida y la bebida que Nicolas necesitaría, y unas mantas para que no se enfriara.

Nicolas cayó inconsciente mucho antes de que llegáramos a la torre y le conduje escaleras arriba a la celda de alto techo donde Magnus me había tenido primero.

Vi su garganta hinchada y amoratada todavía tras el festín que se habían dado con él. Y, aunque dormía profundamente cuando le dejé en el lecho de paja, noté en él la sed, la terrible ansia que me había embargado después de que Magnus bebiera de mí.

En fin, tenía vino en abundancia para él cuando despertara, y comida en abundancia. Y supe, aunque no podría explicar cómo, que Nicolas no moriría.

Apenas pude imaginar cómo pasaría las horas diurnas, pero estaría a salvo una vez mi mano diera la vuelta a la llave en la cerradura. Y, pese a lo mucho que Nicolas había representado para mí en el pasado o lo que pudiera significar en el futuro, no podía permitir que ningún mortal deambulara libremente en mi guarida mientras dormía.

Éstos fueron los únicos pensamientos que pude ordenar en mi cabeza. Me sentía como un mortal caminando en sueños.

Estaba contemplando aún a Nicolas, escuchando sus vagos y confusos sueños —sueños sobre los horrores de Les Innocents—, cuando entró Gabrielle.

Había terminado de enterrar al desgraciado mozo de cuadra y parecía otra vez un ángel lleno de polvo, con el cabello tieso y enredado y lleno de una delicada luz irisada.

Tras contemplar a Nicolas un instante, me arrastró fuera de la estancia. Cuando hube cerrado la puerta, me condujo a la cripta junto a las mazmorras. Una vez allí, me estrechó entre sus brazos y se apoyó en mí, como si también estuviera al borde del colapso.

—Escúchame —dijo por fin, apartándose y levantando las manos para acariciarme el rostro—. Le sacaremos de Francia tan pronto como despertemos. Nadie dará crédito a sus desquiciadas historias.

No respondí. Apenas podía entender sus razonamientos ni sus intenciones. La cabeza me daba vueltas.

—Juega al titiritero con él —insistió Gabrielle—. Mueve los hilos como hiciste con los actores de Renaud. Puedes enviarle al Nuevo Mundo.

—Duerme —musité, besando su boca abierta.

La sostuve con los ojos cerrados. Vi la cripta de nuevo, escuché las voces extrañas, inhumanas. Y sabía que aquello no tendría fin.

—Cuando se haya ido, podremos hablar de esos otros desgraciados —dijo ella con calma—. O si abandonamos inmediatamente París por un tiempo…

Dejé de sostenerla, me alejé de ella hasta topar con el sarcófago y descansé un instante apoyado en su tapa. Por primera vez en mi vida inmortal, añoré el silencio de la tumba, la sensación de que todas las cosas estaban fuera de mi control.

En ese instante, me pareció que Gabrielle añadía algo más: «¡No hagas eso!».

4

Cuando desperté, escuché sus gritos. Estaba golpeando la puerta de roble, maldiciéndome por tenerle prisionero. El estruendo llenó la torre, y su olor me llegó a través de los muros de piedra: un aroma apetitoso, muy apetitoso, un olor a carne y sangre vivas, a su carne y a su sangre.

Gabrielle dormía, inmóvil.

«No hagas eso».

Una sinfonía de malevolencia, una sinfonía de locura atravesando las paredes, una filosofía esforzándose por abarcar las imágenes horrendas, las torturas, por envolverlas de lenguaje…

Cuando salí a la escalera, fue como quedar prendido en el torbellino de sus gritos, de su olor humano.

Y, confundidos con él, todos los olores que recordaba: el sol de la tarde en una mesa de madera, el vino tinto, el humo del pequeño hogar.

—¡Lestat! ¿Me oyes? ¡Lestat!

Un tronar de puños contra la puerta.

El recuerdo de un cuento de hadas de la infancia: el gigante dice que huele a sangre humana en su guarida. Horror. Yo sabía que el gigante iba a encontrar al humano. Podía oírle avanzar tras el humano, paso a paso. Yo era el humano.

Pero ya no.

Humo y sal y carne y sangre bombeada.

—¡Esto es el lugar de las brujas! ¿Me oyes, Lestat? ¡Esto es el lugar de las brujas!

El mortecino temblor de los viejos secretos entre los dos, el amor, las cosas que sólo nosotros habíamos conocido y sentido. Bailamos en el lugar de las brujas, ¿puedes negarlo? ¿Puedes negar algo de lo que ocurrió entre nosotros?

Sacarle de Francia, enviarle al Nuevo Mundo… Y luego, ¿qué? ¿A pasar el resto de su vida como uno de esos mortales ligeramente interesantes, pero en general aburridos, que han visto algún espíritu y hablan incesantemente de ello, sin que nadie les crea? ¿A sumirse progresivamente en la locura? ¿A terminar siendo uno de esos chiflados que resultan cómicos, de esos que dan lástima incluso a rufianes y matones, cubierto con un sucio gabán y tocando el violín para la gente de las calles de Puerto Príncipe?

«Juega al titiritero con él», recordé que había dicho Gabrielle. ¿Eso era yo, un titiritero? «Nadie dará crédito a sus desquiciadas historias».

Pero él conoce el lugar donde reposamos, madre. Conoce nuestros nombres, el nombre de nuestra raza… sabe demasiado de nosotros. Y jamás aceptará por las buenas viajar a otro país. Y ellos le perseguirán; ellos jamás permitirán que siga con vida.

¿Dónde estarían ahora?

Subí las escaleras envuelto en el torbellino de los atronadores gritos de Nicolas y, desde una de las ventanas aseguradas con barrotes, eché un vistazo a la tierra que se abría a mis pies. Ellos vendrían otra vez. Tenían que hacerlo. Al principio yo estaba solo, luego la tuve a ella a mi lado… ¡y ahora les tenía a ellos!

Pero ¿cuál era el quid del asunto? ¿Que él lo quería? ¿Que había gritado una y otra vez sobre que yo le había negado el poder?

¿O era, más bien, que ahora tenía en mis manos la excusa que necesitaba para traerle a mí como había deseado desde el primer momento? Nicolas mío, mi amor. La eternidad espera. Todos los grandes y espléndidos tesoros de estar muerto esperan.

Continué subiendo las escaleras hacia él y la sed empezó a cantar dentro de mí. Al infierno con sus gritos. La sed cantaba y yo era un instrumento de su canto.

Y los gritos de Nicolas se habían vuelto inarticulados, reducidos a la pura esencia de sus maldiciones, a un sordo insistir en el sufrimiento que llegaba hasta mí sin necesidad de sonido alguno. Las sílabas inconexas que surgían de sus labios tenían algo de divinamente carnal, como el lento paso de la sangre por su corazón.

Levanté la llave, la introduje en la cerradura y Nicolas calló. Sus pensamientos retrocedieron y se recogieron en su interior como si un océano fuera aspirado y concentrado en las delicadas y misteriosas espirales de una única concha.

Mi amor por él, los meses dolientes y torturadores de añoranza de él, la terrible e inconmovible necesidad humana de su presencia, la lujuria… Entre las sombras de la estancia traté de verle a él, y no al ser enloquecido que era ahora. Traté de ver al mortal que no sabía lo que se decía mientras él me lanzaba una mirada de odio.

—¡Tanto hablar de la bondad! —decía con voz ronca y agitada—. ¡Tanto hablar del bien y del mal, de lo que era correcto y lo que era equivocado! ¡Tanto hablar de la muerte, oh, sí, de la muerte, del horror, de la tragedia…!

Palabras. Transportadas por la corriente cada vez más crecida de su odio. Palabras como flores abriéndose en la corriente, con los pétalos cada vez más separados, hasta desprenderse.

—… y lo has compartido con ella. El hijo del noble concedió a la esposa del noble su regalo, el Don Oscuro. Quienes viven en el castillo comparten el Don Oscuro; ellos nunca fueron arrastrados al lugar de las brujas donde se ven los charcos de sebo humano en el suelo, al pie de la estaca quemada. No, mata al anciano que ya no puede ver y al muchacho idiota incapaz de arar un campo. ¿Y qué nos da a nosotros ese hijo del noble, ese matalobos, ese que se echó a gritar en el lugar de las brujas? ¡Una moneda del reino! ¡Con eso nos debemos contentar!

Estaba tembloroso, con la camisa empapada en sudor. Entre el desgarrado encaje de la pechera, un destello de carne firme. Una visión tentadora la de su torso, menudo pero lleno de fuertes músculos como los que tanto gustan de representar los escultores, con las tetillas sonrosadas destacando en la piel oscura.

—Ese poder… —Farfullaba como si se hubiera pasado el día entero repitiendo aquellas palabras con la misma intensidad, como si no tuviera importancia, en realidad, que yo estuviera presente en aquel momento—. Ese poder que hacía inútil cualquier mentira, ese poder oscuro que se cernía sobre todas las cosas, esa verdad que arrasaba…

No. Ninguna verdad. Palabras.

Las botellas de vino estaban vacías; los platos de comida, también. Me fijé en sus brazos enjutos, tensos y preparados para la lucha —pero ¿qué lucha?—, en los mechones de cabello castaño escapados de su coleta, en sus ojos enormes y nublados.

De repente, le vi aplastarse contra la pared como si quisiera atravesarla para apartarse de mí, llevado por un vago recuerdo de las criaturas bebiendo de él, de la parálisis y el éxtasis que había experimentado; sin embargo, inmediatamente, volvió a adelantarse, tambaleándose y extendiendo las manos para sostenerse, asido a objetos que no estaban allí realmente.

Pero su voz había callado.

Y algo se quebró en su rostro.

—¡Cómo pudiste ocultármelo! —susurró.

Percibí pensamientos de viejas leyendas mágicas y luminosas, de un gran estrato sobrenatural en el que vivían todos los seres oscuros e incorpóreos, de una borrachera de conocimientos prohibidos en la que las cosas naturales habían perdido toda importancia. Ya no había milagro alguno en la caída otoñal de las hojas de los árboles, en el sol iluminando el huerto.

No.

El aroma surgía de él como un incienso, como el humo y el calor de los cirios de una iglesia. El corazón latía bajo la piel de su pecho desnudo. El vientre duro y plano brillaba de sudor, de un sudor que impregnaba el grueso cinto de cuero. La sangre salada. Apenas podía controlar mi respiración.

Pero los dos respirábamos. Respirábamos y percibíamos sabores y olores y éramos presa de la sed.

—No has entendido nada. —¿Era Lestat quien hablaba? Parecía el susurro de otro demonio, de otro ser repulsivo para el cual la voz era una imitación de la voz humana—. No has comprendido nada de lo que has visto y oído.

—¡Yo habría compartido contigo todo cuanto tuviera! —Con un nuevo acceso de rabia, alargó el brazo hacia mí y susurró—: ¡Fuiste tú quien no entendió nunca nada!

—Toma tu vida y huye con ella. Vete.

—¿No ves que ésta es la confirmación de todas las cosas? ¡Esa maldad pura, sublime…! ¡Su existencia es la confirmación!

En sus ojos había una expresión de triunfo. De pronto, adelantó aún más el brazo y cerró la mano sobre mi rostro.

—¡No te burles de mí! —le respondí. Le golpeé con tal fuerza que retrocedió unos pasos, ofendido y silencioso—. Cuando me fue ofrecida, la rechacé. Te aseguro que la rechacé. Hasta mi último aliento, la rechacé.

—Siempre has sido un estúpido —replicó—. Ya te lo decía.

Pero advertí que poco a poco estaba desmoronándose. Estaba temblando, y su rabia se transmutaba rápidamente en desesperación. Levantó los brazos una vez más y luego se detuvo.

—Creías en cosas que no eran importantes —dijo en tono casi calmado—. Entonces había algo que no supiste ver. ¡Es imposible que ahora sigas sin darte cuenta de lo que posees!

La nube que cubría sus ojos se condensó en lágrimas al instante. Bajo su expresión ceñuda, surgían de él unas mudas palabras de amor.

Y se adueñó de mí una terrible timidez. Me sentí embargado por el poder, silencioso y letal, que tenía sobre él, y por la certeza de que él reconocía tal poder. Y el amor que sentía por él aumentó aún más esa sensación de poder, convirtiéndola en turbación y bochorno, que súbitamente se transformaron en otra cosa.

Estábamos otra vez tras las bambalinas del teatro; estábamos en el pueblo de la Auvernia, en la pequeña posada. Olí en él no sólo la sangre, sino su repentino terror. Nicolas había retrocedido un paso, y aquel simple movimiento avivó en mí las llamas en igual medida que la visión de su rostro contraído.

Se hizo más pequeño, más frágil. Y, pese a ello, jamás había parecido más fuerte, más atractivo, que en aquel instante. Cuando acorté la distancia que nos separaba, desapareció de su rostro toda expresión. Sus ojos adquirieron una prodigiosa claridad y su mente empezó a abrirse como lo había hecho la de Gabrielle; por un instante, como una llamarada, surgió un recuerdo de los dos juntos en la buhardilla, hablando y hablando a la claridad del reflejo de la luna en los tejados cubiertos de nieve, o deambulando por las calles de París, pasándonos el vino con la cabeza agachada contra las primeras ráfagas de viento invernal, siempre tan alegres, incluso en la miseria, incluso en el misterio —la verdadera eternidad, el auténtico infinito—, en aquel misterio mortal.

No obstante, el momento se desvaneció en la expresión trémula de su rostro.

—Ven a mí, Nicolas —susurré. Adelanté ambas manos para atraerlo—. Si lo quieres, tienes que venir…

Vi a un ave planeando frente a una ensenada, sobre el mar abierto. Y había algo aterrador en el ave y en las olas interminables que sobrevolaba. La vi remontar el vuelo más y más arriba, y el cielo se volvió de plata, y luego, gradualmente, la plata se desvaneció y el firmamento quedó oscuro. La oscuridad de la tarde, ya nada que temer, nada en absoluto. Bendita oscuridad. Pero ésta sólo caía, gradual e inexorablemente, sobre aquella única y pequeña criatura que graznaba al viento sobre el gran páramo que era el mundo. Ensenadas vacías, arenas vacías, mares vacíos.

Todo cuanto alguna vez había contemplado, escuchado o sostenido con placer en mis manos, había desaparecido o no había existido jamás, y el ave, planeando en círculos, continuó su vuelo alzándose lejos de mí, o, para ser más exactos, lejos de nadie, abarcando todo el paisaje, sin historia ni sentido, en la lisa negrura de uno de sus ojillos.

Lancé un grito sin articular vocablos. Noté la boca llena de sangre y aprecié cada trago deslizándose por mi garganta y calmando aquella sed insondable. Y quise decir «sí, ahora lo entiendo, ahora comprendo lo terrible, lo insoportable, de esta oscuridad». No lo sabía. No podía saberlo. El ave volando sin reposo a través de la oscuridad sobre la costa desierta, sobre el mar sin límites. Dios santo, basta. Era peor que los horrores entrevistos en la posada. Peor que el desesperado relincho de la yegua caída en la nieve. Pero la sangre era sangre, al fin y al cabo, y el corazón —aquel corazón delicioso que era todos los corazones— estaba allí, de puntillas contra mis labios.

Ahora, amor mío, ahora es el momento. Puedo engullir la vida que late en tu corazón y mandarte al olvido en el que nada puede ser nunca comprendido o perdonado, o puedo traerte a mí.

Le aparté de mí. Le estreché contra mí como un amante apasionado. Pero la visión no cesó.

Sus brazos me rodearon el cuello. Vi su rostro mojado, sus ojos en blanco. Entonces sacó la lengua y lamió con ansia el corte que había preparado para él en mi garganta. Sí, con ansia, con avidez.

Pero basta, por favor, que cese esta visión. Que se detenga ese remontar el vuelo, esa gran panorámica de la tierra descolorida, ese graznido que no significa nada frente al aullido del viento. El dolor no es nada comparado con esta oscuridad. No quiero… no quiero…

Pero se iba disolviendo. Desaparecía lentamente.

Y, por último, todo quedó consumado. El velo de silencio había caído sobre él, como sucediera con Gabrielle. Silencio. Se separó de mí, pero tuve que sostenerle, pues casi no se mantenía en pie, con las manos en la boca y la sangre derramándose por la barbilla. Tenía la boca abierta, y de ella surgió un sonido seco; a pesar de la sangre, un sonido seco.

Entonces, detrás de él y más allá de la visión del mar metálico y del ave solitaria que era su único espectador, vi a Gabrielle en el umbral de la estancia, su cabello era el velo de oro en torno a los hombros de una Virgen María, cuando, con la expresión de más infinita tristeza en el rostro, musitó:

—El desastre, hijo mío.

A medianoche, quedó evidenciado que Nicolas no hablaba ni respondía a voz alguna, ni hacía el menor movimiento por sí mismo. Permanecía inmóvil e inexpresivo allí donde le dejábamos. Si la muerte le causaba daño, no dio ninguna muestra de ello. Si su nueva visión le complacía, se lo guardó para él. Ni siquiera la sed le impulsó a actuar.

Y fue Gabrielle quien, después de observarle en silencio durante horas, le tomó de la mano, le aseó y le puso ropas limpias. Escogió un gabán negro de lana, una de las pocas prendas oscuras de mi vestuario, y una camisa blanca de lino que le daba el extraño aspecto de un joven clérigo, un poco demasiado serio, algo ingenuo.

Y, al contemplarles en el silencio de la cripta, tuve la absoluta certeza de que los dos podían escuchar sus mutuos pensamientos. Sin una palabra, ella le guio en el trance. Sin una palabra, le mandó a sentarse en el banco junto al fuego.

Finalmente, Gabrielle anunció:

—Ahora debe salir de caza.

Y, cuando volvió los ojos hacia él, Nicolas se levantó sin mirarla, como tirado de una cuerda.

Aturdido, los vi alejarse y escuché sus pasos en los peldaños de la escalera. Luego salí tras ellos furtivamente y, asido a los barrotes de la verja principal, los vi alejarse a campo traviesa como dos espíritus felinos.

El vacío de la noche era un frío permanente que se adueñaba de mí, que me atenazaba. Ni siquiera el fuego del hogar logró calentarme cuando regresé a él.

Allí tenía el vacío y la quietud que me había dicho a mí mismo que deseaba: sí, estar solo después de la espantosa lucha que había sostenido en París. Y, con la quietud, llegó la comprensión de algo que me estaba dando zarpazos en las entrañas como un animal furioso: me di cuenta de que ahora no podía soportar la presencia de Nicolas.

5

La noche siguiente, cuando abrí los ojos, supe lo que debía hacer. No importaba si podía soportar su presencia o no. Yo le había convertido en lo que ahora era, y tenía que encontrar el modo de despertarlo de su estupor.

La cacería no le había cambiado, aunque, aparentemente, había bebido y matado bastante bien. Ahora dependía de mí protegerle de la repulsión que sentía por él: era preciso que fuera a París y le trajera la única cosa que podía hacerle reaccionar.

Lo único que Nicolas había amado mientras estaba vivo era su violín. Tal vez el instrumento sirviera para despertarle. Se lo colocaría en las manos y él querría tocarlo de nuevo, querría tocarlo con su nueva habilidad, y todo cambiaría y el hielo de mi corazón se derretiría de algún modo.

Tan pronto como Gabrielle despertó, le conté lo que me proponía hacer.

—Pero ¿y los demás? No puedes volver a París tú solo.

—Claro que puedo —respondí—. Tú eres necesaria aquí, a su lado. Si esas molestas criaturas aparecieran por aquí, podrían atraerle a campo abierto, en el estado en que se encuentra. Y además, quiero saber qué sucede bajo Les Innocents. Quiero asegurarme de si realmente gozamos de una tregua.

—No me gusta que vayas —dijo ella sacudiendo la cabeza—. Te aseguro que si no creyera que debemos hablar otra vez con Armand, que tenemos cosas que aprender de él y de la vieja dama, me inclinaría por abandonar París esta noche.

—¿Y qué es lo que nos pueden enseñar? —repliqué con frialdad—. ¿Que es cierto que el Sol gira en torno a la Tierra? ¿Que la Tierra es plana?

Con todo, la amargura de mis palabras me hizo sentir avergonzado. Una de las cosas que podían revelarme era por qué los vampiros que yo creaba podían escuchar sus mutuos pensamientos y a mí me resultaba imposible. Sin embargo, me sentía demasiado abrumado por mi aversión hacia Nicolas para pensar en todo aquello.

Me limité a contemplar a Gabrielle y pensar en lo espléndido que había resultado ver cómo se obraba en ella el Rito Oscuro, verla recuperar su belleza juvenil, convertirse de nuevo en la diosa que había sido para mí cuando era un niño. Ver cambiar a Nicolas había sido también verle morir.

Quizá sin leer las palabras en mi mente, ella comprendió perfectamente mis pensamientos.

Nos abrazamos dulcemente.

—Ten cuidado —musitó.

Debería haber acudido directamente al piso a buscar el violín, y todavía me quedaba ir a ver a mi pobre Roget y contarle una sarta de mentiras. Y aquello de abandonar París… cada vez parecía el plan más adecuado para nosotros.

Pero, durante horas, lo único que hice fue vagar. Cacé por las Tullerías y los bulevares, comportándome como si la asamblea bajo Les Innocents no existiera, como si Nicolas estuviera todavía vivo y a salvo en alguna parte, como si París entero fuera mío de nuevo.

Con todo, ni un solo instante dejé de estar atento a la presencia de las criaturas. Pensaba en la vieja reina. Y, por fin, les oí donde menos lo esperaba, en el Boulevard du Temple, cuando me acercaba al teatro de Renaud.

Me extrañó que estuvieran en los lugares de luz, como ellos los denominaban.

Sin embargo, en cuestión de segundos, identifiqué a varios de ellos ocultos detrás del teatro. Y en esta ocasión no había en ellos malevolencia, sino sólo una desesperada animación al percibir mi proximidad.

Entonces vi el rostro lechoso de la mujer vampiro, la mujer hermosa de ojos oscuros y cabellos de bruja. Estaba en el callejón junto a la puerta de artistas y se asomó por un instante, llamándome por señas.

A lomos de mi montura, titubeé por unos instantes. El bulevar mostraba su habitual actividad en una noche de primavera: cientos de paseantes entre el tráfico de carruajes, grupos de músicos callejeros, prestidigitadores y saltimbanquis, los teatros iluminados con sus puertas abiertas para invitar a la multitud. ¿Por qué habría de dejarlo todo para hablar con aquellas criaturas? Presté atención. En realidad eran cuatro y estaban aguardando desesperadamente mi aparición. Eran presa de un miedo terrible.

Muy bien, pues. Tiré de las riendas de la yegua y penetré en el callejón hasta llegar al fondo, donde encontré a los cuatro acurrucados juntos contra la pared de piedra.

El muchacho de ojos grises estaba allí, cosa que me sorprendió, y mostraba una expresión de desconcierto. Detrás de él distinguí a un hombre vampiro alto y rubio junto a una mujer hermosa, ambos cubiertos de harapos como dos leprosos.

Fue la mujer de ojos oscuros, la que se había reído de mi pequeña broma en la escalera de la cripta de Les Innocents, quien rompió el silencio:

—¡Tienes que ayudarnos! —susurró.

—¿Yo? —Intenté dominar a la yegua, que mostraba su disgusto por la compañía—. ¿Por qué habría de ayudaros?

—El amo está destruyendo la asamblea —dijo ella.

—Está destruyéndonos… —añadió el muchacho, sin mirarme.

Tenía los ojos fijos en las piedras del muro y capté de su mente imágenes de lo que estaba sucediendo, de la hoguera encendida y de Armand arrojando al fuego a sus seguidores.

Traté de quitarme aquello de la cabeza, pero las imágenes me llegaban ahora de todos aquellos seres. La mujer de ojos oscuros clavó éstos en los míos en un intento de hacer más detalladas las imágenes: Armand enarbolando un gran madero chamuscado y conduciendo a los demás hacia las llamas, para luego empujarles a la pira con el propio madero mientras sus víctimas pugnaban por huir.

—¡Dios santo, si vosotros erais doce! ¿No podíais defenderos?

—Lo hemos hecho y aquí estamos —expuso la mujer—. Armand echó al fuego a seis de nosotros y los demás pudimos huir. Aterrorizados, buscamos lugares de descanso extraños para pasar el día. Es algo que no habíamos hecho nunca, esto de dormir lejos de nuestras tumbas sagradas. No sabíamos qué nos sucedería. Y, cuando hemos despertado, le hemos encontrado allí. Ha conseguido destruir a dos más, de modo que sólo quedamos nosotros. Incluso ha abierto las cámaras profundas y ha quemado a los hambrientos. Después ha provocado derrumbamientos para cegar los túneles que conducen a nuestro lugar de reunión.

El muchacho alzó los ojos lentamente.

—Tú nos has hecho todo esto —susurró—. Tú nos has destruido a todos.

La mujer se colocó delante de él.

—Tienes que ayudarnos —suplicó—. Forma una nueva asamblea con nosotros. Ayúdanos a existir como lo haces tú —añadió, mientras dirigía una mirada impaciente al muchacho.

—¿Pero y la anciana, la gran dama? —inquirí.

—Fue ella quien lo empezó todo —respondió el muchacho con voz amarga—. Se arrojó a la hoguera voluntariamente. Dijo que iba a reunirse con Magnus. No dejaba de reírse, y fue entonces cuando el amo echó a los otros a las llamas mientras los demás huíamos.

Incliné la cabeza. De modo que la vieja reina ya no estaba. Y todo lo que había conocido y presenciado se había ido con ella, y lo único que había dejado era aquel joven perverso, vengativo y necio que creía a pies juntillas en lo que ella había sabido falso.

—Tienes que ayudarnos —repitió la mujer de ojos oscuros—. Armand está en su derecho, como amo de la asamblea, de destruir a los débiles, a los que no pueden sobrevivir.

—No podía permitir que la asamblea cayera en el caos —añadió la otra mujer vampiro, que permanecía detrás del muchacho—. Sin la fe en las Leyes Oscuras, los otros habrían vagado por el mundo sin saber qué hacer, despertando la alarma entre el populacho mortal. Pero si tú nos ayudas a formar una nueva asamblea, a perfeccionarnos de nuevas maneras…

—El amo nos destruirá —murmuró el muchacho—. Nunca nos dejará en paz. Esperará el momento en que nos separemos y…

—No es invencible —intervino el otro vampiro—. Y ha perdido toda convicción, recordad eso.

—Y tú tienes la torre de Magnus, un lugar seguro… —añadió el muchacho con voz desesperada, al tiempo que alzaba los ojos hacia mí.

—No, no puedo compartirla con vosotros —respondí—. Tenéis que ganar esta batalla vosotros solos.

—Pero seguramente podrás guiarnos… —propuso su compañero.

—Vosotros no me necesitáis —insistí—. ¿Qué habéis aprendido ya de mi ejemplo? ¿Qué habéis aprendido de las cosas que dije anoche?

—Aprendimos más de lo que hablaste después con él —replicó la mujer de ojos oscuros—. Te oímos hablarle de una nueva maldad, de una maldad para estos tiempos, destinada a moverse por el mundo bajo un perfecto disfraz mortal.

—Entonces, adoptad el disfraz —dije—. Tomad las ropas de vuestras víctimas y quedaos el dinero que lleven en los bolsillos. Entonces podréis moveros entre los humanos como yo. Con el tiempo, podéis acumular suficiente riqueza como para adquirir vuestra propia pequeña fortaleza, vuestro santuario secreto. Entonces dejaréis de ser mendigos o fantasmas.

Pude observar la desesperación en sus rostros. Sin embargo, seguían mis palabras con atención.

—Pero nuestra piel, nuestro timbre de voz… —protestó la mujer.

—Podéis engañar a los mortales. Es muy fácil. Sólo es preciso un poco de habilidad.

—¿Y cómo empezamos? —preguntó el muchacho, cabizbajo, como si sólo tomara en consideración todo aquello a regañadientes—. ¿Qué clase de mortales podemos fingir ser?

—¡Escoge tú mismo! Mirad a vuestro alrededor. Disfrazaos de gitanos, si queréis; eso no debería costaros demasiado… O, mejor aún, de mimos —añadí, volviendo los ojos hacia las luces del bulevar.

—¡Mimos! —repitió la mujer de ojos oscuros con una pequeña chispa de excitación.

—Sí, actores. Artistas callejeros. Acróbatas. Haceos acróbatas. Seguro que los habéis visto alguna vez. Podéis pintaros la cara con maquillaje para artistas y así pasarán desapercibidos vuestros gestos y expresiones faciales extravagantes. No podríais escoger otro disfraz más perfecto que ése. En el bulevar encontraréis todo tipo de mortales que habitan en la ciudad. Aprenderéis todo cuanto necesitáis saber.

La mujer se echó a reír y miró a los otros. El hombre estaba sumido en profundos pensamientos, la otra mujer meditaba y el muchacho parecía inseguro.

—Con vuestros poderes, podéis haceros prestidigitadores y saltimbanquis con facilidad —insistí—. Para vosotros, no sería nada. Podríais tener miles de espectadores sin que nadie adivinara nunca lo que sois.

—No fue eso lo que sucedió contigo en el escenario de este pequeño teatro —replicó con frialdad el muchacho—. Tú llenaste de terror sus corazones.

—Porque así lo decidí —expliqué con una punzada de dolor—. Ésta es mi tragedia. Pero puedo engañar a cualquiera cuando me lo proponga, y vosotros también.

Me llevé una mano al bolsillo y saqué un puñado de coronas de oro, que entregué a la mujer de ojos oscuros. Ella tomó las monedas entra ambas manos y las contempló como si le quemaran. Después levantó la vista y vi en sus ojos la imagen de mí mismo en el escenario del teatro de Renaud, realizando aquellas descomunales proezas que habían hecho escapar al público del local.

Pero la mujer tenía otra idea en la cabeza, pues sabía que el teatro estaba abandonado y que me había ocupado de enviar lejos a la compañía.

Y, por un instante, estudié su muda petición. Dejé que mi dolor se redoblara y me atravesara, al tiempo que me preguntaba si mis interlocutores lo advertirían. Aunque, a fin de cuentas, ¿qué importaba eso en realidad?

—Sí, por favor —dijo la mujer. Levantó su mano y tocó la mía con sus dedos blancos y helados—. ¡Déjanos entrar en el teatro! ¡Por favor!

Volvió la cabeza y miró en dirección a la entrada de artistas del local.

Dejarles entrar. Dejarles bailar sobre mi tumba.

Sin embargo, allí debían de quedar todavía viejos trajes y disfraces, restos del vestuario de una troupe que había pasado a disponer de todo el dinero del mundo para renovar su indumentaria escénica. Aún debía de haber viejos cubos de pintura blanca, y agua en los barreños. Mil y un tesoros abandonados con las prisas de la partida.

Me sentí un poco aturdido, incapaz de pensar en todo aquello. Me resistía a rememorar todo lo que había sucedido en aquel teatro.

—Está bien —asentí, y aparté la vista como si algo me hubiera distraído—. Podéis entrar en el teatro si queréis. Podéis utilizar todo lo que hay dentro.

La mujer se me acercó aún más y, de pronto, apretó sus labios sobre el revés de mi mano.

—No olvidaremos esto —musitó—. Me llamo Eleni, este muchacho es Laurent, el hombre de ahí es Félix y la mujer que está junto a él, Eugénie. Si Armand intenta algo contra ti, será como si nos lo hiciera a nosotros.

—Espero que os vaya bien y prosperéis —respondí y, cosa extraña, mis palabras eran sinceras.

Me pregunté si alguno de ellos, con todas sus Leyes Oscuras y sus Ritos Oscuros, había deseado realmente aquella pesadilla que todos compartíamos. En realidad, habían sido arrastrados a ella igual que me había sucedido a mí. Y ahora, para bien o para mal, todos éramos Hijos de las Tinieblas.

—Pero sed cautos en vuestro comportamiento —les advertí—. No traigáis nunca aquí a vuestras víctimas, ni cacéis en las inmediaciones del teatro. Actuad con cautela y proteged la seguridad de vuestro refugio.

Eran las tres pasadas cuando crucé el puente de la Île de Saint Louis. Ya había perdido demasiado tiempo. Ahora debía encontrar el violín.

Pero, no bien me acerqué a la casa de Nicolas en el quai, vi que algo iba mal. Las ventanas estaban desnudas. Todas las cortinas habían sido arrancadas y, sin embargo, el lugar estaba lleno de luz, como si en el interior ardieran cientos de velas. Era muy extraño. Roget no podía todavía haber tomado posesión del piso, pues no había transcurrido el tiempo suficiente para dar por hecho que Nicolas había tenido algún mal encuentro.

Me encaramé rápidamente al techo y descendí por la pared hasta la ventana del patio; comprobé que allí también habían quitado las cortinas.

Y vi encendidas todas las velas de los candelabros y de los brazos de luz de las paredes. Incluso las había sujetas con su propia cera sobre el piano y escritorio. La sala estaba completamente revuelta.

Todos los libros habían sido sacados de los estantes, y algunos volúmenes estaban hechos pedazos; sus páginas rotas. Incluso los libros de música habían sido esparcidos hoja por hoja sobre la alfombra, y todos los cuadros estaban colocados sobre las mesas junto con otros pequeños objetos: monedas, billetes, llaves…

Tal vez las criaturas diabólicas habían arrasado la casa al llevarse a Nicolas. Pero entonces, ¿quién había encendido las velas? Aquello no encajaba.

Presté atención. No había nadie en el piso, o eso parecía. Pero en ese instante escuché algo; no pensamientos, sino un leve sonido. Fruncí el entrecejo, concentrándome, y me di cuenta de que estaba oyendo pasar unas páginas. Luego oí caer algo al suelo y nuevos ruidos de pasar páginas; un ruido áspero, de hojas apergaminadas. Después, el estruendo del presunto volumen arrojado al suelo.

Entreabrí con todo sigilo la ventana. Los ruidos continuaron, pero no capté ningún olor a humano, ni asomo alguno de pensamientos.

Sin embargo, allí había sin duda un olor extraño. Un olor más penetrante que el del tabaco y el de la cera de las velas. Era el mismo hedor de la tierra del cementerio que impregnaba a los vampiros.

Más velas en el pasillo. Velas en la alcoba, y el mismo desorden: libros abiertos y arrojados al suelo en descuidados montones, ropa de cama hecha un revoltijo, cuadros apilados sin ningún orden, armarios vaciados, cajones arrancados de las cómodas…

Pero no logré dar con el violín por ninguna parte.

De otra de las habitaciones seguía surgiendo el sonido de unas manos que pasaban hojas a toda prisa.

Fuera quien fuese —y, por supuesto, supe enseguida de quién tenía que tratarse—, no le importaba un comino mi presencia. No se había detenido ni para tomar un aliento.

Avancé por el pasillo, me detuve a la puerta de la biblioteca y me encontré mirándole mientras él seguía su trabajo.

Era Armand, por supuesto, pero yo no estaba preparado para la imagen que presentaba allí.

La cera de las velas caía por el busto de mármol de César y se derramaba sobre los brillantes colores de los diferentes países en el globo terráqueo. Y los libros formaban montañas sobre la alfombra, salvo los del último estante del rincón, donde ahora se encontraba Armand vestido aún con sus viejos harapos y con el cabello lleno de polvo, sin hacerme el menor caso mientras su mano pasaba página tras página, sus ojos fijos en las palabras que tenía delante, sus labios entreabiertos; su expresión, la de un insecto concentrado en masticar la hoja en la que se ha posado.

Un aspecto absolutamente horrible el suyo. ¡Estaba absorbiendo todo cuanto contenían los volúmenes!

Finalmente, dejó caer el que tenía en las manos y tomó otro, lo abrió y empezó a devorarlo de la misma manera, moviendo los dedos de una frase a otra con sobrenatural celeridad.

Advertí que Armand había examinado todo cuanto contenía el piso con aquella misma voracidad, incluidas la ropa de cama y las cortinas, los cuadros descolgados de sus ganchos, el contenido de armarios y cómodas, pero que era en los libros donde estaba adquiriendo más conocimientos. Por el suelo había obras de todo tipo, desde La guerra de las Galias de Julio César a novelas inglesas contemporáneas.

Con todo, no era su aspecto el único horror. Estaba también el caos que iba dejando a su paso, el absoluto desprecio por las cosas que tocaba.

Y su absoluto desprecio hacia mí.

Terminó de revisar el último libro, o dejó de prestarle atención, y empezó a revolver los viejos periódicos apilados en un estante bajo.

Me descubrí retrocediendo, retirándome de la estancia y apartándome de él con la vista fija en su pequeña y sucia figura. Su cabellera castaña rojiza despedía tenues reflejos a pesar del polvo, y sus ojos brillaban como dos llamas.

Aquel ser extraviado del inframundo tenía un aspecto grotesco entre las velas y el vertiginoso colorido de la vivienda, pero, aun así, su hermosura era patente. No necesitaba las sombras de Notre Dame ni la luz de las teas de la cripta para que resaltara su belleza y, bajo aquella brillante luminosidad, había en él un aire de ferocidad que no le había observado nunca.

Me sentí presa de una abrumadora confusión. Armand era a la vez peligroso y apremiante. Podría haberme quedado mirándolo eternamente, pero un instinto imperioso me dijo: «Vete, déjale este sitio si lo quiere. ¿Qué importa ya eso?».

El violín. Traté desesperadamente de pensar en el violín para dejar de contemplar el movimiento de sus dedos sobre las palabras, la incansable concentración de sus ojos.

Le volví la espalda y fui al salón. Me temblaban las manos. Apenas podía soportar la idea de saberle allí. Busqué por todas partes, pero no logré encontrar el violín. ¿Qué podía haber hecho Nicolas con él? No se me ocurrió nada.

El paso de las páginas, el crujido del papel, el leve ruido del periódico al caer al suelo.

Decidí volver de inmediato a la torre.

Me disponía a pasar rápidamente ante la biblioteca, cuando, sin previo aviso, su mensaje sin sonido habló en mi mente. Me detuve. Era como si una mano me asiera del cuello. Me volví y le encontré mirándome.

«¿Qué hay de esos silenciosos hijos tuyos? ¿Les amas? ¿Te aman ellos?».

Ésa fue su pregunta, y su significado fue desentrañándose trabajosamente en mi cabeza entre ecos interminables.

Hasta el último libro de los estantes se hallaba ahora tirado por el suelo. Armand era un espectro entre las ruinas, un visitante del diablo en quien él creía. Y, con todo, su rostro seguía siendo muy tierno, muy juvenil.

«El Rito Oscuro nunca trae amor, ¿entiendes?, sólo trae silencio». Sus conceptos parecían más suaves en su insonoridad, más claros; el eco terminó de disiparse. «Nosotros decíamos que era la voluntad de Satán que el maestro y el novicio no buscaran consuelo el uno en el otro. Al fin y al cabo, era a Satán a quien servíamos».

Cada una de sus palabras penetró en mí. Cada una de sus palabras fue acogida por un secreto y humillante sentimiento de curiosidad y de vulnerabilidad. Pero me negué a permitir que se diera cuenta de ello y, furioso, exclamé:

—¿Qué quieres de mí?

Al hablar, fue como si se rompiera algo. Sentí más miedo de Armand en aquel momento que en ningún instante de nuestras anteriores discusiones y enfrentamientos, y siempre he odiado a aquellos que me hacen sentir miedo, a aquellos que conocen cosas que yo preciso saber, a aquellos que tienen tal poder sobre mí.

—Es como no saber leer, ¿verdad? —dijo en voz alta—. Y a tu creador, a ese proscrito de Magnus, ¿le importó para algo tu ignorancia? No te explicó ni siquiera las cosas más simples, ¿verdad?

No hubo el menor cambio en su expresión al hablar.

—¿No han sido siempre así las cosas? ¿Alguna vez has tenido a alguien que te enseñara algo?

—Estás sacando esos argumentos de mis recuerdos… —repliqué. Estaba pasmado. Vi el monasterio donde había estado de chiquillo, las filas y filas de volúmenes que no sabía leer, la figura de Gabrielle inclinada sobre sus libros, de espaldas a todos nosotros—. ¡Basta!

Me pareció como si hubiese transcurrido muchísimo tiempo. Me sentía desorientado. Y Armand continuó lanzando mensajes, esta vez en silencio.

«Esos que has creado nunca te dan satisfacción. En el silencio sólo crecen la desavenencia y el resentimiento».

Quise moverme, pero permanecí inmóvil. No podía hacer otra cosa que mirarle mientras continuaba.

«Tú me deseas, y yo a ti, y sólo nosotros dos en todo este mundo nos merecemos mutuamente. ¿No te das cuenta de ello?».

Sus mudos mensajes parecieron extenderse, ampliarse, como una nota de violín sostenida por toda la eternidad.

—Esto es una locura —susurré.

Recordé todas las cosas que me había dicho, las acusaciones que había formulado contra mí, los horrores que las otras criaturas me habían descrito sobre los desgraciados a los que había arrojado a la hoguera.

—¿Lo es? ¿Es una locura? —inquirió él—. Ve entonces con tus silenciosos hijos. En este preciso instante se estarán diciendo lo que no pueden decirte a ti.

—Mientes… —murmuré.

—Y el paso del tiempo sólo acrecentará su independencia. Pero aprende por ti mismo. Cuando quieras venir a mí, me encontrarás fácilmente. Al fin y al cabo, ¿adónde podría ir? ¿Qué podría hacer? Tú me has vuelto a convertir en un huérfano.

—Yo no… —protesté.

—Sí, tú —insistió él—. Tú has sido el causante, tú diste con todo al traste. —Pese a las recriminaciones, no aprecié cólera alguna en su voz—. Pero puedo esperar a que vengas a mí, a que acudas a plantearme las preguntas que sólo yo puedo responder.

Le contemplé durante un instante. No sé cuánto tiempo estuve así. Era como si no pudiera moverme, como si no pudiera ver otra cosa que su figura, y comprendí que estaba envolviéndome de nuevo la profunda sensación de paz que había conocido en Notre Dame, el hechizo que ya había utilizado Armand contra mí. Sólo quedó una luz que le envolvía, y fue como si se acercara a mí y yo a él, aunque ninguno de los dos nos movimos. Armand estaba atrayéndome, arrastrándome hacia él.

Di media vuelta tambaleándome, perdiendo el equilibrio, pero logré salir de la sala. Corrí por el pasillo, y pronto me escabullí de nuevo por la ventana para escalar la pared hasta el techo.

Instantes después, cabalgaba al galope por la Île de la Cité como si Armand me persiguiera. Mi corazón no moderó su frenético latir hasta que hube dejado atrás la ciudad.

El tañido de las campanas del infierno.

La torre se alzaba en la oscuridad contra las primeras luces del alba. Mi pequeño grupo ya se había retirado a descansar en su cripta de las mazmorras.

No abrí los sepulcros para mirarles aunque sentía unos desesperados deseos de hacerlo, de ver otra vez a Gabrielle y tocar su mano.

Subí solo hacia las almenas para contemplar el milagro ardiente del amanecer que se aproximaba, de aquel momento que jamás volvería a ver completo. El tañido de las campanas del infierno, mi música secreta…

Pero me llegaba también otro sonido. Lo advertí mientras subía la escalera y me maravilló su capacidad para alcanzarme. Era una especie de canción suave y dulce, que llegaba a mí como si salvara una distancia inmensa.

Una vez, hacía años, había escuchado a un joven campesino que venía cantando por la carretera que partía del pueblo hacia el norte. El muchacho no se había fijado en si alguien lo escuchaba, se había creído a solas en el campo abierto y su voz había poseído una fuerza interna y una pureza que le habían conferido una belleza sobrenatural. Las letras de la vieja tonada eran lo de menos.

Era ésta la voz que ahora me llamaba. Era la misma voz solitaria, alzándose sobre la distancia que nos separaba para recoger en sí misma todos los sonidos.

Volví a sentir miedo, pero aun así, abrí la puerta de lo alto de la escalera y salí al exterior. Percibí la brisa sedosa de la mañana y el parpadeo ensoñador de las últimas estrellas. El cielo no era ya un dosel, sino más bien una neblina que se alzaba interminable sobre mí, y las estrellas escapaban hacia arriba, haciéndose todavía más pequeñas entre la niebla.

Como una nota emitida en las altas montañas, la voz lejana se hizo más aguda, tocándome el pecho en el lugar donde había posado mi mano.

La voz me traspasó como un rayo de luz rasga la oscuridad, canturreando:

«Ven a mí. Todo quedará olvidado sólo con que vuelvas a mi. Estoy más solo de lo que he estado nunca».

Y, acompañando a la voz, llegó hasta mí una sensación de posibilidades sin límite, de asombro y expectación, que traía consigo la visión de Armand plantado en solitario ante las puertas abiertas de Notre Dame. El tiempo y el espacio eran meras ilusiones. Le vi envuelto en una luz lechosa ante el altar principal, una figura ágil y veloz envuelta en regios harapos y sin otra expresión en sus ojos que la paciencia, hasta desvanecerse en un leve resplandor. En aquel instante no existía ninguna cripta secreta bajo Les Innocents. No existía la visión espantosa de aquel fantasma andrajoso bajo la radiante luminosidad de la biblioteca de Nicolas, arrojando los libros al suelo como si fueran cáscaras vacías al terminar de hojearlos.

Creo que me arrodillé y apoyé la cabeza contra las melladas losas del suelo. Vi la Luna como un fantasma desvaneciéndose y el Sol debió de tocarla, porque su brillo me hizo daño y me obligó a cerrar los ojos.

Sin embargo, sentí al mismo tiempo una gran exaltación, un éxtasis. Era como si mi espíritu pudiera saborear la gloria del Rito Oscuro, sin necesidad de derramar sangre, en la intimidad de aquella voz que me hendía y buscaba la parte más tierna y más secreta de mi alma.

«¿Qué deseas de mí? —quise decirle—. ¿Cómo puedes ofrecerme el perdón y el olvido cuando hace tan poco sólo sentías por mí el rencor más profundo? Tu asamblea, destruida. Esos horrores que no quiero imaginar…».

Todo esto quise decirle, pero, como antes, me resultó imposible articular las palabras. Y esta vez me di cuenta de que, si me atrevía a intentarlo, la sensación de felicidad desaparecería y me abandonaría, y que la angustia sería peor aún que la sed de sangre.

Con todo, aunque permanecí callado, envuelto en el misterio de aquel sentimiento, reconocí imágenes y pensamientos extraños que no me pertenecían.

Me vi a mí mismo regresando a las mazmorras y tomando en mis brazos los cuerpos inanimados de los dos monstruos de mi propia raza a los que tanto amaba. Me vi transportándolos a la azotea de la torre y dejándolos allí, impotentes, a merced del sol naciente. Las campanas del infierno repicaban en vano por ellos: tocaban alarma. Y el sol los consumía y los reducía a cenizas con cabello humano.

Mi mente retrocedió ante todo aquello, se replegó en sí misma, presa del más desgarrador desengaño.

—Basta, Armand —susurré. ¡Ah, cuánto me dolía aquella decepción, aquella reducción de posibilidades…!—. Qué estúpido has sido al pensar que yo podría hacer tal cosa…

La voz se desvaneció, se apartó de mí y sentí la soledad en cada poro de mi piel. Era como si me hubieran privado para siempre de cualquier cobijo y, en adelante, fuera a sentirme siempre tan desnudo y desdichado como en aquel instante.

Y sentí en la lejanía una convulsión de energía, como si el espíritu que había creado la voz estuviera enroscándose sobre sí mismo con una gran lengua.

—¡Traición! —exclamé en voz más alta—. Pero ¡ah!, qué tristeza, qué error de cálculo. ¡Cómo puedes decir que me deseas!

Pero se había ido. Había desaparecido por completo. Y, presa de la desesperación, deseé que volviera aunque fuera para luchar contra mí. Anhelé gozar de nuevo de aquella sensación de posibilidad, de aquella deliciosa llamarada.

Y vi su rostro en Notre Dame, juvenil y casi dulce, como el de un santo pintado por Leonardo.

Me invadió una terrible sensación de fatalidad.

6

Tan pronto como Gabrielle despertó, la conduje lejos de Nicolas y le expliqué todo lo que había tenido lugar la noche anterior. Le conté todo cuanto Armand había sugerido y dicho. Con cierta incomodidad, mencioné el silencio que existía entre ella y yo, y le aseguré saber ahora que tal situación no iba a cambiar.

—Debemos dejar París lo antes posible —dije por fin—. Esa criatura es demasiado peligrosa. Y esas otras a las que he cedido el teatro… ninguna de ellas sabe nada, salvo lo que él les ha enseñado. Propongo que les dejemos París y tomemos la Senda del Mal, por usar las palabras de la vieja reina.

Había esperado de ella una reacción de furia contra mí, y de malevolencia hacia Armand, pero permaneció serena durante toda mi exposición.

—Quedan demasiadas preguntas por responder, Lestat —dijo al fin—. Quiero saber cómo nació su asamblea. Y quiero conocer todo lo que Armand sabe de nosotros.

—Madre, estoy tentado de volver la espalda a todo eso. No me importa cómo se inició y dudo que él mismo lo sepa.

—Te entiendo, Lestat —respondió ella con calma—. Créeme, te entiendo. Cuando todo quede aclarado, estas criaturas me importarán menos que los árboles de este bosque o que las estrellas que lucen ahí arriba. Preferiría estudiar las corrientes del viento o los dibujos de las hojas al caer…

—Exacto.

—Pero no debemos precipitarnos. Ahora, lo importante es que los tres permanezcamos juntos. Debemos ir juntos a la ciudad y prepararnos con tranquilidad para marcharnos juntos más adelante. Y juntos también debemos trazar el plan para despertar a Nicolas con el violín.

Quise preguntarle por Nicolas, saber qué había tras su silencio, qué podía ella adivinar en su mente. Sin embargo, las palabras se me secaron en la garganta y recordé, como lo había hecho en todo instante, el comentario que Gabrielle había hecho en aquellos primeros instantes: «El desastre, hijo mío».

Me pasó el brazo por la cintura y me condujo de nuevo hacia la torre.

—No tengo que leer tus pensamientos —dijo— para saber lo que dice tu corazón. Llevémosle a París y busquemos el Stradivarius. —Se puso de puntillas para darme un beso y añadió—: Ya estábamos juntos en la Senda del Mal antes de que sucediera todo esto, y pronto volveremos a tomarla.

Conducir a Nicolas a París resultó tan fácil como llevarle a cualquier otra parte. Como un fantasma, montó a caballo y cabalgó a nuestro lado; únicamente su oscura melena y su capa, batidas por el viento, parecían tener vida.

Cuando cobramos nuestras víctimas en la Île de la Cité, advertí que no verle cazar y matar me resultaba insoportable.

Y no me daba ninguna esperanza verle hacer aquellas cosas sencillas con la torpeza y lentitud de un sonámbulo. Tal cosa sólo demostraba que podía continuar en aquel estado para siempre, como nuestro silencioso cómplice, poco más que un cadáver resucitado.

Sin embargo, mientras recorríamos juntos las callejas, se adueñó de mí una sensación inesperada. Ahora éramos tres, no dos. Éramos un grupo, una asamblea. Y si conseguía reanimarle…

No obstante, lo primero era la visita a Roget. Tenía que presentarme solo ante el abogado, de modo que les dejé esperando a unas cuantas puertas de la casa y, mientras golpeaba el picaporte, tomé fuerzas para acometer la actuación más horrorosa de mi carrera teatral.

Pues bien, muy pronto iba a aprender una importante lección acerca de los humanos y de su disposición a convencerse de que el mundo es un lugar seguro. Roget se mostró encantado de verme. Estaba tan aliviado de encontrarme «vivo y en buen estado de salud» y de comprobar que seguía requiriendo sus servicios, que, con grandes aspavientos de cabeza, aceptó mis disparatadas explicaciones sin apenas darme tiempo a empezarlas.

(Y esta lección sobre la tranquilidad de los mortales no iba a olvidarla nunca. Aunque un espíritu esté haciendo pedazos una casa, aunque haga volar los platos y las ollas, derrame agua sobre los cojines o haga que los relojes suenen a todas horas, los mortales aceptarán prácticamente cualquier «explicación natural» que se les ofrezca, por absurda que sea, antes que la obvia explicación sobrenatural del suceso).

También quedó claro casi desde el primer momento que el abogado creía que Gabrielle y yo habíamos abandonado la alcoba de la casa por la puerta de servicio, una posibilidad en la que yo no había caído hasta entonces. Así pues, respecto a los candelabros retorcidos, lo único que hice fue murmurar unas frases sobre si me había vuelto loco de dolor al ver a mi madre en el lecho de muerte. Roget lo comprendió enseguida.

En cuanto a la razón de que me la llevara… En fin, Gabrielle había insistido en que la alejara de todos y la llevara a un convento, donde ahora se encontraba.

—¡Ah, señor abogado, su mejoría es un milagro! —exclamé—. Si pudiera verla… Pero no importa. Nos vamos de inmediato a Italia con Nicolas de Lenfent y necesitamos dinero en efectivo, letras de crédito, lo que sea. Y un carruaje, uno grande para viajes largos, y un buen tiro de seis caballos. Ocúpese de esto, que esté todo preparado para primera hora de la noche del viernes. Y escríbale a mi padre diciéndole que nos llevamos a mi madre a Italia. Supongo que mi padre se encuentra bien, ¿verdad?

—Sí, sí. Por supuesto, únicamente le he hecho llegar las noticias más tranquilizadoras…

—Muy prudente por su parte. Sabía que podía confiar en usted. ¿Qué haría yo sin su colaboración? ¿Y qué me dice ahora de estos rubíes? ¿Podría convertirlos en dinero inmediatamente? También tengo unas cuantas monedas españolas para vender. Bastante antiguas, creo.

Tomó nota de todo como un poseso, mientras todas sus dudas y sospechas se fundían bajo el calor de mis sonrisas. ¡Estaba tan contento de tener algo que hacer!

—Conserve vacío mi local del Boulevard du Temple —le ordené—. Y, naturalmente, quiero que se encargue de todo.

El local del Boulevard du Temple, el escondrijo de un grupo de vampiros harapientos y desesperados, a menos que Armand los hubiera descubierto y los hubiera quemado como viejos trajes de atrezo. Muy pronto encontraría la respuesta a aquel interrogante.

Bajé los peldaños hasta la calle silbando para mí de la manera más humana, satisfecho de haber cumplido con aquella desagradable obligación. Entonces advertí que Nicolas y Gabrielle no aparecían por ninguna parte.

Me detuve y observé con atención la calle.

Vi a Gabrielle en el preciso instante de escuchar su voz: una figura joven y varonil surgiendo impetuosa de una callejuela, como si se acabara de materializar allí mismo.

—¡Lestat, se ha ido… ha desaparecido! —exclamó.

No supe qué responder. Dije alguna estupidez, algo así como «¿Qué quieres decir, desaparecido?», pero mis pensamientos casi ahogaban las palabras antes de que surgieran de mi cabeza. Si hasta aquel instante había dudado de mi amor por él, me había estado mintiendo a mí mismo.

—Le he dado la espalda y todo ha sucedido así de rápido, te lo aseguro —explicó ella, entre apenada y furiosa.

—¿Has oído a alguien más…?

—No. A nadie. Sencillamente, todo ha sido demasiado rápido.

—Sí, siempre que se haya movido por sí mismo, que no se lo haya llevado…

—¿Armand? Habría notado su miedo si él hubiera intervenido —insistió.

—Pero ¿estás segura de que Nicolas tenga miedo, de que sienta algo?

Yo estaba absolutamente aterrado y exasperado. Nicolas se había desvanecido en una oscuridad que se extendía alrededor de nosotros como una rueda gigante en torno a su eje. Creo que apreté los puños y debí hacer algún vago gesto de pánico.

—Escúchame —dijo—. Sólo hay dos cosas que dan vueltas y vueltas en su mente…

—¡Dímelas!

—Una es la hoguera de la cripta bajo Les Innocents donde estuvo a punto de ser quemado. La otra es un pequeño teatro… unas luces, un proscenio, un escenario…

—El teatro de Renaud —murmuré.

Juntos, ella y yo éramos arcángeles. No tardamos un cuarto de hora en llegar al ruidoso bulevar y, entre la animada multitud, pasamos ante la abandonada fachada del local de Renaud para dirigirnos a la puerta de artistas.

Los tablones estaban astillados, y las cerraduras, rotas. Sin embargo, no capté sonido alguno de Eleni y de las demás criaturas mientras avanzábamos con sigilo por el pasillo que rodeaba los bastidores. Allí no había nadie.

Quizás Armand había devuelto al redil a sus hijos, después de todo, y la culpa era mía por no haberles acogido a mi lado.

No había nada, salvo la jungla de utillería, los grandes decorados pintados con el día y la noche y la montaña y el valle, y los camerinos abiertos, aquellos abigarrados cuartuchos donde, aquí y allá, un espejo reflejaba la luz que se filtraba por la puerta abierta que habíamos dejado atrás.

Entonces, la mano de Gabrielle se cerró en mi manga. Con un gesto, señaló el escenario y, por la expresión de su rostro, supe que no eran los otros. Quien estaba allí era Nicolas.

Me acerqué al lateral del escenario. El telón de terciopelo estaba corrido a ambos lados, y distinguí claramente su figura en el foso de la orquesta. Estaba sentado en su lugar habitual, con las manos cruzadas sobre los muslos. Tenía el rostro vuelto hacia mí, pero no advertía mi presencia. Seguía con la mirada perdida, como siempre.

Y evoqué las extrañas palabras de Gabrielle la noche después de que la creara, respecto a que no podía sobreponerse a la sensación de haber muerto y de no poder influir en nada en el mundo mortal.

Su aspecto era translúcido, carente de vida. Era el aspecto mudo e inexpresivo con que uno casi tropieza en las sombras de la casa encantada, casi fundido con el mobiliario polvoriento; era, tal vez, el espanto más horrible de todos cuantos existen.

Miré si tenía el violín en el suelo apoyado en la silla y, al ver que no era así, me dije que aún tenía una oportunidad.

—Quédate aquí y vigila —indiqué a Gabrielle.

Sin embargo, el corazón se me desbocó cuando alcé la mirada al teatro a oscuras, cuando me dejé embriagar por los viejos olores. «¡Oh, Nicolas! —pensé—. ¿Por qué has tenido que traernos aquí, a este lugar hechizado? Aunque, ¿quién soy yo para preguntarlo? También yo volví, ¿no es cierto?».

Encendí la única vela que encontré en el camerino de la primera actriz. Por todas partes había botes de pintura de teatro abiertos, y en las perchas colgaban aún numerosos trajes desechados. Todos los camerinos por los que pasé estaban llenos de vestuario abandonado, peines y cepillos olvidados, flores marchitas todavía en los jarrones y polvos de maquillaje derramados por el suelo.

Volví a pensar en Eleni y los demás, y advertí que se apreciaba allí un levísimo aroma a Les Innocents. Distinguí unas huellas de pisadas de pies desnudos muy claras en el polvo. Sí, las criaturas habían entrado. Y habían encendido velas, sin duda, pues el olor a cera parecía muy reciente.

Fuera como fuese, no había entrado en mi antiguo camerino, la estancia que Nicolas y yo compartíamos antes de cada actuación. Todavía estaba cerrada y, cuando la abrí por la fuerza, me llevé una desagradable sorpresa. Todo seguía exactamente como lo había dejado.

Estaba limpia y ordenada, incluso el espejo estaba libre de polvo, y encontré todas mis pertenencias tal como las dejara la última noche que había pasado allí. Vi mi vieja capa colgada de la percha, las viejas ropas que había traído del campo y un par de botas arrugadas. Encontré también mis tarros de maquillaje para la escena en perfecto orden, y la peluca —que sólo había lucido en el teatro— en su cabeza de madera. Las cartas de Gabrielle formaban un pequeño montón; los ejemplares de periódicos ingleses y franceses en los que se mencionaba la obra y una botella de vino aún medio llena, con el tapón seco, completaban el inventario. Y allí, en la oscuridad bajo el tocador de mármol, cubierta en parte por un gabán negro hecho un fardo, había una brillante caja de violín. No era la del instrumento que habíamos traído del pueblo. No. En su interior debía de estar el preciado regalo que le había comprado después, con la «moneda del reino»: el violín Stradivarius.

Me agaché y abrí la tapa. Efectivamente, contenía el bello instrumento, delicado y dotado de un oscuro brillo, abandonado allí entre todas aquellas cosas sin valor.

Me pregunté si Eleni y los demás se lo habrían quedado en el caso de haber entrado en el camerino. ¿Habrían sabido reconocer su posible utilidad y su valor?

Dejé la vela por un instante, saqué con cuidado el violín y tensé las cuerdas de crin del arco como le había visto hacer mil veces a Nicolas. Luego llevé el instrumento y la vela otra vez al escenario, me agaché y empecé a encender la larga serie de velas que formaba la batería de luces del proscenio.

Gabrielle me contempló, impasible. Luego acudió a ayudarme. Fue encendiendo una vela tras otra y prendió a continuación los candelabros de las paredes.

Pareció que Nicolas se agitaba, pero tal vez fue sólo la creciente iluminación de su perfil, la suave luz que emanaba del escenario y se extendía por la sala vacía. Los profundos pliegues del terciopelo cobraron vida por doquier y los ornados espejuelos incrustados en el frontis del anfiteatro y de los palcos se convirtieron en otras tantas luces.

Qué bello era aquel rincón, nuestro rincón. Había sido la puerta al mundo, cuando éramos mortales. Y, finalmente, habría resultado la puerta del infierno.

Cuando terminé de encender las velas, me detuve un momento sobre el escenario y admiré los pasamanos dorados, la nueva araña de luces que colgaba del techo y, arriba de todo, las máscaras de la comedia y de la tragedia como dos caras surgiendo del mismo cuello.

El local parecía mucho más pequeño cuando estaba vacío. En cambio, ningún teatro de París parecía más grande cuando estaba lleno.

Llegaba del exterior el ronco rumor del tráfico en el bulevar, finas voces humanas alzándose de vez en cuando como chispas sobre el murmullo de fondo. Debía de estar pasando un carruaje pesado, porque todo cuanto contenía el teatro vibró ligeramente: la llama de las velas en los reflectores, el enorme telón recogido a izquierda y derecha, el decorado con un jardín bellamente dibujado y unas nubes en el cielo.

Pasé delante de Nicolas, que no me había dirigido la mirada un solo instante, y descendí la escalerilla situada tras él hasta el foso de la orquesta. Me acerqué a su silla con el violín.

Gabrielle se quedó de nuevo tras las bambalinas con una expresión fría pero paciente en su rostro menudo. Se apoyó contra una columna próxima, con el gesto fácil de un extraño joven de largos cabellos.

Por detrás de él, bajé el violín sobre el hombro de Nicolas y lo deposité en su regazo. Noté que se movía, como si exhalara un suspiro, y apretaba la nuca contra mí. Luego, lentamente, alzó la mano izquierda para sujetar el puente del violín, al tiempo que, con la diestra, tomaba el arco.

Me arrodillé y apoyé las manos en sus hombros. Le besé la mejilla. No capté ningún olor humano, ningún calor de mortal. Era una escultura de mi Nicolas.

—Toca —susurré—. Toca ahora, para nosotros solos.

Se volvió lentamente hasta quedar frente a mí y, por primera vez desde el instante del Rito Oscuro, me miró a los ojos y emitió un leve sonido, tan forzado que me pareció como si hubiera perdido la capacidad de hablar. Como si se le hubieran atrofiado los órganos de fonación.

Finalmente, se pasó la lengua por los labios y, en una voz tan baja que apenas logré oírle, dijo:

—Es el instrumento del diablo.

—Sí —respondí. «Si es lo que tienes que creer —añadí para mí—, que así sea. Pero toca».

Sus dedos se posaron sobre las cuerdas. Tanteó la madera de la caja hueca con la yema de los dedos, y, por fin, tembloroso, pulsó las cuerdas para afinarlas y ajustó con gran parsimonia las clavijas, como si, sumamente concentrado, realizara por primera vez aquella maniobra.

En el bulevar, unos niños se reían. Unas ruedas de madera traqueteaban con estruendo en los adoquines. Las notas entrecortadas eran irritantes, discordantes, y agudizaban la tensión.

Nicolas apretó el instrumento contra su oído por un instante y me dio la impresión de que volvía a quedarse inmóvil durante una eternidad, hasta que se puso en pie con lentitud. Dejé el foso de la orquesta y salí a la platea, donde me quedé de pie contemplando su negra silueta recortada contra el fulgor del escenario.

Se volvió hacia el patio de butacas vacío como tantas veces había hecho en el intermedio de la representación, y se colocó el violín bajo el mentón. Y, con un movimiento veloz como el rayo ante mis ojos, bajó el arco sobre las cuerdas.

Los primeros arpegios, graves y potentes, latieron en el silencio y se alargaron y profundizaron, arañando el fondo mismo del sonido. Luego, las notas se alzaron, ricas y oscuras y penetrantes, como si fueran extraídas del violín por obra de magia, hasta que un desbordado torrente de melodías inundó de pronto la sala.

La música pareció traspasar mi cuerpo, atravesar mis mismísimos huesos.

No podía ver el movimiento de sus dedos ni el ir y venir del arco; lo único que distinguía era la agitación de su cuerpo, su postura torturada mientras dejaba que la música le retorciera, le doblara hacia delante y le arrojara hacia atrás.

Las notas se hicieron más agudas, más chillonas, más rápidas, pero seguían conservando el tono a la perfección. Era una ejecución sin esfuerzo, con un virtuosismo más allá de cualquier sueño mortal. Y el violín hablaba; no se limitaba a cantar, sino que era insistente en su tonada. El violín contaba una historia.

La música era un lamento, un futuro de terror enroscándose en hipnóticos ritmos de danza, sacudiendo a Nicolas de un lado a otro con más fuerza todavía. Su cabello era una greña reluciente ante las luces del proscenio. Su piel estaba perlada de sudor ensangrentado. Llegó hasta mí el olor de la sangre.

Pero yo también estaba doblándome, y retrocedía, agachado tras los asientos como si quisiera ocultarme de la música, igual que una multitud de aterrorizados mortales se había puesto a cubierto de mí en aquel mismo local.

Y supe, de alguna manera plena y simultánea, que el violín estaba contando todo cuanto le había sucedido a Nicolas. La música era el estallido de la oscuridad, era la oscuridad fundida, y su belleza era como el fulgor de las ascuas: daba la luz suficiente para mostrar cuánta oscuridad había en realidad.

También Gabrielle pugnaba por mantener quieto el cuerpo bajo aquel torbellino. Tenía el rostro contraído y las manos en la cabeza; la melena leonina se le había soltado en torno a la cara, y advertí que había cerrado los ojos.

Sin embargo, otro sonido se abrió paso entre la pura inundación de la música. Las criaturas estaban allí. El cuarteto había acudido al teatro y avanzaban hacia nosotros entre bastidores.

La música alcanzó cimas imposibles, el sonido tomaba fuerzas y siguió ascendiendo. La mezcla de sentimientos y de pura lógica traspasó los límites de lo tolerable y, sin embargo, continuó y continuó…

Y el cuarteto apareció lentamente detrás del telón: primero, la majestuosa figura de Eleni, seguida de Laurent, el muchacho, y de Félix y Eugénie. Se habían convertido en acróbatas, en artistas callejeros, y llevaban la ropa de los de su oficio, los hombres con medias blancas bajo los calzones de arlequín con colgantes, y las mujeres con grandes bombachos, vestidos de volantes y zapatillas de baile en los pies. El carmín brillaba en sus inmaculadas caras blancas y el kohl trazaba el contorno de sus deslumbrantes ojos de vampiro.

Se acercaron a Nicolas como atraídos por un imán, y su belleza destacó aún más al quedar a la luz de las velas del escenario; sus cabellos brillaban, sus movimientos eran ágiles y felinos, sus expresiones eran arrebatadas. Nicolas se volvió lentamente hacia ellos mientras seguía agitándose, y la música se convirtió en una súplica frenética, bamboleándose y ascendiendo y lanzando rugidos en su carrera melódica.

Eleni contempló a Nicolas con los ojos muy abiertos, entre horrorizada y encantada. Después, levantó los brazos por encima de la cabeza con un gesto lento y teatral y puso el cuerpo en tensión; su cuello resultaba aún más largo y grácil. La otra mujer pivotó sobre un pie, y levantó la rodilla; los dedos del pie apuntaban hacia abajo en el primer paso de una danza. No obstante, fue el hombre alto quien cogió de pronto el ritmo de la música de Nicolas, sacudiendo la cabeza a un lado y moviendo brazos y piernas como si fuera una gran marioneta tirada de cuatro cuerdas colgadas de las vigas del techo.

Los demás lo vieron. Ya conocían las marionetas del bulevar y, de pronto, todos adoptaron aquella gesticulación mecánica, con bruscos movimientos como espasmos y con el rostro como máscaras de madera absolutamente en blanco.

Me atravesó una gran oleada fría de placer, como si de pronto pudiera aspirar el calor radiante de la música, y gemí de gozo viéndoles sacudirse y agitarse, lanzar las piernas a lo alto, con los dedos hacia el techo, y dar vueltas con sus cuerdas invisibles.

Pero la situación empezó a cambiar. Ahora, Nicolas tocaba para ellos, al tiempo que las criaturas bailaban para él.

Avanzó hacia el escenario, dio un salto por encima de la humeante batería de luces del proscenio y fue a caer en medio de los cuatro. La luz se reflejó en el instrumento y ocultó por un instante su rostro resplandeciente.

Un nuevo elemento burlón impregnó la interminable melopea, una melodía sincopada que hacía tambalear la tonada y le daba una carga aún más amarga y, al propio tiempo, aún más dulce.

Las marionetas de articulaciones rígidas lo rodearon, arrastrando los pies y meneando la cabeza sobre las tablas. Con los dedos abiertos y bamboleando la cabeza a un lado y a otro, se retorcieron y agitaron, hasta que, uno por uno, fueron perdiendo la rigidez a la vez que la melodía de Nicolas se fundía en una desgarradora tristeza. La danza se hizo de inmediato viscosa, acongojada y lenta.

Era como si una mente los controlara, como si danzaran al son de los pensamientos de Nicolas, además de al de su música. Y Nicolas se puso a bailar con ellos sin dejar de tocar, acelerando el ritmo hasta convertirse en el violinista rural de la hoguera de Carnaval, y las criaturas saltaron por parejas como amantes de aldea, las mujeres haciendo volar las faldas y los hombres doblando las piernas, al tiempo que alzaban a las mujeres, creando en todo momento posturas del más tierno amor.

Paralizado, contemplé la escena: los bailarines sobrenaturales, el violinista monstruoso, brazos y piernas moviéndose con inhumana lentitud, con gracia hechizadora. La música era como un fuego que nos consumía a todos.

Y de nuevo lanzó un grito de dolor, de horror, de pura rebelión del alma contra todas las cosas. Y, una vez más, las criaturas le dieron expresión visual con rostros retorcidos de tormento, como la máscara de la tragedia grabada en el techo.

Me di cuenta de que, si no volvía la espalda a aquello, terminaría llorando.

No quería oír ni ver nada más. Nicolas se estaba moviendo adelante y atrás como si el violín fuera una bestia a la que ya no dominara. Y descargaba sobre las cuerdas golpes breves y ásperos con el arco.

Los bailarines pasaron delante de él, por detrás, le abrazaron y se cogieron a él mientras Nicolas levantaba las manos y sostenía el violín por encima de la cabeza.

Una carcajada estridente surgió de la boca del músico. Se reía a mandíbula batiente, agitando brazos y piernas sin control. Al cabo de unos instantes, bajó la cabeza y clavó los ojos en mí. Por último, con su tono de voz más estentóreo, exclamó:

—¡YO OS HE DADO EL TEATRO DE LOS VAMPIROS! ¡EL TEATRO DE LOS VAMPIROS! ¡EL MAYOR ESPECTÁCULO DEL BULEVAR!

Desconcertados, los demás le miraron. Sin embargo, una vez más, todos al unísono batieron palmas y lanzaron vítores. Dieron saltos en el aire y, con gritos de alegría, pasaron sus brazos en torno al cuello de Nicolas y le besaron. Después, danzando en torno a él haciendo un círculo, le hicieron dar vueltas impulsándole con los brazos. Se alzaron las risas en todas las gargantas cuando él los estrechó a todos en sus brazos y respondió a sus besos mientras las criaturas lamían, con sus largas lenguas rosadas, el sudor ensangrentado de su rostro.

—¡El Teatro de los Vampiros!

Las criaturas se separaron de Nicolas y vocearon el nombre al público inexistente, al mundo entero. Hicieron una reverencia a las luces del proscenio y, retozando y lanzando alaridos, saltaron a las vigas y se dejaron caer desde ellas con un eco atronador de las tablas.

Desapareció la música, reemplazada por la cacofonía de gritos y golpes y risas, insistente como el tañido de las campanas.

No recuerdo que les diera la espalda ni que subiera los peldaños del escenario y cruzara éste dejándoles atrás, pero debí de hacerlo, ya que, de pronto, me encontré sentado en la mesilla baja y estrecha de mi reducido camerino, con la espalda apoyada en el rincón, las rodillas encogidas y la cabeza contra el frío cristal del espejo. Gabrielle estaba allí.

Mi respiración era jadeante y su sonido me desgarró. Vi cosas —la peluca que había lucido en escena, el escudo de cartón piedra— que me hicieron evocar emociones extraordinarias. Pero sentía que me ahogaba. Y era incapaz de pensar.

Entonces apareció Nicolas a la puerta y apartó a Gabrielle a un lado con una fuerza que nos sorprendió a ella y a mí.

—Y bien: ¿no te gusta, mi señor empresario? —me preguntó, a la vez que me apuntaba con el dedo y avanzaba hacia mí. Su voz era un torrente sin pausas que parecía una sola e inmensa palabra—. ¿No admiras su esplendor, su perfección? ¿No dotarás al Teatro de los Vampiros de esas monedas del reino que posees en tal abundancia? ¿Cómo era eso, «la nueva maldad, el centro en el capullo de la rosa, la muerte en el centro mismo de las cosas…»?

De la mudez había pasado al parloteo obsesivo e, incluso cuando cesó de hablar, los inaudibles sonidos frenéticos y carentes de sentido continuaron brotando de sus labios como el agua de una fuente. Tenía el rostro contraído, duro y brillante de las gotitas de sangre que bañaban su piel y manchaban el lino blanco de su cuello.

Y detrás de él se produjo la risa casi inocente de los demás, salvo de Eleni, que se quedó mirando por encima del hombro de Nicolas, esforzándose en tratar de entender qué estaba sucediendo realmente entre nosotros.

Nicolas se acercó aún más, sonriendo con una media risa, y me dio unos golpecitos en el pecho con el dedo muy rígido.

—Bien, habla. ¿No ves qué espléndida burla, qué genialidad? —Se golpeó a sí mismo en el pecho con el puño y continuó—: Vendrán a nuestras representaciones, llenarán de oro nuestras arcas y no adivinarán nunca qué acogen, qué florece justo en el rabillo del ojo parisiense. Nos alimentamos de ellos en las callejas y ellos vienen a aplaudirnos ante el escenario…

Oí la risa del muchacho a su espalda, el tintineo de la pandereta, el leve murmullo de la otra mujer cantando. Una larga risa del hombre como una cinta desenrollándose, trazando sus movimientos en rápidos círculos entre ruidosos juncos.

Nicolas se acercó tanto, que la luz desapareció detrás de él. Dejé de ver a Eleni.

—¡Una maldad espléndida! —exclamó. Su voz estaba llena de amenazas, y sus blancas manos parecían las zarpas de una criatura marina dispuesta a saltar en cualquier momento para despedazarme—. Servir al dios del bosque oscuro como no ha sido servido nunca, ¡y justo aquí, en el centro mismo de la civilización! ¡Para esto has salvado tu teatro! ¡Y de tu gentil patronazgo ha nacido esta sublime ofrenda!

—No hay para tanto —respondí—. Sólo es una idea hermosa e inteligente, y nada más.

Mi réplica no había sido en voz muy alta, pero le hizo callar, como hizo callar a los demás. Y la sorpresa que me embargaba dio paso lentamente a otra emoción, no menos dolorosa, sino sólo más fácil de contener. De nuevo, no hubo otro sonido que el procedente del bulevar. Una rabia sorda brotaba de Nicolas. Las pupilas le bailaban al mirarme.

—Eres un mentiroso, un falso despreciable —masculló.

—Tu plan no posee el menor esplendor —repliqué—. No tiene nada de sublime. Sólo se trata de engañar a esos indefensos mortales, de burlarse de ellos, para luego salir del teatro por la noche y, con la misma sencillez, quitarles la vida (muerte tras muerte, con toda su inevitable crueldad y vileza) para seguir viviendo. ¡Cualquier hombre puede matar a otro! Sigue tocando el violín eternamente, baila como gustes. ¡Compénsales el dinero que paguen, si eso te mantiene ocupado y te ayuda a pasar la eternidad! Es, simplemente, una idea hermosa e inteligente. Una arboleda en el Jardín Salvaje. Nada más.

—¡Vil mentiroso! —repitió entre dientes—. Eres un bendito necio, eso es lo que eres. Tú poseías el secreto oscuro que se alzaba por encima de todas las cosas, que hacía comprensible todo lo inexplicable, ¿y qué hiciste con él durante los meses que pasaste a solas, yendo y viniendo de la torre de Magnus? ¡Tratar de vivir como un buen hombre! ¡Como un buen mortal!

Acercó su rostro al mío lo suficiente para besarme; la sangre de su saliva me salpicaba la cara.

—¡Mecenas de las artes! —exclamó en tono burlón—. ¡Tú que ofreces regalos a tu familia, que nos ofreces regalos a nosotros!

Retrocedió unos pasos mientras me dirigía una mirada de desprecio. Luego, continuó hablando:

—Pues bien, nos haremos cargo de este teatro que pintaste de dorado y que llenaste de cortinajes de terciopelo; con él, serviremos al diablo, mejor y más espléndidamente que lo que lo hizo nunca la vieja asamblea. —Se dio la vuelta y miró a Eleni. Después, observó de nuevo a los demás—. Haremos burla de todo lo sagrado. Conduciremos al público a una vulgaridad y a una irreverencia cada vez mayores. Le asombraremos. Le seduciremos. Pero, por encima de todo, nos apropiaremos de su oro igual que de su sangre, y nos haremos fuertes en medio de ellos.

—Sí —le apoyó el muchacho, detrás de él—. Nos haremos invencibles. —En su rostro había un aire desquiciado, y en sus ojos, vueltos hacia Nicolas, brillaba el fanatismo—. Tendremos nombres y lugares en su propio mundo.

—Y tendremos poder sobre ellos —añadió la otra mujer—, y una atalaya desde la cual estudiarles y conocerles y perfeccionar nuestros métodos para destruirlos cuando queramos.

—Quiero este teatro —me dijo Nicolas—. Quiero que me lo des. Quiero la escritura y dinero para reabrirlo. Mis ayudantes, estos que aquí ves, están dispuestos a seguirme.

—Si lo deseas, quédatelo —respondí—. Es tuyo, si con eso quedo liberado de tu malevolencia y de tu quebrantada razón.

Me incorporé de la mesilla y avancé hacia él, y creo que, por un instante, Nicolas trató de cerrarme el paso. Sucedió entonces algo inexplicable: cuando vi que no se movía, la cólera surgió de mi interior y le golpeó como si fuera un puño invisible. Le vi retroceder tambaleándose, como si el puño le hubiera dado de lleno, hasta ir a dar con súbita fuerza contra el tabique.

Habría podido abandonar el lugar al instante, y sabía que Gabrielle sólo estaba esperando a que lo hiciera para seguirme, pero no me marché. Me detuve y volví la vista hacia Nicolas, que seguía aún aplastado contra la pared como si no pudiera moverse. Me estaba mirando, y su expresión de odio seguía siendo tan pura, tan poco moderada por el recuerdo de nuestro viejo amor, como lo había sido desde que el violín le hiciera revivir.

No obstante, yo deseaba comprender, conocer realmente qué había sucedido. De nuevo, me acerqué a él en silencio y, esta vez, fui yo quien ofreció un aspecto amenazador, con mis manos como zarpas. Pude captar el miedo en Nicolas. Todos, salvo Eleni, estaban llenos de temor.

Cuando estuve muy cerca de Nicolas, me detuve y le miré directamente a los ojos; fue como si él comprendiera perfectamente lo que le estaba preguntando.

—No lo has entendido nunca, amor mío —murmuró con voz cáustica. Volvía a sudar gotitas sanguinolentas y le brillaban mucho los ojos, como si los tuviera acuosos—. Si allá en el pueblo tocaba el violín, era para herir a los demás, para irritarles, para procurarme una isla donde los demás no pudieran mandar. Quería que fueran testigos de mi ruina, incapaces de hacer nada por evitarla.

No respondí. Deseaba que siguiera hablando.

—Y cuando decidimos venir a París, creí que íbamos a pasar hambre, que caeríamos cada vez más bajo. Esto era lo que yo buscaba, mientras que ellos deseaban que yo, el hijo más dotado, contribuyera a enaltecerlos. ¡Y yo que pensaba que nos hundiríamos! Se suponía que debíamos caer cada vez más bajo.

—¡Oh, Nicolas…! —exclamé en un susurro.

—Pero tú no te hundiste, Lestat —continuó, enarcando las cejas—. El hambre, el frío… nada consiguió detenerte. ¡Eras un triunfo! —La rabia le espesó la voz una vez más—. No terminaste alcoholizado en el arroyo, sino que lo volviste todo al revés. Y en cada aspecto de nuestra presunta condenación, tú encontraste una nueva alegría. La pasión y el entusiasmo que irradiabas no tenían fin… Y la luz, siempre esa luz… Y, en la misma medida exacta en que surgía de ti esa luz, aumentaba en mí la oscuridad. ¡Cada muestra de alegría me desgarraba y creaba su calco exacto de tinieblas y desesperación! Y entonces vino la magia; cuando poseíste la magia, ironía de ironías, ¡decidiste protegerme de ella! ¡Y no se te ocurrió otra cosa que utilizar tus poderes satánicos para fingir un comportamiento de caballero mortal!

Di media vuelta y vi a las criaturas dispersándose en las sombras y, más allá, la figura de Gabrielle. Vi la luz de su mano cuando la alzó para llamarme a su lado con un gesto.

Nicolas extendió los brazos y me tocó los hombros. Pude notar el odio que me transmitía con el contacto. Ser tocado por aquel odio me resultó repugnante.

—¡Como un descuidado rayo de sol, desperdigaste a los vampiros de la vieja asamblea! —añadió en un susurro—. ¿Con qué propósito? ¿Qué significa este monstruo asesino lleno de luz?

Me di la vuelta, le solté un bofetón y le mandé rodando al otro extremo del camerino. Su mano derecha rompió el espejo mientras la cabeza golpeaba el tabique del fondo.

Por un instante, quedó entre el amasijo de viejas ropas como un juguete roto; después, sus ojos recuperaron el brillo de la determinación, y sus facciones se relajaron en una leve sonrisa. Se enderezó y, lentamente, como haría un indignado mortal, se arregló la ropa y se atusó el cabello desgreñado.

Sus gestos fueron parecidos a los míos bajo Les Innocents, cuando mis captores me arrojaron al suelo. Luego, Nicolas avanzó hacia mí con similar dignidad, y su sonrisa era la más espantosa que había visto nunca.

—Te desprecio —declaró—. Pero he terminado contigo. Tengo el poder que tú mismo me has dado y sé utilizarlo, al contrario que tú. ¡Por fin estoy en un reino donde yo escojo el triunfo! Ahora, en las tinieblas, somos iguales. Y me vas a dar el teatro, porque me lo debes y porque te gusta dar cosas, ¿verdad?, te gusta dar monedas de oro a los niños hambrientos… Y cuando lo tenga, nunca más volveré a dirigir una mirada a tu luz.

Pasó a mi lado, y luego abrió los brazos hacia las otras criaturas:

—Venid, hermosos míos, tenemos obras que escribir y negocios que atender. Tenéis que aprender muchas cosas de mí. Yo sé cómo son de verdad los mortales. Tenemos que ponernos a trabajar en el perfeccionamiento de nuestro oscuro y espléndido arte. Formaremos una asamblea que rivalice con todas las demás. Haremos lo que nadie ha hecho hasta hoy.

El cuarteto me miró, asustado y titubeante, y, en aquel instante de tensión y silencio, me oí a mí mismo tomando aire profundamente. La visión se me amplió. Volví a ver las bambalinas a nuestro alrededor, las altas vigas, las cortinas de los decorados cortando la oscuridad y, más allá, el pequeño resplandor al pie del escenario cubierto de polvo. Vi el local envuelto en sombras, y comprendí, en un único e ilimitado segundo, todo lo que había sucedido allí. Y vi cómo una pesadilla daba a luz otra pesadilla, y vi cómo una historia llegaba a su final.

—El Teatro de los Vampiros —susurré—. Hemos obrado el Rito Oscuro sobre este lugar.

Ninguna de las criaturas se atrevió a responder. Nicolas apenas mostró una sonrisa.

Y, al tiempo que daba media vuelta para abandonar el teatro, alcé las manos en un gesto de invitación al cuarteto para que se acercaran a él. Fue mi despedida.

No estábamos lejos de las luces del bulevar cuando me detuve en seco. Mil horrores acudieron a mí sin palabras: que Armand se presentaba para destruirle, que sus nuevos hermanos y hermanas se cansaban de su frenesí y lo abandonaban, que la mañana lo sorprendía dando tumbos por las calles, incapaz de encontrar un lugar donde ocultarse del sol. Levanté los ojos al cielo. No era capaz de hablar o de respirar siquiera.

Gabrielle me pasó los brazos alrededor de la cintura y me apreté contra ella, hundiendo el rostro en sus cabellos. Su piel, su cara, sus labios, eran como frío terciopelo, y su amor me envolvió con una monstruosa pureza que no tenía nada que ver con los corazones humanos, con la carne humana.

La levanté del suelo sin dejar de abrazarla y, en la oscuridad, fuimos dos amantes tallados en la misma piedra, que no guardaban recuerdo de una vida anterior separados.

—Nicolas ha tomado una decisión, hijo mío —comentó—. Lo hecho, hecho está, y ahora estás libre de responsabilidades para con él.

—¿Cómo puedes decir eso, madre? —repliqué en un susurro—. Él no sabía… Aún no sabe que…

—Déjale, Lestat —insistió ella—. Ya se ocuparán de él.

—Pero ahora tengo que encontrar a ese diablo de Armand, ¿no es eso? —añadí, abatido—. Tengo que lograr que les deje en paz.

La noche siguiente, cuando volví a París, supe que Nicolas ya había visitado a Roget.

Se había presentado una hora antes golpeando la puerta como un poseso y, gritando desde las sombras, había exigido el título de propiedad del teatro y una cantidad de dinero que, según él, le había prometido. Había amenazado a Roget y a su familia y también le había dicho al abogado que escribiera a Renaud y su compañía, instalados en Londres, diciéndoles que volvieran, que había un nuevo teatro aguardándoles y que les esperaba enseguida. Ante la negativa de Roget, exigió la dirección de los artistas en Londres y empezó a registrar el escritorio de Roget.

Al enterarme de esto, monté en silenciosa cólera. Así que aquel demonio inexperto, aquel monstruo temerario y furioso, quería convertirles a todos en vampiros, ¿no era eso?

No toleraría que hiciera tal cosa.

Dije a Roget que enviara un correo a Londres con la advertencia de que Nicolas de Lenfent había perdido la razón. La compañía no debía regresar.

Después volví al Boulevard du Temple y le encontré ensayando, más excitado y loco de lo que le había visto nunca. Volvía a lucir las ropas elegantes y las viejas alhajas de la época en que aún era el hijo predilecto de su padre, pero llevaba el lazo torcido, las medias arrugadas y el cabello más desgreñado y desaseado que un prisionero de la Bastilla que llevara veinte años sin mirarse a un espejo.

Delante de Eleni y los demás, le advertí que no conseguiría nada de mí a menos que me prometiera que la nueva asamblea de vampiros, el nuevo aquelarre, no mataría o seduciría jamás a ningún actor o actriz parisienses, que Renaud y su compañía no serían llevados nunca al Teatro de los Vampiros, ni entonces ni en los años futuros, y que Roget, quien se encargaría de las finanzas del teatro, no debía recibir nunca el menor daño.

Nicolas se rio de mí, ridiculizándome como hiciera la noche anterior, pero Eleni le hizo callar. La mujer estaba horrorizada al enterarse de sus impulsivos proyectos. Fue ella quien primero formuló la promesa y quien la arrancó a los demás. También fue ella quien intimidó a Nicolas y le dejó confuso con su atropellado lenguaje antiguo y quien le obligó a aceptar.

Y fue a Eleni a quien concedí finalmente el control del Teatro de los Vampiros, junto con los ingresos, revisados por Roget, que le permitieran hacer lo que quisiera con el local.

Esa noche, antes de dejar su compañía, pedí a la mujer que me contara lo que supiera de Armand. Gabrielle estaba con nosotros. Nos hallábamos de nuevo en el callejón, cerca de la puerta de artistas.

—Armand observa —respondió Eleni—. A veces deja que le vean.

Su rostro me resultó muy confuso, pesaroso. A continuación, la mujer añadió con voz temerosa:

—Pero sólo Dios sabe qué hará cuando descubra lo que está sucediendo aquí de verdad.